Hay varias
palabras en el NT que resumen la postura del cristiano en el mundo. Todas ellas
describen al peregrino, al transeúnte, al extranjero, al que no reside
permanentemente en un lugar.
La primera
palabra es xenos. En el griego clásico, xenos significa "extranjero"
o "forastero", y se opone a
polites, ciudadano del país, a epichorios,
"habitante" del país, y a endemos,
"nativo" de un país. Xenos
puede significar incluso "peregrino" y "refugiado".
En el NT se
usa respecto del "forastero" que, en la parábola, fuera o no ayudado
(Mt. 25:35, 38, 43, 44). El campo que fue comprado con el dinero de sangre que
Judas Iscariote arrojó a los sacerdotes se dedicó para sepultar a los
"extranjeros" (Mt. 27:7). Los atenienses estaban interesados en Pablo
porque predicaba dioses "extranjeros" (Hch. 17:18). Los ciudadanos de
Atenas y los "extranjeros" residentes en la ciudad no se interesaban
sino en decir y oír algo nuevo (Hch. 17:21). Antes que los gentiles cristianos
fuesen convertidos eran "ajenos" a los pactos de la promesa (Ef.
2:12). Aquellos a quienes fue dirigida la Epístola a los Hebreos no debían
dejarse llevar por doctrinas "extrañas" (He. 13:9). Pedro dice a sus
amigos que no se sorprendan de las pruebas que les han sobrevenido, como si
fueran cosas "extrañas" (1 P. 4:12). Juan distingue entre hermanos y
"extranjeros" (3 Jn. 5). Pero el pasaje que da a la palabra su tono y
significado característicos está en Hebreos, donde se dice que los patriarcas
fueron "extranjeros" y peregrinos durante toda su vida (He. 11:13).
Supuesto así, el cristiano es un xenos,
un extranjero en este mundo.
En el mundo
antiguo, el "extranjero" llevaba una vida difícil. En los papiros, un
hombre escribe que era despreciado por todos "porque soy xenos, extranjero". Otro escribe
a casa para decir a su familia: "No estéis preocupados por mí, porque me
halle fuera de casa, pues estoy personalmente interesado en estos parajes y no
soy xenos, extranjero, en
ellos." Un tercero escribe: "Es mejor para vosotros estar en vuestros
lares, como quiera que sean, que estar epi
xenes, en tierra extraña." En el mundo antiguo eran muy comunes los
clubes, cuyos miembros se reunían para comer juntos; y los comensales estaban
divididos en sundeipnoi,
compañeros, y xenoi, forasteros,
que estaban presentes por tolerancia o cortesía. Un soldado mercenario, que
estuviera sirviendo en el ejército de otro país, era xenos, extranjero (Jenofonte, Anábasis 1.1.10). En Esparta, el
"extranjero" era automáticamente reconocido "bárbaro". Xenos y bárbaro significan lo mismo
(Heródoto, 9.11).
Aquí, pues,
tenemos la verdad de que, en este mundo, el cristiano es siempre extranjero; el
mundo no es su hogar ni su residencia permanente. Y, por esto, el cristiano
siempre estará sujeto a ser malentendido; siempre estará expuesto a ser
considerado un personaje extraño, que sigue caminos raros en comparación con
los que siguen los demás. Mientras el mundo sea mundo, el cristiano permanecerá
en él como extranjero, porque su ciudadanía está en los cielos (Fil. 3:20).
La segunda
palabra, que describe la posición del cristiano en el mundo, es parepidemos. En el griego
clásico, parepidemos era la
palabra aplicada a las personas que se establecían temporalmente en un lugar,
i.e., que no fijaban definitivamente su residencia en el sitio que fuera. En el
NT, parepidemos se usa respecto
de los patriarcas, que nunca tuvieron una residencia permanente, sino que eran
extranjeros y "peregrinos" (He. 11:13). Pedro utiliza esta palabra
para describir a los cristianos, que vivían en Asia Menor, como extranjeros
dispersos por todo el país, como exiliados de su tierra natal (1 P. 1:1). Pedro
ruega a sus hermanos que se abstengan de deseos carnales que batallan contra el
alma, porque son extranjeros y
peregrinos (1 P. 2:11).
