PROLOGO
Son importantísimas las obras de Flavio Josefo para la buena
comprensión de los documentos del Nuevo Testamento. Puede decirse
que sin el libro Antigüedades de los Judíos y todavía
más, sin la obra que tenemos el placer de poner en manos de nuestros
apreciados lectores: LAS GUERRAS DE LOS JUDIOS sería imposible
representarnos el periodo greco romano de la historia de
Israel.
La autobiografía de Josefo, que aparece en el tomo I, ha sido
tachada de excesivamente favorable a su propio autor, y por cierto
que lo es; pero creemos que con mucha razón. El mismo relata su
procedencia de una familia de alta jerarquía sacerdotal. Nació
en el año 37 6 38 de nuestra Era (o sea, en los mismos inicios del
Cristianismo, para tener una referencia comparativa con nuestros
documentos cristianos) y en el primer año del reinado de Caligula
(para establecer una relación con la historia romana). Realizó
estudios brillantes de lo que también se
lisonjea , de suerte que a los 14 años ya era consultado
acerca de algunas interpretaciones de la ley. Conoció las sectas
principales en que se dividían entonces los Míos, y nos dice que
estuvo tres años en el desierto bajo la dirección de un ermitaño
llamado Banos, probablemente esenio o relacionado con la secta
de los esenios, aunque el mismo Josefo no lo dice. Cuando creyó
estar suficientemente instruido, dejó su retiro y se adhirió
al fariseísmo. Por este tiempo los judíos se dividían en tres
sectas princípiales: los saduceos, los fariseos y los esenios.
Representaban la derecha, la izquierda y la extrema izquierda
del legalismo judío.
Los saduceos se reclutaban entre la nobleza, los
sacerdotes y los que hoy llamaríamos intelectuales; eran
secuaces del helenismo y no creían en una misión especial de
carácter sagrado por parte de los Míos como consecuencia del
llamamiento de Abraham. No admitían ni la fe en la
resurrección de los muertos ni la angeología de los fariseos,
y no tenían simpatía alguna por el Mesianismo. Los encontramos can
frecuencia unidos con los sacerdotes y escribas como enemigos
confederados de Jesucristo, ya que, aunque parezca incongruente,
algunos de los sacerdotes pertenecían a esta secta escéptica.i
Eran los políticos realistas, a quienes parecía utópica la
idea de una dominación Mía del mundo. Formaban una minoría
muy pequeña, pero grandemente influyente en los días de
Cristo.
Los fariseos, en cambio, pertenecían a la clase media del pueblo, y
formaban un partido legalista estrictamente judío. Sostenían que
los Míos debían ser un pueblo santo, dedicado a Dios. Su reino era
el Reino de Dios. Se destacaban mucho en la sinagoga, donde el pueblo
recibía instrucción de los más cultos entre ellos, y eran muy
admirados por tal razón por el pueblo; pero Jesús descubre entre
ellos mucha hipocresía. Sauto de Tarso era uno de los pocos fariseos
sinceros, y fue escogido por el Señor.
En cuanto a los esenios, sabemos que formaban una pequeña
minoría religiosa que vivían en comunidades, de un modo muy
parecido a los frailes de nuestros; pero su ideal era tanto político
como religioso. Procuraban poner en práctica un humanitarismo muy
estricto, un verdadero reino de Dios sin ninguna restricción de
Estado, sin leyes civiles ni religiosas, pero de absoluta obediencia
al superior, llamado el Maestro de Justicia.
Los esenios se consideraban como el pueblo escatológico de Dios,
pues creían que su cumplimiento de la ley traería la intervención
divina en forma de una guerra quería fin a todos los gobiernos de la
Tierra; por tanto, para la admisión en la secta se requería un
noviciado de dos o tres altos, la renuncia a la propiedad privada y,
en muchos casos, al matrimonio. Una vez aceptado el nuevo miembro,
trabajaba en agricultura y artes manuales, pero sobre todo se
dedicaba al estudio de las Escrituras. Tenían asambleas
comunitarias y practicaban abluciones diarias y exámenes de
conciencia.
El descubrimiento de las cuevas de Qumram nos ha proporcionado
en estos últimos altos muchos datos acerca de la vida de esta
comunidad judía y su partido dentro del pueblo de Israel, más que
aquello que tenemos de los fariseos y saduceos, aunque éstos
habían sido, hasta hoy, más conocidos por las abundantes
referencias que de ellos tenemos en el Nuevo Testamento.
Tal era, poco más o menos, el cuadro social, político y religioso
de Israel en tiempos de Josefo y asimismo en tiempos de
Jesucristo y sus apóstoles , y ello es lo que hace fascinantes
los relatos de Josefo, por sus coincidencias con el Nuevo
Testamento, que acreditan la veracidad histórica de los libros
sagrados.
En el año 64, Josefo fue encargado de ir a Roma con la misión de
solicitar la libertad de dos fariseos detenidos por la autoridad
romana. Allí fue presentado a Popea, a la que halló bien dispuesta
en favor del pueblo Mío, como resultado de los informes que habla
recibido de un comediante judío llamado Alitiros. Gracias a Popea,
Josefo obtuvo éxito en su demanda: sus compatriotas fariseos fueron
puestos en libertad y, por añadidura, recibió de la emperatriz
algunos regalos.
Se cree que de esa estancia en Roma provino su sentimiento, si
no de lealtad inmediata hacia los romanos, por lo menos la convicción
de que el poder romano era invencible, y desafiarlo constituía
una locura de los judíos. Cuando, poco después de regresar a Judea,
estalló la revuelta del año 66 se puso a su servicio, pero con una
confianza ya desfallecida por anticipado.
A pesar de su convicción pro romana que le presentaba la
empresa como una alucinación de los patriotas judíos, no rehuyó su
concurso a la lucha. Encargado seguramente par
Josué ben Gamala de defender Galilea, acaso no puso
mucho ardor en esa tarea. El lector encontrará en estas páginas
cómo fue sitiado por Vespasiano en la fortaleza de Jotapata y las
tretas con que se defendió. La rendición fue en condiciones
poco gloriosas, reputada más bien como vergonzosa por los patriotas
judíos, y la acogida que encontró inmediatamente ante el
vencedor nos hace comprender cuál era su estado de ánimo y la
influencia que había recibido de su estancia en Roma.
Desde el campo de los romanos pudo enterarse con muchos detalles del
sitio de Jerusalén, y desde él instó en vano a los Míos a
apresurar su capitulación, pues temía para sus compatriotas
las consecuencias de su terquedad.
Después de la toma y saqueo de la ciudad santa, creyó sensato
escapar a la probable venganza de algunos patriotas exaltados que
criticaban su conducta, y siguió a Tito a Roma. Allí le fue
concedida la ciudadanía romana y tomó el nombre de Flavio
(Flavius), como convenía al judío importante que frecuentaba el
trato de Vespasiano y de Tito.
Como quiera que se trata de un hambre que sabía manejar bien la
pluma, tanto cuando escribía en arameo como en griego, los eruditos
lamentan que no dé más detalles de las fuentes que utilizó para su
trabajo; pero el ser testigo de vista dice mucho en su favor, ya que
habla de su experiencia, aunque es de notar que más que historiador
es un apologista que acumula deliberadamente hechos de su especial
interés.
Josefo fue un hombre de acción, guerrero, estadista y diplomático.
Por fuerza había de teñir con colores personales los hechos que
refiere, de los cuales no ha sido solamente un espectador, sino
un actor apasionado.
Josefo repite sus protestas de que ha escrito sólo para quienes aman
la verdad. y no para los que se deleitan con relatos ficticios.
Advierte que no ha de admirarse tanto la belleza de su estilo como la
sujeción a la verdad; pero el hecho real es que no es un
escritor desmañado. Al contrario, emplea con bastante éxito los
recursos del arte literario. Y los discursos que pone en boca de
algunos de sus personajes son bellos y bien probables, si no
literalmente exactos.
Por ello, todos los historiadores a través de veinte siglos, a pesar
de las críticas de que han sido objeto su libros, han tenido que
recurrir a ellos como una valiosa fuente de información.
Sobre todo para los cristianos ' las obras de Josefo son de un
indudable e inapreciable valor histórico para cotejarlas con los
relatos inspirados que tenemos en el Nuevo y aun en el Antiguo
Testamento.
***
PROLOGO
D E
FLAVIO JOSEFO
A LOS SIETE LIBROS DE LAS GUERRAS DE LOS JUDÍOS
Porque la guerra que los romanos hicieron con los judíos es la mayor
de cuantas muestra edad y nuestros tiempos vieron, y mayor que
cuantas hemos jamás oído de ciudades contra ciudades y de gentes
contra gentes, hay algunos que la escriben, no por haberse en
ella hallado, recogiendo y juntando cosas vanas e indecentes a las
orejas de los que las oyen, a manera de oradores: y los que en ella
se hallaron, cuentan cosas falsas, o por ser muy adictos a los
romanos, o por aborrecer en gran manera a los judíos,
atribuyéndoles a las veces en sus escritos vituperio, y otras
loándolos y levantándolos; pero no se halla m ellos jamás la
verdad que la historia requiere; por tanto, yo, Josefo, hijo de
Matatías, hebreo, de linaje sacerdote de Jerusalén, pues al
principio peleé con los romanos, y después, siendo a ello por
necesidad forzado, me hallé en todo cuanto pasó, he
determinado ahora de hacer saber en lengua griega a todos cuantos
reconocen el imperio romano, lo mismo que antes había escrito a los
bárbaros en lengua de mi patria: Porque cuando, como dije, se movió
esta gravísima guerra, estaba con guerras civiles y domésticas muy
revuelta la república romana.
Los judíos, esforzados en la edad, pero faltos de juicio, viendo que
florecían, no menos en riquezas que en fuerzas grandes, supiéronse
servir tan mal ¿el tiempo, que se levantaron con esperanza de
poseer el Oriente, no menos que los romanos con miedo de perderlo, en
gran manera se amedrentaron. Pensaron los judíos que se habían
de rebelar con ellos contra los romanos todos los demás que de la
otra parte del Eufrates estaban. Molestaban a los romanos los galos
que les son vecinos: no reposaban los germanos: estaba el universo
lleno de discordias después JA imperio de Nerón; había muchos
que con la ocasión de los tiempos y revueltas tan grandes,
pretendían alzarse con el imperio; y los ejércitos todos, por tener
esperanza de mayor ganancia, deseaban revolverlo todo.
Por cosa pues, indigna, tuvo que dejar de contar la verdad de lo que
en cosas tan grandes pasa, y hacer saber a los partos, a los de
Babilonia, a los más apartados árabes y a los de mi nación que
viven de la otra parte del Eufrates, y a los adiabenos, por
diligencia mía, que tal y cual haya sido el principio de tan gran
guerra, y cuántas muertes, y qué estrago de gente pasó en ella, y
qué fin tuvo; pues los griegos y muchos de los romanos, aquellos ti
lo menos que no siguieron la guerra, engañados con mentiras y con
cosas fingidas con lisonja, no lo entienden ni lo alcanzan, y osan
escribir historias; las cuales, según mi parecer, además que
no contienen cosa alguna de lo que verdaderamente pasó, pecan
también en que Pierden el hilo de la historia, y se pasan a contar
otras cosas; Porque queriendo levantar demasiado a los romanos,
desprecian en gran manera a los judíos y todas sus cosas. No
entiendo, Pues, yo ciertamente cómo pueden parecer grandes los que
han acabado cosas de poco. No se avergüenzan DEL largo tiempo
que en la guerra gastaron, mi de la muchedumbre de romanos que en
estas guerras largo tiempo con gran trabajo fueron detenidos, mi
de la grandeza de los capitanes, cuya gloria, en verdad, es
menoscabada, si habiendo trabajado y sufrido mucho por ganar a
Jerusalén, se les quita porte o algo del loor que, por haber tan
Prósperamente acabado cosas tan importantes, merecen.
No he determinado levantar con alabanzas a íos míos, por
contradecir a los que dan tanto loor y levantan tanto a los romanos:
antes quiero contar los hechos de los amos y de los otros, sin
mentira y sin lisonja, conformando las palabras con los hechos,
perdonando al dolor y afición en llorar y lamentar las muertes y
destrucciones de mi patria y ciudades; porque testigo es de ello el
emperador y César Tito, que lo ganó todo, como fue destruido por
las discordias grandes de los naturales, los cuales forzaron,
juntamente con los tiranos grandes que se habían levantado, que los
romanos pusiesen fuego a todo, y abrasasen el sacrosanto templo,
teniendo todo el tiempo de la guerra misericordia grande del pobre
pueblo, al cual era prohibido hacer lo que quería por aquellos
revolvedores sediciosos; y aun muchas veces alargó su cerco más
tiempo de lo que fuera necesario, por no destruir la ciudad,
solamente Porque los que eran autores de tan gran guerra, tuviesen
tiempo para arrepentirse.
Si por ventura alguno viere que hablo mal contra los tiranos o
de ellos, o de los grandes latrocinios y robos que hacían, o que me
alargo en lamentar las miserias de mi Patria, algo más de lo que la
ley de la verdadera historia requiere, suplícole dé perdón al
dolor que a ello me fuerza; porque de todas las ciudades que
reconocen y obedecen al imperio de los romanos, no hubo alguno que
llegase jamás a la cumbre de toda felicidad, sino la nuestra;
ni hubo tampoco alguna que tanto miseria padeciese, y al fin
fuese tan miserablemente destruida.
Si finalmente quisiéramos comparar todas las adversidades y
destrucciones que después de criado el universo han acontecido
con la destrucción de los judíos, todas las otras son ciertamente
inferiores y de menos tomo; pero no podemos decir haber sido de ellas
autor ni causa hombre alguno extraño, por lo cual será
imposible dejar de derramar muchas lágrimas y quejas. Si me hallare
alguno tan endurecido, y juez tan sin misericordia, las cosas que
hallará contadas recíbalas Por historia verdadera; y las lágrimas
y llantos atribúyalos al historiador de ellas, aunque con todo puedo
maravillarme y aun reprender a los más hábiles y excelentes
griegos, que habiendo pasado en sus tiempos cosas tan grandes, con
las cuales si queremos comparar todas las guerras pasadas, Parecen
muy pequeñas y de poca importancia, se burlan de la elegancia y
facundia de los otros, sin hacer ellos algo; de los cuales, aunque
Por tener más doctrina y ser más elegantes, los venzan, son todavía
ellos vencidos por el buen intento que tuvieron y por haber hecho más
que ellos. Escriben ellos los hechos de los asirios y de los medos,
como si fueran mal escritos por los historiadores antiguos; y
después, viniendo a escribirlos, son vencidos no menos en contar la
verdad de lo que en verdad pasó, que lo son también en la orden
buena y elegancia; porque trabaja cada uno en escribir lo que había
visto y en verdad pasaba; parte por haberse bailado en ello, y parte
también por cumplir con eficacia lo que prometían, teniendo por
cosa deshonesta mentir entre aquellos que sabían muy bien la verdad
de lo que pasaba.
