1. Concepto. La literatura
filosófico-teológica suele distinguir entre los que llama actos del
hombre y actos humanos. Por actos del hombre se entiende todas las
acciones que proceden de él, aunque las produzca sólo en su
materialidad, pero sin dominio racional; sólo en fuerza del
instinto, p. ej., retirar la mano del fuego, o por ley necesaria de
la naturaleza, p. ej., las funciones vegetativoanimales de digerir o
respirar. Se consideran en cambio actos humanos sus actuaciones tanto
positivas (acciones) como negativas (omisión de deberes), en cuanto
las realiza de modo específicamente propio, en cuanto procede en
ellas como ser racional, determinándolas con su voluntad, a
propuesta del entendimiento, previa deliberación sobre las mismas.
Es muy frecuente la identificación del
a. humano y del a. m., no en cuanto a su razón formal, sino en
cuanto a su realidad material, suponiendo que no pueden darse a.
realmente humanos, que sean amorales, es decir, a. conscientes, y aun
deliberados únicamente en cuanto a su entidad físicopsíquica, a su
relación con las apetencias o repugnancias del yo personal, a su
oportunidad captada por influjo de ejemplos, actitudes,
recomendaciones, etc., pera no en cuanto a su relación con los
imperativos de un orden moral heterónomo. Así pensaba S. Tomás
(Summa, 12
ql a3); y con él se identifican casi
todos los autores. Sobre el tema volveremos luego. De momento digamos
que el a. m. (de la raíz latina mores, actitudes del ser racional)
es el mismo a. humano deliberado, que además atiende a su relación
con la norma de moralidad (v. MORAL I). Por eso, atendiendo a la
concreción de esa norma de moralidad, cabe decir que son buenas o
tienen valor moral y realizan el ser humano las acciones que, en la
condición del a. y de su objeto, se conforman con la razón del
hombre, con su naturaleza considerada en todas sus relaciones con las
criaturas y con el Creador, y con la ordenación de semejante
conducta al fin último. Así, pues, el a. m., subjetiva y
formalmente considerado, consiste en la relación trascendental de
conveniencia (a. bueno), o disconveniencia (a. malo), o irrelevancia
(a. indiferente, si existe) que presenta el proceder del hombre
respecto de su último fin; en la actitud que consciente y libremente
adopte en respuesta a la vocación de Dios que en las sucesivas
situaciones de su vida le va llamando a realizarse en la sociedad
humana, lo cual ha de hacer siempre con la intención, al menos
implícita, del último fin al que está avocado en la posesión
amorosa de Dios, que completará su perfección. Esta norma que
constituye la moralidad de los a. humanos se manifiesta próximamente
por medio de la recta razón iluminada por la fe, y, remotamente, por
la ley eterna de Dios, en cuanto inteligencia que establece un orden
y se lo expresa al hombre al comunicarle la razón.
2. Estructura del acto moral. El a. m.
es, decíamos, el a. humano en cuanto que situado en la perspectiva
de la moralidad, o como lo define S. Tomás el que procede de un
principio intrínseco (es decir, de la inteligencia y la voluntad)
con conocimiento del fin (Sum. Th. 12 q6 al).
Implica, pues, una estructura
psicológica, que, reducida a sus líneas generales, puede resumirse
así: a) Un momento cognoscitivo, caracterizado por la percepción
por parte de la inteligencia de la realidad y cualidades del acto, y
precisamente en cuanto que relacionado con la moralidad y, por tanto,
como bueno, y que, por ello, puede o debe ser hecho, o como malo, y
que, por tanto, debe ser evitado (v. CONCIENCIA).
b) Un momento volitivo, es decir, una
decisión de la voluntad, que quiere o rechaza la acción conocida
por la inteligencia. Es este el momento determinante, desde la
perspectiva de la moralidad, ya que la bondad (o maldad) está
propiamente en la voluntad, como potencia por la que el hombre es
dueño de sus actos, que serán buenos si el hombre sigue con su
voluntad el dictamen de su conciencia y malos si se separa de él. c)
Un momento ejecutivo, en virtud del cual las potencias interiores y
motoras del hombre se ponen en movimiento para realizar la acción
decidida. Este tercer momento no se da en aquellos actos que se
consuman en la pura interioridad humana (complacerse en un
pensamiento o deseo, etc.); está, pues, presente sólo en aquellos
que implican una realización transitiva.
