jueves, 16 de febrero de 2017

Los Actos Humanos y Su Moralidad


1. Concepto. La literatura filosófico-teológica suele distinguir entre los que llama actos del hombre y actos humanos. Por actos del hombre se entiende todas las acciones que proceden de él, aunque las produzca sólo en su materialidad, pero sin dominio racional; sólo en fuerza del instinto, p. ej., retirar la mano del fuego, o por ley necesaria de la naturaleza, p. ej., las funciones vegetativoanimales de digerir o respirar. Se consideran en cambio actos humanos sus actuaciones tanto positivas (acciones) como negativas (omisión de deberes), en cuanto las realiza de modo específicamente propio, en cuanto procede en ellas como ser racional, determinándolas con su voluntad, a propuesta del entendimiento, previa deliberación sobre las mismas.

Es muy frecuente la identificación del a. humano y del a. m., no en cuanto a su razón formal, sino en cuanto a su realidad material, suponiendo que no pueden darse a. realmente humanos, que sean amorales, es decir, a. conscientes, y aun deliberados únicamente en cuanto a su entidad físicopsíquica, a su relación con las apetencias o repugnancias del yo personal, a su oportunidad captada por influjo de ejemplos, actitudes, recomendaciones, etc., pera no en cuanto a su relación con los imperativos de un orden moral heterónomo. Así pensaba S. Tomás (Summa, 12
ql a3); y con él se identifican casi todos los autores. Sobre el tema volveremos luego. De momento digamos que el a. m. (de la raíz latina mores, actitudes del ser racional) es el mismo a. humano deliberado, que además atiende a su relación con la norma de moralidad (v. MORAL I). Por eso, atendiendo a la concreción de esa norma de moralidad, cabe decir que son buenas o tienen valor moral y realizan el ser humano las acciones que, en la condición del a. y de su objeto, se conforman con la razón del hombre, con su naturaleza considerada en todas sus relaciones con las criaturas y con el Creador, y con la ordenación de semejante conducta al fin último. Así, pues, el a. m., subjetiva y formalmente considerado, consiste en la relación trascendental de conveniencia (a. bueno), o disconveniencia (a. malo), o irrelevancia (a. indiferente, si existe) que presenta el proceder del hombre respecto de su último fin; en la actitud que consciente y libremente adopte en respuesta a la vocación de Dios que en las sucesivas situaciones de su vida le va llamando a realizarse en la sociedad humana, lo cual ha de hacer siempre con la intención, al menos implícita, del último fin al que está avocado en la posesión amorosa de Dios, que completará su perfección. Esta norma que constituye la moralidad de los a. humanos se manifiesta próximamente por medio de la recta razón iluminada por la fe, y, remotamente, por la ley eterna de Dios, en cuanto inteligencia que establece un orden y se lo expresa al hombre al comunicarle la razón.

2. Estructura del acto moral. El a. m. es, decíamos, el a. humano en cuanto que situado en la perspectiva de la moralidad, o como lo define S. Tomás el que procede de un principio intrínseco (es decir, de la inteligencia y la voluntad) con conocimiento del fin (Sum. Th. 12 q6 al).
Implica, pues, una estructura psicológica, que, reducida a sus líneas generales, puede resumirse así: a) Un momento cognoscitivo, caracterizado por la percepción por parte de la inteligencia de la realidad y cualidades del acto, y precisamente en cuanto que relacionado con la moralidad y, por tanto, como bueno, y que, por ello, puede o debe ser hecho, o como malo, y que, por tanto, debe ser evitado (v. CONCIENCIA).
b) Un momento volitivo, es decir, una decisión de la voluntad, que quiere o rechaza la acción conocida por la inteligencia. Es este el momento determinante, desde la perspectiva de la moralidad, ya que la bondad (o maldad) está propiamente en la voluntad, como potencia por la que el hombre es dueño de sus actos, que serán buenos si el hombre sigue con su voluntad el dictamen de su conciencia y malos si se separa de él. c) Un momento ejecutivo, en virtud del cual las potencias interiores y motoras del hombre se ponen en movimiento para realizar la acción decidida. Este tercer momento no se da en aquellos actos que se consuman en la pura interioridad humana (complacerse en un pensamiento o deseo, etc.); está, pues, presente sólo en aquellos que implican una realización transitiva.