Escribir cosas nuevas y no sabidas antes, y
encomendar a los descendientes las cosas que en su tiempo Pasaron,
digno es ciertamente de 1oor y digno también que se crea. Por cosa
de más ingenio ' y de mayor industria se tiene hacer una historia
nueva y de cosas nuevas, que no trocar el orden y disposición
dada por otro; pero yo, con gastos y con trabajo muy grande, siendo
extranjero y de otra nación, quiero hacer historia de las cosas que
pasaron, por dejarías en memoria a los griegos y romanos. Los
naturales tienen, las bocas abiertas y aparejadas para pleitos para
esto tienen sueltas las lenguas, pero para la historia, en la cual
han de contar la verdad y han de recoger todo lo que pasó con grande
ayuda y tramo, en esto enmudecen, y conceden licencia y poder a los
que menos saben y menos pueden, para escribir los hechos y hazañas
hechas por los príncipes. Entre nosotros se honra verdad de la
historia; ésta entre los griegos es menospreciada; contar el
principio de los judíos, quiénes hayan sido y de qué manera se
libraron de los egipcios, qué tierras y cuán diversas hayan pasado,
cuales hayan habitado y cómo hayan de ellas partido, no es cosa que
este tiempo la requería, y
además de esto, por superfluo e impertinente lo tengo; porque hubo
muchos judíos antes de mí que dieron de todo muy verdadera relación
en escrituras públicas, y algunos griegos, vertiendo en su lengua lo
que habían los otros escrito, no se aportaron muy lejos de la
verdad; pero tomaré yo el principio de mi historia donde ellos y
nuestros profetas acabaron. Contaré la guerra hecha en mis
tiempos con la mayor diligencia y lo más largamente que me fuera
Posible; lo que pasó antes de mi edad, y es más antiguo,
pasarélo muy breve y sumariamente. De qué manera Antíoco,
llamado Epifanes, habiendo ganado a Jerusalén, y habiéndola tenido
tres años y seis meses bajo de su imperio, fue echado de ella por
los hijos de Asamoneo; después, cómo los descendientes de
éstos, por disensiones grandes que sobre el reino tuvieron, movieron
a Pompeyo y a los romanos que viniesen a desposeerlos y privarles de
su libertad. De qué manera Herodes, hijo de Antipatro, dio fín
a la Prosperidad y potencia de ellos, con la ayuda y socorro de
Sosio. Cómo también, después de muerto Herodes, nació la
discordia entre ellos y el pueblo, siendo emperador Augusto, y
gobernando las provincias y tierras de Judea Quintilio Varón;
qué guerra se levantó a los doce años del imperio de Nerón, de
cuántas cosas y daños fue causa Cestio, cuántas cosas ganaron los
judíos luego en el principio, de qué manera fortalecieron su gente
natural, y cómo Nerón, Por causa del daño recibido por
Cestio, temiendo mucho al estado del universo, hizo capitán general
a Vespasiano, y éste después entró por Judea con el hijo mayor que
tenía, y con cuán grande ejército de gente romana, cuan gran porte
de la gente que de socorro tenía fue muerta por todo Galilea, y cómo
tomó de ella algunas ciudades Por fuerza y otras por habérsele
entregado.
Contaré también brevemente la disciplina y usanza de los romanos en
las cosas de la guerra; el cuidado que de sus cosas tienen; la
largura y espacio de las dos Galileas, y su naturaleza; los fines y
términos de Judea. Diré particularmente la calidad de esta
tierra, las lagunas, las fuentes; los males que lo ciudades que por
fuerza tomaron, Padecieron, y en contarlo no pasaré de lo que a la
verdad fielmente he visto y aun padecido; no callaré mis miserias y
desdichas, pues las cuento a quien las sabe y las vio.
Después, estando ya el estado de los judíos muy quebranto,
cómo Nerón murió, y cómo Vespasiano, habiendo tomado su camino
hacia Jerusalén, fue detenido por causa del imperio; las señales
que lo fueron mostrados por declaración de su imperio; las
mutaciones y revueltos que hubo en Roma, y cómo fue declarado
emperador, contra su voluntad, por toda lo gente de guerra, y cómo
partiendo después para Egipto, por reformar las cosas del emperio,
fue perturbado el estado y todas las cosas de los judíos por
revueltas y sediciones domésticas; de qué manera fueron
sujetados a tiranos, y cómo éstos después los movieron a
discordias y sediciones muy grandes. Volviendo Tito después de
Egipto, vino dos veces contra Judea, y entró las tierras; de qué
manera juntó su ejército, y en qué lugar; cuántas veces fue la
ciudad afligida, estando él Presente, con internas sediciones;
los montes o caballeros que contra la ciudad levantó. Diré también
la grandeza y cerco de los muros; la munición y fortaleza de la
ciudad; la disposición y orden del templo; el espacio del altar y su
medida; contaré algunas costumbres de la fiestas, y las siete
lustraciones y oficios del sacerdote.
Hablaré de las vestiduras del Pontífice, y de qué manera eran las
cosas santas del templo también lo contaré, sin collar de todo
algo, y sin añadir palabra en todo cuanto había.
Declararé después la crueldad de los tiranos que en Judea se
levantaron con sus mismos naturales; la humanidad y clemencia de
los romanos con la gente extranjera; cuántas veces Tito, deseando
guardar la ciudad y conservar el templo, compelió a los
revolvedores a buscar y pedir la paz y la concordia.
Daré particular razón y cuenta de las llagas y desdichas de todo el
pueblo, y cuántos males sufrieron, unas veces por guerra, otras por
sediciones y revueltos, otras por hambre, y cómo a la postre fueron
presas. No dejaré de contar las muertes de los que huían, mí el
castigo y suplicio que los cautivos recibieron; menos cómo fue
quemado, contra la voluntad de César, todo el templo; cuánto
tesoro y cuán grandes riquezas con el fuego perecieron, mí la
general matanza y destrucción de la principal ciudad, en la cual
todo el estado de Judea cargaba.
Contaré las señales y portentos maravillosos que antes de acontecer
casos tan horrendos se mostraron; cómo fueron cautivados y presos
los tiranos, y quiénes fueron los que vinieron en servidumbre, y
cuán gran muchedumbre; qué fortuna hubieron finalmente todos. Cómo
los romanos prosiguieron su victoria, y derribaron de raíz
todos los fuertes y defensas de los judíos, y cómo ganando Tito
todas estas tierras, las redujo a su mandato, y su vuelta después a
Italia, y luego su triunfo.
Todo esto que he dicho, lo be escrito en siete libros, más por causa
de los que desean saber la verdad, que por los que con ello se
huelgan, trabajando que no pueda ser vituperado por los que saben
cómo pasaron tales cosas, ni por los que en ella se hallaron. Daré
Principio a mi historia cm el mismo orden que sumariamente lo he
contado.
***
VIDA
DE
FLAVIO
JOSEFO
No soy yo de bajo linaje, sino vengo por línea antigua de
sacerdotes: y, ciertamente, tener derecho de sacerdote y parentesco
con ellos es testimonio entre nosotros de ilustre linaje, así como
entre otros son otras las causas que hay para juzgar de la nobleza; y
yo, no solamente traigo mi origen de linaje de sacerdotes, sino de la
principal familia de aquellas veinticuatro, entre las cuales hay no
pequeña diferencia: y también por la parte de mi madre soy de casta
real, porque la casa de los Asamoneos, de donde ella desciende, tuvo
mucho tiempo el reino y sacerdocio de nuestra nación. Ahora contaré
sucesivamente el orden de mi genealogía.
Mi cuarto abuelo fue Simón, por sobrenombre Psello, en tiempo que
Hircano, el primero de este nombre, hijo del pontífice Simón, tuvo
el sumo sacerdocio. Este Simón Psello tuvo nueve hijos, y uno de
ellos fue mi tatarabuelo, Matías de Aphlie por sobrenombre: éste
hubo de una hija del sumo pontífice Jonathás a Mattía Curto, mi
bisabuelo, el primer año del pontificado del príncipe Hircano: este
Mattía Curto engendró a Josefo, mi abuelo, a los nueve años del
reino de Alejandro, el cual engendró a Matatías a los diez años
que Archelao, reinaba. Este Matatías me engendró a mí el primer
año del imperio de Cayo César; y yo tengo tres hijos, de los cuales
el mayor, que se llama Hircano, nació el cuarto año del emperador
Vespasiano; luego al séptimo año me nació otro llamado justo, y al
noveno año otro, que se dice Agripa.
He trasladado aquí, sin hacer caso de las calumnias de gente
desvergonzada, esta sucesión de mi linaje, como está sentada en los
padrones públicos que hay de los linajes.
Mi padre, pues, Matatías, fue hombre tenido en
mucho, no sólo por su nobleza, pero mucho más por su virtud, por
cuya causa fue conocido en toda Jerusalén cuan grande es. Yo, desde
mi niñez, con un hermano mío de padre y madre, llamado Matatías,
anduve al estudio, y aproveché notablemente, y di muestra de
aventajarme tanto en entendimiento y memoria, que cuando había
catorce años, ya tenía fama de letrado, y tomaban consejo conmigo
los pontífices y principales del pueblo sobre el sentido más
entrañable de la ley. Después, ya que entré en los dieciséis años
de mi edad, determiné ver a qué sabían las sectas que había
entre nosotros, que, como hemos dicho, eran tres: de
fariseos, de saduceos y de esonios; porque
pensaba elegiría después con mayor facilidad alguna de ellas,
si todas las supiese. Así que caminé por todas tres con mal comer,
peor vestir y con grande trabajo, y no contento aún con esta
experiencia, como oí decir de un hombre llamado Bano, que vivía en
el desierto, vistiéndose del aparejo que hallaba en los árboles
y sustentándose de cosas que de suyo produce la tierra, y bañándose,
por conservar la castidad, muy a menudo de noche y de día en
agua fría, comencé a imitar la forma de vivir de éste, y gasté
tres años en su compañía, y después de haber alcanzado lo que
deseaba, volvime a la ciudad. Ya tenía diecinueve años cuando
comencé a vivir en la ciudad, y apliquéme a guardar los estatutos
de los fariseos, que son los que más de cerca se llegan a la secta
de los estoicos entre los griegos.
Cuando cumplí veintiséis años sucedió que hube
de ir a Roma por la causa que diré: en tiempo que Félix era
procurador de Judea, envió a Roma presos, por culpa harto
liviana, a unos sacerdotes, mis amigos, hombres de bien y honestos,
para que allí tratasen su causa delante del César: yo, por
librarles en alguna manera del peligro, principalmente porque
entendí que no hablan dejado de tener cuidado en lo que tocaba a la
religión, aunque puestos en trabajo, y que sustentaban su vida con
unas nueces y unos higos, vine a Roma, pasando hartos peligros en la
mar, porque la nao en que íbamos se anegó en medio del mar
Adriático, y anduvimos nadando toda la noche seiscientos
hombres, y a la mañana Dios nos favoreció, y vimos un navío del
puerto de Cirene, que recogió casi a ochenta de nosotros, los que
nadando tuvimos mejor dicha. De esta manera escapé, y llegué a
Dicearchiaii
o Puteolos, como los italianos más
quieren llamarlo, y tomé conversación con un representante de
comedias, llamado Alituro, que era judío de linaje, y Nerán le
quería bien.
Por medio de éste, luego que fui conocido de Popea, mujer del
emperador, alcancé, por respeto suyo, que fuesen dados por libres
los sacerdotes y otras grandes mercedes que ella me hizo, y así
torné a mi tierra.
Allí hallé que crecían ya los deseos de las novedades, y que
muchos tenían ojo a rebelarse contra el pueblo romano, y yo
procuraba reducir a los alborotadores a que considerasen mejor lo que
hacían, poniéndoles delante la gente con quien habían de tener
guerra, es a saber, los romanos, con los cuales no igualaban ni en
saber tratar las cosas de la guerra, ni en la buena dicha, y
amonestábales que no pusiesen por su desvarío e imprudencia en
peligro a su tierra, a sí mismos y a los suyos: de esta manera los
apartaba cuanto podía de aquel propósito, teniendo consideración
al fin desventurado de la guerra, y con todo, ninguna cosa aproveché,
tanta era entonces la locura de aquellos desesperados.
Temiendo, pues, caer en odio y sospecha que de mí tenían, como
favorecedor de los enemigos, repitiéndoles de continuo unas mismas
razones, o que por esta causa me prenderían o matarían, metíme en
el templo de más adentro, ya que el castillo Antonia era
tomado. Después, luego que fue muerto Manahemo y los principales del
bando de los ladrones, tomé a salir del templo, y trataba con los
pontífices y con la gente principal de los fariseos, que
estaban con harto miedo; porque veíamos haberse puesto en armas el
pueblo, y nosotros no sabíamos qué hacernos. Y como no pudiésemos
refrenar a los movedores del alboroto, fingíamos por una parte, por
cuanto el negocio no carecía de peligro, que nos parecía bien su
determinación; por otra les dábamos por aviso, que se detuviesen y
dejasen ir al enemigo, porque esperábamos vendría en breve Gessio
con buen ejército y pacificaría aquellas alteraciones.
Vuelto Gessio, murió con muchos de los suyos en
la pelea que entre ellos hubo, la muerte de los cuales fue causa de
toda la desventura de nuestra nación, porque luego les creció el
ánimo a los autores de la guerra, esperando que sin duda vencerían
a los romanos: en el cual tiempo sucedió otra cosa. Los de las
ciudades comarcanas de la Siria prendieron a los judíos que moraban
dentro de unas mismas murallas con ellos, y degolláronlos a todos
con sus mujeres e hijos, sin haber cometido delito alguno por que lo
mereciesen; porque ni les habla pasado por el pensamiento levantarse
contra los romanos, ni contra ellos particularmente habían inventado
cosa alguna; pero entre todos los demás se aventajó la perversa
crueldad de los escitopolitasiii;
porque como los judíos que moraban fuera de su tierra les hiciesen
guerra, obligaron a los judíos que tenían dentro de ella a tomar
armas contra los otros, siendo de su tribu, lo cual es cosa prohibida
por nuestra ley, y con ayuda de ellos desbarataron a los enemigos.
Después de la victoria olvidáronse de guardar la fidelidad que
debían a sus compañeros que tenían en sus casas y tierras, y
matáronlos a todos, siendo muchos millares de hombres los de
aquella gente.
No fueron tratados con más mansedumbre los judíos que vivían en
Damasco; pero esto harto prolijamente lo contamos en los libros de la
Guerra Judaica; ahora solamente hice mención de aquellas malas
venturas, por que sepa el lector haber venido nuestra gente a
aquella guerra, no de su propia gana, sino por fuerza.