3. Acto moral y desarrollo psicológico.
Hacia la edad de seis o siete años comienza el niño a tener
actitudes deliberadas, formando decisiones, aún muy elementales y
simples, en los conflictos que empieza a apreciar con el
entendimiento entre las apetencias instintivas y egocéntricas de su
yo consciente, que querría seguir satisfaciéndose, y las
reclamaciones que se le oponen desde la perspectiva de lo bueno, de
lo que vale, etc. Gradualmente va captando esa bondad con la razón
(no ya sólo como hasta entonces, por instinto y por vivencias
tenidas, o en inconsciente imitación de actitudes o reacciones
ejemplares que ha visto en las personas amadas, o en aceptación
autómata de los juicios o criterios que ha oído); y comienza a
valorar críticamente las situaciones, complicadas y los conflictos
de intereses frente a los cuales comprende que debe adoptar actitudes
que comprometerán su responsabilidad ante otros y su dignidad
personal ante la sociedad. Con esto empieza a entrar en el uso de la
razón, al apreciar gradualmente valores como la veracidad, la
modestia, el respeto a los mayores, etc., en un progreso que depende
de muchos factores: de los conocimientos y ejemplos que recibe, de su
propia capacidad de percepción, abstracción y reflexión, de las
decisiones que toma con la adquisición de nuevos elementos de
juicio, de las experiencias y resultados satisfactorios o
desafortunados que registra en su memoria; todo lo cual prepara su
capacidad para reflexiones cada vez más conscientes y voluntarias.
De las decisiones sobre actitudes
singulares muy concretas, y de consecuencias casi intuitivamente
previstas, pasa a otras más complicadas, que exigen consideraciones
abstractas, de resultados más inciertos. Y ya no sólo en relación
consigo mismo y con su interés egoísta, sino también con sentido
altruista, a partir de sus deberes respecto de los familiares, de la
sociedad humana en general y del mismo Dios. Llega además a
comprender el alcance y la importancia de las actuaciones, no como a.
inconexos entre sí, sino como actitudes con consecuencias para la
condición de su persona o para las legítimas exigencias de los
demás, y se da cuenta de que posee una conciencia individualizada,
capaz de empeñar a fondo la propia personalidad en los a. que
ejecuta y obligada a responsabilizarse en sus determinaciones: entra
así en el pleno uso de razón. Esto no sucede en todos a una edad
determinada, sino que depende del ambiente y educación familiar, del
medio cultural, de las dotes de cada uno. En general puede decirse
que el uso de razón comienza a despertarse hacia los siete años,
pero no llega al grado de desarrollo pleno hasta los años de la
pubertad, de ahí que antes haya responsabilidad, pero disminuida (v.
ADOLESCENCIA III).
Después continúa creciendo, tanto en
información (mayor y más detallado conocimiento de las cosas), como
en hondura y madurez, pero a partir de una plenitud psicológica ya
dada.
