Flavio Josefo
Libro Segundo
Capítulo I
De los sucesos de Herodes, y de la venganza del Águila de oro que
robaron.
Principio fué de nuevas
discordias y revueltas en el pueblo, la partida de Arquelao para Roma; porque
después de haberse detenido siete días en el luto y llantos acostumbrados, abundando
las comidas en la pompa a todo el pueblo (costumbre que puso a muchos judíos en
pobreza, porque tenían por impío al que no lo hacía); salió al templo vestido
de una vestidura blanca, y recibido aquí con mucho favor y con mucha pompa él
también, asentado en un alto tribunal, debajo de un dosel de oro, recibió al
pueblo muy humanamente; hizo a todos muchas gracias, por el cuidado que de la
sepultura de su padre habían tenido, y por la honra que le habían hecho a él ya
como a rey de ellos; pero dijo que no quería servirse, ni del nombre tampoco,
hasta que César lo confirmase como a heredero, pues había sido dejado por señor
de todo en el testamento de su padre. Y que por tanto, queriéndole los soldados
coronar, estando en Hiericunta, no lo había él querido permitir ni consentir en
ello, antes resistiólo a la voluntad de todos ellos. Pero prometió, tanto al
pueblo como a los soldados, satisfacerles por la alegría y voluntad que le habían
mostrado, si el que era señor del Imperio le confirmaba en su reino; y que no
había de trabajar en otra cosa, sino en hacer que no conociesen la falta de su
padre, mostrándose mejor con todos en cuanto posible le fuese. Holgándose con
estas palabras el pueblo, luego le comenzaron a tentar pidiéndole grandes
dones; unos le pedían que disminuyese los tributos; otros que quitase algunos
del todo; otros pedían con gran instancia que los librase de las guardas.
Concedíalo todo Arquelao, por ganar el favor del pueblo.
Después de hechos sus
sacrificios, hizo grandes convites a todos sus amigos. Pero después de comer,
habiéndose juntado muchos de los que deseaban revueltas y novedades, pasado el
llanto y luto común por el rey, comenzando a lamentar su propia causa, lloraban
la desdicha de aquellos que Herodes había condenado por causa del águila de oro
que estaba en el templo. No era este dolor secreto, antes las quejas eran muy
claras; sentíase el llanto por toda la ciudad, por aquellos hombres que decían
ser muertos por las leyes de la patria y por la honra de su templo. Y que
debían pagar las muertes de éstos aquellos que habían recibido por ello dineros
de Herodes; y lo primero que debían hacer, era echar aquel que él había dejado
por Pontífice, y escoger otro que fuese mejor y más pío, y que se debía desear
más limpio y más puro.
Aunque Arquelao, era movido a
castigar estas revueltas, deteníale la prisa que ponía en su partida, porque
temía que si se hacía enemigo de su pueblo, tendría que no ir o detenerse por
ello. Por tanto, trabajaba más con buenas palabras y con consejo apaciguar su
pueblo, que por fuerza; y enviando al Maestro de Campo, les rogaba que se
apaciguasen. En llegando éste al templo, los que levantaban y eran autores de
aquellas revueltas, antes que él hablase hiciéronlo volver atrás a pedradas; y
enviando después a otros muchos por apaciguarlos, respondieron a todos muy
sañosamente; y si fuera mayor el número, bien mostraban entre ellos que
hicieran algo.
Llegando ya el día de Pascuas,
día de mucha abundancia y gran multitud de cosas para sacrificar, venía
muchedumbre de gente de todos los lugares cercanos, al templo, a donde estaban
los que lloraban a los Sofistas, buscando ocasión y manera para mover algún
escándalo.
Temiendo de esto Arquelao, antes
que todo el pueblo se corrompiese con aquella opinión, envió un tribuno con
gente que prendiese a los que movían la revuelta. Contra éstos se removió todo
el vulgo del pueblo que allí estaba: mataron muchos a pedradas, y salvóse el
tribuno con gran pena, aunque muy herido. Ellos luego se volvieron a celebrar
sus sacrificios como si no se hubiera hecho mal alguno.
Pero ya le parecía a Arquelao que
aquella muchedumbre de gente no se refrenaría sin matanza y gran estrago; por
esta causa envió todo el ejército contra ellos; y entrando la gente de a pie
por la ciudad toda junta, y los de a caballo por el campo, y acometiendo a la
gente que estaba ocupada en los sacrificios, mataron cerca de tres mil hombres,
e hicieron huir todos los otros por los montes de allí cercanos; y muchos
pregoneros tras de Arquelao, amonestaron a todos que se recogiesen a sus casas.
De esta manera, dejando atrás la festividad del día, todos se fueron; y él
descendió a la mar con Popla, Ptolomeo y Nicolao, sus amigos, dejando a Filipo
por procurador del reino y curador de las cosas de su casa.
Salió también, juntamente con sus
hijos, Salomé y los hijos del hermano del rey, y el yerno, con muestras de
querer ayudar a Arquelao a que alcanzase y poseyese lo que en herencia le
había sido dejado; pero a la verdad no se habían movido sino por acusar lo que
se había hecho en el templo contra las leyes.
Vínoles en este mismo tiempo al
encuentro, estando en Cesárea, Sabino, procurador de Siria, el cual venía a
Judea por guardar el dinero de Herodes; a quien Varrón prohibió que pasase
adelante, movido a esto por ruegos de Arquelao y por intercesión de Ptolomeo.
Entonces Sabino, por hacer placer a Varrón, no puso diligencia en venir a los
castillos, ni quiso cerrar a Arquelao los tesoros y dinero de su padre; pero
prometiendo no hacer algo hasta que César lo supiese, deteníase en Cesárea.
Después que uno de los que le
impedían se fué a Antioquía, el otro, es a saber, Arquelao, navegó para Roma.
Yendo Sabino a Jerusalén, entró en el Palacio Real, y llamando a los capitanes
de la guarda y mayordomos, trabajaba por tomarles cuenta del dinero y entrar en
posesión de todos los castillos; pero los guardas no se habían olvidado de lo
que Archelao les había encomendado, antes estaban todos muy vigilantes en
guardarlo todo, diciendo que más lo guardaban por causa de César que por la de
Arquelao.
Antipas, en este mismo tiempo,
también contendía por alcanzar el reino, queriendo defender que el testamento
que había hecho Herodes antes del postrero era el más firme y más verdadero, en
el cual estaba él declarado por sucesor del reino, y que Salomé y muchos otros
parientes que navegaban con Arquelao, habían prometido ayudarle en ello.
Llevaba consigo a su madre y al
hermano de Nicolao, Ptolorneo, el cual le parecía ser hombre importante, según
lo que le había visto hacer con Herodes, porque le había sido el mejor y más
amado amigo de todos. Confiábase también mucho en Ireneo, orador excelente y
muy eficaz en su hablar, lo cual fué por él tenido en tanto, que no quiso
escuchar ni obedecer a ninguno de tantos como le decían y aconsejaban que no
contendiese con Arquelao, que era mayor de edad y dejado heredero por voluntad
del último testamento.
Vinieron a él de Roma todos
aquellos cercanos parientes y amigos que tenlan odio con Arquelao y lo tenían
muy aboTrecido, y principalmente todos los que deseaban verse libres y fuera
de toda sujeción, y ser regidos por los gobernadores romanos; o si no podian
alcanzar esto, querían a lo menos haber rey a Antipas.
Ayudábale a Antipas en esta causa
mucho Sabino, el cual había acusado por cartas escritas a César, a Arquelao, y
había loado mucho a Antipas. De esta manera Salomé y los demás que eran de su
parecer, diéronle a César las acusaciones muy por orden, y el anillo y sello
del rey, y el regimiento y administración del reino, fué presentado a CésÍr
por Ptolomeo. Entonces pensando muy bien en lo que cada una de las partes
alegaba, entendiendo la grandeza del reino y la mucha renta que daba, viendo la
familia de Herodes tan grande, y leyendo las cartas que Varrón y Sabino le
habían escrito, llamó a todos los principales de Roma, juntólos en consejo,
cuyo presidente quiso que fuese entonces Cayo, nacido de Agripa y de Cayo, e
hijo suyo adoptivo, y dió licencia a las partes para que cada una alegase su
derecho.
Antipatro, hijo de Salomé, que
era orador de la causa contra Arquelao, propuso la acusación, fingiendo que
Arquelao quería mostrar que trataba de la contienda del reino solamente con
palabras; porque a la verdad, ya venía había muchos días que había sido hecho
rey, y ahora por tratar maldades delante de César y cavilaciones, no habiendo
antes querido aguardar su juicio; y que él determinase quién quería que fuese
el sucesor de Herodes. Porque después que éste fué muerto, habiendo sobornado
a algunos para que lo coronasen, asentado como rey en el estrado y debajo el
dosel real, había, en parte, mudado la orden de la milicia y gente de guerra, y
parte también había quitado de las rentas; y además de todo esto él había consentido,
como Rey, todo cuanto el pueblo pedía: librado a muchos culpados de culpas muy
graves, que estaban puestos en la cárcel por mandado de su padre; y hecho todo
esto, venía ahora fingiendo que pedía a su señor el reino, habiéndose ya antes
alzado con todo, por mostrar que César era señor, no de las cosas, sino de sólo
el nombre.
Acusábale también de que había
fingido el luto y llantos tan grandes por su padre, haciendo de día muestras y
vistas de dolor y gran tristeza, y bebiendo de noche como en bodas, en
banquetes y convites. Decía, finalmente, que el pueblo se había movido y
revuelto por estos tan grandes escándalos suyos. Confirmaba toda su acusación
con aquella multitud de hombres que dijimos haber sido muertos alrededor del
templo; porque éstos, habiendo venido para celebrar, según su costumbre, la
fiesta, fueron muertos y degollados estando todos ocupados en sus sacrificios;
y que habían sido tantas las muertes dentro del templo, cuantas jamás vieron
acaecer en alguna otra guerra por gente extranjera, por grande y por cruel que
hubiese sido. Sabiendo también Herodes la crueldad de éste mucho antes, no le
pareció jamás digno de darle esperanza de su reino, sino cuando ya estaba loco,
con el ánimo más enfermo que el cuerpo, ignorando también a quién hiciese
heredero y sucesor en su segundo testamento; principalmente no pudiendo acusar
en algo al que había dejado en el primer testamenu por sucesor suyo, estando
con toda sanidad, así del cuerpo como del ánimo.
Pero para que cualquiera piense y
crea haber sido a que postrer juicio de ánimo doliente y muy enfermo, él mismo
había echado y desheredado de la real dignidad a Arquelao porque había cometido
y hecho muchas cosas contra ella. Porque, ¿qué tal podían esperar que sería,
si César la dejaba y concedía la dignidad real, aquel que antes de concedérsela
había hecho tan gran matanza? Habiendo Antipatro dicho muchas cosas tales, y
habiendo mostrado por testigos a muchos de los parientes que estaban presentes
en todo cuanto lo había acusado, acabó.
Levantáse entonces Nicolao,
procurador y abogado de Arquelao, y antes de hablar de cosa alguna, mostró
cuán necesaria fué la matanza que habla sido hecha en el templo; porque las
muertes de aquellos por los cuales era Arquelao acusado eran necesarias, no
sólo al reposo y paz del reino, sino también a la del juez de aquella causa; es
a saber, de César: porque todos le eran enemigos, y supo mostrar cómo todos los
que lo acusaban de otras faltas, le eran enemigos muy grandes y muy contrarios.
Por esta causa pedía que fuese tenido por firme el segundo testamento de
Herodes, porque había dejado en poder de César la libertad de hacer sucesor
suyo y rey a quien quisiese, porque uno que sabía tanto, que no osaba mandar
algo contra el emperador en lo que él mismo podía, antes lo dejaba a él por
juez de todo, no podía haber errado en hacer juicio y elegir heredero, y con
corazón y entendimiento muy bueno había a escogido aquel que quería que lo
fuese, pues que no habla ignorado quién tuviese poder para hacerlo y ordenarlo,
y lo había dejado todo en su poder y mando.
Pero como declarado todo cuanto
tenía que decir, hubiese acabado sus razones Nicolao, salió en medio de todos
Arquelao, y llegóse a los pies de César con diligencia. Mandóle César levantar;
mostró a todos que era digno de suceder a su padre en el reino, y
determinadamente no juzgó por entonces algo. Pero el mismo día, habiendo
despedido todos los del Consejo, él mismo pensaba solo entre sí lo que debía
hacer: si por ventura conviniese hacer alguno de los que estaban señalados en
el testamento sucesor del reino, o si lo partiría todo en aquella familia;
porque eran tantos, que tenían ciertamente necesidad de socorro.
***
Capítulo II
De la batalla y muertes que hubo en Jerusalén entre
los judíos y sabinianos.
Antes que César determinase algo
de lo que convenía que fuese hecho, murió de enfermedad la madre de Arquelao,
Malthace. Y fueron traídas muchas cartas de Siria, que decían cómo los judíos
se habían alborotado: por lo cual Varrón, pensando haber de ser así después de
la partida y navegación de Arquelao a Roma, vínose a Jerusalén por estorbar e
impedir a los autores del alboroto y escándalo. Y pareciéndole que el pueblo no
se sosegaría, de las tres legiones de gente que habla traído consigo desde
Siria, dejó una en la ciudad y volvióse luego a Antioquía.
Pero como después llegase Sabino
a Jerusalén, dió a los judíos ocasión de mover cosas nuevas, haciendo una vez
fuerza a la gente de guarda por que le entregasen y rindiesen las fuerzas y
castillos, y otra pidiendo inicuamente los dineros del rey.
No sólo confiaba éste en los
soldados que Varrón había dejado allí, sino también en la multitud de criados
que tenía, los cuales estaban todos armados como ministros de su avaricia. Un
día, que era el quincuagésimo después de la fiesta, el cual llamaban los judíos
Pentecostés, siete semanas después de la Pascua, que del número de los días ha
alcanzado tal nombre, juntóse el pueblo, no por la solemnidad de la fiesta,
pero por el enojo e indignación que tenía. Vínose a juntar gran muchedumbre de
gente de Galilea, Idumea, Hiericunta, y de las regiones y lugares que están de
la otra parte del Jordán, con todos los naturales de la ciudad; hicieron tres
escuadrones y asentaron en tres diversas partes sus campos: la una, en la parte
septentrional del templo; la otra, hacia el Mediodía, cerca de la carrera de
los caballos, y la tercera hacia la parte occidental, no lejos del palacio
real: y rodeando de esta manera a los Romanos, los tenían cercados por todas
partes.
Espantado Sabino por ver tanta
muchedumbre y el ánimo y atrevimiento grande, hacía muchos ruegos a Varrón, con
muchos mensajeros que le enviaba, que le socorriese muy presto, porque si
tardaba se perdería toda la gente que tenía; y él recogióse en la más alta y
más honda torre de todo el castillo, la cual se llamaba Faselo, que era el
nombre del hermano aquel de Herodes que los partos mataron. De allí daba señal
a la gente que acometiesen a los enemigos porque con el gran temor que tenía, no
osaba parecer ni aun delante de aquellos que tenía bajo de su potestad y
mandamiento.
Pero
obedeciendo los soldados a lo que Sabino mandaba, corren al templo y traban una
gran pelea con los judíos; y como ninguno los ayudase ni les diese consejo,
eran vencidos, no sabiendo las cosas de la guerra, por aquellos que las sabían
y estaban diestros en ella. Pero, ocupando muchos de los judíos los portales y
entradas angostas, tirándoles muchas saetas de alli arriba, muchos con esto
caían, y no podían vengarse fácilmente de los que de lo alto les tiraban, ni
podían sufrirlos cuando se llegaban a pelear con ellos. Afligidos por unos y
por otros, ponen fuego a los portales, maravillosos por la grandeza, obra y
ornamento; y eran presos muchos en aquel medio, o quemados en medio de las
llamas, o saltando entre los enemigos, eran por ellos muertos: otros volvían
atrás y se dejaban caer por el muro abajo, y algunos, desconfiando de poder
alcanzar salud, adelantaban sus muertes al peligro del fuego, y ellos mismos se
mataban. Los que salían de los muros y venían contra los romanos, espantados y
amedrentados con gran miedo, eran vencidos fácilmente y sin algún trabajo,
hasta tanto que, muertos todos o desparramados con gran temor, dejado el tesoro
de Dios por los que lo defendían, pusieron los soldados las manos en él y
robaron de él cuarenta talentos, y los que no fueron robados, se los llevó
Sabino.
Pero fué tan grande la pérdida de
los judíos, así de hombres como de riquezas, que se movió gran muchedumbre de
ellos a venir contra los romanos; y habiendo cercado el palacio real,
amenazábanles con la muerte si no salían de allí presto, dando licencia a
Sabino, con toda su gente, para salirse. Ayudábanles muchos de los del rey que
se habían juntado con ellos; pero la parte más belicosa y ejercitada en la
guerra eran tres mil sebastenos, cuyos capitanes eran Rufo y Grato, el uno de
la gente de a pie, y el Rufo de la gente de a caballo; los cuales ambos solos,
con la fuerza de sus cuerpos y con la prudencia que tenían, dieran mucho que
hacer a los romanos, aunque no tuvieran gente que favoreciera sus partes.
Dábanse, pues, prisa, y apretaban
el cerco los judíos, y con esto juntamente tentaban de derribar los muros,
daban gritos a Sabino que se fuese y no les quisiese prohibir de alcanzar,
después de tanto tiempo, la libertad que tanto habían deseado; pero no les
osaba Sabino dar crédito, aunque deseaba mucho salvarse, porque sospechaba que
la blandura y buenas palabras de los judíos eran por engañarle; y esperando
cada hora el socorro de Varrón, sufría el peligro del cerco.
Había muchos ruidos y revueltas
en este mismo tiempo por Judea, y muchos, con la ocasión del tiempo, codiciaban
el reino; porque en Idumea estaban dos mil soldados de los viejos, que habían
seguido la guerra con Herodes, y muy armados, contendían con los del rey, a los
cuales trabajaba de resistir Achiabo, primo del rey, desde aquellos lugares,
adonde estaba muy bien fortalecido y proveido, rehusando salir con ellos a
pelear al campo. En Séfora, ciudad de Galilea, estaba Judas, hijo de Ezequías,
príncipe de los ladrones, preso algún tiempo por He el rey, el cual había
entonces destruído todas aquellas regiones; juntando muchedumbre de gente,
rompiendo los que aguardaban el ganado del rey, y armando todos los que pudo
haber en su compañía, venía contra los que deseaban alzarse con el reino.
De la otra parte del río estaba
uno de los criados del rey, llamado Simón, el cual, confiando en su gentileza y
fuerzas, se puso una corona en la cabeza, y con los ladrones que él había
juntado, quemó el palacio de Hiericunta y muchos otros edificios que había muy
galanos por allí, discurriendo por todas partes, y ganó en quemar tado esto
fácilmente gran tesoro. Hubiera éste quemado ciertamente todos los edificios y
casas gentiles que había por allí, si Grato, capitán de la gente de a pie del
rey, no se diera prisa y diligencia en resistirle, sacando de Thracon los
arqueros y la gente de guerra de los sebastenos. Murieron muchos de la gente de
a pie; pero supo dar recaudo en haber a Simón y atajarle los pasos, aunque él
iba huyendo por los recuestos y alturas de un valle; al fin con una saeta le
derribó.
Fueron quemados todos los
aposentos y casas reales que estaban cerca del Jordán; y en Betharantes se
levantaron algunos otros, venidos de la otra parte del río; porque hubo un
pastor llamado Athrongeo, que confiaba alcanzar el reino, dándole alas para
esto su fuerza y la confianza que en su ánimo grande tenía, el cual
menospreciaba la muerte y también en los ánimos valerosos, si tal nombre
merecen, de cuatro hermanos que tenía, y su esfuerzo, de los cuales servía como
de cuatro capitanes y sátrapas, dando a cada uno su escuadrón y compañía de
gente armada; y él, como rey, entendía y tenía cargo de negocios más
importantes. Entonces él también se coronó. No estuvo después poco tiempo con
sus hermanos destruyendo todas aquellas tierras, sin que alguno de los judíos
le pudiese huir de cuantos sabía él que le podían dar algo; y mataba también a
todos los romanos que podía haber y a la gente del rey.
Osaron también cercar un
escuadrón de romanos, el cual hallaron cerca de Amathunta, que llevaba trigo y
armas a los soldados. Mataron aquí al centurión Ario y a cuarenta hombres más
de los más esforzados; y puestos todos los otros en el mismo peligro,
libráronse con el socorro de Grato, que les víno encima con los sebastenos.
Hechas muchas cosas de esta
manera, tanto contra los naturales como contra los extranjeros, pasando algún
tiempo, fueron presos tres de éstos; al mayor de edad prendió Arquelao, y los
dos después del mayor, vinieron en manos de Grato y de ptolomeo; porque al
cuarto perdonó Arquelao haciendo pactos con él; pero en fin todos alcanzaron
fin de esta manera; y entonces con guerra de ladrones ardía toda Judea.
***
Capítulo III
De lo que Varrón hizo con los judíos
que mandó ahorcar.
Después que Varrón
hubo recibido las cartas de Sabino v de los otros príncipes, temiendo peligrase
toda la gente, dábase prisa por socorrerles. Por esta causa vino hacia
Ptolemaida con las otras dos legiones que tenía, y cuatro escuadras de gente de
a caballo; adonde mandó que se juntasen todos los socorros de los reyes y de la
gente principal. Tomó también además de éstos, mil quinientos hombres de armas
de los beritos.
Cuando hubo llegado a Ptolemaida
el rey de los árabes Areta con mucha gente de a pie y mucha de a caballo, envió
luego parte de su ejército a Galilea, que estaba cerca de Ptolemaida, poniendo
por capitán de ella el hijo de su amigo Galbo; el cual hizo presto huir todos
aquellos contra los cuales había ido; y tomando la ciudad de Séforis, quemóla y
cautivó a todos los ciudadanos de allí.
Habiendo, pues, Varrón alcanzado
el mando y apoderádose de toda Samaria, no quiso hacer daño en toda la ciudad,
porque halló no haber ella movido algo en todas aquellas revueltas. Puso su
campo en un lugar llamado Arún, el cual solía poseer Ptolomeo, y había sido
saqueado por los árabes por el enojo que tenían contra los amigos de Herodes.
De allí partió para el otro lugar llamado Saso' el cual era muy seguro, y
saquearon todo el lugar y todo lo que allí hallaron: todo estaba lleno de fuego
y de sangre, y no había ninguno que refrenase ni impidiese los robos grandes
que los árabes hacían.
Fué también quemada la ciudad de
Amaus, por mandato de Varrón, enojado por la muerte de Ario y de los otros, y
fueron dispersados los ciudadanos, huyendo de allí. De aquí partió para
Jerusalén con todo su ejército; y con sólo verlo venir, los judíos todos
huyeron, unos dejando el campo y sus cosas, otros se escondían por los campos
para salvarse; pero los que estaban dentro de la ciudad, recibiéronlo y echaban
la culpa de aquella revuelta y levantamiento a los otros, diciendo que ellos no
sabían algo en todo lo que había sucedido; sino qu~ por causa de la fiesta les
había sido fuerza y necesario recibir tanta muchedumbre dentro de la ciudad, y
que ellos habían sido con los romanos cercados; mas no se hablan ciertamente
levantado con los que huyeron.
Habíanle salido antes al
encuentro Josefo, prímo de Arquelao y Rufo con Grato, los cuales traían el
ejército del rey. Venían los soldados sebastenos y los romanos vestidos a su
manera acostumbrada; porque Sabino se había salido hacia la mar, por temor de
presentarse delante de Varrón.
Este, dividiendo su ejército en
partes, envióles a todos por los campos a buscar los autores de aquel motín y
revuelta levantada; y presentándole muchos de ellos, a los que eran menos
culpados, mandábalos guardar; pero de los que era manifiesta su deuda y se
sabía claramente el daño que habían hecho, ahorcó casi dos mil.
Habiéndole dicho que cerca los árabes que se
retirasen armados, mandó luego a los árabes que se retirasen a sus casas,
porque no servían en la guerra como hombres que hombres a sus casas, porque no
peleaban por ayudarles, sino por su codicia, viendo también que destruían y
talaban los campos muy contra su voluntad. Después acompañado de sus
escuadrones, fué en alcance de los enemigos; pero ellos, por consejo de
Achiabo, se entregaron a Varrón antes que fuesen presos por fuerza, y
perdonando al vulgo y muchedumbre, envió los capitanes a César para que fuesen
examinados. Cuando perdonó a todos los otros, castigó algunos parientes del
rey, entre los cuales había muchos muy allegados de Herodes, por haberse armado
contra su rey
Así Varrón, habiendo apaciguado
las cosas en Jerusalén, y dejado allí aquella legión o compañía de gente que
solla estar antes en guarda de la ciudad, volvióse a Antioquía.
***
Capítulo IV
De las acusaciones contra Arquelao, y de la división. de todo el reino
hecha por César.
Luego los judíos levantaron a Arquelao otro nuevo pleito en Roma,
aquellos que habían salido, permitiéndolo Varrón, por embajadores antes de la
revuelta y escándalo, por pedir la libertad que su gente solía tener. Habían
venido cincuenta hombres, y estaban en favor de ellos más de ocho mil judíos,
los cuales vivían en Roma.
Por esto juntando César consejo de
los más nobles romanos, y más amigos dentro del templo de Apolo Palatino, el
cual era edificio privado suyo adornado muy ricamente, vino la muchedumbre de
los judíos con todos sus embajadores a presentarse a César, y Arquelao también
por otra parte con todos sus amigos; había de cada parte muchos amigos de sus
propios parientes muy secretamente, porque unos rehusaban de estar con
Arquelao, por el odio y envidia que le tenían, y tenían por vergüenza y fealdad
verse delante de César con los acusadores.