Siendo, pues, desbaratado el ejército de Gessio, como viesen
los principales de Jerusalén que tenían abundancia de armas los
ladrones y todos los otros turbadores de la paz, temiendo, por estar
ellos desarmados, los sujetasen los enemigos, como después
aconteció, y entendiendo que aun no se había rebelado contra los
romanos Galilea toda, pero que parte de ella estaba entonces
sosegada, enviáronme a allá, y a otros dos sacerdotes, hombres de
buena fama y honestos, llamados Joazaro y Judas, para que
persuadiésemos a aquellos malos hombres a que dejasen la
guerra, y les diésemos a entender que era mejor encomendarla a los
principales de la nación: que bien les parecía estuviesen siempre
apercibidos con sus armas para lo porvenir; mas que debían esperar
hasta saber de cierto lo que los romanos tenían en voluntad.
Con este despacho vine a Galilea, y hallé en gran
peligro a los seforitasiv
por defender su tierra de la fuerza de los galileos, que la querían
destruir porque perseveraban en la amistad del pueblo romano y eran
leales a Senio Galo, gobernador que era entonces de Siria, y
díjeles que se asegurasen y apaciguasen a la muchedumbre que los
ofendía, y consentirles que enviasen cuando quisiesen a Dora
(ésta es una ciudad de Fenicia) por los rehenes que habían
dado a Gessio: a los de Tiberíades hallé que estaban ya puestos en
armas por razón de esto que diré.
Había en esta ciudad tres parcialidades, una de
los nobles, cuya cabeza era Julio Capela, éste y los que le seguían,
es a saber, Herodes Mar¡, Herodes Gamali, Compso Compsi (porque
Crispo, hermano de éste, a quien Agripa el mayor había hecho
gobernador de aquella ciudad muchos años hacía, estaba a la
sazón en su hacienda de la otra parte del Jordán); todos estos eran
autores de que permaneciesen en la fidelidad del rey y del pueblo
romanov;
sólo Pisto, entre la gente noble, no era de este parecer por amor de
su hijo Justo. La otra parcialidad era de gente común y baja,
determinada a que se habla de mover la guerra: en la tercera
parcialidad era el principal justo, hijo de Pisto, que por una
parte fingía estar dudoso en lo de la guerra; por la otra deseaba
secretamente que hubiese alguna alteración y mudanza en los
negocios, con cuya ocasión él esperaba hacerse más poderoso. Así
que salió en público a hablarles, y procuraba mostrar al
pueblo cómo su ciudad siempre había sido contada entre las de la
provincia de Galilea, y que había sido cabeza de aquella provincia
en tiempo del rey Herodes el Tetrarcabvi,
que fue el que la fundó e hizo a Séforis sujeta a su jurisdicción:
que siempre habla estado en esta preeminencia, aunque debajo del
imperio de Agripa el viejo, hasta el tiempo de Felice, gobernador de
Judea, y que ahora al cabo, después que el emperador Nerón la dió
a Agripa el mozo, había perdido el ser cabeza de la provincia;
porque luego Séforis había sido antepuesta a toda la provincia,
desde que comenzó a estar debajo de la obediencia de los romanos, y
hablan dejado en ella los archivos y mesa realvii.
Con estas y otras muchas cosas que dijo contra el rey, alteró el
pueblo a que se rebelase, y deciales ser ahora el tiempo que convenía
para tomar las armas, y hacer su liga con las otras ciudades de
Galilea, y restituirse en su preeminencia con el favor que todos les
darían, a causa que aborrecían a los seforitas, a los cuales
debían, de buena gana, destruir, por estar tan porfiadamente
asidos a la amistad de los romanos, y que con todas fuerzas se habían
de ayudar para esta demanda. Dicho esto, movió al pueblo, porque era
elocuente, y venció con los embustes de sus palabras a los que daban
más sano consejo, porque también sabía disciplinas griegas;
confiado en las cuales se atrevió a escribir la historia de lo que
entonces pasó, por desfigurar la verdad: mas de la maldad de éste,
y de qué manera él y su hermano casi echaron a perder su patria, en
el proceso adelante lo contaremos. Entonces justo, persuadido que
hubo a los de su ciudad, y forzado a algunos a tomar las armas, salió
con todos, y quemaba las aldeas de los hyppenos y gadarenos, que
confinan con la tierra de Tiberíades y de los escitopolitas.
Mientras pasaba esto en Tiberíades, estaban las cosas de los
giscalos en este estado: Juan, hijo de Levi, viendo que algunos
de sus ciudadanos querían, feroces, echar de sí el yugo de los
romanos, procuró retenerlos en la lealtad y en lo que eran obligados
según virtud, y no pudo en ninguna manera hacerlo.
Entretanto, los pueblos vecinos de los gadarenos, gabaraganeos y
de los de Tiro, juntaron un grande ejército y vinieron sobre
Giscala, tomáronla, y quemada y destruida, se volvieron a su casa:
con esta injuria se le encendió a Juan la cólera, e hizo tomar
armas a todos los de su tierra, y habiendo peleado con los dichos
pueblos, reedificó su ciudad y, por que estuviese más segura,
fortifícóla de muralla a la redonda.
Los de Gamala perseveraban en la fidelidad de los romanos por
esta causa: Filipo, hijo de Jacírno, mayordomo del rey Agripa,
escabulléndose, sin esperarlo él, mientras combatían la casa real
de Jerusalén, cayó en peligro de ser degollado por Manahemo y por
los ladrones, sus compañeros; mas salvóse por intervenir ciertos
parientes suyos de Babilonia, que estaban entonces en Jerusalén,
y huyó cinco días después, disfrazado por no ser conocido; y
como llegase a un pueblo suyo, que está cerca del castillo de
Gamala, hizo venir allí a muchos de sus súbditos.
Entretanto, acontecióle una cosa de milagro, que fue causa de que de
otra manera pereciera. Dióle de súbito una calentura, y
escribió unas cartas para Agripa y Bernice, y diólas a un esclavo
suyo horro para que las diese a Baro, porque a éste hablan a la
sazón dejado encargada su casa el rey y la reina, y ellos habían
ido a Berito a salir al camino a Gessio. Baro, recibidas las cartas
de Filipo y entendido que se había salvado, pesóle de ello mucho,
temiendo que en adelante, por estar Filipo sano y salvo, no habrían
menester el rey y la reina servirse más de él: hizo, pues, parecer
al hombre que trajo las cartas delante del pueblo, y acusólo como a
falsario y que había fingido la nueva que había traído, porque
Filipo estaba en Jerusalén con los judíos haciendo la guerra contra
los romanos, y así lo hizo condenar a muerte. Filipo, como no
volviese el hombre que envió, y no supiese la causa, tornó a enviar
otro con otras cartas para saber lo que al primero había acontecido
o por qué tardaba en volver; pero Baro buscó a éste achaques por
donde también lo mató, porque los sirios que moraban en Cesárea lo
habían alentado para que procurase estar más alto, diciéndole
que Agripa había de morir a manos de los romanos por haberse
rebelado los judíos, y le habían de dar a él el reino por el
parentesco que él tenía con los reyes, porque claro estaba que Baro
era de linaje real, pues descendía del Sohemo, rey del Líbano.
Este, pues, levantado con esta esperanza, detuvo en su poder las
cartas, recatándose mucho no viniesen a manos del rey, y tenía
guardas en todos los caminos, porque escabulléndose alguno
secretamente hiciese saber al rey lo que pasaba, y mataba muchos
de los judíos por complacer a los sirios que moraban en Cesárea;
y aun mando en Bathanea determinó, con ayuda de los traconitas, dar
sobre los judíos llamados babilonios, que moraban en Batira, y
haciendo parecer ante sí a doce judíos, los más principales de los
de Cesárea, mandóles que fuesen allá y dijesen de su parte a los
judíos que les habían dicho que ellos andaban ordenando levantarse
contra el rey, mas porque no quería creerlo, les avisaba que dejasen
las armas; porque haciéndolo así, sería prueba muy cierta que con
razón no habla dado crédito a los rumores falsos; mandóles también
decir que era menester que enviasen setenta varones de los más
principales que respondiesen al delito de que estaban acusados.
I licieron aquellos doce lo que les fue mandado, y como viniesen
a los de su nación que moraban en Batira y hallasen que ninguna cosa
ordenaban de nuevo, hicieron con ellos que enviasen los setenta
varones; viniendo éstos con los doce embajadores a Cesárea,
saliéndoles a recibir Baro al camino, acompañado de la guarda
del rey, los mató a ellos y a los mismos embajadores, y luego
prosiguió su camino para ir contra los judíos que moraban en
Batira; pero primero que él, llegó uno de aquellos setenta que por
dicha se escapó, y avisados con esta nueva, tomadas de presto sus
armas, se recogieron con sus mujeres e hijos a la villa de Gamala,
dejando en sus pueblos muchas riquezas y gran número de ganados.
Cuando oyó esto Filipo fuese también él allá, y como lo vió
venir la gente, daban todos voces que tuviese por bien ser su capitán
y encargarse de la guerra contra Baro y los sirios de Cesárea,
porque había habido fama que éstos habían muerto al rey; pero
Filipo reprirnióles el ímpetu, trayéndoles a la memoria las buenas
obras que del rey habían recibido, y además de esto, cuán grande
era la pujanza de los romanos y que se corría grande peligro en
provocarlos de tal suerte, como era rebelándose. De esta manera pudo
más el consejo de este varón.
Como el rey sintiese que Baro quería matar a los judíos que estaban
en Cesárea con sus mujeres e hijos, que eran muchos millares,
envióle por sucesor a Equo Modio, como en otra parte se ha dicho; y
Filipo conservó a Gamala y la región comarcana en la ¡ealtad con
los romanos.
En este tiempo, como yo viniese a Galilea, sabidas estas cosas por
nueva cierta, escribí al Concilio de Jerusalén, queriendo
saber de ellos qué era lo que me mandaba. Fuéme respondido que me
quedase en Galilea, y que entendiese en defenderla, y detuviese
conmigo también a mis compañeros, si a ellos les pareciese; éstos,
después de haber cogido muchos dineros de las décimas que por ser
sacerdotes se les daban y debían, determinaban volverse a su tierra;
pero rogándoles yo que se detuviesen conmigo, hasta que hubiésemos
dado orden y asiento en todas las cosas, fácilmente vinieron en
ello. Partiendo, pues, con ellos de Séforis, vine a Bethmaunte,
que está cuatro estadios de Tiberíades, y a los principales de
aquel pueblo, los cuales, después que vinieron, y entre ellos justo
también, díjeles que yo y mis compañeros veníamos por embajadores
del pueblo de Jerusalén para tratar con ellos de derribar el palacio
que había edificado allí el tetrarca Herodes, y adornado de
diversas pinturas de animales, pues que sabían que aquello era
vedado en nuestras leyes; y rogábales que lo más presto que ser
pudiese nos diesen lugar para hacerlo, lo cual, aunque lo rehusaron
muy grande rato Capella y los de su bando, al fin, porfiando
mucho, acabamos con ellos que consintiesen.
Entretanto que nosotros estábamos en esta porfía, Jesús hijo de
Safias, capitán de un bando de marineros y hombres pobres, juntando
consigo muchos galileos, había puesto fuego al palacio, creyendo
sacar de allí buen despojo porque habla visto ciertos adornos de él
dorados, y robaron muchas cosas más de las que a nosotros nos
parecía. Después de haber nosotros hablado con Capella y con
los principales de los Tiberíades en Bethinaunte, nos fuimos a
los lugares más altos de Galilea. Entonces los de la parcialidad de
Jesús mataron todos los griegos que moraban en aquella ciudad y
cuantos habían tenido antes de aquella guerra por enemigos.
Yo, cuando oí esto, descendí muy enojado a Tíberíades y trabajé
por recuperar todo lo que pude de la hacienda del rey, que había
sido robada, así como candeleros de Corinto, mesas reales y Iran
copia de plata por labrar, y todo lo que cobré determine tenerlo
guardado para el rey. Llamados, pues, diez de los mejores del Senado,
y Capella, hijo de Antylo, les entregué aquellos vasos, mandándoles
que no los diesen a nadie sin mi consentimiento; de allí vine con
mis compañeros a Giscala, a casa de Juan, a saber qué pensamiento
era el suyo, y luego hallé que, con deseo de revueltas y novedades,
procuraba alzarse con la tierra; porque me rogaba que le dejase
llevar el trigo de Usar, que estaba depositado en las aldeas de
Galilea la superior, diciendo que quería gastarlo en edificar los
muros de su tierra; pero como yo oliese sus pensamientos y lo
que pretendía, dije que en ninguna manera se lo consentiría. Mi
pensamiento era tener guardado aquel trigo, o para los romanos, o
para mí mismo, porque tenía yo el cargo de aquella región que me
había encomendado la ciudad de Jerusalén. Como de mí ninguna cosa
alcanzase, habló sobre este negocio a mis compañeros, los cuales,
sin tener cuenta con lo que será, y codiciosos de cohechos, por
presentes que les hizo, le pusieron en las manos todo el trigo de
aquella provincia, porque yo no pude ponerme contra dos.
Después Juan se aprovechó de otro engaño, porque decía que los
judíos que moraban en Cesárea de Filipo, estando por mandamiento M
rey, a quien eran sujetos, detenidos dentro de los muros, quejándose
que les faltaba aceite limpio, se lo pedían a él porque no les
fuese forzado usar del de los griegos contra su costumbre; pero no
decía él estas cosas por tener respeto a la religión, sino vencido
con codicia de torpe ganancia; porque sabiendo que en Cesárea
se vendían dos sextarios por una dracma, y en Giscala ochenta
sextarios por cuatro dracmas, envióles todo el aceite que allí
habla, dándole yo lugar a ello, como él quería, que pareciese que
lo daba; porque no lo consentía de voluntad, sino por miedo de que
si le fuera a la mano, me apedreara el pueblo.
Después que estuve por ello, valióle a Juan muchos dineros esta
mala obra; de aquí envié mis compañeros a Jerusalén, y en
adelante me ocupé sólo en aderezar armas y fortalecer las ciudades.
Después, haciendo llamar los más esforzados de los salteadores,
como vi que no había remedio que dejasen las armas, acabé con la
muchedumbre, que los tomasen a sueldo, dándoles a entender cómo era
más provecho para ellos tenerlos así, que no que les destruyesen la
tierra con robos, y de esta manera los despedí, habiéndome
prometido debajo de juramento que no entrarían en nuestra
región sino cuando fuesen llamados, o cuando no les quisiesen pagar
su sueldo; mandéles primero que se guardasen de hacer injuria a los
romanos y a os oradores de aquella región; sobre todo más procuré
tener a Galilea en paz; y como quisiese, debajo de título de
amistad, tener como prendados a los principales de aquella región,
que eran casi setenta, de que me guardarían lealtad, haciéndome
amigo con ellos, los tomé por compañeros y anegados en lo que se
había de juzgar, determinando las más de las cosas por su parecer;
llevando cuidado en la delantera, de que por no mirar no me apartase
de la justicia, y de guardarme de ser sobornado con presentes.