Esa interacción de diversos factores en
el a. m., para cuya constitución se requiere el concurso del
entendimiento y de la voluntad, mediante una serie de elementos que
concurren a su formación, con deliberación sobre los datos y
aspectos de la acción en perspectiva, y con una intención al menos
virtual que determine y dé sentido a su ejecución, etc., explica
que la adquisición del uso de razón necesario para una deliberación
plenamente consciente y responsable no se adquiera de una vez, sino
en un largo proceso de experiencias y enriquecimiento de la
conciencia. Y se comprende también lo acertado de las observaciones
que han llevado a considerar el elemento cognoscitivo del a. humano y
moral no solamente en la intelección conceptual especulativa, sino
en su valoración o ponderación estimativa, en su significación o
alcance efectivo. No se trata en esto del descubrimiento de un
elemento nuevo, distinto de lo cognoscitivo y deliberativo que
integran el a. humano deliberado; y menos de una facultad intermedia
entre el entendimiento y la voluntad, como puente de unión entre
ambas y aportación para completar el conocimiento teórico con el
aprecio práctico, en una deliberación plenamente humana. Si no de
una mayor y más profunda ilustración del proceso del a. humano, que
lleva a tener una idea más completa de los resortes que juegan en el
itinerario de la educación y formación de la personalidad, y
consiguientemente de los procedimientos que deben asumirse para una
pedagogía integral; y que, en otra línea, puede matizar el juicio
sobre la responsabilidad de un sujeto cuando actúa sin valorar el
contenido de sus actos o sin ver la trascendencia de las resoluciones
que toma superficialmente. Y esto no sólo cuando es manifiesto el
funcionamiento desequilibrado de sus facultades superiores, sino
también en casos de funcionamiento aparentemente normal, pero con
posible degeneración o fallo de la estimativa, que quita
responsabilidad a las decisiones tomadas. Tema éste que debe ser
tenido presente al juzgar el caso de los habituados (v.), o el de
ciertos psicópatas (v. PSICOPATÍA)
cuyas facultades trabajan normalmente en
lo especulativo, pero no en lo práctico y axiológico, así como a
acciones realizadas en situación de privación de equilibrio
psíquico, etc.
Para un mayor estudio del tema, así
como la consideración de los factores (ignorancia, inadvertencia,
estados pasionales, etc.) que pueden influir en el a. humano y
modificar de algún modo su moralidad, v.
VOLUNTARIO, ACTO y las otras voces a las
que allí se remite.
4. Cualificación específica de los
actos morales. En razón de su conformidad, repugnancia o ambigüedad
respecto de la norma de moralidad, de su relación u ordenación al
fin última del hombre, que en ellos se realiza cuando son
perfectivos, o se destruye o perturba cuando son lesivos de su
dignidad, los a. m. se dividen en buenos y malos.
Buenos serán cuantos se conformen con
las normas enumeradas, cuantos se ejecuten en conformidad con el fin
último. Tales son, sin discusión, todos los a. honestos que se
practiquen en estado de gracia con intención al menos virtual
implícita del fin último; intención que se contiene en un grado
mínimo suficientemente, en la ejecución misma de los a. con
conciencia de no violar el orden impuesto por la naturaleza y de no
rebajar la dignidad de la persona, borrando o afeando en ella la
imagen de Dios.
Malos serán los a. pecaminosos, es
decir, aquellos cuyo contenido es contrario a la naturaleza de las
cosas y al querer divino y ha sido percibido y conocido así por el
sujeto, no obstante lo cual éste ha decidido realizarlos. Dentro de
la maldad caben grados, según que el contenido del acto sea más o
menos grave, la advertencia y la voluntariedad más o menos plena (de
ahí la distinción entre pecado mortal y pecado venial: v. PECADO
IV, I).
El tema que nos ocupa puede ser
ulteriormente precisada planteándonos dos cuestiones: a) ¿Existen
actos moralmente indiferentes? Actos indiferentes serían aquellos
cuya índole fuera indeterminada: ni conforme, ni disconforme con el
fin última del hombre. Hemos hablado en condicional (serían)
porque, aunque en abstracto (es decir, considerando el contenido en
sí de un acto y prescindiendo de su inserción en un contexto vital)
se puede hablar de objetos en sí mismo amorales, o más bien aun
nomoralizados (p. ej., el hecho de pasear o de aspirar el aroma de
una flor) todavía los negamos en el orden concreto, siguiendo a S.
