jueves, 13 de febrero de 2014

Las Guerras de los Judíos

PROLOGO
 
Son importantísimas las obras de Flavio Josefo para la buena comprensión de los documentos del Nuevo Testamento. Puede decirse que sin el libro Antigüedades de los Judíos   y todavía más, sin la obra que tenemos el placer de poner en manos de nuestros apreciados lectores: LAS GUERRAS DE LOS JUDIOS  sería imposible representarnos el periodo gre­co romano de la historia de Israel.
La autobiografía de Josefo, que aparece en el tomo I, ha sido tachada de excesivamente favorable a su propio autor, y por cierto que lo es; pero creemos que con mucha razón. El mismo relata su procedencia de una familia de alta jerar­quía sacerdotal. Nació en el año 37 6 38 de nuestra Era (o sea, en los mismos inicios del Cristianismo, para tener una referencia comparativa con nuestros documentos cristianos) y en el primer año del reinado de Caligula (para establecer una relación con la historia romana). Realizó estudios bri­llantes   de lo que también se lisonjea  , de suerte que a los 14 años ya era consultado acerca de algunas interpretaciones de la ley. Conoció las sectas principales en que se dividían entonces los Míos, y nos dice que estuvo tres años en el desierto bajo la dirección de un ermitaño llamado Banos, pro­bablemente esenio o relacionado con la secta de los esenios, aunque el mismo Josefo no lo dice. Cuando creyó estar sufi­cientemente instruido, dejó su retiro y se adhirió al fariseís­mo. Por este tiempo los judíos se dividían en tres sectas princípiales: los saduceos, los fariseos y los esenios. Repre­sentaban la derecha, la izquierda y la extrema izquierda del legalismo judío.
Los saduceos se reclutaban entre la nobleza, los sacer­dotes y los que hoy llamaríamos intelectuales; eran secuaces del helenismo y no creían en una misión especial de carácter sagrado por parte de los Míos como consecuencia del lla­mamiento de Abraham. No admitían ni la fe en la resurrec­ción de los muertos ni la angeología de los fariseos, y no tenían simpatía alguna por el Mesianismo. Los encontramos can frecuencia unidos con los sacerdotes y escribas como enemigos confederados de Jesucristo, ya que, aunque parez­ca incongruente, algunos de los sacerdotes pertenecían a esta secta escéptica.i Eran los políticos realistas, a quienes pare­cía utópica la idea de una dominación Mía del mundo. For­maban una minoría muy pequeña, pero grandemente influ­yente en los días de Cristo.
Los fariseos, en cambio, pertenecían a la clase media del pueblo, y formaban un partido legalista estrictamente judío. Sostenían que los Míos debían ser un pueblo santo, dedicado a Dios. Su reino era el Reino de Dios. Se destacaban mucho en la sinagoga, donde el pueblo recibía instrucción de los más cultos entre ellos, y eran muy admirados por tal razón por el pueblo; pero Jesús descubre entre ellos mucha hipocresía. Sauto de Tarso era uno de los pocos fariseos sinceros, y fue escogido por el Señor.
En cuanto a los esenios, sabemos que formaban una pe­queña minoría religiosa que vivían en comunidades, de un modo muy parecido a los frailes de nuestros; pero su ideal era tanto político como religioso. Procuraban poner en práctica un humanitarismo muy estricto, un verdadero reino de Dios sin ninguna restricción de Estado, sin leyes civiles ni religiosas, pero de absoluta obediencia al superior, llamado el Maestro de Justicia.
Los esenios se consideraban como el pueblo escatológico de Dios, pues creían que su cumplimiento de la ley traería la intervención divina en forma de una guerra quería fin a todos los gobiernos de la Tierra; por tanto, para la ad­misión en la secta se requería un noviciado de dos o tres altos, la renuncia a la propiedad privada y, en muchos casos, al matrimonio. Una vez aceptado el nuevo miembro, traba­jaba en agricultura y artes manuales, pero sobre todo se dedicaba al estudio de las Escrituras. Tenían asambleas co­munitarias y practicaban abluciones diarias y exámenes de conciencia.
El descubrimiento de las cuevas de Qumram nos ha pro­porcionado en estos últimos altos muchos datos acerca de la vida de esta comunidad judía y su partido dentro del pueblo de Israel, más que aquello que tenemos de los fariseos y sa­duceos, aunque éstos habían sido, hasta hoy, más conocidos por las abundantes referencias que de ellos tenemos en el Nuevo Testamento.
Tal era, poco más o menos, el cuadro social, político y re­ligioso de Israel en tiempos de Josefo  y asimismo en tiem­pos de Jesucristo y sus apóstoles , y ello es lo que hace fas­cinantes los  relatos de Josefo, por sus coincidencias con el Nuevo Testamento, que acreditan la veracidad histórica de los libros sagrados.
En el año 64, Josefo fue encargado de ir a Roma con la misión de solicitar la libertad de dos fariseos detenidos por la autoridad romana. Allí fue presentado a Popea, a la que halló bien dispuesta en favor del pueblo Mío, como resultado de los informes que habla recibido de un comediante judío llamado Alitiros. Gracias a Popea, Josefo obtuvo éxito en su demanda: sus compatriotas fariseos fueron puestos en liber­tad y, por añadidura, recibió de la emperatriz algunos re­galos.
Se cree que de esa estancia en Roma provino su senti­miento, si no de lealtad inmediata hacia los romanos, por lo menos la convicción de que el poder romano era invenci­ble, y desafiarlo constituía una locura de los judíos. Cuando, poco después de regresar a Judea, estalló la revuelta del año 66 se puso a su servicio, pero con una confianza ya des­fallecida por anticipado.
A pesar de su convicción pro romana que le presentaba la empresa como una alucinación de los patriotas judíos, no rehuyó su concurso a la lucha. Encargado  seguramente par Josué ben Gamala  de defender Galilea, acaso no puso mu­cho ardor en esa tarea. El lector encontrará en estas páginas cómo fue sitiado por Vespasiano en la fortaleza de Jotapata y las tretas con que se defendió. La rendición fue en condi­ciones poco gloriosas, reputada más bien como vergonzosa por los patriotas judíos, y la acogida que encontró inmedia­tamente ante el vencedor nos hace comprender cuál era su estado de ánimo y la influencia que había recibido de su es­tancia en Roma.
Desde el campo de los romanos pudo enterarse con muchos detalles del sitio de Jerusalén, y desde él instó en vano a los Míos a apresurar su capitulación, pues temía para sus com­patriotas las consecuencias de su terquedad.
Después de la toma y saqueo de la ciudad santa, creyó sensato escapar a la probable venganza de algunos patriotas exaltados que criticaban su conducta, y siguió a Tito a Roma. Allí le fue concedida la ciudadanía romana y tomó el nombre de Flavio (Flavius), como convenía al judío importante que frecuentaba el trato de Vespasiano y de Tito.
Como quiera que se trata de un hambre que sabía mane­jar bien la pluma, tanto cuando escribía en arameo como en griego, los eruditos lamentan que no dé más detalles de las fuentes que utilizó para su trabajo; pero el ser testigo de vista dice mucho en su favor, ya que habla de su experiencia, aunque es de notar que más que historiador es un apologista que acumula deliberadamente hechos de su especial interés.
Josefo fue un hombre de acción, guerrero, estadista y di­plomático. Por fuerza había de teñir con colores personales los hechos que  refiere, de los cuales no ha sido solamente un espectador, sino un actor apasionado.
Josefo repite sus protestas de que ha escrito sólo para quienes aman la verdad. y no para los que se deleitan con relatos ficticios. Advierte que no ha de admirarse tanto la belleza de su estilo como la sujeción a la verdad; pero el he­cho real es que no es un escritor desmañado. Al contrario, emplea con bastante éxito los recursos del arte literario. Y los discursos que pone en boca de algunos de sus personajes son bellos y bien probables, si no literalmente exactos.
Por ello, todos los historiadores a través de veinte siglos, a pesar de las críticas de que han sido objeto su libros, han tenido que recurrir a ellos como una valiosa fuente de infor­mación.
Sobre todo para los cristianos ' las obras de Josefo son de un indudable e inapreciable valor histórico para cotejarlas con los relatos inspirados que tenemos en el Nuevo y aun en el Antiguo Testamento.
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PROLOGO
D E
FLAVIO JOSEFO

A LOS SIETE LIBROS DE LAS GUERRAS DE LOS JUDÍOS

Porque la guerra que los romanos hicieron con los judíos es la mayor de cuantas muestra edad y nuestros tiempos vieron, y mayor que cuantas hemos jamás oído de ciudades contra ciudades y de gentes contra gentes, hay algunos que la escri­ben, no por haberse en ella hallado, recogiendo y juntando cosas vanas e indecentes a las orejas de los que las oyen, a manera de oradores: y los que en ella se hallaron, cuentan cosas falsas, o por ser muy adictos a los romanos, o por abo­rrecer en gran manera a los judíos, atribuyéndoles a las veces en sus escritos vituperio, y otras loándolos y levantándolos; pero no se halla m ellos jamás la verdad que la historia re­quiere; por tanto, yo, Josefo, hijo de Matatías, hebreo, de linaje sacerdote de Jerusalén, pues al principio peleé con los romanos, y después, siendo a ello por necesidad forzado,  me hallé en todo cuanto pasó, he determinado ahora de hacer saber en lengua griega a todos cuantos reconocen el imperio romano, lo mismo que antes había escrito a los bárbaros en lengua de mi patria: Porque cuando, como dije, se movió esta gravísima guerra, estaba con guerras civiles y domésticas muy revuelta la república romana.
Los judíos, esforzados en la edad, pero faltos de juicio, viendo que florecían, no menos en riquezas que en fuerzas grandes, supiéronse servir tan mal ¿el tiempo, que se levan­taron con esperanza de poseer el Oriente, no menos que los romanos con miedo de perderlo, en gran manera se amedren­taron. Pensaron los judíos que se habían de rebelar con ellos contra los romanos todos los demás que de la otra parte del Eufrates estaban. Molestaban a los romanos los galos que les son vecinos: no reposaban los germanos: estaba el universo lleno de discordias después JA imperio de Nerón; había mu­chos que con la ocasión de los tiempos y revueltas tan grandes, pretendían alzarse con el imperio; y los ejércitos todos, por tener esperanza de mayor ganancia, deseaban revolverlo todo.
Por cosa pues, indigna, tuvo que dejar de contar la verdad de lo que en cosas tan grandes pasa, y hacer saber a los partos, a los de Babilonia, a los más apartados árabes y a los de mi nación que viven de la otra parte del Eufrates, y a los adia­benos, por diligencia mía, que tal y cual haya sido el principio de tan gran guerra, y cuántas muertes, y qué estrago de gente pasó en ella, y qué fin tuvo; pues los griegos y muchos de los romanos, aquellos ti lo menos que no siguieron la guerra, engañados con mentiras y con cosas fingidas con lisonja, no lo entienden ni lo alcanzan, y osan escribir historias; las cua­les, según mi parecer, además que no contienen cosa alguna de lo que verdaderamente pasó, pecan también en que Pierden el hilo de la historia, y se pasan a contar otras cosas; Porque queriendo levantar demasiado a los romanos, desprecian en gran manera a los judíos y todas sus cosas. No entiendo, Pues, yo ciertamente cómo pueden parecer grandes los que han aca­bado cosas de poco. No se avergüenzan DEL largo tiempo que en la guerra gastaron, mi de la muchedumbre de romanos que en estas guerras largo tiempo con gran trabajo fueron dete­nidos, mi de la grandeza de los capitanes, cuya gloria, en ver­dad, es menoscabada, si habiendo trabajado y sufrido mucho por ganar a Jerusalén, se les quita porte o algo del loor que, por haber tan Prósperamente acabado cosas tan importantes, merecen.
No he determinado levantar con alabanzas a íos míos, por contradecir a los que dan tanto loor y levantan tanto a los romanos: antes quiero contar los hechos de los amos y de los otros, sin mentira y sin lisonja, conformando las palabras con los hechos, perdonando al dolor y afición en llorar y lamentar las muertes y destrucciones de mi patria y ciudades; porque testigo es de ello el emperador y César Tito, que lo ganó todo, como fue destruido por las discordias grandes de los naturales, los cuales forzaron, juntamente con los tiranos grandes que se habían levantado, que los romanos pusiesen fuego a todo, y abrasasen el sacrosanto templo, teniendo todo el tiempo de la guerra misericordia grande del pobre pueblo, al cual era prohibido hacer lo que quería por aquellos revolvedores sediciosos; y aun muchas veces alargó su cerco más tiempo de lo que fuera necesario, por no destruir la ciudad, solamente Porque los que eran autores de tan gran guerra, tuviesen tiempo para arrepentirse.
Si por ventura alguno viere que hablo mal contra los tira­nos o de ellos, o de los grandes latrocinios y robos que hacían, o que me alargo en lamentar las miserias de mi Patria, algo más de lo que la ley de la verdadera historia requiere, suplícole dé perdón al dolor que a ello me fuerza; porque de todas las ciudades que reconocen y obedecen al imperio de los romanos, no hubo alguno que llegase jamás a la cumbre de toda feli­cidad, sino la nuestra; ni hubo tampoco alguna que tanto mi­seria padeciese, y al fin fuese tan miserablemente destruida.
Si finalmente quisiéramos comparar todas las adversidades y destrucciones que después de criado el universo han acon­tecido con la destrucción de los judíos, todas las otras son ciertamente inferiores y de menos tomo; pero no podemos decir haber sido de ellas autor ni causa hombre alguno ex­traño, por lo cual será imposible dejar de derramar muchas lágrimas y quejas. Si me hallare alguno tan endurecido, y juez tan sin misericordia, las cosas que hallará contadas recíbalas Por historia verdadera; y las lágrimas y llantos atribúyalos al historiador de ellas, aunque con todo puedo maravillarme y aun reprender a los más hábiles y excelentes griegos, que habiendo pasado en sus tiempos cosas tan grandes, con las cuales si queremos comparar todas las guerras pasadas, Parecen muy pequeñas y de poca importancia, se burlan de la elegancia y facundia de los otros, sin hacer ellos algo; de los cuales, aunque Por tener más doctrina y ser más elegantes, los venzan, son todavía ellos vencidos por el buen intento que tuvieron y por haber hecho más que ellos. Escriben ellos los hechos de los asirios y de los medos, como si fueran mal escritos por los historiadores antiguos; y después, viniendo a escribirlos, son vencidos no menos en contar la verdad de lo que en verdad pasó, que lo son también en la orden buena y elegancia; porque trabaja cada uno en escribir lo que había visto y en verdad pasaba; parte por haberse bailado en ello, y parte también por cumplir con eficacia lo que prometían, teniendo por cosa deshonesta mentir entre aquellos que sabían muy bien la verdad de lo que pasaba.
Escribir cosas nuevas y no sabidas antes, y encomendar a los descendientes las cosas que en su tiempo Pasaron, digno es ciertamente de 1oor y digno también que se crea. Por cosa de más ingenio ' y de mayor industria se tiene hacer una historia nueva y de cosas nuevas, que no trocar el orden y dis­posición dada por otro; pero yo, con gastos y con trabajo muy grande, siendo extranjero y de otra nación, quiero hacer historia de las cosas que pasaron, por dejarías en memoria a los griegos y romanos. Los naturales tienen, las bocas abiertas y aparejadas para pleitos para esto tienen sueltas las lenguas, pero para la historia, en la cual han de contar la verdad y han de recoger todo lo que pasó con grande ayuda y tramo, en esto enmudecen, y conceden licencia y poder a los que menos saben y menos pueden, para escribir los hechos y hazañas hechas por los príncipes. Entre nosotros se honra verdad de la historia; ésta entre los griegos es menospre­ciada; contar el principio de los judíos, quiénes hayan sido y de qué manera se libraron de los egipcios, qué tierras y cuán diversas hayan pasado, cuales hayan habitado y cómo hayan de ellas partido, no es cosa que este tiempo la requería, y además de esto, por superfluo e impertinente lo tengo; porque hubo muchos judíos antes de mí que dieron de todo muy verdadera relación en escrituras públicas, y algunos griegos, vertiendo en su lengua lo que habían los otros escrito, no se aportaron muy lejos de la verdad; pero tomaré yo el principio de mi historia donde ellos y nuestros pro­fetas acabaron. Contaré la guerra hecha en mis tiempos con la mayor diligencia y lo más largamente que me fuera Po­sible; lo que pasó antes de mi edad, y es más antiguo, pasa­rélo muy breve y sumariamente. De qué manera Antíoco, llamado Epifanes, habiendo ganado a Jerusalén, y habiéndola tenido tres años y seis meses bajo de su imperio, fue echado de ella por los hijos de Asamoneo; después, cómo los descen­dientes de éstos, por disensiones grandes que sobre el reino tuvieron, movieron a Pompeyo y a los romanos que viniesen a desposeerlos y privarles de su libertad. De qué manera He­rodes, hijo de Antipatro, dio fín a la Prosperidad y potencia de ellos, con la ayuda y socorro de Sosio. Cómo también, des­pués de muerto Herodes, nació la discordia entre ellos y el pueblo, siendo emperador Augusto, y gobernando las pro­vincias y tierras de Judea Quintilio Varón; qué guerra se levantó a los doce años del imperio de Nerón, de cuántas cosas y daños fue causa Cestio, cuántas cosas ganaron los judíos luego en el principio, de qué manera fortalecieron su gente  natural, y cómo Nerón, Por causa del daño recibido por Cestio, temiendo mucho al estado del universo, hizo capitán general a Vespasiano, y éste después entró por Judea con el hijo mayor que tenía, y con cuán grande ejército de gente romana, cuan gran porte de la gente que de socorro tenía fue muerta por todo Galilea, y cómo tomó de ella algunas ciudades Por fuerza y otras por habérsele entregado.
Contaré también brevemente la disciplina y usanza de los romanos en las cosas de la guerra; el cuidado que de sus cosas tienen; la largura y espacio de las dos Galileas, y su naturaleza; los fines y términos de Judea. Diré particular­mente la calidad de esta tierra, las lagunas, las fuentes; los males que lo ciudades que por fuerza tomaron, Padecieron, y en contarlo no pasaré de lo que a la verdad fielmente he visto y aun padecido; no callaré mis miserias y desdichas, pues las cuento a quien las sabe y las vio.
Después, estando ya el estado de los judíos muy que­branto, cómo Nerón murió, y cómo Vespasiano, habiendo tomado su camino hacia Jerusalén, fue detenido por causa del imperio; las señales que lo fueron mostrados por decla­ración de su imperio; las mutaciones y revueltos que hubo en Roma, y cómo fue declarado emperador, contra su voluntad, por toda lo gente de guerra, y cómo partiendo después para Egipto, por reformar las cosas del emperio, fue perturbado el estado y todas las cosas de los judíos por revueltas y sedi­ciones domésticas; de qué manera fueron sujetados a tiranos, y cómo éstos después los movieron a discordias y sediciones muy grandes. Volviendo Tito después de Egipto, vino dos veces contra Judea, y entró las tierras; de qué manera juntó su ejército, y en qué lugar; cuántas veces fue la ciudad afli­gida, estando él Presente, con internas sediciones; los montes o caballeros que contra la ciudad levantó. Diré también la grandeza y cerco de los muros; la munición y fortaleza de la ciudad; la disposición y orden del templo; el espacio del altar y su medida; contaré algunas costumbres de la fiestas, y las siete lustraciones y oficios del sacerdote.
Hablaré de las vestiduras del Pontífice, y de qué manera eran las cosas santas del templo también lo contaré, sin co­llar de todo algo, y sin añadir palabra en todo cuanto había.
Declararé después la crueldad de los tiranos que en Judea se levantaron con sus mismos naturales; la humanidad y cle­mencia de los romanos con la gente extranjera; cuántas veces Tito, deseando guardar la ciudad y conservar el templo, com­pelió a los revolvedores a buscar y pedir la paz y la con­cordia.
Daré particular razón y cuenta de las llagas y desdichas de todo el pueblo, y cuántos males sufrieron, unas veces por guerra, otras por sediciones y revueltos, otras por hambre, y cómo a la postre fueron presas. No dejaré de contar las muertes de los que huían, mí el castigo y suplicio que los cautivos recibieron; menos cómo fue quemado, contra la vo­luntad de César, todo el templo; cuánto tesoro y cuán gran­des riquezas con el fuego perecieron, mí la general matanza y destrucción de la principal ciudad, en la cual todo el estado de Judea cargaba.
Contaré las señales y portentos maravillosos que antes de acontecer casos tan horrendos se mostraron; cómo fueron cautivados y presos los tiranos, y quiénes fueron los que vinieron en servidumbre, y cuán gran muchedumbre; qué fortuna hubieron finalmente todos. Cómo los romanos pro­siguieron su victoria, y derribaron de raíz todos los fuertes y defensas de los judíos, y cómo ganando Tito todas estas tierras, las redujo a su mandato, y su vuelta después a Italia, y luego su triunfo.
Todo esto que he dicho, lo be escrito en siete libros, más por causa de los que desean saber la verdad, que por los que con ello se huelgan, trabajando que no pueda ser vituperado por los que saben cómo pasaron tales cosas, ni por los que en ella se hallaron. Daré Principio a mi historia cm el mismo orden que sumariamente lo he contado.
***
VIDA

DE

FLAVIO JOSEFO

No soy yo de bajo linaje, sino vengo por línea antigua de sacerdotes: y, ciertamente, tener derecho de sacerdote y parentesco con ellos es testimonio entre nosotros de ilustre linaje, así como entre otros son otras las causas que hay para juzgar de la nobleza; y yo, no solamente traigo mi origen de linaje de sacerdotes, sino de la principal familia de aquellas veinticuatro, entre las cuales hay no pequeña diferencia: y también por la parte de mi madre soy de casta real, porque la casa de los Asamoneos, de donde ella desciende, tuvo mucho tiempo el reino y sacerdocio de nuestra nación. Ahora contaré sucesivamente el orden de mi genealogía.

Mi cuarto abuelo fue Simón, por sobrenombre Psello, en tiempo que Hircano, el primero de este nombre, hijo del pontífice Simón, tuvo el sumo sacerdocio. Este Simón Psello tuvo nueve hijos, y uno de ellos fue mi tatarabuelo, Matías de Aphlie por sobrenombre: éste hubo de una hija del sumo pontífice Jonathás a Mattía Curto, mi bisabuelo, el primer año del pontificado del príncipe Hircano: este Mattía Curto engendró a Josefo, mi abuelo, a los nueve años del reino de Alejandro, el cual engendró a Matatías a los diez años que Archelao, reinaba. Este Matatías me engendró a mí el primer año del imperio de Cayo César; y yo tengo tres hijos, de los cuales el mayor, que se llama Hircano, nació el cuarto año del emperador Vespasiano; luego al séptimo año me nació otro llamado justo, y al noveno año otro, que se dice Agripa.

He trasladado aquí, sin hacer caso de las calumnias de gente desvergonzada, esta sucesión de mi linaje, como está sentada en los padrones públicos que hay de los linajes.

