Armando J. Levoratti
El
significado de la palabra Biblia
Hay
varias maneras de responder a esta pregunta.
Una de ellas consiste en explicar el significado de la palabra Biblia.
Biblia es una palabra de origen griego
(el plural de biblion, «papiro para
escribir» y también «libro») y significa literalmente «los Libros». Del griego, ese término pasó al latín, y a
través de él a las lenguas occidentales, no ya como nombre plural, sino como
singular femenino: la Biblia, es decir, el Libro por excelencia. Con este término se designa ahora a la
colección de escritos reconocidos como sagrados
por el pueblo judío y por la iglesia cristiana.
La
Biblia está dividida en dos partes de extensión bastante desigual, llamadas
habitualmente Antiguo y Nuevo Testamento.
A primera vista, la palabra «testamento» se presta a un equívoco, porque
no se ve muy bien en qué sentido puede aplicarse a la Biblia. Sin embargo, la dificultad se aclara si se
tiene en cuenta la vinculación de la palabra latina testamentum con el hebreo berit,
«pacto» o «alianza».
Berit es uno de los términos
fundamentales de la teología bíblica.
Con él se designa el lazo de unión
que el Señor estableció con su pueblo en el monte Sinaí. A este pacto, alianza o lazo de unión
establecido por intermedio de Moisés, los profetas contrapusieron una «nueva
alianza», que no estaría escrita, como la antigua, sobre tablas de piedra, sino
en el corazón de las personas por el Espíritu del Señor (Jr 31.31-34; Ez
36.26-27). De ahí la distinción entre la
«nueva» y la «antigua alianza»: la primera, sellada en el Sinaí, fue ratificada
con sacrificios de animales; la segunda, incomparablemente superior, fue
establecida con la sangre de Cristo.
Ahora
bien, el término hebreo berit se
tradujo al griego con la palabra diatheke,
que significa «disposición», «arreglo», y de ahí «última disposición» o «última
voluntad», es decir, «testamento». De
este modo, la versión griega de la Biblia, conocida con el nombre de
Septuaginta o traducción de los Setenta (LXX), quiso poner de relieve que el
pacto o alianza era un don y una gracia de Dios, y no el fruto o el resultado
de una decisión humana.
La
palabra griega diatheke fue luego
traducida al latín por testamentum, y
de allí pasó a las lenguas modernas. Por
eso se habla corrientemente del Antiguo y del Nuevo Testamento.
A
la Biblia se le da también el nombre de Sagrada
Escritura. En el Judaísmo, en cambio, se la suele designar con la palabra TANAK, que en realidad es una sigla
formada con las iniciales de Torah, Nebiim
y Ketubim, es
decir, de las tres partes o secciones en que se divide la Biblia hebrea: La
Ley, los Profetas y los Escritos.
La
Biblia, Palabra de Dios
La
otra respuesta no se contenta con explicar el significado de una palabra, sino
que da otro paso y trata de penetrar más en la realidad profunda de la Biblia: la Biblia es la Palabra de Dios.
En
la Biblia se encuentran mensajes de los profetas,
palabras de Jesús y testimonios de
los apóstoles. Los profetas, Jesús y los apóstoles actuaron
y hablaron en distintas épocas y en circunstancias muy diversas. Pero todos anunciaron la Palabra de Dios.
Los
profetas se presentaron como testigos
y mensajeros de la Palabra, y así lo expresaron muchas veces de manera
inequívoca, por ejemplo, cuando introducían sus mensajes con la frase: «Así
dice el Señor». (Cf. Jr 1.9-10: Entonces el Señor extendió la mano, me tocó
los labios y me dijo: `Yo pongo mis palabras en tus labios'.)
Después
de haber comunicado su Palabra por medio de los profetas, Dios se reveló en la
persona y en la obra redentora de Jesús, como lo expresa la Carta a los Hebreos
(1.1-2): En tiempos antiguos Dios habló a
nuestros antepasados muchas veces y de muchas maneras por medio de los
profetas. Ahora, en estos tiempos
últimos, nos ha hablado por su Hijo.
Jesús, la Palabra hecha
carne (Jn 1.14), dio testimonio de lo que había visto y oído junto al Padre (Jn
1.18; cf. Mt 11.27), y envió a sus discípulos diciéndoles: El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza a
ustedes, me rechaza a mí; y el que me rechaza a mí, rechaza al que me envió
(Lc 10.16).
Los
apóstoles, a su vez, fueron testigos
oculares y servidores de la Palabra (Lc 1.2).
Ellos fueron elegidos de antemano por Dios (Hch 10.41-42) y a ellos se
les confió la misión de anunciar la Palabra de Dios a todo el mundo (Mc 16.15).
Este
mensaje de los profetas, de Jesús y de los apóstoles fue luego consignado por
escrito, y así nació la Biblia, que es la
Palabra de Dios encarnada en un lenguaje humano. Ella, como Jesús, es plenamente divina y
plenamente humana, sin que lo divino ceda en detrimento de lo humano, ni lo
humano de lo divino.
Ahora
bien: la palabra es la acción de una persona que expresa algo de sí misma y se
dirige a otra para establecer una comunicación.
1.
Si analizamos por partes los elementos de esta definición, vemos que hablar es,
en primer lugar, dirigirse a otro. El
que habla, por el simple hecho de dirigir la palabra a otra persona (y aunque
no lo diga expresamente), está manifestando la voluntad de ser escuchado y
comprendido, de obtener una respuesta, de lograr que su palabra no caiga en el
vacío.
O
dicho de otra manera: toda palabra interpela
al destinatario del mensaje; es invitación, llamado, interpelación. El ser de la palabra es esencialmente
«para-otro», tiene un carácter interpersonal y oblativo.
La
orientación hacia el destinatario del mensaje, generalmente sobreentendida,
aflora a veces de manera explícita y se expresa en palabras y en giros sintácticos,
de un modo especial, en los vocativos
y en los imperativos.
Así,
cuando el Señor dice «(Abraham, Abraham!» (Gn 22.11) o «(Moisés, Moisés!» (Ex 3.4), lo que hace es
atraer la atención del que va a ser su interlocutor. Todavía no le ha comunicado nada. Lo llama, simplemente, para obtener de él una
respuesta y establecer de ese modo el circuito de la comunicación. Porque sin ese llamado previo, y sin la
respuesta del interlocutor, no habría diálogo posible.
De
manera semejante, el que pide algo o da una orden con un imperativo apunta en
forma directa al destinatario del mensaje: Vé
a lavarte al estanque de Siloé, dice Jesús al ciego de nacimiento, y esta
orden provoca en él una respuesta inmediata: El ciego fue y se lavó (Jn 9.7).