Tomás y a la mayoría de los autores contra la anticuada teoría
escotista.
Efectivamente, al querer ejecutarlos, en
concreto y en cada caso siempre concurre alguna circunstancia, o
cuando menos se propone en ellos un fin (honesto, útil,
razonablemente deleitoso con la debida subordinación a la operación
honesta de la que se sigue; o los contrarios de éstos) que les quita
la indiferencia o indeterminación que contiene su objeto, y que
especifica la acción como digna o indigna del agente, en cuanto que
éste se enriquece o rebaja al realizarla. Esta opinión no aumenta
el número de a. pecaminosos, sino el de los naturalmente honestos.
Lo que acabamos de decir atiende a las
condiciones naturales del actuar humano, el tema se hace algo más
difícil si tenemos presente la elevación al orden sobrenatural y
todo lo que de ahí deriva. Teniendo en cuenta estas perspectivas,
las opiniones entre los teólogos están más divididas, y se hace
necesario matizar más. Todos admiten que, cuando el hombre está en
gracia, sus obras naturalmente honestas son también buenas en el
orden sobrenatural, y meritorias de vida eterna como realizadas con
influjo de la gracia sobrenatural (v.). Cuando está en pecado
mortal, aunque sea creyente, es igualmente cierto (cfr. Denz. 1216,
1557, 1925, 1940, 2308, 2311, 243842, 2445, 2459) que no todos los a.
de los pecadores o infieles son pecado, sino que pueden ser al menos
naturalmente honestos, siendo realizados por una naturaleza racional
que no está esencialmente corrompida con el pecado. Pero además
pueden ser incoativamente buenos y saludables en ese orden, en cuanto
que dispongan a su autor para la justificación. Una opinión
sustentada en tiempos pasados por muy pocos (G. Vázquez hasta cierto
punto y sobre todo J.
Ripalda, De ente supernaturali, 20, 114),
pero que hoy parece encontrar más acogida, supone que en nuestro
orden histórico de salvación no hay a.
éticamente honesto que se ejecute sin
alguna intervención de la gracia actual, constantemente ofrecida a
todos según la voluntad salvífica de Dios; de ser cierta esta
tesis, se confirmaría lo que antes hemos dicho de que todo a.
natural verdaderamente positivo u honesto es de hecho a.
más o menos salutífero, y, al menos,
dispone positivamente para la justificación y para el logro del
último fin.
b) ¿Pueden existir actos
simultáneamente buenos y malos? A la cuestión de si un a. puede ser
en parte bueno y en parte malo, debemos responder que no, recordando
el adagio: bonum ex integra causa, malum ex quacumque defectu; adagio
que quiere decir que los a. no se pueden calificar como buenos, sino
que más bien se llaman sencillamente malos, cuando en su objeto, o
en alguna de sus circunstancias, o en el fin del agente hay algo en
oposición con la regla de moralidad. Es claro que, cuando recurrimos
a ese adagio, tenemos presente una razón de maldad que es tal que
corrompe absolutamente el acto (es decir, una acción deshonesta, un
fin pecaminoso, etc.). Otra cosa es cuando se trata de una acción en
sí buena a la que se le añade una circunstancia ciertamente no
recta, pero que, siendo leve o superficial, no corrompe la esencia
misma del a: entonces podemos hablar de una disminución de la bondad
del a. m., pero sin que llegue a hacerse malo. El que movido
realmente por la misericordia, pero impulsado al mismo tiempo por la
vanidad, hace una limosna a un pobre, o el que recurre a la narración
de algo imaginario para mover a penitencia a un pecador, no practica
en la limosna y en la exhortación acciones totalmente malas; tienen
entrambas una parte buena.