Entre éstos estaba también Filipo,
hermano de Arquelao, enviado con buena voluntad por Varrón, movido a ello por
dos causas: la una, por que socorriese a Arquelao, y la otra, porque si le
placía a César dividir el reino que Herodes había tenido entre todos sus
parientes, se pudiese él llevar algo por su parte.
Mandó César que declarasen primero
en qué había Herodes pecado contra sus leyes; respondieron todos a una voz, que
habían sufrido no rey, pero el mayor tirano que se hubiese hasta aquellos
tiempos visto; y quejábanse, que además de haber muerto gran muchedumbre de
ellos, los que quedaban en vida habían sufrido tales cosas de él, que se
tuvieran todos por más bienaventurados, si fueran muertos. Porque no sólo él
había despedazado los cuerpos de sus súbditos, con varios y diversos tormentor,
sino aun despoblando las ciudades de sus vecinos y gente propia suya, las había
dado a gente extraña y puéstolos a ellos en sujeción de ella; haber dado la
sangre de los judíos a pueblos extranjeros, en vez de la dicha y prosperidad
que antiguamente todos tener solían, por las leyes de su patria, llenó Coda su
nación de tanta pobreza y tantas maldades, que ciertamente habían sufrido más
muertes y matanzas de Herodes en pocos años, que sufrieron sus padres
antepasados jamás en todo el tiempo después de la cautividad de Babilonia, en
tiempo que reinaba Jerjes. Pero que habían aprendido tanta paciencia y modestia
por casos tan miserables y por tan contraria fortuna, que tenían por bien empleada
de propia voluntad la servidumbre amarga, a la cual estaban sujetos; pues
habían levantado sin tardanza por rey a Arquelao, hijo de tan gran tirano,
después de muerto el padre; y llorado juntamente con la muerte de Herodes, y celebrado
sus sacrificios por su sucesor. Arquelao, como temiendo no parecer su hijo
verdadero, había comenzado su reino can muerte de tres mil ciudadanos, y
mostrando que merecía ser príncipe de todos, había hecho sacrificios de tantos
hombres, llenando en un día de fiesta el templo de tantos cuerpos muertos. Los
que quedaban, pues, habían hecho muy bien después de tantas adversidades y
desdichas, en considerar daños tan grandes y desear por ley de guerra padecer;
por lo cual humildemente todos rogaban a los romanos que tuviesen por bien
haber misericordia de to que de Judea sobraba salvo, y no diesen lo que de toda
esta nación quedaba en vida, a hombres que tan cruelmente los trataban, sino
que juntasen con los fines y términos de Siria los de Judea, y determinasen
jueces romanos que los rigiesen y amonestasen. De esta manera experimentarían
que los judíos, que ahora les parecían deseosos de guerra y revolvedores, saben
obedecer a los buenos regidores. Con tal suplicación acabaron su acusación los
judíos.
Levantándose entonces Nicolao
contra ellos, deshizo primero todas las acusaciones que habían hecho contra sus
reyes; y después comenzó a reprender y acusar la nación judaica, diciendo que
muy dificultosamente podía ser gobernada, y que de natural les venía no querer
obedecer a sus reyes; acusaba también a los deudos de Arquelao, que se habían
pasado a favorecer a los acusadores suyos.
Oídas ambas partes, despidió César
el ayuntamiento, y pocos días después dió a Arquelao la mitad del reino con
nombre de tetrarquía, prometiéndole hacerlo rey si hacía obras que lo
mereciesen. Dividió la parte que quedaba en dos tetrarquías o principados, y
diólas a los otros dos hijos de Herodes: el uno a Filipo, y el otro a Antipas,
el que había tenido contienda con Arquelao sobre la sucesión del reino.
Habíanle caído a éste por su pane
las regiones que están de la otra parte del río, y Galilea; de las cuales
tierras cobraba cada año doscientos talentos. A Filipo le fué dada Batanea,
Trachón, Auranitis y algunas partes de Ia casa de Zenón, cerca de Jamnia, cuya
renta subía cada año a cien talentos. El principado de Arquelao, comprendía a
Samaria, Idumea y a Judea; pero habíales sido quitada la cuarta pane de los tributos
que solían pagar, porque él no se había rebelado ni levantado con los otros.
Fuéronle entregadas las ciudades que había de regir, y eran la tome de
Estratón, Sebaste, Jope y Jerusalén; las otras, es a saber: Gaza, Gadara a
Hipón, fueron quitadas por César del mando del reino, y juntadas con el de
Siria. Tenía Arquelao de renta cuarenta talentos.
Quiso también César que fuese
Salomé señora de Jamnia, de Azoto y de Faselides, además de todo to que le
había sido dejado en el testamento del rey. Dióle también un palacio en
Ascalona, y valíale todo to que tenía sesenta talentos; pero quiso que su casa
estuviese sujeta a Arquelao.
Habiendo, pues, dado a cada uno de los otros parientes de Herodes,
conforme a to que hallaba en su testamento escrito, dió aún, además del
testamento, a dos hijas suyas doncellas quinientos mil dineros, y casólas con
los hijos de Feroras. Y divididos y partidos de esta manera todos los bienes
que había Herodes dejado, repartió también entre todos aquéllos mil talentos
que le habían sido a él dejados, exceptuando algunas cocas de muy poco precio,
que él quiso retener para sí por memoria y honra del difunto.
***
Capítulo V
Del mancebo que fingió falsamente ser Alejandro, y
cómo fué preso.
En este tiempo un mancebo judío de
nación, criado en un lugar de los sidonios con un liberto de los romanos,
fingiendo que era él Alejandro, aquel que Herodes había muerto, porque a la
verdad le era muy semejante, vínose a Roma con pensamiento de engañarlos.
Tenía por compañero a un otro judío de su tierra, el cual sabía muy bien todo
to que en el reino había pasado. Instruído por éste, y hecho sabedor de todo,
afirmaba que por misericordia de aquellos que habían venido a matar a él y a
Aristóbulo, los habían librado de la muerte, poniendo otros cuerpos semejantes
a los suyos.
Había ya engañado con estas
palabras a muchos judíos de los que vivían en Creta, y recibido a11í harto
magnífica y liberalmente, y pasando a Melo, donde juntó mayores tesoros, había
también movido a muchos de sus huéspedes, con gran semejanza de verdad, que
navegasen con él a Roma. A1 fin, llegado a Dicearchia, habiendo recibido a11í
muchos dones de los judíos, acompañábanle los amigos de Herodes, no menos que
si fuera rey.
Era éste tan semejante en la cara a
Alejandro, que los que habían visto y conocido al muerto, juraban y tenían que
era el mismo. Con esto, todos los judíos de Roma salían por verlo, y juntábase
gran multitud de gente en las calles por donde había de pasar. Habían muchos
sido tan locos, que to llevaban en una silla y le hacían acatamiento con sus
propios gastos y dispensas, como si fuera realmente rey.
Pero conociendo César muy bien la cara de Alejandro, porque había sido
antes acusado y traído delante de él por su padre Herodes, aunque antes de
juntarse con él había conocido el engaño de la semejanza que tenía con el
muerto, pensó todavía dejarle holgar algún rato con su esperanza, y envió a un
hombre llamado Celado, que conocía muy bien a Alejandro, a que trajese el
mancebo delante de él.
En la hora que lo vió,
conoció luego la diferencia del uno al otro, y principalmente cuando vió que
era su cuerpo tan rústico y su manera tan servil, entendió la burla y ficción
muy claramente. Pero fué muy movido y enojado con el atrevimiento de sus
palabras, porque a los que le preguntaban de Aristóbulo, respondió que estaba
vivo y salvo, pero que no había querido venir adrede y con consejo, porque
estaba en Chipre guardándose de todas las asechanzas que le podían hater,
porque estando ellos dos apartados, menos podían ser presos que si estuviesen
juntos. Apartólo de todos los que allí estaban, y díjole que César le salvaría
la vida si le descubría y manifestaba quién había sido el autor de tan gran
maldad y engaño. Prometiéndolo hacer, fué llevado delante de César; señalóle el
judío, y díjole cómo se había malamente y con engaño servido de la semejanza
por haber ganancia y allegar dineros, afirmándole que había recibido de las
ciudades no menus Bones, antes muchos más que si fuera el mismo Alejandro.
Rióse con esto César, y puso al falso Alejandro, por tener cuerpo para ello, en
sus galeras por remador, y mandó matar al que tal había persuadido; juzgando
que era harto castigo de la locura de los de Melo, perder los gastos que habían
hecho con este mancebo.
***
Capítulo VI
Del destierro
de Arquelao.
Recibida la tierra
que a Arquelao tocaba, acordándose de la discordia pasada, no quiso mostrarse
cruel con los judios, sino también con todos los de Samaria; y nueve años después
que le fué dado aquel principado y mando, enviando embajadores ambas partes a
César para acusarlo, fué desterrado en una ciudad de Galia, llamada Viena, y su
patrimonio lo confiscó el César.
Dícese que antes que fuese
llevado delante de César había visto un sueño de esta manera. Habla soñado que
los bueyes comían nueve espigas, las mayores y mas llenas; y llamando después
sus adivinos y algunos de los caldeos, habíales preguntado que le dijesen su
parecer de aquel sueño. Corno eran hombres diversos, así también las
declaraciones eran diversas. Uno, llamado Simón y esenio de linaje, dijo que
las espigas denotaban años, y los bueyes las mudanzas grandes de las cosas,
porque arando ellos los campos, volvían toda la tierra y la trocaban, y que
había de reinar él tantos años cuantas eran las espigas que había soñado; y que
después de haber visto y experimentado muchas mutaciones en todas sus cosas,
había de morir.
Cinco días después de haber oído
estas cosas, fué Arquelao llamado a juicio y a defender su causa. También
pareciáme cosa digna de hacer saber y contar aquí, el sueño de su mujer
Glafira, hija de Arquelao, rey de Capadocia, la cual fué mujer primero de
Alejandro, hermano de este de quien hablamos, e hijo M rey Herodes, por quien
fué muerto, como hemos contado. Casada después con Iuba, rey de Lybia, y muerto
éste, habiéndose vuelto a su tierra, que dando viuda en la casa de su padre,
cuando la vió Arquelao, príncipe de aquella tierra, tomóla tan gran amor, que
luego quiso casarse con ella, desechando a su mujer Mariamma. Esta, pues, poco
después que volvió de Judea, le pareció que vió en sueños a Alejandro delante
de si, que le decía esta palabras: "Bastábate el matrimonio del rey de
Lybia; pero tú, no contenta aun con él, vuelves otra vez a mis tierras,
codiciosa de tener tercer marido; y lo que me es más grave, juntástete con mi
hermano en matrimonio; pues yo te prometo que no disimularé la injuria que en
ello me haces, y, a pesar tuyo, yo te
recobraré." Y declarado este sueño, apenas vivió después dos días más.
***
Capítulo VII
Del galileo Simón
y de las tres sectas que hubo entre los judíos.
Reducidos los límites de
Arquelao a una provincia de los romanos, fué enviado un caballero romano,
llamado Coponio, por procurador de ella, dándole César poder para ello.
Estando éste en el gobierno, hubo
un galileo, llamado por nombre Simón, el cual fué acusado de que se habla
rebelado, reprendiendo a sus naturales que sufrían pagar tributo a‑ los
romanos, y que sufrían por señor, excepto a Dios, los hombres mortales.
Era éste cierto sofista por sí y
de propia secta, desemejante y contraria a todas las otras.
Había entre los judíos tres
géneros de filosofía: el uno seguían los fariseos, el otro los saduceos, y el
tercero, que todos piensan ser el más aprobado, era el de los esenios, judíos
naturales, pero muy unidos con amor y amistad, y los que más de todos huían
todo ocio y deleite torpe, y mostrando ser continentes y no sujetarse a la
codicia, tenían esto por muy gran. virtud. Estos aborrecen los casamientos, y
tienen por parientes propios los hijos extraños que les son dados para
doctrinarlos; muéstranles e instrúyenlos con sus costumbres, no porque sean
ellos de parecer deberse quitar o acabar la sucesión y generación humana, pero
porque piensan deberse todos guardar de la intemperancia y lujuria, creyendo
que no hay mujer que guarde la fe con su marido castamente, según debe. Suelen
también menospreciar las riquezas, y tienen por muy loada la comunicación de
los bienes, uno con otro; no se halla que uno sea más rico que otro; tienen por
ley que quien quisiere seguir la disciplina de esta secta, ha de poner todos
sus bienes en común para servicio de todos; porque de esta manera ni la pobreza
se mostrase, ni la riqueza ensoberbeciese; pero mezclado todo junto, corno
hacienda de hermanos, fuese todo un común patrimonio. Tienen por cosa de
afrenta el aceite, y si alguno fuere untado con él contra su voluntad, luego
con otras cosas hace limpiar su cuerpo, porque tienen lo feo por hermoso, salvo
que sus vestidos estén siempre muy limpios; tienen procuradores ciertos para
todas sus cosas en común y juntos. No tienen una ciudad cierta adonde se
recojan; pero en cada una viven muchos, y viniendo algunos de los maestros de
la secta, ofrécenle todo cuanto tienen, como si le fuese cosa propia; vénse con
ellos, aunque nunca los hayan visto, como muy amigos y muy acostumbrados; por
esto, en sus peregrinaciones no se arman sino por causa de los ladrones, y no
llévan consigo cosa alguna; en cada ciudad tienen cierto procurador del mismo
colegio, el cual está encargado de recibir todos los huéspedes que vienen, y
éste tiene cuidado de guardar los vestidos y proveer lo de más necesario a su
uso. Los muchachos que están aún debajo de sus maestros, no tienen todos más de
una manera de vestir, y el calzar es a todos semejante; no mudan jamás vestido
ni zapatos, hasta que los primeros sean o rotos o consumidos con el uso del
traer y servicio; no compran entre ellos algo ni lo venden, dando cada uno lo
que tiene al que está necesitado; comunícanse cuanto tienen de tal manera, que
cada uno toma lo que le falta, aunque sin dar uno por otro y sin este trueque,
tienen todos libertad de tomar de cada uno que les pareciese aquello que les
es necesario.
. Tienen mucha religión y
reverencia, a Dios principalmente; no hablan antes que el sol salga algo que
sea profano; antes le suelen celebrar ciertos sacrificios y oraciones, como
rogándole que salga; después los procuradores dejan ir a cada uno a entender en
sus cosas, y después que ha entendido cada uno en su arte como debe, júntanse
todos, y cubiertos con unas toallas blancas de lino, lávanse con agua fría sus
cuerpos; hecho esto, recógense todos en ciertos lugares adonde no puede entrar
hombre de otra secta. Limpiados, pues, y purificados de esta manera, entran en
su cenáculo, no de otra manera que si entrasen en un santo templo, y asentados
con orden y con silencio, póneles a cada uno el pan delante, y el cocinero una
escudilla con su taje, y luego el sacerdote bendice la comida, porque no feos
es lícito comer bocado sin hacer primero oración a Dios; después de haber
comido hacen sus gracias, porque en el principio y en el fin de la comida dan
gracias y alabanzas a Dios, como que de El todo procede, y es el que les da
mantenimiento; después dejando aquellas vestiduras casi como sagradas, vuelven
a sus ejercicios hasta la noche, recogiéndose entonces en sus casas, cenan, y
junto con ellos los huéspedes también, si algunos hallaren.
No suele haber aquí entre ellos
ni clamor, ni gritos, ni ruido alguno; porque aun en el hablar guardan orden
grande, dando los unos lugar a los otros, y el silencio que guardan parece a
los que están fuera de allí, una cosa muy secreta y muy venerable; la causa de
esto es la gran templanza que guardan en el comer y beber, porque ninguno llega
a más de aquello que sabe serle necesario; pero aunque no hacen algo, en todo
cuanto hacen, sin consentimiento El procurador o maestro de todos, todavía son
libres en dos cosas, y son éstas: ayudar al que tiene de ellos necesidad, y
tener compasión de los afligidos porque permitido es a cada uno socorrer a los
que fueren de ello dignos, según su voluntad, y dar a los pobres mantenimiento.
Solamente les está prohibido dar
algo a sus parientes y deudos, sin pedir licencia a sus curadores; saben
moderar muy bien y templar su ira, desechar toda indignación, guardar su fe,
obedecer a la paz, guardar y cumplir cuanto dicen, como si con juramento
estuviesen obligados; son muy recatados en el jurar, porque piensan que es cosa
de perjuros, porque tienen por mentiroso aquel a quien no se puede dar crédito
sin que llame a Dios por testigo. Hacen gran estudio de las escrituras de los
antiguos, sacando de ellas principalmente aquello que conviene para sus almas y
cuerpos, y por tanto, suelen alcanzar la virtud de muchas hierbas, plantas,
raíces y piedras, saben la fuerza y poder de todas, y esto escudriñan con gran
diligencia.
A los que desean entrar en esta
secta no los reciben luego en sus ayuntamientos, pero danles de fuera un año
entero de comer y beber, con el mismo orden que si con ellos estuviesen
juntamente, dándoles también una túnica, una vestidura blanca y una azadilla;
después que con el tiempo han dado señal de su virtud y continencia, recíbenlos
con ellos y participan de sus aguas y lavatonios, por causa de recibir con
ellos la castidad que deben guardar, pero no los juntan a comer con ellos;
porque después que han mostrado su continencia, experimentan sus costumbres
por espacio de dos años más, y pareciendo digno, es recibido entonces en la
compañía. Antes que comiencen a comer de las mismas comidas de ellos, hacen
grandes juramentos y votos de honrar a Dios, y después, que con los hombres
guardarán toda justicia y no dañarán de voluntad ni de su grado a alguno, ni
aunque se lo manden; y que han de aborrecer a todos los malos y que trabajarán
con los que siguen la justicia de guardar verdad con todos y principalmente
con los príncipes; porque sin voluntad de Dios, ninguno puede llegar a ser rey
ni príncipe. Y si aconteciere que él venga a ser presidente de todos, jura y
promete que no se ensoberbecerá, ni usará mal de su poder para hacer afrenta a
los suyos; pero que ni se vestirá de otra diferente manera que van todos, no
más rico ni más pomposo, y que siempre amará la verdad con propósito‑e
intención de convencer a los mentirosos; también promete guardar sus manos
limpias de todo hurto, y su ánima pura y limpia de provechos injustos; y que no
encubrirá a los que tiene por compañeros, que le siguen, algún misterio; y que
no publicará algo de los a la gente profana, aunque alguno le quiera forzar amenazándole
con la muerte. Añaden también que no ordenarán reglas nuevas, ni cosa alguna
más de aquellas que ellos han recibido. Huirán todo latrocinio y hurto; conservarán
los libros de sus leyes y honrarán los nombres de los ángeles.
Con estos juramentos prueban y
experimentan a los que reciben en sus compañías, y fortalécenlos con ellos; a
los que hallan en pecados échanlos de la compañía, y el que es condenado muchas
veces, lo hacen morir de muerte miserable; los que están obligados a estos
juramentos y ordenanzas no pueden recibir de algún otro comer ni beber, y
cuando son echados, comen como bestias las hierbas crudas de tal manera, que s
les adelgazan tanto sus miembros con e1 hambre, que vienen finalmente a morir;
por lo cual, teniendo muchas veces compasión de muchos, los recibieron ya
estando en lo último de si vida, creyendo y juzgando que bastaba la pena
recibida por la delitos y pecados cometidos, pues los habían llevado a la
muerte.
Son muy diligentes en el juzgar,
y muy justos; entienden en los juicios que hacen no menos de cien hombres
juntos, y lo que determinan se guarda y observa muy firmemente; después de
Dios, tienen en gran honra a Moisés, fundador de sus leyes, de tal manera, que
si alguno habla mal contra él, es condenado a la muerte.
Obedecer a los viejos y a los
demás que algo ordenan o mandan, tiénenlo por cosa muy aprobada; si diez están
juntos no hay alguno que hable a pesar de los otros; guárdanse dé escupir en
medio o a la parte diestra, y honran la fiesta del sábado más particularmente y
con más diligencia que todos los otros judíos; pues no sólo aparejan un día
antes por no encender fuego el día de fiesta, ni aun osan mudar un vaso de una
parte en otro, ni purgan sus vientres, aunque tengan necesidad de hacerlo.
Los otros días cavan en tierra un
pie de hondo con aquella azadilla que dijimos arriba que se da a los novicios,
y por no hacer injuria al resplandor divino, hacen sus secretos allí cubiertos,
y después vuelven a ponerle encima la tierra que sacaron antes, y aun esto lo
suelen hacer en lugares muy secretos; y siendo esta purgación natural, todavía
tienen por cosa muy solemne limpiarse de esta manera; distínguense unos de
otros, según el tiempo de la abstinencia que han tenido y guardado, en cuatro
órdenes, y los más nuevos son tenidos en menos que los que les preceden, tanto,
que si tocan alguno de ellos, se lavan y limpian, no menos que si hubiesen
tocado algún extranjero; viven mucho tiempo, de tal manera, que hay muchos que
llegan hasta cien años, por comer siempre ordenados comeres y muy sencillos, y
según pienso, por la gran templanza que guardan. Menosprecian también las
adversidades, y vencen los tormentos con la constancia, paciencia y consejo; y
morir con honra júzganlo por mejor que vivir.
La guerra que tuvieron éstos con
los romanos, mostró el gran ánimo que en todas las cosas tenían, porque aunque
sus miembros eran despedazados por el fuego y diversos tormentos, no pudieron
hacer que hablasen algo contra el error de la ley, ni que comiesen alguna cosa
vedada, y aun no rogaron a los que los atormentaban, ni lloraron siendo
atormentados; antes riendo en sus pasiones y penas grandes, y burlándose de los
que se lo mandaban dar, perdían la vida con alegría grande muy constante y
firmemente, teniendo por cierto que no la perdían, pues la hablan de cobrar
otra vez.
Tienen una opinión por muy verdadera, que
los cuerpos son corruptibles y la materia de ellos no se perpetúa; pero las
quedan siempre inmortales, y siendo de un aire muy sutil, son puestas dentro de
los cuerpos corno en cárceles, retenidas con halagos naturales; pero cuando son
libradas de estos nudos y cárceles, libradas como de servidumbre muy grande y
muy larga, luego reciben alegría y se levantan a lo alto; y que las buenas,
conformándose en esto con la sentencia de los griegos, viven a la otra parte
del mar Océano, adonde tienen su gozo y su descanso, porque aquella región no
está fatigada con calores, ni con aguas, ni con fríos, ni con nieves, pero muy
fresca con el viento occidental que sale del océano, y ventando muy suavemente
está muy deleitable. Las malas ánimas tienen otro lugar lejos de allí, muy
tempestuoso y muy frío, Heno de gemidos y dolores, adonde son atormentadas con
pena sin fin.
Paréceme a mi que con el mismo
sentido los griegos han apartado a todos aquellos que llaman héroes y
semidioses en unas islas de bienaventurados, y a los malos les han dado un
lugar allí en el centro de la tierra, llamado infierno, adonde fuesen los
impíos atormentados; aquí fingieron algunos que son atormentados los sísifos,
los tántalos, los ixiones y los tirios, teniendo, por cierto al principio que
las almas son inmortales, y de aquí el cuidado que tienen de seguir la virtud y
menospreciar los vicios; porque los buenos, conservando esta vida, sehacen
mejores, por la esperanza que tienen de los bienes eterno después de esta vida,
y los malos son detenidos, porque aunque estando en la vida han estado como
escondidos, serán después de la muerte atormentados eternamente. Esta, pues, es
la filosofía de los esenios, la cual, cierto, tiene un halago, si una vez se
comienza a gustar, muy inevitable. Hay entre ellos algunos que dicen saber las
cosas por venir, por sus libros sagrados y por muchas santificaciones Y muy
conformes con los dichos de los profetas desde su primer tiempo; y muy pocas
veces acontece que lo que ellos predicen de lo que ha de suceder, no sea así
como ellos señalan.
Hay también otro colegio de
esenios, los cuales tienen el comer, costumbres y leyes semejantes a las
dichas, pero difiere en la opinión del matrimonio; y dicen que la mayor parte
de la vida del hombre es por la sucesión, y que los que aquello dicen la
cortan, porque si todos fuesen de este parecer, luego el género humano
faltaría; pero todavía tienen ellos sus ajustamientos tan moderados, que
gastan tres años en experimentar a sus mujeres, y si en sus purgaciones les
parecen idóneas y aptas para parir, tómanlas entonces y cásanse con ellas.
Ninguno de ellos se llega a su
mujer si está preñada, para demostrar que las bodas y ajuntamientos de marido y
mujer no son por deleite, sino por el acrecentamiento y multiplicación de los
hombres; las mujeres, cuando se lavan, tienen sus túnicas o camisas de la
manera de los hombres y éstas son las costumbres de este ayuntamiento.
Los fariseos son de las dos
órdenes arriba primeramente dichas, los cuales tienen más cierta vigilancia y
conocimiento de la ley; éstos suelen atribuir cuanto se hace a Dios y a la
fortuna, y que hacer bien o mal, dicen estar en manos del hombre pero que en
todo les puede ayudar la fortuna. Dicen también que todas las ánimas son
incorruptibles; pero que pasan a los cuerpos de otros solamente las buenas, y
las malas son atormentadas con suplicios y tormentos que nunca fenecen ni se
acaban.