Esta palabra
es usada en este sentido en la Septuaginta. Cuando Sara muere, Abraham fue a
los hijos de Het para pedir terreno donde enterrarla, y dijo: "Extranjero
y forastero soy entre vosotros; dadme propiedad para sepultura entre vosotros,
y sepultaré mi muerta" (Gn. 23:4). El salmista habla de sí como
extranjero y advenedizo, como lo
fueron sus padres (Sal. 39:12).
Los griegos
que vivían en Roma se llamaban a sí mismos
parepidemoi (Polibio 32.22.4). En los papiros, un hombre pide
permiso parepidemein pros kairon,
para residir en un lugar durante cierto tiempo; y otro hombre obtiene permiso
de permanencia, pero no debe parepidemein
más de veinte días.
El cristiano
es, esencialmente, residente temporal en este mundo.
Es uno que
va de paso. Puede estar aquí, pero sus raíces no lo están ni tampoco su hogar
permanente. Siempre vive mirando el más allá. Y sucede que su visión de la vida
no era rara entre los grandes hombres. Marco Aurelio (2.17) dijo: "La vida
es una milicia y una estancia (parepidemia)
en tierra extranjera." Diógenes Laercio
(Vidas de los filósofos, 2.3.7), refiriéndose a otro gran griego,
Anaxágoras, dice: "Fue Anaxágoras ilustre no sólo por su conocimiento y
riquezas, sino también por su magnanimidad, pues cedió a los suyos todo su
patrimonio. Y como lo notasen de negligente, respondió: '¿Y vosotros por qué no
sois más diligentes?' Ausentóse finalmente con objeto de entregarse a la
contemplación de la naturaleza, despreciando todo cuidado público; de manera que,
diciéndole uno: '¿Es que no te interesa tu patria?', él replicó señalando el
cielo: 'Yo venero en extremo la patria'." Epicteto (2.23.36 sigtes.) pinta
la vida como él la ve: "Los hombres actúan como viajeros que, yendo camino
de su país, paran en una excelente fonda, y, porque ésta les complace, se
quedan en ella. Hombre, has olvidado tu propósito; tú no estabas viajando hasta la fonda, sino a través de ella. Pero la fonda es
agradable; y ¡cuántas fondas y prados hay que son agradables y bellos!, pero sólo
como lugares de paso." Epicteto no veía el mundo como el término de un
viaje, sino como una posada al borde del camino, como un lugar de paso.
La
palabra parepidemos describe al
hombre que está pasando un tiempo en determinado lugar, pero sin residencia
permanente en él. El cristiano no desprecia el mundo, pero sabe que el mundo no
es una residencia fija para él, sino que tan sólo representa una jornada de su
camino.
El tercer
vocablo que describe la relación del cristiano con el mundo es el nombre paroikos, con su verbo paroikein. En el griego clásico, la
palabra más usual para esta idea era metoikos,
que describe lo que se conocía por "residente ajeno", i.e., un hombre
que residía en un lugar pero sin naturalizarse en él. Este hombre pagaba el
impuesto correspondiente y vivía como residente autorizado, pero nunca
renunciaba a la ciudadanía del lugar al que realmente pertenecía.
Esta palabra
se usa varias veces en el NT. Dios dijo a Abraham que sus descendientes serían
"extranjeros" en tierra ajena (Hch. 7:6). Moisés era
"extranjero" en Madián (Hch. 7:29). En el camino de Emaús, los dos
viajeros preguntaron al irreconocido Cristo resucitado si era
"extranjero" en Jerusalén, porque no conocía la tragedia que había
ocurrido (Lc. 24:18). Cuando los gentiles aceptan la fe cristiana dejan de ser
"ajenos" a las promesas de Dios. Pero, repetidamente, es Hebreos y 1
Pedro quienes dan a esta palabra su tono, énfasis y significado especiales. Una
y otra vez, Hebreos describe a los patriarcas como "peregrinos", sin
residencia permanente (He. 11:9); y la apelación de Pedro a los creyentes es
que se mantengan puros porque son extranjeros y "peregrinos" (1 P.
2:11).
Paroikos
se encuentra a menudo en la Septuaginta, donde figura once veces como
traducción del vocablo hebreo ger.
El Ger era el extranjero, el
prosélito, el extraño que habitaba en el seno de la familia israelita.
Asimismo, traduce diez veces al también vocablo hebreo toshab; el toshab era el emigrante que residía en
un país extranjero, pero sin naturalizarse en él.