Siendo, pues, de edad de treinta años, en la cual, ya que uno
refrene sus torpes deseos, con dificultad se escapa de la envidia de
los calumniadores, principalmente si tienen gran mando, a ninguna
mujer hice fuerza, ni consentí que cosa alguna me diesen; porque de
nada tenía necesidad, antes ofreciéndome las décimas, que
como a sacerdote se me debían, no las quise recibir; pero recibí
parte de los despojos de la victoria que hubimos de los sirios que
allí moraban, la cual confieso que envié a mis parientes a
Jerusalén; y aunque torné por fuerza de armas a los seforitas dos
veces, a los tiberienses cuatro, a los gadarenses una, y hube en mi
poder a Juan, que muchas veces me había urdido traición, ni de él
ni de ninguno de los pueblos que he dicho consentí que tomase
castigo, como contaremos en el proceso de la historia; por lo cual
pienso que Dios, que tiene cuenta con las buenas obras, me libró
entonces de lo que me andaban urdiendo mis enemigos, y después
muchas veces de muchos peligros, como se dirá en su lugar.
Y era tan grande la lealtad y amor que me tenía el vulgo de los
galileos, que habiéndoles tomado sus ciudades, y ¡levídoles
cautivas sus familias, más era el cuidado que tenían de ponerme a
mi en cobro, que no en llorar sus desventuras. Viendo esto Juan, hubo
envidia de ello, y rogóme por sus cartas que le diese licencia,
porque estaba mal dispuesto, para irse a recrear a los baños de
Tiberíades, la cual yo le di de buena voluntad, no sospechando cosa
alguna, y aun escribí a aquellos a quienes yo había encomendado la
gobernación de la ciudad, que le aparejasen posada para él y sus
compañeros y todo lo necesario para su honesto mantenimiento; yo
entonces moraba en una villa de Galilea que se dice Caná.
Juan, después que vino a Tiberíades, trató con los de la ciudad,
para que olvidando la palabra que me habían dado, se uniesen con él;
y muchos hicieron de buena gana lo que les rogó, porque eran hombres
amigos de novedades y codiciosos de mudanzas, e inclinados a
revueltas y disensiones, y principalmente a Justo y a su padre Pisto
les vino esto a pedir de boca, porque tenían gran deseo de dejarme a
mi, y pasarse con Juan; pero viniendo yo entretanto, hice no
llegase a efecto, porque Sila, a quien yo había puesto por
gobernador de Tiberíades, me envió un mensajero a hacerme saber la
voluntad de aquella gente, y avisarme que me diese prisa, porque de
otra manera la ciudad vendría presto a poder de otros.
Leídas, pues, las cartas de Sila, tomé doscientos hombres en mi
compañía, y caminé toda la noche, enviando el mensajero
delante que hiciese saber mi venida a los tiberienses; por la mañana,
estando ya muy cerca de la ciudad, salióme el pueblo a recibir, y
Juan entre ellos, el cual, como me saludase con rostro muy demudado,
recelándose que, descubierto en lo que andaba, corriese peligro de
la vida, fuese corriendo a su posada, y como yo llegase al teatro,
despedidos los de mi guarda, que no dejé sino uno, y con él diez
hombres armados, comencé a hablar al Ayuntamiento de los tiberienses
desde un lugar alto, y amonestábales que no se amotinasen tan
presto, porque de otra manera se arrepentirían antes de mucho a de
haber cumplido su palabra; y que nadie les creería de allí en
adelante de ligero, y con razón, teniéndoles por sospechosos, por
haber faltado entonces a lo que prometieron.
Apenas había acabado de decir esto, cuando oí a uno de los míos
decirme que descendiese, porque no era tiempo de ganar la voluntad de
los tiberienses, sino de mirar por lo que tocaba a mi propia
seguridad, y cómo librarme de mis enemigos. Porque después que
Juan supo que yo estaba casi solo, escogiendo de los mil soldados que
tenía aquellos de quienes más se fiaba, los había enviado para que
me matasen, y ya estaban en el camino. Pusieran en obra su maldad si
de presto no saltara de allí abajo con Jacobo uno de los de mi
guarda, recogiéndome Herodes, natural de Tiberiades, el cual,
llevándome al lago, entré en un navío que a dicha estaba allí; y
habiendo escapado de las manos de mis enemigos, lo cual nunca pensé,
llegué a Taricheas.
Los moradores de aquella ciudad, cuando oyeron la poca lealtad de los
de Tiberíades, enojáronse en gran manera, y echando mano a las
armas, me rogaron que fuese por su capitán contra ellos, diciendo
que querían vengar la injuria de haber ofendido a su capitán; y
publicaban esta maldad por toda Galilea, para que todos se levantasen
contra los de Tiberíades, rogándoles que todos se viniesen a
Taricheas, para hacer, con consentimiento de su capitán, lo que les
pareciese; de manera que de toda Galilea acudieron con sus
armas, rogándome con mucha importunidad que fuese sobre Tiberíades,
y tomada por fuerza de armas, la pusiese por el suelo, y vendiese en
almoneda los moradores con todas sus familias. Lo mismo me
aconsejaban también mis amigos, que se habían escapado de
Tiberíades; pero yo no lo consentí, teniendo por mal hecho comenzar
guerra civil, y pareciéndome que una contienda como aquélla no se
debla extender a más que a palabras, y aun decíales que a ellos
tampoco les venia bien que se matasen unos a otros entre sí a vista
de los romanos. Al fin, con esta razón se amansó la ira de los
galileos.
Y Juan, después que no le sucedieron sus lazos corno quería, temió
le viniese algún mal, y tomando la gente de armas que tenía
consigo, dejó a Tiberíades y se fue a Giscala; de allí me escribió
excusándose de lo que había pasado, que él no había sido parte en
ello, y rogábame que ninguna sospecha tuviese de él, haciendo
juramentos y echándose crueles maldiciones para que diese más
crédito a lo que me escribía.
Pero los galileos, habiéndose juntado otra vez gran número de ellos
de toda la región, con sus armas, entendiendo cuán mal hombre era
aquél y perjuro, me rogaban que los llevase contra él,
prometiéndome que a él lo quitarían del mundo y asolarían a su
tierra Giscala. Dadas, pues, las gracias por el favor, les prometí
que trabajaría por no deberles nada en amistad y buenas obras; pero
rogábales que no diesen más lugar a la ira y me perdonasen,
porque tenía por mejor sosegar los alborotos sin muertes. Esto
pareció bien a los galileos, y luego vinimos a Séforis.
Los de la villa que estaban determinados a permanecer leales al
pueblo romano, temiendo mi venida, procuraron ocuparme en otros
negocios para vivir ellos más seguramente, y enviaron un mensajero a
Jesu, capitán de ladrones, que moraba en los confines de Ptolemayda,
prometiéndole muchos dineros si con los ochocientos hombres que
mantenía nos hiciese guerra. El, movido por lo que le prometían,
quiso dar 3obre nosotros, que estábamos sin tal pensamiento, y
tomarnos desapercibidos. Así que envióme a rogar con un mensajero
que le diese licencia para venirme a hablar; lo cual alcanzado,
porque yo no había sentido la traición, tomando la compañía
de ladrones, se dio prisa en el camino; pero no salió con la maldad
que había intentado, porque como estuviese ya cerca uno de los de su
compañía, que se le amotinó, me hizo saber su pensamiento; como yo
le oí, salí a la plaza, fingiendo que ninguna cosa sabia de la
traición, y conmigo todos los galileos con sus armas y algunos de
los tiberienses.
Después de esto, habiendo puesto guardas en los caminos, mandé
a los que guardaban las puertas que, viniendo Jesu, le dejasen entrar
con solos los primeros, y a los demás cerrasen las puertas; y si se
pusiesen en querer entrar por la fuerza, que a cuchilladas se lo
impidieran; los cuales haciéndolo como se lo habían mandado,
entró Jesu con pocos, y mandándole yo que luego soltase las armas
si no quería morir, viéndose cercado de armados, obedeció.
Entonces los que venían con él, que quedaban fuera, como sintieron
que su capitán era preso, luego se fueron huyendo; y yo, tomando
aparte a Jesu, de mí a él le dije que bien sabía la traición que
me tenía armada, y quiénes eran los que habían sido causa de que
se ordenase; pero que yo le perdonaría su yerro si, mudado el
pensamiento, quisiese serme leal en adelante; el cual,
prometiéndomelo, le solté, dándole licencia que tornase a
recoger la gente que antes tenía, y amenacé a los de Séforis que
me lo pagarían si en adelante no viviesen sosegados.
Por el mismo tiempo vinieron a mí dos vasallos del rey de los
Grandes de Trachonitide, y venían con ellos sus escuderos de a
caballo, y traían armas y dineros. Como los judíos apremiasen
a éstos que se circuncidasen si querían tratar con ellos, no
consentí que se les hiciese enojo alguno, afirmando que era menester
que cada uno sirviese a Dios de su propia voluntad, y no forzado; y
que no se había de dar ocasión en que les pesase a los otros
haberse acogido a nosotros por su seguridad; y habiendo
persuadido de esta manera a la muchedumbre, diles abundantemente
a aquellos varones de comer a su costumbre.
Entretanto, el rey Agripa envió gente, y por capitán de ella a Equo
Modio, para que tomasen por fuerza el castillo de Magdala; pero no
atreviéndose a ponerle cerco, teniendo los caminos tomados, hacían
el mal que podían a Gamala; y Ebucio de Cardacho, que tuvo la
gobernación del Campo Grande, oído que yo había venido a la villa
de Simoníada, que está en los fines de Galilea, y de ella sesenta
estadios, tomando de noche cien de a caballo que tenía consigo, y
casi doscientos de a pie, y los gabenses que habían venido en su
ayuda, caminando de noche, llegaron a aquella villa. Contra el
cual, como yo sacase un gran ejército de los míos, procuró
sacarnos a un llano, confiando en los de a caballo; pero ninguna cosa
le aprovechó por no querer yo moverme de mi lugar, porque vela que
él había de llevar lo mejor si, llevando yo gente toda de a pie,
descendiese con él en campo raso. Y después que Ebucio peleó
valientemente un buen rato, viendo al fin que en aquel lugar no se
podía aprovechar cosa alguna de los caballos, dada señal a los
suyos que se recogiesen, se fue a Gaba, sin dejar hecho nada,
habiendo perdido solamente tres en la refriega; pero yo fui en su
alcance con dos mil hombres de armas, y como viniese a Besara, la
cual villa está en los confines de Ptolemayda, a veinte estadios de
Gaba, donde estaba entonces Ebucio, habiendo aposentado mi gente
fuera por los caminos, para que estuviésemos seguros que no diesen
sobre nosotros los enemigos hasta que hubiésemos llevado el trigo,
de que se habla traído allí gran copia de las villas comarcanas
de la reina Berenice; y así cargué muchos camellos y asnos que para
esto habla traído, y envié aquel tributo a Galilea; después
que fue este negocio acabado, di campo abierto a Ebucio para que
pudiese pelear. Y como él no se atreviese, atemorizado de ver
nuestra osadía, volvime contra Neopolitano, porque oí que
había talado los campos de los tiberienses. Este estaba en socorro
de Escitópolis con un escuadrón de a caballo. Habiendo, pues,
estorbado a éste que diese más enojo a los de Tiberíades, me
ocupaba M todo en mirar por las cosas de Galilea.
Por otra parte, Juan, hijo de Levi, que dijimos que vivía en
Giscala, después que conoció que todas mis cosas sucedían a mi
voluntad, y que yo era amado de mis súbditos y temido de mis
enemigos, no pudo sufrir esto con buen corazón. Pareciéndole
que no era por su bien mi prosperidad, tornóme muy grande envidia; y
teniendo esperanza que con hacer que mis súbditos me aborreciesen
atajaría mis buenas dichas, solicitó a los de Tiberíades y a las
de Séforis, y parecióle que también a los gabarenos, a que,
dejándome, se hiciesen de su bando, las cuales ciudades son las
principales en Galfica. Decíales que siendo él capitán, andarla
todo con mejor concierto.
Los de Séforis no vinieron en ello, porque sin tener cuenta conmigo
ni con él en esto, tenían ojo a estar debajo de la sujeción de los
romanos. Los de Tiberíades lo rehusaron igualmente, aunque
prometieron tenerlo a él también por amigo; pero los gabarenos se
sometieron a Juan por autoridad de Simón, que era un ciudadano
principal y amigo y compañero de Juan; mas no se pasaron a él
abiertamente, porque temían mucho a los galileos, cuya buena
voluntad para conmigo habían ya conocido por experiencia; pero
secretamente andaban buscando ocasión para matarme, y verdaderamente
yo me vi en muy grande peligro por lo que ahora diré.
Ciertos mancebos dabaritenos atrevidos, como viesen que la mujer de
Ptolorneo, procurador del rey, caminaba de las tierras del rey a la
provincia de los romanos por el Campo Grande con mucho aparato y
compañía de algunos de a caballo, salieron a ellos de repente;
y haciendo huir a la mujer, robáronle cuanto llevaba. Hecho esto
trajeron a Taricheas, donde yo estaba, cuatro mulos cargados de
vestidos y diversas alhajas, entre las cuales había muchos vasos de
plata y quinientas monedas de oro. Queriendo yo guardar esto
para Ptolomeo, por ser de mi misma tribu, porque nuestra ley
manda que procuremos por las cosas de los de nuestro linaje, aunque
nos sean enemigos, dije a los que lo habían traído que cumplía que
se pusiese en guarda, para que se vendiese y se llevase lo que por
ello se diese a la ciudad de Jerusalén para la fábrica de los
muros. Esto pesó muy mucho a los mancebos, porque no les di parte
del despojo, como lo esperaban; por lo cual, derramándose por las
aldeas de Tiberíades, sembraron fama que yo quería entregar a los
romanos aquella región, porque había fingido que guardaba aquel
despojo para fortalecer a Jerusalén; y a la verdad lo guardaba para
restituir a su dueño lo que le habían tomado, en lo cual no se
engañaban; porque después que los mancebos se fueron, llamando dos
principales ciudadanos, Dassion y Janneo, hijo de Leví, muy amigos
del rey, les mandé que le llevasen las alhajas que le habían sido
tomadas, amenazándoles de muerte si descubriesen este secreto a
algún hombre.
Y como se sonase por toda Galilea que yo quería
vender a los romanos su región, estando incitados todos para darme
la muerte, los de Tarichea, que también daban crédito a las falsas
palabras de los mancebos, aconsejaron a los de mi guarda y a los
otros soldados que, dejándome durmiendo, se viniesen al cerco para
consultar allí con los demás para quitarme el mando; los cuales,
persuadidos, hallaron allí muchos que ya se habían antes juntado,
dando voces todos a una que se debía tomar venganza del que hacía
traición a la república. Pero el que más hurgaba
en ello era Jesu, hijo de Safias, que
entonces tenla el sumo magistrado, hombre malo y de suyo dado a mover
alborotos, y tan desososegado como el que más puede ser. Este,
trayendo entonces consigo las tablas de Moisés, poniéndose en
medio, dijo: "Ya que vosotros no tenéis cuidado ninguno de lo
que os toca, a lo menos no queráis menospreciar estas leyes
sagradas; las cuales Josefo, este vuestro capitán, digno de ser
aborrecido de todo el pueblo, tiene corazón para venderlas, por lo
cual merece que se le dé muy cruel pena." Habiendo dicho esto,
y respondido el pueblo a voces que así debía hacerse, tomó consigo
ciertos hombres armados, y fuese corriendo a las casas donde yo
posaba, con propósito firme de darme la muerte, sin sentir yo cosa
ninguna del alboroto.