Mi padre, pues, Matatías, fue hombre tenido en mucho, no sólo por su nobleza, pero mucho más por su virtud, por cuya causa fue conocido en toda Jerusalén cuan grande es. Yo, desde mi niñez, con un hermano mío de padre y madre, llamado Matatías, anduve al estudio, y aproveché notable­mente, y di muestra de aventajarme tanto en entendimiento y memoria, que cuando había catorce años, ya tenía fama de letrado, y tomaban consejo conmigo los pontífices y princi­pales del pueblo sobre el sentido más entrañable de la ley. Después, ya que entré en los dieciséis años de mi edad, deter­miné ver a qué sabían las sectas que había entre nosotros, que, como hemos dicho, eran tres: de fariseos, de saduceos y de esonios; porque pensaba elegiría después con mayor faci­lidad alguna de ellas, si todas las supiese. Así que caminé por todas tres con mal comer, peor vestir y con grande tra­bajo, y no contento aún con esta experiencia, como oí decir de un hombre llamado Bano, que vivía en el desierto, vis­tiéndose del aparejo que hallaba en los árboles y sustentándose de cosas que de suyo produce la tierra, y bañándose, por con­servar la castidad, muy a menudo de noche y de día en agua fría, comencé a imitar la forma de vivir de éste, y gasté tres años en su compañía, y después de haber alcanzado lo que deseaba, volvime a la ciudad. Ya tenía diecinueve años cuan­do comencé a vivir en la ciudad, y apliquéme a guardar los estatutos de los fariseos, que son los que más de cerca se llegan a la secta de los estoicos entre los griegos.
Cuando cumplí veintiséis años sucedió que hube de ir a Roma por la causa que diré: en tiempo que Félix era procu­rador de Judea, envió a Roma presos, por culpa harto liviana, a unos sacerdotes, mis amigos, hombres de bien y honestos, para que allí tratasen su causa delante del César: yo, por librarles en alguna manera del peligro, principalmente por­que entendí que no hablan dejado de tener cuidado en lo que tocaba a la religión, aunque puestos en trabajo, y que sustentaban su vida con unas nueces y unos higos, vine a Roma, pasando hartos peligros en la mar, porque la nao en que íbamos se anegó en medio del mar Adriático, y andu­vimos nadando toda la noche seiscientos hombres, y a la mañana Dios nos favoreció, y vimos un navío del puerto de Cirene, que recogió casi a ochenta de nosotros, los que nadando tuvimos mejor dicha. De esta manera escapé, y lle­gué a Dicearchiaii o Puteolos, como los italianos más quie­ren llamarlo, y tomé conversación con un representante de comedias, llamado Alituro, que era judío de linaje, y Nerán le quería bien.
Por medio de éste, luego que fui conocido de Popea, mujer del emperador, alcancé, por respeto suyo, que fuesen dados por libres los sacerdotes y otras grandes mercedes que ella me hizo, y así torné a mi tierra.
Allí hallé que crecían ya los deseos de las novedades, y que muchos tenían ojo a rebelarse contra el pueblo romano, y yo procuraba reducir a los alborotadores a que considerasen mejor lo que hacían, poniéndoles delante la gente con quien habían de tener guerra, es a saber, los romanos, con los cuales no igualaban ni en saber tratar las cosas de la guerra, ni en la buena dicha, y amonestábales que no pusiesen por su desvarío e imprudencia en peligro a su tierra, a sí mismos y a los suyos: de esta manera los apartaba cuanto podía de aquel propósito, teniendo consideración al fin desventurado de la guerra, y con todo, ninguna cosa aproveché, tanta era entonces la locura de aquellos desesperados.
Temiendo, pues, caer en odio y sospecha que de mí te­nían, como favorecedor de los enemigos, repitiéndoles de continuo unas mismas razones, o que por esta causa me prenderían o matarían, metíme en el templo de más aden­tro, ya que el castillo Antonia era tomado. Después, luego que fue muerto Manahemo y los principales del bando de los ladrones, tomé a salir del templo, y trataba con los pon­tífices y con la gente principal de los fariseos, que estaban con harto miedo; porque veíamos haberse puesto en armas el pueblo, y nosotros no sabíamos qué hacernos. Y como no pudiésemos refrenar a los movedores del alboroto, fingíamos por una parte, por cuanto el negocio no carecía de peligro, que nos parecía bien su determinación; por otra les dábamos por aviso, que se detuviesen y dejasen ir al enemigo, porque esperábamos vendría en breve Gessio con buen ejército y pacificaría aquellas alteraciones.
Vuelto Gessio, murió con muchos de los suyos en la pelea que entre ellos hubo, la muerte de los cuales fue causa de toda la desventura de nuestra nación, porque luego les creció el ánimo a los autores de la guerra, esperando que sin duda vencerían a los romanos: en el cual tiempo sucedió otra cosa. Los de las ciudades comarcanas de la Siria prendieron a los judíos que moraban dentro de unas mismas murallas con ellos, y degolláronlos a todos con sus mujeres e hijos, sin haber cometido delito alguno por que lo mereciesen; porque ni les habla pasado por el pensamiento levantarse contra los romanos, ni contra ellos particularmente habían inventado cosa alguna; pero entre todos los demás se aventajó la per­versa crueldad de los escitopolitasiii; porque como los judíos que moraban fuera de su tierra les hiciesen guerra, obligaron a los judíos que tenían dentro de ella a tomar armas contra los otros, siendo de su tribu, lo cual es cosa prohibida por nuestra ley, y con ayuda de ellos desbarataron a los enemigos. Después de la victoria olvidáronse de guardar la fidelidad que debían a sus compañeros que tenían en sus casas y tie­rras, y matáronlos a todos, siendo muchos millares de hom­bres los de aquella gente.
No fueron tratados con más mansedumbre los judíos que vivían en Damasco; pero esto harto prolijamente lo contamos en los libros de la Guerra Judaica; ahora solamente hice mención de aquellas malas venturas, por que sepa el lec­tor haber venido nuestra gente a aquella guerra, no de su propia gana, sino por fuerza.
Siendo, pues, desbaratado el ejército de Gessio, como vie­sen los principales de Jerusalén que tenían abundancia de armas los ladrones y todos los otros turbadores de la paz, temiendo, por estar ellos desarmados, los sujetasen los ene­migos, como después aconteció, y entendiendo que aun no se había rebelado contra los romanos Galilea toda, pero que parte de ella estaba entonces sosegada, enviáronme a allá, y a otros dos sacerdotes, hombres de buena fama y honestos, llamados Joazaro y Judas, para que persuadiésemos a aque­llos malos hombres a que dejasen la guerra, y les diésemos a entender que era mejor encomendarla a los principales de la nación: que bien les parecía estuviesen siempre apercibidos con sus armas para lo porvenir; mas que debían esperar hasta saber de cierto lo que los romanos tenían en voluntad.
Con este despacho vine a Galilea, y hallé en gran peligro a los seforitasiv por defender su tierra de la fuerza de los galileos, que la querían destruir porque perseveraban en la amistad del pueblo romano y eran leales a Senio Galo, gober­nador que era entonces de Siria, y díjeles que se asegurasen y apaciguasen a la muchedumbre que los ofendía, y consen­tirles que enviasen cuando quisiesen a Dora (ésta es una ciu­dad de Fenicia) por los rehenes que habían dado a Gessio: a los de Tiberíades hallé que estaban ya puestos en armas por razón de esto que diré.
Había en esta ciudad tres parcialidades, una de los nobles, cuya cabeza era Julio Capela, éste y los que le seguían, es a saber, Herodes Mar¡, Herodes Gamali, Compso Compsi (porque Crispo, hermano de éste, a quien Agripa el mayor había hecho gobernador de aquella ciudad muchos años ha­cía, estaba a la sazón en su hacienda de la otra parte del Jordán); todos estos eran autores de que permaneciesen en la fidelidad del rey y del pueblo romanov; sólo Pisto, entre la gente noble, no era de este parecer por amor de su hijo Justo. La otra parcialidad era de gente común y baja, deter­minada a que se habla de mover la guerra: en la tercera par­cialidad era el principal justo, hijo de Pisto, que por una parte fingía estar dudoso en lo de la guerra; por la otra deseaba secretamente que hubiese alguna alteración y mu­danza en los negocios, con cuya ocasión él esperaba hacerse más poderoso. Así que salió en público a hablarles, y pro­curaba mostrar al pueblo cómo su ciudad siempre había sido contada entre las de la provincia de Galilea, y que había sido cabeza de aquella provincia en tiempo del rey Herodes el Tetrarcabvi, que fue el que la fundó e hizo a Séforis sujeta a su jurisdicción: que siempre habla estado en esta preemi­nencia, aunque debajo del imperio de Agripa el viejo, hasta el tiempo de Felice, gobernador de Judea, y que ahora al cabo, después que el emperador Nerón la dió a Agripa el mozo, había perdido el ser cabeza de la provincia; porque luego Séforis había sido antepuesta a toda la provincia, desde que comenzó a estar debajo de la obediencia de los romanos, y hablan dejado en ella los archivos y mesa realvii. Con estas y otras muchas cosas que dijo contra el rey, alteró el pueblo a que se rebelase, y deciales ser ahora el tiempo que convenía para tomar las armas, y hacer su liga con las otras ciudades de Galilea, y restituirse en su preeminencia con el favor que todos les darían, a causa que aborrecían a los seforitas, a los cuales debían, de buena gana, destruir, por estar tan por­fiadamente asidos a la amistad de los romanos, y que con todas fuerzas se habían de ayudar para esta demanda. Dicho esto, movió al pueblo, porque era elocuente, y venció con los embustes de sus palabras a los que daban más sano consejo, porque también sabía disciplinas griegas; confiado en las cuales se atrevió a escribir la historia de lo que entonces pasó, por desfigurar la verdad: mas de la maldad de éste, y de qué manera él y su hermano casi echaron a perder su patria, en el proceso adelante lo contaremos. Entonces justo, persuadido que hubo a los de su ciudad, y forzado a algunos a tomar las armas, salió con todos, y quemaba las aldeas de los hyp­penos y gadarenos, que confinan con la tierra de Tiberíades y de los escitopolitas.
Mientras pasaba esto en Tiberíades, estaban las cosas de los giscalos en este estado: Juan, hijo de Levi, viendo que algu­nos de sus ciudadanos querían, feroces, echar de sí el yugo de los romanos, procuró retenerlos en la lealtad y en lo que eran obligados según virtud, y no pudo en ninguna manera hacerlo.
Entretanto, los pueblos vecinos de los gadarenos, gabara­ganeos y de los de Tiro, juntaron un grande ejército y vinieron sobre Giscala, tomáronla, y quemada y destruida, se volvieron a su casa: con esta injuria se le encendió a Juan la cólera, e hizo tomar armas a todos los de su tierra, y habiendo peleado con los dichos pueblos, reedificó su ciudad y, por que estuviese más segura, fortifícóla de muralla a la redonda.
Los de Gamala perseveraban en la fidelidad de los roma­nos por esta causa: Filipo, hijo de Jacírno, mayordomo del rey Agripa, escabulléndose, sin esperarlo él, mientras combatían la casa real de Jerusalén, cayó en peligro de ser degollado por Manahemo y por los ladrones, sus compañeros; mas salvóse por intervenir ciertos parientes suyos de Babilonia, que esta­ban entonces en Jerusalén, y huyó cinco días después, disfra­zado por no ser conocido; y como llegase a un pueblo suyo, que está cerca del castillo de Gamala, hizo venir allí a muchos de sus súbditos.
Entretanto, acontecióle una cosa de milagro, que fue causa de que de otra manera pereciera. Dióle de súbito una calen­tura, y escribió unas cartas para Agripa y Bernice, y diólas a un esclavo suyo horro para que las diese a Baro, porque a éste hablan a la sazón dejado encargada su casa el rey y la reina, y ellos habían ido a Berito a salir al camino a Gessio. Baro, recibidas las cartas de Filipo y entendido que se había salvado, pesóle de ello mucho, temiendo que en adelante, por estar Filipo sano y salvo, no habrían menester el rey y la reina servirse más de él: hizo, pues, parecer al hombre que trajo las cartas delante del pueblo, y acusólo como a falsario y que había fingido la nueva que había traído, porque Filipo estaba en Jerusalén con los judíos haciendo la guerra contra los romanos, y así lo hizo condenar a muerte. Filipo, como no volviese el hombre que envió, y no supiese la causa, tornó a enviar otro con otras cartas para saber lo que al primero había acontecido o por qué tardaba en volver; pero Baro buscó a éste achaques por donde también lo mató, porque los sirios que moraban en Cesárea lo habían alentado para que pro­curase estar más alto, diciéndole que Agripa había de morir a manos de los romanos por haberse rebelado los judíos, y le habían de dar a él el reino por el parentesco que él tenía con los reyes, porque claro estaba que Baro era de linaje real, pues descendía del Sohemo, rey del Líbano. Este, pues, le­vantado con esta esperanza, detuvo en su poder las cartas, recatándose mucho no viniesen a manos del rey, y tenía guar­das en todos los caminos, porque escabulléndose alguno se­cretamente hiciese saber al rey lo que pasaba, y mataba muchos de los judíos por complacer a los sirios que moraban en Cesá­rea; y aun mando en Bathanea determinó, con ayuda de los traconitas, dar sobre los judíos llamados babilonios, que mo­raban en Batira, y haciendo parecer ante sí a doce judíos, los más principales de los de Cesárea, mandóles que fuesen allá y dijesen de su parte a los judíos que les habían dicho que ellos andaban ordenando levantarse contra el rey, mas porque no quería creerlo, les avisaba que dejasen las armas; porque haciéndolo así, sería prueba muy cierta que con razón no habla dado crédito a los rumores falsos; mandóles también decir que era menester que enviasen setenta varones de los más principales que respondiesen al delito de que estaban acu­sados. I licieron aquellos doce lo que les fue mandado, y como viniesen a los de su nación que moraban en Batira y hallasen que ninguna cosa ordenaban de nuevo, hicieron con ellos que enviasen los setenta varones; viniendo éstos con los doce em­bajadores a Cesárea, saliéndoles a recibir Baro al camino, acom­pañado de la guarda del rey, los mató a ellos y a los mismos embajadores, y luego prosiguió su camino para ir contra los judíos que moraban en Batira; pero primero que él, llegó uno de aquellos setenta que por dicha se escapó, y avisados con esta nueva, tomadas de presto sus armas, se recogieron con sus mujeres e hijos a la villa de Gamala, dejando en sus pueblos muchas riquezas y gran número de ganados.
Cuando oyó esto Filipo fuese también él allá, y como lo vió venir la gente, daban todos voces que tuviese por bien ser su capitán y encargarse de la guerra contra Baro y los sirios de Cesárea, porque había habido fama que éstos habían muerto al rey; pero Filipo reprirnióles el ímpetu, trayéndoles a la memoria las buenas obras que del rey habían recibido, y además de esto, cuán grande era la pujanza de los roma­nos y que se corría grande peligro en provocarlos de tal suerte, como era rebelándose. De esta manera pudo más el consejo de este varón.
Como el rey sintiese que Baro quería matar a los judíos que estaban en Cesárea con sus mujeres e hijos, que eran muchos millares, envióle por sucesor a Equo Modio, como en otra parte se ha dicho; y Filipo conservó a Gamala y la región comarcana en la ¡ealtad con los romanos.
En este tiempo, como yo viniese a Galilea, sabidas estas cosas por nueva cierta, escribí al Concilio de Jerusalén, que­riendo saber de ellos qué era lo que me mandaba. Fuéme respondido que me quedase en Galilea, y que entendiese en defenderla, y detuviese conmigo también a mis compañeros, si a ellos les pareciese; éstos, después de haber cogido muchos dineros de las décimas que por ser sacerdotes se les daban y debían, determinaban volverse a su tierra; pero rogándoles yo que se detuviesen conmigo, hasta que hubiésemos dado orden y asiento en todas las cosas, fácilmente vinieron en ello. Partien­do, pues, con ellos de Séforis, vine a Bethmaunte, que está cua­tro estadios de Tiberíades, y a los principales de aquel pueblo, los cuales, después que vinieron, y entre ellos justo también, díjeles que yo y mis compañeros veníamos por embajadores del pueblo de Jerusalén para tratar con ellos de derribar el palacio que había edificado allí el tetrarca Herodes, y adornado de di­versas pinturas de animales, pues que sabían que aquello era vedado en nuestras leyes; y rogábales que lo más presto que ser pudiese nos diesen lugar para hacerlo, lo cual, aunque lo rehusa­ron muy grande rato Capella y los de su bando, al fin, porfian­do mucho, acabamos con ellos que consintiesen.
Entretanto que nosotros estábamos en esta porfía, Jesús hijo de Safias, capitán de un bando de marineros y hombres pobres, juntando consigo muchos galileos, había puesto fuego al palacio, creyendo sacar de allí buen despojo porque habla visto ciertos adornos de él dorados, y robaron muchas cosas más de las que a nosotros nos parecía. Después de haber nos­otros hablado con Capella y con los principales de los Tibe­ríades en Bethinaunte, nos fuimos a los lugares más altos de Galilea. Entonces los de la parcialidad de Jesús mataron todos los griegos que moraban en aquella ciudad y cuantos habían tenido antes de aquella guerra por enemigos.
Yo, cuando oí esto, descendí muy enojado a Tíberíades y trabajé por recuperar todo lo que pude de la hacienda del rey, que había sido robada, así como candeleros de Corinto, mesas reales y Iran copia de plata por labrar, y todo lo que cobré determine tenerlo guardado para el rey. Llamados, pues, diez de los mejores del Senado, y Capella, hijo de Antylo, les entregué aquellos vasos, mandándoles que no los diesen a nadie sin mi consentimiento; de allí vine con mis compañeros a Giscala, a casa de Juan, a saber qué pensamiento era el suyo, y luego hallé que, con deseo de revueltas y novedades, procuraba alzarse con la tierra; porque me rogaba que le dejase llevar el trigo de Usar, que estaba depositado en las aldeas de Galilea la superior, diciendo que quería gastarlo en edificar los muros de su tierra; pero como yo oliese sus pen­samientos y lo que pretendía, dije que en ninguna manera se lo consentiría. Mi pensamiento era tener guardado aquel trigo, o para los romanos, o para mí mismo, porque tenía yo el cargo de aquella región que me había encomendado la ciudad de Jerusalén. Como de mí ninguna cosa alcanzase, habló sobre este negocio a mis compañeros, los cuales, sin tener cuenta con lo que será, y codiciosos de cohechos, por presentes que les hizo, le pusieron en las manos todo el trigo de aquella provincia, porque yo no pude ponerme contra dos.
Después Juan se aprovechó de otro engaño, porque decía que los judíos que moraban en Cesárea de Filipo, estando por mandamiento M rey, a quien eran sujetos, detenidos dentro de los muros, quejándose que les faltaba aceite limpio, se lo pedían a él porque no les fuese forzado usar del de los griegos contra su costumbre; pero no decía él estas cosas por tener respeto a la religión, sino vencido con codicia de torpe ga­nancia; porque sabiendo que en Cesárea se vendían dos sex­tarios por una dracma, y en Giscala ochenta sextarios por cuatro dracmas, envióles todo el aceite que allí habla, dándole yo lugar a ello, como él quería, que pareciese que lo daba; porque no lo consentía de voluntad, sino por miedo de que si le fuera a la mano, me apedreara el pueblo.
Después que estuve por ello, valióle a Juan muchos dineros esta mala obra; de aquí envié mis compañeros a Jerusalén, y en adelante me ocupé sólo en aderezar armas y fortalecer las ciudades. Después, haciendo llamar los más esforzados de los salteadores, como vi que no había remedio que dejasen las armas, acabé con la muchedumbre, que los tomasen a sueldo, dándoles a entender cómo era más provecho para ellos tenerlos así, que no que les destruyesen la tierra con robos, y de esta manera los despedí, habiéndome prometido debajo de jura­mento que no entrarían en nuestra región sino cuando fuesen llamados, o cuando no les quisiesen pagar su sueldo; mandéles primero que se guardasen de hacer injuria a los romanos y a os oradores de aquella región; sobre todo más procuré tener a Galilea en paz; y como quisiese, debajo de título de amistad, tener como prendados a los principales de aquella región, que eran casi setenta, de que me guardarían lealtad, haciéndome amigo con ellos, los tomé por compañeros y anegados en lo que se había de juzgar, determinando las más de las cosas por su parecer; llevando cuidado en la delantera, de que por no mirar no me apartase de la justicia, y de guardarme de ser sobornado con presentes.
Siendo, pues, de edad de treinta años, en la cual, ya que uno refrene sus torpes deseos, con dificultad se escapa de la envidia de los calumniadores, principalmente si tienen gran mando, a ninguna mujer hice fuerza, ni consentí que cosa alguna me diesen; porque de nada tenía necesidad, antes ofre­ciéndome las décimas, que como a sacerdote se me debían, no las quise recibir; pero recibí parte de los despojos de la victoria que hubimos de los sirios que allí moraban, la cual confieso que envié a mis parientes a Jerusalén; y aunque torné por fuerza de armas a los seforitas dos veces, a los tiberienses cuatro, a los gadarenses una, y hube en mi poder a Juan, que muchas veces me había urdido traición, ni de él ni de ninguno de los pueblos que he dicho consentí que tomase castigo, como contaremos en el proceso de la historia; por lo cual pienso que Dios, que tiene cuenta con las buenas obras, me libró en­tonces de lo que me andaban urdiendo mis enemigos, y después muchas veces de muchos peligros, como se dirá en su lugar.
Y era tan grande la lealtad y amor que me tenía el vulgo de los galileos, que habiéndoles tomado sus ciudades, y ¡le­vídoles cautivas sus familias, más era el cuidado que tenían de ponerme a mi en cobro, que no en llorar sus desventuras. Viendo esto Juan, hubo envidia de ello, y rogóme por sus cartas que le diese licencia, porque estaba mal dispuesto, para irse a recrear a los baños de Tiberíades, la cual yo le di de buena voluntad, no sospechando cosa alguna, y aun escribí a aquellos a quienes yo había encomendado la gobernación de la ciudad, que le aparejasen posada para él y sus compañeros y todo lo necesario para su honesto mantenimiento; yo en­tonces moraba en una villa de Galilea que se dice Caná.
Juan, después que vino a Tiberíades, trató con los de la ciudad, para que olvidando la palabra que me habían dado, se uniesen con él; y muchos hicieron de buena gana lo que les rogó, porque eran hombres amigos de novedades y codi­ciosos de mudanzas, e inclinados a revueltas y disensiones, y principalmente a Justo y a su padre Pisto les vino esto a pedir de boca, porque tenían gran deseo de dejarme a mi, y pa­sarse con Juan; pero viniendo yo entretanto, hice no llegase a efecto, porque Sila, a quien yo había puesto por gobernador de Tiberíades, me envió un mensajero a hacerme saber la voluntad de aquella gente, y avisarme que me diese prisa, porque de otra manera la ciudad vendría presto a poder de otros.
Leídas, pues, las cartas de Sila, tomé doscientos hombres en mi compañía, y caminé toda la noche, enviando el mensa­jero delante que hiciese saber mi venida a los tiberienses; por la mañana, estando ya muy cerca de la ciudad, salióme el pueblo a recibir, y Juan entre ellos, el cual, como me saludase con rostro muy demudado, recelándose que, descubierto en lo que andaba, corriese peligro de la vida, fuese corriendo a su posada, y como yo llegase al teatro, despedidos los de mi guarda, que no dejé sino uno, y con él diez hombres armados, comencé a hablar al Ayuntamiento de los tiberienses desde un lugar alto, y amonestábales que no se amotinasen tan presto, porque de otra manera se arrepentirían antes de mucho a de haber cumplido su palabra; y que nadie les creería de allí en adelante de ligero, y con razón, teniéndoles por sospechosos, por haber faltado entonces a lo que prometieron.
Apenas había acabado de decir esto, cuando oí a uno de los míos decirme que descendiese, porque no era tiempo de ganar la voluntad de los tiberienses, sino de mirar por lo que tocaba a mi propia seguridad, y cómo librarme de mis ene­migos. Porque después que Juan supo que yo estaba casi solo, escogiendo de los mil soldados que tenía aquellos de quienes más se fiaba, los había enviado para que me matasen, y ya estaban en el camino. Pusieran en obra su maldad si de presto no saltara de allí abajo con Jacobo uno de los de mi guarda, recogiéndome Herodes, natural de Tiberiades, el cual, llevándome al lago, entré en un navío que a dicha estaba allí; y habiendo escapado de las manos de mis enemigos, lo cual nunca pensé, llegué a Taricheas.
Los moradores de aquella ciudad, cuando oyeron la poca lealtad de los de Tiberíades, enojáronse en gran manera, y echando mano a las armas, me rogaron que fuese por su capitán contra ellos, diciendo que querían vengar la injuria de haber ofendido a su capitán; y publicaban esta maldad por toda Galilea, para que todos se levantasen contra los de Tiberíades, rogándoles que todos se viniesen a Taricheas, para hacer, con consentimiento de su capitán, lo que les pare­ciese; de manera que de toda Galilea acudieron con sus armas, rogándome con mucha importunidad que fuese sobre Tibe­ríades, y tomada por fuerza de armas, la pusiese por el suelo, y vendiese en almoneda los moradores con todas sus familias. Lo mismo me aconsejaban también mis amigos, que se habían escapado de Tiberíades; pero yo no lo consentí, teniendo por mal hecho comenzar guerra civil, y pareciéndome que una contienda como aquélla no se debla extender a más que a palabras, y aun decíales que a ellos tampoco les venia bien que se matasen unos a otros entre sí a vista de los romanos. Al fin, con esta razón se amansó la ira de los galileos.
Y Juan, después que no le sucedieron sus lazos corno quería, temió le viniese algún mal, y tomando la gente de armas que tenía consigo, dejó a Tiberíades y se fue a Giscala; de allí me escribió excusándose de lo que había pasado, que él no había sido parte en ello, y rogábame que ninguna sos­pecha tuviese de él, haciendo juramentos y echándose crueles maldiciones para que diese más crédito a lo que me escribía.
Pero los galileos, habiéndose juntado otra vez gran número de ellos de toda la región, con sus armas, entendiendo cuán mal hombre era aquél y perjuro, me rogaban que los llevase contra él, prometiéndome que a él lo quitarían del mundo y asolarían a su tierra Giscala. Dadas, pues, las gracias por el favor, les pro­metí que trabajaría por no deberles nada en amistad y buenas obras; pero rogábales que no diesen más lugar a la ira y me per­donasen, porque tenía por mejor sosegar los alborotos sin muer­tes. Esto pareció bien a los galileos, y luego vinimos a Séforis.
Los de la villa que estaban determinados a permanecer leales al pueblo romano, temiendo mi venida, procuraron ocu­parme en otros negocios para vivir ellos más seguramente, y enviaron un mensajero a Jesu, capitán de ladrones, que moraba en los confines de Ptolemayda, prometiéndole mu­chos dineros si con los ochocientos hombres que mantenía nos hiciese guerra. El, movido por lo que le prometían, quiso dar 3obre nosotros, que estábamos sin tal pensamiento, y tomarnos desapercibidos. Así que envióme a rogar con un mensajero que le diese licencia para venirme a hablar; lo cual alcanzado, por­que yo no había sentido la traición, tomando la compañía de ladrones, se dio prisa en el camino; pero no salió con la maldad que había intentado, porque como estuviese ya cerca uno de los de su compañía, que se le amotinó, me hizo saber su pensamiento; como yo le oí, salí a la plaza, fingiendo que ninguna cosa sabia de la traición, y conmigo todos los galileos con sus armas y algunos de los tiberienses.
Después de esto, habiendo puesto guardas en los cami­nos, mandé a los que guardaban las puertas que, viniendo Jesu, le dejasen entrar con solos los primeros, y a los demás cerrasen las puertas; y si se pusiesen en querer entrar por la fuerza, que a cuchilladas se lo impidieran; los cuales hacién­dolo como se lo habían mandado, entró Jesu con pocos, y mandándole yo que luego soltase las armas si no quería morir, viéndose cercado de armados, obedeció. Entonces los que venían con él, que quedaban fuera, como sintieron que su capitán era preso, luego se fueron huyendo; y yo, tomando aparte a Jesu, de mí a él le dije que bien sabía la traición que me tenía armada, y quiénes eran los que habían sido causa de que se ordenase; pero que yo le perdonaría su yerro si, mudado el pensamiento, quisiese serme leal en adelante; el cual, pro­metiéndomelo, le solté, dándole licencia que tornase a recoger la gente que antes tenía, y amenacé a los de Séforis que me lo pagarían si en adelante no viviesen sosegados.
Por el mismo tiempo vinieron a mí dos vasallos del rey de los Grandes de Trachonitide, y venían con ellos sus escuderos de a caballo, y traían armas y dineros. Como los judíos apre­miasen a éstos que se circuncidasen si querían tratar con ellos, no consentí que se les hiciese enojo alguno, afirmando que era menester que cada uno sirviese a Dios de su propia voluntad, y no forzado; y que no se había de dar ocasión en que les pesase a los otros haberse acogido a nosotros por su seguridad; y habien­do persuadido de esta manera a la muchedumbre, diles abundan­temente a aquellos varones de comer a su costumbre.
Entretanto, el rey Agripa envió gente, y por capitán de ella a Equo Modio, para que tomasen por fuerza el castillo de Magdala; pero no atreviéndose a ponerle cerco, teniendo los caminos tomados, hacían el mal que podían a Gamala; y Ebucio de Cardacho, que tuvo la gobernación del Campo Grande, oído que yo había venido a la villa de Simoníada, que está en los fines de Galilea, y de ella sesenta estadios, tomando de noche cien de a caballo que tenía consigo, y casi doscientos de a pie, y los gabenses que habían venido en su ayuda, cami­nando de noche, llegaron a aquella villa. Contra el cual, como yo sacase un gran ejército de los míos, procuró sacarnos a un llano, confiando en los de a caballo; pero ninguna cosa le aprovechó por no querer yo moverme de mi lugar, porque vela que él había de llevar lo mejor si, llevando yo gente toda de a pie, descendiese con él en campo raso. Y después que Ebucio peleó valientemente un buen rato, viendo al fin que en aquel lugar no se podía aprovechar cosa alguna de los ca­ballos, dada señal a los suyos que se recogiesen, se fue a Gaba, sin dejar hecho nada, habiendo perdido solamente tres en la refriega; pero yo fui en su alcance con dos mil hombres de armas, y como viniese a Besara, la cual villa está en los confines de Ptolemayda, a veinte estadios de Gaba, donde es­taba entonces Ebucio, habiendo aposentado mi gente fuera por los caminos, para que estuviésemos seguros que no diesen sobre nosotros los enemigos hasta que hubiésemos llevado el trigo, de que se habla traído allí gran copia de las villas co­marcanas de la reina Berenice; y así cargué muchos camellos y asnos que para esto habla traído, y envié aquel tributo a Ga­lilea; después que fue este negocio acabado, di campo abierto a Ebucio para que pudiese pelear. Y como él no se atreviese, atemorizado de ver nuestra osadía, volvime contra Neopo­litano, porque oí que había talado los campos de los tiberienses. Este estaba en socorro de Escitópolis con un escuadrón de a caballo. Habiendo, pues, estorbado a éste que diese más enojo a los de Tiberíades, me ocupaba M todo en mirar por las cosas de Galilea.
Por otra parte, Juan, hijo de Levi, que dijimos que vivía en Giscala, después que conoció que todas mis cosas sucedían a mi voluntad, y que yo era amado de mis súbditos y temido de mis enemigos, no pudo sufrir esto con buen corazón. Pa­reciéndole que no era por su bien mi prosperidad, tornóme muy grande envidia; y teniendo esperanza que con hacer que mis súbditos me aborreciesen atajaría mis buenas dichas, solicitó a los de Tiberíades y a las de Séforis, y parecióle que también a los gabarenos, a que, dejándome, se hiciesen de su bando, las cuales ciudades son las principales en Galfica. Decíales que siendo él capitán, andarla todo con mejor concierto.
Los de Séforis no vinieron en ello, porque sin tener cuenta conmigo ni con él en esto, tenían ojo a estar debajo de la sujeción de los romanos. Los de Tiberíades lo rehusaron igual­mente, aunque prometieron tenerlo a él también por amigo; pero los gabarenos se sometieron a Juan por autoridad de Simón, que era un ciudadano principal y amigo y compa­ñero de Juan; mas no se pasaron a él abiertamente, porque temían mucho a los galileos, cuya buena voluntad para con­migo habían ya conocido por experiencia; pero secretamente andaban buscando ocasión para matarme, y verdaderamente yo me vi en muy grande peligro por lo que ahora diré.
Ciertos mancebos dabaritenos atrevidos, como viesen que la mujer de Ptolorneo, procurador del rey, caminaba de las tierras del rey a la provincia de los romanos por el Campo Grande con mucho aparato y compañía de algunos de a ca­ballo, salieron a ellos de repente; y haciendo huir a la mujer, robáronle cuanto llevaba. Hecho esto trajeron a Taricheas, donde yo estaba, cuatro mulos cargados de vestidos y diversas alhajas, entre las cuales había muchos vasos de plata y qui­nientas monedas de oro. Queriendo yo guardar esto para Pto­lomeo, por ser de mi misma tribu, porque nuestra ley manda que procuremos por las cosas de los de nuestro linaje, aunque nos sean enemigos, dije a los que lo habían traído que cumplía que se pusiese en guarda, para que se vendiese y se llevase lo que por ello se diese a la ciudad de Jerusalén para la fábrica de los muros. Esto pesó muy mucho a los mancebos, porque no les di parte del despojo, como lo esperaban; por lo cual, derramándose por las aldeas de Tiberíades, sembraron fama que yo quería entregar a los romanos aquella región, porque había fingido que guardaba aquel despojo para fortalecer a Jerusalén; y a la verdad lo guardaba para restituir a su dueño lo que le habían tomado, en lo cual no se engañaban; porque después que los mancebos se fueron, llamando dos principales ciudadanos, Dassion y Janneo, hijo de Leví, muy amigos del rey, les mandé que le llevasen las alhajas que le habían sido tomadas, amenazándoles de muerte si descubriesen este se­creto a algún hombre.
Y como se sonase por toda Galilea que yo quería vender a los romanos su región, estando incitados todos para darme la muerte, los de Tarichea, que también daban crédito a las falsas palabras de los mancebos, aconsejaron a los de mi guarda y a los otros soldados que, dejándome durmiendo, se viniesen al cerco para consultar allí con los demás para quitarme el mando; los cuales, persuadidos, hallaron allí muchos que ya se habían antes juntado, dando voces todos a una que se debía tomar venganza del que hacía traición a la república. Pero el que más hurgaba en ello era Jesu, hijo de Safias, que entonces tenla el sumo magistrado, hombre malo y de suyo dado a mover alborotos, y tan desososegado como el que más puede ser. Este, trayendo entonces consigo las tablas de Moisés, po­niéndose en medio, dijo: "Ya que vosotros no tenéis cuidado ninguno de lo que os toca, a lo menos no queráis menospre­ciar estas leyes sagradas; las cuales Josefo, este vuestro capitán, digno de ser aborrecido de todo el pueblo, tiene corazón para venderlas, por lo cual merece que se le dé muy cruel pena." Habiendo dicho esto, y respondido el pueblo a voces que así debía hacerse, tomó consigo ciertos hombres armados, y fuese corriendo a las casas donde yo posaba, con propósito firme de darme la muerte, sin sentir yo cosa ninguna del alboroto.
Entonces Simón, uno de los de mi guarda, el cual había entonces quedado solo conmigo, oyendo el tropel de los de la ciudad, me despertó aprisa; y avisándome del peligro en que estaba, aconsejáme también que determinase antes morir como capitán generoso, que no como a mis enemigos se les antojase darme la muerte. Amonestándome él esto, encomen­dando yo a Dios mi vida, y vistiéndome de negro, salí; y llevando una espada ceñida, tomando el camino por aquellas calles por donde sabia que no había de encontrar a ninguno de mis contrarios, Regando al cerco me mostré a me viesen, derribándome en tierra, el rostro en el suelo, y regando el suelo con lágrimas de tal manera, que movía a todos a misericordia; y corno sentí a la gente mudada, procuré apar­tarlos de sus pareceres, antes que los armados volviesen de mi casa; y confesando que no estaba sin culpa del delito que me imponían, les rogué ahincadamente que supiesen primero para qué fin guardaba el despojo que me hablan traído, y que después, si les antojase, me diesen la muerte.
Mandándome el pueblo que lo dijese, entretanto volvieron los armados, los cuales, cuando me vieron, arremetieron contra mí con propósito de quitarme la vida. Mas estorbándoselo el pueblo con voces, reprimieron su ímpetu, teniendo para sí que después que yo confesase la traición, y cómo había guar­dado para el rey el dinero, tendrían mejor ocasión de poner en obra lo que querían.
Después que todos estuvieron atentos, dije: "Varones her­manos, si os parece que he merecido la muerte, no rehuso morir; pero quiero, antes que muera, deciros la verdad. Por cierto, como yo vi esta ciudad muy a propósito para los foras­teros, y que muchos, dejadas sus propias tierras, se huelgan ve­nir a vivir con vosotros, para teneros compañía en cualquiera cosa que sucediese, había determinado edificaros unos muros con estos dineros; y por tenerlos guardados para esto, ha na­cido este vuestro enojo tan grande." A estas palabras dieron voces los de Taricheas, y los extranjeros, dándome las gracias, y diciéndome que me esforzase y tuviese buen ánimo; pero los galileos y los de Tiberíades porfiaban en su ira, y hubo entre ellos diferencias, porque éstos me amenazaban que se lo había de pagar, y los otros, por el contrario, me animaban y me decían que estuviese seguro. Pero después que prometí que también haría muros a los de Tiberíades y a las otras ciudades que estuviesen en lugar aparejado, dando crédito a mis promesas se fueron cada uno a su casa; y yo, habiendo escapado de tan grande peligro, sin esperar más, volvíme a mi casa con mil amigos y veinte hombres armados.
Mas los ladrones y los que habían levantado el alboroto, temiendo pagar lo que habían hecho, con seiscientos armados volvieron otra vez a mi casa con propósito de ponerle fuego. Y sabiendo yo su venida, teniendo por cosa fea huir, deter­miné usar contra ellos de osadía; mandé cerrar las puertas de mi casa, y yo mismo, desde un tirasol, les dije que me en­viasen algunos que recibiesen el dinero, por el cual ellos an­daban alborotados, para que no hubiese por qué tener más enojo. Como ellos determinasen esto, al mayor alborotador de aquellos que entraron en mi casa, torné a echar fuera después de haberlo azotado y cortándole una mano, la cual hice llevar al cuello colgada, para que volviese así a los que lo habían enviado. Ellos se atemorizaron con esto en gran manera; y temiendo sufrir la misma pena si allí se descubriesen, porque pensaban que yo tenía muchos armados en mi casa, súbita­mente huyeron todos; y así, con esta astucia, me escapé de otros lazos que me podían armar.
Y con todo esto no faltó quien después alborotase el vulgo, diciendo que no era bien hecho dar la vida a aquellos caba­lleros de la casa de¡ rey que se habían acogido a mí, si no se pasasen a los ritos de aquellos a quienes venían a pedir am­paro, y cargábanles que eran favorecedores de los romanos y hechiceros; y luego se comenzó a alborotar la muchedumbre, engañada por los que le hablaban a favor de su paladar. Lo cual sabido, desengañé yo al pueblo, diciendo que no era razón hacer enojo y agravio a los que a ellos se habían acogido; rechazando la vanidad de la culpa que les cargaban de ser hechiceros, con decir que no había para qué los romanos diesen de comer a tantas capitanías, si podían alcanzar la vic­toria por industria de hechiceros.
Amansados un poco con estas palabras, ya que se habían salido, moviéronlos otra vez a la ira contra aquellos caballeros algunos hombres perdidos, tanto que, tomando sus armas, fue­ron corriendo a las casas en que los otros moraban en Tari­cheas, para quitarles las vidas. Como yo lo supe, temí mucho que, consentida esta maldad, ninguno en adelante se acogiera a nosotros; por lo cual, tomando algunos otros conmigo, vine apresuradamente a la posada de ellos; la cual cerrada, ha­ciendo traer un barco por una cava que iba de allí al mar, nos entramos en él y pasamos a los confines de los Hippenos; y dándoles con qué comprasen caballos (que por salir huyendo de esta suerte, no pudieron sacar los suyos), los despedí, rogán­doles mucho que con fuerte ánimo llevasen la presente ne­cesidad, porque a mí también me pesaba mucho verme forzado a poner otra vez en tierra de sus enemigos a los que una vez se habían fiado de mi palabra; pero tuve por mejor que ellos muriesen a manos de los romanos, si así sucediese, que no que en mi tierra fuesen muertos por maldad. No mu­rieron, Porque el rey les perdonó su yerro; veis aquí en qué pararon éstos.
Los de Tiberíades rogaron al rey por cartas, que enviase gente de guarnición a su tierra, prometiéndole que se pondrían en sus manos. Lo cual hecho, luego que vine a ellos, me pi­dieron con mucho ahínco que les edificase los muros que les había prometido, porque habían oído que Taricheas estaba ya cercada de muros. Yo se lo otorgué, y después que de todas partes junté los materiales, mandé a los oficiales que comen­zasen la obra.
Partiendo yo de allí a tres días de Tiberíades para Tari­cheas, que está treinta estadios, por acaso descubrí ciertos caballeros romanos que llegaban cerca de Tiberíades. Los de la ciudad, pensando que eran del rey, comenzaron luego a hablar de él con mucha honra, y de mí se atrevieron a decir injurias y afrentas. Luego vino uno corriendo a hacerme saber lo que pasaba y cómo tenían ojo a amotinarse, de lo cual recibí mucho temor, porque entonces, como venía cerca el sábado, había enviado de Taricheas mis hombres de armas a sus casas, para que celebrasen su fiesta los de Taricheas más a su placer, estando sin gente de guerra; y fuera de esto, todas las veces que estaba en aquel lugar, me paseaba aun sin los de mi guarda, porque confiaba en la buena voluntad que muchas veces había experimentado tenerme los moradores. Asi que, como solamente tuviese conmigo siete soldados y algunos amigos, no sabía qué hacerme; porque no me parecía bien tornar a llamar la gente, ya que era tarde, a los cuales en el día siguiente no les permitía nuestra ley tomar armas aunque fuesen necesarias; y si llevaba en mi defensa a los de Taricheas y los forasteros que moraban con ellos, convidándolos con la esperanza del despojo, veía que no tenla fuerzas bastantes con ellos. La cosa no sufría dilación, porque temía que aquellos que el rey enviaba, se alzasen con la ciudad y me echasen a mí fuera; por lo cual determiné aprovecharme de una astucia. Puse luego mis amigos de quienes más me fiaba, delante las puertas de Taricheas, para que no dejasen salir a nadie; y haciendo juntar las cabezas de las familias, mandé a cada uno que sacase una nao al lago, y que, entrando en ella con su ¡loto viniesen tras mí; y entonces yo, con mis amigos y, aquelos sie'te soldados, entrando en una nao, tomé el camino de Tiberiades.
Como los de Tiberíades conocieron que no era gente del rey la que pensaron, y que todo el lago estaba lleno de naos, asombrados y teniendo temor de que su ciudad se perdiese, como si viniera gente de guerra en las naos, mudaron el acuerdo que habían tomado. Así que, dejadas las armas, me salieron a recibir con sus mujeres e hijos, recibiéndome con muchas bendiciones, porque pensaban no haber yo sentido su propósito, y rogábanme que tuviese por bien el venir a su ciudad. Yo, como llegase cerca, mandé a los pilotos que echasen las áncoras lejos de tierra, porque no viesen los de la ciudad que las naos estaban vacías; y llegado junto a la ciudad en una nao, reñí con ellos porque eran tan ligeros para quebrantar tan neciamente la palabra que me hablan dado; después les prometía que sin duda los perdonaría si me enviasen diez de los más principales, lo cual hicieron ellos sin detenimiento; y venidos, los metí en una nao y los envié a Taricheas a que los tuviesen en guarda.
Con esta maña, prendiéndoles poco a poco unos en pos de otros, pasé allá todo el Senado, y otros tantos de los más principales del pueblo. Entonces la otra muchedumbre, como vio el peligro en que estaba, rogábame que hiciese justicia del que habla sido causa de aquel alboroto. Este decían que era Clito, mancebo atrevido y mal mirado; yo, que tenía por cosa nefasta matar hombres de mi tribu, y con todo eso me era necesario castigarlo, mandé a Lebias, uno de los de mi guarda, que se llegase a él y le cortase una mano, el cual como no se atreviese a salir solo entre tanta gente, porque los de Tiberíades no sintiesen su temor, llamé yo a Clito, y le dije: “Porque mereces que te corten ambas manos por haber sido conmigo hombre tan ingrato y fementido, es menester que tú seas el verdugo para ti mismo, porque si no lo quieres hacer, se te dará castigo más grave." Como me rogase mucho que le dejase una mano, con gran dificultad se lo concedí; y luego, de buena voluntad echó mano a un cuchillo, y porque no se las cortasen ambas, se cortó la mano izquierda. De esta manera se apaciguó aquel alboroto.
Vuelto yo después a Taricheas, los de Tiberíades, como supieron el ardid de que yo habla usado, maravillábanse cómo sin muertes había amansado su locura. Entonces, haciendo sacar de la cárcel a los tiberienses, a Justo y a su padre Pisto, que estaban entre ellos, diles un convite, y dijeles mientras comíamos, que yo bien sabía que los romanos sobrepujaban en potencia a todos los hombres, pero que disimulaba por tantos ladrones como había, y aconsejábales que también ellos hiciesen lo mismo, esperando mejor tiempo; y que entre­tanto no llevasen a mal estar sujetos a mí, pues que no podían tener capitán que fuese más a su provecho que yo. Y avisé también a justo cómo antes que yo viniese de Je­rusalén los galileos habían a su hermano cortado las manos, acusándole de que fingió ciertas escrituras, y que fie falsario;
y que después, de la partida de Filipo, los gamalitas, teniendo disensión con los de Babilonia, habían muerto a Chares, pa­riente del mismo Filipo, y a su hermano Jesu, cuñado del mismo justo, le habían dado una pena justa y moderada. Ha­biéndoles dicho esto en el convite, por la mañana envié a justo con los suyos dándolos por libres.
Poco antes Filipo, hijo de Jacinio, se habla ido de Gamala por la causa que diré. Luego que supo que Baro se habla rebelado contra el rey Agripa, y que Equo modio había sido enviado por su sucesor, el cual era su amigo, hizole saber Por cartas su estado; y como él las recibió, hubo mucho Placer de que Filipo estaba en salvo, y envió aquellas cartas al rey y a la reina, que entonces estaban en Beryto. Entonces el rey, corno entendió que era mentira lo que se había sonado que Filipo se había ofrecido a los judíos para ser su capitán contra los romanos, envió ciertos de a caballo que se lo trajesen; y cuando vino, abrazándole con mucho amor, mos­trábale a los capitanes romanos, diciendo: «Este es aquel de quien hubo fama que se habla rebelado contra los romanos." delandóle luego que tomase una capitanía de a caballo, fuese corriendo al castillo de Gamala, sacase de allí a los de la casa, fuese a restituir en Batanea a los babilonios, y trabajase de todas maneras para que los súbditos no urdiesen novedad al­guna. Habiéndole el rey mandado esto, Filipo se fue con mucha prisa a ponerlo por obra.
Un Josefo que se hacía médico, haciendo junta de mancebos de los más atrevidos, y sublevando los grandes de los de Ga­mala, aconsejó al pueblo que se rebelase contra el rey, y que poniéndose en armas, procurasen cobrar la libertad que solían tener. De esta manera atrajeron otros a su parecer, matando a los que osaban hablar en contrario. Entre éstos murió Chares y Jesu, su pariente y una hermana de justo, natural de Tibe­ríades, corno arriba dijimos. Después de esto me rogaron por carta que les enviase socorro, y juntamente quien les cercase su villa con muros; yo les otorgué lo uno y lo otro.
En estos mismos días se rebeló también contra Agripa la región Gaulanitide hasta la villa de Solima. Cerqué también de muros a los lugares de Logano y de Seleucia, que de suyo eran fuertes. Asimismo fortalecí las aldeas de Galilea alta, aunque estaban en sitio áspero y alto, a Jamnia, a Anierytha y a Charabes. Y en Galilea hice fuertes estas villas, Taricheas, Tiberíades y Séforis; y aldeas, la cueva de los Arbelos, Ber­sobe, Selames, Jotapata, Capharath, Comosogana, Nephapha y el monte Itabirio. En estos lugares encerré también gran copia de trigo, y metí armas con que se defendiesen.
Entretanto Juan, hijo de Levi, cada día me tomaba mayor odio pesándose de mis buenas dichas; y como determinase quitarme de todas maneras del mundo, después que cercó de muros a Giscala, su tierra, envio a su hermano Simón con cien soldados a Jerusalén, a Simón, hijo de Gamaliel, a rogarle que hiciese con los de la ciudad que me quitasen el mando y nom­brasen al mismo Juan, por voto de todos, presidente de Ga­lilea. Este Simón, natural de Jerusalén, era de muy ilustre sangre de la secta de los fariseos, la cual a la verdad parece que guarda con más perfección las leyes de la tierra, varón de notable prudencia, y que pudiera con su consejo tornar al estado primero y en su ser las cosas que andaban de caída; habla ya mucho tiempo que tenía a Juan por amigo, y con­migo estaba mal en aquel tiempo. delovido, pues, por los ruegos de su amigo, aconsejó a los pontífices Anano y Jesu, hijo de Gamala, y a otros hombres de su bando, que me bajasen por­que crecía mucho, y no diesen lugar a que subiese hasta la más alta cumbre de honra, porque también les venia a ellos provecho de que me quitasen la gobernación de Galilea; mas que no debían Anano y los otros tardarse, porque descu­briéndose este concierto, no viniese con ejército sobre la ciu­dad. Aconsejándoles esto, Anano el pontífice, respondió que no era lo que decía cosa tan fácil, porque había muchos pontífices y principales del pueblo que eran testigos cómo administraba bien la provincia, y que no era cosa justa acusar a aquel a quien ninguna culpa se le podía cargar.
Entonces Simón les rogó que no descubriesen nada de lo que pasaba, que él podría poco, o me echaría muy presto de la gobernación de Galilea; y haciendo llamar al hermano de Juan, le mandó que enviase presentes a los amigos de Anano, porque por ventura con esto haría que viniesen más presto en su parecer; de esta manera acabó al fin Simón lo que quiso; porque Anano y sus compañeros, sobornados con dádivas que les dieron, entraron en consulta para quitarme el cargo, sin que otro ninguno de los de la ciudad lo supiese; así que pa­recióles bien enviar cuatro hombres, los más señalados en linaje, e iguales en erudición; de éstos eran plebeyos los dos, Jonatás y Anonias, fariseos, y el tercero era Jozaro, de linaje sacerdotal, que era también fariseo; y Simón, uno de los pon­tífices, el cual era de menos edad de todos; a éstos mandaron que hiciesen juntar los galíleos, y les preguntasen cuál era la causa por que me querían tanto; y si les respondiesen porque era de Jerusalén, dijesen que también ellos eran de Jeru­salén; y si porque era sabio en las leyes, que también ellos tenían noticia de los ritos de la tierra; y si dijesen que me amaban por sacerdote, que les respondiesen que también dos de ellos eran sacerdotes.
Instruidos de esta manera los compañeros de Jonatás, tomaron del tesoro 40.000 dineros de plata, y porque por el mismo tiempo había venido de Jerusalén un Jesu, galíleo, con una compañía de seiscientos soldados, llamaron a éste y lo tomaron a sueldo, pagándole tres meses adelantados, y le man­daron que fuese con Jonatás y con sus compañeros, y que hiciese lo que ellos le mandasen; y diéronle trescientos ciuda­danos más, pagándoles de la misma manera su sueldo. Después que todo esto se concertó así, los embajadores partieron, yen­do en su compañía el hermano de Juan con sus cien soldados con el mandamiento de quien los enviaba, que si yo de mi voluntad no me pusiese en armas, me enviasen vivo a Jeru­salén, y si me defendiese, que me matasen, que ellos los sacarian de ello en paz y en salvo. Diéronle también cartas para Juan, en que le requerían que estuviese apercibido para hacerme guerra, y aun fueron causa que los de Séforis, Gabara y Tiberíades fuesen en ayuda de Juan contra mi.
Como mi padre lo supiese todo por Jesu, hijo de Gamala, que le habían dado parte de todos estos conciertos, y era muy amigo mío, y me lo escribiese, dióme mucha pasión la ingra­titud de mis ciudadanos que por envidia me querían matar, y no menos me afligía que mi padre, muy acongojado, me llamase, diciendo que deseaba verme antes de su muerte; por lo cual descubrí a mis amigos todo cuanto pasaba, y les dije que dentro de tres días había de dejar la gobernación, e irme a mi tierra; cuando ellos oyeron esto, todos tristes y con lá­grimas me rogaban que no les desamparase, porque se perderían si dejase de tener mando sobre ellos; y como yo tuviese más cuenta con mi propia salud que con lo que ellos me rogaban, recelándose los galileos que, por mi ausencia, los tuviesen los ladrones en poco, despacharon mensajeros por toda su comar­ca, con los cuales hicieron saber que yo quería partir. Oído esto, acudieron muchos de todas partes con sus mujeres e hijos, no tanto porque me deseasen, según yo pienso, como temiendo el mal que les podía venir, porque les parecía que con mi presencia estaban ellos en salvo. Vinieron, pues, todos a mí de un acuerdo en el Campo Grande en donde yo estaba en aquella sazón, en la villa de Asochim, en el cual tiempo una noche soñé un sueño admirable.
Porque como estuviese en mi cama triste y turbado por las cartas que había recibido, parecióme que veía un hombre junto a mí que me decía: Déjate, buen hombre, de estar triste y temer, porque esas tristezas te han de hacer grande y di­choso en todo. Te sucederán dichosa y prósperamente, no sola­mente estas cosas, sino aun otras muchas; por lo cual perse­vera, acordándote que te conviene hacer también guerra con los romanos. Después de este sueño me levanté queriendo bajar al campo, y viéndome entonces la muchedumbre de los galileos, entre los cuales había también mujeres y muchachos tendidos en el suelo, me suplicaban con lágrimas que no los desamparase en tiempo que tenían a la puerta sus enemigos, y que por irme yo, no dejase su región sujeta a cuantas inju­rias les quisiesen hacer los que mal les querían, y como nin­guna cosa pudiesen alcanzar con sus ruegos, conjurábanme que me quedase, diciendo muy afrentosas palabras contra el pueblo de Jerusalén, que no los dejaban en paz.
Oyendo yo esto, y viendo la tristeza del pueblo, movíme a compasión, pareciéndome que no era mal hecho ponerme por tan grande muchedumbre, aunque fuese a peligro mani­fiesto. Así que dije que quedaría, y mandándoles que de todo aquel número estuviesen allí cinco mil con armas y vituallas, despedí los otros cada uno a su tierra. Y como se apercibie­sen aquellos cinco mil, tomados éstos y tres mil soldados que había tenido antes, y ochocientos a caballo, caminé a la villa de Chabolon, que está en los confines o términos de Ptole­maida, y tenía allí mis gentes puestas a punto, corno que quería hacer guerra contra Plácido; éste había venido con dos capitanías de a pie y una compañía de a caballo, enviado por Gelio Galo para que pusiese fuego a los lugares de los galileos que confinan con Ptolemaida, y como él hubiese cercado su gente de un foso no lejos de los muros de Ptole­maida, asenté yo también mi real sesenta estadios de Cha­bolon, por lo cual de ambas partes sacamos muchas veces nuestra gente corno si quisiéramos trabar batalla; pero en todo ello no hubo más que ciertas escaramuzas, porque Plácido, cuanto mayor codicia me veía de pelear, tanto más él temía y rehusaba la batalla, y nunca se apartaba de Ptolemaida.
Por el mismo tiempo vino Jonatás con sus compañeros, el que dijimos antes que fue enviado de Jerusalén por el bando de Simón y del pontífice Anano, y procurando tomar­me a traición, porque no se atrevía a acometerme cara a cara, escribiáme una carta de este tenor: “Jonatás y sus compa­ñeros, embajadores de la ciudad de Jerusalén, a Josefo desean salud. Porque en Jerusalén se ha dicho a los principales y go­bernadores de aquella ciudad, que Juan, natural de Giscala, te ha urdido muchas veces traición, nos ha enviado para que lo reprendiésemos y le mandásemos que haga, de aquí en adelante lo que tú le mandares; por lo cual, para que también con tu acuerdo y consejo proveamos remedio para en lo porvenir, te rogamos que vengas luego adonde nosotros estamos sin mucha compañía, porque en esta villa no puede caber mucha gente de guerra."
Esto escribieron de esta manera, esperando una de dos cosas: o que me tendrían a su voluntad si iba sin armas, o si llevase gente de guerra me juzgarían por rebelde a mi tierra; esta carta me trajo uno de a caballo, mancebo atrevido, que en otro tiempo había servido al rey en la guerra. Eran ya dos horas de la noche, y por acaso estaba yo a la mesa en un banquete con mis amigos y con los principales de los gali­leos; y como un criado me hiciese saber que me buscaba un judío de a caballo, mandéle que lo metiese; él no hizo acata­miento a ninguno; solamente, sacando la carta, dijo: "Esta te envían los que ahora vinieron de Jerusalén." Los otros convidados se maravillaban de la desvergüenza del soldado, pero yo le rogué que se sentase y cenase con nosotros, lo cual como rehusó, yo, con la carta en la mano de la manera que la había recibido, comencé a hablar con mis amigos otras cosas; y de ahí a poco levantéme y despedí os a que se fuesen a acostar, e hice quedar solos cuatro amigos muy especiales, y un mozo a quien había mandado sacar vino; en­tonces abrí la carta y la leí muy de corrida, sin que alguno lo viese, y entendiendo fácilmente lo que contenía, toméla a doblar, y teniéndola en la mano corno si no la hubiera leído, mandé dar al soldado 20 dracmas para el camino, las cuales recibidas, corno me diese las gracias, entendiendo yo de él que era codicioso de dineros, y que con esto sería fácil cosa vencerlo, le dije: "Si quieres beber con nosotros te daremos un dracma por cada taza." Aceptó el partido, y bebiendo mucho vino para ganar muchos dineros, ya que estaba borra­cho, comenzó a descubrir los secretos; y sin que ninguno se lo preguntase, confesó de su propia voluntad que me tenían armada traición, y que me hablan condenado a muerte. Oídas estas cosas, respondí a la carta de esta manera:
“Josefo, a Jonatás y a sus compañeros, desea salud: huél­gome de que estéis buenos y que hayáis venido a Galílea, mayormente porque puedo ya poner en vuestras manos la gobernación de ella, y volverme a mi tierra, que ha mucho tiempo que tengo deseo de tomarla a ver, por lo cual de buena ' gana iría adonde estáis, no solamente a Xalo, pero aun mas lejos, aunque ninguno me llamase; mas perdonadme, porque no puedo ahora hacerlo. Conviéneme estar en Cha­bolon, y aguardar a Plácido porque no entre por Galilea, que es lo que él procura; mejor es, pues, que en leyendo esta carta vengáis vosotros acá donde yo estoy. Nuestro Señor, etc."
Dada al soldado esta carta para que la llevase, envié con él treinta de los más notables galileos, mandándoles que sola­mente saludasen a aquellos hombres, y que ninguna cosa, fuera de esto, dijesen; y di a cada uno un soldado, de quien me fiaba, para que mirasen si los que yo enviaba tenían algu­na plática con Jonatás.
Después que fueron estos embajadores, habiéndoles salido en blanco la primera experiencia, escribiéronme otra carta de esta manera:
“Jonatás y los otros embajadores, a Josefo envían y desean salud. Denunciámoste que sin compañía de soldados vengas, de aquí a tres días, a la villa de Gabara, donde nos hallarás, porque queremos conocer de los delitos que impones a Juan."
Escrita esta carta, después que saludaron a los galileos que yo envié, vinieron a Jafa, villa de Galilea, muy grande, muy fuerte y muy poblada de moradores, donde fueron recibidos con clamores del pueblo, dando voces juntamente con las mujeres y niños, que se fuesen y los dejasen, que buen capitán tenían, y todos a una voz decían que a ninguno otro obede­cieran sino a lo que les mandase Josefo, de manera que los embajadores, partidos de aquí sin hacer nada, se fueron a Séforis, ciudad muy grande de Galilea, donde los moradores que favorecían a los romanos, les salieron a recibir; mas nin­guna cosa les dijeron de mí, ni en mi loor, ni en mi vituperio.
Pero después que de allí descendieron a Asochim, fueron recibidos con los mismos clamores que los recibiesen los de Jafa; y no pudiendo a refrenar el enojo, mandaron a sus soldados que a palos echasen de allí aquellos que daban voces; y cuando vinieron a Gabara, vino presto Juan con tres mil hombres de armas, mas yo, que por la carta había ya sentido que tenían determinado de hacerme la guerra, tomé conmigo tres mil soldados, y dejando en el real un mi amigo muy leal, me acogí a Jotapata para estar cerca de ellos cuarenta esta­dios, y escribíles de esta manera:
"Si en todo caso queréis que vaya a vosotros, cuatrocientos cuatro villas o ciudades hay en Galilea; a cualquiera de éstas iré, salvo a Gabara y a Giscala, porque estos lugares, el uno es de Juan, y con el otro tiene hecha alianza y amistad."
Recibidas estas cartas, no respondieron más los embaja­dores, pero haciendo juntar la consulta de sus amigos, y en­trando también Juan en ella, consultaban por dónde me podrían entrar. Juan era de parecer que se escribiese a todas las villas y ciudades de Galilea, porque en cada una había a lo menos uno o dos que me quisiesen mal, y los provocasen contra mí como contra enemigo del pueblo, y que se enviase la misma determinación a Jerusalén para que también los ciudadanos de aquella ciudad, cuando supiesen que los gali­leos me habían juzgado por enemigo, confirmasen con sus votos aquella sentencia, y que de esta manera me harían perder el favor que los de Galilea me hacían; este consejo dieron por bueno todos los otros, y luego supe yo esto cerca de tres horas de la noche, porque un sacheo que se vino de allá amotinado, me lo dijo; por lo cual, viendo que no era tiempo de detenerme, mandé a Jacob, varón fiel y diestro, que con doscientos soldados guardase los caminos que iban de Gabara a Galilea, y que prendiesen los caminantes, y me los enviasen, principalmente a los que les hallasen cartas; demás de esto envié a jeremías, que era también el número de mis amigos, con seiscientos hombres, a los términos de Galilea, por donde va el camino a Jerusalén, mandándole que pren­diese a los que llevasen cartas, y que a ellos echasen en pri­siones, y me enviase lar, cartas.
Después que hube mandado estas cosas, envié mis men­sajeros a los de Galilea con un edicto en que les mandaba que otro día me estuviesen a punto, con sus armas y mantenimientos para tres días, junto a Gabara, y repartida en cuatro partes la gente que yo tenía conmigo, puse por capitanes a los más leales de mi guarda, mandándoles que a ningún sol­dado que no conociesen recibiesen entre los suyos. Llegando a Gabara el día siguiente cerca de las cinco horas, hallé junto a la villa todo el campo lleno de la gente de armas que había hecho apercibir en mi socorro de Galilea, y demás de éstos, gran muchedumbre de gente rústica. Como me pusiese de­lante de todos para decirles ciertas razones, comenzaron todos a voces a llamarme su bienhechor y amparo de su tierra; en­tonces yo, dándoles las gracias por el favor, roguéles que a ninguno hiciesen enojo, y que, contentándose con las vitua­llas que tenían en su real, no saliesen a saquear las villas o aldeas, porque mi voluntad era apaciguar todo el alboroto sin que hubiese muertes; y aconteció que el primer día que puse guardas en los caminos, cayeron en sus manos los mensajeros de Jonatás; ellos los detuvieron, como yo les tenla mandado, y me enviaron las cartas que traían; después que las leí y hallé en ellas tantas palabras afrentosas y tantas mentiras, disimulé con no hablar palabra, y determiné ir a ellos.
Los cuales, cuando oyeron que yo iba con todos los suyos y con Juan, se fueron a Jesu (ésta es una torre grande, y que no hay diferencia de ella a un alcázar). Allí escondida una capitanía de soldados, y cerradas todas las puertas, que no dejaron sino una abierta, esperaban que fuese a saludarles de camino; habiendo primero mandado a los soldados que cuando yo viniere me metiesen dentro solo, y que a otro ninguno dejasen entrar, porque de esta manera pensaban haberme más fácilmente en su poder; pero engañólos su pen­samiento, porque barruntando yo la traición, luego que allí llegué, entrando en una posada que estaba frente de ellos, fingí que dormía; y los embajadores, creyendo que yo dormía de veras, descendieron al campo y comenzaron a solicitar a la muchedumbre a que me desamparase, porque usaba mal del oficio de capitán; pero sucedió al contrario de lo que esperaban, porque luego que los vieron se levantó una grita entre los galileos, que testificaban bien cuánto amor me tenían por merecerlo yo, y culpaban a los embajadores, porque sin haberles hecho injuria alguna, habían venido a revolver el sosiego y la paz del pueblo, y mandábanles que se fuesen porque ellos no hablan de admitir otro gobernador. Después que supe esto no dudé salir; así que descendí con mucha prisa a oír lo que los embajadores traían; cuando salí comenzaron todos a dar palmadas de alegría, unos a porfía de otros, y a voces me dieron gracias de haber gobernado muy bien su provincia.