2.
Además, toda palabra comunica
algo. Los interlocutores intercambian
siempre algún tipo de información, y hasta la conversación más trivial versa
sobre algún tema. El tema de la
conversación, el significado de las palabras, la noticia que se quiere
comunicar, dan un contenido al mensaje.
3.
Por su misma dinámica interna, la palabra tiende a convertirse en diálogo entre un yo y un tú. Es verdad que muchas veces empleamos el
lenguaje por razones prácticas, de manera que la comunicación se establece casi
siempre en un contexto utilitario y más bien superficial. Además, la comunicación fracasa muchas veces
porque las personas no se abren al diálogo, se encierran en su propio egoísmo,
o porque la buena disposición de una persona no encuentra en la otra una
acogida o un eco favorable.
Por
lo tanto, el encuentro personal puede adquirir distintos grados de profundidad,
o puede incluso frustrarse por la falta de receptividad y de correspondencia en
alguna de las partes. Pero también hay
veces en que el encuentro se realiza plenamente, ya que la palabra y la
respuesta se convierten en un diálogo auténtico y recíproco de comunión y de
mutuo compromiso. Solo en el encuentro
amoroso puede darse esta perfecta reciprocidad, que es fruto de una revelación
y de un don, por una parte, y de una acogida franca y abierta, por la otra.
Estos aspectos del lenguaje humano se
aplican analógicamente a la Palabra de Dios. O expresado de otra manera: este encuentro y
este diálogo se vuelven a encontrar en el plano infinitamente más elevado de la
revelación de Dios y de la fe.
La
Palabra de Dios posee un contenido:
Es la Buena Noticia por excelencia, el evangelio de la salvación. Así puede apreciarse, por ejemplo, en los
pasajes siguientes:
Oye Israel: El Señor nuestro Dios es el único
Señor.
Ama
al Señor tu Dios
con
todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
(Dt
6.4-5)
Ama a tu prójimo como a ti mismo.
(Lv
19.18; Ro 13.9)
Si con tu boca reconoces a Jesús como Señor,
y
con tu corazón crees que Dios lo resucitó,
alcanzarás
la salvación
(Ro
10.9)
Estos tres pasajes
expresan contenidos fundamentales
del mensaje bíblico, como son el mandamiento principal (cf. Mt 22.34-40) y la
profesión de fe en Cristo (cf. 1 Co 15.1-7).
Pero
no basta escuchar con los oídos, porque la Palabra de Dios interpela, quiere ser acogida interiormente, reclama una respuesta.
Esa
respuesta es la fe. Mediante la fe, que acoge el mensaje de la
Palabra, se realiza el encuentro con
el Dios viviente. Y esta respuesta de la
fe hace que la Palabra de Dios -creída, proclamada y vivida individual y
eclesialmente- llegue a ser una fuerza efectiva en la historia.
La
Palabra de Dios es también eficaz: ...tiene vida y poder. Es más aguda que cualquier espada de dos
filos, y penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta lo más
íntimo de la persona;... (Heb 4.12).
Así como la lluvia y la nieve bajan del
cielo,
y
no vuelven allá, sino que empapan la tierra,
la
fecundan y la hacen germinar,
y
producen la semilla para sembrar
y
el pan para comer,
así
también la palabra que sale de mis labios
no
vuelve a mí sin producir efecto,
sino
que hace lo que yo quiero
y
cumple la orden que le doy.
(Is
55.10-11)
Esta
Palabra tiene tanta eficacia porque Dios actúa desde el exterior y también en el interior
de las personas. A diferencia de los
seres humanos, que solo disponen de la fuerza expresiva y significativa del
lenguaje, el Espíritu de Dios penetra en el interior de las personas y allí
realiza su acción más profunda.
Para
referirse a esta eficacia, la Escritura habla de una revelación especial (Mt
11.25), de una luz que Dios hace brotar en nuestro corazón (2 Co 4.6) y de una
atracción interior (Jn 6.44).
Por
la acción del Espíritu Santo, Dios puede infundir en el espíritu humano una luz
que lo incline a aceptar confiadamente el testimonio divino. La iniciativa parte siempre de Dios. De él proceden el mensaje de la salvación y
la capacidad para dar una respuesta de fe a ese mensaje.
La
Palabra de Dios y la fe son, por lo tanto, esencialmente interpersonales. El que
acoge la Palabra y permanece en ella, de siervo pasa a ser hijo y amigo, es
iniciado en los secretos del Padre, que el Hijo y el Espíritu son los únicos en
conocer. No cabe imaginar un encuentro
humano que alcance tanta hondura de intimidad y de comunicación.
El
contenido de la Biblia
La
explicación anterior afirma cosas importantes, pero también deja otras sin
responder. Porque si alguien pregunta «)Qué es la Biblia?», aunque no lo
manifieste expresamente, quiere saber algo más.
Ante todo, quiere saber algo de lo que dice la Biblia.
De
ahí la necesidad de completar la respuesta diciendo algo sobre el contenido de la Biblia.
La
Palabra de Dios es, ante todo, el relato de una historia que se extiende desde
la creación del mundo hasta el fin de los tiempos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la
Biblia proclama los hechos portentosos de Dios.
A través de ellas, Dios se revela como Señor, Padre y Salvador, a fin de
liberar del pecado y de la muerte a la humanidad pecadora.
Esta
historia comprende dos etapas. En la
primera, Dios forma para sí un pueblo, eligiéndolo de entre todas las naciones,
para hacer de él una nación santa, un pueblo sacerdotal y su posesión exclusiva
(cf. Ex 19.3-6). La segunda está
centrada y resumida plenamente en Jesucristo muerto y resucitado, cuyo
acontecimiento pascual constituye la revelación definitiva de los designios de
Dios.
A
la luz de este relato bíblico, la historia humana se manifiesta en su verdadero
sentido; es decir: no como el producto del azar o de un destino ciego, sino
como un proceso que está en las manos de un Dios personal, de quien todo
depende y que lo conduce todo según el
plan que él mismo se había propuesto llevar a cabo. Y este plan consiste en unir bajo el mando de Cristo todas las cosas, tanto en el cielo como en
la tierra (Ef 1.9-10).
En
esta historia se sitúa, en primer lugar, el largo proceso de formación del
Antiguo Testamento, paralelo a la vida del pueblo de Israel. Después de la muerte y la resurrección de
Cristo, y por la acción del Espíritu santo, nace la iglesia cristiana, y en
ella se va formando progresivamente el Nuevo Testamento.
A
continuación enumeramos brevemente las grandes etapas de esta historia
milenaria.
