Por Jaime Leygonier.
La Habana, 30 de Enero del 2013.- Traté en la primera parte de las camarillas de iglesias, antiguo mal humanamente inevitable, espiritualmente destructivo y que políticamente es aprovechado por la Seguridad del Estado para dividir, penetrar y controlar desde arriba a las iglesias.
Ya mencioné algo sobre las iglesias evangélicas y la aconfesional Gran Logia masónica, ahora testimoniaré sobre mi experiencia en la Iglesia Católica.
En cada comunidad tres o cuatro señoras compiten por ser indispensables al padre cura, ser las que figuren en todo acto, las que manden en nombre del cura; en comunidades más numerosas y complejas son más y se enfrentan varias camarillas.
Las conozco aduladoras y humildes con el cura, durante el culto mano en pecho con ojos en alto como las imágenes de La Inmaculada, y al mandar a los hermanos de la comunidad: orgullo, ordinariez, negación de saludo, declaraciones ignorantes inventando dogmas. Su hambre de cargos es ansiosa.
En iglesias donde no conozco a nadie me es fácil identificarlas porque hablan en voz alta en el templo, irrespetando el silencio, pavoneándose, suben al presbiterio o pasan ante el Sagrario y el altar sin la reverencia de ritual.
Verdaderamente se matan trabajando, y gustan de alabarse de lo mucho que hacen y de que lo hacen solas; y su soledad obedece a que los que desearían ayudar se alejan por la forma impropia de las órdenes, o a que desean estar solas para tener todo el mérito para sí y que "el padre" vea como se sacrifican.
En casi todas concurren cierta edad de cambios fisiológicos e insatisfacción marital por la enfermedad, vejez o ausencia del marido. Y suelen ser de pocas luces e intransigencia.
Conozco a dos muy agrias; una de ellas padece evidentemente de personalidad bipolar. Ambas fueron comunistas y se convirtieron, pero "nacer de nuevo" es difícil.
Donde mandan ese tipo de mujeres los hombres nos hacemos a un lado y, si no, nos empujan a un rincón. Distribuyen las lecturas de la Palabra y prefieren que en la misa se omita una lectura a invitar a leer a otra persona ajena a la camarilla y que pudiera hacerles sombra.
Se celan entre sí, sabotean el trabajo de la otra para hacerla quedar mal y su sustituto de la manzana envenenada es la maledicencia y los desplantes entre mujeres. Su cielo es una palabra de aprobación del sacerdote, su infierno que otra persona desempeñe con éxito alguna labor.
Este tipo de persona y problema existe en todo el mundo, pero en Cuba -además del control policiaco mencionado- la enajenación social aporta la peculiaridad de una falta de alicientes y disfrutes en la vida que pueden incentivar en el l frustrado la ambicionar de reinar sobre una micro-sociedad.
Compadezco a los sacerdotes que tienen que manejar esas situaciones. El mal cobra fuerza si les falta carácter, dan oídos a chismes, gustan de adulaciones, o si por atender varias comunidades o no querer ocuparse de sus deberes existe un vacío de autoridad, entonces se cumple la regla social de que cuando hay vacío o debilidad del poder central inevitablemente ocurrirá guerra por ocuparlo.
De cierto cura pensé que por algún complejo elegía rodearse de y colocar en cargos a personas de pobre inteligencia y mala educación; una segunda mirada me hace pensar que ¡no tiene donde escoger!: Ellas le hacen el trabajo de la comunidad a la par que le espantan a las personas capaces que sí serian aptas para los cargos.
El pastor, como todo jefe, delega sus funciones en subordinados, pero debe fiscalizarlos para comprobar cómo cumplen, y obviar ese deber alegando exceso de trabajo, o por negligencia -o desentenderse de los problemas por no buscarse pendencias con quienes le sacan el trabajo- es destructivo para la comunidad.
No basta cerrar los ojos a este cáncer, cuando los abra el problema continuará allí y engordando.
Para el sacerdote, aislarse y conocer lo que ocurre en su comunidad a través de unas pocas elegidas de su confianza, significa el triunfo de la camarilla o de alguna diva, y el desprestigio de su autoridad sacerdotal, porque la usurpan y reinan en nombre de él estas intermediarias.
Debe elegir a sus subordinados y no que estos se le impongan empujando a los demás. Queda al creyente:
Paciencia, tragar buches amargos; a veces es inevitable marcharse, pero irse disgustado para otra comunidad es una perdida el tiempo porque "en todas partes cuecen habas".
Procurar relacionarse con Dios mirando por arriba de miserias humanas inevitables, combatir el mal hablándolo con el pastor y hasta con los de la camarilla, con franqueza ruda (no sirven insinuaciones) sin dejarse avasallar por ellos, pues somos libres en Cristo, pero sin caer en su misma guerra de murmuraciones.
Les es difícil entender en Mateos 9; 35: «Si uno quiere ser el primero sea el último de todos y el servidor de todos.» También somos humanos falibles a quienes nos es difícil ser humildes al lidiar en desventaja con estas vedettes de iglesia que nos ponen de últimos.