ESTADOS UNIDOS.- No creo que haya terminado el circo con la confirmación por el Senado del juez Brett Kavanaugh y su juramento ante la Corte Suprema. Podría durar como mínimo hasta las elecciones de medio término dentro de menos de un mes, o tal vez mucho más, en dependencia de los resultados de tales elecciones.
Mi comentario no va dirigido contra Carlos Alberto Montaner, de quien me considero amigo y admirador, por su
reciente artículo sobre el tema: me interesa plantear una percepción diferente del asunto. No pretendo dictaminar desde una virtual torre de marfil cuál partido tiene razón y cuál no. Busco analizar qué sería lo razonable y cómo evitar que tales circos se repitan innecesariamente.
Coincido con Carlos Alberto en que el espectáculo que hemos vivido en los últimos días alrededor de la nominación y confirmación del juez es inaceptable en una democracia sólida y respetable, y que tal vez se podrían revisar en general algunos procedimientos y protocolos para seleccionar jueces, pero lo que no podemos permitir bajo ninguna circunstancia es que el Senado de esta gran nación se conduzca como un parlamento tercermundista.
Coincido con quienes consideran que cualquier denuncia de una mujer que alegue haber sido sexualmente maltratada de cualquier manera requiere que se tome en serio y se investigue consecuentemente. Lo que no implica que el simple hecho de que se denuncie establezca automáticamente culpabilidad del denunciado, ni que podamos renunciar a la presunción de inocencia, principio capital del derecho en un país libre. Toda persona es inocente hasta demostrar su culpabilidad, aunque eso disguste a algunos “compañeros”, que comenzaron desde el primer momento del espectáculo a acusar al denunciado de “violador” y “borracho” sin necesidad siquiera de pruebas. De borracho lo presentó el domingo una caricatura de un órgano de prensa en Miami.
Tampoco es aceptable decir que la revisión de un candidato a la Corte Suprema no es un juicio criminal sino una “entrevista de trabajo”, y por lo tanto puede valer todo lo que se haga. Se está analizando a alguien para ocupar un cargo vitalicio en el más alto tribunal del país, no para ocupar un puesto de trabajo de auxiliar de ventas en una tienda durante la temporada navideña, y es necesario profundizar, pero en todos los casos el respeto a la persona que se entrevista es fundamental y obligatorio.
Por otra parte, nos simpaticen o no quienes ostentan cargos electivos en este país, hay cosas que nadie tiene derecho a cuestionar o a poner en duda: Estados Unidos se rige por la Constitución y las leyes. Y la Constitución y las leyes establecen que la designación de magistrados de la Corte Suprema es facultad del Senado, que decide por mayoría absoluta de sus miembros a partir de la propuesta presentada por el Presidente de Estados Unidos.
En ningún momento esas facultades están conferidas a la prensa o a turbas vociferantes. La prensa debe ser libre para expresar todos sus criterios sin temores ni coacciones, aunque en ocasiones se parcialice demasiado hacia un lado del espectro político. En cierto sentido, ese es el precio de la verdadera libertad de prensa, que solamente debe regularse por la ética profesional y personal de cada periodista.
Eso lo ignora, por ejemplo, la comisaria de la Mesa Redonda de la TV cubana, quien disgustada porque Miguel Díaz-Canel no recibió durante su visita a la ONU y New York la cobertura que ella considera que merecía, se preguntaba si alguien habría mandado a callar a The New York Times o The Wall Street Journal, como si alguien en Estados Unidos pudiera ordenar silencio a esos órganos de prensa, o a cualquiera. Esta dama no entiende de ética profesional. Además de que tales cosas no ocurren aquí, con los niveles actuales de relaciones entre The New York Times y el Presidente Trump, cualquier intento gubernamental para intentar callar a ese periódico suscitaría un escándalo de proporciones bíblicas en Estados Unidos.
Volvamos al circo. Si la facultad de designar miembros de la Corte Suprema no corresponde a la prensa, mucho menos a turbas vociferantes. El derecho a la protesta es sagrado en Estados Unidos, pero no existe derecho al vandalismo, la amenaza, la difamación, el acoso, ni a dañar edificios públicos. Para eso existen los mítines de repudio, como los estableció Fidel Castro en Cuba copiando modelos nazis y fascistas y allá se mantienen hasta nuestros días, con variantes locales en Venezuela y Nicaragua, pero eso no puede suceder en Estados Unidos.
Esas mujeres y hombres que con sus absurdos comportamientos en estos días se ganaban limpiamente el derecho a que la policía los detuviera, levantaban orgullosamente el brazo con el puño cerrado cuando les llevaban a la cárcel. Quién sabe por qué, además de para salir en la televisión. A mí personalmente cualquier brazo levantado con el puño cerrado me recuerda cualquier cosa menos la libertad y la democracia que supuestamente esos detenidos estarían defendiendo con su reprochable conducta.
Lo más preocupante, sin embargo, han sido algunas posiciones públicas anteriores y posteriores a la aprobación del Juez por parte del Senado. La credibilidad profesional del FBI fue cuestionada a causa de las opiniones de un partido sobre la investigación complementaria que se desarrolló en los últimos días por parte del Buró. Inmediatamente tras la nominación, una cadena de televisión citaba a un órgano de prensa escrita que señalaba que los senadores que votaron a favor del ya en ese momento magistrado Kavanaugh representaban estados con menos habitantes que los que votaron en contra. No importa si eso fuese verdad o mentira: lo grave es que se pretende ignorar la Constitución de los Estados Unidos con ese bodrio. La Constitución establece que la aprobación depende de la mayoría absoluta de los senadores, no de cuántos habitantes representa cada senador.
Peor aun, tras la votación aprobatoria, altos funcionarios de la anterior administración y senadores en ejercicio dicen que con la elección del Juez la Corte Suprema pierde su legitimidad. Eso no es un ataque contra el nominado, contra los senadores que votaron a su favor, ni contra la Corte Suprema. ¡Eso es un ataque contra el mismo corazón de Estados Unidos!
¿Qué hubiera sucedido si con esa supuesta “ilegitimidad” que se pretende ahora achacar a la Corte Suprema, ese alto tribunal hubiera tenido que decidir, como lo hizo, en la controversia para definir al ganador presidencial del año 2000 entre George W Bush y Al Gore?
Pretender cuestionar ahora la legitimidad de la Corte Suprema porque fue nominado un magistrado que no simpatiza a determinados grupos no es una acción inteligente, ni forma parte de las tradiciones democráticas de Estados Unidos.
Cuando comenzó el proceso, se cuestionaba al propuesto. Ahora se cuestiona al nominado, al Senado, y a la Corte Suprema. Así no va a terminar el circo. Más bien podría convertirse en circo de tres pistas.
Hay que romper este círculo vicioso. No se necesitan líderes iluminados. Estados Unidos conoce de sobra, desde hace más de doscientos años, la solución: simplemente, hacer funcionar plenamente el Estado de derecho, por encima de personas, grupos o partidos. Eso es lo que ha convertido a Estados Unidos en el país más poderoso del mundo y de la historia.