La historia de los orígenes. El primer libro de la Biblia lleva el nombre
de Génesis, palabra griega que significa «origen». El Génesis es el libro de los comienzos:
comienzos del mundo, de la humanidad y del pueblo de Dios.
En
sus primeros capítulos (1--11), el Génesis presenta un vasto panorama de la
historia humana, desde la creación del mundo hasta Abraham. Estos relatos -tan conocidos, pero casi
siempre tan mal comprendidos- ponen de manifiesto aspectos esenciales de la
condición humana en el mundo.
A
los seres humanos les corresponde el honor de haber sido creados «a imagen de
Dios» (Gn 1.26-27). Pero al separarse de
Dios por el pecado, la humanidad eligió para sí un camino de muerte. En el origen de esta rebeldía está la
pretensión de «ser como Dios» (Gn 3.5), es decir: En vez de ordenar todas sus
acciones de acuerdo con la voluntad divina, el primer hombre y la primera mujer
se constituyeron a sí mismos en norma última de sus decisiones, usurpando el
lugar que le corresponde exclusivamente a Dios.
El
pecado rompió los lazos de amistad con Dios, y así entraron en el mundo el
sufrimiento y la muerte. A su vez, la
pérdida de la amistad divina trajo como consecuencia la ruptura entre Dios y el
hombre, entre el hombre y la mujer, entre la especie humana y el resto de la
creación.
La
rebelión contra Dios está presente en todos estos relatos del Génesis. El pecado prolifera, se diversifica y se
extiende cada vez más a medida que aumenta la humanidad. Pero el pecado y el castigo no tienen la
última palabra, porque Dios reconstruye misericordiosamente lo que la soberbia
humana había destruido: Después del diluvio, la humanidad es reconstituida a
partir del justo Noé; después de la dispersión de Babel, a través de la
elección de Abraham.
Por
eso, en el marco descrito por estos relatos se va a desarrollar la «historia de
la salvación», es decir, la serie de acciones divinas destinadas a liberar a la
humanidad del pecado y de la muerte. La
humanidad pecadora ya no era capaz de salvarse a sí misma. Solo la gracia de Dios podía traer al mundo
la salvación. De ahí que la historia
relatada en la Biblia sea la historia de nuestra redención.
Los patriarcas. Los once primeros capítulos del Génesis nos
revelan algo del origen y del misterio de la condición humana; la historia de
los patriarcas, que viene a continuación, presenta la primera etapa en la
formación del pueblo de Dios.
Dios
vuelve a intervenir en la historia de este mundo, pero lo hace de un modo
nuevo. Ya no actúa para condenar a los
culpables o para dispersar a los seres humanos, sino para dar cumplimiento a su
plan divino de salvación.
Abraham,
el «padre de los creyentes», escucha la palabra de Dios y emprende un camino
que lo arranca del pasado y lo proyecta hacia el futuro:
Deja tu tierra, tus parientes y la casa de
tu padre,
para
ir a la tierra que yo te voy a mostrar.
Con
tus descendientes voy a formar una gran nación;
voy
a bendecirte... (Gn
12.1-2)
El
designio divino de salvación comienza humildemente, con un solo hombre—Abraham—y
su familia. Pero desde el comienzo tiene
una destinación universal, porque la elección de Abraham redundará al fin en
beneficio de todas las naciones:
Con tus descendientes voy a formar una gran
nación...
Por
medio de ti bendeciré a todas las familias del mundo.
(Gn
12.2-3; cf. 13.14-17; 15.5; 22.17-18)
Al
leer a continuación los otros relatos del Génesis, donde el designio divino
parece limitarse a algunas personas escogidas, es preciso no perder de vista el
contenido de esta promesa.
Isaac,
primero, y Jacob, después, fueron los herederos de la promesa divina (Gn
26.4; 28.13-15). José fue vendido por sus
hermanos, pero gracias a él la familia de Jacob llegó a Egipto y se salvó de la
hambruna. Así quedó preparado el
escenario para la gran liberación que relata a continuación el libro del Éxodo.
El éxodo. El éxodo de Egipto constituye uno de los
momentos más decisivos en la historia de la salvación. Dios se reveló a Moisés como el Dios de los
padres y el Dios salvador, que oyó el clamor de su pueblo y decidió acudir en
su ayuda. Le dio a conocer su nombre de YHVH
y lo envió a presentarse ante el Faraón, rey de Egipto.
Luego
de muchos contratiempos, los israelitas salieron de Egipto, y con ellos se fue muchísima gente de toda
clase (Ex 12.38). Esta breve
referencia es importante, porque nos da a entender que la unidad del pueblo de
Dios no depende, ante todo, de un común origen racial.
Después
de la liberación viene la alianza. Al llegar al monte Sinaí, el Señor sale al
encuentro de su pueblo y establece con él un pacto o alianza. Esta alianza no es un contrato bilateral, es
decir, un convenio ordinario entre dos partes que han discutido sus términos
antes de concluirla y firmarla. Es una
disposición divina, que el Señor concede gratuitamente, por una libre
iniciativa de su gracia.
Esta
alianza hace del pueblo elegido un pueblo santo,
puesto aparte por Dios y consagrado al servicio de Dios entre todos los pueblos
de la tierra (Ex 19.3-8).
La
historia de esta liberación quedó grabada como un sello indeleble en la memoria
del pueblo de Israel. A partir de aquel
momento, Dios nunca dejó de presentarse a sí mismo con estas palabras: Yo soy [YHVH] tu Dios, que te sacó de
Egipto, donde eras esclavo (Ex 20.1).
A
continuación, el libro del Levítico
dicta un conjunto de normas para el ejercicio del culto en Israel, el pueblo
sacerdotal, consagrado al servicio del Señor.
La marcha por el desierto (narrada
especialmente en el libro de Números). En medio de las asperezas del desierto, en su
marcha hacia la Tierra prometida, el pueblo padeció hambre y sed. Estas penurias le hicieron añorar el pescado
y las legumbres que comían en Egipto (Nm 11.5), y más de una vez se rebeló contra
el Señor y contra Moisés: )Para qué nos trajo el Señor a este país?
)Para morir en la guerra, y que
nuestras mujeres y nuestros hijos caigan en poder del enemigo? (Más nos valdría regresar a Egipto! (Nm 14.3).
La
libertad se les hacía una carga demasiado pesada y sentían nostalgia de la
esclavitud. Entonces el Señor hizo
brotar agua de la roca y lo alimentó con el maná.
Al
término de esta marcha, antes de pasar el Jordán, Moisés instruye por última
vez a Israel, como lo recuerda el libro del Deuteronomio.
Josué.