3. Acto moral y desarrollo psicológico. Hacia la edad de seis o siete años comienza el niño a tener actitudes deliberadas, formando decisiones, aún muy elementales y simples, en los conflictos que empieza a apreciar con el entendimiento entre las apetencias instintivas y egocéntricas de su yo consciente, que querría seguir satisfaciéndose, y las reclamaciones que se le oponen desde la perspectiva de lo bueno, de lo que vale, etc. Gradualmente va captando esa bondad con la razón (no ya sólo como hasta entonces, por instinto y por vivencias tenidas, o en inconsciente imitación de actitudes o reacciones ejemplares que ha visto en las personas amadas, o en aceptación autómata de los juicios o criterios que ha oído); y comienza a valorar críticamente las situaciones, complicadas y los conflictos de intereses frente a los cuales comprende que debe adoptar actitudes que comprometerán su responsabilidad ante otros y su dignidad personal ante la sociedad. Con esto empieza a entrar en el uso de la razón, al apreciar gradualmente valores como la veracidad, la modestia, el respeto a los mayores, etc., en un progreso que depende de muchos factores: de los conocimientos y ejemplos que recibe, de su propia capacidad de percepción, abstracción y reflexión, de las decisiones que toma con la adquisición de nuevos elementos de juicio, de las experiencias y resultados satisfactorios o desafortunados que registra en su memoria; todo lo cual prepara su capacidad para reflexiones cada vez más conscientes y voluntarias.

De las decisiones sobre actitudes singulares muy concretas, y de consecuencias casi intuitivamente previstas, pasa a otras más complicadas, que exigen consideraciones abstractas, de resultados más inciertos. Y ya no sólo en relación consigo mismo y con su interés egoísta, sino también con sentido altruista, a partir de sus deberes respecto de los familiares, de la sociedad humana en general y del mismo Dios. Llega además a comprender el alcance y la importancia de las actuaciones, no como a. inconexos entre sí, sino como actitudes con consecuencias para la condición de su persona o para las legítimas exigencias de los demás, y se da cuenta de que posee una conciencia individualizada, capaz de empeñar a fondo la propia personalidad en los a. que ejecuta y obligada a responsabilizarse en sus determinaciones: entra así en el pleno uso de razón. Esto no sucede en todos a una edad determinada, sino que depende del ambiente y educación familiar, del medio cultural, de las dotes de cada uno. En general puede decirse que el uso de razón comienza a despertarse hacia los siete años, pero no llega al grado de desarrollo pleno hasta los años de la pubertad, de ahí que antes haya responsabilidad, pero disminuida (v. ADOLESCENCIA III).
Después continúa creciendo, tanto en información (mayor y más detallado conocimiento de las cosas), como en hondura y madurez, pero a partir de una plenitud psicológica ya dada.

Esa interacción de diversos factores en el a. m., para cuya constitución se requiere el concurso del entendimiento y de la voluntad, mediante una serie de elementos que concurren a su formación, con deliberación sobre los datos y aspectos de la acción en perspectiva, y con una intención al menos virtual que determine y dé sentido a su ejecución, etc., explica que la adquisición del uso de razón necesario para una deliberación plenamente consciente y responsable no se adquiera de una vez, sino en un largo proceso de experiencias y enriquecimiento de la conciencia. Y se comprende también lo acertado de las observaciones que han llevado a considerar el elemento cognoscitivo del a. humano y moral no solamente en la intelección conceptual especulativa, sino en su valoración o ponderación estimativa, en su significación o alcance efectivo. No se trata en esto del descubrimiento de un elemento nuevo, distinto de lo cognoscitivo y deliberativo que integran el a. humano deliberado; y menos de una facultad intermedia entre el entendimiento y la voluntad, como puente de unión entre ambas y aportación para completar el conocimiento teórico con el aprecio práctico, en una deliberación plenamente humana. Si no de una mayor y más profunda ilustración del proceso del a. humano, que lleva a tener una idea más completa de los resortes que juegan en el itinerario de la educación y formación de la personalidad, y consiguientemente de los procedimientos que deben asumirse para una pedagogía integral; y que, en otra línea, puede matizar el juicio sobre la responsabilidad de un sujeto cuando actúa sin valorar el contenido de sus actos o sin ver la trascendencia de las resoluciones que toma superficialmente. Y esto no sólo cuando es manifiesto el funcionamiento desequilibrado de sus facultades superiores, sino también en casos de funcionamiento aparentemente normal, pero con posible degeneración o fallo de la estimativa, que quita responsabilidad a las decisiones tomadas. Tema éste que debe ser tenido presente al juzgar el caso de los habituados (v.), o el de ciertos psicópatas (v. PSICOPATÍA)
cuyas facultades trabajan normalmente en lo especulativo, pero no en lo práctico y axiológico, así como a acciones realizadas en situación de privación de equilibrio psíquico, etc.