Tucídides
usa metoikos para describir a los
"extranjeros" que se establecían en Atenas, pero que nunca llegaban a
ser ciudadanos (2.13). Heródoto emplea este vocablo con referencia a los
residentes en Creta que no eran ciudadanos del país (4.151). Esta es la palabra
que regularmente se contrasta con polites,
el pleno ciudadano de un país, y con katoikos,
el hombre que reside permanentemente en ese país. Una inscripción aparecida en
Cárpatos divide la población de la isla en dos clases: politai y paroikoi, ciudadanos y
residentes ajenos. El gobernador de Priene invita a una fiesta a los politai, "ciudadanos", a
los parokkoi, "residentes
ajenos", a los katoikoi,
"residentes permanentes en la ciudad", y a los xenoi "extranjeros" que se hallaban
por casualidad en la metrópoli. El mundo antiguo conocía bien el término paroikos, el cual describía al hombre
que vivía en el seno de una comunidad, pero que su ciudadanía estaba en otra
parte.
Estas
palabras se aplican particularmente a los judíos de la Dispersión, de los
cuales se decía paroikein en
Egipto, en Babilonia yen las tierras del extrarradio de Palestina a que iban
por fuerza o por voluntad propia. Para los judíos paroikein describía el individuo que
vivía dentro de una comunidad, pero que, no obstante, era extranjero en ella.
Y, a partir de aquí, el término llegó a conectarse especialmente con el
cristiano y con la iglesia cristiana.
El cristiano
estaba exactamente en esa situación; vivía en una comunidad, llevaba a cabo
todos los deberes fruto de la convivencia, pero su ciudadanía estaba en los
cielos. Clemente escribe su carta desde la iglesia peroikouse (participio presente) de
Roma a la iglesia paroikouse de
Corinto. Policarpo usa la misma terminología cuando escribe a la iglesia de
Filipos. La iglesia estaba en estos lugares, pero su verdadero hogar no quedaba
en ellos. Y ahora viene una interesante evolución del término. La palabra paroikos significa "residente
ajeno"; el verbo paroikein
significaba permanecer en un lugar, pero sin llegar a ser ciudadano
naturalizado de ese lugar. Así, el nombre
paroikia pasa a significar "un conjunto de extraños en medio
de una comunidad". La comunidad cristiana es un conjunto de personas que
viven en este mundo, pero que nunca han aceptado las normas, métodos y formas
de él. Las normas de la comunidad cristiana son las de Dios. Aceptan la ley del
lugar donde viven, pero para ellos, muy por encima y más allá de esta ley,
están las regulaciones de la ley de Dios. El cristiano es una persona cuya
única y real ciudadanía es la del reino de Dios.
La idea de
que el creyente en Jesucristo es extranjero y peregrino en este mundo llegó a
ser tan dominante en el pensamiento cristiano, que vale la pena considerarla un
poco más.
(I) En el
mundo antiguo, ser extranjero significaba ser infeliz. Es cierto que los países
respetaban al extranjero. En la religión griega, uno de los títulos de Zeus
era Zeus Xenios, "Zeus, el
dios de los extranjeros"; y se sostenía que los forasteros estaban bajo la
protección de las divinidades; pero, aun así, había cierta desdicha en la
suerte de ellos. En la Carta de
Aristeas (249) leemos: "Es hermoso vivir y morir en la tierra de uno;
el extranjero pobre es despreciado por el país donde va, y del rico se sospecha
que ha sido exiliado por algún delito que haya cometido." Eclesiástico
(29:22-28) tiene este famoso y melancólico pasaje sobre la suerte del
extranjero:
Más vale
vivir pobre bajo un techo de tablas que banquetear en casa extraña.
Conténtate
con lo poco o con lo mucho,
y no tendrás
que oír que te reprochan por extranjero.
Triste es
tener que andar de casa en casa; donde habites como extraño no osarás abrir la
boca.
A fin de
cuentas, eres extranjero y bebes el menosprecio;
y además
habrás de oír palabras amargas.
"Sal,
forastero; haz lugar a otro que merece más honor que tú;
tengo que
recibir a mis hermanos y necesito la casa."
Duras
palabras son éstas para un hombre sentido: la increpación del amo de la casa y
la injuria del usurero.