Cuando Jonatás y los otros oyeron estas cosas, temieron mucho perder la vida a manos del pueblo, que tanto me favorecía, y pensaban huir; pero porque no podían hacerlo libremente, mandándoles yo que se detuviesen, estaban tristes, y apenas estaban en su acuerdo. Habiendo, pues, hecho cesar las gritas del pueblo, y puestos de mis soldados, de los que me fiaba, para guardar los caminos, porque no diesen sobre nosotros tomándonos desapercibidos, y habiendo mandado que todos estuviesen en armas, porque aunque viniesen de súbito los enemigos no hubiese por qué temer, primeramente hice mención de las cartas en que me habían escrito que las ciudad de Jerusalén los enviaba para acabar las diferencias entre mi y Juan, y me habían llamado que pareciese, y luego, para que no pudiesen negarlo, saqué la misma carta, y dije: "Si yo hubiese de dar cuenta de mi vida contra las acusacio­nes que delante de ti, Jonatás, y de tus compañeros me pone Juan, cuando presentase en mi defensa por testigos dos o tres buenos varones, sería necesario que, dados por buenos los testigos, y examinados sus testimonios, me dieseis por libre; pero ahora, para que sepáis que yo he administrado bien las cosas de Galilea, no quiero traer tres testigos de mi abono, sino todos estos os doy por testigos; a éstos demandad cuenta de mi vida, si por ventura los he gobernado con toda hones­tidad y justicia, y a vosotros, varones de Galilea, conjuro que no encubráis la verdad, sino que ante éstos, como jueces, digáis si en alguna cosa he hecho lo que no debía."
Apenas había yo acabado estas palabras, cuando todos levantaron una grita, llamándome su bienhechor y conser­vador, y aprobando con su testimonio todo lo que hasta en­tonces habla hecho, y rogándome que en adelante perseverase en ser tal cual antes habla sido; afirmaban también con jura­mento todos, que no había cometido deshonestidad con mujer de alguno, y que jamás había hecho enojo a alguno de ellos. Después de esto, oyéndolo muchos de los galileos, leí las dos cartas de Jonatás que habían tomado mis guardas y envián­domelas, llenas de muy malas palabras, e imponiendo falsa­mente que usaba más de tirano que de capitán, y contenían otras muchas cosas fingidas con muy grande desvergüenza. Estas cartas, decía yo que me las habían dado los que las llevaban, sin que yo se las pidiese, no queriendo que mis con­trarios supiesen lo de las guardas que tenla puestas, porque no dejasen de enviar sus cartas en adelante.
Y el Ayuntamiento, movido a ira contra Jonatás y sus compañeros, arremetieron a ellos para matarlos, e hiciéranlo si yo no les refrenara su furia. A los embajadores prometí perdón de lo hecho si tomasen mejor acuerdo, y, vueltos a su tierra, contasen la verdad de cómo me habla habido en mi administración.
Dichas estas cosas, los despedí, dado que sabía que no habían de cumplir lo prometido; pero el pueblo estaba contra ellos airado, rogándome que los dejase que les diesen su pago; así que hube de usar de todas mafias para librarlos, porque sabía que toda revuelta es muy dañosa en la República; mas la muchedumbre perseveraba en su enojo, y con una deter­minación iban todos a la posada de Jonatás; viendo yo que no podía detenerlos más, subiendo en un caballo mandé que viniesen tras mi a Sogana, que es una aldea de los árabes que está de allí veinte estadios, y con esta astucia me guardé de no parecer que hubiese dado principio a guerra civil.
Después que vinimos cerca de Sogana, mandé parar mi gente; y habiéndoles aconsejado que no fuesen tan arreba­tados a ira que pasa los límites de la razón, escogí ciento de los más señalados en edad y honra, y les dije que se aparejasen para ir a Jerusalén a acusar delante del pueblo a los que hablan movido el alboroto y revuelto su República; además de esto les mandé que, si lo pudiesen acabar con el pueblo, alcanzasen una provisión en que se me confirmase la gobernación de Galilea, y se mandase a Juan que saliese de ella. Despachándolos en breve con este recaudo, tres días después que se hizo el Ayuntamiento, los despedí, dándoles quinientos soldados que los acompañasen, y también escribí a mis amigos a Samaria que trabajasen para que mis embajadores pudiesen caminar seguramente por su tierra, porque ya aquella ciudad estaba sujeta a los romanos, y tuvieron necesidad de ir por allá porque iban de prisa, y buscaban los atajos y caminos más cortos por llegar al tercero día a Jerusalén, y aun yo mismo los acompañé hasta salir de Galilea, habiendo puesto guardas en los caminos para que no se publicase de pronto la partida de los embajadores, y después de hecho esto me detuve un poco de tiempo en Jafa.
Jonatás y sus compañeros, como no salieron con la suya, tornaron a enviar a Juan a Giscala, y ellos desde allí partie­ron para Tiberíades con esperanza de haberla en su poder; porque Jesús, que entonces tenla allí el magistrado, les había prometido por sus cartas que él acabaría con el pueblo que se sujetasen a ellos. Con esta esperanza se pusieron en camino: Sila con su mensajero me hizo saber todo lo que pasaba, al cual yo, como dije, había dejado en mi lugar, y rogábame mucho que volviese lo más presto que pudiese; vuelto yo de prisa por su consejo, por poco perdiera la vida por la causa que diré.
Jonatás y sus compañeros habían en Tiberíades inducido a muchos del bando contrario a que se rebelasen, por lo cual, atemorizados con mi venida, accedieron a mi luego, y dán­dome primeramente la enhorabuena, decían que se holgaban de la honra que entonces había ganado, por haber adminis­trado muy bien a Galilea, porque de aquella gloria les alcan­zaba también a ellos parte, por ser yo su ciudadano y dis­cípulo; y después, confesando en público que querían más mi amistad que la de Juan, me rogaban que me fuese a mi casa, prometiéndome que ellos harían luego que el otro viniese a mis manos, confirmándolo con juramento, lo cual es cosa de muy grande religión entre nosotros, y así me pareció que sería maldad no creerlo. Después me rogaron que me fuese a otra parte porque venía cerca el sábado, y no querían ellos levantar desasosiego alguno en el pueblo de los Tiberíades.
Entonces yo, sin sospechar cosa alguna, me fui a Tari­cheas, dejando, sin embargo de esto, en la ciudad quien mirase curiosamente lo que ellos hablaban de mí, y por todo el camino que va de Taricheas a Tiberíades puse algunos por quien viniese a mi, como de mano en mano lo que supiesen los que había dejado en la ciudad. El día, pues, siguiente se juntó el pueblo en Proseucha, que llaman, que es una casa de oración ancha, y en que cabe toda aquella muchedumbre, donde después que Jonatás también vino, no atreviéndose a decir claramente que se rebelasen, dijo que la ciudad tenía necesidad de mejores magistrados; pero Jesús, que tenía el sumo magistrado, sin disimular cosa alguna, dijo: Más vale, ciudadanos, que nosotros obedezcamos a cuatro hombres que a uno, mayormente cuando éstos descienden de ilustre san­gre, y tenidos en mucho por su prudencia, señalando cuando esto decía, a Jonatás y a sus compañeros; y luego Justo, loando estas palabras, trajo a algunos de los ciudadanos a lo que él quería; pero el pueblo no estaba por lo que éstos decían, y sin duda se levantara algún alboroto, si no se des­hiciera el Ayuntamiento, porque era ya la hora sexta y, suelen los nuestros comer a esta hora los sábados; de esta manera los embajadores, dilatando la consulta para el día siguiente, se fueron sin dar fin en el negocio. Sabiendo yo luego estas cosas, determiné venir a Tiberíades por la mañana, y en amaneciendo el día siguiente, yendo de Taricheas allá, hallé que el pueblo se había ya juntado en la casa de oración, no sabiendo aún bien para qué se juntaba. Entonces los emba­jadores, como me vieron a tiempo que no me esperaban y quedaron muy atemorizados; al fin acordaron esparcir un rumor, que habían aparecido ciertos romanos a caballo en los términos de aquel campo en un lugar que se dice Homonea; y haciendo creer este rumor adrede ellos mismos, que eran los que lo habían levantado, daban voces, que no era bien dar lugar a que los enemigos talasen así a su salvo los campos a vista de todos, lo cual hacían con propósito que, saliendo yo a socorrer a los labradores, pudiesen ellos entretanto alzarse con la ciudad, y hacer que los ciudadanos me quisiesen mal.
Aunque sabia su propósito, hice lo que quisieron, porque no pareciese que no hacía caso de los peligros de los tiberíenses. Salido, pues, al dicho lugar, después que vi que no había ni rastro de los enemigos vuelto con mucha prisa, hallé que se habían juntado el Senado y el pueblo en uno, y que los embajadores me ponían una larga acusación delante del Ayun­tamiento, diciendo que menospreciaba el cuidado del pueblo, y me ocupaba solamente en mis propios deleites. Dichas estas cosas sacaban cuatro cartas, como escritas por los galileos, diciendo que se hablan puesto a defender los últimos términos de aquella región, y que para esto pedían su socorro; oyendo estas cosas los de Tiberíades, creyéndolas de ligero, comenza­ron a dar voces que no se debía poner dilación en aquello, sino que en tan grande peligro se debía dar socorro muy presto a los de su pueblo; y por el contrario, entendiendo la falsa mentira de los embajadores, dije que sin detenerme iría donde la necesidad de la guerra lo pidiese; mas porque de otros cuatro lugares diversos habían venido cartas en que hacían saber las corridas de los romanos, convenía que, repar­tida entre otras tantas partes la gente, cada uno de los emba­jadores tuviese cargo de cada una; porque era justo que los varones esforzados socorriesen a las cosas que van de calda, no solamente con su consejo, pero aun con ir ellos en la delantera a ayudar, y que yo no podía llevar sino sola una parte del ejército. Pareció esto bien a la muchedumbre, y los apremiaban a que saliesen y tomasen el cargo de capitanes, con lo cual ellos fueron en gran manera turbados en sin ánimos, porque les había dado y salido al revés lo que procuraban, por las sutiles intenciones que yo les armé en contrario.
Entonces uno de ellos, por nombre Ananías, hombre malo y de malas obras, aconsejó que mandasen al pueblo ayudar otro día, y que a la misma hora se juntasen todos sin armas en el mismo lugar, porque sabían que sin la ayuda de Dios ninguna cosa podían hacer las armas de los hombres, y no decía esto por causa de religión sino por verme sin armas a mí y a los míos; entonces yo también obedecí por fuerza, porque no pareciese que menospreciaba la santa amonestación. Así que, después que se fueron todos a sus casas, Jonatás y sus compañeros escribieron a Juan que por la mañana viniese adonde ellos estaban, con la mayor compañía de soldados que pudiese, porque fácilmente me habria en su poder y alcanzaría lo que deseaba. El, cuando recibió las cartas, obe­deció de buena gana. El día siguiente mandé a dos de mis guardas los más esforzados y de quien yo más fiaba, que se pusiesen unas espadas cortas debajo de la ropa, que no se les pareciesen, y saliesen conmigo en público, para que si alguna injuria nos quisiesen hacer nuestros enemigos, tuvié­semos con qué defendernos; y yo también me vestí unas corazas y me ceñí mi espada lo más secretamente que pude, y así vine a la casa de oración a rezar.
Después que entré yo con mis amigos, poniéndose Jesús a la puerta, no dejó entrar a otro ninguno de los míos; y ya que nosotros comenzábamos a hacer oración a la costumbre de la tierra, levantándose Jesús, me preguntó por las alhajas y plata por labrar del Palacio Real que se había fundido, en cuyo poder estaban estas cosas depositadas; de las cuales hacía entonces mención, por gastar el tiempo hasta que Juan viniese. Respondí que Capella lo tenla todo y aquellos diez ciuda­danos principales de Tiberiades; y díjele, que les preguntase a ellos si yo decía verdad; los cuales, como confesaron que lo tenían, dijo: ««¿Qué es de aquellos veinte dineros de oro que te dieron por cierto peso de plata por labrar que vendiste, en qué los gastaste?" Respondí que los había dado para el camino a los embajadores que me enviaron de Jerusalén. A esto replicaron Jonatás sus compañeros que no había sido bien hecho pagar su Jario, a los embajadores de¡ dinero público. Enojándose el pueblo por ver su malicia tan clara, como yo entendiese que la cosa no estaba lejos de haber alguna revuelta, con voluntad de ensañar más aun contra ellos el pueblo, dije: "Si es mal hecho que diera salario a los embajadores del dinero del pueblo, no me déis más enojos por ello, que yo pagaré de mi bolsa estos veinte dineros.”
Entonces el pueblo tanto más se encendió, cuanto apareció más claro cuán contra razón me aborrecían. Viendo Jesús que la cosa le sucedía al contrario de lo que él esperaba, mandó que, quedando solo el Senado, toda la otra muche­dumbre se fuese, porque el bullicio de la gente no daba lugar a que se hiciese la pesquisa de tan gran negocio. Y contradi­ciendo el pueblo que no me dejaría solo entre ellos, vino uno a decir secretamente a Jesús, que venía cerca Juan con gente de armas; entonces, no pudiendo callar más Jonatás, Dios, que por ventura proveía así por mi salud, porque de otra manera no me escapara del ímpetu con que venía Juan, dijo: "Dejadme, tiberienses, hacer pesquisa de los veinte dine­ros de oro, porque por ellos no merece Josefo la muerte, sino porque anda urdiendo hacerse tirano, y ha alcanzado princi­pado con engañar la muchedumbre ignorante." En diciendo esto, los que estaban para matarme procuraban poner las manos en mí, lo cual visto por mis compañeros, desenvaina­r" Sus espadas y, trabajando por herirlos, los hicieron huir; y juntamente el pueblo alcanzó piedras para herir a Jonatás, librándome de la violencia de mis enemigos.
Yendo un poco adelante, como saliese a una calle por donde venía Juan con un escuadrón de soldados, húbele miedo y dí la vuelta por una calle angosta que iba a la mar; y de esta manera, entrando en una nao, me escabullí a Taricheas, faltando poco para que me mataran por un peligro que no pensé por lo cual, haciendo luego llamar los principales de los galileos, les conté cómo contra derecho y razón me hubie­ran muerto Jonatás y los de Tiberíades.
Enojada con esta injuria, la muchedumbre de los galilleos me aconsejaba que no dudase de hacer guerra a mis enemigos, y que los dejase ir, que ellos quitarían del mundo a Juan, Jonatás y sus compañeros; pero yo procuraba amansar su enojo, mandándoles esperar hasta que supiésemos qué traían nuestros embajadores de la ciudad de Jerusalén; y decíales que nos cumplía no hacer cosa alguna sin su consentimiento. Con estas palabras lo acabé con ellos. Como Juan tampoco entonces no salió con la suya, volvióse a Giscala.
A los pocos días, vueltos nuestros embajadores, nos hicie­ron saber que todos los de Jerusalén estaban muy enojados con Anano y con Simón, hijo de Gamaliel, porque, enviando embajadores sin consentimiento del pueblo, habían procurado quitarme de la gobernación de Galilea, y decían que faltó muy poco para que el pueblo pusiese fuego a sus casas. Tra­jeron también caritas, por las cuales los principales y cabezas de Jerusalén, por autoridad del pueblo, me confirmaban en la gobernación, y mandaban a Jonatás y a sus compañeros que luego se volviesen a sus casas. Cuando recibí estas cartas vine a la villa de Arbela, donde había mandado juntar los galileos, y allí mandé a los embajadores que contasen cuánto habían sentido los de Jerusalén la malicia do! Jonatás, y cómo por su acuerdo y decreto me habían confirmado la goberna­ción de aquella región, y habían mandado a Jonatás y a los suyos que saliesen de ella, a los cuales envié luego aquella carta, mandando al mensajero que mirase lo que hacían.
Ellos, cuando recibieron la carta, muy atemorizados, hi­cieron llamar a Juan y a los senadores de los tiberienses, y a los principales de Gabara, para pedirles consejo qué debían hacer. Los tiberienses eran de parecer que se estuviesen en la administración de la República, y no desamparasen la ciudad que una vez se había fiado de su palabra, mayormente ahora que yo les quería acometer, porque mintieron que yo les había amenazado con esto. Lo mismo daba por bueno también Juan, añadiendo que debían enviar dos de los compañeros a Jerusalén, que me acusasen delante del pueblo de que no administraba derechamente las cosas de Galilea, diciendo que de esto lo persuadirían fácilmente, lo uno, por su autoridad, lo otro, porque naturalmente el vulgo es mudable. Pareció bien el consejo de Juan, y luego enviaron a Jonatás y a Anania a Jerusalén, quedando los otros dos en Tiberíades, y acompañándolos, porque fuesen seguros, cien soldados de los suyos.
Los tiberienses, habiendo reparado sus muros con diligencia, mandaron a los moradores de la ciudad que tomasen sus armas, e hicieron con Juan, que estaba entonces en Gis­cala, que les enviase muchos soldados que les ayudasen contra mí, si por ventura fuese menester. Entretanto, caminando Jonatás con los suyos, cuando llegó a Darabitta, que es una villa cuyo sitio está en el Campo Grande en los tunos tér­minos de Galilea, a medianoche cayó en manos de una es­cuadra de soldados míos, que estaban en vela, los cuales, man­dándoles que dejasen las armas, los tuvieron presos en el lugar donde yo les había mandado. Levi, capitán de aquellos sol­dados, me hizo saber todo lo que habla pasado. Así que, teniendo el negocio bien disimulado dos días, por mensajeros requerí a los tiberienses que dejasen las armas; pero ellos, pensando que ya Jonatás había llegado a Jerusalén, no me respondieron otra cosa, sino palabras afrentosas. No me es­panté tanto que por eso dejase de usar con ellos de una astucia, porque me parecía cosa ¡licita comenzar guerra civil.
Queriendo, pues, sacarlos engañados fuera de los muros, habiendo escogido diez mil soldados, los repartí en tres partes. Una parte de éstos puse secretamente junto a Dora, y otros mil en una aldea, que también era montaña, a cuatro estadios de Tiberíades, para que esperasen hasta que se les díese señal de arremeter. Yo, saliendo de la ciudad, paréme en un lugar público; viendo esto los tiberienses, vinieron luego corriendo a mí, diciéndome maldiciones muy desabridas, y tomóles en­tonces tanta locura, que llevando delante unas andas de muerto, aderezadas magníficamente, alrededor de ellas me llo­raban por escarnio; pero yo, callando, gozaba de su poco saber.
Y queriendo por asechanzas haber a Simón a las manos, y con él a Joazaro, roguéles que con los amigos, y con los que por su seguridad los acompañaban, saliesen un poco fuera la ciudad, porque quería hablarles y tratar paz con ellos, y de la gobernación de la provincia. Entonces, Simón, con poco saber y codicia de la ganancia, no rehusó venir, pero o, sospechando lo que era, se quedó. Cuando Simón vino acompañado de sus amigos y guardas de su persona, lo recibí con mucha humanidad, y díle las gracias porque tuvo por bien venir. Y paseándonos de ahí a poco, apartándolo algo desviado de sus amigos, como que le quería decir algo sin terceros, arrebatándolo por medio del cuerpo en alto, lo entregué a los míos, que lo llevasen a la aldea que más cerca estuviese; y haciendo señal a mi gente, me fui con ellos a Tiberíades. Como de ambas partes se trabase una cruda ba­talla, animando a los míos que ya iban de vencida, les hice cobrar esfuerzo y encerré dentro de los muros a los tiberienses, que por poco hubieran la victoria; y enviando luego por el lago otro escuadrón, mandéles que pusiesen fuego en la pri­mera casa que entrasen. Hecho esto, pensando los tiberienses que la ciudad estaba tomada por fuerza, dejadas las armas, me suplicaron con sus mujeres e hijos que los perdonase, pues los tenía vencidos. Yo, movido por sus ruegos, refrené a los soldados de la furia que traían, y habiendo tocado a recoger la gente, siendo ya tarde, me fui a comer; y llevando conmigo a Simón, sentados a la mesa, lo consolaba prome­tiendo volverle a enviar a Jerusalén y darle lo necesario para el camino, y quien lo acompañase por que fuese seguro.
El día siguiente entré en Tiberíades con los diez mil sol­dados armados, y mandando llamar a la plaza los regidores y principales del pueblo, mandéles que me dijesen quiénes eran los autores de la rebelión; habiéndomelos mostrado, les eché prisiones, y les envié a Jotapata. Y soltando a Jonatás y sus compañeros, y aun dándoles para el camino, los entregué a quinientos soldados que los llevasen a Jerusalén. Después de esto, vinieron otra vez a mí los tiberienses a pedirme per­dón, y me prometieron que en adelante suplirían con servicios lo que hasta entonces hablan faltado, rogándome que hiciese restituir a sus dueños las haciendas que habían sido tomadas. Mandé luego que se trajese todo allí delante, y como los soldados tardasen en hacerlo, viendo yo uno de ellos más ata­viado que solía, preguntéle que de dónde había habido aque­lla vestidura, confesándome él que la había ganado del despojo, lo hice azotar, y amenacé a todos que les daría más grave castigo si no me trajesen lo que habían robado junto todo el despojo, que era mucho, di a cada uno de los ciuda­danos lo que conocía ser suyo.
En este lugar quiero reprender en pocas palabras a justo, escritor de esta historia, y a los otros, que prometiendo escribir alguna historia, menospreciando la verdad, no tienen ver­güenza, por amor o por odio, escribir mentiras a los que vinieron después; por cierto, en ninguna cosa difieren de los que falsean escrituras públicas, sino que éstos se dañan más con que no los castigan por ello. Este, para que pareciese que gastaba bien su tiempo, púsose a escribir las cosas que en esta guerra pasaron; y mintiendo muchas cosas de mí, ni aun de su propia tierra dijo verdad. Por lo cual tengo necesidad de decir lo que hasta ahora he callado, para argüir contra lo que de mi ha dicho falsamente. Y no hay por qué nadie se deba maravillar haber dilatado tanto tiempo de hacer esto; porque aunque cumple que el historiador diga verdad, pero bien puede dejar de hablar ásperamente contra los malos, no porque ellos merezcan este bien, sino por guardar la templan­za. Volviendo, pues, así la plática, oh justo, el más grave de los historiadores por tu testimonio, dime, ¿cómo yo y los galileos tuvimos la culpa y causamos que tu tierra se rebelase contra el rey y también contra el imperio de los romanos? Pues que antes que por determinación de la ciudad de Jeru­salén fuese yo a Galilea enviado por capitán, tú, con tus tibe­rienses, echaste mano a las armas, y por común consejo os atrevisteis también a molestar a la ciudad de Capolis de los Sirios; porque tú pusiste fuego a sus aldeas, y en aquel en­cuentro murió tu criado. Y no solamente digo yo estas cosas, sino también en los comentarios del emperador Vespasiano se cuentan, y que en Ptolemaida, los decapolitanos, con mu­chos clamores, pidieron al emperador que te castigase porque habías sido causa de todas sus desventuras; y sin duda lo hi­ciera si el rey Agripa, a quien fuiste entregado para que de ti hiciese justicia, no te perdonara por ruegos de Berenice, su hermana; pero detúvote gran tiempo en la cárcel.
Y aun las cosas que después hiciste en la República de­claran bien lo demás de tu vida, y corno fuiste causa de que los de tu ciudad se rebelasen contra los romanos, lo cual pro­baremos de aquí a poco con argumentos y razones muy claras. Ahora tengo también que acusar por tu causa a los otros tiberienses, y mostrar al lector que ni a los romanos ni al rey habéis sido leales amigos. Las mayores ciudades de los galileos, oh justo, son Séforis y Tiberíades, que es tu tierra; mas los seforitas, que tienen su asiento en mitad de la región, y tienen alrededor de si muchas villas pequeñas, porque habían determinado guardar a sus señores lealtad, me echaron fuera a mi, y por edicto vedaron que ninguno de los de su ciudad osase servir a los judíos en la guerra, y para que de mí tuviesen menos peligro, por engaños me sacaron que cercase su ciudad de muros, y después que fueron acabados recibieron por su voluntad la guarnición que les puso Cestio Galo, que entonces gobernaba la Siria, menospreciándome, porque mi potencia atemorizaba a las otras gentes, los mis­mos que cuando el cerco sobre Jerusalén y el templo común a toda nuestra nación estaba en peligro, no enviaron socorro por que no pareciese que tornaban armas contra los romanos; pero tu tierra, oh justo, que está junto al lago de Genezareth, a treinta estadios de Hippo, sesenta de Gadara y ciento veinte de Escitópolis, villas del señorío del rey, y no tiene vecindad con ninguna de las ciudades de los judíos, si quisiera, fácil­mente pudiera guardar lealtad a los romanos, porque así públicas, como particulares, teníais abundancia de armas; y si yo entonces tuve la culpa, como tú, Justo, dices, ¿quién la tuvo después? Porque tú sabes que antes que la ciudad de Jerusalén fuese tomada, vine yo a poder de los romanos, y se tomaron por fuerza Jotapata y otras muchas villas muy fuertes, y fueron muertos muchos de los galileos en diversas batallas. Entonces, pues, deberíais vosotros, ya que estabais seguros de mi, dejar las armas y llegaros al rey y a los roma­nos, pues decís que no tomasteis aquella guerra por vuestra voluntad, sino por fuerza; mas vosotros esperasteis hasta que Vespasiano llegase a vuestros muros con todas sus gentes, y entonces al fin, cuando no pudisteis más, dejasteis las armas por miedo del peligro, y aun se tomara por fuerza de armas vuestra ciudad, si el rey, dando vuestra necedad por disculpa, no os alcanzara perdón de Vespasiano.
No es, pues, la culpa mía, sino de vosotros, que tuvisteis los ánimos y voluntad de enemigos, y quisisteis la guerra. ¿Cómo no os acordáis cuántas veces alcancé de vosotros vic­toria y no maté a ninguno? Y vosotros, teniendo entre vos­otros discordias, no por favorecer al rey o a los romanos, sino por vuestra malicia, matasteis ciento ochenta y cinco ciuda­danos en el tiempo que los romanos me hacían guerra en Jotapata: ¿por qué en el cerco de Jerusalén se hallaron por cuenta dos mil tiberienses, que unos de ellos murieron, y otros quedaron vivos en cautiverio?
Dirás que tú no fuiste enemigo, porque entonces te aco­giste al rey; digo que esto hiciste de miedo a mí; dices que soy mal hombre; lo eres tú, a quien el rey Agripa perdonó la muerte, después de haberte condenado a ella Vespasiano, y habiéndote soltado por muchos dineros que le diste, otra vez y otra te echó en prisiones, y te desterró otras tantas veces, y llevándote ya una vez a hacer justicia de ti, por su orden te mandó traer por ruegos de su hermana Berenice. Y después, como te diese cargo de escribir sus cartas, te sorprendió mu­chas veces en traición, y como halló que tampoco tratabas esto con lealtad, te mandó que no parecieses delante de él; pero no quiero entrar más adentro en esto.
Por otra parte, maravíllome de tu desvergüenza al afirmar que trataste tú esta historia mejor que cuantos la escri­bieron, no sabiendo aún lo que en Galilea pasó, porque estabas tú en aquella sazón con el rey en Berito, ni tampoco supiste lo del combate de Jotapata, ni pudiste saber cómo me hube yo cuando estuve cercado, porque ninguno quedó vivo que te lo pudiese contar. Mas por ventura dirás que escribiste cumplidamente lo que pasó en el cerco de Jerusalén; ¿y cómo lo pudiste hacer, pues que tampoco te hallaste en aquella guerra, ni leíste los Comentarios de Vespasiano? Y deduzco que no los leíste, porque escribes lo contrario.
Y si confías haber tú escrito mejor que todos, ¿por qué no sacaste a luz tu historia en vida de Vespasiano y Tito, con cuyo favor y ayuda aquella guerra se hizo, y antes que mu­riese Agripa y sus parientes, varones muy sabios en las letras griegas? Porque veinte años antes la tenías escrita, y pudie­ran ser tus testigos los que la sabían: ahora que ellos son muertos, y ves que no hay quien te saque la mentira a la cara, te atreviste a publicar tu libro; pero yo no lo hice así, ni tuve recelo de mis escritos, sino di mi obra a los mismos empera­dores cuando aquella guerra estaba aún reciente en los ojos de los hombres, porque tenía certeza que había escrito verdad en todo, de donde alcancé el testimonio que esperaba, y aun comuniqué luego con otros muchos la historia, de los cuales algunos se habían hallado en la guerra, como el rey Agripa y sus deudos y el mismo emperador.
Tito tuvo tanta voluntad de que de solos aquellos libros procurasen los hombres saber lo que en aquellas cosas había pasado, que firmándolos de su propia mano, mandó que se pusiesen en la librería pública, y el rey Agripa me escribió setenta y dos cartas, en que daba testimonio de la verdad de mi historia, de las cuales pongo aquí dos para que puedas tú de ellas saberlo:
El rey Agripa a su muy querido Josefo desea salud. Leí tu libro de muy buena voluntad, en el cual me pareces haber escrito estas cosas con mayor diligencia que otro alguno, por lo cual enviarme has lo demás. Dios sea contigo, etc.
El rey Agrípa a Josefo su carísimo, desea salud. Por tus escritos me parece que no has menester que yo te avise de nada; pero cuando nos viéremos de mí a ti, te avisaré de algunas cosas que no sabes, etc.
De esta manera fue testigo él de la verdad de mi historia cuando estuvo acabada, no por lisonjear, porque no era ho­nesto para él; ni tampoco por hacer burla, como tú por ven­tura dirás, porque fue muy ajeno a este vicio, sino solamente para que por su testimonio tuviese el lector por encomendada la verdad de lo que yo escribí. Baste esto para en lo que fue necesario decir contra justo.
Después que di orden en las cosas de los tiberienses, que andaban revueltas, hice juntar mis amigos para consultar lo que se debía hacer con Juan, y pareció bien a todos que hi­ciese armar toda la gente de Galilea, y le hiciese guerra, y le castigase como autor y causa del alboroto; pero yo no tuve este parecer por bueno, porque mi voluntad era dar fin a aquellos alborotos sin muertes, por lo cual les mandé que pusiesen toda diligencia en saber los nombres de los que eran del bando de Juan. Lo cual hecho, y sabido quiénes eran estos hombres, propuse un edicto en que daba mi palabra a todos los de aquel bando de recibirlos por amigos, con tal que no favoreciesen más a Juan, y puse término de veinte días para si quisiesen mirar por lo que a ellos y a sus cosas cumplía; en otro caso, si porfiaban en querer tomar armas, amenazá­bales que pondría fuego a sus casas y daría sus haciendas a saco; ellos, con gran miedo, oídas estas cosas, desampararon a Juan y viniéronse a mi sin armas cuatro mil por cuenta; que­daron con él solos los de su ciudad, y mil quinientos de Tiro que tenía a sueldo, y él, como se halló vencido con esto, es­túvose en adelante encerrado de miedo en su tierra.
En este mismo tiempo los seforitas se atrevieron a ponerse en armas, confiando en la fortaleza de sus muros y porque me veían ocupado en otras cosas; así que enviaron a Cestio Galo, que era entonces presidente de Siria, a rogarle que, o se metiese presto en la ciudad, o a lo menos enviase allá gente de guarnición. Galo les prometió que el vendría, pero no les señaló en qué tiempo. Yo, cuando lo supe, di con mis gentes sobre ellos y tomé por armas la ciudad con fuerte ánimo. Los galileos, viendo esta ocasión entre manos, y pareciéndoles que era ahora tiempo de ejecutar a su placer los odios que contra los seforitas tenían, parecía que habían de asolar hasta los cimientos, así la ciudad como los ciudadanos, y como arreme­tiesen, pusieron fuego en las casas vacías, porque la gente, de miedo, se había recogido a la fortaleza; pero saqueaban todo lo que hallaban, y ninguna templanza tenían en robar las haciendas de los hombres de su linaje. Viendo esto, y doliéndome mucho, les mandé que cesasen, y amoneste que no era lícito tratar de aquella suerte a los que eran de su misma nación. Después que ni con ruegos ni con amenazas los pude refrenar, porque pesaba más la enemistad, mandé a ciertos amigos, de quien más me fiaba, que echasen fama que por otra parte había entrado un grande ejército de los roma­nos; hice esto para que, atajando de esta manera el ímpetu que traían los galileos, guardase la ciudad de los seforitas, y sucedió bien este ardid, porque, espantados con tal nueva, dejada la presa, miraban por todas partes por dónde huirían, mayormente porque me veían a mí, que era el capitán, hacer lo mismo, porque para confirmar el rumor, fingía yo que también temía; de esta manera, con mi astucia, libré a los seforitas cuando ninguna esperanza tenían.
Y aun Tiberíades faltó muy poco que no fue saqueada por esta causa que diré: ciertos senadores, los más principales, escribieron al rey rogándole que viniese y tomase la ciudad; respondió él que vendría a los pocos días, y dio a un su camarero, judío de linaje, llamado Crispo, unas cartas para que las llevase a los tiberienses. Conociendo a éste lee galileos en el camino, lo prendieron y me lo trajeron; luego que se supo esto, la muchedumbre echó mano a las armas, y otro día después, acudiendo muchos de todas partes, vinieron a Asochim, donde yo en aquella sazón había venido, dando vo­ces que eran traidores los de Tiberíades y aliados del rey, y pedíanme que los dejase ir allá, que ellos derribarían la ciu­dad por los cimientos, y sin esto aborrecían tanto a los tibe­rienses como a los de Séforis.
Yo entretanto no sabía qué remedio tener para librar aquella ciudad de la ira de los Galileos, porque no podía negar cómo ellos escribieron al rey que viniese, pues que la respuesta del rey estaba a la clara contra ellos: asi que, después que estuve pensando entre mí grande rato sin hablar, dije: “Yo también confieso que los tiberienses han pecado; no os quiero ir a la mano, porque no los metáis a saco; pero mirad que semejantes cosas débense hacer con juicio, porque no sólo los tiberienses son traidores contra nuestra libertad, sino también muchos de los más nobles de Galilea: hase de esperar hasta que halle por pesquisa quiénes son los culpados, y entonces podréis tratarlos a todos como merecen." Con esto que dije, persuadí a la muchedumbre, y luego se fueron apaciguados: después que eché en prisiones aquel mensajero del rey, a los pocos días, fingiendo que tenía necesidad de hacer cierto camino, lo hice llamar en secreto, y le avisé que emborrachase al soldado que lo aguardaba, y que de esta manera huyese al rey. Tiberíades, que ya otra vez había llegado a peligro de perderse, la libré con mi astucia.
En el mismo tiempo Justo, hijo de Pisto, se fue al rey hu­yendo sin que yo lo supiese, y la causa por qué huyó fue esta: al principio, cuando se levantó la guerra de los judíos, los de Tiberíades habían determinado obedecer al rey, y no por eso rebelarse contra los romanos, y Justo alcanzó de ellos que tomasen armas, porque tenía esperanza que, andando las cosas revuelta3, él se alzaría con su tierra; pero no logró lo que deseaba, porque los galileos, con el odio que tenían a los tiberienses por lo que les habían hecho pasar antes de la guerra, no querían que justo tuviese la gobernación, y como me enviasen los de Jerusalén en su lugar, muchas veces me encendía tanto en ira, que poco faltó para que lo matara, no pudiendo sufrir la malvada condición de Justo. El. pues, te­miendo que mi enojo al fin parase en quitarle la vida, fuése al rey con esperanza que allí podía vivir más a su placer y más seguro.
Los seforitas, viéndose fuera del primer peligro, lo cual no pensaron, enviaron otra vez a Cestio Galo a rogarle que viniese presto a tomar la ciudad, o enviase alguna compañía de soldados que se pusiesen contra los enemigos para que no le! corriesen los campos, y no pararon hasta que envió muchos de a caballo y de a pie, los cuales los recibieron de noche: después, porque el ejército de los romanos había talado los campos alrededor comarcanos, junté mi gente, y vine a Garí­sima, donde asentado mi real veinte estadios de Séforis, venida la noche, di sobre los muros, y como subiesen con escalas sobre ellos muchos soldados, hube en mi poder buena parte de la ciudad; mas a poco nos fue forzado irnos por no saber la tierra, y dejamos muertos de los romanos doce hombres de a pie y dos de a caballo, y algunos pocos de los seforitas, y de nosotros no murió más que vino; poco después trabamos ba­talla en un llano con los de a caballo, y aunque nos defendimos gran rato fuertemente, fuimos al fin desbaratados porque me saltearon los romanos, y los míos, atemorizados con tal caso, volvieron las espaldas. En aquella pelea murió justo, uno de los de mí guarda, que antes había sido de la guarda del rey; por el mismo tiempo habla venido el ejército del rey, así de a caballo como de a Pie, y por capitán Síla, capitán de la guarda del rey; éste, habiendo hecho fuerte su real a cinco estadios de Juliada, repartió por los caminos las estancias de su gente en el camino de Caná y en el que va a Gamala, para quitar que les fuesen vituallas a los que moraban en aquellos lugares.
Cuando yo oí esto, envié allá dos mil soldados, y a jeremías por capitán de ellos, los cuales, puesto su real cerca del río Jordán, un estadio de Juliada, no hicieron más que ciertas escaramuzas, hasta que yo fuí a ellos con tres mil soldados: el día siguiente puse primero una celada en un valle cerca del real de los enemigos, y después los desafié a la batalla, habiendo mandado a los míos que haciendo que huían, como fuesen los contrarios tras ellos, los llevasen al lugar donde estaba la celada, lo cual fue así hecho, porque Sila, pensando que los nuestros huían cuanto podían, corrió en pos de ellos hasta que tuvo a las espaldas la gente que estaba puesta en celada, lo cual puso mucho temor en su gente. Entonces yo, volviendo con mucha presteza, di en los del rey, e hicelos huir, y ganara aquel día una señalada victoria, si cierta mala dicha no tuviera envidia de lo que yo tenla en pensamiento, porque llegando el caballo en que yo peleaba a un cenagal, cayó conmigo en él, de la cual caída se me molieron los artejos de la mano, y así me llevaron a la villa de Cefarnoma; cuando los míos oyeron esto, dejaron el alcance de los enemigos, porque les dió mucha congoja me aconteciese algún mal. Haciendo, pues, llevar mé­dicos, y curada la mano, quedéme allí aquel día, porque tam­bién me dio calentura; de allí, por parecer de los médicos, me llevaron de noche a Taricheas.
Cuando Sila y los del Rey lo supieron, tornaron a cobrar ánimo, y porque habían oído que en la guarda del real no se ponía mucha diligencia, poniendo de noche a del Jordán una compañía de a caballo en celada, en amaneciendo desafiaron a los míos a que saliesen a pelear, los cuales no lo rehusaron, y salidos a un llano, como salieron de la celada los de a caballo, y revolvieron los escuadrones de los míos, los hicieron huir. Muertos sólo seis de los míos, dejaron la victoria sin llevarla al cabo, porque oyendo que cierta gente de guerra había venido por el lago de Taricheas a Juliada, de miedo tocaron a que se recogiesen.
No mucho después vino a Tiro Vespasiano, acompañado del rey Agripa, donde se levantó grande grita del pueblo contra el rey, diciendo que era enemigo suyo y de los romanos; por­que Filipo, capitán de su gente de guerra, había vendido por traición el Palacio Real de Jerusalén y la gente de guarnición de los romanos que en él estaba, y que esto se había hecho por mandado del mismo rey; pero Vespasiano después de haber reprendido la desvergüenza de los de Tiro, porque afrentaban a un rey y amigo de los romanos, aconsejó al mismo rey que enviase a Filipo a Roma a que diese cuenta de lo que había pasado; mas Filipo no pareció delante de Nerón, porque como lo hallase en muy grande trabajo y en peligro de perderse por las guerras civiles, volvióse al rey. Después que Vespasiano llegó a Ptolemaida, los principales de Deca­polis con grandes clamores acusaban a justo que había puesto rey para que pagase lo que debía a sus súbditos, y el rey, sin que el empe­rador lo supiese, lo echó en prisiones, como ya dijimos antes. Entonces los de Séloris salieron a recibir a Vespasiano, y lo saludaron, y él les dio gente de guarnición, y por capitán de ella a Plácido, con los cuales tuve que hacer hasta que el mismo, emperador vino a Galilea; de cuya venida, y cómo después de la primera batalla que tuve junto a Tarichea, me recogí a Jotapata, y allí al fin fui preso y llevado cautivo después de largo combate, y cómo fui suelto, y las cosas que hice mientras duró la guerra de los judíos, todas las trato en los libros que de aquella guerra tengo escritos: ahora me parece contar ciertas cosas que en aquellos libros no dije, sola­mente las que tocan a mi vida.
Tomada Jotapata, y venido yo a poder de los romanos, guar­dábanme con muy grande diligencia; pero hacíame buen tratamiento Vespasiano, por cuyo mandamiento me casé con una doncella también cautiva, natural de Cesárea; ésta no hizo mucho tiempo vida conmigo, mas después de yo suelto, y andando yo en compañía del emperador, se fue a Alejandría; entonces me casé con otra mujer de Alejandría, y de allí me enviaron con Tito a Jerusalén, donde muchas veces estuve en peligro de muerte, porque los judíos procuraban en gran manera cogerme para matarme, y por otra parte los romanos, cada vez que les acontecía algún desbarate, echábanlo a que yo les vendía, y nunca cesaban de dar voces al capitán que quitase del mundo a quien les hacía traición; pero Tito, como hombre que sabía las vueltas de la guerra, disimulaba en si­lencio las importunas voces de los soldados; después, cuando la ciudad fue tornada por fuerza de armas, muchas veces me requirió que del saco de mi tierra tomase todo lo que quisiese, que él me daba licencia; pero yo, ya que mi tierra era asolada, no tuve otro mayor consuelo en mis desventuras que el pedir las personas libres, las cuales, juntamente con los libros sagra­dos, me concedió el emperador de buena voluntad.
No mucho después, por mis ruegos me hizo también mer­ced de un mi hermano y cincuenta amigos, y aun entrando por su consentimiento en el templo, como hallase allí metida muchedumbre grande de mujeres y muchachos, a cuantos hallé que eran de mis amigos y familiares, a todos los libré, que fueron casi ciento cincuenta, a los cuales dejé en su libertad sin que me diesen nada por su rescate.
Después me envió Tito con Cereal y mil de a caballo a una aldea que se dice Tecoa, a mirar si el lugar era aparejado para que estuviese el real, y vuelto de allí, como viese muchos de los cautivos puestos en cruces, y entre ellos conociese tres que en otro tiempo fueron mis familiares, dolióme mucho, y Regándome a Tito, con lágrimas se lo dije, el cual mandó luego que los quitasen de allí y los curasen con muy gran diligencia; dos de éstos murieron entre las manos de los médicos, y el otro vivió.
Después, concertadas las cosas de dea, creyendo Tiatno que en una heredad que yo tenía cerca de Jerusalén me habín de hacer daño los soldados romanos que habían de quedar allí para guarda de la religión, dióme otras posesiones en los cam­pos, y cuando volvió a Roma, por hacerme honra me llevó en la nao que él iba, y como llegamos a la ciudad, hízome Vespasiano muchas mercedes, porque después de haberme dado privilegio de ciudadano, me mandó morar en las casas en que él, antes que fuese emperador, había morado, y me dio rentas anuales, y nunca dejó de hacerme mercedes mientras vivió, lo cual fue peligroso para mí por la envidia de mi gente, porque un cierto judío, por nombre Jonatás, levan­tando un alboroto en Cirene, y recogidos dos mil de los naturales, a todos les acarreó desastrado fin, y él, preso por el gobernador de aquella provincia, y enviado al emperador, decía que yo le había servido con armas y dineros para ello; pero no engañó a Vespasiano con sus mentiras, mas siendo condenado, pagó con pena de la cabeza.
Después de esto, me buscaron envidiosos otras calumnias, pero de todas me escapé por providencia divina: demás de esto, me hizo merced Vespasiano en Judea de una heredad muy grande, en el cual tiempo dejé a mi mujer, porque me aborrecieron sus malas costumbres, aunque había ya ha­bido en ella tres hijos, de los cuales son ya muertos los dos, y sólo Hircano me queda vivo. Después de ésta, me casé con otra mujer de Creta, judía de linaje, nacida de padres de los más nobles de su tierra y de muy buenas costumbres, como hallé haciendo vida con ella; de ésta me nacieron dos hijos, justo, el mayor, y después de él Simónides, por sobrenombre Agripa: esto es lo que me aconteció con los de mi casa; desde aquí me tuvieron buena voluntad todos los emperadores, porque después que Vespasiano murió, Tito, su sucesor, me tuvo siempre en la misma honra que su padre, y nunca jamás dio crédito a ningunas acusaciones contra mi; Domiciano, que sucedió después de éste, me hizo muy mayores honras, porque castigó con muerte a ciertos judíos que me acusaban, y mandó castigar a un eunuco, mi esclavo, ayo de mi hijo, porque me andaba calumniando, y concedióme franqueza de las pose­siones que tengo en Judea, lo cual tuve yo por la mayor honra de cuantas me hizo, y Domicia, mujer del emperador, nunca cesó de hacerme bien. Estas son las cosas que me pasaron en toda mi vida, por las cuales puede juzgar quien quisiere mis costumbres; ofreciéndote, buen Epafrodito, todo el con­texto de las antigüedades, acabo con esto aquí de escribir.
***

I
En el cual se trata de la destrucción de Jerusalén hecha por Antíoco.

Estando discordes entre sí los príncipes de los judíos en el tiempo que Antíoco, llamado Epifanes, contendía con Pto­lomeo el Sexto sobre el Imperio de Siria, que tanto codiciaba, cuya discordia era sobre el señorío, porque cada cual de ellos, siendo honrado y poderoso, tenía por cosa grave sufrir suje­ción de sus semejantes; Onías, uno de los pontífices, preva­leciendo sobre los otros, echó de la ciudad a los hijos de Tobías. Estos entonces vinieron a Antíoco, suplicándole muy humildes armase ejército contra Judea, que ellos lo guiarían. Y por estar el rey de sí muy deseoso de este negocio, fácil­mente consintió con lo que ellos suplicaban. De manera que con mucha gente de guerra salió a seguir la empresa; y después de haber combatido la ciudad con gran fuerza, la tomó, y mató muchedumbre de los amigos de Ptolomeo; y dando licencia a los suyos para saquear la ciudad, él mismo robó todo el templo, y prohibió por tiempo de tres años y seis meses la continuación de la religión cotidiana.
El pontífice Onías se fue huyendo a Ptolomeo, y alcanzan­do de él un solar en la región heliopolitana, fundó allí un pueblo muy semejante al de Jerusalén, y edificó un templo. De las cuales cosas, con más oportunidad haremos mención a su tiempo.
Pero no se contentó Antíoco con haber tornado la ciudad sin que tal confiase, ni con haberla destruido, ni con tantas muertes; antes, desenfrenado en sus vicios, acordándose de lo que había sufrido en el cerco de Jerusalén, comenzó a constreñir a los judíos, que desechada la costumbre de la patria, no circuncidasen sus niños, y que sacrificasen puercos sobre el ara: a las cuales cosas todos contradecían y los que se mostraban buenos en defender esta causa, eran por ellos muertos. Hecho capitán Bachides de la guarnición de la ciudad, por Antíoco, obedeciendo a todo lo que le había mandado, según su natural crueldad, toda maldad excedió azotando uno a uno a todos los varones dignos de honra, representándoles cada día y poniéndoles delante de los ojos la presa de la ciudad en tanta manera, que por la crueldad de los daños que recibían fueron todos movidos a vengarse. Fi­nalmente, Matatías, hijo de Asamoneo, uno de los sacerdotes del lugar nombrado Modin, con la gente de su casa (porque tenía cinco hijos) se puso en armas y mató a Bachides, y temiendo a la gente que estaba en guarnición, huyóse hacia los montes. Pero descendió con gran esperanza, habiéndosele juntado muchos del pueblo, y peleando, venció los capitanes de Antíoco, y los echó de todos los términos de Judea.
Hecho señor, y el más poderoso, con el próspero suceso, con voluntad de todos los suyos, porque los había librado de los extranjeros, murió, dejando por príncipe y señor a Judas, que era su hijo mayor.
Este, pensando que Antíoco no había de sufrir aquello, juntó ejército de gente suya natural, y fue el primero que hizo amistad con los romanos, e hizo recoger con gran pérdida a Antíoco Epifanes, el cual otra vez se entraba por Judea. Y siendo aún nueva y reciente esta victoria, vino contra la guar­nición de Jerusalén, porque no la había aún echado ni muerto; y habiendo peleado con ellos, los forzó a bajar de la parte alta de la ciudad, que se llama Sagrada, a la baja; y habiéndose apoderado del templo, limpió todo aquel lugar, cercólo de muro, y puso vasos para el servicio y culto divinos, los cuales procuró que se hiciesen nuevos, como que los que solían estarantes estuviesen ya profanados; edificó otra ara y dio co­mienzo a su religión.
Apenas había cobrado la ciudad el rito y ceremonias suyas sagradas, cuando Antíoco murió. Quedó por heredero de su reino, y aun del odio contra los judíos, su hijo, llamado tam­bién Antíoco. Por lo cual, juntando cincuenta mil hombres de a pie y casi cinco mil de a caballo y ochenta elefantes, ví­nose a los montes de Judea, acometiendo por diversas partes, y tomó un lugar llamado Betsura.
Salióle al encuentro Judas con su gente en un lugar llamado Betzacharia, cuya entrada era difícil; y antes que los escua­drones se trabasen, su hermano Eleazar, habiendo visto un elefante mayor que los otros, el cual traía una gran torre muy adornada de oro, pensando que venía allí Antíoco, salió corriendo de entre los suyos, y rompiendo por medio de sus enemigos, llegó al elefante, pero no pudo alcanzar aquel que pensaba él ser el rey, porque venía muy alto, e hirió la bestia en el vientre; derribóla sobre él mismo, y murió hecho peda­zos, sin hacer otra cosa sino que, habiendo emprendido y co­metido una cosa digna de gran nombre, tuvo en más la gloria que su propia vida. Pero el que regía el elefante era un hombre privado y particular: y aunque en aquel caso se ha­llara Antíoco, no le aprovechara a Eleazar su atrevimiento, sino haber tenido en poco la muerte por la esperanza de una hazaña tan memorable.
Esto fue a su hermano manifiesta señal y declaración de los sucesos de toda la guerra, porque pelearon los judíos mu­cho tiempo y muy valerosamente; pero fueron finalmente vencidos por los del rey, siéndoles fortuna muy próspera, y excediéndolos también en el número y muchedumbre: y muer­tos muchos de los judíos, Judas, con los demás, huyó a la comarca llamada Gnofnítica. Partiendo Antíoco de allí para Jerusalén, y habiéndose detenido algunos días, retiróse por la falta de los mantenimientos, dejando de guarnición la gente que le pareció que bastaba, y llevóse los demás a alojar y pasar el invierno en Siria.
Cuando el rey partió, no reposó Judas; antes, animado con los muchos que de su gente se le llegaban, y juntando aquellos que le habían sobrado de la guerra pasada, fue a pelear con los capitanes de Antíoco en un lugar llamado Adasa; y hacién­dose conocer en la batalla matando a muchos de sus enemigos, fue muerto. Dentro de pocos dias fue también muerto su hermano Juan, preso por asechanzas de aquellos que eran par­ciales de Antíoco y le favorecian.
***