Para un mayor estudio del tema, así como la consideración de los factores (ignorancia, inadvertencia, estados pasionales, etc.) que pueden influir en el a. humano y modificar de algún modo su moralidad, v.
VOLUNTARIO, ACTO y las otras voces a las que allí se remite.

4. Cualificación específica de los actos morales. En razón de su conformidad, repugnancia o ambigüedad respecto de la norma de moralidad, de su relación u ordenación al fin última del hombre, que en ellos se realiza cuando son perfectivos, o se destruye o perturba cuando son lesivos de su dignidad, los a. m. se dividen en buenos y malos.

Buenos serán cuantos se conformen con las normas enumeradas, cuantos se ejecuten en conformidad con el fin último. Tales son, sin discusión, todos los a. honestos que se practiquen en estado de gracia con intención al menos virtual implícita del fin último; intención que se contiene en un grado mínimo suficientemente, en la ejecución misma de los a. con conciencia de no violar el orden impuesto por la naturaleza y de no rebajar la dignidad de la persona, borrando o afeando en ella la imagen de Dios.

Malos serán los a. pecaminosos, es decir, aquellos cuyo contenido es contrario a la naturaleza de las cosas y al querer divino y ha sido percibido y conocido así por el sujeto, no obstante lo cual éste ha decidido realizarlos. Dentro de la maldad caben grados, según que el contenido del acto sea más o menos grave, la advertencia y la voluntariedad más o menos plena (de ahí la distinción entre pecado mortal y pecado venial: v. PECADO IV, I).

El tema que nos ocupa puede ser ulteriormente precisada planteándonos dos cuestiones: a) ¿Existen actos moralmente indiferentes? Actos indiferentes serían aquellos cuya índole fuera indeterminada: ni conforme, ni disconforme con el fin última del hombre. Hemos hablado en condicional (serían) porque, aunque en abstracto (es decir, considerando el contenido en sí de un acto y prescindiendo de su inserción en un contexto vital) se puede hablar de objetos en sí mismo amorales, o más bien aun nomoralizados (p. ej., el hecho de pasear o de aspirar el aroma de una flor) todavía los negamos en el orden concreto, siguiendo a S. Tomás y a la mayoría de los autores contra la anticuada teoría escotista.
Efectivamente, al querer ejecutarlos, en concreto y en cada caso siempre concurre alguna circunstancia, o cuando menos se propone en ellos un fin (honesto, útil, razonablemente deleitoso con la debida subordinación a la operación honesta de la que se sigue; o los contrarios de éstos) que les quita la indiferencia o indeterminación que contiene su objeto, y que especifica la acción como digna o indigna del agente, en cuanto que éste se enriquece o rebaja al realizarla. Esta opinión no aumenta el número de a. pecaminosos, sino el de los naturalmente honestos.