Entonces Simón, uno de los de mi guarda, el cual había entonces
quedado solo conmigo, oyendo el tropel de los de la ciudad, me
despertó aprisa; y avisándome del peligro en que estaba, aconsejáme
también que determinase antes morir como capitán generoso, que no
como a mis enemigos se les antojase darme la muerte. Amonestándome
él esto, encomendando yo a Dios mi vida, y vistiéndome de
negro, salí; y llevando una espada ceñida, tomando el camino por
aquellas calles por donde sabia que no había de encontrar a ninguno
de mis contrarios, Regando al cerco me mostré a me viesen,
derribándome en tierra, el rostro en el suelo, y regando el suelo
con lágrimas de tal manera, que movía a todos a misericordia; y
corno sentí a la gente mudada, procuré apartarlos de sus
pareceres, antes que los armados volviesen de mi casa; y confesando
que no estaba sin culpa del delito que me imponían, les rogué
ahincadamente que supiesen primero para qué fin guardaba el despojo
que me hablan traído, y que después, si les antojase, me diesen la
muerte.
Mandándome el pueblo que lo dijese, entretanto volvieron los
armados, los cuales, cuando me vieron, arremetieron contra mí con
propósito de quitarme la vida. Mas estorbándoselo el pueblo con
voces, reprimieron su ímpetu, teniendo para sí que después que yo
confesase la traición, y cómo había guardado para el rey el
dinero, tendrían mejor ocasión de poner en obra lo que querían.
Después que todos estuvieron atentos, dije: "Varones hermanos,
si os parece que he merecido la muerte, no rehuso morir; pero quiero,
antes que muera, deciros la verdad. Por cierto, como yo vi esta
ciudad muy a propósito para los forasteros, y que muchos,
dejadas sus propias tierras, se huelgan venir a vivir con
vosotros, para teneros compañía en cualquiera cosa que sucediese,
había determinado edificaros unos muros con estos dineros; y por
tenerlos guardados para esto, ha nacido este vuestro enojo tan
grande." A estas palabras dieron voces los de Taricheas, y los
extranjeros, dándome las gracias, y diciéndome que me esforzase y
tuviese buen ánimo; pero los galileos y los de Tiberíades porfiaban
en su ira, y hubo entre ellos diferencias, porque éstos me
amenazaban que se lo había de pagar, y los otros, por el contrario,
me animaban y me decían que estuviese seguro. Pero después que
prometí que también haría muros a los de Tiberíades y a las otras
ciudades que estuviesen en lugar aparejado, dando crédito a mis
promesas se fueron cada uno a su casa; y yo, habiendo escapado de tan
grande peligro, sin esperar más, volvíme a mi casa con mil amigos y
veinte hombres armados.
Mas los ladrones y los que habían levantado el alboroto, temiendo
pagar lo que habían hecho, con seiscientos armados volvieron otra
vez a mi casa con propósito de ponerle fuego. Y sabiendo yo su
venida, teniendo por cosa fea huir, determiné usar contra ellos
de osadía; mandé cerrar las puertas de mi casa, y yo mismo, desde
un tirasol, les dije que me enviasen algunos que recibiesen el
dinero, por el cual ellos andaban alborotados, para que no
hubiese por qué tener más enojo. Como ellos determinasen esto, al
mayor alborotador de aquellos que entraron en mi casa, torné a echar
fuera después de haberlo azotado y cortándole una mano, la cual
hice llevar al cuello colgada, para que volviese así a los que lo
habían enviado. Ellos se atemorizaron con esto en gran manera; y
temiendo sufrir la misma pena si allí se descubriesen, porque
pensaban que yo tenía muchos armados en mi casa, súbitamente
huyeron todos; y así, con esta astucia, me escapé de otros lazos
que me podían armar.
Y con todo esto no faltó quien después alborotase el vulgo,
diciendo que no era bien hecho dar la vida a aquellos caballeros
de la casa de¡ rey que se habían acogido a mí, si no se pasasen a
los ritos de aquellos a quienes venían a pedir amparo, y
cargábanles que eran favorecedores de los romanos y hechiceros; y
luego se comenzó a alborotar la muchedumbre, engañada por los que
le hablaban a favor de su paladar. Lo cual sabido, desengañé yo al
pueblo, diciendo que no era razón hacer enojo y agravio a los que a
ellos se habían acogido; rechazando la vanidad de la culpa que les
cargaban de ser hechiceros, con decir que no había para qué los
romanos diesen de comer a tantas capitanías, si podían alcanzar la
victoria por industria de hechiceros.
Amansados un poco con estas palabras, ya que se habían salido,
moviéronlos otra vez a la ira contra aquellos caballeros algunos
hombres perdidos, tanto que, tomando sus armas, fueron corriendo
a las casas en que los otros moraban en Taricheas, para
quitarles las vidas. Como yo lo supe, temí mucho que, consentida
esta maldad, ninguno en adelante se acogiera a nosotros; por lo cual,
tomando algunos otros conmigo, vine apresuradamente a la posada de
ellos; la cual cerrada, haciendo traer un barco por una cava que
iba de allí al mar, nos entramos en él y pasamos a los confines de
los Hippenos; y dándoles con qué comprasen caballos (que por salir
huyendo de esta suerte, no pudieron sacar los suyos), los despedí,
rogándoles mucho que con fuerte ánimo llevasen la presente
necesidad, porque a mí también me pesaba mucho verme forzado a
poner otra vez en tierra de sus enemigos a los que una vez se habían
fiado de mi palabra; pero tuve por mejor que ellos muriesen a manos
de los romanos, si así sucediese, que no que en mi tierra fuesen
muertos por maldad. No murieron, Porque el rey les perdonó su
yerro; veis aquí en qué pararon éstos.
Los de Tiberíades rogaron al rey por cartas, que enviase gente de
guarnición a su tierra, prometiéndole que se pondrían en sus
manos. Lo cual hecho, luego que vine a ellos, me pidieron con
mucho ahínco que les edificase los muros que les había prometido,
porque habían oído que Taricheas estaba ya cercada de muros. Yo se
lo otorgué, y después que de todas partes junté los materiales,
mandé a los oficiales que comenzasen la obra.
Partiendo yo de allí a tres días de Tiberíades para Taricheas,
que está treinta estadios, por acaso descubrí ciertos caballeros
romanos que llegaban cerca de Tiberíades. Los de la ciudad, pensando
que eran del rey, comenzaron luego a hablar de él con mucha honra, y
de mí se atrevieron a decir injurias y afrentas. Luego vino uno
corriendo a hacerme saber lo que pasaba y cómo tenían ojo a
amotinarse, de lo cual recibí mucho temor, porque entonces, como
venía cerca el sábado, había enviado de Taricheas mis hombres de
armas a sus casas, para que celebrasen su fiesta los de Taricheas más
a su placer, estando sin gente de guerra; y fuera de esto, todas las
veces que estaba en aquel lugar, me paseaba aun sin los de mi guarda,
porque confiaba en la buena voluntad que muchas veces había
experimentado tenerme los moradores. Asi que, como solamente tuviese
conmigo siete soldados y algunos amigos, no sabía qué hacerme;
porque no me parecía bien tornar a llamar la gente, ya que era
tarde, a los cuales en el día siguiente no les permitía nuestra ley
tomar armas aunque fuesen necesarias; y si llevaba en mi defensa a
los de Taricheas y los forasteros que moraban con ellos,
convidándolos con la esperanza del despojo, veía que no tenla
fuerzas bastantes con ellos. La cosa no sufría dilación, porque
temía que aquellos que el rey enviaba, se alzasen con la ciudad y me
echasen a mí fuera; por lo cual determiné aprovecharme de una
astucia. Puse luego mis amigos de quienes más me fiaba, delante las
puertas de Taricheas, para que no dejasen salir a nadie; y haciendo
juntar las cabezas de las familias, mandé a cada uno que sacase una
nao al lago, y que, entrando en ella con su ¡loto viniesen tras mí;
y entonces yo, con mis amigos y, aquelos sie'te soldados, entrando en
una nao, tomé el camino de Tiberiades.
Como los de Tiberíades conocieron que no era gente del rey la que
pensaron, y que todo el lago estaba lleno de naos, asombrados y
teniendo temor de que su ciudad se perdiese, como si viniera gente de
guerra en las naos, mudaron el acuerdo que habían tomado. Así que,
dejadas las armas, me salieron a recibir con sus mujeres e hijos,
recibiéndome con muchas bendiciones, porque pensaban no haber yo
sentido su propósito, y rogábanme que tuviese por bien el venir a
su ciudad. Yo, como llegase cerca, mandé a los pilotos que echasen
las áncoras lejos de tierra, porque no viesen los de la ciudad que
las naos estaban vacías; y llegado junto a la ciudad en una nao,
reñí con ellos porque eran tan ligeros para quebrantar tan
neciamente la palabra que me hablan dado; después les prometía que
sin duda los perdonaría si me enviasen diez de los más principales,
lo cual hicieron ellos sin detenimiento; y venidos, los metí en una
nao y los envié a Taricheas a que los tuviesen en guarda.
Con esta maña, prendiéndoles poco a poco unos en
pos de otros, pasé allá todo el Senado, y otros tantos de los más
principales del pueblo. Entonces
la otra muchedumbre, como vio el peligro en que estaba, rogábame que
hiciese justicia del que habla sido causa de aquel alboroto. Este
decían que era Clito, mancebo atrevido y mal mirado; yo, que tenía
por cosa nefasta matar hombres de mi tribu, y con todo eso
me era necesario castigarlo, mandé a
Lebias, uno de los de mi guarda, que se llegase a él y le cortase
una mano, el cual como no se atreviese a salir solo entre tanta
gente, porque los de Tiberíades no sintiesen su temor, llamé yo a
Clito, y le dije: “Porque mereces que te corten ambas manos por
haber sido conmigo hombre tan ingrato y fementido, es menester que tú
seas el verdugo para ti mismo, porque si no lo quieres hacer, se te
dará castigo más grave." Como me rogase mucho que le dejase
una mano, con gran dificultad se lo concedí; y luego, de buena
voluntad echó mano a un cuchillo, y porque no se las cortasen ambas,
se cortó la mano izquierda. De esta manera se apaciguó aquel
alboroto.
Vuelto yo después a Taricheas, los de Tiberíades, como supieron el
ardid de que yo habla usado, maravillábanse cómo sin muertes había
amansado su locura. Entonces, haciendo sacar de la cárcel a los
tiberienses, a Justo y a su padre Pisto, que estaban entre ellos,
diles un convite, y dijeles mientras comíamos, que yo bien sabía
que los romanos sobrepujaban en potencia a todos los hombres, pero
que disimulaba por tantos ladrones como había, y aconsejábales que
también ellos hiciesen lo mismo, esperando mejor tiempo; y que
entretanto no llevasen a mal estar sujetos a mí, pues que no
podían tener capitán que fuese más a su provecho que yo. Y avisé
también a justo cómo antes que yo viniese de Jerusalén los
galileos habían a su hermano cortado las manos, acusándole de que
fingió ciertas escrituras, y que fie falsario;
y que después, de la partida de Filipo, los gamalitas, teniendo
disensión con los de Babilonia, habían muerto a Chares, pariente
del mismo Filipo, y a su hermano Jesu, cuñado del mismo justo, le
habían dado una pena justa y moderada. Habiéndoles dicho esto
en el convite, por la mañana envié a justo con los suyos dándolos
por libres.
Poco antes Filipo, hijo de Jacinio, se habla ido de Gamala por la
causa que diré. Luego que supo que Baro se habla rebelado contra el
rey Agripa, y que Equo modio había sido enviado por su sucesor, el
cual era su amigo, hizole saber Por cartas su estado; y como él las
recibió, hubo mucho Placer de que Filipo estaba en salvo, y envió
aquellas cartas al rey y a la reina, que entonces estaban en Beryto.
Entonces el rey, corno entendió que era mentira lo que se había
sonado que Filipo se había ofrecido a los judíos para ser su
capitán contra los romanos, envió ciertos de a caballo que se lo
trajesen; y cuando vino, abrazándole con mucho amor, mostrábale
a los capitanes romanos, diciendo: «Este es aquel de quien hubo fama
que se habla rebelado contra los romanos." delandóle luego que
tomase una capitanía de a caballo, fuese corriendo al castillo de
Gamala, sacase de allí a los de la casa, fuese a restituir en
Batanea a los babilonios, y trabajase de todas maneras para que los
súbditos no urdiesen novedad alguna. Habiéndole el rey mandado
esto, Filipo se fue con mucha prisa a ponerlo por obra.
Un Josefo que se hacía médico, haciendo junta de mancebos de los
más atrevidos, y sublevando los grandes de los de Gamala,
aconsejó al pueblo que se rebelase contra el rey, y que poniéndose
en armas, procurasen cobrar la libertad que solían tener. De esta
manera atrajeron otros a su parecer, matando a los que osaban hablar
en contrario. Entre éstos murió Chares y Jesu, su pariente y una
hermana de justo, natural de Tiberíades, corno arriba dijimos.
Después de esto me rogaron por carta que les enviase socorro, y
juntamente quien les cercase su villa con muros; yo les otorgué lo
uno y lo otro.
En estos mismos días se rebeló también contra Agripa la región
Gaulanitide hasta la villa de Solima. Cerqué también de muros a los
lugares de Logano y de Seleucia, que de suyo eran fuertes. Asimismo
fortalecí las aldeas de Galilea alta, aunque estaban en sitio áspero
y alto, a Jamnia, a Anierytha y a Charabes. Y en Galilea hice fuertes
estas villas, Taricheas, Tiberíades y Séforis; y aldeas, la cueva
de los Arbelos, Bersobe, Selames, Jotapata, Capharath,
Comosogana, Nephapha y el monte Itabirio. En estos lugares encerré
también gran copia de trigo, y metí armas con que se defendiesen.
Entretanto Juan, hijo de Levi, cada día me tomaba mayor odio
pesándose de mis buenas dichas; y como determinase quitarme de todas
maneras del mundo, después que cercó de muros a Giscala, su tierra,
envio a su hermano Simón con cien soldados a Jerusalén, a Simón,
hijo de Gamaliel, a rogarle que hiciese con los de la ciudad que me
quitasen el mando y nombrasen al mismo Juan, por voto de todos,
presidente de Galilea. Este Simón, natural de Jerusalén, era
de muy ilustre sangre de la secta de los fariseos, la cual a la
verdad parece que guarda con más perfección las leyes de la tierra,
varón de notable prudencia, y que pudiera con su consejo tornar al
estado primero y en su ser las cosas que andaban de caída; habla ya
mucho tiempo que tenía a Juan por amigo, y conmigo estaba mal
en aquel tiempo. delovido, pues, por los ruegos de su amigo, aconsejó
a los pontífices Anano y Jesu, hijo de Gamala, y a otros hombres de
su bando, que me bajasen porque crecía mucho, y no diesen lugar
a que subiese hasta la más alta cumbre de honra, porque también les
venia a ellos provecho de que me quitasen la gobernación de Galilea;
mas que no debían Anano y los otros tardarse, porque descubriéndose
este concierto, no viniese con ejército sobre la ciudad.