Con mayor razón, y sin posibilidad de
duda, admitiremos como buenos aquellos a. cuyo objeto, fin y
circunstancias generales son buenos, aunque en su ejecución se
interfieran algunas faltas, p. ej., la oración que se haga entre
distracciones en las que de algún modo se consiente o que no se
rechazan con prontitud, etc. Con respecto al tema que también podría
evocarse aquí del llamado acto de doble efecto o voluntario
indirecto, v. VOLUNTARIO, ACTO, 3.
5. Otras divisiones de los actos
morales. Tanto los a. m. buenos, como los malos, presentan varias
divisiones. Enumeramos las principales.
A) Actos internos, externos y mixtos. A
los constitutivos del a. m.
pertenece, en primer lugar y sobre todo,
el elemento interno, espiritual; en cuanto que el a. procede de la
voluntad libre, previo conocimiento del entendimiento. En cualquier
a. humano es ese elemento interno el fundamental, el realmente
voluntario; por lo misma, el que propiamente constituye la moralidad
del a. tradúzcase o no al exterior. Los a.
externos, por aplicación de los sentidos
y miembros corporales, son la puesta en acción del a. interior de la
voluntad libre, partícipes de su misma moralidad formal. Por eso
atribuyó Jesucristo toda la malicia del adulterio al deseo
adulterino (cfr. Mt 5, 26); y se atribuye toda la bendición de la
obediencia heroica de Abraham a la resolución, no llevada a cabo, de
sacrificar lo más querido, porque sólo se detuvo por orden superior
(cfr. Gen 22). En la realidad, fuera de algunos puramente internos,
los a. m. son generalmente mixtos.
B) Moralidad objetivomaterial y
subjetivoformal. Cuando la inteligencia aprecia equivocadamente la
relación de un objeto o de un a.
con la norma de moralidad, distinguimos
entre moralidad objetivomaterial y subjetivoformal. Existen a.
subjetiva y formalmente buenos o malos, sólo porque el agente los
aprehende como tales erróneamente. P. ej., quien robara para
socorrer a un pobre, creyendo con ignorancia invencible (v.
IGNORANCIA III) que esta finalidad justificaba su acción, ejecutaría
un a. objetiva y materialmente malo, pero subjetiva y formalmente
bueno; y haría un a. malo quien retuviera como propietario algo que
realmente le pertenece por cesión de su dueña anterior, pero que él
piensa haberlo recibido sólo como préstamo. En este sentido suele
decirse que el dictamen de la conciencia nunca es falaz, sino que la
acción es real y efectivamente para el sujeto como la ha concebido e
intimado la conciencia, enriqueciéndolo o aminorándolo en su
ejecución conforme al dictamen dado por aquélla.
C) Actos buenas o malos intrínsecamente.
Algunos a. son buenos o malos en sí mismos. Su propia condición los
hace conformes o disconformes con el orden moral. Subordinados a Dios
esencialmente, el blasfemo, el apóstata de la fe, el ladrón, actúan
necesariamente en pugna con las exigencias de su naturaleza, de la
recta razón, de la vocación de Dios.
Debiendo respetar los derechos ajenos y
contribuir al bien de la sociedad, quebrantaría el orden moral quien
hurtara, asesinara, mintiera, etc. Todos estos actos decimos
ordinariamente que son intrínsecamente malos; del mismo modo que
decimos que es intrínsecamente bueno un a. de religión, de
misericordia, de respeto a los mayores, aunque por razón de las
circunstancias o del fin perseguido puedan perder total o
parcialmente su bondad. Pero la relación de conveniencia o
disconveniencia con la norma no existe en todos estos casos del mismo
modo, ni con la misma conexión y fijeza. Existen efectivamente
diversas formas de realizarse esa relación en la malicia o bondad de
los a., considerados en sí mismos. Veámoslo refiriéndonos al tema
de la malicia.
a) Hay a. tan en absoluto e
irremediablemente malos, que objetivamente jamás pueden existir sin
su malicia esencial. Tal, p. ej., la blasfemia, el odio de Dios, la
incredulidad respecto del testimonio divino suficientemente intimado.