Lo que acabamos de decir atiende a las condiciones naturales del actuar humano, el tema se hace algo más difícil si tenemos presente la elevación al orden sobrenatural y todo lo que de ahí deriva. Teniendo en cuenta estas perspectivas, las opiniones entre los teólogos están más divididas, y se hace necesario matizar más. Todos admiten que, cuando el hombre está en gracia, sus obras naturalmente honestas son también buenas en el orden sobrenatural, y meritorias de vida eterna como realizadas con influjo de la gracia sobrenatural (v.). Cuando está en pecado mortal, aunque sea creyente, es igualmente cierto (cfr. Denz. 1216, 1557, 1925, 1940, 2308, 2311, 243842, 2445, 2459) que no todos los a. de los pecadores o infieles son pecado, sino que pueden ser al menos naturalmente honestos, siendo realizados por una naturaleza racional que no está esencialmente corrompida con el pecado. Pero además pueden ser incoativamente buenos y saludables en ese orden, en cuanto que dispongan a su autor para la justificación. Una opinión sustentada en tiempos pasados por muy pocos (G. Vázquez hasta cierto punto y sobre todo J.
Ripalda, De ente supernaturali, 20, 114), pero que hoy parece encontrar más acogida, supone que en nuestro orden histórico de salvación no hay a.
éticamente honesto que se ejecute sin alguna intervención de la gracia actual, constantemente ofrecida a todos según la voluntad salvífica de Dios; de ser cierta esta tesis, se confirmaría lo que antes hemos dicho de que todo a. natural verdaderamente positivo u honesto es de hecho a.
más o menos salutífero, y, al menos, dispone positivamente para la justificación y para el logro del último fin.

b) ¿Pueden existir actos simultáneamente buenos y malos? A la cuestión de si un a. puede ser en parte bueno y en parte malo, debemos responder que no, recordando el adagio: bonum ex integra causa, malum ex quacumque defectu; adagio que quiere decir que los a. no se pueden calificar como buenos, sino que más bien se llaman sencillamente malos, cuando en su objeto, o en alguna de sus circunstancias, o en el fin del agente hay algo en oposición con la regla de moralidad. Es claro que, cuando recurrimos a ese adagio, tenemos presente una razón de maldad que es tal que corrompe absolutamente el acto (es decir, una acción deshonesta, un fin pecaminoso, etc.). Otra cosa es cuando se trata de una acción en sí buena a la que se le añade una circunstancia ciertamente no recta, pero que, siendo leve o superficial, no corrompe la esencia misma del a: entonces podemos hablar de una disminución de la bondad del a. m., pero sin que llegue a hacerse malo. El que movido realmente por la misericordia, pero impulsado al mismo tiempo por la vanidad, hace una limosna a un pobre, o el que recurre a la narración de algo imaginario para mover a penitencia a un pecador, no practica en la limosna y en la exhortación acciones totalmente malas; tienen entrambas una parte buena.
Con mayor razón, y sin posibilidad de duda, admitiremos como buenos aquellos a. cuyo objeto, fin y circunstancias generales son buenos, aunque en su ejecución se interfieran algunas faltas, p. ej., la oración que se haga entre distracciones en las que de algún modo se consiente o que no se rechazan con prontitud, etc. Con respecto al tema que también podría evocarse aquí del llamado acto de doble efecto o voluntario indirecto, v. VOLUNTARIO, ACTO, 3.

5. Otras divisiones de los actos morales. Tanto los a. m. buenos, como los malos, presentan varias divisiones. Enumeramos las principales.

A) Actos internos, externos y mixtos. A los constitutivos del a. m.
pertenece, en primer lugar y sobre todo, el elemento interno, espiritual; en cuanto que el a. procede de la voluntad libre, previo conocimiento del entendimiento. En cualquier a. humano es ese elemento interno el fundamental, el realmente voluntario; por lo misma, el que propiamente constituye la moralidad del a. tradúzcase o no al exterior. Los a.
externos, por aplicación de los sentidos y miembros corporales, son la puesta en acción del a. interior de la voluntad libre, partícipes de su misma moralidad formal. Por eso atribuyó Jesucristo toda la malicia del adulterio al deseo adulterino (cfr. Mt 5, 26); y se atribuye toda la bendición de la obediencia heroica de Abraham a la resolución, no llevada a cabo, de sacrificar lo más querido, porque sólo se detuvo por orden superior (cfr. Gen 22). En la realidad, fuera de algunos puramente internos, los a. m. son generalmente mixtos.