Capítulo II
De los príncipes que sucedieron desde Jonatás hasta Aristóbulo.
Habiéndole sucedido su hermano Jonatás, rigiéndose más proveída y cuerdamente en todo lo que pertenecía a sus natu­rales, trabajando por fortificar su potencia con la amistad de los romanos, ganó también amistad con el hijo de Antíoco; pero no le aprovecharon todas estas cosas para excusar el peli­gro. Porque Trifón, tirano, tutor del hijo de Antíoco, ace­chándole y trabajando por quitarlo de todas aquellas amis­tades, prendió engañosamente a Jonatás, habiendo venido a Ptolemaida con poca gente para hablar con Antíoco, y dete­niéndole muy atado, levantó su ejército contra Judea. Siendo echado de allá y vencido por Simón, hermano de Jonatás, muy airado por esto, mató a Jonatás.
Ocupándose Sinión en regir valerosamente todas las cosas, tomó a Zara, a Jope y a Jamnia. Y venciendo las guarniciones, derribó y puso por el suelo a Acarón, y socorrió a Antíoco contra Trifón, el cual estaba en el cerco de Dora, antes que fuese contra los medos.
Pero no pudo con esto hartar la codicia del rey, aunque le hubiese también ayudado a matar a Trifón. Porque no mucho después Antíoco envió un capitán de los suyos, Cendebeo, por nombre, con ejército, para que destruyese a Judea y pusiese en servidumbre y cautivase a Simón. Pero éste, que administraba las cosas de la guerra, aunque era viejo, con ardor de mancebo, envió delante a sus hijos con los más valientes y esforzados; y él, acompañado con parte del pueblo, acometió por el otro lado; y teniendo puestas muchas espías y celadas por muchos lugares de los montes, los venció en toda parte. Alcanzando una victoria muy excelente y muy nombrada, fue hecho y declarado pontífice, y libertó los judíos de la sujeción y senorío de los de Macedonia, en la cual habían estado dos­cientos setenta años. Este, finalmente, murió en un convite, preso por asechanzas de Ptolorneo, su yerno, el cual puso en guardas a su mujer y a dos hijos suyos, y envió ciertos hom­bres de los suyos para que matasen a Juan tercero, que por otro nombre fue llamado Hircano.
Entendiendo lo que se trataba y cuanto se determinaba, el mozo vino con gran prisa a la ciudad confiado en mucha parte del pueblo, acordándose de la virtud y memoria de su padre, y porque también la maldad de Ptolomeo era aborre­cida de todos. Ptolomeo quiso por la otra puerta entrar en la ciudad, pero fue echado por todo el pueblo, el cual antes había ya recibido a mejor tiempo a Hircano. Y luego partió de allí a un castillo llamado Dagón, que estaba de la otra parte de Jericunta.
Habiendo, pues, Hircano alcanzado la honra y dignidad de pontífice, la cual solía poseer su padre después de haber hecho sacrificios a Dios, salió con diligencia contra Ptolemeo, por socorrer a su madre y a sus propios hermanos; y combatiendo el castillo, era vencedor de todo, y vencíalo a él justamente el dolor solo. Porque Ptolomeo, cuando era apretado, sacaba la madre de Hircano y sus hermanos en la parte más alta del muro, porque pudiesen ser vistos por todos, y los azotaba, amenazando que los echaría de allí abajo si en la misma hora no se retiraba. Este caso movía a Hircano a misericordia y temor, más que a ira ni saña. Pero su madre, no desanimada por las llagas y muerte que le amenazaba, ni amedrentada tampoco, alzando las manos rogaba a su hijo que, movido por las injurias que ella padecía, no perdonase al impío Ptolomeo, porque ella tenía en más la muerte con que Ptolomeo le amenazaba, y la preciaba mucho más que no la vida e inmortali­dad, con tal que él pagase la pena que debía por la impía crueldad que habla hecho contra su casa, contra toda razón y derecho. Viendo Juan a su madre tan pertinaz en esto, y obe­deciendo a lo que ella le rogaba, una vez era movido a com­batirlo, y otra perdía el ánimo, viendo los azotes que padecía; y como la rompían en partes, sentía mucho este dolor. Alar­gando en esto muchos días el cerco, vino el año de la fiesta, la cual suelen los judíos celebrar muy solemnemente cada siete anos, por ejemplo del séptimo día, cesando en toda obra; y alcanzando con esto Ptolemeo reposo de su cerco, habiendo muerto a los hermanos de Juan y a la madre, huyó a Zenán, llamado Cotilas por sobrenombre, tirano de Filadelfia.
Enojado Antíoco por las cosas que había sufrido de Simón, juntó ejército y vino contra Judea; y llegándose a Jerusalén, cercó a Hircano. Este, habiendo abierto el sepulcro de David, que habla sido el más rico de todos los reyes, y sacado de allí más de tres mil talentos en dinero, persuadió a Antioco, des­pués de haberle dado trescientos talentos, que dejase el cerco, y fue el primer judío que tuvo gente extranjera a sueldo den­tro de la ciudad a costa suya. Y alcanzado tiempo para ven­garse, dándoselo Antíoco ocupado en la guerra de los medos, luego se levantó contra las ciudades vecinas de Siria, pensando que no habría gente que las defendiese, lo cual fue así. Tomó a Medaba y a Samea con los lugares de allí cercanos; a Sichima y Garizo, y demás de éstos, también a la gente de los chuteos, que vivían en los lugares comarcanos de allí, cerca de aquel templo que había sido edificado a semejanza del de Jerusalén. Tomó otras muchas ciudades de Idumea, y a Doreón y Marifa. Después pasando hasta Samaria, donde está ahora fundada por el rey Herodes la ciudad de Sebaste, encerróla por todas partes e hizo capitanes de la gente que quedaba en el cerco a sus dos hijos Aristóbulo y Antígono. Los cuales, no faltando en algo, los que estaban dentro de la ciudad vinieron en tan grande hambre, que eran forzados a comer la carne que nunca habían acostumbrado. Llamaron, pues, para esto que les ayudase a Antíoco, llamado por sobrenombre Espondio, el cual, mostrándose obedecerles con voluntad muy pronto, fue vencido por Aristóbulo y por Antígono y huyó hasta Escitópolis, persiguiéndole siempre los dos hermanos dichos, los cuales, volviéndose después a Samaria, encierran otra vez la muchedumbre de gente dentro del muro, y ganando la ciudad la destruyeron y desolaron, llevándose presos todos los que allí dentro moraban. Sucediéndoles las cosas de esta manera prósperamente, no per­mitían ni consentían que aquella alegría se resfriase; antes, pasando delante con el ejército hasta Escitópolis, la tomaron y partiéronse todos los campos y tierras que estaban dentro de Carmelo.
***
II
De los príncipes que sucedieron desde Jonatás hasta Aristóbulo.
Habiéndole sucedido su hermano Jonatás, rigiéndose más proveída y cuerdamente en todo lo que pertenecía a sus natu­rales, trabajando por fortificar su potencia con la amistad de los romanos, ganó también amistad con el hijo de Antíoco; pero no le aprovecharon todas estas cosas para excusar el peli­gro. Porque Trifón, tirano, tutor del hijo de Antíoco, ace­chándole y trabajando por quitarlo de todas aquellas amis­tades, prendió engañosamente a Jonatás, habiendo venido a Ptolemaida con poca gente para hablar con Antíoco, y dete­niéndole muy atado, levantó su ejército contra Judea. Siendo echado de allá y vencido por Simón, hermano de Jonatás, muy airado por esto, mató a Jonatás.
Ocupándose Sinión en regir valerosamente todas las cosas, tomó a Zara, a Jope y a Jamnia. Y venciendo las guarniciones, derribó y puso por el suelo a Acarón, y socorrió a Antíoco contra Trifón, el cual estaba en el cerco de Dora, antes que fuese contra los medos.
Pero no pudo con esto hartar la codicia del rey, aunque le hubiese también ayudado a matar a Trifón. Porque no mucho después Antíoco envió un capitán de los suyos, Cendebeo, por nombre, con ejército, para que destruyese a Judea y pusiese en servidumbre y cautivase a Simón. Pero éste, que administraba las cosas de la guerra, aunque era viejo, con ardor de mancebo, envió delante a sus hijos con los más valientes y esforzados; y él, acompañado con parte del pueblo, acometió por el otro lado; y teniendo puestas muchas espías y celadas por muchos lugares de los montes, los venció en toda parte. Alcanzando una victoria muy excelente y muy nombrada, fue hecho y declarado pontífice, y libertó los judíos de la sujeción y senorío de los de Macedonia, en la cual habían estado dos­cientos setenta años. Este, finalmente, murió en un convite, preso por asechanzas de Ptolorneo, su yerno, el cual puso en guardas a su mujer y a dos hijos suyos, y envió ciertos hom­bres de los suyos para que matasen a Juan tercero, que por otro nombre fue llamado Hircano.
Entendiendo lo que se trataba y cuanto se determinaba, el mozo vino con gran prisa a la ciudad confiado en mucha parte del pueblo, acordándose de la virtud y memoria de su padre, y porque también la maldad de Ptolomeo era aborre­cida de todos. Ptolomeo quiso por la otra puerta entrar en la ciudad, pero fue echado por todo el pueblo, el cual antes había ya recibido a mejor tiempo a Hircano. Y luego partió de allí a un castillo llamado Dagón, que estaba de la otra parte de Jericunta.
Habiendo, pues, Hircano alcanzado la honra y dignidad de pontífice, la cual solía poseer su padre después de haber hecho sacrificios a Dios, salió con diligencia contra Ptolemeo, por socorrer a su madre y a sus propios hermanos; y combatiendo el castillo, era vencedor de todo, y vencíalo a él justamente el dolor solo. Porque Ptolomeo, cuando era apretado, sacaba la madre de Hircano y sus hermanos en la parte más alta del muro, porque pudiesen ser vistos por todos, y los azotaba, amenazando que los echaría de allí abajo si en la misma hora no se retiraba. Este caso movía a Hircano a misericordia y temor, más que a ira ni saña. Pero su madre, no desanimada por las llagas y muerte que le amenazaba, ni amedrentada tampoco, alzando las manos rogaba a su hijo que, movido por las injurias que ella padecía, no perdonase al impío Ptolomeo, porque ella tenía en más la muerte con que Ptolomeo le amenazaba, y la preciaba mucho más que no la vida e inmortali­dad, con tal que él pagase la pena que debía por la impía crueldad que habla hecho contra su casa, contra toda razón y derecho. Viendo Juan a su madre tan pertinaz en esto, y obe­deciendo a lo que ella le rogaba, una vez era movido a com­batirlo, y otra perdía el ánimo, viendo los azotes que padecía; y como la rompían en partes, sentía mucho este dolor. Alar­gando en esto muchos días el cerco, vino el año de la fiesta, la cual suelen los judíos celebrar muy solemnemente cada siete anos, por ejemplo del séptimo día, cesando en toda obra; y alcanzando con esto Ptolemeo reposo de su cerco, habiendo muerto a los hermanos de Juan y a la madre, huyó a Zenán, llamado Cotilas por sobrenombre, tirano de Filadelfia.
Enojado Antíoco por las cosas que había sufrido de Simón, juntó ejército y vino contra Judea; y llegándose a Jerusalén, cercó a Hircano. Este, habiendo abierto el sepulcro de David, que habla sido el más rico de todos los reyes, y sacado de allí más de tres mil talentos en dinero, persuadió a Antioco, des­pués de haberle dado trescientos talentos, que dejase el cerco, y fue el primer judío que tuvo gente extranjera a sueldo den­tro de la ciudad a costa suya. Y alcanzado tiempo para ven­garse, dándoselo Antíoco ocupado en la guerra de los medos, luego se levantó contra las ciudades vecinas de Siria, pensando que no habría gente que las defendiese, lo cual fue así. Tomó a Medaba y a Samea con los lugares de allí cercanos; a Sichima y Garizo, y demás de éstos, también a la gente de los chuteos, que vivían en los lugares comarcanos de allí, cerca de aquel templo que había sido edificado a semejanza del de Jerusalén. Tomó otras muchas ciudades de Idumea, y a Doreón y Marifa. Después pasando hasta Samaria, donde está ahora fundada por el rey Herodes la ciudad de Sebaste, encerróla por todas partes e hizo capitanes de la gente que quedaba en el cerco a sus dos hijos Aristóbulo y Antígono. Los cuales, no faltando en algo, los que estaban dentro de la ciudad vinieron en tan grande hambre, que eran forzados a comer la carne que nunca habían acostumbrado. Llamaron, pues, para esto que les ayudase a Antíoco, llamado por sobrenombre Espondio, el cual, mostrándose obedecerles con voluntad muy pronto, fue vencido por Aristóbulo y por Antígono y huyó hasta Escitópolis, persiguiéndole siempre los dos hermanos dichos, los cuales, volviéndose después a Samaria, encierran otra vez la muchedumbre de gente dentro del muro, y ganando la ciudad la destruyeron y desolaron, llevándose presos todos los que allí dentro moraban. Sucediéndoles las cosas de esta manera prósperamente, no per­mitían ni consentían que aquella alegría se resfriase; antes, pasando delante con el ejército hasta Escitópolis, la tomaron y partiéronse todos los campos y tierras que estaban dentro de Carmelo.
***
III
Que trata de los hechos de Aristóbulo, Antígano, Judas, Eseo, Alejandro, Teodoro y Demetrio.
La envidia de las hazañas y sucesos prósperos de Juan y de sus hijos movió a los gentiles a discordia y sedición, y juntán­dose muchos contra ellos no reposaron hasta que todos fueron vencidos en guerra pública. Viviendo, pues, todo el otro tiempo Juan muy prósperamente y habiendo administrado y regiao muy bien todo el gobierno de las cosas por espacio de treinta y tres años, dejando cinco hijos, murió. Varón ciertamente bienaventurado, el cual no había dado ocasión alguna por la cual alguno se pudiese quejar de la fortuna. Tenía tres cosas principalmente él solo, porque era príncipe de los judíos, pontífice, y además de esto profeta, con quien Dios hablaba de tal manera, que nunca ignoraba algo de lo que había de acontecer.
También supo y profetizó cómo sus dos hijos mayores no habían de quedar señores de sus cosas, los cuales qué fin hayan tenido en la vida, pienso que no será cosa indigna de contarlo ni de oírlo, y cuán lejos hayan estado de la prosperidad y dicha de su padre. Porque Aristóbulo, que era el hijo mayor, luego que su padre fue muerto, transfiriendo su señorío en reino, fue el primero que se puso corona de rey cuatrocientos ochenta y un años y tres meses después que el pueblo de los judíos había venido en la posesión de aquellas tierras libradas de la servi­dumbre y cautividad de Babilonia.
Honraba a su hermano Antígono, que era en la sucesión segundo, porque mostraba amarlo con igual honra, pero puso a los otros hermanos en cárcel muy atados y con guardas; encarceló también a su madre por haberle resistido en algo en el señorío, porque Juan la había dejado por señora de todo el gobierno, y fue tan cruel con ella, que teniéndola atada y en cárcel, la dejó morir de hambre. Pagó todos estos hechos y maldades con la muerte de su hermano Antígono, a quien él amaba mucho y a quien había hecho partícipe en su remo, porque también lo mató con acusaciones falsas que le fingieron los revolvedores del reino. Al principio Aristóbulo no creía lo que le decían, porque tenía en mucho a su hermano, y también porque pensaba ser lo más de lo que le decían falso y fingido por la envidia que le tenían. Pero siendo Antígono vuelto de la guerra con muy buen nombre en los días de las fiestas que ellos, según costumbre de la patria, celebraban a Dios puestos los tabernáculos, sucedió en el mismo tiempo que Aristóbulo cayó enfermo, y Antígono, al fin de las fiestas y solemnidades, acompañado de hombres armados vino con gran deseo a hacer oración al templo, y subió más honrado de lo que subiera por honra de su hermano; y entonces, viniendo acusadores llenos de toda maldad delante del rey, alegaban y reprendían la pompa de las armas, y la arrogancia y la sober­bia de Antígono, como mayor de lo que convenía, diciendo haber venido allí con multitud de gente de armas para ma­tarlo: porque pudiendo él ser rey, claro estaba que no se había de contentar con la honra que su hermano procuraba que el reino le hiciese.
Creyó poco a poco estas cosas Aristóbulo, aunque forzado, y por no demostrar sospecha de alguna cosa, queriendo guar­darse de lo que le era incierto, y proveerse mirándolo todo, mandó pasar la gente de su guarda a un lugar obscuro y corno sótano; y él que estaba enfermo en el castillo llamado antes Baro, el cual después fue llamado Antoma, mandóles que si viniese desarmado, no le hiciesen algo, y si Antigono viniese con armas, lo matasen. Además de esto, envió gente que avi­sasen a Antígono y le mandase venir sin armas.
Para todas estas cosas la reina tomó consejo astuto con los que estaban en asechanza y en celada: porque persuadió a los que el rey enviaba, que callasen lo que el rey les habla man­dado, y que dijesen a Antígono que su hermano había oído cómo se habla hecho muy lindas armas y lindo aparejo de guerra en Galilea, las cuales no había podido ver particular­mente a su voluntad, impedido con su enfermedad, y que ahora lo querría con toda voluntad ver armado, principalmente sa­biendo que habla de partir e irse a otra parte.
Oídas estas cosas, Antígono, no pudiendo pensar mal, por el amor y afición que le tenía su hermano, venía aprisa ar­mado con todas sus armas por mostrarse. Pero cuando llegó a un paso obscuro, que se llamaba la torre de Estratón, fue muerto por los de la guarda: y dio cierto y manifiesto docu­mento, que toda benevolencia y derecho de naturaleza es ven­cido con las acriminaciones y envidias calumniosas; y que ninguna buena afición vale tanto que pueda perpetuamente resistir y refrenar la envidia.
En esto también, ¿quién no se maravillará de Judas? Era Eseo de linaje, el cual nunca erró en profetizar ni jamás mintió. Pasando Antígono por el templo, luego que lo vió Judas, dijo en voz alta a los conocidos que allí estaban, porque tenía muchos discípulos y hombres que venían a pedirle consejo: "Ahora me es a mí bueno morir, pues la verdad murió, que­dando yo en vida, y se ha hallado alguna cosa falsa en lo que yo tenía profetizado, pues vive este Antígono, el cual debía ser hoy muerto. Tenía ya, por suerte, señalado lugar para su muerte en la torre de Estratón, que está a seiscientos estadios lejos de aquí: son ya cuatro horas del día, y el tiempo pasa, y con él mi adivinanza." Cuando el viejo hubo hablado esto, púsose a pensar entre sí muchas cosas con mucho cuidado y con la cara muy triste. Luego, poco después, vino nueva como Antígono había sido muerto en un sótano, llamado por el mismo nombre que solía ser la marítima Cesárea, la torre de Estratón, y esto fue lo que engañó al profeta.
En la misma hora, con el pesar de tan gran maldad, se le aumentó la enfermedad a Aristóbulo, y estando siempre con el pensamiento de aquel hecho muy solícito, con el ánimo per­turbado se corrompía, hasta tanto que por la amargura del dolor, rotas en partes sus entrañas, echaba toda la sangre por la boca. La cual tomó uno de los que le servían, y por pro­videncia y voluntad de Dios, sin que el criado tal supiese, echó la sangre del matador sobre las manchas que había dejado con la suya Antígono en aquel lugar donde fue muerto. Pero levantándose un gran llanto y aullido de los que habían visto esto, como que el muchacho hubiese adrede echado la sangre en aquel lugar, vino a noticia del rey el clamor, y requirió que le contasen la causa; y como no hubiese alguno que la osase contar, más se encendía él en deseo de saberla. Al fin, haciendo él fuerza y amenazándoles, contáronle la verdad de todo lo que pasaba; y él, hinchiendo sus ojos de lágrimas, y gimiendo en su corazón tanto cuanto le era posible, dijo esto: "No era, por cierto, cosa para esperar que hubiese Dios de ignorar mis maldades muy grandes, siéndole todo manifiesto pues luego me persigue la justicia en venganza de la muerte de mi hermano. ¡Oh malvado cuerpo! ¿Hasta cuándo deten­drás el ánima condenada por la muerte de mi madre y de mi hermano? ¿Cuánto tiempo les sacrificaré mi propia sangre? Tómenlo todo junto y no se burle ni escarnezca la fortuna lo bajo de mis entrañas.` Dicho esto, luego murió, habiendo reinado sólo un año.
Su mujer entonces sacó de la cárcel al hermano Alejandro, e hízolo rey, el cual era mayor en la edad, y aun parecía tam­bién ser más modesto. Pero alcanzando éste el reino, y vién­dose poderoso, mató a su otro hermano, por verlo ambicioso de reinar, y tenía consigo al otro privadamente, habiéndole quitado todas sus cosas.
Hizo guerra con Ptolomeo Látiro, el cual le había tomado a Asoco, y mató muchos de sus enemigos; pero Ptolomeo fue el vencedor. Después que él fue echado por su madre Cleopatra, vínose a Egipto, y Alejandro tomó por fuerza a Gadara y el castillo de Amatón, que es el mayor de todos los que hay de la otra parte del Jordán, adonde estaban, según se tenla por cierto, los bienes y joyas de Teodoro, hijo de Zenón. Mas sobreviniendo presto Teodoro, cobra lo que era suyo: llévase el carruaje del rey, y mata casi diez mil judíos.
Alejandro, cobrando después de esta matanza fuerzas, entró por las partes cercanas de la mar, las cuales llamaremos mari­timas: tomó a Rafia, a Gaza y a Antedón, la cual después fue llamada por el rey Herodes Agripia.
Domados y sujetos todos éstos, un día de fiesta el pueblo de los judíos se levantó contra él. Porque muchas veces se revuel­ven los pueblos por los convites y comidas; y no le parecía que podía apaciguar y deshacer aquellas asechanzas, si los Pisi­das y Cilicos, pagándolos él, no le ayudaban: no hacía caso de tener los sirios a sueldo por la discordia que tienen natural­mente con los judíos. Y habiendo muerto más de ocho mil de la multitud que se había rebelado, hizo guerra contra Arabia. Vencidos allí los galaaditas y moabitas, los hizo tributarios, y volvióse para Amatón.
Y estando Teodoro amedrentado por ver que tan próspe­ramente le sucedían las cosas, derribó de raíz un castillo que halló sin gente; y peleando después con Oboda, rey de Arabia, el cual había ocupado un lugar oportuno y cómodo para el en año en la región de Galaad, preso con las asechanzas que le habían hecho, perdió todo su ejército, forzado a recogerse a un valle muy alto, y fue desmenuzado por la multitud de los camellos.
Librándose él de aquí y viniendo a Jerusalén, inflamó la gente, que antiguamente le era muy enemiga, a mover nove­dades con la gran matanza que le había sido hecha. Con esto también se alzó a mayores, y mató en muchas batallas no me­nos de cincuenta mil judíos dentro de seis años; pero no se hol­gaba con estas victorias, porque se gastaban y consumían en ellas todas las fuerzas de su reino. Por lo cual, dejando las armas y la guerra, trabajaba con buenas palabras en volver en amistad con aquellos que tenía sujetos.
Tenían ellos tan aborrecida la inconstancia y variedad que éste tenía en sus costumbres, que preguntando él qué manera tendría para apaciguarlos, respondieron que con su muerte; porque aun no sabían si muerto le perdonarían, por tantas maldades como había cometido junto con esto tomaron el socorro de Demetrio, llamado Acero, el cual, con esperanza de ganar y de haber mayor premio, fácilmente les obedeció y consintió, y viniendo con ejército, juntóse para ayudar a los judíos cerca de Sichima. Pero recibiólos Alejandro con mil de a caballo y con seis mil soldados de sueldo, teniendo también consigo cerca de diez mil judíos que le eran todos muy ami­gos: siendo los de la parte contraria tres mil de a caballo y cuarenta mil de a pie.
Antes que se juntasen ambos ejércitos, por medio de los mensajeros y trompetas los reyes trabajaban cada uno por si en retirar la gente el uno del otro. Demetrio pensaba que la gente de sueldo de Alejandro le faltaría; y Alejandro esperaba que los judíos que seguían a Demetrio se le habían de rebelar y seguirlo a él. Pero como los judíos tuviesen muy firme su juramento, y los griegos su fe y promesa, comenzaron a acer­carse y pelear todos.
Venció en esta batalla Demetrio, aunque la gente de Alejan­dro hubiese hecho muchas cosas fuerte y animosamente. El suceso de ella dió parte a entrambos sin que juntamente en­trambos lo esperasen. Porque los que habían llamado a Demetrio no quisieron seguirlo, aunque vencedor; antes, seis mil de los judíos se pasaron a Alejandro, que había huido hacia los montes, por tener misericordia de él, viendo que se le había mudado tanto la fortuna. No pudo sufrir falta tan 'impor­tante Demetrio; antes, pensando que Alejandro, recogidas y juntadas ya sus fuerzas, sería bastante para esperar la batalla, porque toda la gente se le pasaba, retiróse luego de allí; pero la demás gente, por habérseles ido y apartado aquella parte del socorro y ejército, no perdió su ira y enemistad; antes peleaba en continuas guerras con Alejandro, hasta tanto que, muerta gran parte de ellos, los hizo recoger en la ciudad de Bemeselis; y habiéndola después tomado, llevóse los cautivos a Jerusalén.
La ira inmoderada de éste, por ser desenfrenada, hizo que su crueldad llegase a términos de toda impiedad; porque en medio de la ciudad ahorcó ochocientos de los cautivos, y mató las mujeres de ellos e hijos, delante de sus propias madres, y él lo estaba mirando bebiendo y holgando junto con sus con­cubinas y mancebas. Tomó todo el pueblo tan gran temor de ver esto, que aun los que a entrambas partes estaban afi­cionados, luego la siguiente noche salieron huyendo, corno des­terrados, de toda Judea, cuyo destierro tuvo fin con la muerte de Alejandro. Habiendo, pues, buscado el reposo del reino con tales hechos, cesaron sus armas.
***
IV
De la guerra de Alejandro con Antíoco y Areta, y de Alejandro e Hircano.
Otra vez le fue principio de revuelta Antíoco, llamado también Dionisio, hermano de Demetrio, pero el postrero de aquellos que tenían a Seleuco por principio y autor de su linaje. Porque temiendo a éste, el cual había echado y vencido a los árabes en la guerra, hizo un foso muy grande alrededor de Antipátrida en todo el espacio que hay allí cercano a los montes, y entre las riberas de Jope; y delante del foso edificó un muro muy alto y unas torres de madera, para defender la entrada; pero no pudo detener con todo esto a Antíoco. Porque quemadas las torres, y habiendo henchido los fosos, pasó con su ejército; y menospreciando la venganza, de la cual debía usar con aquel que le había prohibido la entrada, luego siguió la empresa contra los árabes.
El rey de éstos apartáse a parte más cómoda para su gente; Pero luego volvió a la pelea con hasta número de diez mil hombres, y acometió la gente de Antíoco sin darle tiempo para pensar en ello ni aparejarse. Y trabada una valerosa ba­talla, mientras Antíoco estaba salvo, su ejército permanecía resistiendo, aunque los árabes p9co a poco lo despedazasen y acabasen. Pero después que éste fue muerto, porque soco­rriendo a los vencidos no temía los peligros, todos huyeron, muriendo la mayor parte de ellos peleando y huyendo. Los demás, habiendo venido a parar al lugar de Caná, todos mu­rieron de hambre, excepto muy pocos. De aquí los damasce­nos, enojados con Ptolomeo, hijo de Mineo, júntanse con Areto, y hácenlo rey de Siria Celes: el cual, habiendo hecho guerra con Judea, después de haber vencido en la batalla a Alejandro, hizo partido con él y retiróse.
Alejandro, tomada Pela, fuese otra vez para Gerasa, deseoso de las riquezas de Teodoro; y habiendo cercado con tres cercos a los que la querían defender, ganó el lugar. Tomó también a Gaulana y a Seleucia, y sojuzgó aquella que se llama la Farange de Antíoco. Además de lo dicho, habiendo también tomado el fuerte castillo de Gamala, y preso al capitán de él, Demetrio, revuelto en muchos crímenes y culpas, vuélvese a Judea, acabados tres años en la guerra, y fue recibido por los suyos con grande alegría por el próspero suceso de sus cosas.
Pero sucedióle, estando en reposo y acabada la guerra, el principio de su dolencia; y porque le fatigaba la cuartana, pensó que echaría de sí aquella calentura si se volvía otra vez a poner en los negocios y ocupaba en ellos su ánimo; dióse a la guerra y trabajos militares, Sin tener cuenta con el tiempo: y fatigando su cuerpo más de lo que podía sufrir, en medio de las revueltas murió después de treinta y siete años que reinaba, dejando el reino a Alejandra, su mujer, pensando que los judíos obedecerían a cuanto ella mandase; porque siendo muy desemejante a él en la crueldad, resistiendo a toda mal­dad, enteramente había ganado la voluntad de todo el pueblo. Y no le engañó la esperanza, porque por ser tenida por mujer muy pía, alcanzó el reino y principado. Porque sabía muy bien la costumbre que los de su patria tenían, y aborrecía desde el principio al que quebrantaba las leyes sagradas.
Como ésta tuviese dos hijos habidos de Alejandro, al mayor, llamado Hircano, parte por ser primogénito, lo declaró por pontífice, y parte también porque era más reposado, sin que pudiese tenerse esperanza que sería molesto a alguno, lo hizo rey; y el menor, llamado Aristóbulo, quiso más que viviese privadamente, porque mostraba ser más bullicioso y levantado.
Juntóse con la señoría de esta mujer una parte de los judíos que era la de los fariseos, los cuales honraban y acataban más la religión, al parecer, que todos los demás, y declaraban más agudamente las leyes, y por esta causa los tenía en más Alejandra, sirviendo a la religión divina supersticiosamente. Estos, disimulando con la simple mujer, eran tenidos ya como procuradores de ella, mudando a sus voluntades, quitando y poniendo, encarcelando y librando a cuantos les parecía, de tal manera, que parecían ser ya ellos los reyes, según gozaban de los provechos reales: y Alejandra había de pagar las expen­sas y gastos, y sufrir todos los trabajos. Pero ésta tenía un maravilloso regimiento en saber regir y administrar las cosas mas altas y más importantes; y puesta toda en acrecentar su gente, hizo dos ejércitos, con no pocos socorros que hubo, por su sueldo, con los cuales no sólo fortificó el estado de su gente, pero se hizo aún de temer al poder de los extranjeros. Y como mandase a todos, ella sola obedecía a los fariseos de su buena voluntad.
Mataron finalmente a Diógenes, varón muy señalado que había sido muy amigo de Alejandro, trayendo por causa de su muerte que aquellos ochocientos, de los cuales hemos ha­blado arriba, fueron puestos en cruz por el rey a instancia de éste; y trabajaban por inducir y persuadir a Alejandra que matase a todos los demás, por cuya autoridad y consejo se había movido contra ellos Alejandro. Estando ella tan puesta en obedecer con demasiada superstición a estos fariseos, a los cuales no quería contradecir en algo, mataban a quien querían, hasta que todos los mejores que estaban en peligro se vinieron huyendo a Aristóbulo; y éste persuadió a su madre que los perdonase por la dignidad que tenían, y a los que pensaba ser dañosos, los echase de la ciudad. Alcanzando éstos licencia, esparciéronse por toda la tierra.
Alejandra envió ejército a Damasco, porque Ptolomeo tenía en grande y muy continuo aprieto la ciudad, la cual ella tomó sin hacer cosa alguna memorable. Solicitó con pactos y dones al rey de Armenia, Tigrano, que cercaba a Cleopatra, habiendo juntado su gente con Ptolomeo. Pero él se había retirado ya mucho antes por el levantamiento y discordia que había entre los suyos, después de haberse Lúculo entrado por Armenia.
Estando en esto, enfermó Alejandra; y su hijo el menor, Aristóbulo, con todos sus criados, que solían ser muchos y muy fieles, por estar en la flor de su edad, se apoderó de todos los castillos; y con el dinero que en ellos halló, hizo gente de sueldo, y levantóse por rey. Por esto la madre de Hircano, con misericordia de las quejas que el pueblo a ella echaba, encerró la mujer de Aristóbulo en un castillo que está edificado cerca del templo a la parte de Septentrión: llamábase éste, como antes dijimos, Baro, y después lo llamaron Antonia, siendo Antonio emperador, así como del nombre de Augusto y de Agripa, fueron llamadas las otras ciudades Sebaste y Agripia.
Pero antes murió Alejandra que tomase venganza en Aris­tóbulo de las injurias a su hermano Hircano, al cual había trabajado por echar del reino, adonde había ella reinado nueve años. Quedó por heredero de todo Hircano, a quien ella, siendo aún viva, había encomendado todo el reino. Pero teníale gran ventaja en esfuerzo y autoridad Aristóbulo, y habiendo peleado entrambos cerca de Jericó por quién sería señor de todo, mu­chos, dejando a Hircano, se pasaron a Aristóbulo. De donde huyendo Hircano, Regó al castillo llamado Antonia, adonde se recogió; y alcanzando allí rehenes para aseguranza de su salud y vida, porque (según arriba hemos contado) aquí esta­ban con guardas los hijos y mujer de Aristóbulo. Antes que le aconteciese algo que fuese peor, volvió en concordia y amistad con tal ley, que quedase el reino por Aristóbulo, y que él lo dejase, contentándose, como hermano del rey, con otras honras. Reconciliados y hechos de esta manera amigos dentro del templo, habiendo el uno abrazado al otro delante de todo el pueblo que allí estaba, truecan las cosas, y Aristó­bulo torna posesión de la casa real, e Hircano de la casa de Aristóbulo.
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Capítulo III
Que trata de los hechos de Aristóbulo, Antígano, Judas, Eseo, Alejandro, Teodoro y Demetrio.
La envidia de las hazañas y sucesos prósperos de Juan y de sus hijos movió a los gentiles a discordia y sedición, y juntán­dose muchos contra ellos no reposaron hasta que todos fueron vencidos en guerra pública. Viviendo, pues, todo el otro tiempo Juan muy prósperamente y habiendo administrado y regiao muy bien todo el gobierno de las cosas por espacio de treinta y tres años, dejando cinco hijos, murió. Varón ciertamente bienaventurado, el cual no había dado ocasión alguna por la cual alguno se pudiese quejar de la fortuna. Tenía tres cosas principalmente él solo, porque era príncipe de los judíos, pontífice, y además de esto profeta, con quien Dios hablaba de tal manera, que nunca ignoraba algo de lo que había de acontecer.
También supo y profetizó cómo sus dos hijos mayores no habían de quedar señores de sus cosas, los cuales qué fin hayan tenido en la vida, pienso que no será cosa indigna de contarlo ni de oírlo, y cuán lejos hayan estado de la prosperidad y dicha de su padre. Porque Aristóbulo, que era el hijo mayor, luego que su padre fue muerto, transfiriendo su señorío en reino, fue el primero que se puso corona de rey cuatrocientos ochenta y un años y tres meses después que el pueblo de los judíos había venido en la posesión de aquellas tierras libradas de la servi­dumbre y cautividad de Babilonia.
Honraba a su hermano Antígono, que era en la sucesión segundo, porque mostraba amarlo con igual honra, pero puso a los otros hermanos en cárcel muy atados y con guardas; encarceló también a su madre por haberle resistido en algo en el señorío, porque Juan la había dejado por señora de todo el gobierno, y fue tan cruel con ella, que teniéndola atada y en cárcel, la dejó morir de hambre. Pagó todos estos hechos y maldades con la muerte de su hermano Antígono, a quien él amaba mucho y a quien había hecho partícipe en su remo, porque también lo mató con acusaciones falsas que le fingieron los revolvedores del reino. Al principio Aristóbulo no creía lo que le decían, porque tenía en mucho a su hermano, y también porque pensaba ser lo más de lo que le decían falso y fingido por la envidia que le tenían. Pero siendo Antígono vuelto de la guerra con muy buen nombre en los días de las fiestas que ellos, según costumbre de la patria, celebraban a Dios puestos los tabernáculos, sucedió en el mismo tiempo que Aristóbulo cayó enfermo, y Antígono, al fin de las fiestas y solemnidades, acompañado de hombres armados vino con gran deseo a hacer oración al templo, y subió más honrado de lo que subiera por honra de su hermano; y entonces, viniendo acusadores llenos de toda maldad delante del rey, alegaban y reprendían la pompa de las armas, y la arrogancia y la sober­bia de Antígono, como mayor de lo que convenía, diciendo haber venido allí con multitud de gente de armas para ma­tarlo: porque pudiendo él ser rey, claro estaba que no se había de contentar con la honra que su hermano procuraba que el reino le hiciese.
Creyó poco a poco estas cosas Aristóbulo, aunque forzado, y por no demostrar sospecha de alguna cosa, queriendo guar­darse de lo que le era incierto, y proveerse mirándolo todo, mandó pasar la gente de su guarda a un lugar obscuro y corno sótano; y él que estaba enfermo en el castillo llamado antes Baro, el cual después fue llamado Antoma, mandóles que si viniese desarmado, no le hiciesen algo, y si Antigono viniese con armas, lo matasen. Además de esto, envió gente que avi­sasen a Antígono y le mandase venir sin armas.
Para todas estas cosas la reina tomó consejo astuto con los que estaban en asechanza y en celada: porque persuadió a los que el rey enviaba, que callasen lo que el rey les habla man­dado, y que dijesen a Antígono que su hermano había oído cómo se habla hecho muy lindas armas y lindo aparejo de guerra en Galilea, las cuales no había podido ver particular­mente a su voluntad, impedido con su enfermedad, y que ahora lo querría con toda voluntad ver armado, principalmente sa­biendo que habla de partir e irse a otra parte.
Oídas estas cosas, Antígono, no pudiendo pensar mal, por el amor y afición que le tenía su hermano, venía aprisa ar­mado con todas sus armas por mostrarse. Pero cuando llegó a un paso obscuro, que se llamaba la torre de Estratón, fue muerto por los de la guarda: y dio cierto y manifiesto docu­mento, que toda benevolencia y derecho de naturaleza es ven­cido con las acriminaciones y envidias calumniosas; y que ninguna buena afición vale tanto que pueda perpetuamente resistir y refrenar la envidia.
En esto también, ¿quién no se maravillará de Judas? Era Eseo de linaje, el cual nunca erró en profetizar ni jamás mintió. Pasando Antígono por el templo, luego que lo vió Judas, dijo en voz alta a los conocidos que allí estaban, porque tenía muchos discípulos y hombres que venían a pedirle consejo: "Ahora me es a mí bueno morir, pues la verdad murió, que­dando yo en vida, y se ha hallado alguna cosa falsa en lo que yo tenía profetizado, pues vive este Antígono, el cual debía ser hoy muerto. Tenía ya, por suerte, señalado lugar para su muerte en la torre de Estratón, que está a seiscientos estadios lejos de aquí: son ya cuatro horas del día, y el tiempo pasa, y con él mi adivinanza." Cuando el viejo hubo hablado esto, púsose a pensar entre sí muchas cosas con mucho cuidado y con la cara muy triste. Luego, poco después, vino nueva como Antígono había sido muerto en un sótano, llamado por el mismo nombre que solía ser la marítima Cesárea, la torre de Estratón, y esto fue lo que engañó al profeta.
En la misma hora, con el pesar de tan gran maldad, se le aumentó la enfermedad a Aristóbulo, y estando siempre con el pensamiento de aquel hecho muy solícito, con el ánimo per­turbado se corrompía, hasta tanto que por la amargura del dolor, rotas en partes sus entrañas, echaba toda la sangre por la boca. La cual tomó uno de los que le servían, y por pro­videncia y voluntad de Dios, sin que el criado tal supiese, echó la sangre del matador sobre las manchas que había dejado con la suya Antígono en aquel lugar donde fue muerto. Pero levantándose un gran llanto y aullido de los que habían visto esto, como que el muchacho hubiese adrede echado la sangre en aquel lugar, vino a noticia del rey el clamor, y requirió que le contasen la causa; y como no hubiese alguno que la osase contar, más se encendía él en deseo de saberla. Al fin, haciendo él fuerza y amenazándoles, contáronle la verdad de todo lo que pasaba; y él, hinchiendo sus ojos de lágrimas, y gimiendo en su corazón tanto cuanto le era posible, dijo esto: "No era, por cierto, cosa para esperar que hubiese Dios de ignorar mis maldades muy grandes, siéndole todo manifiesto pues luego me persigue la justicia en venganza de la muerte de mi hermano. ¡Oh malvado cuerpo! ¿Hasta cuándo deten­drás el ánima condenada por la muerte de mi madre y de mi hermano? ¿Cuánto tiempo les sacrificaré mi propia sangre? Tómenlo todo junto y no se burle ni escarnezca la fortuna lo bajo de mis entrañas.` Dicho esto, luego murió, habiendo reinado sólo un año.
Su mujer entonces sacó de la cárcel al hermano Alejandro, e hízolo rey, el cual era mayor en la edad, y aun parecía tam­bién ser más modesto. Pero alcanzando éste el reino, y vién­dose poderoso, mató a su otro hermano, por verlo ambicioso de reinar, y tenía consigo al otro privadamente, habiéndole quitado todas sus cosas.
Hizo guerra con Ptolomeo Látiro, el cual le había tomado a Asoco, y mató muchos de sus enemigos; pero Ptolomeo fue el vencedor. Después que él fue echado por su madre Cleopatra, vínose a Egipto, y Alejandro tomó por fuerza a Gadara y el castillo de Amatón, que es el mayor de todos los que hay de la otra parte del Jordán, adonde estaban, según se tenla por cierto, los bienes y joyas de Teodoro, hijo de Zenón. Mas sobreviniendo presto Teodoro, cobra lo que era suyo: llévase el carruaje del rey, y mata casi diez mil judíos.
Alejandro, cobrando después de esta matanza fuerzas, entró por las partes cercanas de la mar, las cuales llamaremos mari­timas: tomó a Rafia, a Gaza y a Antedón, la cual después fue llamada por el rey Herodes Agripia.
Domados y sujetos todos éstos, un día de fiesta el pueblo de los judíos se levantó contra él. Porque muchas veces se revuel­ven los pueblos por los convites y comidas; y no le parecía que podía apaciguar y deshacer aquellas asechanzas, si los Pisi­das y Cilicos, pagándolos él, no le ayudaban: no hacía caso de tener los sirios a sueldo por la discordia que tienen natural­mente con los judíos. Y habiendo muerto más de ocho mil de la multitud que se había rebelado, hizo guerra contra Arabia. Vencidos allí los galaaditas y moabitas, los hizo tributarios, y volvióse para Amatón.
Y estando Teodoro amedrentado por ver que tan próspe­ramente le sucedían las cosas, derribó de raíz un castillo que halló sin gente; y peleando después con Oboda, rey de Arabia, el cual había ocupado un lugar oportuno y cómodo para el en año en la región de Galaad, preso con las asechanzas que le habían hecho, perdió todo su ejército, forzado a recogerse a un valle muy alto, y fue desmenuzado por la multitud de los camellos.
Librándose él de aquí y viniendo a Jerusalén, inflamó la gente, que antiguamente le era muy enemiga, a mover nove­dades con la gran matanza que le había sido hecha. Con esto también se alzó a mayores, y mató en muchas batallas no me­nos de cincuenta mil judíos dentro de seis años; pero no se hol­gaba con estas victorias, porque se gastaban y consumían en ellas todas las fuerzas de su reino. Por lo cual, dejando las armas y la guerra, trabajaba con buenas palabras en volver en amistad con aquellos que tenía sujetos.
Tenían ellos tan aborrecida la inconstancia y variedad que éste tenía en sus costumbres, que preguntando él qué manera tendría para apaciguarlos, respondieron que con su muerte; porque aun no sabían si muerto le perdonarían, por tantas maldades como había cometido junto con esto tomaron el socorro de Demetrio, llamado Acero, el cual, con esperanza de ganar y de haber mayor premio, fácilmente les obedeció y consintió, y viniendo con ejército, juntóse para ayudar a los judíos cerca de Sichima. Pero recibiólos Alejandro con mil de a caballo y con seis mil soldados de sueldo, teniendo también consigo cerca de diez mil judíos que le eran todos muy ami­gos: siendo los de la parte contraria tres mil de a caballo y cuarenta mil de a pie.
Antes que se juntasen ambos ejércitos, por medio de los mensajeros y trompetas los reyes trabajaban cada uno por si en retirar la gente el uno del otro. Demetrio pensaba que la gente de sueldo de Alejandro le faltaría; y Alejandro esperaba que los judíos que seguían a Demetrio se le habían de rebelar y seguirlo a él. Pero como los judíos tuviesen muy firme su juramento, y los griegos su fe y promesa, comenzaron a acer­carse y pelear todos.
Venció en esta batalla Demetrio, aunque la gente de Alejan­dro hubiese hecho muchas cosas fuerte y animosamente. El suceso de ella dió parte a entrambos sin que juntamente en­trambos lo esperasen. Porque los que habían llamado a Demetrio no quisieron seguirlo, aunque vencedor; antes, seis mil de los judíos se pasaron a Alejandro, que había huido hacia los montes, por tener misericordia de él, viendo que se le había mudado tanto la fortuna. No pudo sufrir falta tan 'impor­tante Demetrio; antes, pensando que Alejandro, recogidas y juntadas ya sus fuerzas, sería bastante para esperar la batalla, porque toda la gente se le pasaba, retiróse luego de allí; pero la demás gente, por habérseles ido y apartado aquella parte del socorro y ejército, no perdió su ira y enemistad; antes peleaba en continuas guerras con Alejandro, hasta tanto que, muerta gran parte de ellos, los hizo recoger en la ciudad de Bemeselis; y habiéndola después tomado, llevóse los cautivos a Jerusalén.
La ira inmoderada de éste, por ser desenfrenada, hizo que su crueldad llegase a términos de toda impiedad; porque en medio de la ciudad ahorcó ochocientos de los cautivos, y mató las mujeres de ellos e hijos, delante de sus propias madres, y él lo estaba mirando bebiendo y holgando junto con sus con­cubinas y mancebas. Tomó todo el pueblo tan gran temor de ver esto, que aun los que a entrambas partes estaban afi­cionados, luego la siguiente noche salieron huyendo, corno des­terrados, de toda Judea, cuyo destierro tuvo fin con la muerte de Alejandro. Habiendo, pues, buscado el reposo del reino con tales hechos, cesaron sus armas.
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Capítulo IV
De la guerra de Alejandro con Antíoco y Areta, y de Alejandro e Hircano.
Otra vez le fue principio de revuelta Antíoco, llamado también Dionisio, hermano de Demetrio, pero el postrero de aquellos que tenían a Seleuco por principio y autor de su linaje. Porque temiendo a éste, el cual había echado y vencido a los árabes en la guerra, hizo un foso muy grande alrededor de Antipátrida en todo el espacio que hay allí cercano a los montes, y entre las riberas de Jope; y delante del foso edificó un muro muy alto y unas torres de madera, para defender la entrada; pero no pudo detener con todo esto a Antíoco. Porque quemadas las torres, y habiendo henchido los fosos, pasó con su ejército; y menospreciando la venganza, de la cual debía usar con aquel que le había prohibido la entrada, luego siguió la empresa contra los árabes.
El rey de éstos apartáse a parte más cómoda para su gente; Pero luego volvió a la pelea con hasta número de diez mil hombres, y acometió la gente de Antíoco sin darle tiempo para pensar en ello ni aparejarse. Y trabada una valerosa ba­talla, mientras Antíoco estaba salvo, su ejército permanecía resistiendo, aunque los árabes p9co a poco lo despedazasen y acabasen. Pero después que éste fue muerto, porque soco­rriendo a los vencidos no temía los peligros, todos huyeron, muriendo la mayor parte de ellos peleando y huyendo. Los demás, habiendo venido a parar al lugar de Caná, todos mu­rieron de hambre, excepto muy pocos. De aquí los damasce­nos, enojados con Ptolomeo, hijo de Mineo, júntanse con Areto, y hácenlo rey de Siria Celes: el cual, habiendo hecho guerra con Judea, después de haber vencido en la batalla a Alejandro, hizo partido con él y retiróse.
Alejandro, tomada Pela, fuese otra vez para Gerasa, deseoso de las riquezas de Teodoro; y habiendo cercado con tres cercos a los que la querían defender, ganó el lugar. Tomó también a Gaulana y a Seleucia, y sojuzgó aquella que se llama la Farange de Antíoco. Además de lo dicho, habiendo también tomado el fuerte castillo de Gamala, y preso al capitán de él, Demetrio, revuelto en muchos crímenes y culpas, vuélvese a Judea, acabados tres años en la guerra, y fue recibido por los suyos con grande alegría por el próspero suceso de sus cosas.
Pero sucedióle, estando en reposo y acabada la guerra, el principio de su dolencia; y porque le fatigaba la cuartana, pensó que echaría de sí aquella calentura si se volvía otra vez a poner en los negocios y ocupaba en ellos su ánimo; dióse a la guerra y trabajos militares, Sin tener cuenta con el tiempo: y fatigando su cuerpo más de lo que podía sufrir, en medio de las revueltas murió después de treinta y siete años que reinaba, dejando el reino a Alejandra, su mujer, pensando que los judíos obedecerían a cuanto ella mandase; porque siendo muy desemejante a él en la crueldad, resistiendo a toda mal­dad, enteramente había ganado la voluntad de todo el pueblo. Y no le engañó la esperanza, porque por ser tenida por mujer muy pía, alcanzó el reino y principado. Porque sabía muy bien la costumbre que los de su patria tenían, y aborrecía desde el principio al que quebrantaba las leyes sagradas.
Como ésta tuviese dos hijos habidos de Alejandro, al mayor, llamado Hircano, parte por ser primogénito, lo declaró por pontífice, y parte también porque era más reposado, sin que pudiese tenerse esperanza que sería molesto a alguno, lo hizo rey; y el menor, llamado Aristóbulo, quiso más que viviese privadamente, porque mostraba ser más bullicioso y levantado.
Juntóse con la señoría de esta mujer una parte de los judíos que era la de los fariseos, los cuales honraban y acataban más la religión, al parecer, que todos los demás, y declaraban más agudamente las leyes, y por esta causa los tenía en más Alejandra, sirviendo a la religión divina supersticiosamente. Estos, disimulando con la simple mujer, eran tenidos ya como procuradores de ella, mudando a sus voluntades, quitando y poniendo, encarcelando y librando a cuantos les parecía, de tal manera, que parecían ser ya ellos los reyes, según gozaban de los provechos reales: y Alejandra había de pagar las expen­sas y gastos, y sufrir todos los trabajos. Pero ésta tenía un maravilloso regimiento en saber regir y administrar las cosas mas altas y más importantes; y puesta toda en acrecentar su gente, hizo dos ejércitos, con no pocos socorros que hubo, por su sueldo, con los cuales no sólo fortificó el estado de su gente, pero se hizo aún de temer al poder de los extranjeros. Y como mandase a todos, ella sola obedecía a los fariseos de su buena voluntad.
Mataron finalmente a Diógenes, varón muy señalado que había sido muy amigo de Alejandro, trayendo por causa de su muerte que aquellos ochocientos, de los cuales hemos ha­blado arriba, fueron puestos en cruz por el rey a instancia de éste; y trabajaban por inducir y persuadir a Alejandra que matase a todos los demás, por cuya autoridad y consejo se había movido contra ellos Alejandro. Estando ella tan puesta en obedecer con demasiada superstición a estos fariseos, a los cuales no quería contradecir en algo, mataban a quien querían, hasta que todos los mejores que estaban en peligro se vinieron huyendo a Aristóbulo; y éste persuadió a su madre que los perdonase por la dignidad que tenían, y a los que pensaba ser dañosos, los echase de la ciudad. Alcanzando éstos licencia, esparciéronse por toda la tierra.
Alejandra envió ejército a Damasco, porque Ptolomeo tenía en grande y muy continuo aprieto la ciudad, la cual ella tomó sin hacer cosa alguna memorable. Solicitó con pactos y dones al rey de Armenia, Tigrano, que cercaba a Cleopatra, habiendo juntado su gente con Ptolomeo. Pero él se había retirado ya mucho antes por el levantamiento y discordia que había entre los suyos, después de haberse Lúculo entrado por Armenia.
Estando en esto, enfermó Alejandra; y su hijo el menor, Aristóbulo, con todos sus criados, que solían ser muchos y muy fieles, por estar en la flor de su edad, se apoderó de todos los castillos; y con el dinero que en ellos halló, hizo gente de sueldo, y levantóse por rey. Por esto la madre de Hircano, con misericordia de las quejas que el pueblo a ella echaba, encerró la mujer de Aristóbulo en un castillo que está edificado cerca del templo a la parte de Septentrión: llamábase éste, como antes dijimos, Baro, y después lo llamaron Antonia, siendo Antonio emperador, así como del nombre de Augusto y de Agripa, fueron llamadas las otras ciudades Sebaste y Agripia.
Pero antes murió Alejandra que tomase venganza en Aris­tóbulo de las injurias a su hermano Hircano, al cual había trabajado por echar del reino, adonde había ella reinado nueve años. Quedó por heredero de todo Hircano, a quien ella, siendo aún viva, había encomendado todo el reino. Pero teníale gran ventaja en esfuerzo y autoridad Aristóbulo, y habiendo peleado entrambos cerca de Jericó por quién sería señor de todo, mu­chos, dejando a Hircano, se pasaron a Aristóbulo. De donde huyendo Hircano, Regó al castillo llamado Antonia, adonde se recogió; y alcanzando allí rehenes para aseguranza de su salud y vida, porque (según arriba hemos contado) aquí esta­ban con guardas los hijos y mujer de Aristóbulo. Antes que le aconteciese algo que fuese peor, volvió en concordia y amistad con tal ley, que quedase el reino por Aristóbulo, y que él lo dejase, contentándose, como hermano del rey, con otras honras. Reconciliados y hechos de esta manera amigos dentro del templo, habiendo el uno abrazado al otro delante de todo el pueblo que allí estaba, truecan las cosas, y Aristó­bulo torna posesión de la casa real, e Hircano de la casa de Aristóbulo.
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Capítulo V
  De la guerra que tuvo Hircano con los árabes, y cómo fué tomada la ciudad de Jerusalén.
 
Creció a todos sus enemigos el miedo por ver que man­daba y que había alcanzado el señorío tan contra la espe­ranza que tenían, aunque principalmente a Antipatro, mal acogido por Aristóbulo y muy aborrecido. Era éste de linaje Idumeo, principal entre toda su gente, tanto en nobleza como en riqueza. Este, pues, amonestaba y trabajaba por inducir a Hircano que recurriere a Areta, rey de los árabes, y con su ayuda cobrase el reino: por otra parte trabajaba en persuadir a Areta que recibiese en su reino a Hircano y se lo llevase consigo, menoscabando y diciendo mal de las costumbres de Aristóbulo, loando y levantando mucho a Hircano, y junto con esto amonestaba que a él convenía, presidiendo a un reino tan esclarecido, dar la mano a los que estaban oprimidos por maldad e injusticia; y que Hircano padecía la injuria, el cual había perdido el reino que por derecho de sucesión le pertenecía.
Instruidos, pues, y apercibidos entrambos de esta manera, una noche salió de la ciudad juntamente con Hircano, y libróse por la gran diligencia que puso en correr, acogiéndose a un lugar que se llama Petra, adonde tiene su asiento el rey de Arabia. Y después que entregó en manos del rey Areta a Hircano, acabó con él con muchas palabras y muchos dones, que socorriese a Hircano para hacerle recobrar su reino. Eran los árabes cincuenta mil hombres de a pie y de a caballo, a los cuales no pudo resistir Aristóbulo; antes, vencido en el primer encuentro, fué forzado a huir hacia Jerusalén; y fuera ciertamente preso, si el capitán de los romanos Escauro no so reviniera e hiciera levantar el cerco que tenía, porque éste había sido enviado de Pompeyo Magno, que entonces tenía guerra con Tigrano, de Armenia a Siria; pero cuando llegó a Damasco, halló que la ciudad era nuevamente tomada por Metelo y Lolio. Habiendo, pues, apartado y echado a aquellos de allí, y sabiendo lo que se hacía en Judea, determinó correr a á como a negocio de ganancia y provecho.
En la hora que hubo entrado dentro de los, términos de Judea, viénenle embajadores de los judíos por los dos herma­nos, rogándole entrambos, cada uno por sí, que viniese antes en su ayuda que no en la del otro. Bao corrompido por tres­cientos talentos que Aristóbulo le envió, menospreció la jus­ticia, porque después de haber recibido este dinero, Escauro envió embajadores a Hircano y a los árabes, trayéndoles de­lante y amenazando con el nombre de los romanos y de Pompeyo si no deshacían el cerco de la villa. Por lo cual amedrentado Areta, salió de Judea, y recogiose a Filadelfia; y Escauro, volvió a Darnasoa. Aristóbulo, pues no lo veía preso, no pensó que le bastaba, pero recogiendo todo el ejér­cito que tenía, trabajaba en perseguir de todas maneras a los enemigos, y trabando batalla cerca de un lugar que se llama Papirona, mató de ellos más de seis mil hombres, entre los cuales fué uno Céfalo, hermano de Antipatro.
Hircano, y Antipatro, privados ya del socorro de los árabes, pusieron sus esperanzas en los contrarios; y como hubiese lle­gado Pompeyo a Damasco, después de haber entrado en Siria, recurrieron a él, y dándole muchos dones, comienzan a con­tarle todas aquellas cosas que antes habían también dicho a Areta, rogándole mucho que, venciendo la fuerza y violencia de Aristóbulo, restituyese el reino a Hircano, a quien era de­bido, tanto por edad, como por bondad de costumbres; pero Aristóbulo no se durmió en esto, confiado en Escauro por el dinero que la había dado. Había venido tan ornado y vestido tan realmente como le había sido posible, y enojado después por la sujeción, y pensando que no era cosa digna que un rey tuviese tanta cuenta con el provecho, volvíase de Diospoli.
 
Enojado por esto Pompeyo, viene contra Aristóbulo persuadiéndoselo Hircano y sus compañeros, con el ejército romano, y armado también del socorro de los de Siria. Y habiendo pasado por Pela y por Escitópolis, llegó a Coreas, adonde comienza el señorío de los judíos y los términos de sus tierras, entrando en los lugares mediterráneos. Entendiendo que Aristóbulo se habla recogido a Alejandrio, que es un castillo magnificamente edificado en un alto monte, envió gente que lo hiciese salir y descender de allí. Pero él tenía determinado, pues era la contienda por el reino, querer antes poner en peligro su vida, que sujetarse al imperio y mando de otro; veía que el pueblo estaba muy amedrentado y que sus amigos le aconsejaban que pensase en el poder y fuerza de los romanos, la cual no había de poder sufrir. Por lo cual, obedeciendo al consejo de todos éstos, viénese delante de Pompeyo, a quien, como hubiesen hecho entender cuán justamente reinaba, mandóle que se volviese al castillo; y saliendo otra vez desafiado por su hermano, habiendo primero tratado con él de su derecho, volvióse al castillo sin que Pompeyo se lo prohibiese. Estaba con esperanza temor y venia con intención de suplicar a Pompeyo que re dejase hacer toda cosa y volviese al monte, por que no pareciese derogar y afrentar la real dignidad. Pero porque Pompeyo le mandaba salir de los castillos y aconsejaban a los presidentes y capitanes de ellos que se saliesen, a los cuales él habla mandado que no obedeciesen sin ver primero cartas de su mano propia escritas, hizo lo que mandaba.
 
Vino a Jerusalén muy indignado, y pensaba ventilar aquello con Pompeyo por las armas. Pero éste no tuvo por cosa buena ni de consejo darle tiempo para que se aparejase para la guerra, antes luego comienza a perseguirlo, porque con mucha alegría había sabido la muerte de Mitrídates, estando ya cerca de Jericó, adonde la tierra es muy fértil y hay muchas palmas y mucho bálsamo; de cuyo árbol o tronco, cortado con unas piedras muy agudas, se destilan unas gotas como lágrimas, las cuales ellos recogen. Habiéndose, pues, detenido allí toda una noche, luego a la mañana veníase con gran prisa a Jerusalén. Espantado Aristóbulo con esta nueva, y con el ímpetu de éste, sálele al encuentro, suplicando y prometiendo mucho dinero que él y la ciudad se le rendirían; y con esto amansó la saña e Pompeyo. Pero nada de lo que había prometido cumplió; porque siendo enviado Gabinio, para cobrar el dinero prometido, los compañeros de Aristóbulo no quisieron ni aun recibirle en la ciudad.
 
Movido con estas cosas Pompeyo, prende a Aristóbulo, y mándalo poner en guardas, y partiendo para la ciudad, descubría y miraba por qué parte tenía mejor y más fácil entrada, porque no veía de qué manera pudiese combatir los muros, que estaban muy fuertes, y un foso alrededor del muro muy espantable, y estaba allí muy cerca el templo cercado y rodeado de tan segura defensa, que aunque tomasen la ciudad, todavía tenían allí los enemigos muy seguro lugar para recogerse. Estando, pues, él mucho tiempo dudando y pensando sobre esto, levantóse una sedición y revuelta dentro de la ciudad; los compañeros y amigos de Aristóbulo decían y eran de parecer que se hiciese guerra, y que se debla trabajar por librar a su rey; pero los que eran de la parcialidad de Hircano, decían que debían abrir las puertas y dar entrada a Pompeyo. Y el miedo de los otros hacia mayor el número de éstos, pensando y teniendo delante el valor y constancia de los romanos.
 
Vencida, pues, al fin la parte de Aristóbulo, fuése huyendo al templo, y derribando un puente, por el cual el templo se juntaba con la ciudad, todos se aparejaban para resistirle y sufrir en ello cuanto posible les fuese. Y como los otros que quedaban hubiesen recibido a los romanos dentro de la ciudad, y les hubiesen entregado la casa y palacio red, para haber estas cosas Pompeyo, envió uno de sus capitanes llamado Pisón, con muchos soldados; y puestos por guarnición dentro de la ciudad, no pudiendo persuadir la paz a los que se habían recogido dentro del templo, aparejaba todo cuanto podía y hallaba alrededor de allí, para combatirlos; pues Hircano y sus amigos estaban muy firmes y muy prontos para seguir el acuerdo, y aconsejar lo necesario, y obedecer a cuanto les fuese mandado. El estaba a la parte septentrional hinchiendo el foso aquel tan hondo de todo cuanto los soldados le podían traer, siendo esta obra de si muy difícil por la gran hondura del foso, y también porque los judíos trabajaban por la parte alta en resistirles de toda manera, y quedara el trabajo imperfecto y sin acabar, si Pompeyo no tuviera gran cuenta con los días que suelen guardar por sus fiestas los judíos, que por su religión tienen mandado guardar el séptimo día, sin hacer algo; en los cuales mandó que, pues los soldados de dentro no salían a defenderlo, los suyos no peleasen, antes con gran diligencia hinchiesen el foso. Porque los judíos no tienen licencia de hacer 21go en las fiestas, sino sólo defender su cuerpo si algo les acontecía.
 
Henchido, pues, el foso, y puestas sus máquinas, las cuales había traído de Tiro, y hechas sus torres encima de sus montecillos, comenzaron a combatir los muros. Los de arriba fácilmente los echaban con muchas piedras, aunque mucho tiempo resistiesen las torres, excelentes en grandeza y gentileza, y sufriesen la fuerza de los que contra ellos peleaban. Pero cansados entonces los romanos, Pompeyo maravillábase por ver el trabajo grande que los judíos sufrían con gran tolerancia, y principalmente porque estando entre armas, no dejaban perder punto ni cosa alguna de lo que tocaba a sus ceremonias, antes, ni más ni menos que si tuvieran muy sosegada paz, celebraban cada día los sacrificios y ofrendas, y honraban a Dios con una muy gran diligencia. Ni aun en el mismo momento que los mataban cerca del ara, dejaban de hacer todo aquello que legítimamente eran obligados para cumplir con su religión. Tres meses después que tenía puesto el cerco, sin haber casi derribado ni una torre, dieron el asalto, y el primero que osó subir por el muro fué Fausto Cornelio, hijo de Sila, y después dos centuriones con él, Furio y Fabio, con sus escuadras; y habiendo rodeado por todas partes el templo, mataron a cuantos se retiraban a otra parte, y a los que en algo resistían. Adonde, aunque muchos de los sacerdotes viesen venir con las espadas sacadas los enemigos contra ellos, no por eso dejaban de entender las cosas divinas y tocantes al servicio de Dios, tan sin miedo corno antes solían, y en el servicio M templo y sacrificios los mataban, teniendo en más la religión que su salud. Los naturales y amigos de la otra parte mataban muchos de éstos; muchos se despeñaban, otro se echaban a los enemigos como furiosos, encendidos todos los que estaban por el muro en gran ira y desesperación. Murieron, finalmente, en esto doce mil judíos y muy pocos romanos, aunque hubo muchos heridos.
Pareció cosa grave y de mayor pérdida a los judíos, descubrir aquel secreto santo e inviolado, no visto antes por ninguno, a todos los extranjeros. Entrando, pues, Pompeyo, juntamente con sus caballeros, dentro del templo, donde no era licito entrar, excepto al pontífice, vio y miró los candeleros que allí habla encendidos, y las mesas, en las cuales acostumbraban celebrar sus sacrificios y quemar sus inciensos; vio también la multitud de perfumes y olores que tenían, y el dinero consagrado, que era la suma de dos mil talentos. Pero no tocó ni esto ni otra cosa alguna de las riquezas del Sagrario; antes el siguiente día, después de la matanza, mandó limpiar el templo a los sacristanes, Y que celebrasen sus solemnidades sagradas. Entonces les declaró por pontífice a Hircano, por haberse regido y mostrado con él en todo, y principalmente en el tiempo del cerco, muy valeroso, y por haber atraído a sí gran muchedumbre de villanos, de los que seguían la parte de Aristóbulo, con lo cual ganó la amistad de todo el pueblo, más por benevolencia y mansedumbre, según conviene a cualquier buen emperador, que por temor ni amenazas.
Fué preso entre los cautivos el suegro de Aristóbulo, que le era también tío, hermano de su padre, y descabezó a todos los que supo que habían sido principalmente causa de aquella guerra. Dio muchos dones a Fausto y a todos los demás que se hablan portado valerosamente en la presa; puso tributo a Jerusalén, mandó que las ciudades que había tomado a los judíos en Celefiria obedeciesen al presidente romano o gobernador que entonces era, y encerrólos dentro de sus mismos términos solamente. Renovó, también por amor de un liberto suyo, llamado Demetrio, Gadarense, a Gadara, la cual hablan derribado los judíos. Libró del imperio de aquellos las ciudades mediterráneas, que no habían derribado, por ser allí alcanzados y prevenidos antes, Hipón, Escitópolís, Pela, Samaria, Marisa y Azoto, Iania y Aretusa, y con ellas las marítimas también, Gaza, Jope, Dora, y aquella adonde estaba la torre de Estratón, aunque después fueron edificados aqui en esta ciudad. muy lindos edificios por el rey Herodes y fué llamada Cesárea. Y habiéndolas vuelto todas a sus naturales ciudadanos, juntólas con la provincia de Siria.
Y dejando la administración de Siria, de Judea y de todo lo demás, hasta los términos de Egipto y el rió, Eufrates, con dos legiones o compañías de gente, a Escauro, él se volvió con gran prisa a Roma por Cilicia, llevándose cautivo a Aristóbulo con toda su familia. Habla dos hijas y otros tantos hijos, de los cuales el uno, llamado Alejandro, se le huyó en el camino, y el menor, que era Antígono, fué llevado a Roma con sus hermanas.
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Capítulo VI
  De la guerra que Alejandro tuvo con Hircano y Aristóbulo.
 