El libro que lleva el nombre de Josué, el sucesor de Moisés, celebra el
asentamiento de las tribus hebreas en la Tierra prometida. Un simple vistazo al conjunto del libro nos
hace ver que consta de tres partes: la conquista de Canaán (caps. 1--12), la
distribución de los territorios conquistados (caps. 13--21) y la unidad de
Israel fundada en la fe (caps. 22--24).
Después
de cruzar el Jordán, los israelitas llegados del desierto encontraron a su paso
ciudades fortificadas y carros de guerra.
Y si lograron infiltrarse en el país, fue más por la astucia que por el
empleo de las armas. Pero, en realidad,
la conquista no fue una hazaña de los hombres sino una victoria del Señor. Por eso el relato adquiere por momentos los
contornos de epopeya maravillosa: los muros de Jericó se derrumban, el sol se
detiene, los cananeos son presa del pánico, porque es el Señor el que se pone
al frente del pueblo y combate a favor de él.
En estas «guerras de YHVH», el arca de la alianza era el símbolo de la
presencia del Señor en medio de su pueblo.
De
ahí un tema fundamental en el libro de Josué: Israel tiene que dar gracias a
YHVH, su Dios, que ha dado como herencia a su pueblo la tierra de Canaán.
El
libro concluye con el relato de la alianza de Siquem. Josué rememora, ante la asamblea de los
israelitas, las acciones que realizó el Dios de Israel en favor de su
pueblo. Luego les propone una alianza, y
esta queda sellada sobre una doble base: la fe común en YHVH y el
reconocimiento de una misma ley (cap. 24).
El
libro de los Jueces, que viene a continuación, nos dará una imagen un poco más
matizada de este período histórico.
Los Jueces. Después de la muerte de Josué sobrevino para
las tribus de Israel una etapa difícil: es la así llamada «época de los Jueces».
Es
importante notar que estos «jueces» no eran simples magistrados que
administraban justicia, sino «caudillos» (o, como suele decirse, «líderes
carismáticos»), que el Señor fue suscitando en los momentos de crisis para
liberar a su pueblo de la opresión.
Cuando una o varias tribus israelitas se veían amenazadas por un ataque
enemigo, estos caudillos -llenos del «espíritu del Señor»- se levantaron para
combatir a los enemigos de su pueblo (cf. Jue 3.10; 11.29).
Las
amenazas provenían de los pueblos vecinos de Israel. Poco después de la entrada de los israelitas
en Canaán, tuvo lugar, a su vez, el asentamiento de los filisteos en la costa
sur de Palestina (hacia el año 1175 a.C.).
Estos se organizaron en cinco ciudades -la famosa Pentápolis filistea-,
y por su poderío militar y su monopolio del hierro constituyeron un peligro
constante para los israelitas. La
hostilidad de los filisteos, sumada a la que provenía de los nativos del país
(los cananeos) y de los pueblos vecinos (madianitas, moabitas, amonitas, etc.),
llegó algunas veces a poner en peligro la existencia misma de las tribus
hebreas.
Cuando
se producía una de estas crisis, el Señor suscitaba un «juez» o caudillo, que
obtenía para su pueblo una victoria más o menos resonante. Estos héroes actuaron en distintos lugares y
en distintas épocas, y cada uno a su manera.
Gedeón, por ejemplo, reunió varias tribus para ir al combate; Sansón, en
cambio, fue un héroe de fuerza extraordinaria, que más de una vez puso en grave
aprieto a los filisteos. Además, la
misión de los jueces era personal y temporaria: una vez pasado al peligro,
ellos solían volver a sus ocupaciones ordinarias.
El
«Cántico de Débora» (Jue 5) muestra muy bien cómo se encontraba el pueblo de
Israel durante el período de los Jueces.
El poema celebra la victoria de una coalición de tribus hebreas contra
los cananeos, en la llanura de Jezreel.
Según Jueces 5.14-17, seis de las tribus respondieron a la convocatoria
hecha por Débora: Efraín, Benjamín, Maquir (Manasés), Zabulón, Isacar y
Neftalí. En cambio, otras cuatro
tribus—Rubén, Galaad (Gad), Dan y Aser- son recriminadas severamente por no
haber socorrido a sus hermanos. Las
tribus del sur—Judá, Simeón y Leví—ni siquiera se mencionan, sin duda porque
una especie de barrera las separaba de las otras tribus. Uno de los principales enclaves que se
interponían entre el norte y el sur era la fortaleza de Jerusalén, que aún
estaba en poder de los jebuseos (Jos 15.63; Jue 19.10-12).
El
libro de los Jueces pronuncia un juicio severo sobre la situación religiosa de
Israel en aquel período. Los israelitas
pasaban por un proceso de sedentarización y de cambio a nuevas formas de
vida. Y la asimilación de algunas
costumbres cananeas (relacionadas, sobre todo, con el ejercicio de la
agricultura) introdujo prácticas religiosas contrarias al auténtico culto de YHVH. Estas prácticas estaban relacionadas con
Baal, el dios cananeo de la fecundidad.
De este dios se esperaba que diera fertilidad a la tierra, buenas
cosechas de granos y abundancia de vino y aceite.
También
es severo el juicio que se pronuncia sobre la falta de unidad y de organización
política entre los grupos hebreos: Como
en aquella época aún no había rey en Israel, cada cual hacía lo que le daba la
gana (Jue 17.6; cf. 18.1; 19.1; 21.25).
En
la etapa siguiente, la institución de la realeza vino a atemperar de algún modo
aquel estado de anarquía.
Samuel y Saúl. Los libros de Samuel, que vienen a
continuación, se refieren a este proceso de consolidación; uno de los momentos
más importantes en la historia bíblica.
Es la época en que Israel se constituyó como unidad política, al mando
de un rey.
El
primer libro de Samuel consta de tres secciones. Cada una de ellas gira en torno a uno o dos
personajes centrales: Samuel (caps. 1--7), Samuel y Saúl (8--15), Saúl y David
(16--31).
La
primera de estas figuras centrales es la de Samuel, el niño consagrado al Señor
que llegó a ser profeta. Como sucede con
frecuencia en la Biblia, el hijo concedido a la mujer estéril tiene un destino
especial. El relato de la vocación de
Samuel presenta tres elementos que aparecen en todos los relatos de llamamiento
al profetismo: la iniciativa de YHVH, la comunicación del mensaje que deberá
transmitir y la respuesta del que ha sido llamado (1 S 3; cf. Ex 3.1-12; Is 6; Jer 1.4-10; Ez
1--3).
Más
tarde, el intento de organizar a las tribus israelitas bajo la forma de un
estado monárquico comienza con Saúl. Él,
como los antiguos jueces de Israel, fue el libertador elegido por Dios (1 S
10.1). El espíritu del Señor vino sobre
él, y lo impulsó a emprender una guerra de liberación contra los amonitas
(11.1-13). Y cuando regresó victorioso
de su campaña libertadora, Saúl fue proclamado rey. Con esta proclamación, la realeza quedó
instituida en Israel.