B) Moralidad objetivomaterial y subjetivoformal. Cuando la inteligencia aprecia equivocadamente la relación de un objeto o de un a.
con la norma de moralidad, distinguimos entre moralidad objetivomaterial y subjetivoformal. Existen a. subjetiva y formalmente buenos o malos, sólo porque el agente los aprehende como tales erróneamente. P. ej., quien robara para socorrer a un pobre, creyendo con ignorancia invencible (v. IGNORANCIA III) que esta finalidad justificaba su acción, ejecutaría un a. objetiva y materialmente malo, pero subjetiva y formalmente bueno; y haría un a. malo quien retuviera como propietario algo que realmente le pertenece por cesión de su dueña anterior, pero que él piensa haberlo recibido sólo como préstamo. En este sentido suele decirse que el dictamen de la conciencia nunca es falaz, sino que la acción es real y efectivamente para el sujeto como la ha concebido e intimado la conciencia, enriqueciéndolo o aminorándolo en su ejecución conforme al dictamen dado por aquélla.

C) Actos buenas o malos intrínsecamente. Algunos a. son buenos o malos en sí mismos. Su propia condición los hace conformes o disconformes con el orden moral. Subordinados a Dios esencialmente, el blasfemo, el apóstata de la fe, el ladrón, actúan necesariamente en pugna con las exigencias de su naturaleza, de la recta razón, de la vocación de Dios.
Debiendo respetar los derechos ajenos y contribuir al bien de la sociedad, quebrantaría el orden moral quien hurtara, asesinara, mintiera, etc. Todos estos actos decimos ordinariamente que son intrínsecamente malos; del mismo modo que decimos que es intrínsecamente bueno un a. de religión, de misericordia, de respeto a los mayores, aunque por razón de las circunstancias o del fin perseguido puedan perder total o parcialmente su bondad. Pero la relación de conveniencia o disconveniencia con la norma no existe en todos estos casos del mismo modo, ni con la misma conexión y fijeza. Existen efectivamente diversas formas de realizarse esa relación en la malicia o bondad de los a., considerados en sí mismos. Veámoslo refiriéndonos al tema de la malicia.

a) Hay a. tan en absoluto e irremediablemente malos, que objetivamente jamás pueden existir sin su malicia esencial. Tal, p. ej., la blasfemia, el odio de Dios, la incredulidad respecto del testimonio divino suficientemente intimado.

b) Los hay normalmente malos, por falta de derecho para ejecutarlos en las circunstancias corrientes de la vida, pero que puede haber derecho para ejecutarlos en circunstancias especiales. Así el tomar algo ajeno o el privarse de un miembro mutilándose, son actos ilícitos; pero puede haber circunstancias especiales que, haciendo intervenir un principio superior, cambian la realidad misma y, por tanto, la moralidad. Así en caso de extrema necesidad (p. ej., peligro grave de muerte por hambre)
una persona puede tomar los bienes ajenos que necesita para poder sobrevivir: en este caso el derecho a la propiedad, cede ante el derecho superior a la vida y dada la ordenación de los bienes materiales al bien común. Análogamente no viola la ley natural, en buena administración del todo, el sacrificio de un brazo gangrenado o la extirpación de una víscera cancerosa.

c) Un tercer grupo lo constituyen aquellos a. no malos en sí pero que colocan en peligro de hacer algo vedado o de no hacer algo obligatorio. Como la recta razón prohíbe aceptar temerariamente el peligro de pecar, se llaman malas comúnmente las acciones que en sí
mismas no son más que intrínsecamente peligrosas. Como el peligro no es el mismo para todos, ni para uno mismo en todas las circunstancias, y como la razón de malicia no está en la índole de esos a., sino en la peligrosidad de su objeto y esa peligrosidad misma, aunque sea real, a veces se puede arrastrar prudentemente (v. PECADO IV, 2), por necesidad y con las debidas cautelas, los a. malos por peligrosos no lo son siempre: pueden serlo para unos y no para otros; y para uno mismo, en unas circunstancias y no en otras; gravemente en unos casos y levemente en otros.

Esta distinción muestra cuán falaz es el argumento: «la moral aprueba en ocasiones la mutilación, la muerte, etc.; luego no son intrínsecamente malos». Efectivamente, en los casos en que los aprueba no son intrínsecamente malos; pero sí en los otros, no habiendo cesado el motivo que los hacía malos o temerariamente peligrosos, y sí cambiando sus condiciones.