Habiendo entretanto Escauro entrado en Arabia, no podía llegar a la que ahora se llama Petrea, por la dificultad y aspe­reza del camino, pero talaba y destruía cuanto habla alrededor, aunque estaba afligido con muchos males en estas tierras; el ejército padecía gran hambre, a quien Hircano proveía de todo lo necesario, por medio de Antipatro, para su manteni­miento; al cual Escauro envió por embajador, como muy fa­miliar y amigo de Areta, para que dejase la guerra e hiciesen conciertos de paz. De esta manera, en fin, persuadieron al árabe que diese trescientos talentos, y Escauro entonces re­trajo de Arabia su ejército. Pero Alejandro, hijo de Aristóbulo, aquel que habla huido de Pompeyo, habiendo juntado mucha gente en este tiempo, en a hacia Hircano muy enojado, y destruía y robaba a Judea, pensando que presto la podía ganar y vencerlo a él, porque confiaba que el muro de Jerusalén, que habla sido derribado por Pompeyo, estaría ya renovado si Gabinio, su­cesor de Escauro, el cual había sido enviado a Siria, no se mostrara muy fuerte y valeroso en lo demás, pero principal­mente contra Alejandro con su ejército. Por lo cual, temiendo aquél la fuerza de este Gabinio, trabajaba en acrecentar el número de su gente, hasta tanto que legaron a número de diez mil de a pie y mil quinientos caballos, y fortalecía los lugares y las villas que le parecían ser buenos para resistir a la fuerza, como Alejandrio, Hircanio y Macherunta, que están cerca de los montes de Arabia.
Gabinio, pues, habiendo enviado delante a Marco Antonio con parte de su ejército, él lo seguía con todo lo demás. Los compañeros escogidos de Antipatro y la otra multitud de los judíos cuyos príncipes eran Malico y Pitolao, habiendo juntado sus fuerzas con Marco Antonio, salieron al encuentro a Ale­jandro; pero no estaba muy lejos ni muy atrás de éste Ga­binio con toda su gente. Viendo Alejandro que no podía re­sistir ni sufrir tanta multitud de enemigos, huyó. Siendo llegado ya cerca de Jerusalén, fué forzado a pelear; y habiendo perdido seis mil hombres de los suyos, tres mil presos y tres mil derribados, salváse con los demás.
Pero cuando Gabinio llegó al castillo de Alejandrio, ha­biendo sabido que muchos habían desamparado el ejército, prometiendo a todos general perdón, trabajaba de llegarlos a él y juntarlos consigo antes que darles batalla; pero como ellos no humillasen su pensamiento, ni quisiesen conceder lo que Gabinio quería, mató a muchos y encerró a los demás en el castillo.
En esta guerra, el capitán Marco Antonio hizo muchas cosas de nombre, y aunque siempre y en todas partes se había mostrado varón muy fuerte y valeroso, ahora última­mente venció todo nombre y dio de sí mucho mayor ejemplo que hasta el presente había dado. Dejando Gabinio gente para combatir el castillo, él se vino a todas las otras ciudades, con­firmando las que no habían sido atacadas, reparando y le­vantando de nuevo las que habían sido derribadas. Final­mente, por mandamiento de éste, se comenzó a habitar en Escitópolis, en Samaria, en Antedón, en Apolonia, en Janinia, en Rafia, en Marisa, en Dora, en Gadara, en Azoto, y en otras muchas, con gran alegría de los ciudadanos, porque de todas partes venían por habitar en ellas. Ordenadas estas cosas de esta manera, volviéndose a Alejandrio, apretaba mucho más el cerco. Por la cual cosa Alejandro, muy espantado, le envió embajadores, desconfiando ya de todo y rogando que le perdonase, y él le entregaría sin alguna falta los castillos que le obedecían, los cuales eran el de Hircano, y el otro el de Macherunta; también le dió y dejó en su poder Alejandrio. Gabinio lo derribó todo de raíz por consejo de la madre de Alejandro, por que no fuesen ocasión de otra guerra, o de recogimiento para ella. Estaba ella con Gabinio por ablandarlo con sus regalos, temiendo algún peligro a su marido y a los demás que habían sido llevados cautivos a Roma.
Pasadas todas estas cosas, habiendo Gabinio llevado a Je­rusalén a Hircano y habiéndole encomendado el cargo del templo, puso por presidentes de toda la otra República a los más principales de los judíos. Dividió en cinco partes, como Congregaciones, toda la gente de los judíos; la una de éstas puso en Jerusalén, la otra en Doris, la tercera que estuviese en la parte de Amatunta, la cuarta en Jericó, y la quinta fué dada a Séfora, ciudad de Galilea.
Los judíos entonces, librados del imperio y señorío de uno, eran regidos por sus príncipes con gran contentamiento; pero no mucho después acaeció que, habiéndose librado de Roma Aristóbulo, les fué principio de discordias y revueltas; el cual, juntando mucha gente de los judíos, parte por ser de­seosa de mutaciones y novedades, parte también por el amor que antiguamente le solían tener, tomó primero a Alejandrio, y trabajaba en cercarlo de muro. Después, sabido cómo Ga­binio enviaba contra él tres capitanes, Sisena, Antonio y Sevilio, vínose a Macherunt ; y dejando la gente vulgar y que no era de guerra, la cual antes le era carga que ayuda, salió, trayendo consigo, de gente muy en orden y bien armada, no más de ocho mil, entre los cuales venía también Pitolao, Re­gidor de la segunda Congregación que hemos dicho, habiendo huido de Jerusalén con número de mil hombres.
Los romanos los seguían, y dada la batalla, Aristóbulo detuvo los suyos peleando muy fuertemente algún tiempo, hasta tanto que fueron vencidos por la fuerza y poder grande de los romanos, adonde murieron cinco mil hombres, y dos mil se recogieron a una gran cueva, y los otros mil rom­pieron por medio de los romanos y cerráronse en Mache­runta.
Habiendo, pues, llegado allí a prima noche o sobretarde el rey, y puesto su campo en aquel lugar que estaba destruido, confiaba que haría treguas, y durando éstas, juntarla otra vez gente y fortalecería muy bien el castillo. Pero habiendo sostenido la fuerza de los romanos por espacio de dos días más de lo que le era posible, a la postre fué tomado y llevado delante de Gabinio, atado junto con Antígono, su hijo, el cual habla estado en la cárcel con él, y de allí fué llevado a orna. Pero el Senado lo mandó poner en la cárcel, y pasó
los hijos de éste a Judea, porque Gabinio había escrito que los había prometido a la mujer de Aristóbulo, por haberle entregado los castillos.
Habiéndose después Gabinio aparejado para hacer guerra Con los partos, fuéle impedimento Ptolomeo; el cual, habiendo vuelto del Eufrates, venia a Egipto sirviéndose de Hircano y de Antipatro, como de amigos para todo cuanto su ejército tenía necesidad; porque Antipatro le ayudó con dineros, ar­mas, mantenimientos y con gente de erra. Y guardando los judíos los caminos que están hacia la vía de Pelusio, per­suadió que enviasen allá a Gabinio; pero con la partida de Gabinio la otra parte de Siria se revolvió; y Alejandro, hijo de Aristóbulo, movió otra vez los judíos a que se rebelasen; y juntando gran muchedumbre de ellos, mataba y despedazaba cuantos romanos hallaba por aquellas tierras. Gabinio, temiéndose de esto, porque ya había vuelto de Egipto, y viendo revuelta que se aparejaba, envió delante a Antipatro, y persuadió a algunos de los que estaban revueltos que se concordasen con ellos e hiciesen amigos.
Habían quedado con Alejandro treinta mil hombres, por lo cual estaba, y de sí lo era él también, muy pronto para guerra. Salió finalmente al campo y viniéronle los judíos a encuentro; y peleando cerca del monte Tabor, murieron diez mil de ellos, y los que quedaron salváronse huyendo por di versas partes.
Vuelto Gabinio a Jerusalén, porque esto quiso Antipatro apaciguó Y compuso su República; después, partiendo de aquí venció en batalla a los nabateos, y dejó ir escondidamente a Mitridates y a Orsanes, que habían huido de los partos, per­suadiendo a los soldados que se habían escapado.
En este medio fuéle dado por sucesor Craso, el cual tomó la parte de Siria. Este, para el gasto de la guerra de los partos, tomó todo el restante del tesoro del templo que estaba en Jerusalén, que eran aquellos dos mil talentos, los cuales Pompeyo no había querido tocar. Después, pasando el Eufrates él y todo su ejército, perecieron; de lo cual ahora no se ha­blará, por no ser éste su tiempo ni oportunidad.
Después de Craso, Casio siendo recibido en aquella pro­vincia, detuvo y refrenó los partos que se entraban por Siria, Y con el favor de éste que venía a prisa grande para Judea; y prendiendo a los tariceos, puso en servidumbre y cautiverio tres mil de ellos. Mató también a Pitolao, persudiéndoselo An­tipatro, porque recogía todos los revolvedores y parciales de Aristóbulo.
Tuvo éste por mujer una noble de Arabia llamada Cipria, de la cual hubo cuatro hijos, Faselo y Herodes, que fué rey, Josefo Forera, y una hija llamada Salomé. Y como procurase ganar la amistad de cuantos sabía que eran poderosos, reci­biendo a todos con mucha familiaridad, mostrándose con todos huésped y buen amigo, principalmente juntó consigo al rey de Arabia por casamiento y parentesco; y encomendando a su bondad y fe sus hijos, él se los envió, porque había determinado y tomado a cargo de hacer guerra contra Aristóbulo.
Casio, habiendo compelido y forzado a Alejandro que se reposase, volvióse hacia el Eufrates por impedir que los partos pasasen, de los cuales en otro lugar después trataremos.
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Capítulo VII

De la muerte de Aristóbulo, y de la guerra de Antipatro contra Mitrídates.

 
Habiéndose César apoderado de Roma y de todas las cosas, después de haber huido el Senado y Pompeyo de la otra parte del mar Jonio, librando de la cárcel a Aristóbulo, en­viólo con diligencia con dos compañías a Siria, pensando que fácilmente podría sujetar a ella y a los lugares vecinos de Judea; pero la esperanza de César y la alegría de Aristóbulo fué anticipada con la envidia. Porque muerto con ponzoña por los amigos de Pompeyo, estuvo sin sepultura en su misma patria algún tiempo, y guardaban el cuerpo del muerto em­balsamado con miel, hasta tanto que Antonio proveyó que fuese sepultado por los judíos en los sepulcros reales. Fué tam­bién muerto su hijo Alejandro, y mandado descabezar por Escipión en Antioquía, según letras de Pompeyo, habiéndose primero examinado su causa públicamente sobre todo lo que había cometido contra los romanos.
Ptolomeo, hijo de Mineo, que tenía asiento en Calcidia, bajo del monte Líbano, prendiendo a sus propios hermanos, envió a su hijo Filipión a Ascalona que los detuviese e hiciese recoger; y él, sacando a Antígono del poder de la mujer de Aristóbulo, y a sus hermanas también, lleválas a su padre. Y enamorándose de la menor de ellas, cásase con ella; por lo cual fué después muerto por su padre. Porque Ptolomeo, después de muerto el hijo, tomó por mujer a Alejandra; y por causa de este parentesco y afinidad, miraba por sus hermanos con mayor cuidado.
Muerto Pompeyo, Antipatro se pasó a la amistad de César; y porque Mitrídates Pergameno estaba detenido con el ejér­cito que llevaba a Egipto, en Ascalona, prohibido que no pasase a Pelusio, no sólo movió a los árabes, aunque fuese él extranjero y huésped en aquellas tierras, a que le ayudasen, sino también compelió a los judíos que le socorriesen con cerca de tres mil hombres, todos muy bien armados. Movió también en socorro y ayuda suya los poderosos de Siria, y a Ptolomeo, que habitaba en el monte Líbano, y a Jamblico, y al otro Ptolomeo; y por causa de ellos, las ciudades de aquella región emprendieron y comenzaron la guerra con ánimo pronto todos, y muy alegre. Confiado ya de esta manera Mitrídates por verse poderoso con la gente y ejército de Antipatro, vínose a Pelusio; y siéndole prohibido el pasaje, puso cerco a la villa, y Antipatro se mostró mucho en este cerco. Porque habiendo roto el muro de aquella parte que a él cabía, fué el primero que dió asalto a la ciudad con los suyos, y así fué tomado Pelusio; pero los judíos de Egipto, aquellos que habitaban en las tierras que se llaman Onías, no los dejaban pasar más ade­lante. Antipatro, no sólo persuadió a los suyos que no los estorbasen ni impidiesen, sino que les diesen lo necesario para mantenimiento. De donde sucedió que los menfitas no fuesen combatidos; antes, voluntariamente se entregaron a Mitrída­tes; y habiendo éste proseguido adelante su camino por las tierras de Delta, peleó con los otros egipcios en un lugar que se llama Castra de los judíos, el cual libró Antipatro por su parte, que era la derecha, de todo mal. Yendo alrededor del rio con buen orden, vencía el escuadrón que estaba a la parte izquierda fácilmente, y arremetiendo contra aquellos que iban persiguiendo a Mitrídates, mató a muchos de ellos y persiguió tanto a los que quedaban y huían' que vino a ganar el campo y tiendas de los enemigos, habiendo perdido no más de ochenta de los suyos. Pero Mitrídates, huyendo, perdió de los suyos ochocientos; y saliendo él de la batalla salvo sin que tal se confiase, vino delante de César como testigo, sin envidia de las cosas hechas por Antipatro. Por lo cual él movió a Anti­patro entonces, con esperanza y loores grandes, a que menos­preciase todo peligro por su causa; y así fué hallado en todo como hombre de guerra muy esforzado y valeroso, porque habiendo sufrido muchas heridas, tenía por todo el cuerpo las señales en probanza de su virtud.
Después, cuando habiendo apaciguado las cosas de Egipto se volvió a Siria, hízolo ciudadano de Roma, dejándole gozar de todas las libertades, honrándole en todas las cosas, y mos­trándole en todo mucha amistad; hizo que los otros se esfor­zasen mucho en imitarlo, como a hombre muy digno; y por causa y favor suyo confirmó el pontificado a Hircano.
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Capítulo VIII
De cómo fué acusado Antipatro, delante de César, del pontificado de Hircano, y cómo Herodes movió guerra.
 
En el mismo tiempo, Antígono, hijo de Aristóbulo, ha­biendo venido a César, fué causa que Antipatro ganase gran honra y mayor opinión de la que él pensaba alcanzar. Porque habiéndose de quejar de la muerte de su padre, muerto con ponzoña por la enemistad de Pompeyo, según lo que se podía juzgar, y debiendo acusar a Escipión de la crueldad que había usado contra su hermano, sin mezclar alguna señal de su envidia con casos tan miserables, acusaba a Hircano y a An­tipatro, porque lo echaban injustamente de su propio lugar y patria, y hacían muchas injurias a su gente, y que no habían ayudado ni socorrido a César estando en Egipto, por amistad, sino por temor de la discordia antigua, y por ser perdonados por haber favorecido a Pompeyo. A estas cosas, Antipatro, quitados sus vestidos, mostraba las muchas llagas y heridas que había recibido, y dijo no serle necesario mostrar con palabras el amor y la fidelidad que había guardado con César, pues tenía por manifiesto testigo su cuerpo, que claramente lo mostraba, y que antes se maravillaba él mucho del grande atrevimiento de Antígono, que siendo enemigo de los romanos e hijo de otro enemigo huido de su poder, deseando perturbar las cosas, no menos que había hecho su padre con sediciosas revueltas, osase parecer y acusar a otros delante del príncipe de los romanos e intentase de alcanzar algún bien, debiéndose contentar con ver que lo dejaban con vida. Por ue ahora no deseaba bienes, por estar pobre, sino para judíos aquellos que se los hubiesen dado.
Cuando César hubo oído estas cosas, juzgó por más digno del pontificado a Hircano; pero dejó después escoger a Amti­patro la dignidad que quisiese. Este, dejándolo todo en poder de aquel que se lo entregaba, fué declarado procurador de toda Judea, y además de esto impetró que le dejasen renovar y edificar otra vez los muros de su patria, que habían sido derribados. Estas honras mandó César que fuesen pintadas en tablas de metal, y puestas en el Capitolio, por dejar a Antipatro y a sus descendientes memoria de su virtud.
Habiendo, pues, acompañado a César desde Siria, Anti­patro se volvió a Judea, y lo primero que hizo fué edificar otra vez los muros que habían sido derribados por Pompeyo, visitándolo todo por que no se levantasen algunas revueltas en todas aquellas regiones; amonestando una vez con consejo, otras amenazando, persuadiendo a todos que si creían y eran conformes con Hircano, vivirían en reposo, descansados. y con abundancia de toda cosa, gozando cada uno de su bien y estado y de la paz común de toda la República; pero si se movían con la vana esperanza de aquellos que por hacerse ricos estaban deseando y aun buscando novedades y revueltas, entonces no lo habían de tener a él corno procurador del reino, sino corno a señor de todo; que Hircano seria entonces tirano en vez de rey, y habían de tener a César y a todos los romanos por capitales enemigos, los cuales les solían ser a todos muy buenos amigos y regidores, porque no habían de sufrir que se perdiese y menospreciase la potencia de éste, al cual ellos habían elegido por rey.
Pero aunque decía esto, todavía él por sí, viendo que Hir­cano era algo más negligente que se requería, ni para tanto cuanto el reino tenía necesidad, regía el Estado de toda la provincia, y lo tenía muy ordenado. Hizo capitán de los soldados el hijo suyo mayor, llamado Faselo, en Jerusalén y en todo su territorio, y a Herodes, que era menor» y demasiado mozo, enviólo por capitán de Galilea, que tuviese el mismo cargo que el otro; y siendo por su naturaleza muy esforzado, halló presto materia y ocasión para mostrar y ejercitar la grandeza de su ánimo, porque habiendo preso al príncipe de los ladrones y salteadores, Ezequías, al cual halló robando con mucha gente en las tierras cercanas a Siria, lo mató y a muchos otros ladrones que lo seguían. Fué esta cosa tan acepta y contentó tanto a los sirios, que iba Herodes cantando y di­vulgando por boca de todos en los barrios y lugares, como que él les hubiese restituido y vuelto la paz y sus posesiones. Por la gloria, pues, de esta obra fué conocido por Sexto César, pariente muy cercano del gran César que estaba entonces en la administración de toda Siria.
Faselo trabajaba por vencer con honesta contienda la vir­tuosa inclinación y el nombre que su hermano había ganado, acrecentando el amor que todos los de Jerusalén le tenían, y poseyendo esta ciudad, no hacía algo ni cometía cosa con la cual afrentase alguno con soberbia del poderoso cargo que tenía. Por esto era Antipatro obedecido y honrado con honras de rey, reconociéndolo todos como a señor, aunque no por esto dejó de ser tan fiel y amigo a Hircano como antes lo era.
Pero no es posible que estando uno en toda su prospe­ridad carezca de envidia, porque a Hircano le pesaba ver la honra y gloria de los mancebos, y principalmente las cosas hechas por Herodes, viéndose fatigar con tantos mensajeros y embajadores que levantaban y ensalzaban sus hechos; pero muchos envidiosos, que suelen ser enojosos y aun perjudiciales a los reyes, a los cuales dañaban la bondad de Antipatro y de sus hijos, lo movían e instigaban, diciendo que había dejado todas las cosas a Antipatro y a sus hijos, contentándose sola­mente con un pequeño lugar para pasar su vida particularmente con tener sólo el nombre de rey, de balde y sin prove­cho alguno, y que hasta cuándo había de durar tal error de dejar alzar contra sí los otros por reyes; de manera que no se curaban ya de ser procuradores, sino que se querían mostrar señores, prescindiendo de él, porque sin mandarlo él y sin escribírselo, había Herodes muerto tanta muchedumbre contra la ley de los judíos, y que si Herodes no era ya rey, sino hombre particular, debla venir a ser juzgado por aquello, y por dar cuenta al rey y a las leyes de su patria, las cuales no permiten ni sufren que alguno muera sin causa y sin ser condenado. Con estas cosas poco a poco encendían a Hircano, y a la postre, manifestando y descubriendo su ira, mando llamar a Herodes, que viniese a defender su causa, y él, por mandárselo su padre, y con la confianza que las cosas que había hecho le daban, dejando gente de guarnición en Ga­lilea, vino a ver al rey. Venía acompañado con alguna gente esforzada y muy en orden, por no parecer que derogaba a Hircano si traía muchos, o por no parecer desautorizado, y dar lugar a la envidia de éstos, si venía solo. Pero Sexto César, te­miendo aconteciese algo al mancebo, y que sus enemigos, ha­llándolo, le hiciesen algún daño, envió mensajeros a Hircano que manifiestamente le denunciasen que librase a Herodes del crimen y culpa que le ponían y levantaban de homicida o matador. Hircano, que de sí lo amaba y deseaba esto mucho, absolviólo y dióle libertad.
El entonces, pensando que había salido bien contra la voluntad del rey, vínose a Damasco, adonde estaba Sexto, con ánimo de no obedecerle si otra vez fuese llamado. Los revolve­dores y malos hombres trabajaban por revolver otra vez y mover a Hircano contra Herodes, diciendo que Herodes se había ido muy airado, por darse prisa para armarse contra él. Pensando Hircano ser esto así verdad, no sabía qué hacer, porque vela ser su enemigo más poderoso. Y como fuese He­rodes publicado por capitán en toda Siria y Samaria por Sexto César, y no sólo fuese tenido por el favor que la gente le hacia por muy esforzado, pero aun también por sus propias fuerzas, vino a temerle en gran manera, pensando que luegoen la misma hora había de mover su gente y traer el ejército contra él. Y no lo engañó el pensamiento, porque Herodes, con la ira de cómo lo habían acusado, traía gran número de gente consigo a Jerusalén para quitar el reino a Hircano. Y lo hubiera ciertamente hecho así, si saliéndole al encuentro su padre y su hermano, no detuvieran su fuerza e ímpetu, rogando que se vengase con amenazarlos y con haberse enojado e indignado contra ellos; que perdonase al rey, por cuyo favor había al­canzado el poder que tenía, que si por haber sido llamado y haber comparecido en juicio se enojaba y tomaba indigna­ción, que hiciese gracias por haber sido librado, y no satisficiese sólo a la parte que le había enojado y causado desplacer; pero también que no fuese ingrato a la otra, que le había librado salvamente. Que si pensaba deberse tener cuenta con los suce­sos de las guerras, considerase cuán inicua cosa es la malicia, y no se confiase del todo vencedor, habiendo de pelear con un rey muy allegado en amistad, y a quien él con razón debía mucho, pues no se había mostrado jamás con él cruel ni po­deroso, sino que por consejo de malos hombres, y que mal le querían, había mostrado y tentado contra él una sola som­bra de injusticia. Herodes fué contento y obedeció a lo que le dijeron, pensando que bastaba para lo que él confiaba, en haber mostrado a toda su nación su poder y fuerzas.
Estando en estas cosas levantóse una discordia y revuelta entre los romanos estando cerca de Apamia; porque Cecilio Baso, por favor de Pompeyo, había muerto con engaños a Sexto César, y se había apoderado de la gente de guerra que Sexto tenía. Los otros capitanes de César perseguían con todo su poder a Baso, por vengar su muerte. A los cuales Antipatro con sus hijos socorrió, por ser muy amigo de entrambos; es a saber: del César muerto y del otro que vivía; y durando esta guerra, vino Marco de Italia, sucesor de Sexto, de quien antes hablamos.
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Capítulo IX 
De las discordias y diferencias de los romanos después de la muerte de César, y de las asechanzas y engaños de Malico.
 
En el mismo tiempo se levantó gran guerra entre los ro­manos por engaños de Casio y de Bruto, muerto César después de haber tenido aquel principado tres años y siete meses. Mo­vido, pues, muy gran levantamiento por la muerte de éste, y estando los principales hombres muy discordes entre sí, cada uno se movía por su propia esperanza a lo que veían y pensaban ser lo mejor y más cómodo. Así vino Casio a Siria por ocupar y tomar bajo sí los soldados que estaban en el cerco de Apamia, donde hizo amigos a Marco y a toda la gente que estaba en discordia con Baso, y libró del cerco la ciudad. Llevándose el ejército, ponía pecho a las ciudades que por allí habla, sin tener medida en lo que pedía. Habiendo, pues, mandado a los judíos que ellos también le diesen setecientos talentos, te­miendo Antipatro sus amenazas, dió cargo de llevar aquel dinero a sus hijos y amigos, principalmente a un amigo suyo llamado Malico; tanto le apretaba la necesidad.
Herodes, por su parte, trajo de Galilea cien talentos, con los cuales ganó el favor de Casio, por lo cual era contado por uno de los amigos suyos mayores. Pero reprendiendo a los demás porque tardaban, enojábase con las ciudades, y habiendo destruido por esta causa a Gophna y Amahunta y otras dos ciudades, las más pequeñas y que menos valían, venía como para matar a Malico, por haber sido más flojo y más remiso en buscar y pedir el dinero, de lo que él tenía necesidad. Pero Antipatro socorrió a la necesidad de éste y de las otras ciuda­des, amansando a Casio con cien talentos que le envió.
Después de la partida de Casio, no se acordó Malico de los beneficios que Antipatro le había hecho, antes buscaba peligros y ocasiones muchas para echar a perder a Antipatro, al cual solía él llamar defensor y protector suyo, trabajando por romper el freno de su maldad y quitar del mundo a aquel que le impedía que ejecutase sus malos deseos. De esta manera Antípatro, temiéndose de su fuerza, de su poder y de su mafia, pasó el río Jordán, para allegar ejército con el cual se pudiese vengar de las injurias. Descubierto Malico, venció con su desvergüenza a los hijos de Antipatro, tomándoles des­cuidados, porque importunó a Faselo, que estaba por capitán en Jerusalén, y a Herodes, que tenía cargo de las armas, con muchas excusas y sacramentos que lo reconciliasen con Anti­patro por intercesión y medio de ellos mismos. Y vencido otra vez nuevamente Marco por los ruegos de Antipatro, estando por capitán de la gente de guerra en Siria, fué perdonado Malico, habiendo Marco determinado matarlo, por haber tra­bajado en revolver las cosas e innovar el estado que tenían.
Guerreando el mancebo César y Antonio con Bruto y con Casio, Marco y Casio, que habían juntado un ejército en Siria, ¡por haberlos ayudado mucho Herodes en tiempo que tenían necesidad, hácenlo7 procurador de toda Siria, dándole parte de la gente de a caballo y de a pie, y Casio le prometió que, si la guerra se acababa, pondría también en su regimiento todo el reino de Judea.
Pero después aconteció que la esperanza y fortaleza del hijo fuese causa de la muerte a su padre Antipatro. Porque Malico, por miedo de éstos, habiendo sobornado y corrompido a un criado de los del rey, dándole mucho dinero le persuadió que le diese ponzoña junto con lo que había de beber. Y la muerte de éste después del convite fué premio y paga de la gran injusticia de Malico, habiendo sido varón esforzado y muy idóneo para el gobierno de las cosas, el cual había cobrado y conservado el reino para Hircano.
Viendo Malico enojado y levantado al pueblo por la sos­pecha que tenía de haber muerto con ponzoña al rey, trabajaba en aplacarlo con negar el hecho, y buscaba gente de armas para poder estar más seguro y más fuerte; porque no pensaba que Herodes había de cesar ni reposarse, sin venir con grande ejército, por vengar la muerte de su padre. Pero por consejo de su hermano Faselo, el cual decía que no le debían perseguir públicamente por no revolver el pueblo, y también porque Malico hacía diligencias para excusarse, recibiendo con la pa­ciencia que mejor pudo la excusa y dándole libre de toda sos­pecha, celebró honradísimamente las exequias al enterramiento de su padre.
Vuelto después a Samaria, apaciguó la ciudad, que se habla revuelto y casi levantado, y para las fiestas volvíase a Jeru­salén, habiendo primero enviado gente de armas, y acompañado de ella también; Hircano le prohibió llegar, persuadiéndolo Malico por el miedo que tenía que entrase con gente extranjera entre los ciudadanos que celebraban casta y santamente su fiesta. Pero Herodes, menospreciando el mandamiento y aun a quien se lo mandaba también, entróse de noche. Presentán­dose Malico delante, lloraba la muerte de Antipatro. Herodes, por el contrario, padeciendo dentro de su ánima aquel dolor, disimulaba el engaño como mejor podía. Pero quejóse por cartas de la muerte de su padre con Casio, a quien era Malico por esta causa muy aborrecido. Respondióle finalmente, no sólo que se vengase de la muerte de su padre, sino también mandó secretamente a todos los tribunos y gobernadores que tenía bajo de su mando, que ayudasen a Herodes en aquella causa que tan justa era. Y porque después de tomada Laodicea venían a Herodes los principales con dones y con coronas, él tenía determinado este tiempo para la venganza. Malico pen­saba que había esto de ser en Tiro, por lo cual determinó sacar a su hijo, que estaba entre los tirios por rehenes, y huir él a Judea. Y por estar desesperado de su salud, pensaba cosas grandes y más importantes; porque confió que había de re­volver la gente de los judíos contra los romanos, estando Casio ocupado en la guerra contra Antonio, y que echando a Hircano alcanzaría fácilmente el reino. Por lo que sus hados tenían determinado, se burlaba de su esperanza vana; porque sospe­chando Herodes fácilmente lo que había determinado éste en su ánimo y de cuanto trataba, llamó a él y a Hircano que viniesen a cenar con él, y luego envía uno de los criados con pretexto de que fuese a aparejar el convite; pero mandóle que fuese a avisar a los tribunos y gobernadores, que le saliesen como espías. Ellos entonces, acordándose de lo que Casio les había mandado, sálenle al encuentro, todos armados, a la ribera cercana de la ciudad, y rodeando a Malico, diéronle tantas heridas, que lo mataron.
Espantóse Hircano y perdió el ánimo en oír esto; pero re­cobrándose algún poco y volviendo apenas en su sentido, pre­guntaba a Herodes que quién había muerto a Malico, y res­pondió uno de los tribunos que el mandamiento de Casio. "Ciertamente, dijo, Casio me guarda a mí y a mi reino salvo, pues él mató a aquel que buscaba la muerte a entrambos"; pero no se sabe si lo dijo de ánimo y de su corazón, o porque el temor que tenía le hacía aprobar el hecho. Y de esta manera tomó Herodes venganza de Malico.
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Capítulo X
 Cómo fué Herodes acusado y cómo se vengó de la acusación.
 
Después que Casio salió de Siria, otra vez se levantó revuelta en Jerusalén, habiendo Félix venido con ejército contra Faselo y contra Herodes, queriendo, con la pena de su hermano, vengar la muerte de Malico. Sucedió por caso que Herodes vivía en este tiempo en Damasco, con el capitán de los romanos Fabio; y deseando que Fabio le pudiese socorrer, enfermó de grave dolencia. En este medio, Faselo, sin ayuda de alguno, venció también a Félix e injuriaba a Hircano llamándolo ingrato, diciendo que había hecho las partes de Félix y había permitido que su hermano ocupase y se hiciese señor de los castillos de Malico, porque ya tenían muchos de ellos, y el más fuerte y más seguro, que era el de Masada.
Pero no le pudo aprovechar algo contra la fuerza de Herodes, el cual, después que convaleció, tomó todos los demás y dejóle ir de Masada, por rogárselo mucho y por mostrarsemuy humilde; Y echó a Marión, tirano de los tirios, de Gali lea, el cual poseía tres castillos, y perdonó la vida a todos los tirios que había preso, y aun a algunos dió muchos dones y libertad para que se fuesen; ganando con esto la benevolencia y amistad de la ciudad, él por su parte, y haciendo aborrecer el tirano a los otros.
Este Marión había ganado la tiranía por Casio, que había puesto por capitanes en Siria muchos tiranos; pero por la enemistad de Herodes traíase consigo a Antígono, hijo de Aristóbulo, y a Ptolomeo, por causa de Fabio, el cual era compañero de Antígono, corrompido por dinero para ayudar a poner en efecto lique tenía comenzado. Ptolorneo servía y proveía con todo lo necesario a su yerno Antígono.
Habiéndose armado contra éstos Herodes y dádoles la batalla cerca de los términos de Judea, hubo la victoria; y habiendo hecho huir a Antígono, vuélvese a Jerusalén y fué muy amado de todos por haber tan prósperamente acabado todo aquello, en tanta manera, que aquellos que antes le eran enemigos y le menospreciaban, entonces se ofrecieron muy amigos a él, por la deuda y parentesco con Hircano. Porque este Herodes había ya mucho tiempo antes tomado por mujer una de las naturales de allí y noble, la cual se llamaba Doris, y había habido en ella un hijo llamado Antipatro. Y entonces estaba casado con la hija de Alejandro, hijo de Aristóbulo, y llamábase Mariamina, nieta de Hircano, hija de su hija, y por esto era muy amiga y familiar con el rey.
Pero cuando Casio fué muerto en los campos Filípicos, César se pasó a Italia y Antonio se fué a Asia. Habiendo las otras ciudades enviado embajadores a Antonio a Bitinia, vinieron también los principales de los judíos a acusar a Faselo y a Herodes; porque poseyendo ellos todo lo que había, y haciéndose señores de todos, solamente dejaban a Hircano con el nombre honrado. A lo cual respondió Herodes muy aparejado, y con mucho dinero supo aplacar de tal manera a Antonio, que después no podía sufrir una palabra de sus enemigos, y así se hubieron entonces de partir. Pero como otra vez hubiesen ido a Antonio, que estaba en Dasnes, ciudad
 
113cerca de Antioquía, enamorado ya de Cleopatra, cien varones de los más principales, elegidos por los judíos más excelentes en elocuencia y dignidad, propusieron su acusación contra los dos hermanos, a los cuales respondía Mesala como defensor de aquella causa, estando presente Hircano por la afinidad y deudo.
Oídas, pues, ambas partes, Antonio preguntaba a Hircano cuáles fuesen los mejores para regir las cosas de aquellas regiones. Habiendo éste señalado a Herodes y sus hermanos más que a todos los otros, y muy lleno de placer porque su padre les había sido muy buen huésped, y recibido por Antipatro muy humanamente en el tiempo que vino a Judea con Gabinio, él los hizo y declaró a entrambos por tetrarcas, dejándoles el cargo y procuración de toda Judea. Tomando esto a mal los embajadores, prendió quince de ellos y púsoles en la cárcel, a los cuales casi también mató. A los otros todos echó con injurias, por lo cual se levantó mayor ruido en Jerusalén.
Por esta causa otra vez enviaron mil embajadores a Tiro, a donde estaba entonces Antonio aparejado para venir contra Jerusalén, y estando ellos gritando a voces muy altas, el principal de los tirios vínose contra ellos, alcanzando licencia para matar a cuantos prendiese, pero mandado por mandamiento especial que tuviese cuidado de confirmar el poder de aquellos que habían sido hechos tetrarcas por consentimiento y aprobación de Antonio; antes que todo esto pasase, Herodes fué hasta la orilla de la mar, juntamente con Hircano, y amonestábalos con muchas razones, que no le fuesen a él causa de la muerte y de guerra a su patria y tierra, estando en contenciones y revueltas tan sin consideración. Pero indignándose ellos más, cuanta más razón les daban, Antonio envió gente muy en orden y muy bien armada, y mataron a muchos de ellos e hirieron a muchos, e Hircano tuvo por bien de hacer curar los heridos y dar a los muertos sepultura. Con todo, no por esto los que habían huido reposaban; porque perturbando y revolviendo la ciudad, movían e incitaban a Antonio para que matase también a todos los que tenía presos.
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Capítulo XI
 De la guerra de los partos contra los judíos, y de la huída de Herodes y de su fortuna.
 
Estando Barzafarnes, sátrapa de los partos, apoderado hacía dos años de Siria, con Pacoro, hijo del rey Lisanias, sucesor de su padre Ptolorneo, hijo de Mineo, persuadió al sátrapa, después de haberle prometido mil talentos y quinien­tas mujeres, que pusiese a Antigono dentro del reino y que sacase a Hircano de la posesión que tenía. Movido, pues, por este Pacoro hizo su camino por los lugares que están hacia la mar, y mandó que Barzafarnes fuese por la tierra adentro. Pero la gente marítima de los tirios echó a Pacoro, habiéndolo recibido los ptolemaidos y los sidonios. El mandó a un criado que servía la copa al rey y tenía su mismo nombre, dándole parte de su caballería, que fuera a Judea por saber lo que determinaban los enemigos, porque cuando fuese necesario pudiese socorrer a Antígono. Robando éstos a Carmelo y des­truyéndolo, muchos judíos se venían a Antígono muy apa­rejados para hacerles guerra y echarlos de allí. El, entonces, enviólos que tomasen el lugar llamado Drimos. Trabando allí la batalla, y habiendo echado y hecho huir los enemigos, venían aprisa a Jerusalén, y habiéndose aumentado mucho el número de la gente, llegaron hasta el palacio. Pero salién­doles al encuentro Hircano y Faselo, pelearon valerosamente en medio de la plaza, y siendo forzados a huir, los de la parte de Herodes les hicieron recoger en el templo, y puso sesenta varones en las casas que había por allí cerca, que los guardasen; pero el pueblo los quemó a todos, por estar airado contra los dos hermanos. Herodes, enojado por la muerte de éstos, salió contra el pueblo, mató a muchos, y persiguiéndose cada día unos a otros con asechanzas continuas, sucedían todos los días muchas muertes. Llegada después la fiesta que ellos llamaban Pentecostés, toda la ciudad estuvo llena de gente popular, y la mayor parte de ella muy armada. Faselo, en este tiempo, guardaba los muros, y Herodes, con poca gente, el Palacio Real; acometiendo un día a los enemigos súbita­mente en un barrio de la ciudad, mató muchos de ellos e hizo huir a los demás, cerrando parte de ellos en la ciudad, otros en el templo y otros en el postrer cerco o muro.
En este medio Antígono suplicó que recibiesen a Pacoro, que venía para tratar de la paz. Habiendo impetrado esto de Faselo, recibió al parto dentro de su ciudad y hospedaje con quinientos caballeros, el cual venía con nombre y pretexto de querer apaciguar la gente que estaba revuelta, pero, a la verdad, su venida no era sino por ayudar a Antígono. Movió finalmente e incitó a Faselo engañosamente a que enviasen un embajador a Barzafarnes para tratar la paz, aunque He­rodes era en esto muy contrario y trabajaba en disuadirlo, diciendo que matase a aquel que le había de ser traidor, y amonestando que no confiase en sus engaños, porque de su natural los bárbaros no guardan ni precian la fe ni lo que prometen. Salió también, por dar menos sospecha, Pacoro con Hircano, y dejando con Herodes algunos caballeros, los cuales se llaman eleuteros, él, con los demás, seguía a Faselo.
Cuando llegaron a Galilea, hallaron los naturales de allí muy revueltos y muy armados, y hablaron con el sátrapa, que sabía encubrir harto astutamente, y con todo cumpli­miento y muestras de amistad, los engaños que trataba. Des­pués de haberles finalmente dado muchos dones, púsoles mu­chas espías y asechanzas para la vuelta. Llegados ellos ya a un lugar marítimo llamado Ecdipon, entendieron el engaño; porque allí supieron lo de los mil talentos que le habían sido prometidos, y lo de las quinientas mujeres que Antígono habla ofrecido a los partos, entre las cuales estaban contadas muchas de las de ellos; que los bárbaros buscaban siempre asechanzas para matarlos, y que antes fueran presos, a no ser porque tardaron algo más de lo que convenía, y por prender en Jerusalén a Herodes, antes que proveído sabiendo aquello, se pudiese guardar.
No eran ya estas cosas burlas ni palabras, porque veía que las guardas no estaban muy lejos. y con todo, Faselo no per­mitió que desamparasen a Hircano, aunque Ofilio te amones­tase muchas veces que huyese, a quien Sararnala, hombre riquísimo entre los de Siria, había dicho cómo le estaban puestas asechanzas y tenía armada la traición. Pero él quiso más venir a hablar con el sátrapa y decirle las injurias que merecía en la cara, por haberle armado aquellas traiciones y asechanzas; y principalmente porque se mostraba ser tal por causa de] dinero, estando él aparejado para dar más por su salud y vida, que no le había Antígono prometido por haber el reino. Respondiendo el parto, y satisfaciendo a todo esto engañosamente, echando con juramento de sí toda sospecha, vínose hacia Pacoro, y luego Faselo e Hircano fueron presos por aquellos partos que habían allí quedado mandados para aquel negocio, maldiciendo y blasfemando de él como de hombre pérfido y perjuro.
El copero de quien hemos arriba hablado, trabajaba en prender a Herodes, siendo enviado vara esto sólo, y tentaba de engañarlo, haciéndolo salir fuera del muro, según le habían mandado. Herodes, que solía tener mala sospecha de los bár­baros, no dudando que las cartas que descubrían aquella traición y asechanzas hubiesen venido a manos de los enemi­gos, no quería salir, aunque Pacoro, fingiendo, Dretendía que tenía harto idónea y razonable causa, diciendo que debía salir al encuentro a los que le traían cartas, porque no habían sido presos por los enemigos, ni se trataba en ellas algo de la traición y asechanzas, antes sólo lo que había hecho Faselo venía escrito en ellas. Pero ya hacía tiempo que Herodes sabía por otros cómo su hermano Faselo estaba preso, y la hija de Hircano, Mariamma, mujer prudentísima, le rogaba y suplicaba en gran manera que no saliese ni se fiase ya en lo que manifiestamente mostraban que querían los bárbaros.
Estando Pacoro tratando con los suyos de qué manera pudiese secretamente armar la traición y asechanzas, porque no era posible que un varón tan sabio fuese salteado así a las descubiertas, una noche Herodes, con los más allegados y más amigos, vínose a Idumea sin que los enemigos lo supiesen. Sabiendo esto los partos, comiénzalo a perseguir, y él había mandado a su madre y hermanos, y a su esposa con su madre y al hermano menor, que se adelantasen por el camino ade­lante, y él, con consejo muy remirado, daba en los bárbaros; y habiendo muerto muchos de ellos en las peleas, veníase a recoger aprisa al castillo llamado Masada, y allí experimentó que eran más graves de sufrir, huyendo, los judíos, que no los partos. Los cuales, aunque le fueron siempre molestos y muy enojosos, todavía también pelearon a sesenta estadios de la ciudad algún tiempo.
Saliendo Herodes con la victoria, habiendo muerto a mu­chos, honró aquel lugar con un lindo palacio que mandó edificar allí, y una torre muy fortalecida en memoria de sus nobles y prósperos hechos, poniéndole nombre de su propio nombre, llamándola Herodión.
Y como iba entonces huyendo así iba recogiendo gente y ganando la amistad de muchos. Después que hubo llegado a Tresa, ciudad de Idumea, salióle al encuentro su hermano Josefo, y persuadióle que dejase parte de la gente que traía, porque Masada no podría recoger tanta muchedumbre; lle­gaban bien a más de nueve mil hombres. Tomando Herodes el consejo de su hermano, dió licencia a los que menos le podían ayudar en la necesidad, que se fuesen por Idumea, proveyéndoles de lo necesario, y detuvo con él los más ami­gos, y de esta manera fué recibido dentro del castillo.
Después, dejando allí ochocientos hombres de guarnición para defender las mujeres, y harto mantenimiento aunque los enemigos lo cercasen, él pasó a Petra, ciudad de Arabia; pero los partos, volviendo a dar saco a Jerusalén, entrábanse por las casas de los que huían, y en el Palacio Real, perdonando solamente a las riquezas y bienes de Hircano, que eran más de trescientos talentos, y hallaron mucho menos de lo que todos de los otros esperaban, porque Herodes, temiéndose mucho antes de la infidelidad de los bárbaros, había pasado todo cuanto tenía entre sus riquezas que fuese precioso, y todos sus compañeros y amigos hablan hecho lo mismo.
Después de haber ya los partos gozado del saqueo, revolvie­ron toda la tierra y moviéronla a discordias y guerras; des­truyeron también la ciudad.de Marisa, y no se contentaron con hacer a Antígono rey, sino que le entregaron a Faselo y a Hircano para que los azotase. Este quitó las orejas a Hir­cano con sus propios dientes a bocados, porque si en algún tiempo se libraba, sucediendo las cosas de otra manera, no pudiese ser pontífice; porque conviene que los que celebran las cosas sagradas, sean todos muy enteros de sus miembros. Pero con la virtud de Faselo fué prevenido Antígono, el cual, como no tuviese armas ni las manos sueltas, porque estaba atado, quebróse con una piedra que tenía allí cerca la cabeza y murió; probando de esta manera cómo era verdadero her­mano de Herodes, y cómo Hircano había degenerado; murió varonilmente, alcanzando digna muerte de los hechos que había antes animosamente hecho. Dícese también otra cosa, que cobró su sentido después de aquella llaga, pero que Antí­gono envió un médico como porque lo curase, y le llenó la llaga de muy malas ponzoñas, y de esta manera lo mató. Sea lo que fuere, todavía el principio de este hecho fué muy notable. Y dícese más: que antes que le saliese el alma del cuerpo, sabiendo por una mujercilla que Herodes había es­capado libre, dijo: «Ahora partiré con buen ánimo, pues dejo quien me vengará de mis enemigos", y de esta manera Fa­selo murió.
Los partos, aunque no alcanzaron las mujeres, que eran las cosas que más deseaban, poniendo gran reposo, y apaci­guando las cosas en Jerusalén con Antígono, lleváronse preso con ellos a Hircano a Parthia.
Pensando Herodes que su hermano vivía aún, venía muy obstinado a Arabia, por donde tomar dineros del rey con los cuales solos tenía esperanzas de libertar a su hermano de la avaricia grande de los bárbaros. Porque pensaba que si el árabe no se acordaba de la amistad de su padre, y se quería mostrar más avaro y escaso de lo que a un ánimo liberal y franco convenía, él le pediría aquella suma de dinero, prestada por lo menos, para dar por el rescate de su hermano, dejándole por prendas al hijo, el cual él después libertaría; porque tenía consigo un hijo de su hermano, de edad de siete años, y había determinado ya dar trescientos talentos, poniendo por rogadores a los tirios.
Pero la fortuna y desdicha se habían adelantado antes al amor y afición buena del hermano, y siendo ya muerto Faselo, por demás era el amor que Herodes mostraba. Aun en los árabes no halló salva ni entera la amistad que tener pen­saba, porque Malico, rey de ellos, enviando antes embajado­res que se lo hiciesen saber, le mandaba que luego saliese de sus términos, fingiendo que los partos le habían enviado em­bajadores que mandase salir a Herodes de toda Arabia; y la causa cierta de esto fué porque había determinado negar la deuda que debía a Antipatro, sin volverle ni satisfacer en algo a sus hijos por tantos beneficios como de él había reci­bido, teniendo en aquel tiempo tanta necesidad de consuelo. Tenía hombres que le persuadían esta desvergüenza, los cua­les querían hacer que negase lo que era obligado a dar Anti­patro, y estaban cerca de él los más poderosos de toda Arabia. Por esto Herodes, al hallar que los árabes le eran enemigos por esta causa por la cual él pensaba que le serían muy ami­gos., respondió a los mensajeros aquello que su dolor le per­mitió. Volvióse hacia Egipto, y en la noche primera, estando tomando la compañía de los que había dejado, apartóse en un templo que estaba en el campo. Al otro día, habiendo llegado a Rinocolura, fuéle contada la muerte de su hermano, recibiendo tan gran pesar, y haciendo tan gran llanto cuanto había ya perdido el cuidado de verlo; mas proseguía iu ca­mino adelante.
Pero tarde se arrepintió de su hecho el árabe, aunque envió harto presto gente que volviese a llamar a aquel a quien él había antes echado con afrenta. Había ya en este tiempo Herodes llegado a Pelusio, e impidiéndole allí el paso los que eran atalayas de aquel negocio, vínose a los regidores, los cuales, por la fama que de él tenían, y reverenciando su dignidad, acompañáronlo hasta Alejandría. Entrado que hubo en la ciudad, fué magníficamente recibido por Cleopatra, pensando que seria capitán de su gente para hacer aquello que ella pretendía y determinaba. Pero menospreciando los ruegos que la reina le hacía, no temió la asperidad del invier­no, ni los peligros de la mar pudieron estorbarle que navegase luego para Roma. Peligrando cerca de Panfilia, echó la mayor parte de la carga que llevaba, y apenas llegó salvo a Rodio, que estaba muy fatigada entonces con la guerra de Casio. Recibido aquí por sus amigos Ptolomeo y Safinio, aunque padeciese gran falta de dinero, mandó hacer allí una gran galeaza, y llevado con ella él y sus amigos a Brundusio (hoy Brindis), y partiendo de allí luego para Roma, fuése prime­ramente a ver con Antonio, por causa de la antigua amistad y familiaridad de su padre; y cuéntale la pérdida suya, y las muertes de todos los suyos, y cómo habiendo dejado a todos cuantos amaba en un castillo, y muy rodeados de enemigos, se había venido a él muy humilde, en medio del invierno, navegando.
Teniendo compasión y misericordia Antonio de la mi­seria de Herodes, y acordándose de la amistad que había tenido con Antipatro, movido también por la virtud del que le estaba presente, determinó entonces hacerle rey de Judea, al cual antes había hecho tetrarca o procurador.
No se movía Antonio a hacer esto más por amor de Herodes que por aborrecimiento grande a Antígono. Porque pensaba y tenía muy por cierto que éste era sedicioso, y muy gran enemigo de los romanos. Tenía, por otra parte, a César más aparejado, que entendía en rehacer el ejército de Anti­patro, por lo que habla sufrido con su padre estando en Egip­to, y por el hospedaje y amistad que en toda cosa había hallado en él, teniendo también, además de todo lo dicho, cuenta con la virtud y esfuerzo de Herodes. Convocó al Senado, donde delante de todos Mesala, y después de éste Atratino, contaron los merecimientos que su padre había alcanzado del pueblo romano, estando Herodes presente, y la fe y lealtad guardada por el mismo Herodes, y esto para mostrar que Antígono les era enemigo, y que no hacía poco tiempo que había mostrado con éste diferencias; sino que, despreciando al pueblo romano, con la ayuda y consejo de los partos, había procurado alzarse con el reino. Movido todo el Senado con estas cosas, como Antonio, haciendo guerra también con los partos, dijese que sería cosa muy útil y muy provechosa que levantasen por rey a Herodes, todos en ello consintieron. Y acabado el consejo y consulta sobre esto, An­tonio y César salían, llevando en medio a Herodes. Los cón­sules y los otros magistrados y oficios romanos iban delante, por hacer sus sacrificios y poner lo que el Senado había deter­minado en el Capitolio, y el primer día del reinado de Herodes todos cenaron con Antonio.
***

Capítulo XII
 De la guerra de Herodes, en el tiempo que volvía de Roma a Jerusalén, contra los ladrones.
 