b) Los hay normalmente malos, por falta
de derecho para ejecutarlos en las circunstancias corrientes de la
vida, pero que puede haber derecho para ejecutarlos en circunstancias
especiales. Así el tomar algo ajeno o el privarse de un miembro
mutilándose, son actos ilícitos; pero puede haber circunstancias
especiales que, haciendo intervenir un principio superior, cambian la
realidad misma y, por tanto, la moralidad. Así en caso de extrema
necesidad (p. ej., peligro grave de muerte por hambre)
una persona puede tomar los bienes ajenos
que necesita para poder sobrevivir: en este caso el derecho a la
propiedad, cede ante el derecho superior a la vida y dada la
ordenación de los bienes materiales al bien común. Análogamente no
viola la ley natural, en buena administración del todo, el
sacrificio de un brazo gangrenado o la extirpación de una víscera
cancerosa.
c) Un tercer grupo lo constituyen
aquellos a. no malos en sí pero que colocan en peligro de hacer algo
vedado o de no hacer algo obligatorio. Como la recta razón prohíbe
aceptar temerariamente el peligro de pecar, se llaman malas
comúnmente las acciones que en sí
mismas no son más que intrínsecamente
peligrosas. Como el peligro no es el mismo para todos, ni para uno
mismo en todas las circunstancias, y como la razón de malicia no
está en la índole de esos a., sino en la peligrosidad de su objeto
y esa peligrosidad misma, aunque sea real, a veces se puede arrastrar
prudentemente (v. PECADO IV, 2), por necesidad y con las debidas
cautelas, los a. malos por peligrosos no lo son siempre: pueden serlo
para unos y no para otros; y para uno mismo, en unas circunstancias y
no en otras; gravemente en unos casos y levemente en otros.
Esta distinción muestra cuán falaz es
el argumento: «la moral aprueba en ocasiones la mutilación, la
muerte, etc.; luego no son intrínsecamente malos». Efectivamente,
en los casos en que los aprueba no son intrínsecamente malos; pero
sí en los otros, no habiendo cesado el motivo que los hacía malos o
temerariamente peligrosos, y sí cambiando sus condiciones.
D) Actos extrínsecamente malos. Se
llaman así aquellas acciones que en sí mismas son indiferentes,
pero que están prohibidas por determinación positiva de un
legislador (p. ej., circular por la izquierda en los países donde
las leyes de circulación establecen lo contrario). Toda ley hace que
lo prescrito o prohibido por ella, libre hasta entonces, se convierta
en obligatorio o vedado. Desobedecerla es ya moralmente malo, ya que
la existencia de sociedades y autoridades es algo que deriva de la
naturaleza humana, que ha sido querida y creada por Dios, y, por
tanto, sus intervenciones afectan no sólo al orden de la
conveniencia cívica sino al de la moralidad (v. LEY III y VII).
Conviene advertir que, en las leyes civiles, su multiplicidad y
variabilidad hace a veces razonable (aparte las causas excusantes)
una interpretación benigna, considerando naturalmente válidos y
lícitos a. que jurídicamente se dicen inválidos o prohibidos. Si
razonablemente se puede pensar del legislador que sólo pretendió
negar amparo jurídico a un a., dejándole su valor natural, que no
quiso incluir en la norma general unas circunstancias particulares,
no parece inmoral o contraria a la norma razonablemente entendida la
inobservancia material de la ley hasta que medie sentencia
urgiéndola. Es lo que algunos moralistas clásicos pretendieron
decir con la llamada teoría de las leyes puramente penales (V. LEY
VII, 6).