D) Actos extrínsecamente malos. Se llaman así aquellas acciones que en sí mismas son indiferentes, pero que están prohibidas por determinación positiva de un legislador (p. ej., circular por la izquierda en los países donde las leyes de circulación establecen lo contrario). Toda ley hace que lo prescrito o prohibido por ella, libre hasta entonces, se convierta en obligatorio o vedado. Desobedecerla es ya moralmente malo, ya que la existencia de sociedades y autoridades es algo que deriva de la naturaleza humana, que ha sido querida y creada por Dios, y, por tanto, sus intervenciones afectan no sólo al orden de la conveniencia cívica sino al de la moralidad (v. LEY III y VII). Conviene advertir que, en las leyes civiles, su multiplicidad y variabilidad hace a veces razonable (aparte las causas excusantes) una interpretación benigna, considerando naturalmente válidos y lícitos a. que jurídicamente se dicen inválidos o prohibidos. Si razonablemente se puede pensar del legislador que sólo pretendió negar amparo jurídico a un a., dejándole su valor natural, que no quiso incluir en la norma general unas circunstancias particulares, no parece inmoral o contraria a la norma razonablemente entendida la inobservancia material de la ley hasta que medie sentencia urgiéndola. Es lo que algunos moralistas clásicos pretendieron decir con la llamada teoría de las leyes puramente penales (V. LEY VII, 6).

E) Acto moral perfecto e imperfecto. No habiendo a. humano sin conocimiento, deliberación y consentimiento libre, se sigue que tampoco habrá a. m. perfecto y pleno, cuando alguno de esos elementos se encuentre sustancialmente coartado en su funcionamiento. Cuando afecte a cualquiera de esos elementos, dándole o restándole fuerza, afectará en el mismo sentido y en la misma proporción al a. m. Y lo hará imperfecto, cuando falte un claro conocimiento, o una deliberación bastante serena, o un consentimiento suficientemente gobernado por el sujeto, o varios de estos elementos a la vez, puesto que su mengua o entorpecimiento no permite el dominio pleno de los a. ni, por consiguiente, una imputabilidad completa, del mismo modo que si se hubiese procedido con normal deliberación.

Una serie de influencias e impedimentos (V. IGNORANCIA; CONCUPISCENCIA; MIEDO; etc.), procedentes del interior o del exterior de la persona, actúan con frecuencia, transitoria o permanentemente, en forma normal o patológica, sobre una u otra de las facultades del sujeto, restando perfección humana, y, por consiguiente, responsabilidad moral (v. RESPONSABILIDAD III), a sus a.

Señalemos que para que el a. m. se llame perfecta (y, por tanto, sea plenamente imputable) no se requiere una perfección absoluta, sino que basta que la participación del entendimiento, de la voluntad y de las potencias ejecutivas en su realización existan en el grado necesario para que el sujeto agente sea realmente responsable de su acción, de modo que se le pueda imputar en su significación sustancial, aunque no haya procedido con toda la plenitud de que es capaz al ejecutarlo. En el obrar humano hay, efectivamente, una gran variedad accidental de grados dentro de los a. que calificamos como plenamente humanos y responsables, susceptibles de grave reato subjetivo cuando objetivamente son malos; del mismo modo que hay muchos grados entre la actuación que empieza a marcar la diferencia entre los a. del hombre y los a. humanos, y la actuación que puede considerarse como ya plenamente humana y plenamente responsable.

F) Actos completos e incompletos. Así como la denominación de perfecto e imperfecto se refiere en el a. humano a las facultades interiores, esta última clasificación considera en el mismo el grado de realización o ejecución por parte de las potencias exteriores, según que lo realicen llevándolo hasta el término normal, o lo interrumpan luego de incoado o, por lo menos, sin acabarlo (v. DELITO).


M. ZALBA ERRO.




BIBL.: S. TomÁs, S. Th. 12, q1820; F. SUÁREZ, De bonitate et malitia actuum humanorum, en Opera omnia, IV, París 1856, 3, 277455; I. S. AUER, De moralitate actuum humanorum, Ratisbona 1914; O. N. DERISI, Los fundamentos metafísicos del orden moral, 3 ed. Madrid 1969; J. De FINANCE, S. I., Ensayo sobre el obrar humano, Madrid 1966; V. FRINS, S.
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Gran Enciclopedia Rialp, Ediciones Rialp S.A., 1991


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