Aconsejándoles esto, Anano el pontífice, respondió que no era lo
que decía cosa tan fácil, porque había muchos pontífices y
principales del pueblo que eran testigos cómo administraba bien la
provincia, y que no era cosa justa acusar a aquel a quien ninguna
culpa se le podía cargar.
Entonces Simón les rogó que no descubriesen nada de lo que pasaba,
que él podría poco, o me echaría muy presto de la gobernación de
Galilea; y haciendo llamar al hermano de Juan, le mandó que enviase
presentes a los amigos de Anano, porque por ventura con esto haría
que viniesen más presto en su parecer; de esta manera acabó al fin
Simón lo que quiso; porque Anano y sus compañeros, sobornados con
dádivas que les dieron, entraron en consulta para quitarme el cargo,
sin que otro ninguno de los de la ciudad lo supiese; así que
parecióles bien enviar cuatro hombres, los más señalados en
linaje, e iguales en erudición; de éstos eran plebeyos los dos,
Jonatás y Anonias, fariseos, y el tercero era Jozaro, de linaje
sacerdotal, que era también fariseo; y Simón, uno de los
pontífices, el cual era de menos edad de todos; a éstos
mandaron que hiciesen juntar los galíleos, y les preguntasen cuál
era la causa por que me querían tanto; y si les respondiesen porque
era de Jerusalén, dijesen que también ellos eran de Jerusalén;
y si porque era sabio en las leyes, que también ellos tenían
noticia de los ritos de la tierra; y si dijesen que me amaban por
sacerdote, que les respondiesen que también dos de ellos eran
sacerdotes.
Instruidos de esta manera los compañeros de Jonatás, tomaron del
tesoro 40.000 dineros de plata, y porque por el mismo tiempo había
venido de Jerusalén un Jesu, galíleo, con una compañía de
seiscientos soldados, llamaron a éste y lo tomaron a sueldo,
pagándole tres meses adelantados, y le mandaron que fuese con
Jonatás y con sus compañeros, y que hiciese lo que ellos le
mandasen; y diéronle trescientos ciudadanos más, pagándoles
de la misma manera su sueldo. Después que todo esto se concertó
así, los embajadores partieron, yendo en su compañía el
hermano de Juan con sus cien soldados con el mandamiento de quien los
enviaba, que si yo de mi voluntad no me pusiese en armas, me enviasen
vivo a Jerusalén, y si me defendiese, que me matasen, que ellos
los sacarian de ello en paz y en salvo. Diéronle también cartas
para Juan, en que le requerían que estuviese apercibido para hacerme
guerra, y aun fueron causa que los de Séforis, Gabara y Tiberíades
fuesen en ayuda de Juan contra mi.
Como mi padre lo supiese todo por Jesu, hijo de Gamala, que le habían
dado parte de todos estos conciertos, y era muy amigo mío, y me lo
escribiese, dióme mucha pasión la ingratitud de mis ciudadanos
que por envidia me querían matar, y no menos me afligía que mi
padre, muy acongojado, me llamase, diciendo que deseaba verme antes
de su muerte; por lo cual descubrí a mis amigos todo cuanto pasaba,
y les dije que dentro de tres días había de dejar la gobernación,
e irme a mi tierra; cuando ellos oyeron esto, todos tristes y con
lágrimas me rogaban que no les desamparase, porque se perderían
si dejase de tener mando sobre ellos; y como yo tuviese más cuenta
con mi propia salud que con lo que ellos me rogaban, recelándose los
galileos que, por mi ausencia, los tuviesen los ladrones en poco,
despacharon mensajeros por toda su comarca, con los cuales
hicieron saber que yo quería partir. Oído esto, acudieron muchos de
todas partes con sus mujeres e hijos, no tanto porque me deseasen,
según yo pienso, como temiendo el mal que les podía venir, porque
les parecía que con mi presencia estaban ellos en salvo. Vinieron,
pues, todos a mí de un acuerdo en el Campo Grande en donde yo estaba
en aquella sazón, en la villa de Asochim, en el cual tiempo una
noche soñé un sueño admirable.
Porque como estuviese en mi cama triste y turbado por las cartas que
había recibido, parecióme que veía un hombre junto a mí que me
decía: Déjate, buen hombre, de estar triste y temer, porque esas
tristezas te han de hacer grande y dichoso en todo. Te sucederán
dichosa y prósperamente, no solamente estas cosas, sino aun
otras muchas; por lo cual persevera, acordándote que te
conviene hacer también guerra con los romanos. Después de este
sueño me levanté queriendo bajar al campo, y viéndome entonces la
muchedumbre de los galileos, entre los cuales había también mujeres
y muchachos tendidos en el suelo, me suplicaban con lágrimas que no
los desamparase en tiempo que tenían a la puerta sus enemigos, y que
por irme yo, no dejase su región sujeta a cuantas injurias les
quisiesen hacer los que mal les querían, y como ninguna cosa
pudiesen alcanzar con sus ruegos, conjurábanme que me quedase,
diciendo muy afrentosas palabras contra el pueblo de Jerusalén, que
no los dejaban en paz.
Oyendo yo esto, y viendo la tristeza del pueblo, movíme a compasión,
pareciéndome que no era mal hecho ponerme por tan grande
muchedumbre, aunque fuese a peligro manifiesto. Así que dije
que quedaría, y mandándoles que de todo aquel número estuviesen
allí cinco mil con armas y vituallas, despedí los otros cada uno a
su tierra. Y como se apercibiesen aquellos cinco mil, tomados
éstos y tres mil soldados que había tenido antes, y ochocientos a
caballo, caminé a la villa de Chabolon, que está en los confines o
términos de Ptolemaida, y tenía allí mis gentes puestas a
punto, corno que quería hacer guerra contra Plácido; éste había
venido con dos capitanías de a pie y una compañía de a caballo,
enviado por Gelio Galo para que pusiese fuego a los lugares de los
galileos que confinan con Ptolemaida, y como él hubiese cercado su
gente de un foso no lejos de los muros de Ptolemaida, asenté yo
también mi real sesenta estadios de Chabolon, por lo cual de
ambas partes sacamos muchas veces nuestra gente corno si quisiéramos
trabar batalla; pero en todo ello no hubo más que ciertas
escaramuzas, porque Plácido, cuanto mayor codicia me veía de
pelear, tanto más él temía y rehusaba la batalla, y nunca se
apartaba de Ptolemaida.
Por el mismo tiempo vino Jonatás con sus compañeros, el que dijimos
antes que fue enviado de Jerusalén por el bando de Simón y del
pontífice Anano, y procurando tomarme a traición, porque no se
atrevía a acometerme cara a cara, escribiáme una carta de este
tenor: “Jonatás y sus compañeros, embajadores de la ciudad
de Jerusalén, a Josefo desean salud. Porque en Jerusalén se ha
dicho a los principales y gobernadores de aquella ciudad, que
Juan, natural de Giscala, te ha urdido muchas veces traición, nos ha
enviado para que lo reprendiésemos y le mandásemos que haga, de
aquí en adelante lo que tú le mandares; por lo cual, para que
también con tu acuerdo y consejo proveamos remedio para en lo
porvenir, te rogamos que vengas luego adonde nosotros estamos sin
mucha compañía, porque en esta villa no puede caber mucha gente de
guerra."
Esto escribieron de esta manera, esperando una de dos cosas: o que me
tendrían a su voluntad si iba sin armas, o si llevase gente de
guerra me juzgarían por rebelde a mi tierra; esta carta me trajo uno
de a caballo, mancebo atrevido, que en otro tiempo había servido al
rey en la guerra. Eran ya dos horas de la noche, y por acaso estaba
yo a la mesa en un banquete con mis amigos y con los principales de
los galileos; y como un criado me hiciese saber que me buscaba
un judío de a caballo, mandéle que lo metiese; él no hizo
acatamiento a ninguno; solamente, sacando la carta, dijo: "Esta
te envían los que ahora vinieron de Jerusalén." Los otros
convidados se maravillaban de la desvergüenza del soldado, pero yo
le rogué que se sentase y cenase con nosotros, lo cual como rehusó,
yo, con la carta en la mano de la manera que la había recibido,
comencé a hablar con mis amigos otras cosas; y de ahí a poco
levantéme y despedí os a que se fuesen a acostar, e hice quedar
solos cuatro amigos muy especiales, y un mozo a quien había mandado
sacar vino; entonces abrí la carta y la leí muy de corrida,
sin que alguno lo viese, y entendiendo fácilmente lo que contenía,
toméla a doblar, y teniéndola en la mano corno si no la hubiera
leído, mandé dar al soldado 20 dracmas para el camino, las cuales
recibidas, corno me diese las gracias, entendiendo yo de él que era
codicioso de dineros, y que con esto sería fácil cosa vencerlo, le
dije: "Si quieres beber con nosotros te daremos un dracma por
cada taza." Aceptó el partido, y bebiendo mucho vino para ganar
muchos dineros, ya que estaba borracho, comenzó a descubrir los
secretos; y sin que ninguno se lo preguntase, confesó de su propia
voluntad que me tenían armada traición, y que me hablan condenado a
muerte. Oídas estas cosas, respondí a la carta de esta manera:
“Josefo, a Jonatás y a sus compañeros, desea salud: huélgome
de que estéis buenos y que hayáis venido a Galílea, mayormente
porque puedo ya poner en vuestras manos la gobernación de ella, y
volverme a mi tierra, que ha mucho tiempo que tengo deseo de tomarla
a ver, por lo cual de buena ' gana iría adonde estáis, no solamente
a Xalo, pero aun mas lejos, aunque ninguno me llamase; mas
perdonadme, porque no puedo ahora hacerlo. Conviéneme estar en
Chabolon, y aguardar a Plácido porque no entre por Galilea, que
es lo que él procura; mejor es, pues, que en leyendo esta carta
vengáis vosotros acá donde yo estoy. Nuestro Señor, etc."
Dada al soldado esta carta para que la llevase, envié con él
treinta de los más notables galileos, mandándoles que solamente
saludasen a aquellos hombres, y que ninguna cosa, fuera de esto,
dijesen; y di a cada uno un soldado, de quien me fiaba, para que
mirasen si los que yo enviaba tenían alguna plática con
Jonatás.
Después que fueron estos embajadores, habiéndoles salido en blanco
la primera experiencia, escribiéronme otra carta de esta manera:
“Jonatás y los otros embajadores, a Josefo envían y desean salud.
Denunciámoste que sin compañía de soldados vengas, de aquí a tres
días, a la villa de Gabara, donde nos hallarás, porque queremos
conocer de los delitos que impones a Juan."
Escrita esta carta, después que saludaron a los galileos que yo
envié, vinieron a Jafa, villa de Galilea, muy grande, muy fuerte y
muy poblada de moradores, donde fueron recibidos con clamores del
pueblo, dando voces juntamente con las mujeres y niños, que se
fuesen y los dejasen, que buen capitán tenían, y todos a una voz
decían que a ninguno otro obedecieran sino a lo que les mandase
Josefo, de manera que los embajadores, partidos de aquí sin hacer
nada, se fueron a Séforis, ciudad muy grande de Galilea, donde los
moradores que favorecían a los romanos, les salieron a recibir; mas
ninguna cosa les dijeron de mí, ni en mi loor, ni en mi
vituperio.
Pero después que de allí descendieron a Asochim,
fueron recibidos con los mismos clamores que los recibiesen los de
Jafa; y no pudiendo a refrenar el enojo, mandaron a sus soldados que
a palos echasen de allí aquellos que daban voces; y cuando
vinieron a Gabara, vino presto Juan con
tres mil hombres de armas, mas yo, que por la carta había ya sentido
que tenían determinado de hacerme la guerra, tomé conmigo tres mil
soldados, y dejando en el real un mi amigo muy leal, me acogí a
Jotapata para estar cerca de ellos cuarenta estadios, y
escribíles de esta manera:
"Si en todo caso queréis que vaya a vosotros, cuatrocientos
cuatro villas o ciudades hay en Galilea; a cualquiera de éstas iré,
salvo a Gabara y a Giscala, porque estos lugares, el uno es de Juan,
y con el otro tiene hecha alianza y amistad."
Recibidas estas cartas, no respondieron más los embajadores,
pero haciendo juntar la consulta de sus amigos, y entrando
también Juan en ella, consultaban por dónde me podrían entrar.
Juan era de parecer que se escribiese a todas las villas y ciudades
de Galilea, porque en cada una había a lo menos uno o dos que me
quisiesen mal, y los provocasen contra mí como contra enemigo del
pueblo, y que se enviase la misma determinación a Jerusalén para
que también los ciudadanos de aquella ciudad, cuando supiesen que
los galileos me habían juzgado por enemigo, confirmasen con sus
votos aquella sentencia, y que de esta manera me harían perder el
favor que los de Galilea me hacían; este consejo dieron por bueno
todos los otros, y luego supe yo esto cerca de tres horas de la
noche, porque un sacheo que se vino de allá amotinado, me lo dijo;
por lo cual, viendo que no era tiempo de detenerme, mandé a Jacob,
varón fiel y diestro, que con doscientos soldados guardase los
caminos que iban de Gabara a Galilea, y que prendiesen los
caminantes, y me los enviasen, principalmente a los que les hallasen
cartas; demás de esto envié a jeremías, que era también el número
de mis amigos, con seiscientos hombres, a los términos de Galilea,
por donde va el camino a Jerusalén, mandándole que prendiese a
los que llevasen cartas, y que a ellos echasen en prisiones, y
me enviase lar, cartas.
Después que hube mandado estas cosas, envié mis mensajeros a
los de Galilea con un edicto en que les mandaba que otro día me
estuviesen a punto, con sus armas y mantenimientos para tres días,
junto a Gabara, y repartida en cuatro partes la gente que yo tenía
conmigo, puse por capitanes a los más leales de mi guarda,
mandándoles que a ningún soldado que no conociesen recibiesen
entre los suyos. Llegando a Gabara el día siguiente cerca de las
cinco horas, hallé junto a la villa todo el campo lleno de la gente
de armas que había hecho apercibir en mi socorro de Galilea, y demás
de éstos, gran muchedumbre de gente rústica. Como me pusiese
delante de todos para decirles ciertas razones, comenzaron todos
a voces a llamarme su bienhechor y amparo de su tierra; entonces
yo, dándoles las gracias por el favor, roguéles que a ninguno
hiciesen enojo, y que, contentándose con las vituallas que
tenían en su real, no saliesen a saquear las villas o aldeas, porque
mi voluntad era apaciguar todo el alboroto sin que hubiese muertes; y
aconteció que el primer día que puse guardas en los caminos,
cayeron en sus manos los mensajeros de Jonatás; ellos los
detuvieron, como yo les tenla mandado, y me enviaron las cartas que
traían; después que las leí y hallé en ellas tantas palabras
afrentosas y tantas mentiras, disimulé con no hablar palabra, y
determiné ir a ellos.