Muerte de Saúl y reinado de David. Después de narrar las primeras victorias de
Saúl, la Biblia presenta dos trayectorias que siguen un curso contrario. El joven David, que se había puesto al
servicio del rey Saúl, se fue ganando cada vez más el amor y la simpatía del
pueblo (1 S 18.6-7). Este hecho despertó
la envidia y el odio del rey, que comenzó a perseguirlo despiadadamente. Así comenzaron a contraponerse la carrera
ascendente de David, que culminó con su elevación al trono, y la curva
descendente de Saúl, que terminó en la derrota y en la muerte.
La
muerte de Saúl dejó libre el camino a David, que primero fue proclamado rey de
Judá (2 S 2.4), y luego, cuando las tribus del norte fracasaron en su intento
de organizarse por sí mismas, también fue reconocido como rey de Israel (2 S
5.1-3).
Un
momento decisivo en la trayectoria histórica de David fue la conquista de
Jerusalén. El rey convirtió a esa ciudad
jebusea en capital de su reino (2 S 5.9-16) y también en centro religioso de
todo Israel, ya que allí instaló el arca de la alianza (6.1-23).
Los
libros de Samuel presentan a David con todos los atractivos de un héroe: bien
parecido, fiel en la amistad, músico, poeta, guerrero valeroso y líder
extraordinario. La historia de su
ascensión es al mismo tiempo la historia de la caída de Saúl. Pero el relato bíblico no oculta sus pecados:
el adulterio con Betsabé y el asesinato de Urías.
El
largo reinado de David no logró eliminar por completo el antagonismo entre el
norte y el sur, de manera que la unidad de las tribus fue siempre
precaria. Una prueba de ello fueron las
rebeliones que debió afrontar David, en particular el levantamiento liderado
por su hijo Absalón (2 S 15.1-6; 19.42--20.2).
A la muerte de David, en medio de las intrigas de la corte real, lo
sucedió su hijo Salomón (1 R 1--2).
Los reyes de Israel y Judá después de David. Salomón llevó a cabo el proyecto que su padre
no había podido realizar (1 R 8.17-21) y erigió un lugar de culto que tendría
en el futuro una enorme importancia en la vida religiosa y cultural de Israel. La significación e importancia de dicho
templo se pone de manifiesto, sobre todo, en la plegaria pronunciada por el rey
durante la fiesta de la dedicación (1 R 8.23-53).
Pero
no todo fue gloria y magnificencia en el reino de Salomón. La Biblia también deja entrever los aspectos
negativos de su reinado, como fueron las concesiones hechas a la idolatría y
las excesivas cargas impuestas al pueblo.
Las construcciones llevadas a cabo por el rey exigían pesados tributos y
una considerable cantidad de mano de obra.
Para muchos israelitas, estos excesos traicionaban los ideales que
habían dado su identidad y su razón de ser al pueblo de Dios (cf. 1 S 8), y un
profundo descontento se extendió por el país, en especial, entre las tribus del
norte. Como consecuencia de este
malestar resurgieron los viejos antagonismos entre el norte y el sur (cf. 2 S
20.1-2), y así terminó por quebrantarse el intento de unificación llevado a
cabo por David (cf. 2 S 2.4; 5.3).
Después
de la muerte de Salomón, el reino davídico se dividió en dos estados
independientes: Israel al norte y Judá al sur; este último con Jerusalén como
capital. El texto bíblico narra en qué
circunstancias se produjo la separación y cómo el cisma político trajo consigo
el cisma religioso (1 R 12). Luego presenta
en forma paralela la historia de los dos reinos, que en muy pocas ocasiones
lograron superar su antigua rivalidad.
Según
los libros de los Reyes, la historia de Israel y de Judá, a lo largo de todo el
período monárquico, fue una cadena ininterrumpida de pecados e infidelidades, y
los principales responsables de esta situación fueron los mismos reyes. A ellos les correspondía gobernar al pueblo
de Dios con sabiduría (cf. 1 R 3.9), pero, de hecho, hicieron todo lo
contrario. Por eso no fue un hecho
casual que Israel y Judá terminaran por caer derrotados y dejaran de existir como naciones
independientes (2 R 17.6; 25.1-21).
Los profetas. En este contexto proclamaron su mensaje los
más grandes profetas de Israel. Ellos
vieron con extraordinaria lucidez el desorden que reinaba en la sociedad. El pueblo de Israel no era lo que Dios quería
y esperaba de él. El Señor había formado
y cuidado a su pueblo como el labrador planta y cultiva su viña, y esperaba de
él buenos frutos. Pero sus esperanzas quedaron
frustradas, porque la viña del Señor, en vez de dar buenos frutos, había
producido uvas agrias (Is 5.1-7). El pecado
de Israel estaba grabado «con punta de diamante» y con «cincel de hierro» en la
piedra de su corazón (Jer 17.1). Pero
como el Señor no quiere la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y
viva (Ez 18.23), envió a sus servidores, los profetas, para llamarlo a la
conversión.
Los
profetas nunca dejaron de reconocer que el Señor había elegido a Israel. Pero esta elección divina, mucho más que un
privilegio, era para ellos una responsabilidad.
Ni el culto, ni el templo, ni la dinastía davídica, ni el recuerdo de
las acciones pasadas de YHVH ofrecían ya una garantía incondicional y
automática, porque el Señor ha dado a conocer...
...en qué consiste lo bueno
y
qué es lo que él espera de ti:
que
hagas justicia, que seas fiel y leal
y
que obedezcas humildemente a tu Dios.
(Miq
6.8)
También
el profeta Amós ha expresado esta idea con toda claridad y precisión:
Solo a ustedes he escogido
de
entre todos los pueblos de la tierra.
Por
eso habré de pedirles cuentas
de
todas las maldades que han cometido.
(Am
3.2)
Otro
tema central de la predicación profética es la fidelidad al culto de YHVH. Ese tema se encuentra, sobre todo, en Oseas,
Jeremías y Ezequiel. Ellos denunciaron
la idolatría en todas sus formas (cf., por ejemplo, Os 4.1-14; Jer 2.23-28) y,
con tal finalidad, utilizaron ampliamente el simbolismo conyugal: YHVH era el
esposo de Israel, pero los israelitas se comportaban como una esposa infiel,
que engaña a su marido y se prostituye con el primero que pasa (cf., entre
muchos otros textos, Os 2; Ez 16; 20).