La segunda orden es la de los
saduceos, quitan del todo la fortuna, y dicen que Dios ni hace algúp mal ni
tampoco lo ve; dicen también que les es propuesto el bien y el mal, y que cada
uno toma y escoge lo que quiere, según su voluntad; niegan generalmente las
honras y penas de las ánimas, y no les dan ni gloria ni tormento.
Los fariseos ámanse entre sí unos
a otros, deséanse bien, y júntanse con amor; pero los saduceos difieren y
desconforman entre sí con costumbres muy fieras, no ven con buenos ojos a los
extranjeros, antes son muy inhumanos para con ellos.
Estas cosas son las que hallé
para decir de las sectas de los judíos; volveré ahora a lo comenzado.
***
Capítulo VIII
Del regimiento
de Piloto y de su gobierno.
Reducido el reino de Arquelao en
orden de provincia, los otros, es a saber, Filipo y Herodes, llamado por
sobrenombre Antipas, reglan sus tetrarquias; por Salomé, muriendo, dejó en su
testamento a Julia, mujer de Augusto, la parte que había tenido en su
regimiento, y los palmares en Faselide. Viniendo después a ser emperador
Tiberio, hijo de Julia, después de la muerte de Augusto, que fué emperador
cincuenta y siete años, seis meses y dos días, quedando en sus tetrarquías Herodes
y Filipo.
Este, cerca de las fuentes en
donde nace el río Jordán, hizo y fundó una ciudad en Paneade, la cual llamó
Cesárea, y otra en Gaulantide la Baja, la cual quiso llamar Juliada, y Herodes
fundó en Galilea otra que llamó Tiberíada, y en Perea otra, por nombre Julia.
Siendo enviado Pilato por Tiberio
a Judea, y habiendo tomado en su regimiento aquella región, una noche muy
callada trajo las estatuas de César y las metió dentro de Jerusalén; y esto
tres días después fué causa de gran revuelta en Jerusalén entre los judíos;
porque los que esto vieron fueron movidos con gran espanto y maravilla, como
que ya sus leyes fueran con aquel hecho profanadas; porque no, tenían por cosa
lícita poner en la ciudad estatuas o imágenes de alguno, y con las quejas y
grita de los ciudadanos de Jerusalén, Hegáronse también muchos de los lugares
vecinos, y viniendo luego a Cesárea por hablar a Pilato, suplicábanle con
grande afición que quitase aquellas imágenes de Jerusalén, y que les guardase y
defendiese el derecho de su patria.
No queriendo Pilato hacer lo que
le suplicaban, echáronse por tierra cerca de su casa, y estuvieron allí sin
moverse cinco días y cinco noches continuas. Después, viniendo Pilato a su
tribunal, convocó con gran deseo toda la muchedumbre de los judíos delante de
él, como si quisiese darles respuesta, y tan presto como fueron delante, hecha
la señal, luego hubo multitud de soldados, porque así estaba ya ordenado, que
los cercaron muy armados, y rodeáronlos con tres escuadrones de gente. Espantáronse
mucho los judíos viendo aquella novedad, que despedazaría a todos si no
recibían las imágenes y estatuas de César, y señaló a los soldados que sacasen
de la vaina sus espadas.
Los judíos, viendo esto, como si
lo trajeran así concertado, échanse súbitamente a tierra y aparejaron sus
gargantas para recibir los golpes, gritando que más querían morir todos que
permitir, siendo vivos, que fuese la ley que tenían violada y profanada.
Entonces Pilato, maravillándose de ver la religión grande de éstos, mandó luego
quitar las estatuas de Jerusalén.
Después movió otra revuelta.
Tienen los judíos un tesoro sagrado, al cual llaman Corbonan, y mandólo gastar
en traer el agua, la cual hizo que viniese de trescientos estadios lejos; por
esto, pues, el vulgo y todo el pueblo echaba quejas, de tal manera, que
viniendo a Jerusalén Pilato, y saliendo a su tribunal, lo cercaron los judíos;
pero él habíase ya para ello proveído, porque había puesto soldados armados
entre el pueblo, cubiertos con vestidos y disimulados; mandóles que no los
hiriesen con las espadas, pero que les diesen de palos si se movían a algo.
Ordenadas, pues, de esta manera las cosas, dio señal del tribunal, a donde
estaba, y herían de esta manera a los judíos, de los cuales murieron muchos por
las heridas grandes que allí recibieron, y muchos otros perecieron pisados por
huir miserablemente.
Viendo entonces el pueblo la
muchedumbre de los muertos, atónito mucho por ello, callóse; y por esto Agripa,
hijo de Aristóbulo, a quien Herodes mandó matar, y el que acusó a Herodes el
tetrarca, vínose a Tiberio; pero no queriendo recibir éste sus acusaciones,
residiendo en Roma, hacíase conocer y trabajaba por ganar las amistades de
todos los poderosos; era muy servidor y amaba en gran manera a Cayo, hijo de
Germánico, siendo aún privado y hombre particular. Y estando un día en un
solemne banquete con él convidado, al fin de la comida levantó ambas manos al
cielo, y comenzó a rogar a Dios manifiestamente que le pudiese ver señor de
todo, después de la muerte de Tiberio; p . ero como uno de sus familiares
amigos hubiese hecho saber esto a Tiberio, mandó luego poner en cárcel a
Agripa, el cual fue detenido allí por espacio de seis meses con grandísimo
trabajo, hasta la muerte de Tiberio.
Muerto éste después de haber
reinado veintidós años, seis meses y tres días, sucediéndole Cayo César, libró
de la cárcel a Agripa, y dióle la tetrarquía de Filipo, porque éste era ya
muerto, y llamólo rey. Habiendo después llegado Agripa al reino, movió por
envidia la codicia del tetrarca Herodes. Movíalo en gran manera a esperanzas de
alcanzar el reino, Herodia, su mujer, reprendiendo su negligencia, y diciendo
que por no haber querido navegar a verse con César, carecía de mayor poder que
tenía; porque corno había hecho a Agripa rey, de hombre que era particular,
¿cómo dudaban en confiar que á él, que era tetrarca, no le concediese la misma
honra? Movido Herodes con estas cosas, vinose a Cayo, y reprendido de muy
avaro, huyóse a España, porque le había seguido su acusador Agripa, a quien el
César le dió la tetrarquía que Herodes poseía.
Y peregrinando de esta manera
Herodes en España, su mujer también se fué con él.
***
Capítulo IX
De la soberbia grande de Cayo y de Petronio, su presidente en Judea.
Súpose tan gran mal servir de la
fortuna Cayo César y usar de la prosperidad, que quería ser llamado Dios, y se
tenía por tal. Dió la muerte a muchos nobles de su patria, y extendió su
crueldad impía aun hasta Judea. Envió a Petronio con ejército y gente a
Jerusalén, mand'ndole que pusiese sus estatuas en el templo, y que si los
judíos no las querían recibir, que matase a los que lo repugnasen, y tomase
presos a todos los demás. Esto, cierto, movía y enojaba a Dios. Petronio,
pues, con tres legiones y gran ayuda que había tomado en Siria, venlase aprisa
a Judea. Muchos judíos no creían que fuese verdad lo que oían decir de la
guerra, y los que lo creían' no podían resistirle ni pensar en ello; y así les
vino un súbito temor a todos generalmente, porque el ejército habla llegado ya
a Ptolemaida.
Está dicha ciudad edificada en un
gran territorio y llanura en la ribera de Galilea; rodéanla los montes por la
parte de Oriente, y duran hasta sesenta estadios de largo algún poco apartados;
pero todos son del señorío de Galilea; por la parte del Mediodía tiene la
montaña llamada Carmelo, y alárgase la ciudad a ciento veinte estadios; por la
parte septentrional tiene otro monte muy alto, el cual llaman, los que lo
habitan, Escala de los Tirios, y éste está a espacio de cien estadios. A dos
estadios de esta ciudad corre un río que llaman Beleo, pequeño, y cerca de allí
está el sepulcro de Memnón, el cual tiene casi cien codos, y es muy digno de
ser visto y tenido en mucho. Es a la vista como un valle redondo, y sale de
allí mucha arena de vidrio, y aunque carguen de ella muchas naos, que llegan
allí todas juntas, luego en la hora se muestra otra vez lleno; porque los
vientos muestran poner diligencia en traer de aquellos recuestos altos que por
allí hay, esta arena común con la otra, y como aquel lugar es minero de metal
fácilmente la muda presto en vidrio. Aun me parece más maravilloso que las
arenas convertidas ya en vidrio, si fueren echadas por los lados de este
lugar, se convierten otra vez en arena común. Esta, pues, es la naturaleza y
calidad de esta tierra.
Habiéndose juntado los judíos,
sus hijos y mujeres, en Ptolemaida, suplicaban a Petronio, primero por las
leyes de la patria, y después por el estado y reposo de todos ellos. Movido
éste al ver tantos como se lo rogaban, dejó su ejército y las estatuas que
traía en Ptolemaida; y pasando a Galilea, convocó en Tiberíada todo el pueblo
de los judíos y toda la gente noble, y comenzóles a declarar la fuerza del
ejército y poder romanos, y las amenazas de César, añadiendo también cuánta
injuria y desplacer le causaba la súplica que los judíos le hacían, pues todas
las gentes que, obedeciendo, reconocían al pueblo romano, tenían en sus
ciudades, entre los otros dioses, las imágenes también del emperador; que
solamente los judíos no lo querían consentir, y que esto era ya apartarse del
mando del Imperio, aun con injuria de su presidente.
Alegaban, por el contrario, los
judíos la costumbre de su patria y las leyes, mostrando no serles lícito tener
no de hombres sólo, pero ni la imagen de Dios en su templo, y no sólo en el
templo, pero ni tampoco en sus casas ni en lugar alguno, por más profano que
sea, en toda su región.
Entendiendo Petronio esta razón,
respondió: "Pues sabed que yo he de cumplir lo que mi señor me ha mandado,
y si no le obedezco, seré agradable a vosotros, y justamente mereceré ser
castigado. Haraos fuerza, no Petronio, pero aquel que me ha enviado, porque a
mí me conviene hacer lo que me ha sido mandado, también como a vosotros
obedecerme y cumplir con lo que yo digo."
Contradijo todo el pueblo a esto,
diciendo que más querían padecer todo peligro y daño, que no sufrir que les
fuesen quebrantadas o rotas sus leyes.
Habiendo puesto silencio en la
grita que tenían, Petronio les dijo: «¿Estáis, pues, aparejados para pelear y
hacer guerra al César?"
Respondieron los
judío que ellos cada día ofrecían a Dios sacrificios por la vida de César y de
todo el pueblo romano; pero si pensaba deberse poner las imágenes en el templo,
primero debía hacer sacrificio de todos los judíos, porque ellos y sus mujeres
e hijos se ofrecían para ello a que los matasen.
Maravillóse otra vez Petronio
viendo esto, Y túvoles compasión, viendo la gran religión de estos hombres, y
viendo tantos tan prontos para recibir la muerte; y fuéronse todos sin hacer
algo.
Después comenzó a tomar por sí a
cada uno de los más principales y persuadirles de aquello; hablaba también
públicamente al pueblo, amonestándolo unas veces con muchos consejos, y otras
también los amenazaba, ensalzando la virtud y poder de los romanos y la
indignación de César, y entre estas cosas declarábales cuán necesario le fuese
cumplir lo que le habla sido mandado. Viendo que no querían consentir ellos en
algo de todo cuanto les decía, y que la fertilidad de aquella región se perdería,
porque era el tiempo aquel de sembrar, y había estado todo el pueblo casi
ocioso cincuenta días en la ciudad, a la postre convocólos y díjoles que quería
emprender una cosa peligrosa para él mismo, porque dijo: "0 amansaré a
César ayudándome Dios, y salvarme he con vosotros, o si se moviere él a
venganza con enojo, perderé la vida por tanta muchedumbre y por tan gran
pueblo."
Despidiendo con esto a todo el
pueblo, el cual hacía muchos ruegos y sacrificios por Petronio, retiró su
ejército de Ptolemaida a Antioquía; y de allí envió luego embajadores a César,
que le contasen e hiciesen saber con qué aparejo y orden hubiese venido contra
Judea, y lo que toda la gente le había suplicado, y que si determinaba negarles
lo que pedían, debía saber que los hombres y las tierras todas se perderían;
porque ellos guardaban en esto la ley de su patria, y con gran ánimo
contradecían a todo mandamiento nuevo. Respondió Cayo a estas cartas muy
enojado, amenazando con la muerte a Petronio, porque había sido negligente en
ejecutar su mandamiento. Pero aconteció que los mensajeros que llevaban las
cartas fueron detenidos tres meses en el camino por las grandes continuas
tempestades, y otros llegaron más prósperamente y la nueva de la muerte de
César, porque antes de veintisiete con cartas de ello Petronio, las cuales te
hacían saber el fin de la vida de César, primero que viniesen aquellos que
traían las cartas de las amenazas.
***
Capítulo X
Del imperio de Claudio, del reino de Agripa y de su muerte.
Muerto Cayo por
maldad y traición, después de haber imperado tres años y seis meses, fué hecho,
por el ejército que estaba en Roma, emperador Claudio. Todo el Senado, por
relación de los cónsules de aquel año, Septimio, Saturnino y Pomponio Segundo,
mandó que las tres compañías que estaban en la ciudad tuviesen cargo de
guardarla, y juntáronse todos los senadores en el Capitolio, y por la crueldad
de Cayo determinaban hacer la guerra a Claudio, porque querían que el imperio
fuese regido por los principales, y que fuesen elegidos, como antes, los
mejores para que fuesen emperadores.
En este medio vino Agripa, y como
fuese llamado por el Senado, que se juntase en Consejo, y por el César, que le
ayudase en su ejército, por servirse de él en lo que sucediese y le fuese necesario,
viendo Agripa que Claudio con su poder era ya César, juntáse con él; el César
lo envió luego por embajador al Senado, por que mostrase su determinación y
propósito, diciendo que lo habían elegido los soldados contra su voluntad, y
lo habían llevado consigo, y que fuera cosa injusta dejar la afición que todos
le tenían y desecharla, porque si no la recibiera, no se tenía por seguro,
diciendo que le bastará esto para moverle envidia, haber sido llamado para
reinar, y no haberlo querido aceptar, y que estaba aparejado para administrar
el imperio, no como tirano, mas como benigno y clemente príncipe, porque
bastante le era a él la honra del nombre, y que dejando todo lo demás al
parecer de todos, si él de su natural no era modesto, tenía ejemplo para serlo
y para refrenar su poder, viendo la muerte de Cayo.
Como Agripa hubiese dicho todas
estas cosas, respondióle el Senado, casi confiando en su ejército y en sus
consejos, que no querían venir en servidumbre de su grado. Y recibida la
respuesta de los senadores, volvióles a enviar otra vez a Agripa, diciendo que
no podía él entender por qué los había de engañar y había de buscar daño para
los que le habían encumbrado tanto y le habían hecho Emperador; y que forzado
había de mover guerra contra ellos y contra su voluntad, con los cuales no
quisiera él pelear en alguna manera del mundo, y que por tanto debían escoger
un lugar fuera de la ciudad, en el cual peleasen, porque no era lícito ensuciar
su patria con sangre de los ciudadanos, por causa de la obstinación de ellos.
Dijo Agripa esta embajada al
Senado. Estando en esto, uno de aquellos soldados que estaban con los
senadores, desenvainó su espada, y dijo: "Compañeros, ¿por qué causa
queremos ser matadores y salir contra nuestros propios parientes que siguen a
Claudio, teniendo principalmente emperador, a quien no podemos dar culpa en
alguna manera, y a quien debemos antes recibir disculpándonos, que no con
armas?"
Diciendo estas cosas, salióse por
medio del Senado, siguiéndole todos los otros soldados.
Desamparados los senadores por
causa de este hombre, comenzaron a temer; y viendo que no les era cosa cómoda
ni segura contradecir, siguiendo a los soldados, presentáronse a César.
Saliéndoles al encuentro con las espadas desenvainadas los que ambiciosamente
lisonjeaban al emperador y a su fortuna, y mataran a cinco en la salida, antes
que César pudiese saber el ímpetu de los soldados, si Agripa, corriendo, no le
denunciara el peligro grande que había, diciendo que, si no refrenaba el
atrevimiento de su gente, que mostraba furor contra la sangre y la vida de los
ciudadanos, perdería aquellos que daban lustre al imperio, y sería emperador de
la soledad.
Oyendo esto Claudio, detuvo a los
soldados y recibió en sus tiendas a todos los senadores; y haciendo a todos
gran honra, salió de allí e hizo a Dios sus sacrificios, según tienen por
costumbre hacer sus ruegos. Luego también hizo donación a Agripa de todo el
reino de su padre, añadiéndole más todo aquello que Augusto habla dado antes a
Herodes, es a saber: la región Traconitide y de Auranitide, y además de esto
otro reino que solían llamar Lisania.
Hizo que con pregón fuese
publicada esta donación, y mandó a los senadores que la pusiesen en el
Capitolio escrita en tablas de cobre.
Dió también muchos dones al
hermano de Agripa, Herodes, el cual era yerno del mismo Agripa, casado con
Berenice, reina de Calcidia.
Veníale a Agripa de lo que le
había sido dado mayor renta de lo que se podía pensar, aunque no la gastaba en
cosas inútiles y desaprovechadas; pero comenzó a hacer un muro en Jerusalén,
que si se pudiera acabar, fuera bastante para deshacer el cerco de los romanos
cuando cercaban la ciudad; pero antes que esta obra se acabase, él murió en
Cesárea, después de haber reinado tres años, y antes había sido tetrarca otros
tres. Dejó tres hijas, nacidas de su mujer Cipride, Berenice, Marianima y
Drusila, y un hijo de la misma mujer, llamado Agripa. Como fuese éste muy
pequeño, Claudio hizo provmcia todo aquel reino, enviando allá por procurador
de todo a Cestio Festo, y después de éste, Tiberio Alejandro, los cuales, no
trocando algo de las costumbres que los judíos tenían, tuvieron muy pacíficas
todas aquellas tierras.
Murió después Herodes, que
reinaba en Calcidia, dejando dos hijos de su mujer Berenice, hija de su
hermano: el uno llamado Bereniciano, y el otro Hircano; y de la primera mujer,
Mariamma, dejó a Aristóbulo.
El otro hermano suyo, llamado
Aristóbulo, murió también privadamente, dejando una hija llamada Jopata. Estos
eran, pues, los hijos, según dijimos, de Aristóbulo, que fué hijo de Herodes.
Alejandiro y Aristóbulo eran hijos de Herodes y de Mariamma, a los cuales su
padre mismo hizo matar.
Los descendientes de Alejandro
reinaron en Armenia la Mayor.
***
Capítulo XI
De muchas y varias revueltas que se levantaron en Judea y en Samaria.
Después de la muerte
de Herodes, que reinó en Calcidia, Claudio puso en el reino del tío a Agripa,
hijo de Agripa. Tomó el cargo de la otra provincia, después de Alejandro,
Cumano, debajo del cual comenzaron a nacer nuevos alborotos, y vinieron nuevos
daños a todos los judíos; porque, juntándose el pueblo en Jerusalén para
celebrar la fiesta de la Pascua, estando una compañía de gente romana en los
claustros del templo, como era costumbre haber guarda de gente de armas los
días festivos, porque los pueblos que allí se juntaban no moviesen alguna
novedad, un soldado, desatacándose, mostró a todos los judíos que allí estaban,
las vergüenzas de atrás, echando una voz no diferente de la obra que hacía. Por
este hecho comenzóse todo aquel pueblo a quejarse en tanta manera, que se
presentaron todos a Cumano pidiendo a voces que fuese castigado y sentenciado
aquel soldado.
Los mancebos, poco considerados,
y naturalmente aparejados para mover revueltas, comenzaron a revolverse y a
echar los soldados a pedradas. Temiendo entonces Cumano se levantase todo el
pueblo contra él, llamó mucha gente de armas, poniéndola en los claustros del
templo. Hubieron gran temor todos los judíos, y dejando el templo, comenzaron a
recogerse todos y a huir de allí; pasaron al salir tan grande aprieto al pasar
por la gente armada, que murieron pisados con la prisa del salir más de diez
mil hombres, y fué la fiesta de muchas lágrir.nas para todos, y por cada casa
se oían los llantos.
Además de esto hubo también otro
ruido, el cual movieron los ladrones; porque cerca de Bethoron, en el público
camino, un criado de César traía el aparato de una casa y cierta ropa con él;
y saliéndole ladrones en el camino, se la robaron toda. Enviando después Cumano
en pesquisa de ellos, mandó que le trajesen presos, y muy atados, los de
aquellos lugares cercanos, acusándolos de que no habían preso a los ladrones.
Por esta ocasión, hallando un soldado en una aldea de aquellas los libros
sagrados de la ley, los rompió y quemó.
Viendo esto los judíos,
parecióles que les habían destruido y quemado toda su religión; juntáronse de
todas partes y vinieron juntos con una voz movidos por su superstición, como
casi a armas delante de Cumano, a Cesárea, rogándole no dejase sin castigo un
hombre que tan gran maldad e injuria había hecho a todo el pueblo. Al ver esto
Cumano, conociendo que no se había de sosegar toda aquella multitud de gente si
no quedaba satisfecha con el castigo M hombre, condenó al soldado y mandólo
llevar públicamente a ejecutar su sentencia; y de esta manera, amansados ya
los judíos, se fueron.
Levantóse otra revuelta
nuevamente entre los galileos y samaritanos, porque en un lugar llamado Geman,
que está en el gran campo de Samaria, viniendo un galileo y un judío por ver y
gozar de la festividad, fué aquél muerto. Por este hecho se juntaron gran parte
de los de Galilea para pelear con los samaritanos. La gente principal y más
noble de éstos vinieron a Cumano, suplicándole que bajase a Galilea antes que
sucediese peor destrucción vengase la muerte del galileo, matando a los
culpados en ella. Pero teniendo en más Cumano lo que tenía entonces entre manos
que todas estas súplicas y ruegos, despidió a los que se lo rogaban, sin acabar
ni hacer algo en ello.
Sabida esta muerte en Jerusalén,
movióse todo el pueblo; y dejando la solemnidad del día y de la fiesta, vino la
gente popular contra Samaria, sin capitán y sin querer obedecer a príncipe
alguno de los suyos, que trabajaban por detenerlos.
Los principales de aquellos
latrocinios y de todas aquellas revueltas eran un Eleazar, hijo de Dineo, y
Alejandro, los cuales, corriendo por los campos cercanos o vecinos a la región
Acrabatana, hicieron gran matanza; Y matando así a hombres, como mujeres y
niños, sin perdonara edad alguna, quemaron también todos los lugares.
Oyendo Cumano estas cosas, trajo
consigo una compañía de gente de a caballo, la cual se llama de los Sebastenos,
por socorrer a los que eran destruídos; y así prendió muchos de aquellos que
habían seguido a Eleazar, y mató muchos más. A toda la otra gente que había
venido por destruir y talar los campos de Samaria, saliéronles al encuentro los
principales de Jerusalén, y cubiertos sus cuerpos con ásperos cilicios y con sus cabezas llenas de ceniza, rogábanles
humildemente que dejasen lo que habían comenzado, no moviesen, por vengarse de
los samaritanos, a que los romanos destruyesen a Jerusalén, y tuviesen
compasión y misericordia de su patria y de su templo, de sus hijos y mujeres
propias, sin que quisiesen ponerlo todo en peligro y hacer que por venganza de
un galileo todos pereciesen. Conformándose con
esto los judíos, dejaron lo que tenían comenzado, y volviéronse. Muchos
habla en este mismo tiempo que se juntaban para robar, como suele comúnmente
acaecer que el atrevimiento crece estando las cosas muy reposadas, los cuales
no dejaban región alguna sin robo y rapiña; y el que más atrevido era, éste se
mostraba más también en hacer fuerza.
Entonces, viniendo los
principales de Samaria a Tiro, delante de Numidio Quadrato, procurador de toda
Siria, pidiendo justicia y venganza de los que les habían robado todas las
tierras, vinieron también prontamente allí los más nobles de todos los judíos;
y Jonatás, hijo de Anano, príncipe de los sacerdotes, alegaba contra lo que les
habían objetado, que los samaritanos habían sido principio de toda aquella
revuelta, pues ellos mataron al hombre con toda ley; pero que la causa de las
otras adversidades que después habían sucedido, fué Cumano, en no haber querido
tomar venganza ni dar castigo a los autores de aquella muerte.
Difirió Quadrato la causa de
ambas partes, diciendo que cuando él viniese a todas aquellas regiones, lo
examinaría todo; y pasando de allí a Cesárea, ahorcó a todos los que Cumano
habla preso. Llegando, pues, a Lida, oyó otra vez las quejas de los
samaritanos; y trayendo delante de sí dieciocho judíos que sabía haber sido
causa y participantes en la revuelta, mandóles cortar la cabeza. Envió dos
príncipes de los sacerdotes, Jonatás y Ananías, y al hijo de éste, Anano, y
algunos otros nobles de los judíos, a César, y envió también parte de la
nobleza de Samaria, y mandó al tribuno Celero y a Cumano que navegasen para
Roma, a dar cuenta a Claudio de todo lo que había pasado, y darle razón de
cuanto había hecho.
Sosegadas ya y puestas en paz
todas estas cosas, veníase de Lida a Jerusalén; y hallando que el pueblo
celebraba la fiesta de la Pascua sin ruido y sin perturbación alguna, volvióse
a Antioquía.