Los cuales, cuando oyeron que yo iba con todos los suyos y con Juan,
se fueron a Jesu (ésta es una torre grande, y que no hay diferencia
de ella a un alcázar). Allí escondida una capitanía de soldados, y
cerradas todas las puertas, que no dejaron sino una abierta,
esperaban que fuese a saludarles de camino; habiendo primero mandado
a los soldados que cuando yo viniere me metiesen dentro solo, y que a
otro ninguno dejasen entrar, porque de esta manera pensaban haberme
más fácilmente en su poder; pero engañólos su pensamiento,
porque barruntando yo la traición, luego que allí llegué, entrando
en una posada que estaba frente de ellos, fingí que dormía; y los
embajadores, creyendo que yo dormía de veras, descendieron al campo
y comenzaron a solicitar a la muchedumbre a que me desamparase,
porque usaba mal del oficio de capitán; pero sucedió al contrario
de lo que esperaban, porque luego que los vieron se levantó una
grita entre los galileos, que testificaban bien cuánto amor me
tenían por merecerlo yo, y culpaban a los embajadores, porque sin
haberles hecho injuria alguna, habían venido a revolver el sosiego y
la paz del pueblo, y mandábanles que se fuesen porque ellos no
hablan de admitir otro gobernador. Después que supe esto no dudé
salir; así que descendí con mucha prisa a oír lo que los
embajadores traían; cuando salí comenzaron todos a dar palmadas de
alegría, unos a porfía de otros, y a voces me dieron gracias de
haber gobernado muy bien su provincia.
Cuando Jonatás y los otros oyeron estas cosas, temieron mucho perder
la vida a manos del pueblo, que tanto me favorecía, y pensaban huir;
pero porque no podían hacerlo libremente, mandándoles yo que se
detuviesen, estaban tristes, y apenas estaban en su acuerdo.
Habiendo, pues, hecho cesar las gritas del pueblo, y puestos de mis
soldados, de los que me fiaba, para guardar los caminos, porque no
diesen sobre nosotros tomándonos desapercibidos, y habiendo mandado
que todos estuviesen en armas, porque aunque viniesen de súbito los
enemigos no hubiese por qué temer, primeramente hice mención de las
cartas en que me habían escrito que las ciudad de Jerusalén los
enviaba para acabar las diferencias entre mi y Juan, y me habían
llamado que pareciese, y luego, para que no pudiesen negarlo, saqué
la misma carta, y dije: "Si yo hubiese de dar cuenta de mi vida
contra las acusaciones que delante de ti, Jonatás, y de tus
compañeros me pone Juan, cuando presentase en mi defensa por
testigos dos o tres buenos varones, sería necesario que, dados por
buenos los testigos, y examinados sus testimonios, me dieseis por
libre; pero ahora, para que sepáis que yo he administrado bien las
cosas de Galilea, no quiero traer tres testigos de mi abono, sino
todos estos os doy por testigos; a éstos demandad cuenta de mi vida,
si por ventura los he gobernado con toda honestidad y justicia,
y a vosotros, varones de Galilea, conjuro que no encubráis la
verdad, sino que ante éstos, como jueces, digáis si en alguna cosa
he hecho lo que no debía."
Apenas había yo acabado estas palabras, cuando todos levantaron una
grita, llamándome su bienhechor y conservador, y aprobando con
su testimonio todo lo que hasta entonces habla hecho, y
rogándome que en adelante perseverase en ser tal cual antes habla
sido; afirmaban también con juramento todos, que no había
cometido deshonestidad con mujer de alguno, y que jamás había hecho
enojo a alguno de ellos. Después de esto, oyéndolo muchos de los
galileos, leí las dos cartas de Jonatás que habían tomado mis
guardas y enviándomelas, llenas de muy malas palabras, e
imponiendo falsamente que usaba más de tirano que de capitán,
y contenían otras muchas cosas fingidas con muy grande desvergüenza.
Estas cartas, decía yo que me las habían dado los que las llevaban,
sin que yo se las pidiese, no queriendo que mis contrarios
supiesen lo de las guardas que tenla puestas, porque no dejasen de
enviar sus cartas en adelante.
Y el Ayuntamiento, movido a ira contra Jonatás y sus compañeros,
arremetieron a ellos para matarlos, e hiciéranlo si yo no les
refrenara su furia. A los embajadores prometí perdón de lo hecho si
tomasen mejor acuerdo, y, vueltos a su tierra, contasen la verdad de
cómo me habla habido en mi administración.
Dichas estas cosas, los despedí, dado que sabía que no habían de
cumplir lo prometido; pero el pueblo estaba contra ellos airado,
rogándome que los dejase que les diesen su pago; así que hube de
usar de todas mafias para librarlos, porque sabía que toda revuelta
es muy dañosa en la República; mas la muchedumbre perseveraba en su
enojo, y con una determinación iban todos a la posada de
Jonatás; viendo yo que no podía detenerlos más, subiendo en un
caballo mandé que viniesen tras mi a Sogana, que es una aldea de los
árabes que está de allí veinte estadios, y con esta astucia me
guardé de no parecer que hubiese dado principio a guerra civil.
Después que vinimos cerca de Sogana, mandé parar mi gente; y
habiéndoles aconsejado que no fuesen tan arrebatados a ira que
pasa los límites de la razón, escogí ciento de los más señalados
en edad y honra, y les dije que se aparejasen para ir a Jerusalén a
acusar delante del pueblo a los que hablan movido el alboroto y
revuelto su República; además de esto les mandé que, si lo
pudiesen acabar con el pueblo, alcanzasen una provisión en que se me
confirmase la gobernación de Galilea, y se mandase a Juan que
saliese de ella. Despachándolos en breve con este recaudo, tres días
después que se hizo el Ayuntamiento, los despedí, dándoles
quinientos soldados que los acompañasen, y también escribí a mis
amigos a Samaria que trabajasen para que mis embajadores pudiesen
caminar seguramente por su tierra, porque ya aquella ciudad estaba
sujeta a los romanos, y tuvieron necesidad de ir por allá porque
iban de prisa, y buscaban los atajos y caminos más cortos por llegar
al tercero día a Jerusalén, y aun yo mismo los acompañé hasta
salir de Galilea, habiendo puesto guardas en los caminos para que no
se publicase de pronto la partida de los embajadores, y después de
hecho esto me detuve un poco de tiempo en Jafa.
Jonatás y sus compañeros, como no salieron con la suya, tornaron a
enviar a Juan a Giscala, y ellos desde allí partieron para
Tiberíades con esperanza de haberla en su poder; porque Jesús, que
entonces tenla allí el magistrado, les había prometido por sus
cartas que él acabaría con el pueblo que se sujetasen a ellos. Con
esta esperanza se pusieron en camino: Sila con su mensajero me hizo
saber todo lo que pasaba, al cual yo, como dije, había dejado en mi
lugar, y rogábame mucho que volviese lo más presto que pudiese;
vuelto yo de prisa por su consejo, por poco perdiera la vida por la
causa que diré.
Jonatás y sus compañeros habían en Tiberíades inducido a muchos
del bando contrario a que se rebelasen, por lo cual, atemorizados con
mi venida, accedieron a mi luego, y dándome primeramente la
enhorabuena, decían que se holgaban de la honra que entonces había
ganado, por haber administrado muy bien a Galilea, porque de
aquella gloria les alcanzaba también a ellos parte, por ser yo
su ciudadano y discípulo; y después, confesando en público
que querían más mi amistad que la de Juan, me rogaban que me fuese
a mi casa, prometiéndome que ellos harían luego que el otro viniese
a mis manos, confirmándolo con juramento, lo cual es cosa de muy
grande religión entre nosotros, y así me pareció que sería maldad
no creerlo. Después me rogaron que me fuese a otra parte porque
venía cerca el sábado, y no querían ellos levantar desasosiego
alguno en el pueblo de los Tiberíades.
Entonces yo, sin sospechar cosa alguna, me fui a Taricheas,
dejando, sin embargo de esto, en la ciudad quien mirase curiosamente
lo que ellos hablaban de mí, y por todo el camino que va de
Taricheas a Tiberíades puse algunos por quien viniese a mi, como de
mano en mano lo que supiesen los que había dejado en la ciudad. El
día, pues, siguiente se juntó el pueblo en Proseucha, que llaman,
que es una casa de oración ancha, y en que cabe toda aquella
muchedumbre, donde después que Jonatás también vino, no
atreviéndose a decir claramente que se rebelasen, dijo que la ciudad
tenía necesidad de mejores magistrados; pero Jesús, que tenía el
sumo magistrado, sin disimular cosa alguna, dijo: Más vale,
ciudadanos, que nosotros obedezcamos a cuatro hombres que a uno,
mayormente cuando éstos descienden de ilustre sangre, y tenidos
en mucho por su prudencia, señalando cuando esto decía, a Jonatás
y a sus compañeros; y luego Justo, loando estas palabras, trajo a
algunos de los ciudadanos a lo que él quería; pero el pueblo no
estaba por lo que éstos decían, y sin duda se levantara algún
alboroto, si no se deshiciera el Ayuntamiento, porque era ya la
hora sexta y, suelen los nuestros comer a esta hora los sábados; de
esta manera los embajadores, dilatando la consulta para el día
siguiente, se fueron sin dar fin en el negocio. Sabiendo yo luego
estas cosas, determiné venir a Tiberíades por la mañana, y en
amaneciendo el día siguiente, yendo de Taricheas allá, hallé que
el pueblo se había ya juntado en la casa de oración, no sabiendo
aún bien para qué se juntaba. Entonces los embajadores, como
me vieron a tiempo que no me esperaban y quedaron muy atemorizados;
al fin acordaron esparcir un rumor, que habían aparecido ciertos
romanos a caballo en los términos de aquel campo en un lugar que se
dice Homonea; y haciendo creer este rumor adrede ellos mismos, que
eran los que lo habían levantado, daban voces, que no era bien dar
lugar a que los enemigos talasen así a su salvo los campos a vista
de todos, lo cual hacían con propósito que, saliendo yo a socorrer
a los labradores, pudiesen ellos entretanto alzarse con la ciudad, y
hacer que los ciudadanos me quisiesen mal.
Aunque sabia su propósito, hice lo que quisieron, porque no
pareciese que no hacía caso de los peligros de los tiberíenses.
Salido, pues, al dicho lugar, después que vi que no había ni rastro
de los enemigos vuelto con mucha prisa, hallé que se habían juntado
el Senado y el pueblo en uno, y que los embajadores me ponían una
larga acusación delante del Ayuntamiento, diciendo que
menospreciaba el cuidado del pueblo, y me ocupaba solamente en mis
propios deleites. Dichas estas cosas sacaban cuatro cartas, como
escritas por los galileos, diciendo que se hablan puesto a defender
los últimos términos de aquella región, y que para esto pedían su
socorro; oyendo estas cosas los de Tiberíades, creyéndolas de
ligero, comenzaron a dar voces que no se debía poner dilación
en aquello, sino que en tan grande peligro se debía dar socorro muy
presto a los de su pueblo; y por el contrario, entendiendo la falsa
mentira de los embajadores, dije que sin detenerme iría donde la
necesidad de la guerra lo pidiese; mas porque de otros cuatro lugares
diversos habían venido cartas en que hacían saber las corridas de
los romanos, convenía que, repartida entre otras tantas partes
la gente, cada uno de los embajadores tuviese cargo de cada una;
porque era justo que los varones esforzados socorriesen a las cosas
que van de calda, no solamente con su consejo, pero aun con ir ellos
en la delantera a ayudar, y que yo no podía llevar sino sola una
parte del ejército. Pareció esto bien a la muchedumbre, y los
apremiaban a que saliesen y tomasen el cargo de capitanes, con lo
cual ellos fueron en gran manera turbados en sin ánimos, porque les
había dado y salido al revés lo que procuraban, por las sutiles
intenciones que yo les armé en contrario.
Entonces uno de ellos, por nombre Ananías, hombre malo y de malas
obras, aconsejó que mandasen al pueblo ayudar otro día, y que a la
misma hora se juntasen todos sin armas en el mismo lugar, porque
sabían que sin la ayuda de Dios ninguna cosa podían hacer las armas
de los hombres, y no decía esto por causa de religión sino por
verme sin armas a mí y a los míos; entonces yo también obedecí
por fuerza, porque no pareciese que menospreciaba la santa
amonestación. Así que, después que se fueron todos a sus casas,
Jonatás y sus compañeros escribieron a Juan que por la mañana
viniese adonde ellos estaban, con la mayor compañía de soldados que
pudiese, porque fácilmente me habria en su poder y alcanzaría lo
que deseaba. El, cuando recibió las cartas, obedeció de buena
gana. El día siguiente mandé a dos de mis guardas los más
esforzados y de quien yo más fiaba, que se pusiesen unas espadas
cortas debajo de la ropa, que no se les pareciesen, y saliesen
conmigo en público, para que si alguna injuria nos quisiesen hacer
nuestros enemigos, tuviésemos con qué defendernos; y yo
también me vestí unas corazas y me ceñí mi espada lo más
secretamente que pude, y así vine a la casa de oración a rezar.
Después que entré yo con mis amigos, poniéndose Jesús a la
puerta, no dejó entrar a otro ninguno de los míos; y ya que
nosotros comenzábamos a hacer oración a la costumbre de la tierra,
levantándose Jesús, me preguntó por las alhajas y plata por labrar
del Palacio Real que se había fundido, en cuyo poder estaban estas
cosas depositadas; de las cuales hacía entonces mención, por gastar
el tiempo hasta que Juan viniese. Respondí que Capella lo tenla todo
y aquellos diez ciudadanos principales de Tiberiades; y díjele,
que les preguntase a ellos si yo decía verdad; los cuales, como
confesaron que lo tenían, dijo: ««¿Qué es de aquellos veinte
dineros de oro que te dieron por cierto peso de plata por labrar que
vendiste, en qué los gastaste?" Respondí que los había dado
para el camino a los embajadores que me enviaron de Jerusalén. A
esto replicaron Jonatás sus compañeros que no había sido bien
hecho pagar su Jario, a los embajadores de¡ dinero público.
Enojándose el pueblo por ver su malicia tan clara, como yo
entendiese que la cosa no estaba lejos de haber alguna revuelta, con
voluntad de ensañar más aun contra ellos el pueblo, dije: "Si
es mal hecho que diera salario a los embajadores del dinero del
pueblo, no me déis más enojos por ello, que yo pagaré de mi bolsa
estos veinte dineros.”
