1ª de Juan
1Jn 1:1 Lo que era desde el principio,[2]
lo que hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros ojos, lo que hemos
contemplado y palparon[3] nuestras manos tocante al Verbo de vida[4]
1Jn 1:2 --pues la vida fue manifestada[5] y
la hemos visto, y testificamos[6] y
os anunciamos la vida eterna, la cual
estaba con el Padre y se nos manifestó--,
1Jn
1:3 lo que hemos visto y
oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión
con nosotros; y nuestra comunión
verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.[7]
1Jn 1:4 Estas cosas os escribimos para que vuestro
gozo sea completo.[8]
1Jn 1:5 Este es el mensaje que hemos oído de él y os
anunciamos: Dios es luz y no hay
ningunas tinieblas en él.[9]
1Jn 1:6 Si decimos que[10] tenemos comunión con él y andamos en
tinieblas, mentimos y no practicamos la
verdad.[11]
1Jn 1:7 Pero si andamos en luz, como él está en luz,[12]
tenemos comunión unos con otros y la sangre de Jesucristo, su Hijo,[13] nos limpia de todo pecado.[14]
1Jn 1:8 Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad
no está en nosotros.
1Jn 1:9 Si confesamos nuestros pecados,[15]
él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda
maldad.
1Jn 1:10 Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos a él mentiroso y su palabra no
está en nosotros.[16]
Primera de Juan la escribió Juan, uno de los
doce discípulos originales de Jesús. Es probable que fuera el "discípulo a
quien amaba Jesús" (Juan_21:20) y
que, junto con Pedro y Jacobo, llegó a tener una relación especial con Jesús.
Se escribió esta carta entre los años 85-90 d.C. desde Efeso, antes que Juan
estuviera exiliado en la isla de Patmos (véase Apocalipsis1:9).
Jerusalén había
sido destruida en 70 d.C. y los cristianos fueron esparcidos por todo el
imperio. En el tiempo en que Juan escribió esta epístola, el cristianismo ya
existía por más de una generación. Había enfrentado y sobrevivido persecuciones
severas. El problema principal que enfrentaba la iglesia en ese momento era la
pérdida de consagración. Muchos creyentes se conformaban a las normas de este
mundo, no se mantenían firmes por Cristo y transigían en su fe. Los falsos
maestros eran numerosos y aceleraron el deslizamiento de la iglesia, alejándola
así de la fe cristiana.
Juan escribió
esta carta para poner a los cristianos otra vez en el camino, mostrándoles la
diferencia entre la luz y las tinieblas (la verdad y el error), y animando a la
iglesia a crecer en amor genuino para Dios y los demás. También escribió para
asegurarles a los creyentes verdaderos que poseían vida eterna y para ayudarles
a conocer que su fe era genuina, de modo que pudieran disfrutar de todos los
beneficios de ser hijos de Dios. Para mayor información relacionada con Juan,
véase Juan 13.
Juan abre su
primera carta a la iglesia de la misma forma que lo hace con su Evangelio,
recalcando que Cristo (el "Verbo de vida") es eterno, que Dios vino a
la tierra como hombre, que él, Juan, fue un testigo personal de la vida de
Jesús, y que Jesucristo ofrece luz y vida.
Como testigo
del ministerio de Jesús, Juan estaba en condiciones para enseñar la verdad
acerca de El. Los lectores de esta carta no habían visto ni oído a Jesús, pero
podían confiar en que lo que Juan escribió era verdad. Somos como esa segunda y
tercera generación de cristianos. Aunque no hemos visto, oído ni tocado a Jesús
en persona, tenemos los relatos de los testigos del Nuevo Testamento y podemos
confiar en que ellos expusieron la verdad acerca de El. Véase Juan 20:29
Juan escribe
acerca de tener comunión con otros creyentes. Hay tres pasos que han de
seguirse para lograr una comunión cristiana verdadera. Primero, debe estar
cimentada en el testimonio de la Palabra de Dios. Sin esa fortaleza
fundamental, es imposible la unidad. Segundo, es mutuo, y depende de la unidad
de los creyentes. En tercer lugar, debe renovarse cada día por medio del
Espíritu Santo. La verdadera comunión combina lo social y lo espiritual, y se logra
solo mediante una relación viva con Cristo.