Era preciso, por lo tanto, volver a la fidelidad perdida (Jer 2.1-3),
antes que fuera demasiado tarde (Jer 4.1-4).
Los
profetas condenaron también el orgullo y la ambición de las clases dirigentes,
que no mostraban la menor preocupación por el destino de su pueblo. La gente humilde era víctima de jefes sin
escrúpulos, que creían que todo les estaba permitido (cf. Am 2.6-8). Ante el espectáculo generalizado de la
venalidad y la corrupción, ellos manifestaron decididamente su solidaridad con
las víctimas de la injusticia y denunciaron sin reserva a los opresores. Según sus enseñanzas, la fidelidad al Señor
debía manifestarse no solamente en la observancia de ciertas prácticas
cultuales y religiosas, sino también, y sobre todo, en el ámbito de las
relaciones sociales. Sin la práctica de
la justicia, el culto puramente exterior era abominable para el Señor (Is 1.10-20;
Am 5.21-24).
La caída de Jerusalén. Los profetas anunciaron repetidamente que
Jerusalén sería destruida y que sus habitantes caerían bajo la espada de sus
enemigos, o serían llevados al exilio, si no se volvían al Señor de corazón. Pero ni el pueblo ni sus gobernantes
prestaron oídos a la palabra del Señor, y aquellos anuncios se cumplieron. El ejército de Nabucodonosor, rey de
Babilonia, sitió la ciudad santa, y esta no pudo resistir al asedio. Los invasores entraron en Jerusalén, la
saquearon, incendiaron el templo, se llevaron sus tesoros y vasos sagrados, y
deportaron al sector más representativo de la población (2 R 25.1-21). El Salmo 74.4-9 describe con hondo dramatismo
aquella catástrofe:
Tus enemigos cantan victoria en tu
santuario;
(han puesto sus banderas extranjeras
sobre
el portal de la entrada!
Cual
si fueran leñadores
en
medio de un bosque espeso,
a
golpe de hacha y de martillo,
destrozaron
los ornamentos de madera.
Prendieron
fuego a tu santuario;
(deshonraron tu propio templo
derrumbándolo
hasta el suelo!
Decidieron
destruirnos del todo;
(quemaron todos los lugares del país
donde
nos reuníamos para adorarte!
Ya
no vemos nuestros símbolos sagrados;
ya
no hay ningún profeta,
y
ni siquiera sabemos lo que esto durará.
El exilio. Comparado con la historia de Israel en su
conjunto, el período del exilio fue relativamente breve: unos sesenta años
desde la primera deportación (2 R 25.18-21) hasta el edicto de Ciro (2 Cr
36.22-23). Sin embargo, fue uno de los más
ricos y fecundos en la historia de la salvación. Los israelitas meditaron sobre la catástrofe
que les había acontecido, y esperaron con impaciencia que el Señor volviera a
intervenir una vez más en favor de su pueblo (cf. Sal 137). Una vez que se cumplió el término fijado por
Dios (cf. Jer 29.10), los exiliados escucharon la voz de los profetas que les
anunciaban el fin del cautiverio y una pronta liberación (cf. Is 40--55).
Cuando
cayó Jerusalén, el rey Nabucodonosor estaba en el apogeo de su gloria. Pero también a su país debía llegarle el momento de estar también sometido a
grandes naciones y reyes poderosos (Jer 27.7). Los primeros indicios de la declinación de
Babilonia se sintieron hacia el 546 a.C., cuando apareció en el escenario del
Próximo Oriente antiguo un nuevo protagonista: Ciro, el rey de los persas. Entonces los exiliados pudieron esperar su
liberación y el fin de la catástrofe (cf. Is 40--55). Esta se realizó en el año 539 a.C., con la
caída de Babilonia.
La vuelta del exilio. El edicto de Ciro—del que la Biblia conserva
dos versiones (Esd 1.2-4; 6.3-5)- autorizó a los deportados el regreso a
Palestina. Este retorno fue
paulatino. La primera caravana de
repatriados llegó a Judá al mando de Sesbasar (Esd 1.5-11), que era una especie
de alto comisario del imperio persa.
Pero Sesbasar desapareció pronto de la escena y en lugar de él apareció
Zorobabel. La reedificación del templo,
que había empezado Zorobabel con mucho entusiasmo, se vio obstaculizada por las
hostilidades de los samaritanos; pero estimulado por los profetas Hageo y
Zacarías, puso de nuevo manos a la obra y en el año 515 a.C. el templo quedó
terminado.
A
partir del edicto de Ciro fueron llegando a Jerusalén sucesivas caravanas de
repatriados. Muchos otros judíos, en
cambio, prefirieron quedarse en la diáspora, donde habían prosperado
económicamente, llegando a desempeñar, algunas veces, cargos de importancia
como funcionarios del imperio persa (cf. Neh 2.1).
Con
el paso del tiempo, la situación política, social y religiosa de Judea se fue
deteriorando cada vez más. Entre los
factores que contribuyeron a ese proceso hay que mencionar las dificultades
económicas, las divisiones en el interior de la comunidad y, muy
particularmente, la hostilidad de los samaritanos.
Nehemías,
que a pesar de ser judío era un alto dignatario en la corte del rey Artajerjes
I, se enteró que la ciudad de Jerusalén aún se encontraba casi en ruinas y con
sus puertas quemadas. Entonces solicitó
y obtuvo ser nombrado gobernador de Judá para acudir en ayuda del pueblo. Su valentía y firmeza superaron todas las
dificultades, y en muy poco tiempo los muros de la ciudad fueron
restaurados. Luego se dedicó a repoblar
la ciudad santa, que estaba casi desierta, y tomó severas medidas en defensa de
los más desvalidos y para reprimir algunos abusos (Neh 5.1-12), siendo él mismo
el primero en dar el ejemplo (Neh 5.14-19).
Un tiempo después volvió por segunda vez a Jerusalén y completó la
reforma que había iniciado (Neh 10).
Esdras,
un sacerdote y escriba que también había estado en Babilonia, desempeñó un
papel igualmente importante en esta acción reformadora.
La diáspora. Como ya lo hemos recordado, muchos deportados
a Babilonia, siguiendo los consejos de Jeremías (29.4-7), se dedicaron al
cultivo de la tierra y a otras actividades rentables, y así lograron constituir
en el exilio colonias muy florecientes.
Por eso, cuando Ciro autorizó el regreso, renunciaron a volver a
Palestina.
Más
tarde, a estas colonias judías en territorio extranjero, se fueron sumando
muchas otras, formadas por las olas sucesivas de judíos que emigraban de
Palestina para probar fortuna en el exterior.