Oídas ambas partes en Roma por
César, y visto lo que Cumano alegaba y lo que los samaritanos, estaba allí
también Agripa defendiendo con gran instancia la causa de los judíos; porque
Cumano tenía consigo y en su favor gran parte de la gente principal. Dió
sentencia contra los samaritanos, y mandó matar tres de los más nobles de todos
ellos; y desterró a Cumano, y dió a los judíos, para que lo llevasen a
Jerusalén, el tribuno Celero; y que arrastrándolo por la ciudad, delante de
todos lo sentenciasen.
Envió, después de ya pasadas
estas cosas, a Félix, hermano de Palante, a los judíos, por procurador de toda
la provincia y región de ellos, de Galilea y de Samaria.
Levantó también a Agripa más de
lo que ser solía en Calcidia, dándole también aquella parte que solía ser administrada
por Félix. Eran éstas las regiones de Trachón, Batanca y Gaulanitis; dióle
también el reino de Lisania y la tetrarquía que Varrón había tenido en
regimiento; y él murió, habiendo sido emperador tres aflos, ocho meses y
treinta días, dejando por sucesor a Nerón, a quien había elegido para que fuese
emperador por consejos y persuasiones de Agripina, su mujer, teniendo hijo
legítimo llamado Británico, nacido de su primera mujer, Mesalina, y una hija
llamada Octavia, la cual había dado en casamiento a Nerón, entenado suyo.
También tuvo de su mujer Agripina una hija llamada Antonia.
Dejaré de contar ahora al
presente, por saber que seria importuno, de qué manera Nerón, levantado en los
bienes de la fortuna y prosperidad, supo tan mal servirse de todo; y cómo mató
a su hermano, a su madre y a su mujer, convirtiendo después su crueldad contra
todos, viniendo a la postre a enloquecer y hacer cosas de hombre indiscreto y
sin cordura.
***
Capítulo XII
De las revueltas que acontecieron en Judea en tiempo de Félix.
Trataré solamente
aquí lo que Nerón hizo contra los judíos. Puso por rey de Armenia a Aristóbulo,
hijo de Herodes. Ensanchó el reino de Agripa con cuatro ciudades y más los
campos a ellas pertenecientes en la región Perca, Avila, Juliada, Galilea,
Tarichea y Tiberiada. Toda la otra parte de Judea la dejó debajo del regimiento
de Félix.
Este prendió al príncipe de los
ladrones Eleazar, el cual había robado todas aquellas tierras por espacio de
veinte años, y prendió muchos otros con él y enviólos presos a Roma. Prendió
también innumerable muchedumbre de ladrones y encubridores de hurtos, los
cuales todos ahorcó. Y limpiadas aquellas tierras de esta basura de hombres,
levantábase luego otro género de ladrones dentro de Jerusalén: éstos se
llamaban matadores o sicarios, porque en el medio de la ciudad, y a mediodía,
solían hacer matanzas de unos y otros. Mezclábanse, principalmente los días de
las fiestas, entre el pueblo, trayendo encubiertas sus armas o puñales, y con
ellos mataban a sus enemigos; y mezclándose entre los otros, ellos se quejaban
también de aquella maldad, y con este engaño quedábanse, sin que de ellos se
pudiese sospechar algo, muriendo los otros.
Fué muerto por éstos Jonatás,
pontífice, y además de éste mataban cada día a muchos otros, y era mayor el
miedo que los ciudadanos tenían, que no el daño que recibían; porque todos
aguardaban la muerte cada hora, no menos que si estuvieran en una campal
batalla. Miraban de lejos todos los que se llegaban, y no podían ni aun fiarse
de sus mismos amigos, viendo que con tantas sospechas y miramientos, y poniendo
tanta guarda en ello, no se podían guardar de la muerte; antes, con todo esto,
era muertos: tanta era la locura, atrevimiento y arte o astucia en esconderse.
Otro ayuntamiento hubo de malos
hombres que no mataban, pero con consejos pestíferos y muy malos corrompieron
el próspero estado y felicidad de toda la ciudad, no menos que hicieron
aquellos matadores y ladrones. Porque aquellos hombres, engañadores del pueblo,
pretendiendo con sombra y nombre de religión hacer muchas novedades, hicieron
que enloqueciese todo el vulgo y gente popular, porque se salian a los
desiertos y soledades, prometiéndoles y haciéndoles creer que Dios les mostraba
allí señales de la libertad que habían de tener.
Envió contra éstos Félix,
pareciéndole que eran señales manifiestas de traición y rebelión, gente de a
caballo y de a pie, todos muy armados, matando gran muchedumbre de judíos.
Pero mayor daño causó a todos los
judíos un hombre egipcio, falso profeta: porque, viniendo a la provincia de
ellos, siendo mago, queríase poner nombre de profeta, y juntó con él casi
treinta mil hombres, engañándolos con vanidades, y trayéndolos consigo de la
soledad adonde estaban, al monte que se llama de las Olivas, trabajaba por
venir de allí a Jerusalén, y echar la guarnición de los romanos, y hacerse
señor de todo el pueblo.
Habíase juntado para poner por
obra esta maldad mucha gente de guarda; pero viendo esto Félix, proveyó en
ello; y saliéndoles con la gente romana muy armada y en orden, y ayudándole
toda la otra muchedumbre de judíos, dióle la batalla. Huyó salvo el egipcio con
algunos; y presos los otros, muchos fueron puestos en la cárcel, y los demás se
volvieron a sus tierras.
Apaciguado ya este alboroto, no faltó
otra llaga y postema, corno suele acontecer en el cuerpo que está enfermo.
juntándose algunos magos y ladrones, ponían en gran trabajo y aflicción a
muchos, proclamando la libertad y amenazando a los que quisiesen obedecer a
los romanos, por apartar aquellos que sufrían servidumbre voluntaria, aunque no
quisiesen.
Esparcidos, pues, por todas
aquellas tierras, robaban las casas de todos los principales; y además de esto
los mataban cruelmente: ponían fuego a los lugares, de tal manera, que toda Judea
estaba ya casi desesperada por causa de éstos. Crecía cada día más esta gente
y desasosiego.
Por Cesárea se levantó también
otro ruido entre los judíos y siros que por allí vivían. Los judíos pedían que
la ciudad tomase el nombre de ellos y les fuese propia, pues judío la había
fundado; es a saber, el rey Herodes: los siros que les contrariaban, confesaban
bien haber sido el fundador de ella judío; pero querían decir que la ciudad
había sido de gentiles y lo debía ser, porque si el fundador quisiera que fuera
de los judíos, no hubiera dejado hacer allí imágenes, ni estatuas, ni templos;
y por estas causas estaban ambos pueblos en discordia.
Pasaba tan adelante esta
contienda, que venían todos a las armas, y cada día había gente de ambas partes
que por ello peleaba. Los padres y hombres más vicios de los judíos trabajaban
por detenerlos y refrenarlos, pero no podían; y a los griegos también les
parecía cosa muy mala mostrarse ser para menos que eran los judíos: éstos les
eran superiores, tanto en las fuerzas del cuerpo como en las riquezas que
tenían. Pero los griegos tenían mayor socorro de los soldados Y gente romana,
porque casi toda la gente romana que estaba en Siria se les había juntado, y
estaban aparejados como aparentados para ayudar todos a los siros; pero los
capitanes y regidores de los soldados trabajaban en apaciguar aquella revuelta;
y prendiendo a los capitanes, movedores de ella, azotaban de ellos algunos, y
tenían presos y en cárcel a muchos otros. El castigo de los que prendían no era
parte para poner temor ni paz entre los otros; antes, viendo esto, se movían
más a venganza y a revolverlo todo. Entonces Félix mandó con pregón, so pena de
la vida, que los que eran contumaces y porfiaban en ello, saliesen de la
ciudad; y habiendo muchos que no le quisieron obedecer, envió sus soldados que
los matasen, y robáronles también sus bienes.
Estando aún esta revuelta en pie,
envió la gente más noble de ambas partes por embajadores a Nerón, para que en
su presencia se disputase la causa y se averiguase lo que de derecho convenía.
Después de Félix sucedió Festo en
el gobierno; y persiguiendo a todos los que revolvían aquellas tierras,
prendió muchos ladrones, y mató gran parte de ellos.
***
Capítulo XIII
De Albino y Floro, presidentes de Judea.
Pero su sucesor Albino no
se hubo tan bien en su regimiento ni en el gobierno de las cosas, porque no
había maldad alguna de la cual no se sirviese; no sólo hacia muy grandes hurtos
en las causas civiles que trataba de cada uno, robandoles los bienes; y no
sólo hacia agravio a todo el pueblo con los grandes tributos que cargaba a
todos; pero también libraba de la cárcel los ladrones que los regidores de las
ciudades habían preso; y tomando gran dinero de los parientes de ellos, libraba
también aquellos que los presidentes y gobernadores pasados habían puesto m la
cárcel, dejando preso como a muy culpado sólo aquel que no le daba algo.
Creció también el
atrevimiento de aquellos que deseaban en este mismo tiempo novedades, y
revolverlo todo en Jerusalén. Los que eran entre éstos más ricos y poderosos,
presentando muchos dones a Albino, hacían que no se enojase con ellos; y la
parte del pueblo, que no se holgaba con el reposo general, juntábase con los
amigos y parciales de Albino. Cada uno, pues, de estos malos, armado con
escuadrón y compañía de su misma gente, se mostraba entre ellos como príncipe
de los ladrones y como tirano, y servíase de la gente de guarda suya para robar
a los de mediano estado; y por tanto, aquellos cuyas casas eran destruidas,
mansamente callaban; y los que eran libres de estos daños, con el miedo grande
que tenían de que les fuese hecho a ellos otro tanto, mostrábanse muy amigos y
comedidos, sabiendo por otra parte cuán dignos eran de muy gran castigo.
Perdido habían todos la esperanza
de verse jamás libres. Había muchos señores y parecía que ya echaban simiente
en este tiempo, de la cual naciese la cautividad que les había de nacer y
acontecer.
Siendo tal Albino y de tales
costumbres, el que le sucedió, Gesio Floro, fué tal, que comparado con Albino
parecía haber éste sido muy bueno: porque Albino había hecho mucho daño y
muchos engaños, pero secretamente; y Gesio mostraba su maldad con todos y
ejercitábala gloriándose con ella; y regiase no como regidor ni gobernador de
una provincia, sino como enviado por verdugo y por dar castigo y pena, condenando
a todos sin dejar de usar de todo latrocinio y rapiña, y sin dejar de hacer
todo mal y aflicción.
Contra los pobres y gente
miserables usaba de toda crueldad, y en cometer fealdades y maldades diversas
no tenia vergüenza: porque no hubo alguno que tanto encubriese ni engañase
con sus engaños la verdad, ni que supiese con mentiras y ficciones dañar tan
astutamente. Parecióle que seria cosa de poco, dañar a cada uno particularmente,
y con ello hacerse rico; pero desnudaba y robaba todas las ciudades
generalmente, dando a todos licencia para robar en su región, con tal que de lo
que robasen le hiciesen todos parte. Este, finalmente, fué causa de que toda la
región de Judea se despoblase de tal mánera, que muchos, dejando el asiento de
su patria, se pasaban a vivir a provincias extrañas. Y hasta que Cestio Galo
fue regidor en la provincia de Siria no hubo alguno de los judíos que osase
enviar embajadores contra Floro.
Y como, llegando la fiesta de la
Pascua, se viniese a Jerusalén, salióle al encuentro la muchedumbre de la
gente, que sería bien trescientos mil hombres, suplicándole que socorriese a
tanta destrucción y ruina de la gente, y daban todos voces que echase de la provincia
una ponzoña tan pestilencial corno era Floro; y oyendo las voces que todo el
pueblo daba, estábase sentado junto a Galo; y no sólo no se movía de alguna
manera, sino aun se burlaba de ellos y se reía de oír ¡os clamores que todos
echaban.
Amansando algún tanto el ímpetu y
furor del pueblo, Cestio les dijo que él haría que Floro de allí adelante les
fuese más amigo, y volvióse a Antioquia. Acompaflóle Floro hasta Cesárea,
burlándose con mil mentiras, y fingiendo con gran diligencia guerra contra los
judíos, y amenazábales con ella porque sabia bastar aquella para encubrir sus
maldades: porque si los dejaba en paz, tenía por cierto que le acusarían
delante de César; pero si les procuraba revueltas, con mayor mal se libraría de
la envidia, y con mayor daño cubriría los pecados suyos y faltas menores. De
esta manera cada día acrecentaba las destrucciones y daños, por hacer que la
gente se rebelase contra el Imperio romano.
En este mismo tiempo alcanzaron
victoria delante de Nerón, y ganaron el pleito los de Cesárea contra los
judíos, y trajeron letras firmadas en testimonio de ello: y con estas cosas la
guerra de los judíos tomaba principio a los doce años del imperio de Nerón, y a
los diecisiete del reino de Agripa, en el mes de mayo.
***
Capítulo XIV
De la crueldad que Floro ejecutaba contra los de Cesárea y Jerusalén.
No se sabe haber habido causas
bastantes ni idóneas para mover tantos y tan grandes males corno se levantaron,
por lo que arriba hemos dicho. Los judíos que vivían y habitaban en Cesárea,
tenían su sinagoga cerca de un lugar, cuyo señor era Un gentil natural de
Casárea; y muchas veces habían trabajado por quitarle la señoría que tenía
sobre él y todo su derecho, ofreciendo de darle mucho más que la cosa valía.
Pero el señor del lugar no se contentó con despreciar los ruegos que le hacían
por aquello; antes, por hacerles pesar y causarles mayor dolor, edificó en el
mismo lugar muchas tabernas, dejándoles muy estrecho camino y muy angosto
lugar para pasar. Al principio algunos de los más mancebos trabajaban por
resistirle y vedar la edificación. Y como Floro, los refrenase para que no lo
vedasen, no teniendo los nobles de los judíos que lo hiciesen, corrompieron a
Floro con ocho talentos que le dieron por que vedase la edificación. Prometió
éste hacer todo lo que le pedían, teniendo ojo solamente a cobrar lo que le
habían prometido.
Recibido el dinero, salióse luego
de Cesárea y fuése a Sebaste, dando licencia y permitiendo que revolviesen el
pueblo, ni más ni menos que si hubiera vendido a la gente principal de los
judíos, lugar para que peleasen. Luego al día siguiente, que era un sábado,
fiesta de los judíos, juntándose el pueblo en la sinagoga, un hombre de
Cesárea, sedicioso y amigo de revueltas, puso delante del lugar por donde todos
habían de entrar, un vaso de Samo, y allí sacrificaban las aves. Este hecho
encendió a los judíos y los movió a mucha ira, porque decían haber sido su ley
injuriada y quebrantada por aquéllos, y que el lugar había sido ensuciado
feamente. La parte de los judíos más moderada y más constante determinaba
quejarse delante de los jueces otra vez nuevamente por esta injuria; pero la
juventud y cuantos judíos había, mancebos y amigos también de revueltas, viendo
esto, se movían a contiendas.
Los revolvedores de Cesárea
estaban también aparejados para pelear, porque adrede habían enviado aquel
hombre que hiciese allí aquellos sacrificios; y de esta manera, concurriendo
ambas partes, fácilmente se trabaron a la pelea. Pero sobreviniendo allí
Jucundo, capitán de la caballería, el cual había para vedarles que peleasen,
mandó quitar luego el vaso que había sido puesto por el cesariano, y trabajaba
por apaciguar el ruido.
Siendo vencido éste por la fuerza
de los cesarianos, los judíos luego arrebatando los libros de la ley,
apartáronse hacia Narbata.
Es ésta una región de ellos,
lejos de Cesárea sesenta estadios, y doce de los principales con Juan, se
vinieron a Sebaste delante de Floro, quejándose de lo que había acontecido, y
rogábanle que los ayudase haciéndole acordar de los diez talexitos que le
habían dado, aunque con arte y disimulación; mas él los mandó prender,
acusándolos que por qué causa habían osado sacar las leyes de Cesárea. Por esto
se indignaban mucho los de Jerusalén, pero refrenaban aún su ira como mejor
les era posible.
Floro, como que no entendiese en
otra cosa sino en moverlos e incitarlos a guerra, envió al tesoro sagrado
hombres que sacasen diecisiete talentos, fingiendo que los gastos que César
hacía requerían todo aquel dinero. Visto esto, el pue,blo quedó muy confuso, y
corriendo todos al templo, con grandes voces apellidaban todos a César,
suplicándole que los librase de la tiranía de Floro. Algunos había entre éstos
que buscaban revueltas mayores, maldecían a Floro, y decían de él muchas
injurias; y tomando una canasta iban por la ciudad pidiendo limosna para él,
como si estuviera con la mayor miseria y pobreza del mundo.
Pero con todas estas cosas no
hizo mutación alguna en sus codicias, antes fué mucho más movido a robarlos.
Como finalmente debiera, viniendo
a Cesárea a matar el fuego de la guerra que se levantaba, y quitar toda la
causa de revueltas, por lo cual había antes recibido paga y lo había prometido,
dejando todo esto, vínose con ejército de a pie y de a caballo para servirse de
él en todo lo que quería, y para poner miedo y amenazas grandes en la ciudad.
Queriendo amansar su ira, el
pueblo salió al encuentro a todos los soldados con los favores acostumbrados, y
para hacer las honras a Floro que antes solían hacer a todos; pero él, enviando
delante un capitán llamado Capitón, con cincuenta hombres de a caballo, les
mandó que se volviesen; y que habiendo dicho antes tanto mal de él, no quería
que se burlasen, haciéndole honras falsas y fingidas. Porque convenla, si eran
valerosos hombres y varones constantes y de ánimo firme, afrentarlo ahora
también en su presencia, y mostrar el deseo y voluntad que tienen de la
libertad, no sólo con palabras, pero también con las armas.
Espantado el pueblo con estas
palabras, y echándose los soldados que habían venido con Capitón, por medio,
los judíos se dispersaron, huyendo antes de saludar a Floro y antes de hacer
algo con los soldados de todo lo que se solla hacer. Recogiéndose, pues, cada
uno en su casa, pasaron sin dormir toda aquella noche.
Floro se aposentó en el Palacio
Real, y luego el otro día después, saliendo en tribunal contra ellos, asentóse,
más alto de lo que solía; y juntándose los principales de los sacerdotes y toda
la nobleza de la ciudad, vinieron todos delante del tribunal. Mandóles Floro
que luego le diesen todos aquellos que hablan dicho mal de él, amenazándoles
que tornaría en ellos venganza si no le presentaban y hacían saber quiénes
eran.
Respondieron los judíos que su
pueblo no había hablado mal de él; y que si alguno había errado en el hablar,
suplicábanle que lo perdonase, porque en tanta muchedumbre de gente no era de
maravillar que se hallasen algunos malos y sin cordura, mozos y de poca
prudencia, y que les era imposible señalar los que en aquello hablan pecado,
viendo que a todos generalmente pesaba, y se mostraban aparejados para negarlo
con el temor que todos tenían. Pero dijeron que si él buscaba el reposo de la
gente, y si quería guardar y conservar la ciudad bajo del Imperio romano, debía
antes dar perdón a tan pocos que lo habían ofendido, teniendo mayor cuenta con
tantos corno estaban sin culpa, que no perturbar y poner en revuelta tantos
buenos como había, por dar castigo a muy pocos malos.
Respondió él a esto muy indignado
y airado, mandando a sus soldados que robasen el mercado o plaza adonde las
cosas se vendían, que era esto en la parte más alta de la ciudad, y que matasen
a cuantos les viniesen al encuentro. Ellos entonces, con la codicia grande que
tenían y con la licencia y mandamiento que su señor les había dado, robaron,
no sólo el lugar que les era mandado, pero aun saltando por todas las casas de
los ciudadanos, matábanlos a todos; y huyendo todos por las estrechuras de las
calles, mataban los que podían hallar, sin que hubiese ningún término ni fin en
lo que robaban.
Prendiendo también a muchos de
los nobles, llevábanlos a Floro, a los cuales, después de haberlos mandado
cruelmente azotar, mandábalos ahorcar. Mataron aquel día, entre mujeres y
niños con los demás, porque no perdonaron aún a los niños de teta, seiscientos
treinta.
Hacía más grave esta destrucción
la novedad que los romanos usaban: porque osó Floro lo que hombre ninguno
antes había hecho, azotar los nobles y caballeros en su mismo Tribunal, y
después los ahorcó; y aunque éstos eran de su natural judíos, todavía la honra
y dignidad de ellos era romana.
***
Capítulo XV
De otra matanza
y destrucción hecha en Jerusalén.
En este mismo tiempo
el rey Agripa había pasado a Alejandría, por visitar, como huésped, a
Alejandro, enviado por Nerón por procurador y regidor de todo Egipto. Pero su
hermana Berenice, que estaba entonces en Jerusalén, viendo la maldad que los
soldados usaban con los judíos, recibió por ello gran pena y gran tristeza; y
enviando muchas veces los capitanes de su caballería, y algunas otras las
guardas de su propia persona, suplicaba a Floro que cesase y dejase de hacer
tan grandes matanzas.
No teniendo cuenta
Floro, con la muchedumbre de los muertos, y no haciendo caso de cuanto la reina
le rogaba, ni de su nobleza, y teniendo sólo ojo a su ganancia, que se acrecentaba
con los robos que hacían, menosprecióla; y sus soldados también osaron
atreverse contra la reina: porque no sólo mataban a los que le venían al
encuentro, pero a ella misma, si no se recogiera en su palacio, la hubieran
muerto.
Allí pasó toda la noche sin
dormir, puesta muy en orden su guarda, temiéndose le diesen asalto los
soldados. Había ella venido por hacer oración a Dios y cumplir sus votos a Jerusalén:
porque todos los que caen en enfermedad, o en otras necesidades, tienen por
costumbre estar treinta días en oración antes de hacer algún sacrificio, y
abstinencia de beber vino, y raerse la cabeza. Cumpliendo, pues, esta costumbre
la reina Berenice, vino con los pies descalzos delante M tribunal de Floro, por
suplicarle lo que antes había hecho; y además de que no le hizo alguna honra,
estuvo en peligro de perder la vida. Pasaron estas cosas a los dieciséis días
del mes de mayo.
Juntándose después, otro día,
gran muchedumbre de gente en la plaza que arriba dijimos, quejábase a grandes
voces por los que hablan sido muertos, y principalmente de Floro. Temiéndose
la gente principal de esto, y los pontífices rompiendo sus vestiduras y tomando
a cada uno particularmente, pedíanles que no hablasen tales palabras, por las
cuales habían sufrido ya tantos males y daños, rogando a todos que no quisiesen
mover a Floro a mayor indignación. Apaciguóse el pueblo de esta manera, tanto
por reverencia de los que los rogaban, cuanto por la esperanza que tenían que
Floro no volvería otra vez su crueldad contra ellos.
Pesaba mucho a Floro ver el
pueblo apaciguado, y deseando otra vez moverlos en revuelta, mandó que
viniesen delante de él los pontífices y toda la nobleza, y les dijo que para
hacer que no tuviesen ya más revueltas y novedades, solamente veía un remedio,
y era que saliese el pueblo a recibir los soldados que venían de Cesárea, que
eran hasta dos capitanías o compañías de gente; y habiéndose juntado el pueblo
para esto, mandó a los centuriones o capitanes de ellos, que no saludasen a los
judíos cuando les saliesen al encuentro, y que si sintiendo esto hablaban algo
atrevidamente, diesen todos en ellos.
Juntando, pues, el pueblo en el
templo, los pontífices rogaban a todos que saliesen a recibir a los romanos y
que hiciesen su salutación a las compañías que venían, antes que les sucediese
algún mayor daño. Los escandalosos y gente amiga de revueltas no querían
obedecer a estos ruegos y amonestaciones; y todos los demás, por el gran dolor
que tenían de ver tantas muertes como habían malamente cometido, tampoco les
querían obedecer, antes se juntaban con los que estaban aparejados para
revolverlos. Entonces, viendo esto los sacerdotes y levitas, sacaron todos los
ornamentos del templo y todos los vasos sagrados: salieron también todos los
músicos, cantores y órganos, y echábanse delante del pueblo, rogándoles
encarecidamente que concediesen aquello por guardar la honra del templo y por
no mover con injurias a que los romanos les robasen el templo y las cosas
sagradas.
Era cosa de ver los príncipes de
los sacerdotes con las cabezas llenas de ceniza, y rotas las vestiduras de sus
pechos, mostrarlos desnudos, moviendo a todos los nobles, nombrando a cada uno
por su nombre; y otra vez a todo el pueblo juntamente, rogando que no
quisiesen, por un pecado pequeño, entregar su patria a gentes que tanto
deseaban robarlos y darles saco; porque, ¿qué provecho podían sacar los
soldados de que los judíos los saludasen, o qué corrección podían dar a todo lo
que había acontecido, si al presente no se refrenaban y detenían su fuerza?
Mas si, al contrario, recibían
solemnemente a los soldados que venían, quitaban a Floro toda ocasion de
batalla y de revueltas, y ellos salvaban su patria; y además de esto, excusaban
verse en peligro que no experimentasen y sufriesen algo que les fuese peor.
Decían más: que si tanta muchedumbre se juntaba con tan pocos revolvedores,
debía ser esto más para darles consejo de paz, que no de mayor revuelta y escándalo.
Doblegando con estas
amonestaciones y consejos la muchedumbre, amansaron también a los
revolvedores, a unos con amenazas, a otros con su autoridad y reverencia; y
salieron ellos primero, siguiéndoles después todo el pueblo al encuentro y a
recibir los soldados que venían. Acercándose unos a otros, los judíos los
saludaron; y no respondiendo algo los soldados, los judíos revolvedores
comenzaron a decir a voces que todo aquello se hacía por consejo de Floro.