La luz
representa lo bueno, puro, verdadero, santo y confiable. Las tinieblas
representan al pecado y lo perverso. Decir "Dios es luz" significa
que es perfectamente santo y veraz, y que solo El puede sacarnos de las
tinieblas del pecado. La luz también se relaciona con la verdad, y esa luz
expone todo lo que existe, sea bueno o malo. En las tinieblas, lo bueno y lo
perverso parecen iguales; en la luz, es fácil notar su diferencia.
Así como no
puede haber tinieblas en la presencia de la luz, el pecado no puede existir en
la presencia de un Dios santo. Si queremos tener relación con Dios, debemos
poner a un lado nuestro estilo de vida pecaminoso. Es hipocresía afirmar que
somos de El y al mismo tiempo vivir como se nos antoja. Cristo pondrá al
descubierto y juzgará tal simulación.
Aquí Juan
confronta la primera de las tres afirmaciones de los falsos maestros: Que
podemos tener comunión con Dios y seguir viviendo en las tinieblas. Los falsos
maestros, que pensaban que el cuerpo era malo o no tenía valor, presentaban dos
enfoques de la conducta: insistían en negar los deseos del cuerpo mediante una
disciplina estricta o aprobaban la satisfacción de toda lujuria física porque
el cuerpo después de todo iba a ser destruido. ¡Es obvio que la segunda opinión
era más popular! Aquí Juan expone el error de llamarse cristiano y seguir
viviendo en maldad e inmoralidad. No podemos amar a Dios y coquetear con el
pecado al mismo tiempo.
¿De qué forma
la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado? En la época del Antiguo
Testamento, los creyentes simbólicamente transferían sus pecados a la cabeza de
un animal, que después se sacrificaba (véase la descripción de esa ceremonia en
Levítico 4). El animal moría en su lugar, redimiéndolos del pecado y
permitiéndoles que siguieran viviendo en el favor de Dios.
La gracia de
Dios los perdonaba por su confianza en El y por haber obedecido los
mandamientos en cuanto al sacrificio. Esos sacrificios anunciaban el día en que
Cristo quitaría por completo los pecados. Una verdadera limpieza del pecado
vino por medio de Jesucristo, el "Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo" (Juan_1:29).
El pecado, por
su propia naturaleza, trae consigo muerte. Ese es un hecho tan cierto como la
ley de la gravedad. Jesucristo no murió por sus propios pecados; no los tenía.
En su lugar, por una transacción que nunca lograremos entender totalmente,
murió por los pecados del mundo. Cuando le entregamos nuestra vida a Cristo y
nos identificamos con El, su muerte llega a ser nuestra. Descubrimos que de
antemano pagó el castigo de nuestros pecados; su sangre nos ha limpiado. Así
como resucitó del sepulcro, resucitamos a una nueva vida de comunión con El (Romanos_6:4).
Aquí Juan
ataca la segunda afirmación de la enseñanza falsa: Algunos decían que no tenían
una naturaleza que tendía al pecado, que su naturaleza pecaminosa había sido
eliminada y que ahora no podían pecar. Ese es el peor engaño de sí mismo, peor
que una mentira evidente. Se negaron a tomar en serio el pecado. Querían que se
les considerara cristianos, pero no veían la necesidad de confesar sus pecados
ni de arrepentirse. No les importaba mucho la sangre de Jesucristo porque
pensaban que no la necesitaban. En vez de arrepentirse y ser limpiados por la
sangre de Cristo, introducían impureza en el círculo de creyentes. En esta
vida, ningún cristiano está libre de pecar; por lo tanto, nadie debiera bajar
la guardia.