De este modo, en el siglo 1 a.C., muchos emigrados judíos o los
descendientes de ellos estaban diseminados por todas las regiones del mar
Mediterráneo. Al conjunto de estas
comunidades judías se le suele dar el nombre de «diáspora», palabra de origen
griego que significa «dispersión» (cf. Stg 1.1; 1 P 1.1).
Por
la influencia de estas comunidades de la diáspora, numerosos paganos se
convirtieron al monoteísmo judío.
Algunos aceptaban solamente algunos preceptos, y estos convertidos se
llamaban «temerosos de Dios». Otros, más
fervorosos, se sometían enteramente a la Ley mosaica y franqueaban la última
etapa, sometiéndose a la circuncisión. Estos
formaban el grupo de los «prosélitos».
Según los Hechos de los Apóstoles, los primeros misioneros cristianos
encontraron por todas partes «prosélitos» y «temerosos de Dios» (cf. Hch 2.11;
10.2; 13.16, 43).
El período intertestamentario. Entre el último de los libros del Antiguo
Testamento y los escritos más antiguos del Nuevo, transcurre un período llamado
«intertestamentario».
Para
comprender mejor esta etapa es necesario recordar que en ella Israel vivió más
que nunca de una promesa. La promesa
hecha a Abraham, renovada a Moisés bajo la forma de alianza, luego a David, y
recordada constantemente por los profetas, era el aliciente que mantenía viva
la esperanza del pueblo.
Esta
esperanza persistió bajo distintas formas a través de las vicisitudes de su
historia, renaciendo cada vez renovada y tendida siempre hacia el futuro. A partir de las pruebas del exilio y de la
desaparición de la realeza, ella estuvo centrada, sobre todo, en la figura del Mesías, el nuevo David.
Los
que esperaban al Mesías tendían a representarse su reinado bajo aspectos
puramente terrestres, como la conquista y la dominación de los pueblos paganos
que tantas veces habían oprimido a Israel.
En
este sentido se reinterpretaban los antiguos anuncios proféticos, como este de
Amós:
`El día viene en que levantaré la caída choza
de David. Taparé sus brechas, levantaré
sus ruinas y la reconstruiré tal como fue en los tiempos pasados, para que lo
que quede de Edom y de toda nación que me ha pertenecido vuelva a ser posesión
de Israel'. El Señor ha dado su palabra,
y la cumplirá.
(Am
9.11-12).
Esta
perspectiva era la más corriente, aunque no exclusiva, en tiempos de Jesús.
Al
lado de ella encontramos la llamada «corriente apocalíptica». El adjetivo «apocalíptico» viene de apokálypsis, palabra griega que
significa «revelación». Todo apocalipsis, en efecto, es una
revelación sobre el sentido profundo de la historia humana. Porque en la historia se realiza un
misterioso designio de Dios, que solo puede darlo a conocer la revelación
divina. Según este plan, al fin de los
tiempos Dios va a triunfar sobre el mal y a enjugar las lágrimas de sus fieles
(cf. Ap 21.4). Pero mientras llega el
fin, el mal despliega todo su poder y persigue al pueblo de Dios, hasta el
punto de infligir una muerte violenta a muchos creyentes. En este contexto, el apocalipsis quiere dar una palabra de consuelo, de aliento y de
esperanza al pueblo de Dios perseguido.
La
lectura de estos escritos es apasionante pero difícil. En parte, por las constantes alusiones
históricas que se encuentran en ellos, y que requieren un buen conocimiento de
las circunstancias en que fueron redactados esos escritos. Y más todavía, por el empleo del «género
apocalíptico», es decir, de una forma literaria que se caracteriza, sobre todo,
por el constante recurso al lenguaje simbólico.
El Nuevo Testamento. Después de haber hablado a nuestros padres
por medio de los profetas, Dios envió a su Hijo Jesucristo -su Palabra eterna,
que ilumina a todos los seres humanos- para
que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna (Jn
3.16).
Una
vez bautizado por Juan (Mc 1.9-11), Jesús volvió a Galilea y comenzó a anunciar
la Buena Noticia de Dios (Mc 1.14-15).
Reunió a su alrededor un grupo de discípulos, para que lo acompañaran y para mandarlos a anunciar el mensaje (Mc
3.14). Los evangelios, sin embargo, nos
muestran que los discípulos estuvieron muy lejos de entender, desde el
comienzo, quién era en realidad aquel con quien convivían tan íntimamente (Mc
8.14-21). Pero Jesús les anunció que el
Paráclito—el «Espíritu de la verdad»--les haría conocer toda la verdad (Jn
14.26; 15.26; 16.13). Este anuncio se
cumplió el día de Pentecostés, cuando la comunidad reunida en oración recibió
la luz y la fuerza del Espíritu Santo (Hch 2.1-4).
Estos
primeros discípulos, que fueron desde el comienzo «testigos presenciales» de lo
que Jesús hizo y enseñó, recibieron de él «el encargo de anunciar el mensaje»
(Lc 1.2), y con el poder del Espíritu Santo (Hch 1.8) dieron testimonio de lo
que habían visto y experimentado: Porque
lo hemos visto y lo hemos tocado con nuestras manos (1 Jn 1.1).
Los
que creyeron en la Buena Noticia, a su vez, formaron comunidades cuyos miembros
seguían firmes en lo que los apóstoles
les enseñaban, y compartían lo que tenían, y oraban y se reunían para partir el
pan (Hch 2.42). Y en la vida de
estas comunidades fueron surgiendo los escritos del Nuevo Testamento.
Aquí
es importante tener en cuenta que el orden de los libros en el canon del Nuevo
Testamento no corresponde al orden cronológico en que fueron redactados los
libros. Entre los escritos más antiguos
están las cartas paulinas. El apóstol, en efecto, anunciaba el evangelio
de viva voz (cf. Hch 13.16; 14.1; 17.22).
Pero a veces, estando lejos de alguna de las iglesias fundadas por él,
se vio en la necesidad de comunicarse con ella, para instruirla más en la fe,
para animarla a perseverar en el buen camino, o para corregir alguna desviación
(cf., por ejemplo, Gl 1.6-9). Así
nacieron sus cartas, escritas para hacer frente a los problemas de índole
diversa que surgían, sobre todo, de la rapidez y amplitud con que se difundía
la fe cristiana.
Aunque
los materiales utilizados por los evangelistas han sido transmitidos por los
que desde el comienzo fueron testigos
presenciales (Lc 1.1), la redacción de los Evangelios, tal como han llegado hasta nosotros, es posterior a las
cartas paulinas.