Oyendo esto los soldados, prendiéronlos y comenzaron a apalearlos; y persiguiendo
a los que huían, matábanlos bajo los pies de los caballos. En esta persecución
morían muchos heridos por los romanos, y muchos más bajo los pies, cuando caían
huyendo: y en las puertas se hizo muy grave daño, adonde muchos se ahogaron;
deseando los unos pasar primero que los otros, deteníanse mucho más, y la
muerte de los que caían era muy difícil y penosa, porque morían ahogados y
pisados de todos, y ninguno podía quedar conocido Por sus parientes, para que después
pudiese ser sepultado. Hacíanles también fuerza los soldados sin alguna
templanza, matando a cuantos podían haber; y por la calle o entrada llamada
Bezetha, oprimían la muchedumbre de la gente por apoderarse de la torre Antonia
y del templo.
Alcanzándolos Floro, sacó del
palacio la gente que con él estaba y trabajaba por pasarse a la torre. Pero fué
burlada su fuerza, porque ensañándose el pueblo contra ellos, subíanse por las
techumbres de las casas, y de lo alto, a pedradas, mataban a los romanos; y
siendo vencidos por la muchedumbre de saetas que de allá arriba les tiraban, ni
pudiendo defenderse de la muchedumbre que procuraba pasar por aquellas entradas
muy estrechas, recogiéronse al otro ejército que estaba en el palacio.
Pero temiendo los revolvedores
que sobreviniendo Floro les entrase en el templo y tomase posesión de él,
subiéronse al templo por la torre Antonia y cortaron y derribaron los portales
por donde se juntaba el templo con la torre, por refrenar, ya desesperados, la
grande avaricia de Floro: porque teniendo codicia y gran deseo de los tesoros
sagrados, no trabajase de pasar por la torre Antonia por sólo haberlos.
Viendo cortados y derribados los
medios que había para ello, perdió el ímpetu que traía y quísose reposar, y
convocando todos los principales de los sacerdotes y toda la Corte dijo que él
se salía de la ciudad; pero que dejaba en ella guarnición de gente, tanta
cuanta ellos mismos quisiesen. Respondiendo ellos a esto que ninguna novedad
habría ni menoe se levantaría algo si solamente dejaba una compañía, con tal
que no fuese aquella que poco antes habla peleado y tenidc revuelta con los
ciudadanos, porque el pueblo estaba enojado y muy sentido de lo que de ellos
habían todos sufrido; y mudándoles la compañía según le rogaban, volvióse a
Cesárea con todo el otro ejército.
***
Capítulo XVI
De lo que hizo el tribuno Policiano, y del
razonamiento que Agripa hizo a los judíos, aconsejándoles que obedeciesen a los
romanos.
Inventando otro
consejo nuevo para moverlos a guerra, acusólos delante de Cestio, diciendo cómo
se habían querido rebelar; y mintiendo desvergonzadamente, dijo haber sido
ellos la causa de todo lo que habían padecido.
No callaron los príncipes de
Jerusalén lo que había pasado; antes ellos, juntamente con Berenice, vinieron a
contar y hacer saber a Cestio todo cuanto Floro había hecho en la ciudad
injusta e inicuamente. Tomando él las cartas de ambas partes, aconsejábase con
sus príncipes sobre lo que le convenía hacer: algunos eran de parecer que Cestio
debía venir con su ejército a Judea a vengarse y castigar la rebelión, si había
pasado como se contaba, o asegurar más a los judíos y vecinos naturales de
aquel reino; pero a él le pareció y agradó más enviar delante a uno de los
principales de los suyos, que le pudiese traer certidumbre de los negocios y
consejos de los judíos. Para esto envió un tribuno llamado Policiano, el cual,
viniendo a encontrarse cerca de Pamnia con Agripa, que volvía de Alejandría,
descubrióle a dónde iba, y también la causa por qué era enviado.
Habían trabajado Por hallarse con
ellos los pontífices de los judíos y toda la nobleza y gente de su corte,
haciendo su acatarniento, por renovar los oficios reales. Después que lo
hubieron recibido con la honra y benignidad que les fué posibles quejáronse de
las injurias que les habían sido hechas, con tantas lágrimas cuantas pudieron,
y contáronle la crueldad que había Floro usado con ellos. Aunque la reprendió
Agripa, todavía convirtió sus quejas contra los judíos, de quienes él tenía muy
gran compasión y piedad, con intención de enfrenarlos y apaciguarlos, porque
haciéndoles entender que no habían padecido alguna injuria, perdiesen la
voluntad y deseo que tenían de venganza.
Viendo esto todos los buenos y
los que por conservar sus bienes y posesiones deseaban la paz y reposo común,
entendían claramente que la reprensión del rey estaba llena de toda clemencia.
El pueblo de Jerusalén salió sesenta estadios, que son cerca de siete millas,
afuera, por recibir a Agripa y a Policiano y hacer en ello su deber; pero las
mujeres lamentaban con grandes llantos las muertes de sus maridos; y como las
oyese todo el otro pueblo, comenzó también a llorar, suplicando a Agripa que
tuviese misericordia y compasión en aconsejar a toda aquella gente; decían
también a voces a Policiano que entrase dentro de la ciudad, y que viese lo que
Floro había hecho. Así le mostraron todo el mercado despoblado de gente,
destruídas las casas; y después, por medio de Agripa, persuadieron a Policiano
que él con un solo criado rodease toda la ciudad hasta Siloa, hasta que
conociese y viese claramente con sus ojos, que los judíos obedecían a todos los
otros romanos, y que sólo a Floro contradecían, por la gran crueldad que contra
ellos había usado.
Habiendo, pues, él rodeado la
ciudad y teniendo harto manifiesta señal y experiencia de la mansedumbre del
pueblo, subió al templo, adonde quiso que la muchedumbre del pueblo fuese
llamada, y loando muy largamente la fidelidad de ellos para con los romanos,
habiendo hecho muchas amones taciones para que todos trabajasen en conservar la
paz, adoró a Dios y sus cosas santas; pero no pasó del lugar que la religión de
los judíos le permitía, y acabado todo esto volviáse a Cestio.
El pueblo de los judíos,
convirtiendo sus llantos al rey y a los pontífices, suplicaba que se enviasen
embajadores a Nerón sobre las cosas que Floro había hecho, por que no diesen
ocasión de sospechar haber querido ellos hacer alguna traición, si por ventura
callaban tan gran matanza como habla sido hecha; y parecíales que ciertamente
mostraran haber sido Floro la causa y el comienzo de todo lo hecho; y érale
manifiesto ciertamente que el pueblo no se reposara, si alguno quisiera impedir
o prohibirles que no enviasen esta embajada.
Pareciale a Agripa que
movería envidia contra sí, si él ordenaba embajadores que fuesen a acusar
delante de César a Floro; y por otra parte vela no serle cosa conveniente
menospreciar a los judíos, que estaban ya movidos para hacer guerra; por tanto,
convocó el pueblo en un ancho portal, y poniendo en lo alto a su hermana
Berenice en la casa de los Asamoneos, porque venia ésta a dar encima de aquel
portal, contra la parte más alta de la ciudad, porque el templo se juntaba con
este portal con un puente que había en medio, Hízoles este razonamiento:
«No me hubiera atrevido a parecer delante de vosotros, y mucho menos
aconsejaros lo necesario, si viera que estabais todos prontos y con voluntad de
hacer guerra a los romanos, y que la parte mayor y mejor de todo el pueblo, no
desease guardar y conservar la paz, porque de balde y superfluo pienso yo que
es tratar delante del pueblo de las cosas provechosas, cuando la intención, el
ánimo y el consentimiento de todos es aparejado e inclinado a seguir la peor
parte; pero porque la edad hace algunos de los que estáis presentes ignorantes
y sin experiencia de los males de la guerra, a otros la esperanza mal
considerada de la libertad, algunos se inflaman y encienden con la avaricia,
pensando que cuando todo esté confuso, con la revuelta y confusión se han de
aprovechar y enriquecer, me pareció cosa muy necesaria mostraros a todos
juntamente lo que me parece seros conveniente y provechoso, a fin de que los
que con tal error están, se corrijan y desengañen, y por consejos malos de
pocos, no perezcan también los buenos; por tanto, ruego no me sea alguno
impedimento ni estorbo en lo que diré, aunque no oiga lo que su avaricia pide y
desea, y los que están movidos con ánimo de rebelarse, sin que haya esperanza
de poder ser revocados a otro parecer, muy bien podrán permanecer, después de
mi habla y consejo, en su determinación y voluntad; pero si todos juntamente no
me conceden licencia y silencio para hablar, serán causa que no me puedan oír
aquellos que tanto lo desean.
"Sabido tengo haber muchos
que encarecen las injurias recibidas por los gobernadores de las provincias, y
levantan trágicamente con loores la libertad. Antes que yo me ponga a mirar y
descubriros quiénes seáis y cuáles vosotros, y quiénes aquellos contra los
cuales presumís de emprender guerra, quiero hacer una división de las causas
que vosotros pensáis estar muy juntas, porque si pretendéis vengaros de los que
os han injuriado, ¿qué necesidad hay de ensalzar con tan grandes loores la
libertad? Y si os parece que el estar sujetos es cosa indigna que se sufra, de
balde juzgo que es quejaros de los regidores, porque por muy moderados que sean
con vosotros, no será por esto menos torpe y feo estar en servidumbre. Pues
considerad ahora cada cosa particularmente, y conoced cuán pequeña causa y ocasión
tengáis para moveros a guerra. Considerad primero los errores y faltas de los
regidores: debéis saber que los poderosos han de ser honrados y no tentados con
riñas e injurias; mas si queréis pesar tantos pecados tan pequeños, movéis
ciertamente contra vosotros aquellos a quienes injuriáis, de tal manera, que
los que antes secreta y escondidamente y con vergüenza os dañaban, son después
movidos a robaros y dañaros pública y seguramente.
"No hay cosa que tanto
detenga y reprima las aflicciones, corno es la paciencia y quietud de aquellos
a los cuales es hecho el daño, y tanto avergüence y ponga en confusión a los
que de él suelen ser causa; pues poned por caso que los enviados por regidores
a las provincias son muy molestos y muy enojosos; no por eso debéis echar la
culpa a los romanos, y decir que ellos os injurian, ni a César tampoco, contra
quien queréis ahora mover guerra. No debéis creer que por su mandato sea malo
alguno de los que os envía por gobernadores, ni pueden ver los que están en
Occidente lo que se hace en Oriente, ni aun tampoco allá se puede oír ni saber
fácilmente lo que por acá se trata; y así seria una cosa muy importuna moverse
con pequeña causa contra tan grandes señores, pues ellos no saben las cosas de
que nos quejamos.
"De los daños que nos han
sido hechos, fácilmente tendremos enmienda y corrección, porque no tendrá
siempre este Floro la administración de esta provincia, antes es cosa creíble
que los que le sucederán serán más modestos y mejor regidos; mas la guerra, si
una vez es comenzada, no es tan fácil dejarla ni tampoco sostenerla. Los que
son tan sedientos de la libertad, debieran primero trabajar y proveer en
guardarla y conservarla, porque la novedad de verse en servidumbre suele ser
muy importuna y molesta, y por no venir a ella parece ser justa cosa emprender
la guerra; pero aquel que ya una vez está sujetado y después falta, más parece,
cierto, esclavo rebelde y contumaz, que no amador de libertad. Por esto se
debió hacer todo lo posible por que no fueran recibidos los romanos, cuando
Pompeyo comenzó a entrar en este reino y provincia.
"Nuestros antepasados y sus
reyes, siendo en dineros, cuerpos y ánimos, mucho más poderosos y valerosos que
vosotros, no pudieron resistir a una pequeña parte del poder y fuerza de los
romanos; y vosotros, que habéis recibido esta obediencia y sujeción, casi como
herencia, y sois en todas las cosas menores y para menos que fueron los que
primero les obedecieron, ¿pensáis poder resistir contra todo el imperio romano?
'Tos atenienses, que por la
libertad de la gente griega dieron en otro tiempo fuego a su propia patria, y
persiguieron muy gloriosamente, cerca de Salamina la pequeña, a Jerjes, rey
soberbísimo, huyendo con una nao, el cual por las tierras navegaba, y caminaba
por los mares, cuya flota y armada a gran pena cabía en la anchura de la mar, y
tenía un ejército mayor que toda Europa; los atenienses, que resistieron a
tantas riquezas de Asia, ahora sirven a los romanos y les son sujetos, y
aquella real ciudad de Grecia es ahora administrada por regidores romanos. Los
lacedemonios también, después de tantas victorias habidas en Termópila y
Platea, y después de haber Agesilao descubierto y señoreado toda el Asia,
honran y reconocen a los romanos por señores. Los macedonios, que aun les
parece tener delante a Filipo y a Alejandro, prometiéndoles el imperio de todo
el mundo, sufren la gran mudanza de las cosas y adoran ahora aquéllos, a los
cuales la fortuna se pasó y tanto favorece.
"Otras muchas gentes hay
que, siendo mucho mayores y confiadas en mayor fuerza para conservar su
libertad, las vemos todavía ahora reconocer y se sujetan en todo a los romanos;
¿y vosotros solos os afrentáis y no queréis estar sujetos a los romanos, cuya
potencia veis cuánto domina? ¿En qué ejércitos o en qué armas os confiáis? ¿A
dónde tenéis la flota y armada que pueda discurrir por el mar de los romanos?
¿A dónde están los tesoros que puedan bastar para tan grandes gastos? ¿Por
ventura pensáis que movéis guerras contra los árabes o egipcios? ¿No consideráis
la potencia del imperio romano? ¿No miráis para cuán poco basta vuestra fuerza?
¿No sabéis que muchas veces vuestros propios vecinos os han vencido y preso en
vuestra ciudad?
"Mas la virtud
y poder invencible de los romanos pasa por todo el mundo, y aun algo más han
buscado de lo contenido en este mundo, porque no les basta a la parte del
Oriente tener todo el Eufrates, ni a la de Septentrión el Istro o Danubio, ni
les faltan por escudriñar los desiertos de Libia hacia el Mediodía, ni Gades al
Occidente; mas aun además del océano buscaron otro mundo y vinieron hasta las
Bretañas, que es Inglaterra, tierras antes no descubiertas ni conocidas, y allá
pasaron su ejército. Pues qué, ¿sois vosotros más ricos que los galos, más
fuertes que los germanos y más prudentes y sabios que los griegos? ¿Sois por
ventura más que todos los del mundo? ¿Pues qué confianza os levanta contra los
romanos?
»Responderá alguno, diciendo que
servir es cosa muy molesta y enojosa. ¿Cuánto más molesto será esto a los
griegos, que parecían tener ventaja en nobleza a todos los del universo y y
poco ha que eran señores de una provincia tan grande y tan ancha, que ahora
obedecen y están sujetos a seis varas que se suelen traer delante de los
cónsules romanos? A otras tantas obedecen los macedonios, los cuales, por
cierto más justamente que vosotros, podrían defender su libertad. ¿Pues qué
diremos de quinientas ciudades que hay en el Asia? ¿Por ventura no obedecen
todas a un gobernador sin gente alguna de guarnición, y están sujetos todos a
una vara del cónsul romano? ¿Pues para qué me alargaré en contar y hacer
mención de los heniochos, de los colchos y de los que viven en el monte Tauro?
Y los bosforanos, las naciones que habitan en la costa del mar del Ponto y las
gentes meóticas, las cuales en otro tiempo ningún señor conocían aunque fuese
natural, y ahora están sujetos a tres mil soldados, y cuarenta galeras guardan
pacifica la mar que no solía ser antes navegable. Pues, cuán grande y cuán
poderosa era Bitinia y Capadocia, y la gente de Panfilia, la de Lidia y la de
Cilicia. ¿Cuántas cosas podrían todas hacer por su libertad? Ahora las vemos
que pagan sus tributos todas, sin que fuerza de armas les obligue a ello.
»Pues ¿y los de Tracia? Estos
poseen una provincia que apenas se puede andar la anchura en cinco días, y en
siete lo que tiene de largo; tierra más áspera y fuerte que la vuestra, la cual
detiene los que allá pasan con el hielo tan grande; ahora obedecen a los
romanos con dos mil hombres que hay allá de guarnición. Después de éstos, los
de Dalmacia y los ¡líricos, que viven junto al Istro, también están sujetos con
solas dos compañías de soldados que están allá, con las cuales se defienden de
los de Dacia: pues los mismos de Dalmacia, que trabajaron tanto por guardar y
conservar su libertad siendo muchas veces presos, se rebelaron una vez con muy
gran furia, y ahora viven reposados en sujeción de una legión de romanos.
»Pero sí algunos había que
tuviesen causas y razones para moverse a defender su libertad, eran los galos,
por estar naturalmente proveídos de tantos amparos y defensas, porque por la
parte del Oriente tienen los Alpes, por la de Septentrión tienen el rio Rhin,
por la del Mediodía los montes Pirineos, y por la parte occidental el ancho
Océano; pero con toda esta defensa, y siendo tan populosa, que tiene
trescientas quince naciones diversas en si, y siendo tan abundosa de fuentes
que casi la riegan toda, lo cual es gran felicidad doméstica, todavía están
sujetos a los romanos y les pagan pechos, y tienen puesta toda su dicha y
prosperidad en la de los romanos, no por flojedad de ánimos ni por falta de
nobleza de linaje, pues han peleado y hecho guerra por la libertad más de
ochenta años; pero maravillados de la fuerza de esta gente y de la fortuna y
prosperidad de los romanos, los han temido, porque con ella han muchas veces
alcanzado mucho más que no con las guerras, y. finalmente, están sujetos a mil
doscientos soldados, teniendo casi mayor número de ciudades.
»Ni a los iberos pudo bastar el
oro que les nace en los ni las guerras que hacían por su libertad, ni les en
tan apartada de Roma por tierra y por mar, como eran los lusitanos y belicosos
cántabros, ni la vecindad del mar Océano, que aun a los que moran cerca de él
es terrible y espantoso con sus bramidos; los romanos pusieron a todos en su
sujeción, alargando las armas y extendiendo su poder más allá de las columnas
de Hércules: pasaron cual nubes por las alturas de los Piríneos, los cuales
sujetaron a su imperio. Y de esta manera a gente tan belicosa y tan apartada,
según arriba dijimos, les basta ahora una legión para tenerlos domados.
»¿Quién de vosotros no ha oído
hablar de la muchedumbre de los germanos? La fortaleza y grandor de sus
cuerpos, según pienso, todos la habéis visto muchas veces, porque los romanos
los tienen en todas partes cautivos, los cuales poseen unas regiones tan
espaciosas y grandes, y tienen mayores ánimos que los cuerpos, y no temen la
muerte, y son más vehementes en la ira e indignación que las bestias fieras;
todavía tienen ahora el Rhin por término, y son domados por ocho legiones de
romanos; y los que están presos y sirven como esclavos, y toda la otra gente
pone su salud en la huida y no en las armas. Considerad, pues, también ahora
los muros de los britanos, vosotros que tanto confiáis en los de Jerusalén.
Aquéllos están rodeados con el océano, y su tierra es casi tan grande como la
nuestra; y los romanos con sus navegaciones los han sujetado, y cuatro legiones
de gente romana guardan y tienen en paz una isla de tanta grandeza.
»Pero ¿qué necesidad hay de más
palabras, pues vemos que los partos, gente tan belicosa y que mandaba antes a
tantos pueblos, abundosos de tantas riquezas, envían ahora rehenes a los
romanos, y vemos que toda la principal nobleza del oriente sirve ahora en Italia
con nombre y muestras de paz?
»Pues que todos los que viven
debajo del cielo temen y honran las armas de los romanos, ¿queréis vosotros
solos hacerles guerra? ¿No consideraréis el fin que han tenido los
cartagineses, los cuales, glori5ndose con aquel gran Aníbal, y descendiendo
ellos de la generación y cepa de los de Fenicia, fueron todos vencidos y
derribados por Escipión?
»Ni los cireneos descendiendo de
Lacedemón; ni los marmaridas, cuyo poder se ensanchaba hasta aquellos
desiertos solos y secos; ni los terribles y valerosos sirtas, los nasamones y
mauros, ni la muchedumbre del pueblo de Numidia impidieron ni estorbaron el
poder y virtud de los romanos.
»Mas la tercera parte del mundo,
en la cual hay tantas naciones que no se podrían ligeramente contar, rque desde
el mar Atlántico y las columnas de Hércules hasta el mar Bermejo, en diversos
lugares hay infinito número de etiopes, todavía la tomaron toda por armas; y
además del trigo y provisión que cada año envían a los romanos, pagan también otro
tributo, y sirven de voluntad con otros gastos al imperio: no tienen por cosa
de afrenta hacer cuanto la es mandado, como vosotros, y no hay con todos ellos
más de una legión romana.
»Pero ¿qué necesidad hay de tomar ejemplos tan de lejos para
declarar la potencia de los romanos? Podéisla ver y conocer claramente con
ejemplo de Egipto vecina vuestra, porque alargándose esta tierra hasta la
Etiopía y hasta la fértil y feliz Arabia, y siendo también cercana a la India,
pues confina con ella, teniendo setecientos cincuenta millones de gentes, sin
el pueblo de Alejandría, paga muy de voluntad sus tributos, la cantidad de los
cuales fácilmente se puede estimar por el número de la gente; y no se afrentan
ni se tienen por indignos de estar sujetos al imperio romano, aunque sea
incitada a rebelión de Alejandría, abundosa de gentes y riquezas, y no menor en
grandeza, porque tiene de largo treinta estadios, y de ancho no menos de diez;
paga mes que pagáis vosotros cada año, y además del dinero provee de pan a los romanos
por espacio de cuatro meses. Está fortalecida por todas partes, o de desierto
nunca andado, o de mar adonde no se puede tomar puerto, o de rios y lagunas;
mas ninguna cosa de éstas fué tan fuerte como a fortuna de los romanos, porque
dos legiones que quedan en la ciudad refrenan a Egipto y a toda la nobleza de
Macedonia.
»¿Pues a quiénes tomaréis por
compañeros para la guerra? Todos los que viven en el mundo habitable son
romanos, o a ellos sujetos, si no es que alguno de vosotros extienda sus esperanzas
más allá del Eufrates, y piense que la gente de los adiabenos, por ser de su
parentesco, le ha de venir a ayudar. Mas éstos no querrán por una cosa sin
razón envolverse en una guerra tan grande; y aunque quisiesen hacer cosa tan
afrentosa, no se lo consentirían los partos, porque cuidan de guardar la
amistad que tienen con los romanos, y pensarán ser rota la confederación si
alguno de los que están sujetos a su imperio y mando intentaba guerra contra
los romanos. Pues no hay otra ayuda ni socorro sino el de Dios; mas a éste
también le tienen los romanos, porque sin ayuda particular suya, imposible
sería que ‑imperio tal y tan grande permaneciese y se conservase.
"Considerad también cuán
difícil cosa será en la guerra guardar bien vuestra religión, a que tanta
afición tenéis, aunque tuvieseis guerra con hombres de mucho menos poder que
vosotros, y que traspasándola ofendéis a Dios, pensando que por ella os ha de
ayudar; porque si queréis, según la costumbre, guardar los sábados sin daros a
alguna obra, seréis fácilmente presos. Así lo han experimentado vuestros
antepasados cuando Pompeyo trabajó por pelear principalmente en estos días, en
los cuales los que eran acometidos estaban en reposo. Y si en la guerra
quebrantáis la ley de vuestra patria, no sé por qué peleáis por lo que resta.
Vuestro intento ahora no es más que hacer que no sean quebrantadas las leyes de
vuestra patria. ¿De qué manera, pues, osaréis llamar e invocar a Dios que os
ayude, si violáis de vuestra voluntad la honra que todos le debéis tan
debidamente? Todos los que emprenden hacer guerra o confían en el socorro y
ayuda de Dios, o en el poder y fuerzas humanas, cuando ambas cosas para acabar
les faltan, los que quieren pelear, sin duda van a caer en manifiesto
cautiverio por su propia voluntad. ¿Pues quién os vedará que no despedacéis
vuestros propios hijos y mujeres con vuestras propias manos, y que no deis
fuego y abraséis a vuestra patria tan querida y tan amada?.
»Lo menos que ganaréis, si ponéis
por obra tal locura, será la afrenta y daño que suele suceder a los vencidos.
Más vale, ¡oh amados amigos míos! y es mejor guardarse de la tempestad que está
por venir, entretanto ¡que la nao está en el puerto, que no temblar cuando ya
estáis en trabajo en medio de la tempestad; porque los que caen en males sin
pensarlos y sin proveerse para ello, parecen dignos algún tanto que de ellos se
tenga lástima y compasión; pero los que se echan en peligros manifiestos,
dignos son de toda reprensión e injuria. Si ya no piensa por ventura alguno de
vosotros que los romanos se atarán a pactos y condiciones peleando, o que se
moderarán saliendo vencedores, y que, por dar ejemplo a todas las naciones, no
pondrán fuego en esta ciudad sagrada, y darán muerte a toda la generación de
los judíos; que quedaréis vivos después de esta guerra, no tendréis algún lugar
adonde recogeros: teniendo ya los romanos a todas las naciones y gentes sujetas
a su imperio, o teniendo todas las demás miedo muy grande de quedarles sujetas.
»Y no estaréis vosotros solos en
peligro, mas también todos los judíos que viven en las otras ciudades, porque
no hay pueblo en todo el universo adonde no haya algunos de vuestra gente; los
cuales todos, sin duda, si vosotros os rebelarais, por muerte muy cruel serán
acabados; y por consejos malos de muy pocos hombres, serán bañadas todas las
ciudades con sangre de los judíos. Los que tal hicieren, quedarán excusados,
por ser a ello por vuestra falta forzados; y aunque dejaran de ejecutar tal
cosa, poneos a considerar cuan impía cosa sea mover guerra contra gente tan
benigna.