Los falsos
maestros no solo negaban que el pecado quebraba la relación con Dios (1.6) y
que ellos tenían una naturaleza no pecaminosa (1.8), sino que, sin importar lo
que hicieran, no cometían pecado (1.10)
Esta es una
mentira que pasa por alto una verdad fundamental: todos somos pecadores por
naturaleza y por obra. Al convertirnos, son perdonados todos nuestros pecados
pasados, presentes y futuros. Más aun después de llegar a ser cristianos,
todavía pecamos y debemos confesar.
Esa clase de
confesión no es ganar la aceptación de Dios sino quitar la barrera de comunión
que nuestro pecado ha puesto entre nosotros y El. Sin embargo, es difícil para
muchos admitir sus faltas y negligencia, aun delante de Dios. Requiere humildad
y sinceridad reconocer nuestras debilidades, y la mayoría de nosotros pretende
en cambio ser fuerte. No debemos temer revelar nuestros pecados a Dios; El ya
los conoce. El no nos apartará, no importa lo que hagamos. Por el contrario,
apartará nuestro pecado y nos atraerá hacia sí.
La confesión
tiene el propósito de librarnos para que disfrutemos de la comunión con Cristo.
Esto debiera darnos tranquilidad de conciencia y calmar nuestras inquietudes.
Pero muchos cristianos no entienden cómo funciona eso. Se sienten tan culpables
que confiesan los mismos pecados una y otra vez, y luego se preguntan si
habrían olvidado algo.
Otros
cristianos creen que Dios perdona cuando uno confiesa sus pecados, pero si
mueren con pecados no perdonados podrían estar perdido para siempre. Estos
cristianos no entienden que Dios quiere perdonarnos. Permitió que su Hijo amado
muriera a fin de ofrecernos su perdón. Cuando acudimos a Cristo, El nos perdona
todos los pecados cometidos o que alguna vez cometeremos. No necesitamos
confesar los pecados del pasado otra vez y no necesitamos temer que nos echará fuera
si nuestra vida no está perfectamente limpia.
Desde luego
que deseamos confesar nuestros pecados en forma continua, pero no porque
pensemos que las faltas que cometemos nos harán perder nuestra salvación.
Nuestra relación con Cristo es segura. Sin embargo, debemos confesar nuestros
pecados para que podamos disfrutar al máximo de nuestra comunión y gozo con El.
La verdadera
confesión también implica la decisión de no seguir pecando. No confesamos
genuinamente nuestros pecados delante de Dios si planeamos cometer el pecado
otra vez y buscamos un perdón temporal. Debemos orar pidiendo fortaleza para
derrotar la tentación la próxima vez que aparezca.
Si Dios nos ha
perdonado nuestros pecados por la muerte de Cristo, ¿por qué debemos confesar
nuestros pecados? Al admitir nuestro pecado y recibir la limpieza de Cristo:
(1) acordamos
con Dios en que nuestro pecado es de veras pecado y que deseamos abandonarlo.
(2) nos
aseguramos de no ocultarle nuestros pecados, y en consecuencia no ocultarlos de
nosotros mismos.
(3)
reconocemos nuestra tendencia a pecar y nuestra dependencia de su poder para
vencer el pecado.
JUAN SE ENFRENTA A ENSEÑANZAS FALSAS
En esta
epístola Juan se enfrentó a dos ramas principales de las enseñanzas falsas de
los herejes. 1.6, 8, 10
Negaban la
realidad del pecado. Juan dice que, si seguimos pecando, no podemos afirmar que
somos de Dios. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros
mismos y nos negamos a aceptar la verdad. 2.22; 4.1-3
Negaban que
Cristo era el Mesías, Dios hecho carne. Juan afirmó que, si creemos que
Jesucristo es Dios encarnado y confiamos en El para nuestra salvación, somos
hijos de Dios.