En el mismo tiempo Antígono cercaba a los que estaban encerrados en Masada; éstos tenían todo mantenimiento en abundancia, y faltábales el agua, por lo cual determinaba Josefo huir de allí a los árabes con doscientos amigos y fami­liares, habiendo oído y entendido que a Malico le pesaba por lo que había cometido contra Herodes; y hubiera sin duda desamparado el castillo, si la tarde de la misma noche que había determinado salir, no lloviera y sobrevinieran muy gran­des aguas. Porque, pues, los pozos estaban ya llenos, no tenían razón de huir por falta de agua; pudo esto tanto, que ya osaban salir de grado a pelear con la gente de Antígono, y mataban a muchos, a unos en pública pelea, y a otros con asechanzas, pero no siempre les acontecían ni sucedían las cosas según ellos confiaban, porque algunas veces se volvían descalabrados.
Estando en esto, fué enviado un capitán de los romanos, llamado por nombre Ventidio, con gente que detuviese a lospartos que no entrasen en Siria, y vino siguiéndolos hasta Judea, diciendo que iba a socorrer a Joseío y a los que con él estaban cercados; pero a la verdad, no era su venida sino por quitar el dinero a Antígono. Habiéndose, pues, detenido cerca de Jerusalén, y recogido el dinero que pudo y quiso, se fué con la mayor parte del ejército. Dejó a Silón con algunos, por que no se conociese su hurto si se iba con toda la gente. Pero confiado Antígono en que los partos le hablan de ayudar, otra vez trabajaba en aplacar a Silón, dándole esperanza, para que no moviese alguna revuelta o desasosiego.
Llegado ya Herodes por la mar a Ptolemaida desde Italia, habiendo juntado no poco número de gente extranjera, y de la suya, venía con gran prisa por Galilea contra Antígono, confiado en el socorro y ayuda de Ventidio y de Silón, a los cuales Gelia, enviado por Antonio, persuadió que acompaña­sen y pusiesen a Herodes dentro del reino. Ventidio apaci­guaba todas las revueltas que habían sucedido en aquellas ciudades por los partos, y Antígono había corrompido con dinero a Silón dentro de Judea. Pero no tenía Herodes ne­cesidad de su socorro ni de ayuda, porque de día en día, cuanto más andaba, tanto más se le acrecentaba el ejército, en tanta manera, que toda Galilea, exceptuando muy pocos, se vino a juntar con él, y él tenía determinado venir primero a lo más necesario, que era Masada, por librar del cerco a sus parientes y amigos; pero Jope le fué gran impedimento, por­que antes que los enemigos se apoderasen de ella, determinó ocuparla, a fin que no tuviesen allí recogimiento mientras él pasase a Jerusalén. Silón junta sus escuadrones y toda la gente, contentándose mucho con haber ocasión de resistir, porque los judíos le apretaban y perseguían. Pero Herodes los hizo huir a todos espantados, con haber corrido un pe­queño escuadrón, y sacó de peligro a Silón, que mal sabía resistir y defenderse.
Después de tomada Jope, iba muy aprisa por librar a su gente, que estaba en Masada, juntando consigo muchos de los naturales: unos por la amistad que habían tenido con su padre, otros por la gloria y buen nombre que habla alcanzado, otros por corresponder a lo que eran debidamente a uno y otro obligados; pero los más por la esperanza, sabiendo que ciertamente era rey.
Había, pues, ya buscado las compañías de soldados más fuertes y esforzados, mas Antígono le era gran impedimento en su camino, ocupándole todos los lugares oportunos con asechanzas, con las cuales no dañaba, o en muy poco, a sus enemigos.
Librados de Masada los parientes y prendas de Herode6 y todas sus cosas, partió del castillo hacia Jerusalén, juntán­dose con la gente de Silón y con muchos otros de la ciudad, amedrentados por ver su gran poder y su fuerza. Asentando entonces su campo hacia la parte occidental de la ciudad, las guardas de aquella parte trabajaban en resistirle con muchas saetas y dardos que tiraban; algunos otros corrían a cuadrillas, y acometían a la gente que estaba en la vanguardia. Pero Herodes mandó primero declarar a pregón de trompeta, alre­dedor de los muros, cómo había venido por bien y salud de la ciudad, y que de ninguno, por más que le hubiese sido enemigo, había de tomar venganza; antes había de perdonar aún a los que le habían movido mayor discordia y le habían ofendido más. Como, por otra parte, los que favorecían a Antígono se opusiesen a esto con clamores y hablas, de tal manera que ni pudiesen oír los pregones, ni hubiese alguno que pudiese mudar su voluntad, viendo Herodes que no había remedio, mandó a su gente que derribase a los que defendían los muros, y ellos luego con sus saetas los hiciesen huir a todos. Y entonces fue descubierta la corrupción y engaño de Silón. Porque sobornados muchos soldados para que diesen grita que les faltaba lo necesario, y pidiesen dinero para pro­veer de mantenimientos, movía e incitaba el ejército a que pidiese licencia para recogerse en lugares oportunos para pasar el invierno, porque cerca de la ciudad había unos desiertos proveídos ya mucho antes por Antígono, y aun él mismo trabajaba por retirarse. Herodes, no sólo a los capitanes que seguían a Silón, sino también a los soldados, viniendo adonde veía que había muchedumbre de ellos, rogaba a todos que no le faltasen, ni le quisieren desamparar, pues sabían que César y Antonio le habían puesto en aquello, y ellos por su autoridad lo habían traído, prometiendo sacarlos en un día de toda necesidad. Después de haber impetrado esto de ellos, sálese a correr por los campos, y dióles tanta abundancia de mantenimientos y de toda provisión, que venció y deshizo todas las acusaciones de Silón, y proveyendo que de allí ade­lante no les pudiese faltar algo, escribía a los moradores de Samaria, porque esta ciudad se había entregado y encomen­dado a su fe y amistad, que trajesen hacia la Hiericunta toda provisión de vino, aceite y ganado.
Al saber esto Antígono, luego envió gente que prohibiese sacar el trigo y provisiones para sus enemigos, y que matase a cuantos hallase por los campos. Obedeciendo, pues, a este mandamiento, habíase ya juntado gran escuadrón de gente muy armada sobre Hiericunta. Estaban apartados unos de otros en aquellos montes, acechando con gran diligencia si verían algunos que trajesen alguna provisión de la que tenían tanta necesidad. Pero en esto no estaba Herodes ocioso, antes acompañado con diez escuadrones o compañías de gentes, cinco de romanos Y cinco de los judíos, entre los cuales había trescientos mezclados de los que recibían sueldo, y con algu­nos caballos, llegó a Hiericunta, y halló que estaba la ciudad vacía y sin quien habitase en ella, y que quinientos, con sus mujeres y familia, se habían subido a lo alto de sus montes; prendiólos a éstos y después los libró; pero los romanos echá­ronse a la ciudad y saqueáronla, hallando las casas muy llenas de todo género de riqueza, y el rey, habiendo dejado allí gente de guarnición, volvióse y dió licencia a los soldados romanos que se pudiesen recoger a pasar el invierno en aquellas ciudades que se le habían dado, es a saber, en Idumea, Gali­lea y en Samaria.
Antígono también alcanzó, por haber sido corrompido Silón, que los lidenses tomasen parte del ejército en su favor. Estando, pues, los romanos sin algún cuidado de las armas, abundaban de toda cosa' sin que les faltase algo. Pero Hero­des no reposaba ni se estaba descuidado, antes fortaleció a Idumea con dos mil hombres de a pie y cuatrocientos caballos, enviando a ellos a su hermano Josefo, por que no tuviesen ocasión de mover alguna novedad o revuelta con Antígono. El, pasando su madre y todos sus parientes y amigos, los cuales había librado de Masada, a Samaria, y puesta allí muy seguramente, partió luego para destruir lo restante de Ga­Idea, y acabar de echar todas las guarniciones y compañías de Antígono. Y habiendo llegado a Séforis, aunque con gran­des nieves, tomó fácilmente la ciudad, puesta en huída la gente de guarda antes que él llegase y su ejército. Porque venía, con el invierno y tempestades, algo fatigado y habien­do allí gran abundancia de mantenimientos y provisiones, determinó ir contra los ladrones que estaban en las cuevas que por allí había, los cuales hacían no menos daño a los que moraban en aquellas partes, que si sufrieran entre ellos muy gran matanza y guerras.
Enviando delante tres compañías de a pie y una de a caballo al lugar llamado Arbela, en cuarenta días, con lo demás del ejército él fué con ellos. Pero los enemigos no temieron su venida, antes muy en orden le salieron al en­cuentro, confiados en la destreza de hombres de guerra y en la soberbia y ferocidad que acostumbran a tener los ladrones. Dándose después la batalla, los de la mano derecha de los enemigos hicieron huir a los de la mano izquierda de Hero­des. Saliendo él entonces por la mano derecha, y rodeándolos a todos muy presto, les socorrió e hizo detener a los suyos que huían, y dando de esta manera en ellos, refrenaba el ímpetu y fuerza de sus enemigos, hasta tanto que los de la vanguardia faltaron con la gran fuerza de la gente de Hero­des; pero todavía lo6 perseguía peleando siempre hasta el Jordán, y muerta la mayor parte de ellos, los que quedaban se salvaron pasando el río. De esta manera fué librada del miedo que tenía Galilea, y porque se habían recogido algunos y quedado en las cuevas, se hubieron de detener algún tiempo.
Herodes, lo primero que hacía era repartir el fruto que se ganaba con trabajo entre todos los soldados; daba a cada uno ciento cincuenta dracmas de plata, y a los capitanes enviábales mucha mayor suma para pasar el invierno. Escribió a su hermano menor, Ferora, que mirase en el mercado cómo se vendían las cosas y cercase con muro el castillo de Ale­jandro, lo cual todo fué por él hecho.
En este tiempo, Antonio estaba en Atenas, y Ventidio envió a llamar a Silón y a Herodes para la guerra contra los partos; mandóles por sus cartas que dejasen apaciguadas las cosas de Judea y de todo aquel reino antes que de allí saliesen. Pero Herodes, dejando ir de grado a Silón a verse con Ven­tidio, hizo marchar su ejército contra los ladrones que estaban en aquellas cuevas. Estaban estas cuevas y retraimientos en las alturas y hendiduras de los montes, muy dificultosas de hallar, con muy difícil y muy angosta entrada; tenían tam­bién una pefia que de la vista de ella y delantera, llegaba hasta lo más hondo de la cueva, y venía a dar encima de aquellos valles; eran pasos tan dificultosos, que el rey estaba muchas veces en gran duda de lo que se debía hacer. A la postre quiso servirse de un instrumento harto peligroso, por­que todos los más valientes fueron puestos abajo a las puertas de las cuevas, y de esta manera los mataban a ellos y a todas sus familias, metiéndoles fuego si les querían resistir. Y como Herodes quisiese librar algunos, mandólos llamar con son de trompetas, pero no hubo alguno que se presentase de grado; antes, cuantos él había preso, todos, o la mayor parte, qui­sieron mejor morir que quedar cautivos. Allí también fué muerto un viejo, padre de siete hijos, el cual mató a los mozos junto con su madre, porque le rogaban los dejase salir a los conciertos prometidos, de esta manera: mandólos salir cada uno por sí, y él estaba a la puerta, y como salía cada uno de los hijos, lo mataba. Viendo esto Herodes de la otra cueva adonde estaba, moríase de dolor y tendía las manos, rogándole que perdonase a sus hijos. Pero éste, no haciendo cuenta de lo que Herodes le decía, con no menos crueldad acabó lo que había comenzado, y además de esto reprendía e injuriaba a Herodes por haber tenido el ánimo tan humilde. Después de haber éste muerto a sus hijos, mató a su mujer, y despefiando los que había muerto, él mismo últimamente se despeñó. Habiendo Herodes, muerto ya, y quitado todos aquellos peligros que en aquellas cuevas había, dejando la parte de su ejército que pensó bastar para prohibir toda re­belión en aquellas tierras, y por capitán de ella a Ptolomeo, volviáse a Samaria con tres mil hombres muy bien armados y seiscientos caballos para ir contra Antígono.
Viendo ocasión los que solían revolver a Galilea, con la partida de Herodes, acometiendo a Ptolorneo, sin que él tal temiese ni pensase, le mataron. Talaban y destruían todos los campos, recogiéndose a las lagunas y lugares muy secretos. Sabiendo esto Herodes, socorrió con tiempo y los castigó, ma­tando gran muchedumbre de ellos. Librados ya todos aquellos castillos del cerco que tenían, por causa de esta mutación y revueltas, pidió a las ciudades que le ayudasen con cien talentos.
Echados ya los partos y muerto Pacoro, Ventidio, amo­nestado por letras de Antonio, socorrió a Herodes con mil caballos y dos legiones de soldados; Antígono envió cartas y embajadores a Machera ca . tan de esta gente, que le viniese a ayudar, quejándose mucho de las injurias y sinrazón que Herodes les hacía, prometiendo darle dinero. Pero éste, no pen and que debía dejar aquellos a los cuales era enviado, principalmente dándole más Herodes, no quiso consentir en su traición, aunque fingiendo amistad, vino por saber el consejo y determinaciones de Antígono, contra el consejo de Herodes, que se lo disuadía. Entendiendo Antígono lo que Machera había determinado, y lo que trataba, cerróle la ciu­dad, y echábalo de los muros, como a enemigo suyo, hasta tanto que el mismo Machera se afrentó de lo que había co­menzado, y partió para Amatón, donde estaba Herodes. Y eno­jado porque la cosa no le había sucedido según él confiaba, venía matando a cuantos judíos hallaba, sin perdonar ni aun a los de Herodes, antes los trataba corno a los mismos de Antígono.
Sintiéndose por esto Herodes, quiso tornar venganza de Machera como de su propio enemigo; pero detuvo y disimuló su ira,, determinando de venir a verse con Antonio, por acu­sar la maldad e injusticia de Machera. Este, pensando en su delito, vino al alcance del rey, e impetró de él su amistad con muchos ruegos.
Pero no mudó Herodes su parecer en lo de su ¡da, antes proseguía su camino por verse con Antonio. Y como oyese que estaba con todas sus fuerzas peleando por ganar a Samo­sata, ciudad muy fuerte cerca del Eufrates, dábase mayor prisa por llegar allá, viendo que era éste el tiempo y la opor­tunidad para mostrar su virtud y valor, para acrecentar el amor y amistad de Antonio para con él. Así, en la hora que llegó, luego dió fin al cerco, matando a muchos de aquellos bárbaros, y tomando gran parte del saqueo y de las cosas que habían allí robado de los enemigos, de tal manera, que An­tonio, aunque antes tenla en mucho y se maravillaba por su esfuerzo, fué entonces nuevamente muy confirmado en su opinión, aumentando mucho la esperanza de sus honras y de su reino. Antíoco fué con esto forzado a entregar y rendir a Samosata.
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Capítulo XIII
 De la muerte de Josefo; del cerco de Jerusalén puesto Por Herodes, y de la muerte de Antígono.
 Estando ocupados en esto, las cosas de Herodes en Judea sucedieron muy mal. Porque había dejado a Josefo, su her­mano, por procurador general de todo, y habíale mandado que no moviese algo contra Antígono antes que él volviese, porque no tenía por firme la amistad y socorro de Machera, según lo que antes había en sus faltas experimentado. Pero Josefo, viendo que su hermano estaba ya lejos de allí, olvidado de lo que le había tanto encomendado, vínose para Hiericunta con cinco compañías que había enviado Machera con él, para que al tiempo y sazón de las mieses robase todo el trigo. Y tomando en medio de los enemigos por aquellos lugares montañosos y ásperos, él también murió, alcanzando en aque­lla batalla nombre y gloria de varón muy fuerte y muy esforzado, y perecieron con él todos los soldados romanos. Las compañías que se habían recogido en Siria, eran todas de bisoños, y no tenían algún soldado viejo entre ellas que pudiese socorrer a los que no eran ejercitados en la guerra.
No se contentó Antígono con esta victoria; antes recibió tan grande ira, que tornando el cuerpo muerto de Josefo, lo azotó y le cortó la cabeza, aunque el hermano Feroras le diese por redimirlo cincuenta talentos.
Sucedió después de la victoria de Antígono en Galilea, que las que favorecían más a la parte de éste, sacando los mayores amigos y favorecedores de Herodes, los ahogaban en una laguna; mudábanse también con muchas novedades las cosas en Idumea, estando Machera renovando los muros de un castillo llamado Gita, y Herodes no sabía algo de todo cuanto pasaba; porque habiendo Antonio preso a los de Sa­mosata, y hecho capitán de Siria a Sosio, mandóle que ayudase con su ejército a Herodes contra Antígono, y él fuese a Egipto. Así Sosio, habiendo enviado delante dos compañías a Judea, de las cuales Herodes se sirviese, venía él después poco a poco siguiendo con toda la otra gente. Y estando Herodes cerca de la ciudad de Dafnis, en Antioquía, soñó que su hermano había sido muerto; y como se levantase turbado de la cama, los mensajeros de la muerte del hermano entraron por su casa. Por lo cual, quejándose un poco con la grandeza del dolor, dejando la mayor parte de su llanto para otro tiempo, veníase con mayor prisa de lo que sus fuerzas podían, contra los enemigos, y cuando llegó a monte Libano tomó consigo ochocientos hombres de los que vivían por aquellos montes; y juntando con ellos una compañía de romanos, una mañana, sin que tal pensasen, llegó a Galilea y desbarató a los enemi­gos que halló en aquel lugar, y trabajaba muy continuamente por tomar combatiendo aquel castillo donde sus enemigos estaban. Pero antes que lo ganase, forzado por la aspereza del invierno, hubo de apartarse y recogerse con los suyos al pri­mer barrio o lugar.
Pocos días después, acrecentado el número de su gente con otra compañía más, la cual había enviado Antonio, mo­vió a tan gran espanto a los enemigos, que les hizo una noche desamparar el castillo muy amedrentados. Pasaba, pues, ya por Hiericunta, con gran prisa por poderse vengar muy presto de los matadores de su hermano, donde también le aconteció un caso maravilloso y casi monstruoso; mas librán­dose de él contra lo que él confiaba, alcanzó y vino a creer que Dios le amaba; porque como muchos hombres de honra hubiesen cenado con él aquella noche, después que acabado el convite todos se fueron, seguidamente el cenáculo aquel, donde habían cenado, se asoló.
Tomando esto por señal común y buen agüero, tanto para los peligros que esperaba pasar, cuanto para los sucesos prósperos en lo que tocaba a la guerra que determinaba ha­cer, luego a la mañana hace marchar su gente, y descendiendo cerca de seis mil hombres de los enemigos por aquellos mon­tes, acometía los primeros escuadrones. No osaban ellos tra­bar ni asir con los romanos; pero de lejos con piedras y saetas los herían y maltrataban: aquí fué también herido Herodes en un costado con una saeta.
Y deseando Antígono mostrarse, no sólo más valiente con el esfuerzo de los suyos, sino también aun mayor en el número, envió a uno de sus domésticos, llamado Papo, con un escuadrón de gente a Samaria, a los cuales Machera había de ser el premio de la victoria.
Habiendo, pues, Herodes corrido la tierra de los enemi­gos, tomó cinco lugares y mató dos mil vecinos y habitadores de ellos; y habiendo quemado todas las casas, volvió a su ejército, que iba hacia el barrio o lugar llamado Caná.
Acrecentábasele cada día el ejército con la muchedumbre de judíos que se le juntaban, los cuales salían de Hiericunta y de las otras partes de toda aquella región, moviéndose unos por aborrecer a Antígono, y otros por los hechos memora­bles y gloriosos de Herodes. Había muchos otros que sin razón ni causa, sólo por ser amigos de novedades y de mudar señores, se juntaban con él.
Apresurándose Herodes por venir a las manos con la gente de Papo, sin temer la muchedumbre de los enemigos y la fuerza que mostraban, salía muy animosamente por la otra parte a la batalla; pero trabándose los escuadrones, vinie­ron a detenerse algún poco todos. Peleando Herodes con mayor peligro, acordándose de la muerte de su hermano, sólo por vengarse de los que lo habían muerto, fácilmente venció a la gente contraria. Viniendo después sobre los otros nuevos que estaban aún enteros, hízolos huir a todos, y era muy grande la carnicería y muerte que se hacían. Siendo los otros forzados a recogerse al lugar de donde habían salido, Herodes era el que más los perseguía; y persiguiéndolos, mataba a muchos. A la postre, echándose por entre los ene­migos que iban de huída, entró en el lugar, y hallando todas las casas llenas de gente muy armada y los tejados con hom­bres que trabajaban por defenderse, a los que de fuera ha­llaba los vencía fácilmente, y buscando en las casas, sacaba los que se habían escondido, y a otros mataba derribándolos: de esta manera murieron muchos. Pero si algunos se iban huyendo, la gente que estaba armada los recibía matándolos a todos; vino a morir tanta multitud de hombres, que los mismos vencedores no podían salir de entre los cuerpos muertos. Tanto asustó esta matanza a los enemigos, que viendo a tantos muertos de dentro, los que quedaban con vida qui­sieron huir, y Herodes, confiado en estos sucesos, luego vi­niera a Jerusalén si no fuera detenido por la aspereza grande del invierno; porque éste le impidió que pudiese perfecta­mente gozar de su victoria, y fué causa que Antígono no quedara del todo desbaratado, vencido y muerto, estando ya con pensamiento de dejar la ciudad. Y como venía la noche, Herodes dejó ir a sus amigos, por dar algún poco de des­canso a sus cuerpos, que estaban muy trabajados y muy calu­rosos de las armas, y fué a lavarse según la costumbre que tenían los soldados, siguiéndole un muchacho solo. Antes de llegar al baño vínole uno de los enemigos al encuentro muy armado, y luego otro y otro, y muchos. Estos habían huido, todos armados, de su escuadrón al baño; pero amedrentados al ver al rey, y escondiéndose todos temblando, dejáronle estando él desarmado, buscando aprisa por dónde librarse. Como no hubiese quién los pudiera prender, contentándose Herodes con no haber recibido daño alguno de ellos, todos huyeron.
Al siguiente día mandó degollar a Papo, capitán de la gente de Antígono, y envió su cabeza a Ferora, su hermano, capitán del ejército, por venganza de la muerte de su her­mano, porque Papo era el que había muerto a Josefo.
Pasado después el rigor del invierno, volvióse a Jerusalén y cercó los muros con su gente, porque ya era el tercer año que él era declarado por rey en Roma, y puso la mayor fuerza suya hacia la parte del templo por donde pensaba tener más fácilmente entrada, y Pompeyo había tomado antes la ciu­dad. Dividido, pues, en partes su ejército, y dado a cada parte en qué se ejercitase, mandó levantar tres montezuelos, sobre los cuales edificó tres torres; y dejando los más diligentes de sus amigos por que tuviesen cargo de dar prisa en acabar aquello, él fué a Samaria por tomar la mujer con la cual se había desposado, que era la hija de Aristóbulo, hijo de Ale­jandro, para celebrar sus bodas mientras estaban en el cerco, menospreciando ya a sus enemigos. Hecho esto, vuélvese luego a Jerusalén con mucha más gente, y juntáse con él Sosio con gran número de caballos y de infantería, el cual, enviando delante su gente por tierra, se fué por Fenicia.
Juntándose después todo el ejército, que serían once legio­nes de gente a pie y seis mil caballos, sin el socorro de los siros, que no eran pocos, pusieron el campo cerca del muro, a la parte septentrional, confiándose Herodes en la determi­nación del Senado, por la cual había sido declarado por rey, y Sosio en Antonio, que le había enviado con aquella gente que viniese en ayuda de Herodes.
Los judíos de dentro de la ciudad estaban en este tiempo muy perturbados, porque la gente que era para menos vínose cerca del templo, y como furiosos todos, parecía que divina­mente adivinaban o profetizaban muchas cosas de los tiem­pos: los que eran algo más atrevidos, juntados en partes, iban robando por toda la ciudad, y principalmente en los lugares que por allí había cerca, robando lo que les era necesario para mantenerse, sin dejar mantenimiento ni para los hombres ni para los caballos. Y puestos los más esforzados contra los que los cercaban, estorbaban e impedían la obra de aquellos mon­tezuelos, y no les faltaba jamás algún nuevo impedimento contra la fuerza e instrumentos de los que los cercaban. Aun­que no se mostraban en algo más diestros que en las minas que les hacían, el rey pensó cierta cosa con la cual sus sol­dados prohibiesen los hurtos y robos que los judíos les hacían, y para impedir sus correrías, hizo que fuesen proveídos de mantenimientos traídos de partes muy lejanas. Aunque los que resistían y peleaban vencían a todo esfuerzo, todavía eran vencidos con la destreza de los romanos; mas no dejaban de pelear con éstos descubiertamente aunque viesen la muerte muy cierta. Pero saliendo ya los romanos de improviso por las minas que habían hecho, antes que se derribase algo de los muros, guarnecían la otra parte y no faltaban ni con sus manos ni con sus máquinas e instrumentos en algo, por­que habían determinado resistirles en todo lo que posible les fuese.
Estando, pues, de esta manera, sufrieron el cerco de tantos millares de hombres por espacio de cinco meses, hasta tanto que algunos de los escogidos por Herodes, osando pasar por el muro, dieron en la ciudad, y luego los centuriones de Sosio los siguieron. Primero, pues, tomaron de esta manera todo lo que más cerca estaba del templo, y entrando ya todo el ejército, hacíase gran matanza en todas partes, pues esta­ban enojados los romanos por haberse detenido tanto tiempo en el cerco; y el escuadrón de Herodes, siendo todo de judíos, estaba muy dispuesto a que ninguno de los enemigos esca­pase con la vida, y mataban a muchos al recogerse por los barrios más estrechos de la ciudad, y a otros forzados a escon­derse en las casas; y también aunque huyesen al templo, sin misericordia ni de viejos ni de mujeres, eran todos univer­salmente muertos. Aunque el rey envíase a todas partes y rogase que los perdonasen, no por eso había alguno que se refrenase o detuviese en ello, antes como furiosos perseguían a toda edad y sexo.
Antígono bajó de su casa también sin pensar en la for­tuna que en el tiempo pasado había tenido ni aun en la del presente, y echóse a los pies de Sosio; pero éste, sin tener compasión, por causa de tan grata mudanza en las cosas, burlóse sin vergüenza de él, y por escarnio lo llamó como mujer, Antígona, pero no lo dejó como a tal sin guardas: y así lo guardaban a éste muy atado. Habiendo, pues, Hero­des vencido los enemigos, proveía en hacer detener la gente de socorro, porque todos los extranjeros tenían muy gran deseo de ver el templo y las cosas santas que ellos tanto guardaban. Por esta causa los detenía a unos con amenazas, a otros con ruegos y a otros con castigo, pensando que le sería más amarga y cruel la victoria que si fuera vencido, si por su culpa se viese aquello que no era lícito ni razonable que fuese visto.
También prohibió el saqueo en la ciudad, diciendo con enojo muchas cosas a Sosio, si vaciando los hombres y los bienes de la ciudad, los romanos lo dejaban rey de las pare­des solas, juzgando por cosa vil y muy apocada el imperio de todo el universo, si con muertes y estrago de tantas vidas y hombres y ciudadanos se había de alcanzar. Pero respon­diendo él que era cosa muy justa que los soldados, por los trabajos que habían tenido en el cerco, robasen y saqueasen la ciudad, prometió entonces Herodes que él satisfaría a todos con sus propios bienes. Y redimiendo de esta manera lo que quedaba en la tierra, satisfizo a todo lo que había prometido, porque dió muchos dones a los soldados, según el merecimiento de cada uno, y a los capitanes, y remuneró como rey muy realmente a Sosio, de tal modo, que ninguno quedó des­contento.
Después de esto Sosio volvió de Jerusalén, habiendo ofre­cido a Dios una corona de oro, y llevándose consigo para presentarlo a Antonio, muy atado, a Antígono, que con­fiando vanamente cada día que había. de alcanzar la vida, fué dignamente descabezado.
El rey Herodes entonces, dividiendo la gente de la ciu­dad, trataba muy honradamente a los que favorecían su bando, por hacerlos amigos, y mataba a los que favorecían a Antígono. Faltándole el dinero, envió a Antonio y a sus compañeros tantas cuantas joyas y ornamentos tenía; pero con esto no pudo redimirse ni librarse del todo que no su­friese algo, porque ya estaba Antonio corrompido con los amores de Cleopatra, y se había dado a la avaricia en toda cosa. Cleopatra, después que hubo perseguido toda su gene­ración y parientes de tal manera que ya casi no le quedaba alguno, pasó la rabiosa saña que tenía contra los extranjeros, y acusando a los principales de Siria, persuadía a Antonio que los matase, para que de esta manera alcanzase y viniese segu­ramente a gozar de cuanto poseían. Después que hubo exten­dido su avaricia hasta los judíos y árabes, trataba escondida­mente que matasen a los reyes de ambos reinos, es a saber, a Herodes y a Malico, y aunque de palabra se lo concediese Antonio, tuvo por cosa muy injusta matar reyes tan grandes y tan buenos hombres; pero no los tuvo ya más por amigos, antes les quitó mucha parte de sus señoríos y de las tierras que poseían, y dióle aquella parte de Hiericunta adonde se cría el bálsamo, y todas las ciudades que están dentro del río Eleutero, exceptuando solamente a Tiro y a Sidón. Hecha señora de todo esto, vino hasta el río Eufrates siguiendo a Antonio, que hacía guerra con los partos, y vínose por Apa­mia y por Damasco a Judea.
Aunque hubiese Herodes con grandes dones y presentes aplacado el ánimo de ésta, muy anojada contra él, todavía alcanzó de ella que le arrendase la parte que de su tierra y posesiones le había quitado, por doscientos talentos cada año; y aplacándola con toda amistad y blandura de palabras, acompañóla hasta Pelusío. Antes que pasase mucho tiempo, Antonio volvió de los partos, y traía por presente y don a Cleopatra a Artabazano, hijo de Tigrano, el cual le presentó con todo el dinero y saqueo que había hecho.
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Capítulo XIV
 De las asechanzas de Cleopatra contra Herodes, y de la guerra de Herodes contra los árabes, y un muy grande temblor de la tierra que entonces aconteció.
 
Movida la guerra acciaca, Herodes estaba aparejado para ir con Antonio, librado ya de todas las revueltas de Judea y habido a Hircano, el cual lugar poseía la hermana de Antígono; pero fué muy astutamente detenido, por que no le cupiese parte de los peligros de Antonio. Como dijimos arriba, acechando Cleopatra a quitar la vida a los reyes, persuadió a Antonio que diese cargo a Herodes de la guerra contra los árabes, para que, si los venciese, fuese hecha señora de toda Arabia, y si era vencido, le viniese el señorío de toda Judea, y de esta manera castigaría un poderoso con el otro.
Pero el consejo de ésta sucedió prósperamente a Herodes, porque primero con su ejército y caballería, que era muy grande, vino contra los siros, y enviándolo cerca de Diospoli, por más varonil y esforzadamente que le resistiesen, los ven­ció. Vencidos éstos, luego los árabes movieron gran revuelta, y juntándose un ejército casi infinito, fué a Canatam, lugar de Siria, por aguardar a los judíos.
Como Herodes los quisiese acometer aquí, trabajaba de hacer su guerra muy atentadamente y con consejo, y man­daba que hiciesen muro por delante de todo su ejército y de sus guarniciones. Pero la muchedumbre del ejército no le quiso obedecer, antes confiada en la victoria pasada, acometió a los árabes, y a la primer corrida venciéndolos, hiciéronlos volver atrás; pero siguiéndolos pasó gran peligro Herodes por los que le estaban puestos en asechanzas por Antonio, que siempre le fué, entre todos los capitanes de Cleopatra, muy enemigo. Porque aliviados los árabes y rehechos por la corrida y ayuda de éstos, vuelven a la batalla; y juntos los escuadrones entre unos lugares llenos de piedras y peñascos muy apartados de buen camino, hicieron huir la gente de Herodes, habiendo muerto a Muchos de ellos: los que se sal­varon recógense luego a un lugar llamado Ormiza, adonde también fueron todos tomados por los árabes con todo el bagaje y cuanto tenían.
No estaba muy lejos Herodes después de este daño con la gente que traía de socorro, pero más tarde de lo que la necesidad requería. La causa de esta pérdid a fué no haber los capitanes querido dar fe ni crédito a lo que Herodes les había mandado, pues se habían querido echar sin más miramiento ni consideración, porque y si se dieran prisa en dar la batalla, no tuviera Antonio tiempo para hacer sus asechanzas: pero todavía otra vez se vengó de los árabes entrándose muchas veces y corriéndoles las tierras, Y muchas veces se desquitó de la derrota sufrida. Persiguiendo a los enemigos le sucedió por voluntad de Dios otra desdicha a los siete años de su reinado, y en tiempo que hervía la guerra acciaca, porque al principio de la primavera hubo un temblor de tierra, con el cual murió infinito ganado y perecieron treinta mil hombres7 quedando salvo y entero todo su ejército porque estaba en el campo. Los árabes se ensoberbecieron mucho con aquella nueva, la cual siempre se suele acrecentar algo más de lo que es yendo de boca en , boca; movidos con ella, pensando que toda Judea estaría, sin que alguno quedase, destruida y asolada, con esperanza de poseer la tierra, juntan su ejército y viénense contra ella matando primero a los. embajadores que los judíos les enviaban. Herodes en este tiempo, viendo la mayor parte de su gente amedrentada con la venida de los enemigos, tanto por ¡as grandes adversidades y desdichas que les habían acontecido, cuanto por haber sido muchas y muy continuas, esforzábalos a resistir y dábales ánimo con estas palabras 
"No parece razonable cosa que por lo que al presente habéis viste, que ha sucedido estéis tan amedrentados: porque no me maravillo que os espante la llaga que por voluntad e ira de Dios contra nosotros ha acontecido; pero tengo por cosa de afrenta y cobardía que penséis tanto en ella teniendo los enemigos tan cerca, habiendo antes de trabajar en desha­cerlos y echarlos de vuestras tierras: porque tan lejos estoy yo de temer los enemigos después de este tan gran temblor de tierra, que pienso haber sido como regalo para ellos para después castigarlos; porque sabed que no vienen tan confia­dos en sus armas y esfuerzo corno en nuestras desdichas y muertes. La esperanza, pues, que no está fundada y susten­tada en sus propias fuerzas, sino en las adversidades de su contrario, sabed que es muy engañosa. No tenemos los hom­bres seguridad de prosperidad alguna ni de adversidad, antes veréis que la fortuna se vuelve ligeramente a todas partes, lo cual podéis comprobar con vuestros propios ejemplos. Fuimos en la guerra pasada vencedores; luego fuimos también ven­cidos por los enemigos, y ahora, según se puede y es lícito pensar, serán ellos vencidos viniendo con pensamiento de ser vencedores: porque el que demasiado se confía no suele estar proveído, y el miedo es el maestro y el que enseña a pro­veerse. A mí, pues, lo que vosotros teméis tanto me da muy gran confianza, porque cuando fuisteis más feroces y atreví­dos de lo que fuera conveniente y necesario, saliendo contra mi voluntad a pelear, Antonio tuvo tiempo y ocasión para sus asechanzas y para hacer lo que hizo; ahora vuestra tar­danza, que casi mostráis rehusar la pelea, y vuestros ánimos entristecidos, según veo, me prometen victoria muy cierta­mente. Pero conviene antes de la batalla estar animados y con tal pensamiento, y estando en ella, mostrar su virtud ejercitándola y manifestar a los enemigos llenos de maldad que ni mal alguno de los que humanamente suelen acontecer a los hombres, ni la ira del cielo, es causa que los judíos muestren en sus cosas algo menos de fortaleza y esfuerzo, entretanto que les dura esta vida. ¿Sufriera alguno que los árabes sean. señores de sus cosas, a los cuales en otro tiempo se los podía llevar por cautivos? No os espante en algo el miedo de las cosas sin ánima y sin sentido, ni penséis que este temblor de tierra sea señal de alguna matanza o muer­tes que se deban esperar, porque naturales vicios son también de los elementos, y no pueden hacer algún daño sino en lo que de ellos es. Porque debéis todos pensar y saber que vi­niendo alguna señal de pestilencia o hambre, o de algún tem­blor de tierra, mientras el daño tarda, entonces se debe algo temer; pero cuando ya han hecho su curso, viénense a acabar y consumir ellas mismas en sí por ser tan grandes. ¿Qué cosa hay en que nos pueda hacer mayor daño a nosotros ahora esta guerra, aunque seamos vencidos, que ha sido el que habemos recibido por el temblor de la tierra? Antes, en ver­dad, ha acontecido a nuestros enemigos, en señal de su des­trucción, una cosa la más horrenda M mundo por voluntad propia de ellos, sin entender otro en ella, en haber muerto cruelmente a nuestros embajadores contra toda ley de hom­bres, y han sacrificado a Dios por el suceso de la guerra la vida de ellos. Porque no podrán huir la lumbre divina ni la venganza de la mano invencible de Dios: antes luego pagarán lo que han cometido, si levantados nosotros con ánimo por nuestra patria, nos animáremos para tomar venganza de la paz y conciertos rotos por ellos. Así, pues, haced todos vues­tro camino a ellos, no corno que queráis pelear por vuestras mujeres ni por vuestros hijos ni por vuestra propia patria, pero por vengar la muerte de vuestros propios embajadores. Ellos mismos regirán mejor y guiarán nuestro ejército, que nosotros que estamos en la vida; obedeciéndome vosotros, pondréme yo por todos en peligro: y sabed ciertamente que no podrán sufrir ni sostener vuestras fuerzas, si no os dañare la osadía atrevida y temeraria."
Habiendo amonestado con tales palabras a sus soldados, viéndoles muy alegres y muy contentos, celebró a Dios luego sus sacrificios, y después pasó el río Jordán con todo su ejér­cito. Y puesto su campo en Filadelfia, no muy lejos de los enemigos, hizo muestra que quería tomar un castillo que estaba en medio: movía la batalla de lejos deseando juntarse muy presto, porque los enemigos habían enviado gente que ocupase el castillo. Pero los del rey fácilmente los vencieron y alcanzaron el collado; y él, sacando cada día su gente muy en orden a la batalla, provocaba a los árabes y los desafiaba.
Mas como ninguno osase salir porque estaban amedrentados y más que todos pasmado y temblando como medio muerto el capitán Antonio, acometiendo el valle donde estaban, He­rodes los desbarató; y forzados de esta manera a salir de la batalla, mezclándose una gente con otra, los de a caballo con los de a pie, salieron todos; y si los enemigos eran mu­chos más, el esfuerzo y alegría era mucho menor, aunque por estar todos sin esperanza de haber victoria, eran muy atrevidos. Entretanto que trabajaron por resistir, no fué grande la matanza que se hizo; pero al volver las espaldas fueron muchos muertos, unos por los judíos que los perse­guían, otros pisados por ellos mismos huyendo: murieron finalmente en la huida cinco mil, los demás fueron forzados a recogerse dentro del valle; pero luego Herodes, tomándolos en medio, los cercó, y aunque la muerte no les estaba muy lejos por fuerza de las armas de Herodes, todavía sintieron mucho la falta del agua. Como el rey menospreciase muy soberbiamente los embajadores que le ofrecían, porque fuesen librados, cincuenta talentos, haciéndoles mayor fuerza ar­diendo con la gran sed, salían a manadas y dábanse a los judíos de tal manera, que dentro de cinco días fueron presos cuatro mil de ellos; pero el sexto día, desesperando ya de la salud y vida, salieron los que quedaban a pelear. Trabándose la batalla con ellos, los de Herodes mataron otra vez siete mil; y habiéndose vengado de Arabia con llaga tan grande, muerta la mayor parte de la gente y vencida ya la fuerza de ella, pudo tanto, que todos los de aquella tierra lo desea­ban por señor.
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Capítulo XV
 Cómo Herodes fué proclamado Por rey de toda Judea.
 
No le faltó luego otro nuevo cuidado, por causa de la amistad con Antonio, después de la victoria que César hubo en Accio; pero tenía mayor temor que debla, porque César no tenía por vencido a Antonio, entretanto que Herodes quedase con él vivo. Por lo cual el rey quiso prevenir a los peligros; y pasando a Rodo, adonde en este tiempo estaba César, vino a verse con él sin corona, vestido como un hom­bre particular, pero con pompa y compañía real, y sin disi­mular la verdad, díjole delante estas palabras: «Sepas, oh César, que siendo yo hecho rey por Antonio, confieso que he sido rey provechoso para Antonio; ni quiero encubrirte ahora cuán importuno enemigo me hallaras con él, si la guerra de los árabes no me detuviera. Pero, en fin, yo le he socorrido según han sido mis fuerzas, con gente y con trigo, ni en su desdicha recibida en Accio lo desamparé, porque se lo debía. Y aunque no fué en mi socorro tan grande cuanto entonces yo quisiera, todavía le di un buen consejo, dicién­dole que la muerte de Cleopatra sola bastaba para corregir sus adversidades; y prometíle que si la mataba, yo le soco­rrería con dinero y con muros para defenderse, y con ejér­cito; y prometíme yo mismo por compañero para unir toda mi fuerza contra ti. Pero por cierto los amores de Cleopatra le hicieron sordo a mis consejos, y Dios también, el cual te ha concedido a ti la victoria. Vencido soy, pues, yo junta­mente con Antonio, y por tanto, me he quitado la corona de la cabeza con toda la fortuna y prosperidad de mi reino. He venido ahora a ofrecerme delante de tu presencia, confiando de alcanzar por tu virtud la vida, dándome prisa por que fuese examinada la amistad que con alguno he tenido."
A esto respondió César: «Antes ahora tente por salvo, y séate confirmado el reino; que por cierto mereces muy debidamente regir a muchos, pues trabajas en mostrar y defender la amistad tan fielmente. Y experiméntame con tal que seas fiel siendo más próspero, porque yo concibo grande esperanza en ver tu ánimo preclaro y muy magnánimo. Pero bien hizo Antonio en dar más crédito a Cleopatra que a tus consejos, porque por su locura te hemos ganado a ti; y a lo que puedo juzgar, tú comenzaste a hacerle primero beneficios, según Ventidio me escribe, pues le socorriste con socorro bastante contra los que le perseguían. Por tanto, ahora, por mi decreto y determinación quiero que seas con­firmado en el reino: y quiero yo también hacerte ahora algún bien, por que no tengas ocasión de desear a Antonio." Ha­biendo tan benignamente amonestado César al rey que no dudase algo en su amistad, le puso la corona real y confir­móle el perdón de todo lo que había hasta allí pasado, en el cual puso muchas cosas en loor de Herodes. Este, habiendo dado algunos dones y presentes a César, rogábale que man­dase librar a Alejandro, que era uno de los amigos de Antonio. Pero estando César muy airado, no lo quiso hacer, diciendo que aquel por quien él rogaba había hecho muchas cosas muy graves contra él, y por esto no quiso hacer lo que Herodes le suplicaba.
Después, yendo César a Egipto por Siria, Herodes lo recibió con toda la riqueza del reino; y mirando entonces muy bien todo su ejército, vínose primero a Ptolemaida, y allí le dió una cena muy magnífica con todos sus amigos, y repartió también con su ejército la comida muy abundan­temente. Proveyó también que, pasando por caminos muy secos hacia Pelusio y para los que de allá volviesen, no faltase agua, ni padeció el ejército necesidad de cosa alguna.
Por tantos merecimientos, no sólo César, pero todo su ejército también, tuvieron en poco el reino que le había sido dado; y por tanto, cuando vino a Egipto, muerto ya Antonio y Cleopatra, no sólo le acrecentó todas las honras que antes le había dado, pero también le añadió a su reino parte de aquello que Cleopatra le había antes quitado. Dióle también a Gadara, Hipón. y Samaria; y de las ciudades marítimas a Gaza, Antedón, Jope y el Pirgo o Torre de Estratón. Dióle demás de todo esto cuatrocientos galos para su guarda, los cuales tenía antes Cleopatra; y ninguna cosa incitaba tanto el ánimo y liberalidad de César a hacerle beneficios, cuanto era por verlo tan animoso y magnánimo.
Además de lo que primero le había dado, le dió después también toda la región llamada Tracón y Batanea, que le está muy cerca, y Auranitis, todas por la misma causa.
Zenodoro entonces, que tenía en su gobierno la casa y hacienda de Lisania, no cesaba, desde la región aquella llamada Tracón, de enviar ladrones a los damascenos para que los robasen. Ellos, viendo esto, acudieron a Varrón, el cual era entonces regidor de Siria, y le rogaron que hiciese saber a César las miserias que sufrían. Sabidas por César estas cosas, en la misma hora le envió a decir que tuviese cuidado en procurar matar aquellos ladrones: y así Varrón vino con mucha gente a todos los lugares de los cuales sospechaba, limpió toda la tierra de aquellos ladrones, y quitóla del regi­miento de Zenodoro: César la dió a Herodes, por que no se hiciese otra vez recogimiento y cueva de ladrones contra Damasco: y además de todo esto hizolo también procurador de toda Siria. Volviéndose después el décimo año a su pro­vincia, mandó a todos los procuradores que había puesto, que ninguno osase determinar algo sin hacérselo saber y darle de todo razón.
Aun después de muerto Zenodoro, César le dió toda aquella parte de tierra que está entre Tracón y Galilea: y lo que Herodes tenla en más que todo esto, era ver que, des­pués de Agripa, era el más amado de César; y después de César, el más amado de Agripa. Levantado, pues, de esta manera al más alto grado de prosperidad y hecho más ani­Moro, la mayor parte de su trabajo y providencia lo puso en las cosas de la religión.
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Capítulo XVI
 De la ciudades y edificios renovados y nuevamente edificados por Herodes, y de la magnificencia Y liberalidad que usaba con las gentes extranjeras, y de toda m prosperidad.
 
A los quince años de su reino renovó el templo e hizo cercar de muro muy fuerte doblado espacio de tierra alrededor del templo, de lo que antes solía tener, con gastos muy grandes y con magnificencia muy singular, de la cual daban señal los claustros grandes que hizo labrar, y el castillo que mandó edificar junto con ellas hacia la parte de Septentrión: aquéllas las levantó él de principio y de sus fundamentos, y renovó el castillo con grandes gastos, como asiento de aque­lla ciudad y de todo el reino, y púsole por nombre Antonia, por honra de Antonio. Y habiendo también edificado para sí un palacio real en la parte más alta de la ciudad, edificó en él dos aposentos de mucha grandeza y gentileza, y a am­bos puso los nombres de sus amigos, llamando el uno Cesáreo y el otro Agripio. Por memoria de ellos, no sólo escribió y mandó pintar estos nombres en los techos, sino también mostró en todas las otras ciudades su gran liberalidad: por­que en la región de Samaria, habiendo cerrado de muro una ciudad muy hermosa que tenía más de veinte estadios de cerco, llamóla Sebaste y llevó allá seis mil vecinos, y dióles tierras muy fértiles, adonde edificó también un templo muy grande entre aquellos edificios, y cerca de él una plaza de tres estadios y medio, lo cual todo dedicó a César, y concedió a los vecinos de esta ciudad leyes muy favorables.
Habiéndole dado César por estas cosas la posesión de otra tierra. edificóle otro templo cerca de la fuente del río Jordán, todo de mármol muy blanco y muy reluciente, en un lugar que se llamó Panio, adonde la sumidad y altura de un monte levantado muy alto, descubre una cueva muy umbrosa por causa de un valle que le está al lado, y de unos peñas muy altas se recoge el agua que de allí mana, la cual es tanta, que no tiene ni se puede tomar ni hallar hondo en ella. Por la parte de fuera de la raíz de la cueva nacen unas fuentes, las cuales, según algunos piensan, son el Drincipio y manan­tial del río Jordán; pero después, al fin, mostraremos lo que se debe creer como muy verdadero.
Además de las casas y palacios reales que había en Hie­ricunta entre el castillo de Cipro y las primeras, edificó otras mejores que fuesen más cómodas para los que viniesen, y púsoles los nombres arriba dichos de sus amigos. No había lugar en todo el reino que fuese bueno, el cual no honrase con el nombre de César. Después de haber llenado todo el reino de Judea de templos, quiso ensanchar también su honra en la provincia, y en muchas ciudades edificó templos, los cuales llamó Cesáreos.
Y como entre las ciudades que estaban hacia la mar hubiese visto una muy antigua y muy vieja, que se llamaba la Torre o Pirgo de Estratón, y que, según era el lugar, podía emplear en ella su magnificencia, habiéndola reparado toda de piedra blanca y muy luciente, edificó en ella un palacio muy lindo, y mostró en él la grandeza que naturalmente su ánimo tenía. Porque entre Doras y Jope, en medio de los cuales esta ciudad está edificada, no hay parte alguna en toda aquella mar adonde se pudiese tomar puerto, de tal manera, que cuantos pasaban de Fenicia a Egipto eran forzados a correr a aquella mar con gran miedo del viento africano, cuya fuerza, por moderada que sea, levanta tan grandes on­das, que al retraerse es necesario que la mar se revuelva algún espacio de tiempo. Pero venciendo el rey con liberalidad y gastos muy grandes a la naturaleza, hizo allí un puerto mayor que el de Pireo, y más adentro hizo lugar apto y muy grande, adonde se pudiesen recoger todas las naves que viniesen. Aunque el lugar le era manifiestamente contrario, quiso él todavía contender con él de tal manera, que la firmeza de sus edificios no pudiese ser quebrada por los ímpetus de la mar, ni por el poder de la fortuna: y era la gentileza de ellos tanta, que parecía no haber sido jamás contraria la dificultad del lugar a la obra y ornamento; porque habiendo medido el espacio conveniente, según dijimos arriba, echó veinte varas en el hondo muchas piedras, de las cuales había muchas que tenían cincuenta pies de largo, nueve de alto y diez de ancho, y aun hubo algunas que fueron mayores. Habiendo levantado este lugar, que solía ser antes cubierto con las ondas, ensanchó doscientos pies el muro, de los cuales quiso que fuesen los ciento para resistir a las bravas ondas que ve­nían y echarlas, por lo cual también se llamaron con nombre que lo significase, Procimia. Los otros ciento tienen el muro que rodea y ciñe el puerto, puestas grandes torres entre ellos, de las cuales, la mayor y la más gentil llamaron Drusio, por el nombre del sobrino de César.
Había también edificadas muchas bóvedas y lugares para recoger todo lo que se trajese al puerto, y cerca de ellos una como lonja de piedra muy ancha, para pasear, y adonde se recibían las naos que salían: la entrada de esta parte estaba hacia el Septentrión, porque, según el asiento de aquel lugar, era el más próspero viento el de Boreas. A la puerta había tres estatuas, las cuales, por ambas partes, afirmaban sobre unas columnas, y éstas sustentaban una torre a la entrada a mano izquierda: a la derecha dos piedras de extraña gran­deza y altura, más altas aun que la torre que estaba en el otro lado edificada. Las casas que estaban juntas con el puerto, de piedra muy blanca y muy clara, con igual me­dida de los espacios, llegaban hasta el puerto. En el collado que está antes de la entrada del puerto edificó un templo a César muy grande y muy hermoso, y puso en él una estatua de César no menor que es la de Júpiter en Olimpia, a cuyo ejemplo y manera fué hecha, igual a la que está en Roma, y a la de Juno que está en Argos. Dedicó la ciudad a toda aquella provincia, y el puerto a las mercaderías que viniesen, y a César la honra del que lo edificó, por lo cual quiso que la ciudad se llamase Cesárea.
Todas las otras obras y edificios, la plaza, el teatro, el anfiteatro, hizo que fuesen dignas del nombre que les ponía; y habiendo ordenado unos juegos y luchas que se hiciesen cada cinco años, púsoles también el nombre de César.
Fué el primero que en la Olimpíada centésima nonagé­sima segunda propuso grandes premios, para que no sólo los vencedores, sino también sus descendientes segundos y terce­ros, pudiesen gozar de la libertad y riqueza real.
Habiendo también renovado la ciudad de Antedón, lla­móla Agripia, y por su sobrado amor escribió también el nombre de su amigo en la puerta que hizo en el templo.
No ha habido, cierto, quien tanto amase a sus padres, porque adonde estaba el monumento y sepultura de su padre, en la parte mejor de todo el reino, fundó allí una ciudad muy rica con la ribera y arboleda que tenía cerca, la cual llamó, en memoria de su padre, Antipatria. Y cercó de muro un castillo que está sobre Hiericunta en un lugar por sí muy fuerte, pero en gentileza el principal, y por honra de su madre lo llamó Cipre. Edificó también a su hermano Faselo una torre en Jerusalén, la cual llamó Faselida, cuya liberalidad en la gran­deza y cerco después se declarará. Puso también el nombre de Faselo a otra ciudad que está después de Hiericunta hacia el Norte.
Habiéndose, pues, acordado de la gloria y honra de sus parientes y amigos, no quiso olvidarse de sí mismo, antes quiso que un castillo que está delante de un monte, por el costado de Arabia, muy fuerte y muy guarnecido, se llamase Herodio, según su nombre. Y un edificio que estaba sesenta estadios de Jerusalén, a manera de una teta, poniéndole su mismo nombre, mandó que fuese renovado más magnífica­mente, porque rodeó la altura de éste con unas torres redondas, Y en el circuito mandó edificar las casas reales, gastando mucho tesoro en ellas, y haciendo que no sólo tuviesen extraña gentileza por de dentro, pero que demostrasen también la ri­queza por defuera, las techumbres y paredes y todo lo más que verse podía. Dispuso también que fuese abundante de agua, la cual hizo venir con muchos gastos, y mandó edificar de mármol muy claro doscientas gradas por donde viniese, porque todo aquel edificio era como collado hecho con artificio y de muy gran altura. Edificó a los pies a raíz de este collado, otros edificios muy grandes y muy suntuosos, para que fuesen re­cogimiento a muchos amigos y a las cargas y caballos; de tal manera estaba esto, que, según era la abundancia de todas las cosas, parecía más ser una ciudad que un castillo, y en el cerco y vista por defuera, mostraba muy claramente que era un palacio real. Edificados ya tantos y tan extraños edificios, mostró también su liberalidad y la grandeza de su ánimo en muchas ciudades, las cuales no le eran propias, porque en Trípodi, en Damasco y en Ptolomeida edificó baños públicos; cercó de muro la ciudad de Biblio; hizo cátedras, lonjas, plazas y templos en Bitro y en Tiro; también en Sidonia y en Damasco edificó teatros. Hizo también aparejo y lugar para llevar agua a los laodicenses, que están hacia la parte de la mar, y en Ascalona hizo lagunas muy hermosas y muy hondas, muchos baños, muchos patios muy labrados, con ad­nárable grandeza y obra, cerrados todos de columnas; en varios hizo puerto; dió campos a muchas ciudades que estaban cerca de su reino y le eran muy amigas. Para los baños hizo rentas públicas y perpetuólas, como en Cois, por que no pudiere faltar jamás por sus beneficios. Proveyó de trigo a cuantos tenían necesidad. Dió muchos dineros a los rodios para armar sus flotas y reparó a Pitio, que había sido abrasada, todo con su gasto.
¿Para qué me alargaré en contar su liberalidad con los licios y samios? ¿Quién contará los dones que dió en toda Jonia, dando a cada uno según lo que deseaba? Los atenienses, los lacedemonios, los nicopolitanos y el Pérgamo de Misia, ¿no está todo esto lleno de los dones de Herodes? ¿Por ventura, no adornó la plaza de los antioquenses de Siria, y la allanó por veinte estadios de largo, toda de mármol muy excelente, para que por allí pasasen y se escurriesen las aguas y lluvias del cielo, porque antes estaba muy llena de cieno y de mucha suciedad?
Pero alguno dirá que estas cosas fueron propias de aquellos pueblos a los cuales fueron dadas; pues lo que hizo por los elidenses no parece ser común al pueblo de Acaya solamente, sino a todo el universo, por el cual se esparce la gloria de los juegos y luchas olímpicas. Porque viendo que esto faltaba por pobreza, y por no haber quien gastase en ello, y que sólo faltaba lo ue se esperaba de la Grecia antigua, lo cual no era cosa bastante, no sólo quiso aquellos cinco años ser él el capitán, cuando hubo de pasar por allí para ir a Roma, sino que ordenó rentas perpetuas, para que mientras de él hubiese memoria, no dejase jamás el oficio ni el nombre de buen capitán.
Cosa sería para ¡amas acabar, ponerse a contar los tributos y deudas que perdonó y no quiso cobrar, quitando toda la sujeción a los faselitas y balneotas, y a muchos otros lu­gares cerca de Cilicia, los cuales estaban obligados a muchos pechos, aunque el miedo que tuvo tenía las riendas a la gran­deza de su ánimo, por no mover las gentes a que le envidiasen y le moviesen revueltas, como a hombre que quería levantarse más de lo que debía, si hacía y procuraba mayor bien a las ciudades que a los regidores de ellas.
Aprovechábase de su cuerpo en todo cuanto convenía para su ánimo, y siendo como era gran cazador, se había hecho tan diestro en cabalgar, que alcanzaba en un caballo todo cuanto quería. Un día, finalmente, le aconteció matar cuarenta fieras (aquella región tiene muchos puercos monteses, pero muchos más ciervos y cebras o asnos salvajes). Era tan fuerte de sí, que ninguno le podía sufrir, con lo cual espantaba a muchos, aun ejercitándolos, pareciendo a todos muy excelente tirador de dardos y de saetas. Y además de la virtud de su ánimo grande y fuerza de su cuerpo, fuéle también fortuna muy próspera, porque muy raramente en las cosas de la guerra le sucedió contra su voluntad; y si alguna vez le aconteció alguna desdicha, fué, no por causa suya, sino por traición de algunos o por atrevimiento y poca consideración de sus sol­dados.
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Capítulo XVII
De la discordia de Herodes con sus hijos Alejandro y Aristóbulo.
 