»Tened, pues, compasión y
misericordia; si no la tuviereis de vuestros hijos y mujeres, a lo menos de
esta ciudad que se llama la madre de las ciudades de vuestra región. Conservad
los muros sagrados y los santos lugares, y guardad para vosotros el templo y
Santa sanctorum, porque venciendo los romanos, no dejarán de poner mano en todo
esto, pues que no les ha sido agradecido lo que la primera vez les han
conservado.
»Yo protesto a todas cuantas
cosas tenéis santas y sagradas, y a todos los ángeles de Dios y a la común
patria de todos, que no os he dejado de aconsejar todo lo que me pareció seros
conveniente. Si vosotros determinarais lo que es justo y razonable, tendréis
paz y amistad conmigo; pero si estáis pertinaces en vuestra saña y determináis
pasar adelante, sin mí os pondréis a todo peligro.»
Habiendo acabado su razonamiento
delante de su propia hermana, que cerca de él estaba, comenzó a llorar, y con
sus lágrimas quebrantó y venció gran parte del ímpetu que tenían, y daban voces
diciendo que ellos no movían guerra contra los romanos, sino solamente contra
Floro, por lo que de él habían padecido.
Respondióles el rey Agripa:
"Las obras son tales como si peleaseis contra los romanos; pues no habéis
pagado el tributo que debéis a César, y habéis puesto fuego a los portales de
la torre Antonia. Cubriréis la causa y sospecha de vuestra rebelión, si los
volvéis a rehacer, y si os dais prisa de pagar los tributos, porque esta
fortaleza no es de Floro, ni tampoco daréis a él los dineros."
Siguió el pueblo estos consejos y
viniendo al templo con el rey y con su hermana Berenice, comenzaron luego a
edificar aquellos portales. Y los príncipes y decuriones distribuyéronse por
toda la región, y trabajaban en recoger y Juntar el tributo; y así juntaron en
breve tiempo cuarenta talentos, porque‑ tanto restaban deber. De esta manera
quitó e impidió Agripa la guerra que se aparejaba, y después trabajaba por
persuadirles que obedeciesen a Floro hasta tanto que César proveyese de otro gobernador.
Encendióse tanto la ira del
pueblo contra el rey por esto, que no pudiendo dejar de decirle muchas
injurias, echáronlo luego de la ciudad, y atreviéronse también algunos de los
revolvedores y amigos de contiendas a tirarle piedras, viendo el rey el ímpetu
tan grande de aquella gente y que era imposible apaciguarlos, quejándose de la
injuria que le había sido hecha, envió los príncipes y poderosos de los judíos
a Floro, en Cesárea, para que él escogiese de todos ellos quienes quisiese que
recogiesen el tributo, y él partióse para su reino.
***
Capítulo XVII
En el cual se trata cómo comenzaron los judíos a rebelarse contra los
romanos.
En este mismo
tiempo, juntándose algunos de los que revolvían el pueblo y movían la guerra,
entraron con fuerza y secretamente en una fortaleza que se llamaba Masada, y
mataron a todos los romanos que hallaron dentro, y pusieron otra guarda de su
gente.
En el templo de Jerusalén había
un hombre, llamado por nombre Eleazar, hijo del pontífice Ananías, mancebo muy
atrevido, capitán en aquel tiempo de los soldados, que persuadió a los que
servían en los sacrificios que no recibiesen algún don y ofrenda de hombre
nacido que no fuese judío. Esto era ya principio y materia para la guerra de
los romanos, porque desecharon el sacrificio al César que se solía ofrecer por
el pueblo romano. Y aunque rogaban los pontífices y la otra gente noble que
allí estaba que no dejasen aquella buena costumbre que tenían de rogar por los
reyes, no quisieron los judíos consentir en ello, confiándose mucho en la
muchedumbre del pueblo.
Acrecentábales la voluntad que
tenían, ver la fuerza de los que deseaban revueltas y novedades; y tenían
también muy gran cuenta con Eleazar, que era en este mismo tiempo príncipe,
como hemos dicho.
Juntáronse, pues, todos los
poderosos con los pontífices y con los más nobles de los fariseos; y viendo los
grandes males que se recrecían para la ciudad, determinaron experimentar los
ánimos de los escandalosos y revolvedores; y juntada la muchedumbre del pueblo
delante de la puerta que llaman de Cobre (estaba ésta en la parte interior del
templo, hacia el Oriente), quejáronse mucho de la materia y loca rebelión, y
que movían tan gran guerra contra su patria. Reprendían también la sinrazón que
a ella les movía, diciendo que sus antepasados ordenaron su templo con muchos
dones y presentes de gentiles, y recibieron dones de los pueblos extranjeros; y
que no sólo no hablan prohibido los sacrificios de alguno, porque esto fuera
cosa muy impía, mas aun los pusieron por ornamento y honra del templo, a donde
se pudiesen ver y conservar hasta el tiempo presente, y que ahora los que
querían incitar y mover las armas romanas y hacer guerra contra ellas, les
ordenaban nueva religión; y harían que con peligro su ciudad fuera tenida por
impía si prohibían que ningún extranjero que no fuese judío pudiese sacrificar
en ella, ni permitían llegar a hacer oración.
Y si esta ley se hubiese de
guardar contra una persona privada, podríamos acusar ciertamente de inhumanos;
pero con esto los romanos son menospreciados y afrentados, y César es tenido y
juzgado por hombre prófano.
Por tanto, es de temer que los
que desechan los sacrificios que se hacen por los romanos, sean prohibidos
después de sacrificar por sí mismos; y que sea sacada esta ciudad del lugar y
principado que ahora tiene, si no mudaren su propósito y sacrificaren luego,
antes que la fama de tan grande atrevimiento se divulgue en presencia de
aquellos a quienes la injuria ha sido hecha.
Diciendo estas cosas, poníanles
delante los que más y mejor sabían las costumbres de sus padres antiguos, y a
los sacerdotes, porque todos contasen de qué manera y cómo hablan recibido sus
antepasados los sacrificios y dones de gentes extranjeras.
Mas ninguno de aquellos que
deseaban las revueltas y la guerra, quería escuchar ni entender lo que se
decía, ni los ministros del altar venían allí, dando ya casi materia para la
guerra.
Viendo, pues, toda la nobleza que
estaba ya el pueblo tan levantado y tan movido para la guerra, que no podía ya
ser en alguna minera con su autoridad refrenado, y que ellos habían de padecer
el peligro de las armas romanas primero que el pueblo, trabajaban todo lo
posible en disminuir las causas que para ello tenían; y así, enviaron a Floro
otros embajadores, de los cuales era el principal Simón, hijo de Ananías, y
enviaron otros a Agripa; de éstos eran principales Saulo, Antipas y Costobano,
todos parientes muy cercanos del rey.
Rogaban a entrambos muy
humildemente que recogiesen sus ejércitos, viniesen contra la ciudad de
Jerusalén, y apaciguasen la revuelta, quitando aquellos escándalos tan grandes
que se movían, antes que el mal se hiciese insufrible e irremediable. A Floro
fué esto corno buena nueva; y queriendo encender más la guerra, no dió respuesta
a los embajadores. Mas Agrípa, mirando igualmente por la una y otra parte, a
saber los judíos que se rebelaban, y los romanos, contra quienes la guerra se
movía, queriendo conservar los judíos debajo del imperio y potencia romana, y
queriendo conservar para lo judíos el templo y la patria, sabiendo muy bien que
no le convenía a él esta revuelta, envió en ayuda del pueblo tres mil de a
caballo de los auranitas, bataneos y traconitas, dándoles por capitán a Darío,
y por general a Filipo, hijo de Jachino.
Con la venida de éstos, todos los
principales con los sacerdotes y todos los otros que deseaban y procuraban la
paz, pusiéronse en la parte más alta de la ciudad, porque la baja y el templo
estaban en poder de los sediciosos. Usaban ambas partes de dardos y de hondas,
tirando sin cesar; tirábanse muchas saetas continuamente; algunas veces salían
algunos con asechanzas y escaramuzaban de muy cerca.
Los revolvedores eran más
atrevidos; pero los del rey eran mucho más ejecitados en las cosas de la
guerra: tenían éstos muy determinado de ganar el templo y echar de él aquellos
que tanto lo profanaban. Los sediciosos y revolvedores que estaban de la parte
de Eleazar, pretendían, además de lo que ya poseían, ganar la parte alta de la
ciudad y combatirla. Duró la matanza de ambas partes, muy grave, siete días,
sin que alguna de ellas perdiese su lugar: Viniendo después aquella festividad
que se llama Xilolfonia, en la cual tienen de costumbre todos traer y juntar
gran cantidad de leña en el templo, por que no falte jamás la materia para el
fuego, el cual conviene que siempre esté ardiendo sin apagarse, no quisieron
recibir a sus contrarios en aquella honra y culto, antes los desecharon con
gran afrenta, y por medio del pueblo que no estaba armado entraron con ímpetu;
muchos de aquellos matadores o sicarios, que así llaman a los ladrones que llevan
en los senos los puñales escondidos, aunque hallaban gran resistencia, no
dejaron de proseguir lo que habían comenzado; y los del rey fueron vencidos
por la muchedumbre Y su osadía, y se retrajeron a la parte más alta de la
ciudad, la cual acometieron luego los rebeldes, y pusieron fuego a la casa del
pontífice Ananías, y en el palacio de Agripa y de Berenice.
Después de esto dieron también
fuego a las arcas a donde estaban todas las escrituras de los deudores y
acreedores, por que no quedase algo por donde se pudiesen saber las deudas,
por atraer así la muchedumbre de los deudores, y para dar libre poder y
facultad a los pobres de levantarse contra los ricos; y huyendo los guardas de
las escrituras públicas, echaron fuego a las casas, y quemado lo principal y
más fuerte de la ciudad, comenzaron a perseguir a sus enemigos.
Salváronse algunos de los nobles
y pontífices, escondiéndose en los albañares y lugares sucios; y algunos, con
los del rey, recogiéronse en lo alto del palacio, cerrando con diligencia y
cubriendo muy bien las puertas. Entre éstos estaban también el pontífice
Ananías y su hermano Ecequías, y los que dijimos haber sido enviados a Agripa
por embajadores. Contentos entonces con la victoria y con lo que habían quemado
y destruído, cesaron.
Otro día después, que eran a los
quince de agosto, dieron asalto a la fortaleza Antonia, y habiéndola tenido
cercada por espacio de dos días, la tomaron y mataron a cuantos había dentro,
y después pusieron fuego a todo. De aquí pasaron luego al palacio, a donde se
habían recogido los soldados del rey, y partiendo su campo en cuatro partes,
trabajaban en echar a tierra los muros. De los que dentro estaban, ninguno osaba
salir a resistirles por la muchedumbre de los enemigos; mas repartiéndose por
las fuerzas y torreones, mataban de allí a sus enemigos y derribaban de esta
manera muchos de aquellos ladrones.
No cesaban de pelear ni de día ni
de noche, porque pensaban los revoltosos constreñir a los que estaban en aquel
fuerte a desesperación por falta de mantenimiento, y los del rey creían que los
enemigos no hablan de sufrir tanto trabajo.
En este medio había un hombre llamado Manahemo, hijo de aquel Judas
Galileo, sofista muy astuto, que antes, siendo Cirenio gobernador, había
injuriado y echado en el rostro a los judíos que, después de Dios, eran sujetos
a los romanos. Tomandodo consigo algunos de los nobles, caminó a Masada, a
dónde estaban todas las armas del rey Herodes, y quebrando las puertas, armó
con gran diligencia la gente del pueblo y algunos ladrones con ellos, y
volvióse con todos, como con gente de su guarda, a Jerusalén. Haciéndose
principal de la revuelta, aparejaba a cercarla y tomarla. Y como tenía falta
cavar los muros por los dardos que de arriba los enemigos le echaban, comenzó a
cavar de muy lejos un minero hasta llegar debajo de una torre, y pusieron
leños muy fuertes que la sostuviesen, y después, poniéndoles fuego, salieron.
Quemados los leños, luego la torre cayó; mas luego se vió otro muro edificado
por dentro; porque los del rey, sabiendo antes y sintiendo bien lo que los
enemigos hacían, y también, por ventura, por el temblar de la tierra,
edificaron con diligencia :otro muro. Con esto, los que los combatían y
pensaban haber de ser presto vencedores, con ver el muro nuevo quedaron muy
espantados y aflojados. Pero los del rey enviaban a suplicar a Manahemo y a los
otros príncipes de aquella revuelta que los dejasen salir de allí.
Habiendo acordado y consentido
Manahemo esto solamente a los del rey y a los de su religión, partieron luego.
A los romanos, porque quedaron solos, faltó el ánimo, porque no tenían igual
fuerza para tanta muchedumbre de gente, y rogarles que los dejasen salir, teníanlo
por cosa de afrenta, y aun no lo tenían por seguro, aunque les fuese concedido.
Dejando, pues, el lugar de abajo que se llama Estratopedon, como que era fácil
de tomar, recogiéronse a las torres del palacio, de las cuales la una se
llamaba Hípicos, la otra Faselo, y la tercera Mariarnma.
La gente que estaba con Manahemo
dió luego en aquellos lugares, de los cuales los soldados habían huido; pasando
a cuchillo a cuantos hallaban y robando todo el otro aparejo que hallaron,
quemaron todo el Estratopedon. Todo esto fué hecho a los seis del mes de
septiembre.
***
Capítulo XVIIII
De la muerte del Pontífice Ananías, de la de Manahemo y de los
soldados romanos.
El día siguiente fué preso
el pontífice Ananías, que estaba escondido en los albañales de la casa del rey
con su hermano, y ambos fueron muertos por los ladrones; y cercando las torres
con diligencia los sediciosos, trabajaban para que ningún soldado pudiese salir
de sus manos.
Ensoberbecióse Manahemo con ver
destruidas aquellas plazas fuertes y con la muerte del pontífice, de tal manera
y con tanta crueldad, que pensando no tener ya en el mundo hombre que se le
igualase, era insufrible tirano. Levantáronse entonces dos compañeros de
Eleazar y hablaron entre sí de que a los que se habían rebelado contra los
romanos por guardar su libertad, no convenía darla a un hombre privado y
sufrirlo por señor, el cual, aunque no les hacía fuerza, era más bajo que
ellos, y si era menester que uno fuese el superior de todos, que a cualquier
otro convenía más que a Manahemo. Habiendo acordado esto, arremeten contra él
en el templo, a donde habla venido con muy gran fausto por hacer su oración,
vestido como rey, acompañado de todos sus parciales muy armados. Y corno los
que estaban con Eleazar se volvían contra él, arrebató todo el otro pueblo
piedras y apedrearon al sofista, pensando que, después de muerto, se
apaciguaría toda aquella revuelta. Trabajaban en resistirles algún tanto los de
su guarda, pero cuando vieron venir contra sí tan gran muchedumbre de gente,
cada uno huyó por donde pudo. Así, mataban a cuantos podían hallar, y buscaban
también a cuantos se escondían; algunos huyeron a Masada, con los cuales fué
Eleazar, hijo de Jayro, muy cercano de Manahemo en linaje, el cual también
después fué tirano en Masada. Habiendo Manahemo huido hacia un lugar que se
llama Ophias, escondióse allí secretamente; prendiéronlo y sacáronlo a lugar
público, y con muchos géneros de tormento lo mataron. Mataron también toda la
gente principal de m parte y que vivía con él, y al principal favorecedor de su
tiranía, llamado por nombre Absalomón.
Ayudó en esto, como arriba dije,
el pueblo, creyendo que había de ser aquello para corrección de aquellas
revueltas. Pero éstos no mataron a Manahemo por refrenar con su muerte la
guerra, antes por tener mayor licencia y facultad para ella. Y cuanto más el
pueblo les rogase que dejasen de hacer fuerza a los soldados, tanto más se
hacían en ello más pertinaces, hasta que no pudiendo ya resistirles más,
Metelio, capitán de los romanos, y los demás, enviaron a suplicar a Eleazar que
les dejase solamente sus vidas y que les tomase las armas y todo lo que tenían,
pues de voluntad lo querían entregar.
Aceptando el concierto,
volviéronles a enviar luego, a la hora, a Gorión, hijo de Nicodemus, y a
Ananías Saduceo, y a Judas, hijo de Jonatás, para que les diesen las manos y
jurasen que lo harían. Hechas estas cosas, salió Metelio con sus soldados, y
mientras los romanos tuvieron las armas, ninguno hubo de los malos y
revolvedores que moviese contra ellos algún engaño; pero después que dejaron
sus espadas y escudos, y todas las armas, según hablan prometido, y se iban sin
más pensar en algo, los de la guarda de Eleazar arremetieron contra ellos y
mataban a cuantos prendían sin que les resistiesen ni suplicasen por sus vidas,
dando gritos solamente que a dónde estaban los juramentos y palabras que les
habían hecho y prometido.
Fueron, pues, éstos muertos
cruelmente, excepto Metelio, al cual solo perdonaron y. dejaron en vida por
muchos ruegos que hizo, prometiendo que se circuncidarla y viviría como judío.
Poco fué el daño que los romanos
recibieron, porque de los ejércitos grandes que había, pocos fueron los
muertos; Pero parecía ser esto principio de la cautividad de los judíos. Viendo
ser ya grandes las causas de la guerra, y que la ciudad estaba ya llena de
grandes maldades, que no podía tardar la venganza divina, aunque no temieran la
de los romanos, lloraban todos públicamente, y la ciudad estaba muy triste y
acongojada. Los que querían la paz y reposo de todos estaban perturbados y muy
amedrentados, pensando que habían de pagar justos por pecadores; porque habían
sido hechas y cometidas aquellas muertes en día de sábado, en el cual día, por
su religión, suelen cesar todos, no sólo de lo que no les es licito, pero de
las obras también buenas y santas.
***
Capítulo XIX
Del estrago y matanza grande de los judíos, hecho en
Cesárea y en toda Siria.
Al mismo día y a la
misma hora los de Cesárea mataron, como por cierta divina providencia, a
cuantos judíos allí vivían, de manera que murieron en un mismo tiempo más de
veinte mil hombres y quedó vacía de todos los judíos la ciudad de Cesárea;
porque aun aquellos que hablan huido, fueron presos por Floro, y todos muertos
en la plaza donde suelen esgrimir.
Después de esta matanza la gente
se volvió más fiera, y esparciéndose los judíos, destruyeron muchos lugares y
muchas ciudades, de las cuales fueron Filadelfia, Gebonitis, Gerasa,, Pela y
Escitépolis. Entráronse después por Gadara y Filipón destruyendo los unos y
quemando los otros: pasaron por Cedasa de los Tirios, por Ptolemaida y por Gaba
y veníanse derechor, a Cesárea.
No pudo resistirles ni Sebaste ni
Ascalón; pero habiendo destruido y quemado todas éstas, derribaron también a Gaza
y la ciudad de Anthedón.
Hacíanse grandes robos en los
fines y términos de estas ciudades, tanto en los lugares y aldeas como en los
campos, y se hacía matanza en los varones que se tomaban presos.
No hicieron menor daño en los
judíos los siros, pues tomaron presos los que moraban en las ciudades, y los mataban:
y esto no sólo por la ira y odio antiguo que contra ellos tenían, pero también
por evitar y guardarse del peligro que parecía estar ya muy cerca. Estaba,
pues, toda Siria muy revuelta, y cada ciudad dividida en parcialidades; la
salud de entrambas era trabajar en adelantarse y anticiparse en dar la muerte a
la parte contraria: los días se gastaban en derramar sangre de hombres, y el
temor hacía las noches muy molestas; porque aunque echaban a los judíos,
todavía eran forzados a tener sospecha de otra mucha gente que judaizaba; y por
parecerles esto dudoso, no les parecía cordura matarlos tan temerariamente y
sin razón. Por otra parte, viéndolos tan mezclados en su religión, eran
forzados a temerles como si fuera gente extraña.
La avaricia movía a muchos, que
antes eran modestos, a dar muerte a sus contrarios; y aun a aquellos que antes
se habían mostrado muy amigos, porque robaban toda la hacienda de los muertos;
y como vencedores, traspasaron el robo de los que habían muerto en otras casas.
Tenían por más valeroso aquel que más robaba, como que más gente matara y
venciera con sus fuerzas y virtud.
Era lástima de ver todas las
ciudades llenas de cuerpos muertos, sin que fuesen sepultados; ver derribados
los cuerpos de los hombres, así viejos como mancebos, niños y muchas mujeres
también, con los cuerpos y vergüenzas todas descubiertas. Estaba toda la
provincia llena de muchas adversidades y destrucciones, y temían mayores males
y daños que hasta ahora habían pasado.
Hasta aquí pelearon los judíos
con los extranjeros; mas queriendo saltear los fines de Escitópolis, vinieron a
ganar por enemigos los judíos que allí había; porque conjurando con los de
Escitópolis, y teniendo en más la utilidad y provecho común que la amistad y
deudo que con los judíos tenían, Juntamente con los escitopolistas, peleaban
contra ellos. Mas la codicia que éstos tenían de la guerra los hizo
sospechosos. Por tanto, temiendo los escitopolistas que se alzasen una noche con
la ciudad, y después se excusasen delante de los ciudadanos con grande
calamidad suya, mandáronles que si querían tener fidelidad y unanimidad entre
sí y mostrar la fe con los extranjeros, que pasasen ellos y todas sus casas al
bosque de su ídolo, y haciendo esto, sin tener sospecha, estuvieron los
escitopolistas dos días en paz y en reposo. La tercera noche acometen los
espías, a los unos desproveídos y a los otros durmiendo, y mataron de pronto a
todos cuantos había, los cuales eran en número de trece mil, y después
diéronles saqueo y robaron todos cuantos bienes tenían.
Cosa es también digna de contar
la muerte de Simón; éste, pues, hijo de cierto Saulo, varón noble, muy señalado
por la fortaleza de su cuerpo y osadía de su ánimo; pero sirvióse de entrambas
cosas muy a daño de su propia y natural gente, pues mataba cada día muchos
judíos que moraban cerca de Escitópolís, y muchas veces había derribado escuadrones
enteros: así que él solo era el poder de todo un ejercito.
Pero pagó las muertes de tantos
ciudadanos con digna pena; porque como los escitopolistas, rodeados de los
judíos, matasen por aquel bosque sagrado a muchos de ellos, Simún estaba allí
con las armas en las manos, y no hacía fuerza contra alguno de los enemigos,
porque veía claramente que no podía él aprovechar algo contra tantos, antes
dijo miserablemente con alta voz: "Merced digna recibo de mis merecimientos,
oh escitopolistas, por haber mostrado a vosotros tanta benignidad con la muerte
de tantos ciudadanos míos; dignamente nos es infiel la gente extraña, siendo
nosotros tan impíos y malos para nuestros ciudadanos. Muero yo aquí corno impío
y profano con mis propias manos, porque no conviene ser muerto por manos de
enemigos. Morir de esta manera me será pena digna de mi maldad, y honra conveniente
a mi virtud, hacer que ninguno de mis enemigos se pueda honrar, ni haber gloria
de mi muerte, ni triunfe ni ensoberbezca, por verme en tierra derribado."
Diciendo estas
cosas miró a toda su familia con los ojos furiosos y llenos de lástima y
compasión: tenía mujer, tenía hijos, y tenía padres y parientes muy viejos.
Tomando, pues, primeramente a su padre por los cabellos, y echándose de pies
sobre él, le pasó con su espada; después mató a su madre, no contra su
voluntad, y después de éstos quitó la vida a sus hijos y mujer, tomando cada
uno de éstos de voluntad la Muerte, por no caer en manos de sus enemigos.
Habiendo ya muerto a todos los suyos, estando aún encima de los muertos,
levantó su mano, así que todos lo pudiesen ver y saber, y pasó la espada por
sus propias entrañas, siendo un mancebo ciertamente digno de que se tuviese de
él gran lástima por la fuerza de su cuerpo y firmeza de su ánimo; pero por
haber sido fiel con la gente extranjera, hubo digna muerte y fin de su vida.
***
Capítulo XX
De otra muy
gran matanza de los judíos.
Sabida la matanza y
estrago hecho en Escitópolis, todas las otras ciudades se levantaban contra los
judíos que moraban con ellos, y los de Ascalón mataron dos mil quinientos de
ellos, y los de Ptolemaida otros dos mil.
Los tirios también prendieron
muchos y también mataron a muchos; pero fueron más los presos y puestos en
cárceles. Los hipenos y gadarenses mataron a los atrevidos, y los temerosos
guardaron con diligencia.
Todas las otras
ciudades, según era el temor o el odio y aborrecimiento que contra los judíos
tenían, así también se habían con ellos. Sólo los de Antioquía, Sidonia y los
apameños no dañaron a los que con ellos vivían, ni mataron ni encarcelaron a
judío alguno, menospreciando, por ventura, cuanto podían hacer, porque no eran
tantos que les pudiesen mover revuelta alguna, aunque a mí me parece que lo
dejaron de hacer movidos más de compasión y de lástima, viendo que no
entendían en algún levantamiento ni revuelta.
Los gerasenos tampoco hicieron
algún mal a cuantos quisieron quedar allí con ellos, antes acompañaron. hasta
sus términos a todos los que quisieron salirse de sus tierras: levantóse en
el reino de Agripa otra destrucción contra los judíos, porque él mismo fué a
Antioquía para hablar con Cestio Galo, dejando la administración del reino a
uno de sus amigos, llamado Varrón, pariente del rey Sohemo.