El mismo
hecho de que el cristiano es un extranjero, un peregrino, un viandante, es la
prueba de que la comodidad es lo último que puede esperar en la vida, y que la
fácil popularidad no es para él.
(II) La idea
de que el cristiano es un extranjero en el mundo está profundamente arraigada en
la literatura de la iglesia primitiva. Tertuliano escribió: "El cristiano
sabe que en la tierra tiene una peregrinación, pero también sabe que su
dignidad está en los cielos" (Apologla,
1). "Nada en este mundo es importante para nosotros, excepto partir de él
lo más rápidamente posible" (Apologla,
41). "El cristiano es un transeúnte entre cosas corruptibles" (Carta a Diogneto, 6.18). "No
tenemos patria en la tierra" (Clemente de Alejandría, Pedagogo 3.8.1). "Somos
peregrinos incapaces de vivir fuera de nuestra madre patria. Vamos procurando
conseguir la forma que nos ayude a terminar con nuestras tristezas y a volver a
nuestro país natal" (Agustín, De
la Doctrina Cristiana, 2.4). "Debemos considerar, caros y amados
hermanos, debemos reflejar una y otra vez que hemos renunciado al mundo; y,
mientras tanto estamos viviendo aquí como huéspedes y extranjeros, esperamos
dar la bienvenida al día que nos lleve a cada uno a nuestro verdadero hogar,
que nos arrebate de aquí, que nos desligue de los lazos de este mundo y nos
restituya al paraíso y al reino. ¿Quién ha vivido en tierras extrañas que no se
apresurara a retornar a su país natal? El que anhela volver a sus amigos desea
con viveza la ayuda de un fuerte viento que le ayude a abrazar lo más pronto
posible a los que le aman. Nosotros reconocemos el paraíso como nuestro
país" (Cipriano, De la
Mortalidad, 26).
(Ill) Al
mismo tiempo ha de notarse que, aunque los cristianos se reconocen extranjeros,
peregrinos, exiliados, esto no significa que se divorcien del vivir ordinario,
y se retiren a una vida de alejada y solitaria inutilidad e inactividad.
Tertuliano escribe: "Nosotros no somos como los indios brahmanes o
gimnosofistas, retirados de la vida ordinaria. Vivimos con vosotros, gentiles,
comiendo el mismo alimento, usando las mismas vestiduras, teniendo necesidad de
las mismas cosas; y no somos infructuosos para los negocios de la
república" (Apología, 42).
La más grande de las expresiones en esta línea de pensamiento figura en la Carta a Diogneto: "Los cristianos
no se distinguen del resto de los hombres por la nacionalidad, el lenguaje o
las costumbres, pues en ninguna parte pueden morar en ciudades de su propiedad;
no usan ninguna forma extraña de discurso ni practican un modo de vida singular
... Mientras habitan en ciudades tanto griegas como bárbaras, compartiendo su
suerte y siguiendo las costumbres de la tierra en el vestir, el alimento y
otros asuntos del vivir, muestran el insigne y admitidamente extraño orden de
su auténtica ciudadanía. Viven en sus patrias, pero como forasteros. Participan
en todo como ciudadanos, y lo sufren todo como extranjeros. Cada tierra
extranjera es su patria, y cada patria una tierra extranjera ... Están en la
carne, pero no viven según la carne. Pasan sus días en la tierra, pero tienen
su ciudadanía en los cielos" (op.
cit., 5:1-9). Viviendo en el mundo, y no apartándose del mundo, era como
los cristianos mostraban su verdadera ciudadanía.
(IV) La
cuestión bien puede ser resumida con uno de los dichos atribuidos por la tradición
a Jesús. El doctor Alexander Duff, misionero escocés, viajó por la India en
1849. Remontó el Gangas y en la ciudad de Futehpur-Sikri, veinticuatro millas
al Oeste de Agra, se llegó a una mezquita mahometana que es una de las más
grandes del mundo. La entrada era de 40 por 40 metros; y en el interior, a la
derecha, se apercibió de una inscripción en árabe que rezaba así: "Jesús,
a quien sea la paz, dijo: 'El mundo no es más que un puente; tienes que pasar
por él, pero no edificar tu casa en él'." Bien podemos creer que este
dicho brotara de los labios de Jesús. Para el cristiano el mundo nunca puede
ser un fin en sí ni una meta; el cristiano es siempre un viandante.