Las tristezas y fatigas domésticas tuvieron envidia de la dicha y prosperidad pública de Herodes, y sus adversarios comenzaron por su mujer, a la cual él mucho amaba. Porque después que alcanzó las honras y poder de rey, dejando la mujer que había antes tomado, natural de Jerusalén, y por nombre llamada Doris, juntóse con Mariamma, hija de Alejandro, hijo de Aristóbulo, por lo cual vino en discordia su casa principalmente, aunque antes también, pero más clara­mente después de su venida de Roma. Porque por causa de los hijos que había habido de Marianuna, echó de la ciudad a su hijo Antipatro, habido de Doris, dándole licencia de entrar en ella solamente los días de fiesta. Después, por sospechar del abuelo de su mujer, Hircano, que había vuelto ya de los partos, lo mató. Habíaselo llevado preso Barzafarnes después que ocupó la Siria. Por haber tenido misericordia de él, lo habían librado los gentiles que vivían de la otra parte del río Eufrates. Y si los hubiera él creído cuando le decían que no pasase a tierras de Herodes, no fuera muerto; pero atrá­jole el deseo del matrimonio de Herodes con su nieta, porque confiándose en él, y con mayor deseo de ver a su propia patria, vino. Movióse Herodes a esto, no porque Hircano de­sease ni procurase haber el reino, sino por saber y conocer ciertamente que le era debido por ley y por razón.
De cinco que tuvo Herodes de Marianuna, tres eran hijos y las otras dos hijas. Habiendo muerto el menor de éstos en los estudios en Roma, los otros dos, por la nobleza de la madre, y porque habían nacido siendo él ya rey, criábalos también muy realmente y con gran fausto. Ayudábales a éstos el grande amor que tenía con Mariamina, el cual, acrecentándose cada día, encendía a Herodes en tanta manera, que no podía sentir alge de lo que le dolía, por causa de aquella a quien tanto amaba.
Tan grande era el odio y aborrecimiento de Mariamina para Herodes, cuanto el amor que Herodes tenía a Mariamina. Teniendo, pues, causas probables de la enemistad por las cosas que había visto, y confianza en el amor, solíale cada día zaherir lo que había hecho con su abuelo Hircano y con su hermano Aristóbulo, porque ni a éste perdonaba, aunque era muchacho, al cual, después de haberle dado la honra ponti­fical a los diecisiete años de su edad, lo mató, porque como él, vistiéndose con las vestiduras sagradas para aquel oficio, se llegó al altar un día de gran fiesta; todo el pueblo entonces lloró, y enviándolo a Hiericunta aquella noche, fué ahogado por los galos, según Herodes había mandado, en una laguna. Todas estas cosas le decía Mariamina a Herodes por injuria, y deshonraba a su hermana y a su madre con palabras muy pesadas y muy deshonestas, aunque él a todo esto callaba por el grande amor que tenía. Pero las mujeres estaban muy en­sañadas contra Mariamma; y para mover a Herodes contra ella, la acusaban de adulterio. Además de muchas otras cosas que la levantaban aparentes y como verdaderas, acusábanla también que había enviado a Egipto un retrato suyo a Anto­nio; y así, por el desordenado deseo y lujuria suya, había procurado mostrarse en ausencia a un hombre que estaba loco por las mujeres, y que las podía forzar.
Esto perturbó a Herodes no menos que si le cayera un rayo del cielo encima, y principalmente porque estaba encen­dido en celos por el grande amor que la tenía, y pensando por otra parte en la crueldad de Cleopatra, por cuya causa habían sido muertos el rey Lisanias y Malico el árabe, no tenía ya cuenta con perder a su mujer, sino con el peligro que podía acontecer si él perdía la vida.
Habiendo, pues, de partir de allí para Roma, encomendó su mujer a Josefo, marido de su hermana Salomé, al cual tenía por fiel; y según era el deudo, teníalo por amigo, man­dándole secretamente que la matase si Antonio le mataba a él. Pero Josefo, no por malicia, mas deseando mostrar a la mujer la voluntad y amor de su marido, el cual no podía su­frir ser apartado de ella, aunque fuese muerto, descubrióle todo lo que Herodes le había secretamente encomendado. Sien­do después vuelto ya Herodes, y hablando y jurando de su amor y voluntad, como nunca había tenido amores con otra mujer en el mundo, respondió ella: "Muy comprobado está tu amor conmigo, con el mandamiento que hiciste a Josefo, cuando de aquí partiste, ordenándole que me matase." Ha­biendo Herodes oído estas cosas, las cuales él pensaba que estaban secretas entre él y Josefo, desatinaba; y pensando que Josefo no pudo descubrirle lo que entre ellos había pasado, sino juntándose deshonestamente con ella, recibió de esto gran dolor, que casi enloquecía; levantándose de la cama comenzóse a pasear por el palacio; y tomando ocasión entonces su hermana Salorné para acusar a Josefo, confirmóle la sospecha.
Furioso Herodes con el grande amor y celos que tenía, mandó que a entrambos los matasen a la hora, y después que fué esta locura hecha, le pesaba y se arrepentía por ella; pero pasado el enojo, encendíase poco a poco en amor. Y era tanta la fuerza de este amor y deseo que de ella tenía, que no pensaba que estaba muerta; antes, con la tristeza grande que tenía, le hablaba en su cámara como si allí estuviera con él viva; hasta tanto que con el tiempo, sabiendo su muerte y enterramiento, igualó bien sus llantos y su tristeza con el grande amor que siendo viva le tenía.
Sus hijos, tomando la muerte de la madre por propia, pen­sando muy bien en la maldad tan grande y tan cruel, teníaD a su propio padre como enemigo; y esto fué cuando estaban en Roma estudiando, y después de volver a Judea, mucho más; porque como crecían y se les aumentaba la edad, así también la afición y amor matemal tomaba fuerzas.
Llegados ya a tiempo de casarse, el uno tomó por mujer a la hija de su tía Salorné que había acusado la madre de en­trambos, y el otro la hija de Arquelao, rey de Capadocia. De aquí alcanzó el odio la libertad que quería; y de la confianza que en ello tenían, tomaron ocasión los malsines hablando más claramente con el rey y diciéndole cómo ambos hijos le acechaban por matarlo; y que el uno daba gente a su hermano para que vengase la muerte de la madre, y el otro, es a saber, el yerno de Arquelao, confiado en su suegro, se aparejaba para huir y acusarlo delante del César.
Lleno, pues, Herodes de estas acusaciones, trajo a su hijo Antipatro para que fuese en su ayuda contra sus hijos, el cual era también hijo suyo de Doris, y comenzó adelantándole y teniéndole en más en todo cuanto emprendía, que a todos los otros; los cuales, no teniendo por cosa digna sufrir esta mutación tan grande, y viendo que se adelantaba el hermano nacido de tan baja madre, no podían refrenar su enojo ellos con su nobleza, antes en todo cuanto podían trabajaban por ofenderle y mostrar su ira e indignación. Menospreciábalos Herodes cada día más, y Antipatro por causa de ellos era muy favorecido, porque sabía lisonjear astutamente a su padre, y decíale muchas cosas contra sus hermanos; algunas veces él mismo, otras ponía amigos suyos que dijesen otras cosas, hasta tanto que sus hermanos perdieron toda la esperanza que del refino tenían, porque en el testamento estaba también de­clarado por sucesor.
Fué finalmente enviado a César como rey, y con aparato y compañía real servido de todo lo que a rey pertenecía, excepto que no llevaba corona. Y con el tiempo pudo hacer que su madre se juntase con Herodes y viniese a la cámara donde Mariamma solía dormir; y usando de dos géneros de armas contra sus hermanos, de las cuales las unas eran li­sonjas y las otras eran invenciones y calumnias nuevas, pudo con Herodes tanto, que le hacía pensar cómo matase a sus hijos; por lo cual acusó delante de César a Alejandro, al cual se había llevado con él a Roma, de que le había dado ponzoña; pero alcanzando licencia para defenderse Alejandro, aunque el juez era muy imprudente, era todavia más prudente que no Herodes y Antipatro; calló con vergüenza los delitos del padre, y disculpóse muy elegantemente de lo que le habían levantado; y después que hubo mostrado ser también sin culpa su hermano, dió quejas de la malicia e injurias de Antipatro, ayudándole para ello, además de su inocencia, la grande elo­cuencia que tenía, porque tenla gran vehemencia en el hablar, dando por fin de su habla que de buena voluntad el padre los mataría si pudiese; acusóle de este crimen e hizo llorar a todos los que estaban presentes; pero pudo tanto con César, que fueron todas las acusaciones menospreciadas, e hízolos a todos muy amigos de Herodes.
Fué la amistad hecha con tal ley, que los mancebos hubiesen de ser en todo muy obedientes al padre, y que el padre pudiese hacer heredero del reino a quien quisiese. Habiéndose después vuelto de Roma el rey, aunque parecía haber perdonado y excusado de las culpas a sus hijos, no estaba libre de toda sospecha; porque Antipatro proseguía su enemistad, aunque por vergüenza de César, que los había hecho amigos, no osaba claramente manifestarla.
Y como navegando pasase por Cilicia y llegase a Eleusa recibiólo allí con mucha amistad Arquelao, haciéndole muchas gracias por haber defendido la causa de su yerno con mucha alegría y amistad, Porque había escrito a Roma a todos sus amigos que favoreciesen la causa de Alejandro; y así lo acompañó hasta Zefirio, haciéndole un presente de treinta ta­lentos.
Después que hubo llegado a Jerusalén, Herodes convocó todo el pueblo; estando delante también sus tres hijos, dió a todos razón de su partida; hizo muchas gracias primero a Dios, muchas a César porque había quitado toda la discordia que en su casa había y entre los suyos; y lo que era principal y de tener en más que no el reino, porque había puesto amistad entre sus hijos, la cual dijo que él trabajaría en juntarla mas estrechamente, "porque César me ha hecho señor de todo y juez de los que me han de suceder. Yo, pues, ahora, delante de todos, le hago con todo mi provecho muchas gracias por ello, y dejo por reyes a mis tres hijos; y de este parecer y sentencia mía quiero y ruego a Dios que el primero sea el comprobador, y vosotros todos después. Al uno manda la edad que sea alzado por rey después de mí, y a los otros la nobleza, aunque su grandeza basta para mucho más. Pues tened reverencia a lo que César os manda y el padre os ordena, honrándolos a todos igualmente y con la honra que todos me­recen, porque no puede darse tanta alegría en obedecer a uno, cuanto pesar le dará el que lo menospreciare. Yo señalaré los parientes que han de estar con cada uno, y los amigos también, por que puedan conservarlos en concordia y unani­midad, entendiendo y sabiendo como cosa muy cierta, que toda la discordia y contienda que en las repúblicas suelen nacer, proceden de los amigos, consejeros y domésticos; y si éstos fueren buenos, suelen conservar el amor y benevolencia. Una cosa ruego, y es que no sólo éstos, sino los principales de mi ejército, tengan al presente esperanza en mí solo, porque no doy a mis hijos el reino aunque les dé la honra de él, y que se gocen con placer como que ellos lo rigiesen; el peso de las cosas y el cuidado de todo, a mi toca, y yo lo he de proveer todo, aunque querría verme libre de ello. Considere cada uno de vosotros mi edad y la orden con que yo vivo, y juntamente la piedad y religión que tengo; porque no soy tan viejo que se deba tan presto desesperar de mí, ni estoy tan acostumbrado a placeres ni a deleites, los cuales suelen acabar más presto de lo que acabarían las vidas de los mancebos, hemos tenido tanta observancia y honra a Dios eterno, que creemos haber de vivir mucho tiempo y muy largos años. Y si alguno, por menosprecio mío, quisiere complacer a mis hijos, ese me lo pagará por él y por ellos; porque yo no quiero dejar de honrar a los que he engendrado, porque les tenga envidia, sino por saber que estas cosas suelen hacer más atrevidos a los mancebos y ensoberbecerlos. Si pensaren, pues, los que los si­guen y se dan a ellos, que los que fueren buenos tienen apare­jado el galardón y premio en mi poder, y los malos han de hallar en aquellos mismos a quienes favorecen castigo de sus maldades, todos por cierto serán conformes conmigo, es a saber, con mis hijos; porque a ellos conviene que yo reine, y a ellos les será muy gran provecho tenerme a mí por amigo, y final­mente por padre con gran concordia.
"Y vosotros, mis buenos y amados hijos, poned delante de vosotros primero a Dios, que es poderoso, para mandar a todo fiero animal; dadle la honra que debéis: después de El, a César, que nos ha recibido con todo favor y nos ha en él conservado y a mí terceramente, que os ruego lo que me es muy lícito man­daros, que permanezcáis siempre como verdaderos hermanos y muy concordes. De ahora en adelante yo os quiero dar vestidos y honras reales; quiero que, como tales, todos os obe­dezcan, y ruego a Dios que conserve mi juicio, si vosotros quedáis concordes."
Acabado su razonamiento, saludólos a todos, y despidió al pueblo: unos se iban deseando que fuese así, según había Herodes dicho; y los que deseaban revueltas y mutaciones en los Estados, fingían no haber oído algo.
 
Pero no faltó contienda a los hermanos; antes, sospechando algo peor, apartáronse unos de otros, porque Alejandro y Aristóbulo no sufrían bien ver que su hermano Antipatro fuese confirmado en el reino; y Antipatro se enojaba porque sus hermanos fuesen tenidos por segundos; mas éste, según la variedad de sus costumbres, sabia callar los secretos y en­cubrir el odio que les tenía muy secretamente. Ellos, por verse de noble sangre, osaban decir cuanto les parecía. Habla también muchos que les movían e incitaban, otros muchos había que se les mostraban muy amigos por saber la voluntad de ellos. De tal manera pasaba esto, que cuanto se trataba delante de Alejandro, luego a la hora estaba delante de Anti­patro; y lo mismo, añadiéndole siempre algo, luego también Herodes lo sabía; y por más que el mancebo dijese algo, sin pensarlo, luego le era atribuído a culpa, y trocábanle las palabras en graves ofensas; y cuando se alargaba en hablar en algo, luego le levantaban, por poco que fuese lo que decía, alguna cosa muy mayor.
Antipatro sobornaba siempre algunos que lo indujesen a hablar, porque sus mentiras tuviesen alguna buena ocasión y mejor entrada; y de esta manera, habiendo divulgado mu­chas cosas falsamente, bastase para dar crédito a todas, hallar que una fuese verdadera. Pero los amigos de este mancebo, o eran de su natural muy callados, o con dádivas los hacían callar porque no descubriesen alguna cosa, ni errasen en algo si descubrían algún secreto a la malicia de Antipatro. Habían corrompido los amigos de Alejandro a unos con dineros, a otros con halagos y buenas palabras, tentando toda cosa y ganando la voluntad de tal manera, que los que contra él hablasen o hiciesen algo, fuesen tenidos por ladrones secretos y por traidores. Rigiéndose con gran consejo y astucia en todo, trabajaba por venir delante de Herodes y dar sus acu­saciones muy astutamente; y haciendo la persona y partes de su hermano, servíase de otros malsines sobornados para el mismo negocio. Si se decía algo contra Alejandro, con disi­mulación de quererlo favorecer, volvía por él; luego lo sabía astutamente urdir y traer a tal punto, que movía y ensañaba al rey contra Alejandro; y mostrando al padre cómo su hijo Alejandro le buscaba la muerte con asechanzas, no había cosa que tanto lo hiciese creer, ni que tanta fe diese a sus engaños, como era ver que Antipatro, trabajaba en defenderlo.
Movido con estas cosas Herodes, cuanto menos amaba a los otros, tanto más se le acrecentaba la voluntad con Anti­patro. El pueblo también se inclinó a la misma parte, los unos de grado y los otros por ser forzados a ello, como fueron Pto­lomeo, el mejor de sus amigos, los hermanos de¡ rey y toda su generación y parientes. Porque todos estaban puestos en Anti­patro, y todo parecía pender de su voluntad; y lo peor y más amargo para la destrucción de Alejandro, era la madre de Antipatro, por cuyo consejo se trataba entonces todo.
Era ésta peor que madrastra, y aborrecíales más que si fueran entenados aquellos que eran hijos de la que antes había sido reina. Pero aunque la esperanza era mayor para mover a todos que obedeciesen a Antipatro, todavía los con­sejos de Herodes, que era rey, apartaban los corazones y vo­luntades de todos que no se aficionasen a los mancebos, por­que había mandado a los más cercanos y más amigos que ninguno fuese con Aristóbulo ni con su hermano, y que ninguno les descubriese su ánimo. No sólo se temían de hacer esto los amigos y domésticos suyos, pero aun también los ex­traños que de fuera vivían; porque no había César concedido tanto poder a ningún rey, que le fuese lícito sacar de todas las ciudades, aunque no le fuesen sujetas, a todos cuantos mereciesen castigo o huyesen de él.
Los mancebos no sabían algo de todo aquello que les habían levantado, y por esta causa los prendían menos pro­veídos. Ninguno era acusado ni reprendido por su padre pú­blicamente; pero templando su ira, hacía que poco a poco todos lo entendiesen, y también ellos se movían más áspera­mente con el dolor y pena de aquellas cosas que les levantaban.
De la misma manera movió a su tío Feroras y a su tía Salomé contra ellos Antipatro, hablando con ellos muchas veces muy familiarmente, como con su mujer propia, por levantarlos contra sus hermanos. Acrecentaba esta enemistad Glafira, mujer de Alejandro, levantando mucho su nobleza, y diciendo que ella era señora de todo aquel reino Y de cuanto en él había, y que descendía, por parte de padre, de Temeno, y, por parte de madre, de Darío, hijo de Histaspe, menos­preciaba mucho la bajeza M linaje de la hermana y mujeres de Herodes, las cuales él había tomado y escogido por la gentileza que tenían, y no por la nobleza.
Arriba dijimos ya que Herodes había tenido muchas mu­jeres, porque a los judíos les era cosa lícita, según costumbres de su tierra, tener muchas, también porque el rey se pudiese deleitar con muchas. Por las injurias y soberbia de Glafira, era aborrecido Alejandro de todos, y Aristóbulo hizo su ene­miga a Salomé, aunque le fuese suegra, por las malas palabras de Glafira, porque muchas veces le solía echar en la cara la bajeza del linaje a la mujer; después también porque él había tomado una mujer privada y plebeya, y su hermano Alejandro una de sangre real. La hija de Salomé contaba todo esto a su madre derramando muchas lágrimas. Añadía también, que el mismo Alejandro y Aristóbulo la habían amenazado que si alcanzaban el reino, habían de poner las madres de los otros hermanos con las criadas, a tejer en un telar con las mozas; y a ellos por escribanos de las aldeas y lugares, burlándose de ellos porque estudiaban.
Movida Salomé con estas cosas, no pudiendo refrenar su ira, descubrióselo todo a Herodes, y parecía harto bastante para hablar contra su yerno.
Además de estas cosas, divulgóse también otra nueva acu­sación, la cual movió mucho al rey. Había oído que Alejan­dro y Aristóbulo rogaban y suplicaban muchas veces a su madre, y lloraban gimiendo su desdicha, y a veces la malde­cían, porque dividiendo el rey los vestidos de Mariamma con las otras mujeres, le amenazaban que presto las harían venir de luto por los vestidos reales y deleites que entonces tenían. Con esto, aunque Herodes temiese algo viendo el ánimo cons­tante de los mancebos, no quiso desesperar de la corrección de ellos; antes los llamó a todos, porque él había de partir para Roma, y habiéndoles, como rey, hecho algunas amena­zas, aconsejóles, amonestando como padre, muchas cosas, y rogóles que se amasen como hermanos, prometiendo perdón de lo cometido hasta entonces, si de allí adelante se corregían y se enmendaban. Ellos decían que eran acusaciones falsas y fingidas, que por las obras podía conocer cuán poca ocasión y causa tuviese para darles culpa, y que él no debía creer tan ligeramente, antes debía cerrar sus oídos y no dar entrada a los que decían mal de ellos, porque no faltarían jamás malsi­nes, mientras tuviesen cabida en su presencia. Habiendo aman­sado la ira del padre con semejantes palabras, dejando el miedo que por la presente causa tenían, comenzaron a entristecerse y llorar por lo que esperaban que había de ser. Entendieron que Salomé estaba enojada con ellos, y el tío Feroras. Ambos eran personas graves y muy fieras, pero más Feroras, el cual era compañero del rey en todas las cosas que al rey no perte­necían, sino sólo en la corona; y era hombre de cien talentos de renta propia, y tomaba todos los frutos de las tierras que había de esa otra parte del Jordán, las cuales le bahía dado graciosamente su hermano, y Herodes había alcanzado de César que pudiese ser tetrarca o procurador, y lo habla hon­rado dándole en matrimonio la hermana de su propia mujer, después de cuya muerte le había prometido la mayor de sus hijas, y le había dado por dote trescientos talentos. Pero Feroras había desechado el matrimonio real porque tenía amo­res con una criada, por lo cual Herodes, enojado, dió su hija en casamiento al hijo de su hermano, aquel que fué después muerto por los partos.
Después, no mucho, perdonando Herodes el error de Fe­roras, volvieron en amistad; y teníase de éste una vieja opi­nión, que en vida de la reina había querido matar a Herodes con ponzoña. Pero en este tiempo todos los malsines tenían cabida, de manera que, aunque Herodes quisiese estar en amistad con su hermano, todavía, por dar algún crédito a las cosas que había oído, no lo osaba hacer, antes estaba ame­drentado. Haciendo, pues, examen de muchos, de los cuales se tenla entonces sospecha, vinieron también al fin a los ami­gos de Feroras, los cuales no confesaron algo manifiestamente, pero solamente dijeron que había pensado huir con la amiga a los partos, y que Aristóbulo, marido de Salomé, a quien el rey se la había dado por mujer después de muerto el primero por causa del adulterio, era partícipe en esta ¡da, y que él la sabía. No quedó libre Salomé de acusación, porque su herma­no Feroras la acusaba que había prometido casarse con Sileo, procurador de Oboda, rey de Arabia, el cual era muy enemigo de Herodes; y siendo vencida en esto y en cuanto más la acusaba Feroras, alcanzó perdón, y el rey perdonó y libró de todas las acusaciones a Feroras, con las cuales hubía sido acusado.
Todas estas revueltas y tempestades se pasaron a casa de Alejandro, y todo colgó y vino a caer sobre su cabeza. Tenía el rey tres eunucos mucho más amados que todos los otros, sin que hubiese alguno que lo ignorase; uno tenía a cargo de servirle de copa, otro de poner la cena, y el tercero de la cama, y éste solía dormir con él. A éstos había Alejandro sobornado con grandes dones, y habíales ganado la voluntad. Después que el rey supo todo esto, dióles tormento y confe­saron la verdad de todo lo que pasaba, y mostraron clara­mente, por cuyo soborno y ruegos hablan sido movidos, cómo los había engañado Alejandro, diciendo que no debían tener esperanza alguna en Herodes, vicio malo, aunque él sabía teñirse los cabellos por que los que le viesen pensasen y lo tuviesen por mancebo, y que a él debían honrar, pues que a pesar y a fuerza de Herodes había de ser sucesor en el reino, y habla de dar castigo a sus enemigos, y hacer bienaventu­rados y muy dichosos a sus amigos, y entre todos más a ellos tres. Dijeron también que todos los poderosos de Judea obe­decían secretamente a Alejandro, y los capitanes de la gente de guerra y los príncipes de todas las órdenes. Amedrentóse Herodes tanto de estas cosas, que no osaba manifestar públi­camente lo que éstos habían confesado; pero poniendo hom­bres que de día y de noche tuviesen cargo de mirar en ello, trabajaba de escudriñar de esta manera todo cuanto se decía y cuanto se trataba, y luego daba la muerte a cuantos le causaban alguna sospecha.
De esta manera, en fin, fué lleno su reino de toda maldad y alevosía; porque cada uno fingía según el odio y enemistad que tenía, y muchos usaban mal de la ira del rey, el cual deseaba la muerte a todos sus alevoso3. Todas las mentiras eran presto creídas, y el castigo era más presto hecho que las acu­saciones publicadas. Y al que poco antes había acusado, no faltaba quien luego le acusase, y era castigado junto con aquel a quien antes él había acusado, porque la menor pena que se daba en los negocios que tocaban al rey, era la muerte; vino a ser tan cruel, que no miraba más humanamente a los que no eran acusados, antes con los amigos se mostraba no menos airado que con los enemigos. Desterró de esta manera a mu­chos, y a los que no llegaba ni podía llegar su poder, a éstos llegaban sus injurias.
Añadióse después a todos estos malos, Antipatro con mu­chos de sus parientes y allegados, y no dejó género alguno de acusación, del cual no fuesen sus hermanos acusados. Tomó tanto miedo el rey con la bellaqueria de éste y con las menti­ras de lo sacusadores y malsines, que le parecía que veía de­lante de sí a Alejandro como con una espada desnuda venir contra él, por lo cual también lo mandó prender a la hora, y mandó dar tormento a todos sus amigos. Muchos morían pacientemente callando, sin decir algo de cuanto sabían; otros, los que no podían sufrir los dolores, mentían diciendo que él había entendido en poner asechanzas para matar a su padre, y que contaba muy bien su tiempo para que, habiéndolo muerto cazando, huyesen presto a Roma. Y aunque estas cosas no fuesen ni verdaderas ni a verdad semejantes, porque forzados por los tormentos las fingían prontamente sin pensar más en ellas, todavía el rey las creía con buen ánimo, tomán­dolo para consolación y respuesta de lo que le podían decir, y de haber puesto en cárceles a su hijo injustamente.
Pero no pensando Alejandro que había de poder acabar de hacer que su padre perdiese la sospecha que de él tenía, determinó confesar cuanto le habían levantado; y habiendo puesto todas sus acusaciones en cuatro libros, confesó ser verdad que había acechado por dar muerte a su padre, escri­biendo cómo no era él solo en aquello, sino que tenía muchos compañeros, de los cuales los principales eran Feroras y Salo­mé, y que ésta una vez se había juntado con él, forzándolo una noche contra su voluntad. Tenía, pues, ya Herodes estos libros o informaciones en sus manos, en los cuales había muchas cosas y muy graves contra los principales del reino, cuando Arquelao vino a buen tiempo a Judea temiendo suce­diese a su yerno y a su hija algún peligro, a los cuales socorrió con muy buen consejo, y deshizo las amenazas del rey, aman­sando su ira muy artificiosamente. Porque en la hora que él entró a ver al rey, dijo gritando a voces altas: "¿Dónde está aquel yerno mío malvado, o dónde podré yo ver ahora la cabeza del que quería matar a su padre?, al cual yo mismo con mis propias manos romperé en partes, y daré mi hija a buen marido; porque aunque no es partícipe de tal consejo, todavía está ensuciada por haber sido mujer de tan mal varón. Maravíllome mucho de tu paciencia, Herodes, cuya vida y cuyo peligro aquí se trata, que viva aún Alejandro, porque yo venía con tan gran prisa de Capadocia, pensando que habría ya mucho tiempo que fuera él castigado y sentenciado por su culpa, para tratar contigo de mi hija, la cual le había dado a él por mujer, teniendo a ti sólo respeto y considerando tu real dignidad. Pero ahora debemos tomar consejo sobre entrambos, aunque tú te muestras demasiado serle padre, y muestras menos fortaleza en castigar al hijo que te ha querido matar. Troquemos, pues, yo y tú las manos, y el uno tome venganza del otro: castiga tú a mi hija, y yo castigaré a tu hijo."
De esta manera, aunque Herodes estaba muy indignado, todavía fué engañado. Presentóle que leyese los libros que Alejandro le había enviado; y deteniéndose en pensar sobre cada capítulo, determinaban ambos juntos sobre ello. Toman­do ocasión con aquello de ejecutar lo que traía Arquelao pen­sado, pasó poco a poco la causa a los demás que en la acusación estaban escritos, y también contra Feroras; y viendo que el rey daba crédito a cuanto él decía, dijo: "Aquí se debe ahora considerar que el pobre mozo no sea acusado con asechanzas de tantos malos, o si por ventura las ha él armado contra ti; porque no hay causa para pensar del mancebo tan grande maldad como sea así, que él gozase ahora del reino, y esperase también la sucesión haber de ser en él muy ciertamente, si ya por ventura no tuvo algunos que lo han movido a ello y le han persuadido tal cosa, los cuales le han pervertido y aconsejado; y como su edad, por ser poca, es mudable, hanle hecho escoger la peor parte; y de tales hombres no sólo suelen ser los mancebos engañados, sino aun también los viejos y las casas grandes y de gran nombre, los señoríos y reinos suelen ser por tales hombres revuelto¡ y destruídos."
Consentía Herodes en cuanto le decía, y poco a poco iba perdiendo y amansando su ira contra Alejandro, enojándose contra Feroras, porque en él se fundaban aquellos cuatro libros o acusaciones que había Herodes recibido de Alejandro.
Cuando aquél entendió que el rey estaba tan enojado con­tra él, y que prevalecía con el rey la amistad de Arquelao, buscó salvarse y darse cobro desvergonzadamente, pues veía que honestamente no le era posible; y dejando a Alejandro, acudió a Arquelao: éste díjole que no veía ocasión para sal­varse de tantas acusaciones como él estaba envuelto, con las cuales manifiestamente era convencido a confesar haber que­rido con tantas asechanzas engañar al rey, y que él era causa de tantos males y trabajos como al presente el mancebo tenía, si ya no quería, dejando todas sus astucias y su pertinacia en negarlo, confesar todo aquello de lo cual era acusado, y pedir perdón de su hermano principalmente, pues sabía que él lo amaba, y que, si esto hacía, él le ayudaría de todas las maneras que le fuesen posibles.
Obedeció Feroras a Arquelao en todo, y tornando unos vestidos negros, vino llorando por mostrarse más miserable y moverlo a mayor compasión, y echóse a los pies de Herodes pidiendo perdón, el cual alcanzó confesándose por malo y muy lleno de toda maldad. porque todo cuanto le acusaba él lo había hecho, y que la causa de ello había sido falta de entendimiento y locura, la cual tenía por los amores de su mujer. Después que Feroras se hubo acusado y fué testigo contra si, entonces tomó la mano Arquelao por excusarlo, y amansaba la ira de Herodes, usando en excusarlo de propios ejemplos; porque él mismo había sufrido de su hez ano peo­res cosas y más graves. y que había tenido en más el derecho natural que la venganza. Porque en los reinos acontece lo que vernos en los cuerpos grandes, que con el grave peso siem­pre se suele hinchar alguna parte, la cual no conviene que sea cortada, pero que sea poco a poco con mucho miramiento curada.
Habiendo hablado Arquelao y dicho muchas cosas de esta manera, puso amistad entre Herodes y Feroras, y él to­davía mostraba gran ira contra Alejandro, y decía que se había de llevar a su hija consigo. Pudo esto tanto con Herodes, que le movió a rogar él mismo por la vida de su propio hijo y que le dejase su hija; y Arquelao mostraba hacerlo esto muy contra su voluntad, porque no la hubiera él dejado a ninguno del reino, si no fuera a Alejandro, pues convenía mirar mucho en que quedase salvo el derecho del parentesco y deudo entre ellos, habiéndole dado a él el rey su hijo si no deshacía el matrimonio, lo que no era ya posible, porque tenían ya hijos y el mancebo amaba mucho a su mujer, la cual, si se la dejaba, sería causa que todo lo cometido hasta allí fue se olvidado; y si se iba, seria causa para desesperar de todo, y el atrevimiento se suele castigar con distraerlo en cuidados y amor de su casa.
Fué, en fin, contento, y acabó cuanto quiso; volvió en gracia y amistad con el mancebo, y reconciliólo, también en la amistad de su padre; pero díjole que sin duda lo debía enviar a Roma, para que hablase con César, porque él le había dado razón de todo lo que pasaba con sus cartas.
Acabado, pues, ya todo lo que Arquelao había determina­do, y hecho todo a su voluntad, habiendo con su consejo librado a su yerno, y puestos todos en muy gran concordia, vivían, comían y conversaban todos juntamente. Pero al tiem­po de su partida, Herodes le dió setenta talentos y una silla y dosel real con mucha perlería labrado; dióle también mu­chos eunucos y una concubina llamada por nombre Panichis, y dió muchos dones a todos sus amigos, a cada uno según el merecimiento. Los parientes también del rey, todos dieron muchos dones a Arquelao, y él y los principales señores acom­pañáronlo hasta Antioquía.
No mucho después vino un otro a Judea mucho más pode­roso que los consejeros de Arquelao, el cual no sólo hizo que la amistad de Alejandro con Herodes fuese quebrantada, sino también fué causa de la muerte del mancebo. Era étsie de linaje lacón, y llamábase Euricles; estaba corrompido con deseo de reinar, por amor grande que tenía del dinero y por ava­ricia, porque ya la Casa Real no podía sufrir sus gastos y superfluidades. Habiendo éste dado y presentado muchos dones a Herodes, como cebo para cazar lo que tanto deseaba, habiéndoselos Herodes vuelto todos muy multiplicados, no preciaba la liberalidad sin engaño alguno, sino la mezclaba y la alcanzaba con la sangre real. Salteó, pues, éste al rey con lisonjas muchas y con muchas astucias. Entendiendo la condi­ción de Herodes muy a su placer, obedecíale, tanto en pala­bras cuanto en las obras, en todo, por lo cual vino a ganar con el rey muy grande amistad; porque el rey y todos los principales que con él estaban, preciaban y tenían en gran estima al ciudadano de Esparta. Pero cuando él vió la flaqueza de la Casa Real y las enemistades de los hermanos, y conoció también qué tal ánimo tuviese el padre con cada uno de los hijos, posaba en casa de Antipatro y engañaba a Alejandro con amistad muy fingida, fingiendo que en otro tiempo había sido muy anúgo de Arquelao y muy compañeros; y así tam­bién se entró por esta parte algo más presto, porque luego fué muy encomendado a Aristóbulo por su hermano Alejan­dro. Y habiendo experimentado a todos, tomaba a unos de una manera y a otros cebaba con otra.
Así, primero quiso recibir sueldo de Antipatro y vender a Alejandro; reprendía a Antipatro, porque siendo el mayor de sus hermanos, menospreciase a tantos como andaban ace­chando por quitarle la esperanza que tenía; reprendía por otra parte a Alejandro, porque, siendo hijo de una reina y marido de otra, sufriese que un hijo de una mujer privada y de poco, sucediese en el reino, mayormente teniendo tan grande ocasión con Arquelao, que parecía mostrarle todo favor y persuadirle lo que para él era mejor y más conveniente. Esto lo creía fácilmente el mancebo, por ver que le hablaba de la amistad de Arquelao. Por lo cual, no temiendo algo Alejandro, quejábase con él de Antipatro, y contábase las causas que a ello le movían, y que no era de maravillar que Herodes les privase del reino, pues había muerto a la madre de ellos.
Fingiendo Euricles con esto que se dolía y tenía compasión de ellos, movió e incitó a Aristóbulo a que dijese lo mismo, y habiéndolos forzado a quejarse de su padre, vínose a Antipa­tro, y contóselo todo, haciéndole saber las quejas de sus her­manos. Fingiendo más aun, que sus hermanos le habían bus­cado asechanzas por matarle, y que estaban muy aparejados para quitarle la vida siempre que pudiesen. Habiéndole dado por estas cosas Antipatro mucho dinero, loábalo delante de su padre.
Vino finalmente a comprar la muerte de sus hermanos Alejandro y Aristóbulo, haciendo él mismo las partes de acu­sador; y llegando delante de Herodes, díjole que confesaba deberle la vida por beneficios que le había hecho, en pago de los cuales estaba muy pronto por perderla; que Alejandro había poco antes pensado matarlo y se lo había a él prometido con juramento, mas había sido impedido poner por obra tan gran maldad por causa de la compañía; que Alejandro decía que Herodes no lo hacía bien con él, que hubiese venido a reinar en un reino extraño, y después de matar a su madre, les hubiese quitado el debido ser de principes, y con esto aun no contento, había hecho heredero un hombre bajo y sin nobleza, y quería dar a Antipatro, hijo no legítimo, el reino a ellos debido por sus antepasados y primeros abuelos; que, por tanto, quería él venir para vengar las almas de Hircano y de Mariamma; porque no convenía recibir de tal padre la sucesión del reino sin darle la muerte, y que cada día era movido a hacerlo por muchas ocasiones que le daba, pues no tenía licencia de hablar algo sin ser engañado y acusado; porque si se trataba de la nobleza de los otros, era él injuriado sin razón, diciendo el padre por burla que sólo Alejandro era noble y generoso, a quien su padre le es afrenta por falta de nobleza, y que si, yendo a caza, callaba, ofendía, y si hablaba algo en sus loores, le decían luego que era engañador; que en todo hallaba cruel a su padre, el cual a Antipatro sólo regalaba, por lo cual no quería dejar de morir si no le sucedían sus asechanzas y engaños como querían, y que si lo mataba, el primer socorro que había de tener sería el de Arquelao, su suegro, a quien fácilmente podía acudir, y después a César, que hasta este tiempo ignoraba las costumbres de Herodes; que no le había ahora de favorecer como antes había hecho, temiendo la presencia de su padre, y que no sólo había de hablar de sus culpas, pero que primero había de contar las desdichas de la gente, y había de divulgar que los hacía pechar y pagar tributos hasta la muerte; que después había de decir en qué placeres y en qué hechos se gastaban los dineros que con tantas vidas de hombres y derramando tanta sangre se han alcanzado; qué hombres y cuáles han con ellos enrique­cido; qué haya sido la causa de la aflicción de la ciudad, y que en esto había de llorar y lamentar la muerte de su abuelo y de su madre, descubriendo todas las maldades del rey, para que los que las supiesen no pudiesen juzgar ni tenerlo por matador de su padre.
Habiendo Euricles dicho todas estas cosas contra Alejan­dro falsamente, loaba mucho a Antipatro, diciendo y afir­mando que él era sólo el que amaba a su padre y el que impedía que las asechanzas puestas no alcanzasen su fin. Habiendo el rey oído esto, no teniendo sosegado su corazón aun de la sospecha pasada, ni pasado aún el dolor, fué con ésta de nuevo en gran manera perturbado.
Alcanzando Antipatro esta ocasión, movió otros acusa­dores que acusasen a sus hermanos y dijesen que los habían visto tratar secretamente con Jucundo y con Tiranio, prin­cipales hombres de la caballería del rey en otro tiempo, y que por algunas ofensas hechas ahora, eran desechados de su orden.
Movido, pues, y muy enojado Herodes con esto, mandólos luego poner a tormento; pero ellos solamente confesaron que no sabían algo en todo aquello de lo cual les habían acusado. Fué presentada en este tiempo una carta escrita como de Alejandro al capitán del castillo de Alejandría, en la cual le rogaba que se recogiese con su hermano Aristóbulo en el castillo, si mataban al padre, y los dejase servir tanto de armas como de todo lo demás que necesidad tuviesen. Res­pondió a esto Alejandro que era maldad y mentira muy grande de Diofanto, el cual era notario y escribano del rey, hombre muy atrevido, astuto y muy diestro en imitar y contrahacer la letra de cuantas manos quisiese. Este, a la postre, habiendo escrito muchas cosas falsamente, murió por esta causa. Habiendo después atormentado al capitán del cas­tillo, que arriba dijimos, no pudo Herodes entender ni al­canzar de éste algo conforme a las acusaciones; pero aunque ninguna certidumbre se pudiese alcanzar de todo cuanto pe­día, todavía mandó que sus hijos fuesen muy bien guardados, y dió a Euricles, que era la pestilencia de su casa y el autor de aquella maldad, cincuenta talentos, diciendo que le debía mucho y que era el que le había dado la salud y la vida.
Antes que la cosa se divulgase más, vínose Euricles co­rriendo a Arquelao, y dióle a entender cómo había reconciliado a Herodes con Alejandro, por lo cual recibió también aquí mucho dinero. Pasando luego de aquí a Acaya, usó de las mismas maldades y traiciones, pensando alcanzar más de lo mal ganado, pero a la postre todo lo perdió; porque fué acusado delante de César de que había revuelto toda Acaya y robado las ciudades, por lo cual le desterraron, y de esta manera le persiguieron ¡as penas que había hecho padecer a Aristóbulo y Alejandro.
Digna cosa me parece hacer comparación de Coo Evarato con este Esparciata, del cual hemos hasta aquí tratado; porque siendo a u' muy amigo de Alejandro, y habiendo venido en el el mismo tiempo que estaba Eurieles allí, pidiéndole el rey que le dijese si sabía algo en todas aquellas cosas de las cuales eran los mancebos acusados, respondió y juró que nunca tal había oído. Pero no aprovechó esto a los desdichados con Herodes, quien solamente daba oído a los acusadores y maldicientes, y juzgaba por muy amigo suyo el que creyese lo mismo que él creía, y se moviese con las mismas cosas.
Incitaba y movía también Salomé su crueldad contra los hijos, porque Aristóbulo, por ponerla en peligro y en revuel­tas, había enviado a decir a ésta, que era su tía y suegra, que se proveyese y mirase por sí; que el rey la quería matar por haberle otra vez hecho enojo y acechado; porque deseando casarse con el árabe Sileo, el cual sabía ella que era enemigo de Herodes, le descubría secretamente los enemigos del rey. Esto fué lo postrero y lo mayor, con lo cual fueron los mancebos atormentados, ni más ni menos que si fueran arrebatados por un torbellino. Luego Salomé vino al rey y descubrióle lo que Aristóbulo le aconsejaba. No pudiendo sufrir el rey esto, antes encendióse con muy gran ira, mandó atarlos cada uno por SÍ, y ponerlos apartados el uno del otro, que fuesen muy bien guardados.
Después mandó a Volumnio, maestro y capitán de la gente de guerra, y a un amigo suyo muy privado, llamado Olimpo, con todas las acusaciones que partiesen para donde César esta­ba, y llegado que hubieron a Roma, presentaron las letras del rey.
A César le pesó mucho por los mancebos, pero no tuvo bien quitar el derecho y poder que el padre tiene en los hijos y escribiále que fuese él de aquella causa justo juez como señor de su libre albedrío; pero que sería mejor si se quejaba de ellos y proponía su causa delante de todos sus parientes cercanos y regidores, quejándose de lo que contra él habían cometido, y que si los hallaba culpados dignamente en aquello de lo cual eran acusados, en la hora misma los hiciese morir; pero si hallaba que solamente habían pensado huir, que se contentase con pena y castigo mesurado.
Herodes obedeció a lo que César le había escrito, y ha­biendo llegado a Berito, adonde César le mandaba, juntó su consejo. Fueron presidentes aquellos a los cuales César había escrito; Saturnino y Pedanio fueron legados o embajadores, y con ellos el procurador Volumnio y los amigos y allegados del rey. También fué con ellos Salomé y Feroras. Después de éstos, los principales de Siria, excepto el rey Arquelao, porque He­rodes, o tenía por sospechoso, por ser suegro de Alejandro.
Pero fue muy cuerdo en no sacar a sus hijos al juicio, porque sabía que si los vieran, fácilmente se movieran a mi­sericordia todos los que habían de juzgarlos, y que si alcan­zaban licencia para responder, Alejandro sólo bastaba para deshacer todas las acusaciones y cuanto les era levantado. Esta­ban, pues, guardados en un lugar llamado Platane, el cual era de los sidonios.
Comenzando, pues, el rey sus acusaciones, hablaba como si los tuviera delante, y proponíales las asechanzas que le ha­bían buscado, algo temeroso, porque las pruebas para esto faltaban; pero decía muchas malas palabras, muchas injurias y afrentas, y muchas cosas que habían hecho contra él, y mostraba á los jueces cómo eran cosas aquellas más graves que la muerte. Al fin, como ninguno le contradijese, comenzóse a quejar de sí mismo, diciendo que alcanzaba una victoria muy amarga, pero rogóles a todos que cada uno dijese su parecer contra sus hijos. El primero fué Saturnino, que dijo merecer los mancebos pena, pero no la muerte: porque no es cosa lícita, ni le era permitido, teniendo allí presentes tres hijos, condenar a muerte los hijos de otro. Lo mismo pareció al otro legado, y a éstos siguieron algunos de los otros. Volumnio fué el pri­mero que pronunció la sentencia triste, los demás luego tras él, unos por envidia, otros por enemistad, y ninguno dijo que los hijos debían ser sentenciados, por enojo ni por indig­nación.
Estaba entonces toda Judea y toda Siria suspensa, aguar­dando el fin de esta tragedia, pero ninguno pensaba que Hero­des había de ser tan cruel que matase sus propios hijos.
Herodes trajo consigo a sus hijos a Tiro, y de allí los llevó luego, poniéndose en una nao hasta Cesárea, y comenzó a pensar a qué género de muerte los sentenciaría. Estando en esto, había un soldado viejo M rey, llamado por nombre Tirón, el cual tenía un hijo muy amigo y aliado con Alejandro; amaba él también mucho a estos mancebos, y con grande enojo rodeaba la ciudad, y gritaba con la voz muy alta, que la justicia era Pisada y que iba por bajo los pies, la verdad habla perecido, naturaleza estaba confusa, la vida de los hombres estaba ya muy llena de maldades, y más todo aquello que podía decir con enojo, menospreciando su vida. Después osando parecer delante del rey, dijo estas palabras: «Paréceme ser el más desdichado del mundo, pues das fe contra tus propios y amados hijos a los malos hombres del mundo; porque Feroras y Salomé tienen crédito contigo en todo cuanto contra tus hijos dicen, los cuales tú mismo has muchas veces juzgado por muy dignos de la muerte. ¿Y no ves que no entienden ni tratan otra cosa, sino que, hecho huérfano de tus justos herederos, quedes con solo Antipatro, deseando alzarse con el reino y prender al rey? Y piensa si será aborrecido de todos los soldados Antipatro por la muerte de sus hermanos. Ninguno hay que no tenga gran compasión de estos mancebos, y sepas que muchos príncipes están por ello muy enojados, y trabajan ya en mostrarte el enojo que por ello tienen." Diciendo estas cosas, nombraba por sus nombres todos aquellos a los cuales pesaba por ello y parecía cosa muy indigna y muy injusta.
Entonces un barbero del rey, llamado por nombre Trifón, no sé por qué locura movido, salió delante de Herodes mostrándose en medio de todos, y dijo: «A mí me persuadió este Tirón que cuando te afeitase, te degollase con mi navaja, y me prometía que si lo hiciese, Alejandro me daría muy grandes dones." Habiendo Herodes oído estas cosas, mandó prender a Tirón, a su hijo y al barbero, y mandóles dar tormento. Como Tirón y su hijo negasen, y el barbero no dijese ya algo, mandó atormentar más reciamente a Tirón; y el hijo, movido por tener gran lástima y piedad de su padre, prometió al rey descubrirle la verdad de todo cuanto pasaba, si mandaba perdonar a su padre y que cesasen los tormentos. Habiéndolo hecho Herodes, después de mandado librar de ello, dijo el hijo que su padre había tenido voluntad de matarle, movido para ello por Alejandro.
Bien conocían muchos que esto era fingido por el hijo, por librar a su padre de la pena y tormentos, aunque otros lo tenían por gran verdad. Pero Herodes, acusando a los príncipes de sus soldados y a Tirón, movió al pueblo contra ellos, de tal manera, que todos y el barbero también murieron a palos y a pedradas, y enviando sus hijos ambos a Sebaste, ciudad no muy lejos de Cesárea, mandólos ahogar, y puesta diligencia en este negocio, mandólos traer al castillo Alejandro, después de muertos, para que fuesen sepultados con Alejandro, abuelo de ellos de parte de la madre. Este, pues, fué el fin de la vida de Alejandro y Aristóbulo.
***




Capítulo XVIII
De la conjuración de Antipatro contra su padre.
 