Vinieron de la región atanea
setenta varones, los más nobles y más sabios de toda aquella tierra, por
pedirles socorro; por que si se levantaba algo también entre ellos, tuviesen
guarda y gente que los defendiese, y para que con ella pudiesen apaciguar toda
revuelta.
Enviando Varrón alguna gente de
guerra del rey delante, mató a todos en el camino. Esta maldad hizo él sin
consejo de Agripa, y movido por su gran avaricia, no dejó de hacer tan impía
cosa contra su propia gente; mas corrompió y echó a perder todo el reino, no
dejando de ejecutar lo mismo, después que tal hubo comenzado contra los judíos;
hasta que inquiriendo y haciendo Agripa pesquisa de todo, no osó castigarlo
por ser deudo tan cercano del rey Sohemo; pero quítóle la procuración de todo
el reino.
Los sediciosos y amigos de
revueltas, tomando la fortaleza que se llama Cipro, cercana a los fines y raya
de Hiericunta, mataron a los que allí estaban de guardia y destruyeron toda
la fortaleza y munición que allí había.
La muchedumbre de los judíos que
estaba en Macherunta, en este mismo tiempo persuadía a los romanos que allí
había de guarnición, que dejasen el castillo y lo entregasen a ellos; y
temiendo ser forzados a hacer lo que entonces les rogaban, prometieron partir,
y tomando la palabra de ellos, entregáronles la fortaleza, la cual comenzaron
a poner en buena guarda los macheruntios.
***
Capítulo XXI
Cómo los judíos que vivían en Alejandría fueron muertos.
En Alejandría siempre había
discordia y revuelta entre los naturales y los judíos. Desde aquel tiempo que
Alejandro dió a los valientes y esforzados judíos libertad de vivir en
Alejandría, por haberle valerosamente ayudado en la guerra que tuvo contra los
egipcios, concedióles todas las libertades que tenían los mismos gentiles de
Alejandría; conservaban la misma honra con los sucesores de Alejandro, y aun
les habían diputado cierta parte de la ciudad, para que allí viviesen y
pudiesen tener más limpia conversación entre sí, apartados de la comunicación
de los gentiles, y concediéronles que también pudieran llamarse macedonios.
Después, viniendo Egipto a la
sujeción de los romanos, ni el primer César, ni otro alguno de los que le
sucedieron, quitaron a los judíos lo que Alejandro les había concedido. Estos
casi cada día peleaban con los griegos; y como los jueces castigaban a muchos
de ambas partes, acrecentábase la discordia y riña entre ellos, y como también
en las otras partes estaba todo revuelto.
Se encendió más el alboroto
porque, habiendo hecho los de Alejandría ayuntamiento para determinar
embajadores que fuesen a Nerón sobre ciertos negocios, muchos judíos vinieron
al anfiteatro mezclados entre los griegos. Siendo vistos por sus contrarios,
comenzaron a dar luego voces de que los judíos les eran enemigos y venían por
espías. Además de esto pusieron las manos en ellos, y todos fueron por la huída
dispersados, excepto tres, que arrebataban como si los hubieran de quemar
vivos. Por esto quisieron todos los judíos socorrerles, y comenzaron a tirar
piedras contra los griegos, y después arrebataron manojos de leña en fuego, y
vinieron con ímpetu al anfiteatro, amenazando poner fuego a todo y quemarlos
allí vivos; y ejecutaran ciertamente lo que amenazaban, si Alejandro Tiberio,
gobernador de la ciudad, no refrenara la ira grande que tenían.
No comenzó éste a amansarlos al
principio con armas ni con fuerza; sino poniendo a los más nobles de los judíos
por media, amonestábales que no moviesen contra de los soldados romanos. Mas
los sediciosos burlábanse del benigno ruego, y aun a veces injuriaban a
Tiberio: viendo, pues, éste que ya no se podían apaciguar sin gran calamidad
aquellos revolvedores, hizo que dos legiones de los romanos viniesen contra
ellos, las cuales estaban en la ciudad, y con ellas cinco mil soldados que por
acaso habían venido de Libia para destrucción de los judíos; y mandó que no
sólo los matasen, mas que después de muertos los robasen todos y pusiesen fuego
a sus casas. Obedeciendo ellos, corrieron contra los judíos en un lugar que se
llama Delta, porque allí estaban los judíos todos juntos, y ejecutaban
valerosamente lo que les había sido mandado; pero no fué este hecho sin
victoria muy sangrienta, porque los judíos se hablan juntado y puesto delante a
los que estaban mejor armados, y así resistiéronles algún tiempo; mas siendo
una vez forzados a huir, fueron todos muertos. No murieron todos de una manera,
porque los unos fueron alcanzados en las calles y en los campos, y los otros
cerrados en sus casas y con ellas quemados vivos, robando primero lo que dentro
hallaban, sin que los moviese ni refrenase la honra que debían guardar con la
vejez de muchos, ni la misericordia a los niños; antes mataban igualmente a
todos.
Abundaba de sangre todo aquel
lugar, porque fueron hallados cincuenta mil cuerpos muertos, y no quedara
rastro de ellos, si no se pusieran a rogar y perdón. Alejandro Tiberio,
teniendo de ellos compasión, mandó a los romanos que se fuesen: y los soldados,
acostumbrados a obedecer sus mandamientos, luego cesaron; mas la gente y pueblo
común de Alejandría apenas podían contenerse en lo que hablan comenzando, por
el gran odio que a los judíos tenían, y aun penas se podían apartar de los
muertos.
Este, pues, fué el caso de
Alejandría.
***
Capítulo XXII
Del estraga y muertes que Cestio mandó hacer de los judíos.
Pareció a Cestio que
no era tiempo de estar quedo, pues que los judíos eran en todas partes aborrecidos
y desechados; y así, trayendo consigo la legión duodécima toda entera de
Antioquía, y más de dos mil de gente de a pie escogida de las otras, y cuatro
escuadras de gente de a caballo, además de ésta el socorro de los reyes, es a
saber, de Amtloco dos mil caballos y tres mil de a pie, y todos su flecheros;
de Agripa otros tantos de a pie y mil caballos; y siguiendo Sohemo, salió de
Ptolemaída acompañado con cuatro mil, de los cuales la tercera parte era de
gente de a caballo, y los demás eran flecheros. Muchos de las ciudades se
juntaron de socorro, no tan diestros como los soldados, mas lo que la faltaba
en el saber, suplían con presteza y odio que tenían contra los judíos. Agripa
también venia con Cestio como capitán, para dar consejo, así en todo lo que era
necesario, como por donde habían de caminar.
Cestio, sacada consigo una parte
del ejército, fué contra la más fuerte ciudad de Galilea, llamada Zabulón de
los Varones, la cual aparta a Ptolemaida de los fines y términos de los judíos:
y hallándola desamparada de todos sus ciudadanos, porque la muchedumbre se
había huido a los montes, pero llena de todas las cosas y riquezas, concedió a
sus soldados que las robasen, y mandó quemar la villa toda, aunque se
maravilló de ver su gentileza, porque habla casas edificadas de la misma manera
que en Sidonia, Tiro y Berito.
Después discurrió por todo el
territorio, y robó y destruyó todo cuanto halló en el camino; y quemados todos
los lugares que alrededor había, volvióse a Ptolemaida.
Estando aún los siros ocupados en
el saqueo, y principalmente los beritios, cobrando algún ánimo y esperanza los
judíos, porque ya sabían que había partido Cestio, dieron presto en los que
habían quedado, y mataron casi dos mil.
Partiendo Cestio de Ptolemaida,
vínose a Cesárea, y envió delante parte de su ejército a Jope, con tal
mandamiento que guardasen la villa si la pudiesen ganar, y que si los ciudadanos
de allí sentían lo que querían hacer, esperasen hasta que él y la otra gente de
guerra llegase. Partiendo, pues, los unos por mar, y los otros por tierra,
tomaron por ambas partes fácilmente a Jope, de tal manera, que los que allí
vivían, aun no podían ni tenían lugar ni ocasión para huir, cuanto menos para
aparejarse a la pelea.
Arremetiendo la gente contra los
judíos, matáronlos a todos con sus familias; y habiendo robado la ciudad, diéronle
fuego. El número de los muertos llegó a ocho mil cuatrocientos.
De la misma manera envió muchos
de a caballo al señorío de Narlatene, que está cerca de los confines de Samaria,
los cuales tomaron parte de las fronteras, y mataron gran muchedumbre de los
naturales, y robando cuanto tenían, dieron también fuego a todos los lugares.
***
Capítulo XXIII
De la guerra de
Cestio contra Jerusalén.
Envió también a
Galilea a Cesennio, Galo por capitán de la legión duodécima, y diále tanta
copia de soldados, cuanta pensaba que le bastaría para combatir y vencer toda
aquella gente. Recibiólo con gran favor la ciudad más fuerte de Galilea,
llamada Séforis; y siguiendo las otras ciudades el prudente consejo de ésta,
estaban muy reposadas y sin ruido, y los que se daban a sedición y a
latrocinios, recogiéronse en un monte que está en el medio de Galilea, de
frente a Séforis, y llámase Asamón.
Galo movió su ejército contra
ellos; mas mientras ellos eran los más altos, fácilmente resistían y derribaban
a los soldados romanos que subían, matando más de doscientos; mas cuando vieron
que ya por un rodeo eran llegados a las alturas del monte, concediéronles la
victoria, porque estand9 desarmados no podían pelear, y si quisieran huir no
podían dejar de dar en manos de la gente de a caballo, de tal manera, que muy
pocos se salvaron, escondidos en aquellos ásperos lugares, y fueron muertos más
de dos mil.
Viendo Galo que ninguna novedad
buscaban en Galilea, volvió con su ejército a Cesárea.
Vuelto Cestio, fuese a
Antipátrida con toda su gente. Y sabiendo que muchedumbre de los judíos se
había juntado y recogido en la torre que llamaban de Afeco, envió gente
delante que pelease con ellos. Pero antes de llegar a esto' los judíos, por
miedo, desaparecieron; y entrando los soldados por los reales de los judíos,
que ya estaban desolados, quemáronlos todos y muchos lugares con ellos que por
allí había.
Partiendo Cestio de Antipátrida a
Lida, halló la ciudad sola, sin hombres, porque todos se habían ido a Jerusalén
por la fiesta de las Escenopegias, y matando cincuenta hombres que aun halló
allí y quemando la ciudad, pasaba adelante. Pasando por Bethoron, puso su
ejército en un lugar que se llama Gabaón, a cincuenta estadios de Jerusalén.
Viendo los judíos que ya la
guerra se acercaba a la ciudad, dejando la solemnidad de sus fiestas, se dieron
todos a las armas, y confiados en su muchedumbre, saltaban a pelear sin orden,
Con gritos y clamores, sin tener cuenta con los siete días de feria, porque era
en sábado, que suelen ellos guardar muy religiosamente. El mismo furor que les
había apartado del oficio divino acostumbrado, les hizo también vencedores en
lo de la pelea, porque vinieron con tanto ímpetu a acometer a los romanos, que
los desbarataron, y haciendo camino por medio de ellos, derribaban a cuantos
topaban. Y si los de a caballo rodeando por detrás, y los soldados que aun no
eran cansados no socorrieran a la parte de los soldados que no habían aún
perdido su lugar ni habían sido rotos, peligrara ciertamente todo el ejército y
gente de Cestio.
Fueron aquí muertos quinientos
quince soldados romanos, de los cuales eran los cuatrocientos de la gente de a
pie, y los demás todos eran de los de a caballo, y sólo veintidós judíos. Los
más fuertes se mostraron aquí los parientes de Monobazo, rey de Adiabeno, que
eran Monobazo y Cenedeo, y después de éstos Peraita Nigro y Sila Babilonio,
aquel que se había pasado a los judíos, y huido del rey Agripa, de quien solía
ganar sueldo.
Como los judíos fuesen
rechazados, retirábanse a la ciudad, y Giora, hijo de Simón, acometió a los
romanos que iban a Bethoron, lastimó a muchos de la retaguardia, tomó muchos
carros, y con la ropa los trajo consigo a la ciudad.
Deteniéndose, pues, en los campos
tres días Cestio, ocuparon los judíos los lugares altos, y guardaban con gran
diligencia el pasaje, y era cierto que no estuvieran quedos si los romanos
comenzaran a partir y hacer su camino.
***
Capítulo XXIV
De cómo Cestío puso cerco a Jerusalén, y del estrago que en su
ejército hicieron los judíos.
Viendo Agripa que la
muchedumbre infinita de los enemigos tenía tomados los montes en derredor y
que los romanos no estaban seguros de peligro, quiso tentar con palabras a los
judíos, pensando que o le obedecerían todos para dejar la guerra, o si algunos
en esto contradijesen, él los haría llamar y les diría que se apartasen de
aquel propósito. Así que de sus compañeros envió allá a Borceo y a Febo, que
sabía ser de eflos muy conocidos, para que les ofreciesen la amistad de Cestio
por pleitesía, y cierto perdón que de los pecados les otorgarían los romanos,
si dejadas las armas quisiesen acuerde con él.
Mas los escandalosos, por miedo
de que la muchedumbre, con esperanza de la seguridad, se pasaría a Agripa,
determinaron matar a los embajadores, y mataron a Febo antes que hablase
Palabra; Borceo huyó herido, y los escandalosos, hiriendo con palos y con
piedras, compelieron a los populares que tenían aquesta hazaña por muy indigna,
que se metiesen en la ciudad.
Cestio, hallado tiempo oportuno
para vencerles a causa de la arriesgada discordia entre ellos levantada, trajo
contra los judíos todo el ejército, y metidos en huída, fué tras ellos hasta
Jerusalén.
Puesto su real en el lugar que
llaman Scopo, lejos de la ciudad siete estadios, que son menos de una milla,
por espacio de tres días no hizo cosa alguna contra la ciudad, esperando que
por ventura los de dentro en algo aflojasen, y en tanto envió no pequeña cantidad
de guerreros militares a recoger trigo por las aldeas de alrededor de la
ciudad.
El cuarto día, que era a treinta
días del mes de octubre, metió el ejército, puesto en orden, dentro de la
ciudad. El pueblo era guardado por los escandalosos, y ellos, atemorizados de
la destreza de los romanos, partieron de los lugares de fuera de la ciudad, y
recogiéronse a la parte de dentro y al templo.
Cestio, pasado del
lugar que llaman Bezetha, puso fuego a Cenópolis y al mercado que se llama de
las Materias. Después, venido a la parte más alta de la ciudad, aposentóse
cerca del palacio del rey, y si entonces él quisiera entrar dentro de los muros
de la ciudad, poseyérala del todo y diera fin a la guerra; mas Tirannio, que
era general, y Prisco y muchos otros capitanes de la gente de a caballo,
corrompidos por dineros que les dió Floro, estorbaron la empresa de Cestio e
hicieron que los judíos fuesen Henos de males intolerables y de pérdidas que
les acontecieron.
Entretanto, muchos de los más
nobles del pueblo, y Anano, hijo de Jonatás, llamaban a Cestio, casi como
ganosos de abrirle las puertas, y él, como lleno de ira, y porque no les daba
asaz crédito ni pensaba que los debiese creer, túvolos en menosprecio, hasta
que se hubo de descubrir la traición, y los sediciosos compelieron a huir a
Anano con los otros de su parcialidad, y meterse en las casas, lanzándoles
piedras desde el muro. Repartidos ellos por las torres, peleaban contra los que
tentaban el muro, pues por cinco días los romanos de todas partes peleaban, y
todo en balde.
Al sexto día, Cestio, con muchos
flecheros, arremetió al templo por la parte septentrional, y los judíos
resistían desde el portal, de manera que presto arredraron a los romanos que se
llegaban al muro, los cuales, rechazados por la muchedumbre de los tiros, a la
postre partieron de allí. Los romanos que iban delanteros, cubiertos con sus
escudos, se llegaban al muro, y los que seguían por semejante orden, se
juntaban con los otros; entretejiéronse, hecha una cobertura llamada testudine,
o escudo de tortuga, de manera que las saetas que daban encima eran baldías;
así que los guerreros romanos cavaban el muro sin recibir daño, y quisieron
poner fuego a las puertas del templo, porque ya los escandalosos tenían gran
temor, y muchos echaban a huir de la ciudad como si luego se hubiera de tomar.
De esto se alegraba más el
pueblo, porque cuanto más partían de ella los muy malos, tanto mayor licencia
tenían los del pueblo para abrir las puertas y recibir a Cestio como a varón de
quien hablan recibido beneficios; y de hecho, si poco más quisiera perseverar
en el cerco, tomara luego la ciudad; mas yo creo que Dios, que no favorece a
los malos, y las cosas santas suyas estorbaron aquel día que la guerra
feneciese.
Así, pues, Cestio, sin saber los
ánimos del pueblo, ni la desesperación de los cercados, hizo retraer su gente,
y sin alguna esperanza, muy desacordada e injustamente, sin algún consejo
partió. Su huída, no esperada, dió aliento a la confanza de los ladrones,
tanto que salieron a perseguir la retaguardia de los romanos de ellos mataron
algunos, así de los de a caballo como ¡e Tos de a pie.
Entonces Cestio se aposentó en el
real que antes había guarnecido en Scopo; y al día siguiente, mientras más tardaba,
más provocó a los enemigos, los cuales, alcanzando los postrirneros, mataban
muchos, porque el camino era de ambas partes cercado de vallas, y tirábanles
saetas desde ellos, y los postreros no osaban volver hacia los que daban en sus
espaldas, pensando que infinita muchedumbre seguía tras ellos. Tampoco
bastaban a resistir a la fuerza de los que por los lados les aquejaban y les
herían, porque eran pesados con las armas por no romper la orden, y porque
veían también que los judíos eran ligeros y que fácilmente podían correr, donde
procedía que sufrían muchos males sin que ellos pudiesen dañar a los enemigos.
Así que por todo el camino los hostigaban, y rota la orden M caminar, eran
derribados, hasta tanto que, muriendo muchos, entre los cuales fué Prisco, capitán
de la sexta legión, Longino, capitán de mil hombres, y Emilio jocundo, capitán
de un escuadrón, penosamente llegaron a Gabaón, donde primero pusieron el real
después que perdieron mucha munición.
Allí se detuvo Cestio tres días,
no sabiendo lo que debía hacer, porque al tercer día veían mayor número de
enemigos, y conocía que la tardanza le sería dañosa, pues todos los lugares en
derredor estaban llenos de judíos y vendrían muchos más enemigos si allí se
detuviese; así, para huir más presto mandó a la gente que dejasen todas las
cosas que les pudiesen embarazar. Y mataron entonces los mulos, los asnos y
otras bestias de carga, salvo las que llevaban las saetas y los pertrechos,
porque estas tales cosas guardábanlas como cosas que habían menester,
mayormente temiendo que si los judíos las tomasen, las aprovecharían contra
ellos.
El ejército iba delante hacia
Bethoron, y los judíos en los lugares más anchos menos los aquejaban; mas
cuando pasaban apretados por lugares estrechos o en alguna pasada, vedábanles
el paso y otros echaban en los fosos a los postreros. Derramándose toda
aquella muchedumbre por las alturas del camino, cubrían de saetas a la hueste,
adonde la gente de a pie dudaba cómo se podían socorrer los unos a los otros; y
la gente de a caballo estaba en mayor peligro, porque no podían ordenadamente
caminar unos tras otros, pues las muchas saetas y las subidas enhiestas les
estorbaban poder ir contra ¡os enemigos. Las peñas y los valles todos estaban
tomados por ballesteros, adonde perecían todos los que por allí se apartaban
del camino, y ningún lugar había para huir o defenderse. As! que, con
incertidumbre de lo que debiesen hacer, se volvían a llorar y a los aullidos
que los desesperados suelen dar.
Al son de aquello correspondía la
exhortación de los judíos, que se alegraban, dando grita con muy grande
crueldad, y pereciera todo el ejército de Cestio, si la noche no sobreviniera,
con la cual los romanos se acogieron a Bethoron, y los judíos los cercaron por
todos los lugares de alrededor por impedirles el paso. Allí, desesperado de
poder seguir el camino público, pensaba Cestio, en la huída, e hizo subir en lo
alto de las techumbres cuatrocientos guerreros militares de los más escogidos y
más fuertes, y mandóles dar voces, según la costumbre de los que son de guarda
que velan en los reales, por que los judíos pensasen que la gente quedaba alli
toda; él con todos los otros paso a paso se fueron de allí hasta treinta
estadios, que son poco menos de cuatro millas, y a la mañana, cuando los judíos
vieron que los otros se fueron y ellos quedaban engañados, arremetieron contra
los cuatrocientos, de quienes hablan recibido el engaño, y sin tardanza los
mataron con muchedumbre de saetas, y luego se dieron prisa de seguir a Cestio;
mas él, habiendo caminado buen trecho, huyó en el día con mayor diligencia, de
tal manera, que los guerreros militares, hostigados del miedo, dejaron todos
los pertrechos y máquinas, y los mandrones y muchos otros instrumentos de
guerra, de los cuales, después de tornados, se aprovecharon los judíos contra
los que los hablan dejado, y vinieron hasta Antipátrida en alcance de los
romanos.
Al ver que nos los pudieron
alcanzar, tornaron desde allí, llevaron consigo los pertrechos, despojaron los
muertos y recogieron el robo que había quedado, y con cantares, alabando a
Dios, volvieron a su metrópoli y ciudad con pérdida de pocos de los suyos. De
los romanos fueron muertos cinco mil trescientos de a pie y novecientos ochenta
de a caballo.
Acaecieron estas cosas en el
octavo día del mes de noviembre, en el doceno año del principado de Nerón.
***
Capítulo XXV
De la crueldad que los damascenos usaron contra los judíos, y de la
diligencia de Josefo, autor de esta historia, hecha en Galilea.
Después de las
desdichas de Cestio, muchos nobles de los judíos salían poco a poco de la
ciudad, no menos que de una nao que está en manifiesto peligro de perderse. Así
que Costobaro y Saulo, su hermano, juntamente con Filipo, hijo de Jachimo, que
era general del ejército del rey Agripa, huyendo de allí, vinieron a Cestio;
Antipas, que había sido cercado en el Palacio Real juntamente con ellos, no
quiso huir, y la manera cómo fué muerto por los sediciosos mostraremos en otro
lugar.
Cestio envió a Nerón, que estaba
en Acaya, a Saulo y a otros que con él vinieron, para que le declarasen la
necesidad que padecían e imputasen a Floro la causa de aquella guerra. Confiaba
que lo había de revolver e indignar contra Floro, y que de esta manera ‑se
aseguraría del peligro en que estaba.
Sabiendo los damascenos la
matanza que los judíos habían hecho de tantos romanos, determinaron, y aun
trabajaron, por quitar la vida a cuantos judíos vivían con ellos, y teniéndolos
todos recogidos en unos baños públicos, porque ya sospechaban esto, pensaban
que acabarían fácilmente lo que determinaban hacer; pero temían y tenían
vergüenza de sus mujeres, porque todas, excepto muy pocas, judaizaban y
estaban todas muy enseñadas en esta religión, y así tuvieron gran cuidado en
cubrirles lo que trataban, Y en una hora sin miedo degollaron diez mil judíos
que cogieron en un lugar estrecho y sin armas.
Habiendo
vuelto ya a Jerusalén los que hicieron huir a Cestio, trabajaban en traer a su
bando a todos los que sabían ser amigos de los romanos, a unos por fuerza y a
otros por halagos, y después, juntándose en el templo, determinaban escoger
muchos capitanes para la guerra.
Fué, pues, declarado Josefo, hijo
de Gorión y el pontífice Anano, para que mandasen todo lo que se había de hacer
en la ciudad, y principalmente que tuviesen cargo de edificar el muro en la
ciudad.
Aunque Eleazar, hijo de Simón,
tenía gran parte del robo os romanos y del dinero que había quitado a Cestio y
gran cantidad de los públicos tesoros, no quisieron con todo esto darle cargo u
oficio alguno, porque veían que se levantaba ya como soberbio y tirano, y que a
sus amigos y a los que les seguían trataba como si fueran criados. Mas Eleazar
poco a poco alcanzó, así por codicia del dinero, como por astucia, que en todas
las cosas el pueblo le obedeciese.
Pidieron otros capitanes ser
enviados a Idumea; así fueron Jesús, hijo de Safa, uno de los pontífices, y
Eleazar, hijo del pontífice nuevo. Mandaron a Nigro, que regía entonces toda
Idumea, cuyo linaje traía origen de una región que está de la otra parte del
Jordán, por lo que se llamaba Peraytes, que odebeciese a todo cuanto los
capitanes mandasen, y también pensaron que no convenía olvidarse de todas las
otras regiones. Así enviaron a Josefo, hijo de Simón, a Jericó, y de la otra
parte del río a Manasés, y a Tamna a Juan Eseo, para que rigiesen y
administrasen estas toparquías o provincias. A éste habían también dado la
administración de Lida, Jope y Amaus. Las partes Gnopliníticas y Aciabatenas
fueron dadas a Juan, hijo de Ananías, para que las rigiese, y Josefo, hijo de
Matías, fué por gobernador de las dos Galileas. En la administración de éste
estaba también Gamala, que era la más fuerte ciudad de todas cuantas allí
había.
Cada uno, pues, de éstos, regla
su parte y administraba lo mejor que le era posible; y Josefo, viniéndose a
Galilea, lo primero que hizo fué ganar la voluntad de los naturales, sabiendo
que con ella se podían acabar muchas cosas, aunque errase en lo demás.
Considerando después que tendría grande amístad con la gente poderosa si le
daba parte en su administración, y también con todo el pueblo si daba los
oficios que convenían a los naturales y gentes de la tierra, eligió setenta
varones de los más ancianos y más prudentes, e hízolos regidores de toda
Galilea.