Cada
uno de estos cuatro evangelios quiere responder a la pregunta que se hace todo
el que se encuentra con Cristo. Esta
pregunta ya se la había hecho Pablo en el camino de Damasco, cuando dijo: )Quién eres, Señor? (Hch 9.5). Y también se la
hicieron los apóstoles, dominados por el miedo, cuando vieron la tempestad
calmada a una sola orden de Jesús: )Quién será este, que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mc 4.41).
Marcos pone bien de relieve la realidad
humana de Jesús, pero destaca al mismo tiempo su misteriosa trascendencia. Llevándonos de pregunta en pregunta, de
respuesta en respuesta, de revelación en revelación, nos conduce en forma
progresiva de la humanidad de Cristo a su divinidad, haciéndonos descubrir en
«el carpintero, hijo de María» (6.3), primero al Mesías Hijo de David (8.29) y
luego al Hijo de Dios (15.39).
En
un relato más extenso que el de Marcos, Mateo
presenta a Jesús—hijo de Abraham e hijo de David (1.1)—como el Mesías que lleva
a su cumplimiento todas las esperanzas de Israel y las sobrepasa a todas. Apoyándose constantemente en las profecías
del Antiguo Testamento, muestra cómo Jesús las realiza plenamente, pero de una
manera que el pueblo judío de su tiempo ni siquiera alcanzó a sospechar: Todo esto sucedió para que se cumpliera lo
que el Señor había dicho por medio del profeta (1.22; cf. 2.17; 4.14; 8.17;
26.56).
Lucas destaca, sobre todo, la misión de
Jesús como Salvador universal (cf. 2.29-32).
Es el evangelio proclamado por el ángel de Belén: Les traigo una buena noticia, que será motivo de gran alegría para
todos: Hoy les ha nacido en el pueblo de David un Salvador, que es el Mesías,
el Señor (2.10-11). En las parábolas
de la misericordia divina, Lucas anota que la alegría de la salvación no
resuena solamente en la tierra, sino que regocija también al cielo y a los
ángeles (15.7, 10); la vuelta del hijo pródigo a la casa de su padre se festeja
jubilosamente (15.22-24), y el gozo del perdón y de la salvación llega también
a la casa de Zaqueo, que recibió a Jesús con alegría (19.6).
El
evangelio de Juan ha sido llamado «evangelio
espiritual», debido a la profundidad con que ha sabido penetrar en el misterio
de Cristo. Jesús es la Luz del mundo, el
Pan de vida, el Camino, la Verdad y la Vida, la Resurrección y la Vid
verdadera. Él es la Palabra eterna del
Padre, que existía desde el principio y que se hizo «carne»--es decir, hombre
en el pleno sentido de la palabra—y «acampó entre nosotros» (Jn 1.14,
NBE). Él es la manifestación suprema del
amor de Dios, que no vino a condenar sino a salvar. Pero también exige de sus seguidores una
opción fundamental: )También ustedes quieren irse? - Señor, )a quién podemos ir? Tús palabras
son palabras de vida eterna (6.67, 68).
Además
de las cartas paulinas, el Nuevo Testamento incluye otras cartas apostólicas, que llevan los nombres de Santiago, Pedro, Juan
y Judas, el hermano de Santiago. En su
mayor parte, estas cartas no están dirigidas a personas o a comunidades
particulares, sino a grupos más amplios (cf., por ejemplo, 1 P 1.1). En ellas se reflejan las dificultades que
debieron afrontar los primeros cristianos en medio de la hostilidad de los
paganos. Debemos agregar aquí también a
la Epístola a los Hebreos,
considerada más como un sermón de exhortación que invita a los cristianos a
permanecer fieles en la fe de Jesucristo, en medio de una situación adversa.
Finalmente,
el libro del Apocalipsis -palabra
griega que significa Revelación-
anuncia el triunfo final del Señor. El
día de este triunfo final de Cristo es designado como el de las «Bodas del
Cordero»:
Alegrémonos, llenémonos de gozo y démosle gloria,
porque
ha llegado el momento
de
las bodas del Cordero.
(Ap
19.7)
Por
eso, el Apocalipsis proclama jubilosamente:
Felices los que han sido invitados
a
la fiesta de bodas del Cordero.
(Ap
19.9)
Con
esta bienaventuranza llega a su término el libro del Apocalipsis, cuyas
palabras finales son un canto nupcial: «(Ven!», dice la Esposa del Cordero, y ella escucha una voz que le
responde: «Sí, vengo pronto» (Ap 22.17,20).
Conclusión
El
Dios que se revela en la Biblia ha intervenido en la historia humana para hacer
de ella una historia santa. Los
acontecimientos del Antiguo Testamento anunciaban, prefiguraban y realizaban
parcialmente lo que en el Nuevo Testamento llegaría a su pleno cumplimiento. Si la Pascua de Cristo trae al mundo la plenitud
de la salvación, la pascua de Moisés fue la aurora de nuestra salvación. La liberación del pueblo de Israel de la
esclavitud de Egipto preanunciaba asimismo la liberación de toda la humanidad
de la esclavitud del pecado y de la muerte.
Este mismo movimiento de la historia continúa, se prolonga y se expande
en la vida de la Iglesia, que escucha, vive y anuncia la Palabra hasta los
confines de la tierra (cf. Hch 1.8).
Libros
recomendados
Para
profundizar en la lectura
Arnold
B. Rhodes. Los actos portentosos de Dios.
Traducido del inglés por Jorge Lara-Braud y Miriam D. de Lloreda. Richmond: C. L. C. Press, 1964. 358 pp.
Susana
de Diétrich. Los designios de Dios.
Traducido del francés por F. Rived.
México: Publicaciones El Faro, S. A. y CUPSA, 1952. 222 pp.
Obras
afines
Ricardo
Pietrantonio. Itinerario Bíblico. 1 Antiguo Testamento. Buenos Aires: Ediciones La Aurora, 1985. 191 pp.
Erich
Sauer. La aurora de la redención del mundo. Traducido del inglés por Ernesto
Trenchard. Madrid: Literatura Bíblica,
1967. 308 pp.
Etienne
Charpentier. Para leer la Biblia.
Cuadernos Bíblicos 1. Traducido
del francés por Nicolás Darrical. Estella: Editorial Verbo Divino, 1985. 66 pp.
Equipo "Cahiers
Evangile". Primeros pasos por la Biblia.
Cuadernos Bíblicos 35. Traducido
del francés por Nicolás Darrical. Estella:
Editorial Verbo Divino, 1984. 62 pp.
William
Barclay. Introducción a la Biblia. Traducido del inglés por Juanleandro
Garza. México: CUPSA, 1987. 160 pp.
Ettienne
Charpentier. Para leer el Antiguo Testamento.
Traducido del francés por Nicolás Darrical. Estella: Editorial
Verbo Divino, 1984. 122 pp.