Como Antipatro tuviese ya muy cierta esperanza del reino sin contradicción alguna, fué muy aborrecido por todo el pueblo, sabiendo todos que él había buscado asechanzas a sus hermanos por hacerlos morir, y no estaba él también sin temor muy grande, viendo que los hijos de los hermanos muer­tos crecían. Había dos hijos de Alejandro nacidos de Glafira; ­el uno se llamaba Tigranes, y el otro Alejandro. Había también de Arístóbulo y de Berenice, hija de Salomé, tres, el uno lla­mado Herodes, el otro Agripa, y el otro Aristóbulo, y dos hijas también que tuvo, la una llamada Herodia, y la otra Mariam­ma. Herodes había dejado a Glafira que se fuese con todo su dote a Capadocia después de haber muerto a Alejandro, y dio la mujer de Aristóbulo, Berenice, a un tío de Antipatro por mujer; porque Antipatro inventó este casamiento por recon­ciliarle y trabar amistad con Salorné, que antes solía estar muy enojada contra él.
También andaba por tomar amistad con Feroras, dán­dole muchos dones y haciéndole muchos servicios; lo mismo hacía con todos los que sabía que eran amigos de César, en­viando a Roma mucho dinero. Había dado muchos dones a Saturnino, con todos los otros que estaban en Siria; y cuanto él más daba, tanto más era aborrecido por todos, porque pa­recía no dar tanta riqueza por parecer liberal, cuanto por gastar todo esto por causa del gran miedo que tenla. De aquí procedía que no aprovechaba en la voluntad de aquellos que recibían sus dones, antes le eran mayores enemigos que aque­llos que no hablan recibido de él algo.
Mostrábase cada día más liberal en repartir las cosas y en hacer grandes dádivas, viendo cuán, contra la esperanza que él tenía, Herodes mostraba cuidado de los niños huérfanos, y entendía, por la lástima que le veía tener de los hijos, cuánto le pesase por los muertos. Y habiendo un día juntado todos sus deudos cercanos y amigos, estando delante los niños huér­fanos, hinchó sus ojos de lágrimas, y llorando dijo: "Una des­ventura muy triste me ha quitado los padres de éstos; pero la naturaleza y la misericordia que unos a otros debemos, me encomienda a mí los mozos. Quiero, pues, experimentar y probarme que, pues he sido padre desdichado y muy desven­turado, sea para éstos bien proveído abuelo, y dejarles he los amigo míos mayores para que después de yo muerto los pue­dan regir. Para esto, pues, prometo, oh Feroras, tu hija al hijo mayor de Alejandro por mujer, por que le seas curador y pa­riente, y a tu hijo, olí Antipatro, la hija de Aristóbulo, por­que de esta manera serás padre de la huérfana. A su hermana tomará mi Herodes, descendido de mi abuelo de parte de madre, que fué pontífice. Y de estas cosas esta es mi voluntad, y esto dejo ordenado, a lo cual ninguno de los que me aman contradiga ni repugne. Y ruego a Dios, por bien de mi reino y de mis nietos, que los junte como yo tengo señalado en casamientos, y que pueda ver a estos hijos mejormente, y lograr de ellos con mejores ojos que no he hecho de sus padres."
Después de haber hablado estas palabras, lloró algún poco e hizo que se diesen las manos derechas los muchachos, y salu­dando a cada uno de los demás que allí estaban, despidió todo el consejo y ajuntamiento. Luego Antipatro se apartó, y no hubo alguno de los mozuelos que ignorase cuánto pesar hubiese recibido Antipatro por aquello; porque pensaba que su padre le había quitado parte de su honra, y que en todo había peligro, si los hijos de Alejandro, además de tener a su abuelo Arquelao, tenían también al tetrarca Feroras por cu­rador y ayuda.
Pensaba también y veía cuán aborrecido era de todo el pueblo, por ver que había quitado la vida a los padres de aquellos muchachos: con esto todo el pueblo se movía a gran compasión. Veía cuán amados eran los muchachos de todos, y cuán gran memoria quedaba a todos los judíos de los que por su maldad habían sido muertos. Por tanto, determinó en todas maneras desbaratar aquellos desposorios y ajuntamien­tos. Temió comenzar por su padre, viendo que estaba muy vigilante y con gran cuidado en cuanto se hacia; pero atre­vióse a venir públicamente muy humilde, y pedirle en su pre­sencia que no lo privase de la honra, que pensaba y juzgaba ser él digno, y no le dejase el sólo nombre de rey, dejando a los otros el señorío; y no podía él alcanzar el señorío del reino, si aun además del abuelo Arquelao, era juntado por su suegro con los hijos de Alejandro, Feroras; y rogaba muy ahin­cadamente y con gran instancia que, por ser muchos los de la generación real, mudase aquellos casamientos. El rey tuvo nueve mujeres: de siete tenía hijos; de Doris, a Antipatro; de la hija del Pontífice, llamada Mariamma, tenía a Herodes, y de Maltaca de Samaria, a Antipatro y Arquelao; y una hija llamada Olimpíada que había sido mujer de su hermano Jo­sefo; y de Cleopatra, natural de Jerusalén, a Herodes y a Filipo y a Faselo; de Palada tenía también otras hijas más, Rojana y Salomé, la una de Fedra, y la otra habida de Elpide; y dos mujeres sin hijos, la una era su sobrina, y la otra hija de su hermano: hubo también de Marianima dos hijas, hermanas de Alejandro y de Aristóbulo.
Como hubiese, pues, tanta abundancia de hijos e hijas, deseaba Antipatro que se hiciesen otros casamientos, y que se juntasen de otra manera. Entendiendo el rey el ánimo de Antipatro y lo que tenía en el pensamiento contra los mu­chachos, hubo muy gran enojo, y fué muy airado, porque pensando en la muerte que había hecho padecer a sus hijos, temía que ellos en algún tiempo quisiesen pagarse de las acu­saciones que Antipatro había hecho contra sus padres; pero quísolo encubrir, mostrándose enojado con Antipatro, y di­ciéndole malas palabras.
Después, movido y persuadido Herodes con las lisonjas y buenas palabras de Antipatro, mudó lo que antes había orde­nado. Dió primeramente a Antipatro por mujer la hija de Aristóbulo, y su hijo a la hija de Feroras. De aquí se puede sacar muy fácilmente cuánto pudieron las lisonjas de Anti­patro, no habiendo podido Salomé antes alcanzar lo mismo en la misma causa, porque aunque ésta le era hermana y mu­ches veces se lo había suplicado, poniendo por medio a Julia, mujer de César, no había querido permitir que se casase con Sileo el árabe, antes dijo que la tendría muy enemiga si no dejaba tal pensamiento y deseo. Después la dió forzada y contra su voluntad por mujer a Alejo, amigo suyo; y de dos hijas suyas dió la una al hijo de Alejandro, y la otra al tío de Antipatro; y de las hijas de Mariamma, la una tenía el hijo de su hermana, Antipatro, y la otra Faselo, hijo de su hermano. Cortada, pues, la esperanza de sus pupilos, y jun­tados los parientes a placer y provecho de Antipatro, tenía ya muy cierta confianza; y juntándola con su maldad, no había quién lo pudiese sufrir, porque no pudiendo quitar el odio y aborrecimiento que cada uno te tenía, ásegurábase con el miedo que se hacía tener, obedeciéndole también Feroras como a propio rey.
Movían también nuevos ruidos y revueltas las mujeres en palacio, porque la mujer de Feroras, con su madre y her­mana y con la madre de Antipatro, hacían todas éstas muchas cosas atrevidamente y más de lo que acostumbraban, osando también injuriar con muchos de nuestros a dos hijas del rey, por lo cual era principalmente tenida en poco por Antipatro. Corno, pues, fuesen muy enojosas y muy aborrecidas estas mu­jeres, había otras que le obedecían en todo y seguían su vo­luntad: sola era Salomé la que trabajaba de ponerlas en dis­cordia, y decía al rey que no se venían a juntar allí por su bien. Sabiendo las mujeres cómo eran acusadas por ello y que Herodes había recibido enojo, guardáronse de allí ade­lante de juntarse manifiestamente, y no se mostraban tan familiares unas con otras como antes; fingían delante del rey que estaban discordes, y andaba de tal manera este negocio que delante de todos no dejaba de ofender Antipatro a Fero­ras; pero en secreto se juntaban y se habían grandes convite y tenían sus consejos de noche. Por ver esto tan secreto, se confirmó mucho la sospecha, sabiéndolo todo Salomé y con­tándoselo a Herodes. Y anojado por esto en gran manera, prin­cipalmente contra la mujer de Feroras, porque a ésta acusaba Salomé más que a las otras, y juntando todos sus amigos y parientes en consejo, dióles en la cara con las afrentas que había hecho a sus hijas, además de muchas otras cosas que dijo, y que había dado dádivas y muchos dones a los fariseos, por que se levantasen contra él; y habiendo dado ponzoñas a su her­mano, y hechizos, lo había puesto en grande enemistad con él Después, ya a la postre, tornando su habla a Feroras, pre­guntóle que a quien quería él más, a su hermano o a mujer, respondiéndole Feroras que primero carecería de la vida que de su mujer. Estando incierto de lo que debía hacer púsose a hablar con Antipatro, y mandóle que no tuviese que hacer con Feroras ni con su mujer, ni con algo que a ellos tocase. Obedecíale públicamente a lo que mostraba; mas secre­tamente, de noche estábase con ellos; y temiendo que Salomé lo hallase, hizo con los amigos que tenía en Italia que hubiese de partir para Roma, enviando ellos cartas de esto, en las cuales también mandó escribir que poco tiempo después par­tiese tras él Antipatro, porque convenía que hablase con César. Por lo cual Herodes, luego en la hora, lo envió muy en orden y muy proveído de todo lo necesario, dándole mu­cho dinero. Y dióle también que llevase consigo su testamento en el cual Antipatro estaba constituido rey, y heredero del reino, por sucesor de Antipatro, Herodes, nacido de Ma­riamma, hija del Pontífice.
El árabe Sileo también vino a Roma menospreciando el mandamiento de César, por averiguar con Antipatro todo aquello que antes había tratado con Nicolao.
Tenía éste con Areta, su rey, una grave contienda, cuyos amigos él habla muerto; y a Soemo, en la ciudad llamada Petra, el cual era hombre muy poderoso; y habiendo dado dinero a Fabato, procurador de César, teníale por que lo favo­reciese; pero dando Herodes mayor cantidad de dineros a Fa­bato, lo desvió de Sileo, y por vía de éste pedía lo que César mandaba. Como aquél le hubiese dado muy poco o casi nada, acusaba a Fabato delante de César diciendo que era dispen­sador, no de lo que a él convenía, pero de lo que fuese en provecho de Herodes. Movido a saña Fabato con estas cosas, siendo tenido aún por muy honrado por Herodes, manifestó los secretos de Sileo, y descubrióselos al rey diciendo que Sileo había corrompido con dinero a Corinto, su guarda, y que convenía mucho mirar por sí y tomar a éste preso. No dudó Herodes en hacerlo, porque este Corinto, aunque hubiese sido criado siempre en la Corte del rey, todavía era árabe de su natural. Poco después mandó no a éste solo, sino prendió tam­bién con él a otros dos árabes, el uno llamado Filarco, y el otro grande amigo de Sileo. Puesta la causa de éstos en juicio, confesaron que habían acabado con Corinto, dándole mucha cantidad de dineros, que matase a Herodes; disputada tam­bién esta causa por Saturnino, regidor entonces de Siria, fue­ron enviados a Roma.
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Capítulo XIX
 De la ponzoña que quisieron dar a Herodes, y cómo fué hallada.
 
Herodes en este tiempo apretaba mucho a Feroras que de­jase a su mujer, y no podía hallar manera para castigarla, teniendo muchas causas para ello; hasta tanto que, enojado en gran manera contra ella y contra el hermano, los echó a entrambos. Habiendo recibido Feroras esta injuria y sufrién­dola con buen ánimo, vínose a su tetrarquía, jurando que sólo la muerte de Herodes había de ser fin de su destierro, y que no le había de ver más mientras viviese. Por esto no quiso venir a ver a su hermano, aunque fuese muy rogado, estando enfermo, queriéndole aconsejar algunas cosas, por pensar ya que su muerte era llegada; pero convaleció, sin que de ello se tuviese esperanza.
Cayendo Feroras en enfermedad, mostró Herodes con él su paciencia; porque vínole a ver y quiso que fuese muy bien curado; pero no pudo vencer ni resistir a la dolencia, con la cual dentro de pocos días murió. Y aunque Herodes amó a éste hasta el postrer día de su vida, todavía fué divulgado que él había muerto con ponzoña. Trajeron su cuerpo a Jeru­salén, con el cual la gente hizo gran llanto e hizo que fuese muy noblemente sepultado; y así este matador de Alejandro y Aristóbulo feneció su vida.
Pasóse la pena y castigo de esta maldad en Antipatro, autor de ella, tomando principio en la muerte de Feroras: porque como algunos de sus libertos se hubiesen presentado muy tristes al rey, decían que su hermano Feroras había sido muerto con ponzoña, porque su mujer le había dado cierta cosa a comer, después de la cual luego había caído enfermo; que dos días antes había venido de Arabia una mujer hechi­cera, llamada por su madre y su hermana, para que diese a Feroras un hechizo amatorio, y que en lugar de aquél le había dado ponzoñoso, por consejo de Sileo, como muy conocida suya.
Estando el rey muy sospechoso por estas cosas, mandó prender algunas de las libertas y atormentarlas; y una de ellas, impaciente por el gran dolor, dijo con alta voz: "Dios, Regi­dor del cielo y de la tierra, tome venganza en la madre de Antipatro, que es causa de todas estas cosas." Pero sabido por principio esto, trabajaba por alcanzar la verdad y descu­brir todo el negocio. Descubriále la mujer la amistad de la madre de Antipatro con Feroras y con sus mujeres, y los secretos ayuntamientos que hacían; y que Feroras y Antipatro, viniendo de hablar con él, acostumbraban estarse toda la noche bebiendo juntamente ellos solos, echando todos los cria­dos y criadas fuera. Una de las libertas presas descubrió todo esto: y siendo atormentadas todas las otras, mostróse cómo unas con otras enteramente concordaban, por la cual cosa adrede habla Antipatro puesto diligencia en venirse a Roma, y Feroras de la otra parte del río: porque muchas veces habían ellos dicho, que después de la muerte de Alejandro y Aris­tóbulo, había Herodes de pasar a hacer justicia de ellos y de sus mujeres; pues era imposible que quien no había perdonado ni dejado de matar a Mariamma y a sus hijos, pudiese perdonar a la sangre de los otros, y que, por tanto, era mucho mejor huir y apartarse muy lejos de bestia tan fiera.
Muchas veces había dicho Antipatro a su madre, queján­dose de que él estaba ya viejo y blanco, y su padre de día en día se volvía más mancebo, que por ventura moriría pri­mero que comenzase a reinar, o que si moría después poco tiempo le podía durar el gozo de sucederle por rey. Además, que as cabezas de aquella hidra se levantaban ya, es a saber: los hijos de Alejandro y de Aristóbulo, y que por causa tam­bién de su padre, había perdido él la esperanza de tener hijos que fuesen algo, pues no había querido dejar la sucesión del reino, sino al hijo de Mariamma. Que en esto ciertamente él no atinaba, antes era muy gran locura, por lo cual no se debía creer su testamento; y que él trabajarla que no quedase raza de toda su generación. Y como fuese mayor el odio que tenía contra sus hijos, que tuvieron jamás cuantos padres fueron, tenía aún mayor odio, y mucho más aborrecía a sus hermanos propios. Que ahora postreramente le había dado cien talentos, por que no hablase con Feroras: y como Feroras dijese: "¿Qué daño le hacemos nosotros?" Antipatro habla respondido: "Plu­guiese a Dios que nos lo quitase todo, y nos dejase a lo menos vivir."' Pero no era posible que alguno huyese de las manos de bestia tan mortífera y tan Ponzoñosa, con la cual aun los muy amigos no podían vivir. Ahora, pues, nos habemos juntado aquí secretamente, licito nos será y posible mostrarnos a todos si somos hombres y si tenemos espíritu y manos.
Estas cosas manifestaron y descubrieron aquellas criadas estando en el tormento, y que Feroras habla determinado huir con ellas a Petra. Por lo que dijeron de los cien talentos, Herodes las creyó: porque a solo Antipatro había él hablado de ellos. La primera en quien mostró Herodes su furor y saña, fué la madre de Antipatro; y desnudándola de todos cuantos ornamentos le había dado, comprados con mucho tesoro, la echó de sí y abandonóla. Amansándose después de su ira, consolaba las mujeres de Feroras de los tormentos que habían padecido; pero tenía siempre gran temor y estábase muy ame­drentado: movíase fácilmente con toda sospecha, y daba tor­mento a muchos que estaban sin culpa alguna, por miedo de dejar entre ellos alguno de los que estaban culpados. Después vuelve su enojo contra el samaritano Antipatro, el cual era procurador de Antipatro; y por los tormentos que le dio, descubrió que Antipatro se habla hecho traer de Egipto, para matarlo, cierto veneno y ponzoña muy pestilencial por medio de un amigo de Antifilo; y que Theudion, tío de Antipatro, lo habla recibido y dado a Feroras, a quien Antipatro había encomendado y dado cargo de matar a Herodes, entretanto que él estaba fuera de allí, por evitar toda sospecha, y que Feroras había dado la ponzoña a su mujer para que la guardase.
Mandando el rey llevarla delante de sí, mandóle que tra­jese lo que le había sido encomendado. Ella entonces, saliendo como para traer aquello que le había sido pedido, dejóse caer del techo abajo por excusar todas las pruebas y librarse de todos los tormentos. Pero la providencia de Dios, según fácil­mente se puede juzgar, quiso, por que Antipatro lo pagase todo, salvarla, y hacer que cayendo no diese de cabeza, pero de lado solamente, con lo cual se libró de la muerte.
Traída delante del rey cuando había ya cobrado salud, porque aquel caso la había turbado mucho, preguntándola por qué se había así echado, prometiéndola el rey que la perdonaría si le contaba toda la verdad del negocio y que si preciaba más decirle falsedades, había de quitarle la vida y despedazar su cuerpo con tormentos, sin dejar algo para la sepultura, calló ella un poco, y después dijo: "¿Para qué guardo yo los secretos, siendo muerto Feroras y habiendo de servir a Anti­patro que nos ha echado a perder a todos? Oye, rey, lo que ¡quiero decirte, y quiero que Dios me sea testigo de lo que diré, el que no es posible sea engañado. Estando sentada cabe de Feroras a la hora de su muerte, llamóme en secreto que me llegase a él, y díjome: «Sepas, mujer, que me he engañado en gran manera con el amor de mi hermano, porque he abo­rrecido un hombre que tanto me amaba y había pensado » matarle, doliéndose él tanto de mí, aunque no soy aun muerto y teniendo tan gran dolor; pero yo me llevo el premio de tan grande crueldad como he usado con él: tráeme presto la ponzoña que tú guardas, aquella que Anti­patro nos dejó, y derrámala delante de mi, por que no lleve mi conciencia ensuciada de tal maldad, la cual tome de mí venganza en los infiernos." Hice lo que me mandaba; trá­jesela y eché gran parte de ella en el fuego delante de él mismo; guardéme algo de ella, para casos que suelen acontecer y por temor que tenía de ti."
Habiendo puesto fin a sus palabras, mostró una bujeta adonde lo tenía reservado: y el rey entonces pasó aquella contienda a la madre y hermano de Antifilo. Estos confesa­ban también que Antifilo había traído aquella bujeta consigo de Egipto, y que habla habido aquella ponzoña de un hermano suyo, que era médico en Alejandría.
Las almas de Alejandro y de Aristóbulo buscaban todo el reino por descubrir las cosas que estaban muy encubiertas, y hacían venir a probar su causa a los que de ellos estaban muy apartados y eran más ajenos, de toda sospecha. Pensó, final­mente, que también sabía su parte en estos consejos y tratos la hija del Pontífice Ramada Marianima: porque esto fué des­cubierto después que sus hermanos fueron atormentados. Y el rey castigó el atrevimiento de la madre con la pena que dió al hijo, quitando de su testamento a su hijo Herodes, el cual había quedado por heredero del reino.
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Capítulo XX
 De cómo fueron halladas y vengadas las traiciones y maldades de Antipatro contra Herodes.
 
No hubo tampoco de faltar en la prueba de estas cosas, por resolución y fe de todo lo probado contra Antipatro, Batilo, su liberto, el cual trajo consigo otra ponzoña, es a saber, veneno de serpientes muy ponzoñosas, para que si el primero no aprovechase, pudiese Feroras y su mujer armarse con este otro. Este mismo, además del atrevimiento que había emprendido contra su padre, tenía como obra consiguiente a su empresa las cartas compuestas por Antipatro con sus her­manos.
Estaban en este tiempo en Roma estudiando Arquelao y Filipo, mozuelos ya de grande ánimo y nietos del rey, de­seando Antipatro quitarles de allí, porque le estorbaban la esperanza que tenía, fingió ciertas cartas contra ellos él mis­mo, en nombre de los amigos que vivían en Roma, y habiendo corrompido algunos de ellos, les persuadió a escribir que estos mozos decían mucho mal de su abuelo y se quejaban públi­camente de la muerte de sus padres Alejandro y Aristóbulo, y sentían mucho que Herodes tan presto los llamase, porque había mandado ya que se volviesen, por lo cual Antipatro tenía gran pesar. Antes que partiesen, estando Antipatro aun en Judea, enviaba mucho dinero a Roma por que escribiesen tales cartas: y viniendo a su padre por evitar toda sospecha, fingía razones para excusarlos, diciendo que algunas cosas se habían escrito falsamente, y las otras se les debían perdonar como a mozos, porque eran liviandades de mancebos.
En este mismo tiempo trabajaba por encubrir las señales y apariencia que manifiestamente se mostraban, de los gastos que hacía en dar tanto dinero a los que tales cartas escribían: traía muy ricos vestidos, muchos atavíos muy galanos; compraba muchos vasos de oro y de plata para su vajilla, porque con estos gastos disimulase y encubriese los dones que había dado a los falsarios de aquellas cartas. Hallóse que había gas­tados en estas cosas doscientos talentos, y la causa y ocasión de todo esto había sido Sileo.
Pero todos los males estaban cubiertos con el mayor; y aunque los tormentos que habían dado a tantos gritasen y publicasen cómo había querido matar a su padre, y las cartas mostraban claramente que habla hecho matar a sus hermanos, no hubo algunos de cuantos venían de Judea que le avisase, ni le hiciese saber en qué estado estaban las cosas de su casa, aunque en probar esta maldad y en su vuelta de Roma, habían pasado siete meses, tan aborrecido era por todos; y acaso los que tenían voluntad de descubrirlo, se lo callaban por instiga­ción de las almas de los hermanos muertos.
Envió cartas de Roma que luego vendría, haciendo saber con cuánta honra le había César dado licencia para que se volviese; pero deseando el rey tener en sus manos a este ace­chador, temiendo que se guardase si por ventura lo sabía, él también fingió gran amor y benevolencia en sus cartas, escri­biéndole muchas cosas; y la que principalmente le encargaba, era que trabajase en que su vuelta fuese muy presto: porque si daba prisa en su venida, podría apaciguar la riña que tenía con su madre, la cual sabía bien Antipatro que había sido desechada.
Había recibido, estando en Trento, una carta en la cual le hacían saber la muerte de Feroras, y había llorado mucho por él y esto parecía bien a algunos que se doliese del tío, hermano de su padre; pero, según lo que se podía entender, la causa de aquel dolor era porque sus asechanzas y tratos no le habían sucedido a su voluntad; y no lloraba tanto la muerte de Feroras por serie tío, como por ser hombre que había enten­dido en aquellos maleficios, y era bueno para hacer otros tales.
Estaba también amedrentado por las cosas que había he­cho, temiendo fuese hallado o sabido por ventura lo que había tratado de la ponzoña. Y como estando en Cilicia le fuese dada aquella carta de su padre, de la cual hemos hablado arriba, apresuraba con gran prisa su camino; pero después que hubo llegado a Celenderis, vínole cierto pensamiento d su madre, adivinando su alma ya por sí misma todo lo que d verdad pasaba. Los amigos más allegados y más prudentes le aconsejaban que no se juntase con su padre antes de saber ciertamente la causa por la cual había sido echada su madre porque temían que se añadiese algo más a los pecados de si madre. Los menos prudentes y más deseosos de ver a su tierra que de mirar y considerar el provecho de Antipatro, aconse­jábanle que se diese prisa, por no dar ocasión de sospechar alzo viendo que se tardaba, y por que los malsines no tuviesen lugar para calumniarlo. Que si hasta allí se había hecho o movido algo, era por estar él ausente, porque en su presencia no había alguno que tal osara hacer; y que parecía cosa muy fea carecer de bien cierto por sospecha incierta, y no presentarse a su padre, y recibir el reino de sus manos, el cual pendía de él solo.
Siguió este parecer Antipatro, y la fortuna lo echó a Se­baste, puerto de Cesárea, donde vióse en mucha soledad, porque todos huían de él y ninguno osaba llegársele. Porque aunque siempre fué igualmente aborrecido, sólo entonces tenían libertad para mostrarle la voluntad y el odio.
Muchos no osaban venir delante U rey por el miedo que tenían, y todas las ciudades estaban ya llenas de la venida de Antipatro y de sus cosas. Sólo Antipatro ignoraba lo que se trataba de él.
No había sido hombre más noblemente acompañado hasta allí, que él en su partida pira Roma, ni menos bien recibido a su vuelta. Sabiendo él las muertes que habían pasado en los de su casa, encubríalas astutamente; y muerto casi de temor dentro el corazón, mostraba a todos gran contentamiento en la cara. No tenla esperanza de poder huir, ni podía salir de tantos males de que cercado estaba. No había hombre que le dijese algo de cierto de todo cuanto en su casa se trataba, porque el rey lo había prohibido bajo muy gran pena. Así, estaba una vez con esperanza muy alegre, haciendo creer que no se había hallado algo, y que si por dicha se había algo descubierto, con su atrevida desvergüenza lo excusaría, y con sus engaños, los cuales le eran como instrumentos para alcan­zar salud.
Armados, pues, con ellos, vínose al palacio con algunos amigos, los cuales fueron echados con afrenta de la puerta primera.
Quiso la fortuna que Varrón, regidor de Siria, estuviera allí dentro; y entrando a ver a su padre, con atrevimiento grande, muy osado, llegábase cerca como por saludarlo. Echándole Herodes, inclinando su cabeza a una parte un poco, dijo en voz alta: "Cosa es ésta de hombre que quiere matar a su padre, quererme ahora abrazar estando acusado de tantos ma­leficios y maldades. Perezcas, mal hombre impío, y no me toques antes de mostrarte sin culpa y excusarte de tantas mal­dades como eres acusado. Yo te daré juicio y por juez a Varrón, el cual se halló aquí a buen tiempo. Vete, pues, de aquí presto, y piensa cómo te excusarás para mañana; porque según tus maldades y astucias, pésame darte tanto tiempo."
Amedrentado mucho Antipatro con estas cosas, no pu­diendo responderle palabra, volvió el rostro y fuése. Como su madre y mujer le viniesen delante, contáronle todas las prue­bas que había hechas contra él: y él, volviendo entonces en sí, pensaba de qué manera se defendería.
Al otro día, juntando el rey consejo de todos sus amigos y allegados, llamó también los amigos de Antipatro; y estando él sentado junto a Varrón, mandó traer todas las pruebas y testigos contra Antipatro, entre los cuales había también unos que estaban ya presos de mucho tiempo, esclavos de la madre de Antipatro, los cuales habían traído de ésta ciertas cartas al hijo, escritas de esta manera:
"Porque tu padre entiende todas aquellas cosas, guárdate de venirte cerca, si no hubieres socorro de César."
Traídas, pues, estas cosas y muchas otras, entró Antipatro, y arrodillándose a los pies de su padre, dijo: «Suplícote, padre mío, no quieras juzgar de mí algo antes de dar oído y escu­char primero mi satisfacción enteramente; porque si tú quie­res, yo mostraré y probaré mi disculpa."
Entonces, mandándole con alta voz que callase, habló con Varrón lo siguiente:
"Ciertamente sé que tú, Varrón, y cualquier otro juez juz­gará a Antipatro por digno de la muerte. Terno mucho que tú mismo aborrezcas mucho mi fortuna, y me tengas por digno de toda desdicha, porque he engendrado tales hijos: pues por esta causa has de tener mayor compasión de mí por haber sido tan misericordioso contra tan malos hombres: por­que siendo aún aquellos dos primeros muy mozos, yo les había hecho donación de mi reino: y habiéndoles hecho criar en Roma, habíalos puesto en gran amistad con César; pero aquellos que había puesto para que imitasen a otros reyes, los he hallado enemigos de mi salud y de mi vida, cuyas muertes han aprovechado mucho a Antipatro: a éste buscaba segu­ridad, principalmente por haber de serme sucesor en el reino y por ser mancebo. Pero esta bestia, habiendo experimentado en mí más paciencia de la que debía yo mostrarle, quiso echar en mí su hartura; y parecíale vivir yo más de lo que le con­venía, no pudiendo sufrir mi vejez, por lo cual no quiso ser hecho rey sin que primero matase a su padre. Muy bien en­tiendo de qué manera vino a pensar esto, porque le saqué ¿el puesto donde estaba, menospreciando y echando los hijos que me habían nacido de la reina, y le había declarado por Vi­cario mío en mi reino, y después de mí por rey. Confiésote, pues, a ti, Varrón, en esto, el error grande que tenía asentado en mi entendimiento. Yo he movido estos hijos contra mí, pues por hacer favor a Antipatro, les corté todas las esperan­zas. ¿Qué me debían los otros, que no me debiese éste mucho más? Habiéndole concedido casi todo mi poder y mando, aun viviendo yo dejándole por heredero de todo mi reino, y además de haberle dado renta ordenada de cincuenta talentos cada año, cada día le hacía todos sus gastos con mis dineros, y habiéndose de ir para Roma, ahora le di trescientos talentos; y encomendélo a él sólo, como guarda de su padre, a César. ¡Oh! ¿Qué hicieron aquellos que fuese tan gran maldad, como las de Antipatro? ¿Qué indicios o pruebas tuve yo de aquellos, así corno tengo de las cosas de éste? Y aun de éste puedo probar que ha osado hacer algo el matador de su padre y perverso parricida, para que tú, Varrón, te guardes, pues aun piensa encubrir la verdad con sus engaños. Mira que yo conozco bien esta bestia, y veo ya de lejos que ha de defenderse con razones semejantes a verdad, y que te ha de mover con sus lágrimas. Este es el que en otro tiempo me solía amonestar que me guardase de Alejandro entretanto que vivía, y que no fiase mi cuerpo de todos; éste es el que solía entrarse hasta mi cámara, y mirar que alguno no me tuviese puestas asechan­zas: éste era el que me guardaba mientras yo dormía: éste me aseguraba: éste me consolaba en el llanto y dolor de los muertos: éste era el juez de la voluntad de los hermanos que quedaban en vida: éste era mi defensa y mi guarda. Cuando me acuerdo, y me viene al pensamiento, Varrón, su astucia, y cómo disimulaba cada cosa, apenas puedo creer que estoy en la vida y me maravillo mucho de qué manera he podido quitar y huir un hombre que tantas asechanzas me ha puesto por matarme. Pero pues mi desdicha levanta y revuelve mi propia sangre contra mí, y los más allegados me son siempre contra­rios y muy enemigos, lloraré mi mala dicha y geniiré mi soledad conmigo mismo. Pero ninguno que tuviere ser de mi sangre me escapará, aunque haya de pasar la venganza por toda mi generación."
Diciendo estas cosas, hubo que cortar su habla y callar por el gran dolor que le confundía; pero mandó a uno de sus amigos, llamado Nicolao, declarar todas las pruebas que se habían hallado contra Antipatro. Estando en esto, levantó Antipatro la cabeza, y quedando arrodillado delante de su padre, dijo con alta voz: "Tú, padre mío, has defendido mi causa, porque, ¿de qué manera había yo de buscarte ase­chanzas para darte la muerte, diciendo tú mismo que siempre te he guardado y defendido? Y si el amor y la piedad mía para ti, mi padre, dices que ha sido fingida y cautelosa, ¿cómo he sido en todas las cosas tan astuto, y en esta sola tan simple y sin sentido, que no entendiese que si los hombres no alcan­zaban tan gran maldad, no podía serle escondida al juez celestial, el cual está en todo lugar, y de allá arriba lo ve y mira todo? Por ventura, ¿ignoraba yo lo que mis hermanos debían hacer, de los cuales Dios ha tomado venganza manifies­tamente, porque pensaban mal contra ti? ¿Pues qué cosa ha ha­bido por la cual hubiese de ofenderme tu salud? ¿La esperanza de reinar? No, porque ya yo reinaba. ¿La sospecha de ser aborrecido? Menos, porque antes era muy amado. Por ven­tura, ¿algún miedo que yo tuviese de ti? Antes por guardarte, los otros huyen de mí, y me temían. Por ventura, ¿fué causa la pobreza? Mucho menos, porque, ¿quién hubo que tanto despendiese, y quién más a su voluntad?
"Si yo fuera el más perdido hombre del mundo, y tuviese, no ánimo de hombre, sino de bestia y muy cruel, debía cier­tamente ser vencido con los beneficios tantos y tan grandes que de ti he recibido como de padre verdadero, habiéndome, según tú has dicho' puesto en tu gracia y tenido en más que a todos los otros hijos, habiéndome declarado en vida tuya por rey, y con muchos otros bienes muy grandes que me has concedido, has hecho que todos me tuviesen envidia. ¡Oh, des­dichado yo y amarga partida y peregrinaje mío! ¡Cuánto tiempo y cuánto lugar he dado a mis enemigos para ejecutar su mala voluntad y envidia contra rní! Pero, padre mío, por ti y por tus cosas me había ya ido, por que no menospreciase Sileo tu vejez honrada; Roma es testigo del amor y piedad mía de verdadero hijo, y el príncipe y señor del universo, César, el cual me llamaba muchas veces amador de mi padre
"Toma, padre, estas cartas suyas. Estas son más verdaderas que no las acusaciones fingidas contra mí; con ellas me de­fiendo. Estos son argumentos y señal muy cierta de mi amor y afición de hijo. Acuérdate cuán forzado y cuán a mi pesar haya partido de aquí, sabiendo claramente las enemistades que muchos tienen con migo. Tú, oh padre, me has echado a perder imprudentemente y sin pensarlo. Tú has sido causa que diese yo tiempo y ocasión a todas las acusaciones contra mí; pero quiero venir a las señales que de ello tengo; todos me ven aquí presente, sin haber sufrido ni en la tierra ni en la mar algo que sea digno de un hijo que quiere matar a su padre; pero no me excuses aún ni me ames por esto, porque yo sé que soy delante de Dios y delante de ti, mi padre, conde­nado. Y corno tal te ruego que no des fe a lo que los otros han confesado en sus tormentos; venga el fuego contra mí, abráseme las entrañas y desháganlas a pedazos los instru­mentos que suelen dar pena; no perdones a cuerpo tan malo, porque si yo soy matador de mi padre, no debo escapar sin gran pena y sin gran tormento."
Diciendo con gritos y voces altas lo presente, derramando muchas lágrimas y dando gemidos, movió a todos, y a Varrón también, a misericordia; sólo Herodes, con la gran ira que tenía, no lloraba, estando tan bien visto en la verdad de aquel negocio y en las pruebas.
Nicolao dijo allí muchas cosas, por mandado del rey, de las astucias y maldades de Antipatro, con las cuales quitó la esperanza de tener de él misericordia, y comenzó una grave acusación, imputándole todos los maleficios y maldades que se habían hecho en el reino, pero principalmente las muertes de sus hermanos, las cuales mostraba haber acontecido por calumnias de él, y que, no contento con ellas, aun acechaba a los que vivían, como que le hubiesen de quitar la herencia y sucesión en el reino. Porque aquel que da ponzoña a su padre, mucho más fácilmente y con menos miedo la daría a sus hermanos. Viniendo después a probar la verdad de la ponzoña, mostraba las confesiones por su orden, aumentando también la maldad de Feroras, como que Antipatro le hubiera hecho matador de su hermano; y habiendo corrompido los mayores amigos del rey, había henchido de maldad toda la Casa Real. Habiendo dicho, pues, estas y muchas cosas tales, y habiéndolas todas probado, acabó.
Mandó Varrón a Antipatro que respondiese, al cual no :respondió ni dijo otra cosa sino "Dios es testigo de mi inocencia y disculpa". Y estando echado en tierra, humilde y callado, pidió Varrón la ponzoña, y dióla a beber a uno de los conde­nados a morir; y siendo en la misma hora muerto, habiendo hablado algo en secreto con Herodes,  escribió todo lo que se ha­bía tratado en el Consejo, y al otro día después se partió de allí.
Pero el rey, con todo esto, dejando a Antipatro muy auen recaudo, envió embajadores a César, haciéndole saber lo que se había tratado de su muerte.
También era acusado Antipatro de que había acechado a Salomé Por matarla. Había venido un criado o esclavo de Antifilo, de Roma, con cartas de una cierta criada de Julia, llamada Acmes, con las cuales le hacía saber al rey cómo entre las cartas de Julia se hablan hallado ciertas cartas de Salomé, escritas por mostrarle la buena voluntad que le tenía. En las cartas de Salomé había muchas cosas dichas malamente contra el rey, y muy grandes acusaciones; pero todo esto era fingido por Antipatro, el cual, habiendo dado mucho dinero a Acmes, la había persuadido que las escribiese y enviase a Herodes, porque la carta escrita por esta mujercilla lo manifestó, cuyas palabras eran éstas: "Yo he escrito a tu padre, según tu vo­luntad, y le he enviado otras cartas, con las cuales ciertamente sé que el rey no te podrá perdonar si las viere y le fueren leídas. Harás muy bien si después de hecho todo, te tienes a lo prometido y te acordares de ello." Hallada esta carta y todo lo que fué fingido contra Salomé, vínole al rey el pen­samiento de que fuese por ventura muerto Alejandro por falsas informaciones y cartas fingidas; y fatigábase pensando que casi hubiera muerto a su hermana por causa de Antipatro. No quiso, pues, esperar más ni tardar en tomar venganza y cas­tigo de todo en Antipatro; pero sucedióle una dolencia muy grave, la cual fué causa de no poder poner por obra ni ejecutar lo que había determinado.
Envió, con todo, letras a César, haciéndole saber lo de la criada Acrnes, y de lo que habían levantado a Salomé; y por esto mudó su testamento, quitando el nombre de Antipatro.
Hizo heredero del reino a Antipa, después de Arquelao y de Filipo, hijos mayores, porque también a éstos habla acechado Antipatro y acusado falsamente. Envió a César, además de muchos otros dones y presentes, mil talentos, y a sus amigos libertos, mujer e hijos, casi cincuenta; dió a todos los otros muchos dineros y muchas tierras y posesiones; honró a su hermana Salomé con dones también muy ricos, y  corrigió lo que hemos dicho en su testamento.
***


Capítulo XXI
 Del águila de oro y de la muerte de Antipatro y Herodes.
 
Acrecentábasele la enfermedad cada día, fatigándole mucho su vejez y tristeza que tenía siendo ya de setenta años; tenía su ánimo tan afligido por la muerte de sus hijos, que cuando estaba sano no podía recibir placer alguno. Pero ver en vida a Antipatro, le doblaba su enfermedad, a quien quería dar la muerte muy de pensado en recobrando la salud.
Además de todas estas desdichas, no faltó tampoco cierto ruido que se levantó entre el pueblo. Había dos sofistas en la ciudad que fingían ser sabios, a los cuales parecía que ellos sabían todas las leyes, muy perfectamente, de la patria, por lo cual eran de todos muy alabados y muy honrados. El uno era judas, hijo de Seforeo, y el otro era Matías, hijo de Margalo. Seguíalos la mayor parte de la juventud mientras declaraban las leyes, y poco a poco cada día juntaban ejército de los más mozos; habiendo éstos oído que el rey estaba muy al cabo, parte por su tristeza y parte por su enfermedad, ha­blaban con sus amigos y conocidos, diciendo que ya era venido el tiempo para que Dios fuese vengado, y las obras que se habían hecho contra las leyes de la patria, fuesen destruidas; porque no era lícito, antes era cosa muy abominable, tener en el templo imágenes ni figuras de animales, cualesquiera que fuesen.
Decían esto, por que encima de la puerta mayor del templo había puesta un águila de oro. Y aquellos sofistas amonestaban entonces a todos que la quitasen, diciendo que sería cosa muy gentil que, aunque se pudiese de allí seguir algún peligro, mos­ trasen su esfuerzo en querer morir por las leyes de su patria; porque los que por esto perdían la vida, llevaban su ánima inmortal, y la fama quedaba siempre, si por buenas cosas era ganada; pero que los que no tenían esta fortaleza en su ánimo, amaban su alma neciamente, y preciaban más de morir por dolencia que usar de virtud.
Estando ellos en estas cosas, hubo fama entre todos que el rey se moría; Con esta nueva tomaron mayor ánimo todos los mozos, y pusieron en efecto su empresa más osadamente; y luego, después de mediodía, estando multitud de gente en el templo, deslizándose por unas maromas, cortaron con hachas el águila de oro que estaba en aquel techo. Sabido esto por el capitán del rey, vino aprisa, acompañado de mucha gente; prendió casi cuarenta mancebos, y presentóselos al rey, los cuales, siendo interrogados primero si ellos habían sido los destructores del águila, confesaron que si; preguntáronles más, que quién se lo había mandado. Dijeron que las leyes de su patria. Preguntados después por qué causa estaban tan con­tentos estando tan cercanos de la muerte, respondieron que porque después de ella tenían esperanza de que habían de gozar de muchos bienes.
Movido el rey con estas cosas, pudo más su ira que su enfermedad, por lo cual salió a hablarles; y después de haberles dicho muchas cosas como sacrilegos, y que con excusa de guardar la ley de la patria habían tentado de hacer otras cosas, Juzgólos por dignos de muerte como hombres impíos. El pueblo, cuando vió esto, temiendo que se derramase aquella pena entre muchos más, suplicaba que tomase castigo en los que hablan persuadido tal mal, y en los que habían preso en la obra, y que mandase perdonar a todos los demás; alcanzando al fin esto del rey, mandó que los sofistas y los que habían sido hallados en la obra, fuesen quemados vivos, y los otros que fueron presos también con aquellos, fueron dados a los verdugos, para que ejecutasen en ellos sentencia y los hiciesen cuartos.
. Estaba Herodes atormentado con muchos dolores, tenía calentura muy grande, y una comezón muy importuna por todo su cuerpo, y muy intolerable. Atormentábanle dolores del cuello muy continuos; los pies se le hincharon como entre cuero y carne; hinchósele también el vientre, y pudríase su miembro viril con muchos gusanos; tenía gran pena con un aliento tras otro; fatigábanle mucho tantos suspiros y un en­cogimiento de todos sus miembros; y los que consideraban esto según Dios, decían que era venganza de los sofistas; y aunque él se veía trabajado con tantos tormentos y enfermedades como tenía, todavía deseaba aún la vida y pensaba cobrar salud pensando remedios; quiso pasarse de la otra parte del Jordán y que le bañasen en las aguas calientes, las cuales entran en aquel lago fértil de betún, llamado Asfalte, dulces para beber. Echado allí su cuerpo, el cual querían los médicos que fuese consolado y untado con aceite, se paró de tal manera, que torcía sus ojos como si muerto estuviera; y perturbados los que tenían cargo de curarle allí, pareció que con los clamores que movían, él los miró.
Desconfiando ya de su salud, mandó dar a sus soldados cincuenta dracmas, y mandó repartir mucho dinero entre los regidores y amigos que tenía; y como volviendo hubiese lle­gado a Hiericunta corrompida su sangre, parecía casi ame­nazar él a la muerte. Entonces pensó una cosa muy mala y muy nefanda, porque mandando juntar los nobles de todos los lugares y ciudades de Judea en un lugar llamado Hipódro­mo, mandólos cerrar allí. Después, llamando a su hermana Salomé y al marido de ésta, Alejo, dijo: "Muy bien sé que los judíos han de celebrar fiestas y regocijos por mi muerte, pero podré ser llorado por otra ocasión, y alcanzar gran honra en mi sepultura, si hiciereis lo que yo os mandare; matad todos estos varones que he hecho poner en guarda, en la hora que yo fuere muerto, porque toda Judea y todas las casas me hayan de llorar a pesar y a mal grado de ellas."
Habiendo mandado estas cosas, luego al mismo tiempo se tuvieron cartas de Roma, de los embajadores que había en­viado, los cuales le hacían saber cómo Acmes, criada de Julia, había sido por mandamiento de César degollada, y que An­tipatro venía condenado a muerte. También le permitía César que si quisiese más desterrarlo que darle muerte, lo hiciese muy francamente.
Húbose con esta embajada alegrado y recreado algún poco Herodes; pero vencido otra vez por los grandes dolores que padecía, porque la falta de comer y la tos grande le ator­mentaba en tanta manera que él mismo trabajó de adelantarse a la muerte antes de su tiempo, y pidió una manzana y un cu­chillo también, porque así la acostumbraba de comer; después, mirando bien no hubiese alrededor alguno que le pudiese ser impedimento, alzó la mano como si él mismo se quisiese matar, pero corriéndole al encuentro Archiabo, su sobrino, y habiéndole tenido la mano, levantóse muy gran llanto y gritos de dolor en el palacio, como si el rey fuera muerto.
Oyéndolo Antipatro, tomó confianza, y muy alegre con esto, rogaba a sus guardas que le desatasen y dejasen ir, y pro­metíales mucho dinero, a lo cual no sólo no quiso el principal de ellos consentir, y lo hizo luego saber al rey.
El rey entonces, levantando una voz más alta de lo que con su enfermedad podía, envió luego gente para que ma­tasen a Antipatro, y después de muerto lo mandó sepultar en Hircanio.
Corrigió otra vez su testamento y dejó por sucesor suyo a Arquelao, hijo mayor, hermano de Antipa, e hizo a Antipa tetrarca o procurador del reino.
Pasados después cinco días de la muerte del hijo, murió Herodes, habiendo reinado treinta y cuatro años después que mató a Antígono, y treinta y siete después que fué declarado rey por los romanos. En todo lo demás le fué fortuna muy próspera, tanto como a cualquier otro; porque un reino que había alcanzado por su diligencia, siendo antes un hombre bajo y habiéndolo conservado tanto tiempo, lo dejó después a sus hijos.
Pero fué muy desdichado en las cosas de su casa y muy infeliz. Salomé, juntamente con su marido, antes que supiese el ejército la muerte del rey, había salido para dar libertad a los presos que Herodes mandó matar, diciendo que él había mudado de parecer y mandado que cada uno se fuese a su casa. Después que éstos fueron ya libres y se hubieron partido, fuéles descubierta la muerte de Herodes a todos los soldados.
Mandados después juntar en el Anfiteatro en Hiericunta, Ptolomeo, guarda del sello del rey, con el cual solía sellar las cosas del reino, comenzó a loar al rey y consolar a toda aquella muchedumbre de gente. Leyóles públicamente la carta que Herodes le había dejado, en la cual rogaba a todos ahincada­mente que recibiesen con buen ánimo a su sucesor; y después de haberles leído sus cartas, mostróles claramente su testa­mento, en el cual habla dejado por heredero de Trachón y de aquellas regiones de allí cercanas, procurador a Antipa, y por rey a Arquelao; y le había mandado llevar su sello a César, y una información de todo lo que había administrado en el remo, porque quiso que César confirmase todo cuanto él había ordenado, como señor de todo; pero que lo demás fuese cumplido y guardado según voluntad de sutestamento.
Leído el testamento, levantaron todos grandes voces, dando el parabién a Arquelao, y ellos y el pueblo todo, discurriendo por todas partes, rogaban a Dios que les diese paz, y ellos de su parte también la prometían. De aquí partieron a poner diligencia en la sepultura del rey; celebróla Arquelao tan hon­radamente como le fué posible; mostró toda su pompa en honrar el enterramiento, y toda su riqueza; porque habíanlo puesto en una cama de oro toda labrada con perlas y piedras preciosas; el estrado guarnecido de púrpura; el cuerpo venía también vestido de púrpura o grana; traía una corona en la cabeza, un cetro real en la mano derecha; alrededor de la cama estaban los hijos y los parientes; después todos los de su guarda; un escuadrón de gente de Tracia, de alemanes y francos, todos armados y en orden de guerra, iban delante; todos los otros soldados seguían a sus capitanes después muy conve­nientemente. Quinientos esclavos y libertos traían olores; y así fué llevado el cuerpo camino de doscientos estadios al castillo llamado Herodión, y allí fué sepultado, según él mismo había mandado. Este fué el fin de la vida y hechos del rey Herodes.

Fin del Primer Libro








i ¿No es esto lo que ocurre hoy día con los pastores modernistas? Cuán cierto es lo que dice Salomón en Eclesiastés 1:9, es decir, que la Historia se repite.

ii Decíase este lugar así por la buena gobernación que tenía.

iii Escitópolis estaba en la Siria, y era una de las diez ciudades de una provincia de Siria.

iv Ciudadanos de Séforis.

v Entiende Agripa el mozo.
vi Quiero decir uno de los cuatro Príncipes entre los cuales está repar­tida una provincia.

vii Quiere decir que en Séforis estaban las escrituras originales, la cobranza del dinero perteneciente al Rey.


1 comentario:

Anónimo dijo...

ESTIMADOS HERMANOS:
Solicito mi sumo sacerdocio superior al del arcángel San Miguel.

Atentamente:
Jorge Vinicio Santos Gonzalez,
Documento de identificacion personal:
1999-01058-0101 Guatemala,
Cédula de Vecindad:
ORDEN: A-1, REGISTRO: 825,466,
Ciudadano de Guatemala de la América Central.