Envió también siete hombres a cada
ciudad, que tuviesen cargo de juzgar los pleitos de poca importancia, porque
las causas graves y que tocaban a la vida, mandólas reservar para sí y para
aquellos setenta ancianos; y puestas las leyes que habían de guardar entre sí
las ciudades, proveyó también cómo pudiesen estar seguras de lo de fuera; por
tanto, sabiendo que los romanos ciertamente habían de venir a Galilea, mandó
cercar de muros las ciudades que más oportunas y cómodas para defenderse le
parecieron: fueron de ellas Jotapata, Bersabea, Salamina, Perecho, Jafa,
Sigofa y un monte que se llama Itaburio, y a Tarichea y Tiberíada; fortaleció
también las cuevas que hay cerca el lago de Genesareth, en la Galílea que
llamaban Inferior. En la Galilea que llamaban Superior mandó fortalecer a Petra,
que se llama Achabroro, a Sefa, Jamnita y a Mero. En la región Gaulanitide,
Seleucia, Sogana y Garnala, y permitió a los seforitas que ellos mismos se
edificasen muros, porque sabía que tenían poder y riqueza para ello, y por ver
también que estaban más prontos para la guerra, aun sin ser mandados. Juan,
hijo de Levia, también cercó por sí de muro a Giscala por mandado de Josefo;
todos los otros caítillos eran visitados por Josefo, mandando juntamente lo
que convenía, y ayudándoles para ello.
Hizo un ejército de
la gente de Galilea de más de cien mil hombres; y juntándoles en uno,
proveyóles de armas viejas, que de todas partes hacía recoger. Y pensando
después que la virtud de los romanos era tan invencible, por obedecer siempre a
sus regidores y capitanes, y por ejercitarse tanto en el uso de las armas, dejó
atrás esto postrero por la necesidad que le apretaba; pero por lo que tocaba al
obedecer, pensaba poderlo alcanzar por la muchedumbre de los capitanes y regidores;
y así dividió su ejército en la manera que suelen hacer los romanos, e hizo
muchos príncipes y capitanes de su gente; y habiendo ordenado diversas maneras
y géneros de guerreros, sujetó unos a cabos, otros a centuriones y otros a
tribunos; y después di' a todos sus regidores que tuviesen cargo y cuidado de
la administración de las cosas más importantes. Enseñábales las disciplinas de
las señales y las provocaciones para acometer, y las revocaciones para
recogerse según el son de trompetas. También cómo convenía rodear los
escuadrones y regirse en el principio, y de qué manera los más fuertes debían
socorrer a los menos y que más necesidad tuviesen, y partir el peligro con los
que ya estuviesen cansados de pelear; y enseñábales también todo cuanto
convenía para la fortaleza del ánimo y tolerancia de los trabajos.
Trabajaba principalmente en
mostrarles las cosas de la guerra, mentándoles de continuo la disciplina
militar de los romanos, y que habían de pelear y hacer guerra con hombres que
habían sujetado casi a todo el‑ universo con sus fuerzas y ánimo. Añadió
también de qué manera habían de obedecer estando en la guerra a él y a cuantos
les mandase, y que quería luego experimentar si dejarían los pecados y maldades
acostumbrados, es a saber, los hurtos, latrocinios y rapiñas que solían hacer,
y que no hiciesen engaño a los gentiles ni pensasen haberles de ser a ellos
ganancia dañar a sus amigos o muy conocidos que con ellos viviesen; porque
aquellas guerras suelen ser regidas y administradas bien, cuyos soldados se
precian de tener buena la conciencia; y a los que eran malos, no sólo nos les
habían de faltar los hombres por enemigos, mas aun Dios les había de castigar.
De esta manera perseveraba en
amonestarles muchas cosas.
Estaba ya la gente que había de
servir para la guerra presta, porque tenía hechos sesenta mil hombres de a pie,
y doscientos cincuenta de a caballo; y además de éstos tenía también cuatro mil
quinientos hombres de gente extranjera que ganaban su sueldo, en los cuales
principalmente confiaba, y seiscientos hombres de armas de su guarda, muy
escogidos de entre todos. Las ciudades mantenían toda esta gente fácilmente,
excepto la que tenía sueldo; porque cada una de las ciudades que hemos arriba
dicho, enviaba la mitad de su gente a la guerra, y guardaba la otra mitad para
que tuviese cargo de proveerles del mantenimiento que fuese necesario; y de
esta manera la una parte estaba en armas, y la otra en sus obras; y la parte
que estaba en armas, defendía y amparaba la otra que les traía la provisión y
mantenimientos.
***
Capítulo XXVI
De los peligros que pasó Josefo, y cómo se libró de ellos, y de la
malicia y maldades de Juan Giscaleo.
Estando Josefo en la
administración de Galilea, según arriba hemos dicho, levantósele un traidor,
nacido en Giscala, hijo de Levia, llamado por nombre Juan, hombre muy astuto y
lleno de engaños, y el más señalado de todos en maldades, el cual antes habla
padecido pobreza, que le había sido algún tiempo estorbo de su maldad que tenía
encerrada. Era mentiroso y muy astuto para hacer que a sus mentiras se diese
crédito; hombre que tenía por gran virtud engañar al mundo, y con los que más
amigos le eran se servía de sus maldades; gran fingidor de amistades y
codiciador de las muertes, por la esperanza de ganar y hacerse rico, habiendo
deseado siempre las cosas muy inmoderadamente, y había sustentado su esperanza
hasta allí con maldades algo menores. Era ladrón muy grande por costumbre;
trabajaba en ser solo, mas halló compañía para sus atrevimientos, al principio
algo menor, después fué creciendo con el tiempo. Tenía gran diligencia en no
tomar consigo alguno que fuese descuidado, cobarde ni perezoso; antes escogía
hombres muy dispuestos, de grande ánimo y muy ejercitados en las cosas de la
guerra; hizo tanto, que juntó cuatrocientos hombres, de los cuales era la mayor
parte de los tirios, y de aquellos lugares vecinos.
Este, pues, iba robando y
destruyendo toda Galilea, y hacía gran daño a muchos con el miedo de la guerra
deteniéndolos suspensos. La pobreza y falta de dinero lo retardaba y detenía
que no pusiese por obra sus deseos, los cuales eran mucho mayores de lo que él
de sí podía; deseaba ser capitán y regir gente, mas no podía; y corno viese que
Josefo se holgaba en verle con tanta industria, persuadiále que le dejase el
cargo de hacer el muro a su patria, y con esto ganó mucho y allegó gran dinero
de la gente rica.
Ordenando después un engaño muy
grande, porque dió a entender a todos los judíos que estaban en Siria que se
guardasen de tocar el aceite que no estuviese hecho por los suyos, pidió que
pudiesen enviar de él a todos los lugares vecinos de allí; y por un dinero de
los tirios, que hace cuatro de los áticos, compraba cuatro redomas y vendíalo
doblado; y siendo Galilea muy fértil y abundante de aceite, y en aquel tiempo
principalmente había gran abundancia, enviando mucho de él a las partes y
ciudades que carecían y tenían necesidad, juntó gran cantidad de dinero, del
cual no mucho después se sirvió contra aquel que le había concedido poder de
ganarlo. Pensando luego que si sacaba a Josefo, sería sin duda él regidor de
toda Galilea, mandó a los ladrones, cuyo capitán era, que robasen toda la
tierra, a fin de que, levantándose muchas novedades en estas regiones, pudiese
o matar con sus traiciones al regidor de Galilea, si quería socorrer a alguno,
o si dejaba y permitía que fuesen robados, pudiese con esta ocasión acusarlo
delante de los naturales.
Mucho antes había ya esparcido un
rumor y fama, diciendo que Josefo quería entregar las cosas de Galilea a los
romanos, y juntaba de esta manera muchas cosas por dar ruina a Josefo y
destruirlo totalmente.
Como, pues, en este tiempo
algunos vecinos del lugar de los dabaritas estuviesen en el gran campo de
guardia, acometieron a Ptolomeo, procurador de Agripa y Berenice, y le quitaron
cuanto consigo traía, entre lo cual había muchos vasos de plata y seiscientos
de oro; y como, no pudiesen guardar tan gran robo, secretamente trajéronlo todo
a Josefo, que estaba entonces en Tarichea.
Sabida p« Josefo, la fuerza que
había sido hecha a los M rey, reprendióla y mandó que las cosas que habían sido
robadas fuesen puestas en poder de alguno de los poderosos de aquella ciudad,
mostrándose muy pronto para enviarlas a su dueño y señor; lo cual produjo a
Josefo, gran peligro, porque. viendo los que habían hecho aquel robo que no
tenían parte alguna en todo, tomáronlo a mal; ‑y viendo también que Josefo
había determinado, volver a los reyes lo, que ellos habían rabajado, iban por
todos los lugares de noche, y daban también a entender a todos que Josefo, era
traidor, e hinchieron con este mismo ruido todas las ciudades vecinas, de tal
manera, que luego al otro día fueron cien mil hombres armados juntos contra
Josefo.
Llegando después toda aquella
muchedumbre de gente a Tarichea, y juntándose allí, echaban todos grandes voces
muy airados contra Josefo; unos decían que debía ser echado, y otros que debía
ser quemado como traidor; los más eran movidos e incitados a ello por Juan y
por Jesús, hijo de Safa, que regía entonces el magistrado y gobierno de Tiberiada.
Con esto huyeron todos los amigos de Josefo, y toda la gente que tenía de
guarda se dispersó, por temor de tanta muchedumbre como se había juntado,
excepto solos cuatro hombres que con él quedaron. Estando Josefo durmiendo al
tiempo que ponían fuego en su casa, se levantó; y aconsejándoles los cuatro que
habían quedado con él que huyese, no *se movió por la soledad en que estaba, ni
por la muchedumbre de gente que contra él venía, antes se vino prestamente del‑ante
de todos con las vestiduras todas rasgadas, la cabeza llena de polvo, vueltas
las manos atrás y con una espada colgada del cuello.
Viendo estas cosas sus amigos, y
los de Taríchea principalmente, se movieron a piedad; pero el pueblo, que era
algo más rústico y grosero, y los más vecinos y cercanos de allí, que le tenían
por más molesto, mandábanle sacar el dinero público, diciéndole muchas
injurias, y que querían que confesase su traición, porque según él venía
vestido, pensaban que nada negaría de lo que les había nacido tan gran sospecha,
pensando todos haber dicho aquello por alcanzar perdón y moverlos a
misericordia. Esta humildad fortalecía su determinación y consejo; y poniéndose
delante de ellos, engañó de esta manera a los que contra él venían muy
enojados; y para moverlos a discordia entre sí, les prometió decirles todo lo
que en verdad pasaba. Concediéndole después licencia para hablar, dijo:
"Ni yo pensaba enviar a
Agripa estos dineros, ni hacer de ellos ganancia propia para mí, porque no
manda Dios que tenga yo por amigo al que es a vosotros enemigo, o que yo haga
ganancia alguna con lo que a todos generalmente dañase. Pero porque veía que
vuestra ciudad, oh taricheos, tenía gran necesidad de ser abastecida, y que no
tenlais dinero para edificar los muros, y temía también al pueblo tiberiense y
las otras ciudades que estaban todas con gran sed de este dinero, había
determinado retenerlo con mucho tiento poco a poco para cercar vuestra ciudad
de muros. Si no os parece bien lo que yo tengo determinado, me contentaré con
sacarlo y darlo para que sea robado por todos; mas si yo he hecho bien y sabiamente,
por cierto vosotros queréis forzar y dar trabajo a un hombre que os tiene muy
obligados a todos."
Los taricheos oyeron con buen
ánimo todo esto de Josefo, mas los tiberienses, con los otros, tornándolo a
mal, amenazaban a los otros; y así ambas partes, dejando a Josefo, reñían entre
sí. Viendo Josefo que habla algunos que defendían su parte, confiándose en
ellos, porque los taricheos eran casi cuarenta mil hombres, hablaba con mayor
libertad a todos; y habiéndose quejado muy largamente de la temeridad y locura
del pueblo, dijo que Tarichea debla ser fortalecida con aquel dinero, y que él
tenía cuidado que las otras ciudades estuviesen también seguras; que no les
faltarían dineros si querían estar concordes con los que los hablan de proveer,
y no moverse contra el que los había de buscar. Así, pues, se volvía toda la
otra gente que habla sido engañada, con enojo; dos mil de los que tenían armas
vinieron contra él, y habiéndose él recogido e. una casa, amenazábanle mucho.
Otra vez usó Josefo de cierto
engaño contra éstos, porque subiéndose a una cámara alta, habiendo puesto gran
silencio señalando con su mano, dijo que no sabia qué era lo que le pedían,
porque no podía entender tantas voces juntas, y que se contentaba con hacer
todo lo que quisiesen y mandasen' si enviaban algunos que hablasen allí dentro
con él reposadamente.
Oídas estas cosas, luego la
nobleza y los regidores entraron. Viéndolos Josefo, retrájolos consigo en lo
más adentro y secreto de la casa, y cerrando las puertas, mandóles dar tantos
azotes, hasta que los desollaron todos hasta las entrañas. Estaba en este
medio, alrededor de la casa, el pueblo, pensando por qué se tardaba tanto en
hacer sus conciertos, cuando Josefo, abriendo presto las puertas, dejó ir los
que habla metido en su casa todos muy ensangrentados; amedrentáronse tanto
todos los que estaban amenazando y aparejados para hacerle fuerza, que, echando
las armas, dieron a huir luego.
Con estas cosas crecía más y más
la envidia de Juan, y trabajaba en hacer otras asechanzas y traiciones a
Josefo, por lo cual fingió que estaba muy enfermo, y suplicó con una carta que'
por convalecer, le fuese licito usar de las aguas calientes y baños de
Tiberíada. Corno Josefo no tuviese aún sospecha de éste, escribió a los
regidores de la ciudad que diesen a Juan de voluntad todo lo necesario, y que
le hiciesen buen hospedaje cuando allí llegase. Habiéndose éste servido dos
días de los baños a su placer, determinó después hacer y poner por obra lo que
le había movido a venir; y engañando a los unos con palabras, y dando a los
otros mucho dinero, les persuadió que dejasen a Josefo.
Sabiendo estas cosas Silas,
capitán de la guardia puesto por Josefo, con diligencia le hizo saber todas las
traiciones que contra él se trataban y hacían; y recibiendo cartas de ello
Josefo, partió la misma noche y llegó a la mañana siguiente a Tiberíada.
Salióle todo el pueblo al encuentro, y Juan, aunque sospechaba que venía contra
él, quiso enviarle uno de sus conocidos, fingiendo que estaba en la cama
enfermo, que le dijese que por la enfermedad se detenía sin venir a verle, obedeciendo
a lo que debía y era obligado. Estando en el camino los tiberienses juntados
por Josefo para contarles lo que habla sido escrito, Juan envió gente de armas
para que lo matasen. Como éstos llegasen a él, y algo lejos los viese
desenvainar las espadas, dió voces el pueblo; oyéndolas Josefo, y viendo las
espiadas ya cerca de su garganta, saltó del lugar donde estaba, hablando con el
pueblo hasta la ribera, que tenía seis codos de alto, y entrándose él y dos de
los suyos en un barco pequeño que había por dicha llegado allí, se metió dentro
del mar; pero sus soldados arrebataron sus armas y quisieron dar en los traidores.
Temiendo Josefo que moviendo
guerra civil entre ellos, por la maldad de pocos se destruyese la ciudad, envió
un mensajero a los suyos que les dijese tuviesen solamente cuenta con guardar
sus vidas, y no hiciesen fuerza ni matasen alguno de los que tenían la culpa de
todo aquello. Obedeciendo su gente a lo que mandaba, todos se sosegaron, y los
que vivían alrededor delas ciudades por los campos, oídas las asechanzas que
habían sido hechas contra Josefo, y sabiendo quién era el autor y maestro de ellas,
viniéronse todos contra Juan.
Súpose éste guardar antes que
venir en tal contienda, huyendo a Giscala, que era su tierra natural.
Los galileos en este tiempo
venían a Josefo de todas las ciudades, y juntáronse muchos millares de gentes
de armas, que todos decían venir contra Juan, traidor común de todos, y contra
la ciudad que le había recibido y recogido dentro, por poner fuego a él y a
ella. Respiondióles Josefo que recibía y loaba la pronta voluntad y
benevolencia, pero que debían refrenar algún tanto el ímpetu y fuerza con que
venían, deseando vencer a sus enemigos más con prudencia que con muerte. Y
nombrando sus propios nombres a los de cada ciudad que con Juan se rabían
rebelado, porque cada pueblo mostraba con alegría los suyos, mandó publicar con
pregón que todos cuantos se hallasen en compañía de Juan después de cinco días,
habían de ser sus casas, bienes y familias, quemados, y sus patrimonios
robados. Con esto atrajo a sí tres mil hombres que Juan traía consigo, los
cuales, huyendo, dejaron sus armas y se arrodillaron a sus pies.
Juan se salvó con los demás, que
serían casi mil de los que de Siria habían huído, y determinó otra vez ponerse
en asechanzas y hacer solapadas traiciones, pues las hechas hasta allí habían
sido públicas; y enviando a Jerusalén mensajeros secretamente, acusaba a Josefo
de que había juntado grande ejército, y que si no daban diligencia en socorrer
al tirano, determinaba venir contra Jerusalén. Pero sabiendo lo que pasaba de
verdad, el pueblo menospreció esta embajada.
Algunos de los poderosos y
regidores, por envidia y rencor que tenían, enviaron secretamente dineros a
Juan, que armase gente y juntase ejército a sueldo, para que pudiese con ellos
hacer guerra a Josefo; y determinaron entre sí hacer que Josefo dejase la
administración de la gente de guerra que tenía. Aun no pensaban que todo esto
les bastaba, y por tanto enviaron dos mil quinientos hombres muy bien armados'
y cuatro hombres nobles; el uno era Joazaro, hijo del letrado excelentísimo,
los otros Ananías Saduceo, Simón y Judas, hijos de Jonatás, hombres todos
elocuentes, para que, por consejos de ellos, apartasen la voluntad que todos
tenían a Josefo; y si él venía de grado a sometérseles, que le permitiesen dar
razón de lo hecho, y si era pertinaz y determinaba quedar, que lo tuviesen por
enemigo, y como a tal le persiguiesen.
Los amigos de Josefo le hicieron
saber que venía gente contra él, mas no le dijeron para qué ni por qué causa;
porque el consejo de sus enemigos fué muy secreto, de lo cual sucedió que, no
pudiendo guardarse ni proveer antes con ello, cuatro ciudades se pasaron luego
a los enemigos, las cuales fueron Séforis, Gamala, Giscala y Tiberia. Mas luego
las tornó a cobrar sin alguna fuerza y Sin armas, y prendiendo aquellos cuatro
capitanes, que eran los más valientes, así en las armas como en sus consejos,
tornó a enviarlos a Jerusalén, a los cuales el pueblo, muy enojado, hubiera
muerto tanto a ellos como a los que los enviaban, si en huir no pusieran
diligencia.
***
Capítulo XVII
Cómo Josefo
cobró a Tiberia y Séfora.
El temor que Juan a
Josefo tenía, le hacía estar recogido dentro de los muros de Giscala. Pocos
días después se torné a rebelar Tiberia, porque los naturales llamaron a
Agripa; y como éste no viniese el día que estaba entre ellos determinado, y
eran allí venidos algunos caballeros romanos, retiráronse a la otra parte
contra Josefo.
Sabido esto por Josefo en
Tarichea, el cual, pues, había enviado sus soldados por trigo y mantenimientos,
no osaba salir solo contra los que se rebelaban, ni podía, por otra parte, detenerse,
temiendo que entre tanto que él se tardase, no se alzase la gente del rey con
la ciudad; porque veía que ese otro día no le era posible hacer algo por ser
sábado, determiné tomar por engaño aquellos que le habían faltado.
Mandó cerrar las puertas de los
taricheos, por que no osase ni pudiese alguno descubrirles lo que determinaba;
y juntando todas las barcas que halló en aquel lago, las cuales llegaron a
número de doscientas treinta, y en cada una cuatro marineros, vínose con tiempo
y buena sazón a Tiberia; y estando aun tan lejos de ella que no pudiese ser
visto fácilmente, dejando las barcas vacías en la mar, llegóse él, llevando
consigo cuatro compañeros desarmados, hombres de su guarda, tan cerca, que
pudiese ser visto por todos. Como los enemigos lo viesen desde el muro adonde
estaban, echándole maldiciones, espantados y con temor, pensando que todas
aquellas barcas estaban llenas de gente de armas, echaron presto las armas; y
puestas las manos, rogábanle todos que los perdonase.
Después que Josefo los castigó,
reprendiendo y amenazándolos, cuanto a lo primero, porque habiendo comenzado
guerra contra el pueblo romano, consumían y deshacían sus fuerzas con
disensiones entre sí y discordias intestinas, y con esto cumplían la voluntad y
deseo de los enemigos, y también porque se daban prisa y trabajaban en quitar
la vida a uno que no buscaba otro sino asegurarles y buscarles reposo; y no se
avergonzaban de cerrarle la ciudad, habiendo él hecho el muro para defensa de
ellos. Pero en fin, prometióles aceptar la disculpa, si había algunos que la
satisficiesen; y que dándole tales medios que fuesen convincentes, él afirmaría
la amistad con la ciudad.
Por esto vinieron a él diez
hombres, los más nobles de Tiberíada, y mandándoles entrar en una navecillia de
pescadores, apartándolos lejos, mandó que viniesen otros cincuenta senadores,
que eran los hombres más nobles que había, como que le fuese necesario tomar
también la palabra y fe de todos éstos. Y pensando luego después otros nuevos
achaques, hacia salir más y más gente bajo de aquella promesa que les había
hecho, mandando a los maestres de los taricheos que se volviesen a buen tiempo
con las barcas llenas de gente, y que pusiesen en la cárcel a cuantos consigo
llevasen, hasta tanto que tuvo presa toda la corte, que era hasta seiscientos
hombres, y más de dos mil hombres, gente baja y popular; y llevólos todos
consigo a Tarichea. Dando voces el pueblo que cierto hombre llamado Clito era
autor de toda aquella discordia y rebelión, y que debía hartarse su ira con la
pena y castigo de éste sólo, rogándoselo todos.
Josefo a ninguno quería matar;
pero mandó salir a uno de su guarda, llamado Levia, que cortase las manos a
Clito. Y como éste no osase hacerlo, díjole, movido de temor, que él solo no se
atrevería contra tanta gente; y corno Clito viese que Josefo, en la barca a
donde estaba, se enojaba y quería salir solo por castigarlo, rogábale que por
lo menos le quisiese hacer merced de dejarle una mano. Concediéndole esto
Josefo, con tal que el mismo Clito se la cortase, desenvainó la espada con su
mano derecha, y se cortó la mano izquierda, por el gran miedo que de Josefo
tenía. De manera que Josefo, con barcas Yacías y con solos siete hombres, tomó
todo aquel pueblo, y ganó otra vez la amistad de Tiberíada. Poco después dio
saco a Giscala, que se había rebelado con los seforitas, y volvió todo el robo
a la gente del pueblo. Lo mismo hizo también con los seforitas y tiberienses;
porque habiendo preso a éstos, quiso corregirlos con dejar que les robaran, y
reconciliarse su gracia y amistad con volverles lo que les había quitado.
***
Capítulo XXVIII
De qué manera se aparejaron y pusieron en orden los de Jerusalén para
la guerra, y de la tíranía de Simón Giora.
Hasta ahora duraron
las disensiones y discordias en Galilea entre los ciudadanos y naturales de
allí; y después de apaciguados todos, poníanse en orden contra los romanos.
En Jerusalén trabajaba el
pontífice Anano, y la gente poderosa, enemiga de los romanos, en renovar los
muros; hacíanse dentro de la ciudad muchos instrumentos de guerra, muchas
saetas y otras armas; y los mancebos eran muy diligentes en hacer lo que les
mandaban. Estaba toda la ciudad llena de ruido, y los que buscaban y querían la
paz, tenían gran tristeza; y muchos que consideraban las grandes muertes que
había de haber, no podían dejar de llorar, pareciéndoles que todo era muy
dañoso, y que se habían de destruir. Los que deseaban la guerra y la encendían,
fingían a cada hora cuanto les parecía; y ya se mostraba la ciudad en estado de
ser destruída antes que los romanos viniesen.
Anano trabajó en dejar todo aquel
aparejo que se hacía para la guerra, y en apaciguar los zelotes, que eran los
que lo revolvían, procurando de hacerles mudar de su locura en bien; pero de
qué manera fué éste vencido y qué fin alcanzó, después lo contaremos.
En la toparquía y región
Acrabatena, un hijo de Giora, llamado Simón, habiendo juntado consigo muchos de
los que amaban y procuraban novedades y revueltas, comenzó a robar y hacer
hurtos, y no sólo se entraba por fuerza en las casas de gente rica y poderosa,
sino adernás de robarlos, los azotaba muy cruelmente, y comenzaba ya a hacerse
públicamente tirano.
Habiendo Anano enviado los
soldados de sus capitanes, huyó a juntarse a los ladrones que estaban en Masada
con los que consigo ya tenía; y estando allí retraído hasta tanto que fueron
muertos Anano y los otros enemigos suyos, destruía y talaba con sus compañeros
toda la Idumea en canta manera, que los magistrados y regidores de esta gente,
por la muchedumbre de las muertes y robos continuos que hacían, determinaron
guardar las calles y lugares con soldados y gente de guarnición.
En esto, pues, estaban al
presente tiempo las cosas de los judíos.
***