E) Acto moral perfecto e imperfecto. No
habiendo a. humano sin conocimiento, deliberación y consentimiento
libre, se sigue que tampoco habrá a. m. perfecto y pleno, cuando
alguno de esos elementos se encuentre sustancialmente coartado en su
funcionamiento. Cuando afecte a cualquiera de esos elementos, dándole
o restándole fuerza, afectará en el mismo sentido y en la misma
proporción al a. m. Y lo hará imperfecto, cuando falte un claro
conocimiento, o una deliberación bastante serena, o un
consentimiento suficientemente gobernado por el sujeto, o varios de
estos elementos a la vez, puesto que su mengua o entorpecimiento no
permite el dominio pleno de los a. ni, por consiguiente, una
imputabilidad completa, del mismo modo que si se hubiese procedido
con normal deliberación.
Una serie de influencias e impedimentos
(V. IGNORANCIA; CONCUPISCENCIA; MIEDO; etc.), procedentes del
interior o del exterior de la persona, actúan con frecuencia,
transitoria o permanentemente, en forma normal o patológica, sobre
una u otra de las facultades del sujeto, restando perfección humana,
y, por consiguiente, responsabilidad moral (v. RESPONSABILIDAD III),
a sus a.
Señalemos que para que el a. m. se
llame perfecta (y, por tanto, sea plenamente imputable) no se
requiere una perfección absoluta, sino que basta que la
participación del entendimiento, de la voluntad y de las potencias
ejecutivas en su realización existan en el grado necesario para que
el sujeto agente sea realmente responsable de su acción, de modo que
se le pueda imputar en su significación sustancial, aunque no haya
procedido con toda la plenitud de que es capaz al ejecutarlo. En el
obrar humano hay, efectivamente, una gran variedad accidental de
grados dentro de los a. que calificamos como plenamente humanos y
responsables, susceptibles de grave reato subjetivo cuando
objetivamente son malos; del mismo modo que hay muchos grados entre
la actuación que empieza a marcar la diferencia entre los a. del
hombre y los a. humanos, y la actuación que puede considerarse como
ya plenamente humana y plenamente responsable.
F) Actos completos e incompletos. Así
como la denominación de perfecto e imperfecto se refiere en el a.
humano a las facultades interiores, esta última clasificación
considera en el mismo el grado de realización o ejecución por parte
de las potencias exteriores, según que lo realicen llevándolo hasta
el término normal, o lo interrumpan luego de incoado o, por lo
menos, sin acabarlo (v. DELITO).
M. ZALBA ERRO.
BIBL.: S. TomÁs, S. Th. 12, q1820; F.
SUÁREZ, De bonitate et malitia actuum humanorum, en Opera omnia, IV,
París 1856, 3, 277455; I. S. AUER, De moralitate actuum humanorum,
Ratisbona 1914; O. N. DERISI, Los fundamentos metafísicos del orden
moral, 3 ed. Madrid 1969; J. De FINANCE, S. I., Ensayo sobre el obrar
humano, Madrid 1966; V. FRINS, S.
I., De actibus humanis, III, Friburgo de
Brisgovia 18971904; O. LOTTIN, O. S. B., Morale fundamentale, París
1954; B. PRADA, C. M. F., Teoría de la moral como acto y como
actitud. «Ilustración del Clero» 60 (1967)
707715; S. PINCKAERS, O. P., L'acte
humain selon Saint Thomas, «Rev.
Thomiste» 63 (1955) 393412; L. M. SiMoN,
O. P., Substance et
circonstances de Pacte moral, «Angelicum»
33 (1956) 6779; A. ROLDÁN, S.
I., Valor y valoración, «Las Ciencias»
10 (1945) 619678; T. URDANOZ, O.
P., Filosofía de los valores y filosofía
del ser, «Ciencia Tomista» 76
(1949) 85112; M. ZALBA, S. I., Theologiae
moralis comvendium, I, Madrid 1958, 72116, 194286; P. LUMBRERAS, De
actibus humanis, Roma 1928; J. C.
FORD y G. KELLY. Problemas de Teología
moral contemporánea, I, Santander 1962 (contiene abundante
bibliografía).
Gran
Enciclopedia Rialp, Ediciones Rialp S.A., 1991
No hay comentarios:
Publicar un comentario