Entonces el pueblo tanto más se encendió, cuanto apareció más
claro cuán contra razón me aborrecían. Viendo Jesús que la cosa
le sucedía al contrario de lo que él esperaba, mandó que, quedando
solo el Senado, toda la otra muchedumbre se fuese, porque el
bullicio de la gente no daba lugar a que se hiciese la pesquisa de
tan gran negocio. Y contradiciendo el pueblo que no me dejaría
solo entre ellos, vino uno a decir secretamente a Jesús, que venía
cerca Juan con gente de armas; entonces, no pudiendo callar más
Jonatás, Dios, que por ventura proveía así por mi salud, porque de
otra manera no me escapara del ímpetu con que venía Juan, dijo:
"Dejadme, tiberienses, hacer pesquisa de los veinte dineros
de oro, porque por ellos no merece Josefo la muerte, sino porque anda
urdiendo hacerse tirano, y ha alcanzado principado con engañar
la muchedumbre ignorante." En diciendo esto, los que estaban
para matarme procuraban poner las manos en mí, lo cual visto por mis
compañeros, desenvainar" Sus espadas y, trabajando por
herirlos, los hicieron huir; y juntamente el pueblo alcanzó piedras
para herir a Jonatás, librándome de la violencia de mis enemigos.
Yendo un poco adelante, como saliese a una calle por donde venía
Juan con un escuadrón de soldados, húbele miedo y dí la vuelta por
una calle angosta que iba a la mar; y de esta manera, entrando en una
nao, me escabullí a Taricheas, faltando poco para que me mataran por
un peligro que no pensé por lo cual, haciendo luego llamar los
principales de los galileos, les conté cómo contra derecho y razón
me hubieran muerto Jonatás y los de Tiberíades.
Enojada con esta injuria, la muchedumbre de los
galilleos me aconsejaba
que no dudase de hacer guerra a mis enemigos, y que los dejase ir,
que ellos quitarían del mundo a Juan, Jonatás y sus compañeros;
pero yo procuraba amansar su enojo, mandándoles esperar hasta que
supiésemos qué traían nuestros embajadores de la ciudad de
Jerusalén; y decíales que nos cumplía no hacer cosa alguna sin su
consentimiento. Con estas palabras lo acabé con ellos. Como Juan
tampoco entonces no salió con la suya, volvióse a Giscala.
A los pocos días, vueltos nuestros embajadores, nos hicieron
saber que todos los de Jerusalén estaban muy enojados con Anano y
con Simón, hijo de Gamaliel, porque, enviando embajadores sin
consentimiento del pueblo, habían procurado quitarme de la
gobernación de Galilea, y decían que faltó muy poco para que el
pueblo pusiese fuego a sus casas. Trajeron también caritas, por
las cuales los principales y cabezas de Jerusalén, por autoridad del
pueblo, me confirmaban en la gobernación, y mandaban a Jonatás y a
sus compañeros que luego se volviesen a sus casas. Cuando recibí
estas cartas vine a la villa de Arbela, donde había mandado juntar
los galileos, y allí mandé a los embajadores que contasen cuánto
habían sentido los de Jerusalén la malicia do! Jonatás, y cómo
por su acuerdo y decreto me habían confirmado la gobernación
de aquella región, y habían mandado a Jonatás y a los suyos que
saliesen de ella, a los cuales envié luego aquella carta, mandando
al mensajero que mirase lo que hacían.
Ellos, cuando recibieron la carta, muy atemorizados, hicieron
llamar a Juan y a los senadores de los tiberienses, y a los
principales de Gabara, para pedirles consejo qué debían hacer. Los
tiberienses eran de parecer que se estuviesen en la administración
de la República, y no desamparasen la ciudad que una vez se había
fiado de su palabra, mayormente ahora que yo les quería acometer,
porque mintieron que yo les había amenazado con esto. Lo mismo daba
por bueno también Juan, añadiendo que debían enviar dos de los
compañeros a Jerusalén, que me acusasen delante del pueblo de que
no administraba derechamente las cosas de Galilea, diciendo que de
esto lo persuadirían fácilmente, lo uno, por su autoridad, lo otro,
porque naturalmente el vulgo es mudable. Pareció bien el consejo de
Juan, y luego enviaron a Jonatás y a Anania a Jerusalén, quedando
los otros dos en Tiberíades, y acompañándolos, porque fuesen
seguros, cien soldados de los suyos.
Los tiberienses, habiendo reparado sus muros con diligencia, mandaron
a los moradores de la ciudad que tomasen sus armas, e hicieron con
Juan, que estaba entonces en Giscala, que les enviase muchos
soldados que les ayudasen contra mí, si por ventura fuese menester.
Entretanto, caminando Jonatás con los suyos, cuando llegó a
Darabitta, que es una villa cuyo sitio está en el Campo Grande en
los tunos términos de Galilea, a medianoche cayó en manos de
una escuadra de soldados míos, que estaban en vela, los cuales,
mandándoles que dejasen las armas, los tuvieron presos en el
lugar donde yo les había mandado. Levi, capitán de aquellos
soldados, me hizo saber todo lo que habla pasado. Así que,
teniendo el negocio bien disimulado dos días, por mensajeros requerí
a los tiberienses que dejasen las armas; pero ellos, pensando que ya
Jonatás había llegado a Jerusalén, no me respondieron otra cosa,
sino palabras afrentosas. No me espanté tanto que por eso
dejase de usar con ellos de una astucia, porque me parecía cosa
¡licita comenzar guerra civil.
Queriendo, pues, sacarlos engañados fuera de los muros, habiendo
escogido diez mil soldados, los repartí en tres partes. Una parte de
éstos puse secretamente junto a Dora, y otros mil en una aldea, que
también era montaña, a cuatro estadios de Tiberíades, para que
esperasen hasta que se les díese señal de arremeter. Yo, saliendo
de la ciudad, paréme en un lugar público; viendo esto los
tiberienses, vinieron luego corriendo a mí, diciéndome maldiciones
muy desabridas, y tomóles entonces tanta locura, que llevando
delante unas andas de muerto, aderezadas magníficamente, alrededor
de ellas me lloraban por escarnio; pero yo, callando, gozaba de
su poco saber.
Y queriendo por asechanzas haber a Simón a las manos, y con él a
Joazaro, roguéles que con los amigos, y con los que por su seguridad
los acompañaban, saliesen un poco fuera la ciudad, porque quería
hablarles y tratar paz con ellos, y de la gobernación de la
provincia. Entonces, Simón, con poco saber y codicia de la ganancia,
no rehusó venir, pero o, sospechando lo que era, se quedó. Cuando
Simón vino acompañado de sus amigos y guardas de su persona, lo
recibí con mucha humanidad, y díle las gracias porque tuvo por bien
venir. Y paseándonos de ahí a poco, apartándolo algo desviado de
sus amigos, como que le quería decir algo sin terceros,
arrebatándolo por medio del cuerpo en alto, lo entregué a los míos,
que lo llevasen a la aldea que más cerca estuviese; y haciendo señal
a mi gente, me fui con ellos a Tiberíades. Como de ambas partes se
trabase una cruda batalla, animando a los míos que ya iban de
vencida, les hice cobrar esfuerzo y encerré dentro de los muros a
los tiberienses, que por poco hubieran la victoria; y enviando luego
por el lago otro escuadrón, mandéles que pusiesen fuego en la
primera casa que entrasen. Hecho esto, pensando los tiberienses
que la ciudad estaba tomada por fuerza, dejadas las armas, me
suplicaron con sus mujeres e hijos que los perdonase, pues los tenía
vencidos. Yo, movido por sus ruegos, refrené a los soldados de la
furia que traían, y habiendo tocado a recoger la gente, siendo ya
tarde, me fui a comer; y llevando conmigo a Simón, sentados a la
mesa, lo consolaba prometiendo volverle a enviar a Jerusalén y
darle lo necesario para el camino, y quien lo acompañase por que
fuese seguro.
El día siguiente entré en Tiberíades con los diez mil soldados
armados, y mandando llamar a la plaza los regidores y principales del
pueblo, mandéles que me dijesen quiénes eran los autores de la
rebelión; habiéndomelos mostrado, les eché prisiones, y les envié
a Jotapata. Y soltando a Jonatás y sus compañeros, y aun dándoles
para el camino, los entregué a quinientos soldados que los llevasen
a Jerusalén. Después de esto, vinieron otra vez a mí los
tiberienses a pedirme perdón, y me prometieron que en adelante
suplirían con servicios lo que hasta entonces hablan faltado,
rogándome que hiciese restituir a sus dueños las haciendas que
habían sido tomadas. Mandé luego que se trajese todo allí delante,
y como los soldados tardasen en hacerlo, viendo yo uno de ellos más
ataviado que solía, preguntéle que de dónde había habido
aquella vestidura, confesándome él que la había ganado del
despojo, lo hice azotar, y amenacé a todos que les daría más grave
castigo si no me trajesen lo que habían robado junto todo el
despojo, que era mucho, di a cada uno de los ciudadanos lo que
conocía ser suyo.
En este lugar quiero reprender en pocas palabras a justo, escritor de
esta historia, y a los otros, que prometiendo escribir alguna
historia, menospreciando la verdad, no tienen vergüenza, por
amor o por odio, escribir mentiras a los que vinieron después; por
cierto, en ninguna cosa difieren de los que falsean escrituras
públicas, sino que éstos se dañan más con que no los castigan por
ello. Este, para que pareciese que gastaba bien su tiempo, púsose a
escribir las cosas que en esta guerra pasaron; y mintiendo muchas
cosas de mí, ni aun de su propia tierra dijo verdad. Por lo cual
tengo necesidad de decir lo que hasta ahora he callado, para argüir
contra lo que de mi ha dicho falsamente. Y no hay por qué nadie se
deba maravillar haber dilatado tanto tiempo de hacer esto; porque
aunque cumple que el historiador diga verdad, pero bien puede dejar
de hablar ásperamente contra los malos, no porque ellos merezcan
este bien, sino por guardar la templanza. Volviendo, pues, así
la plática, oh justo, el más grave de los historiadores por tu
testimonio, dime, ¿cómo yo y los galileos tuvimos la culpa y
causamos que tu tierra se rebelase contra el rey y también contra el
imperio de los romanos? Pues que antes que por determinación de la
ciudad de Jerusalén fuese yo a Galilea enviado por capitán,
tú, con tus tiberienses, echaste mano a las armas, y por común
consejo os atrevisteis también a molestar a la ciudad de Capolis de
los Sirios; porque tú pusiste fuego a sus aldeas, y en aquel
encuentro murió tu criado. Y no solamente digo yo estas cosas,
sino también en los comentarios del emperador Vespasiano se cuentan,
y que en Ptolemaida, los decapolitanos, con muchos clamores,
pidieron al emperador que te castigase porque habías sido causa de
todas sus desventuras; y sin duda lo hiciera si el rey Agripa, a
quien fuiste entregado para que de ti hiciese justicia, no te
perdonara por ruegos de Berenice, su hermana; pero detúvote gran
tiempo en la cárcel.
Y aun las cosas que después hiciste en la República declaran
bien lo demás de tu vida, y corno fuiste causa de que los de tu
ciudad se rebelasen contra los romanos, lo cual probaremos de
aquí a poco con argumentos y razones muy claras. Ahora tengo también
que acusar por tu causa a los otros tiberienses, y mostrar al lector
que ni a los romanos ni al rey habéis sido leales amigos. Las
mayores ciudades de los galileos, oh justo, son Séforis y
Tiberíades, que es tu tierra; mas los seforitas, que tienen su
asiento en mitad de la región, y tienen alrededor de si muchas
villas pequeñas, porque habían determinado guardar a sus señores
lealtad, me echaron fuera a mi, y por edicto vedaron que ninguno de
los de su ciudad osase servir a los judíos en la guerra, y para que
de mí tuviesen menos peligro, por engaños me sacaron que cercase su
ciudad de muros, y después que fueron acabados recibieron por su
voluntad la guarnición que les puso Cestio Galo, que entonces
gobernaba la Siria, menospreciándome, porque mi potencia atemorizaba
a las otras gentes, los mismos que cuando el cerco sobre
Jerusalén y el templo común a toda nuestra nación estaba en
peligro, no enviaron socorro por que no pareciese que tornaban armas
contra los romanos; pero tu tierra, oh justo, que está junto al lago
de Genezareth, a treinta estadios de Hippo, sesenta de Gadara y
ciento veinte de Escitópolis, villas del señorío del rey, y no
tiene vecindad con ninguna de las ciudades de los judíos, si
quisiera, fácilmente pudiera guardar lealtad a los romanos,
porque así públicas, como particulares, teníais abundancia de
armas; y si yo entonces tuve la culpa, como tú, Justo, dices, ¿quién
la tuvo después? Porque tú sabes que antes que la ciudad de
Jerusalén fuese tomada, vine yo a poder de los romanos, y se tomaron
por fuerza Jotapata y otras muchas villas muy fuertes, y fueron
muertos muchos de los galileos en diversas batallas. Entonces, pues,
deberíais vosotros, ya que estabais seguros de mi, dejar las armas y
llegaros al rey y a los romanos, pues decís que no tomasteis
aquella guerra por vuestra voluntad, sino por fuerza; mas vosotros
esperasteis hasta que Vespasiano llegase a vuestros muros con todas
sus gentes, y entonces al fin, cuando no pudisteis más, dejasteis
las armas por miedo del peligro, y aun se tomara por fuerza de armas
vuestra ciudad, si el rey, dando vuestra necedad por disculpa, no os
alcanzara perdón de Vespasiano.
No es, pues, la culpa mía, sino de vosotros, que tuvisteis los
ánimos y voluntad de enemigos, y quisisteis la guerra. ¿Cómo no os
acordáis cuántas veces alcancé de vosotros victoria y no maté
a ninguno? Y vosotros, teniendo entre vosotros discordias, no
por favorecer al rey o a los romanos, sino por vuestra malicia,
matasteis ciento ochenta y cinco ciudadanos en el tiempo que los
romanos me hacían guerra en Jotapata: ¿por qué en el cerco de
Jerusalén se hallaron por cuenta dos mil tiberienses, que unos de
ellos murieron, y otros quedaron vivos en cautiverio?
Dirás que tú no fuiste enemigo, porque entonces te acogiste al
rey; digo que esto hiciste de miedo a mí; dices que soy mal hombre;
lo eres tú, a quien el rey Agripa perdonó la muerte, después de
haberte condenado a ella Vespasiano, y habiéndote soltado por muchos
dineros que le diste, otra vez y otra te echó en prisiones, y te
desterró otras tantas veces, y llevándote ya una vez a hacer
justicia de ti, por su orden te mandó traer por ruegos de su hermana
Berenice. Y después, como te diese cargo de escribir sus cartas, te
sorprendió muchas veces en traición, y como halló que tampoco
tratabas esto con lealtad, te mandó que no parecieses delante de él;
pero no quiero entrar más adentro en esto.
Por otra parte, maravíllome de tu desvergüenza
al afirmar que trataste tú esta historia mejor que cuantos la
escribieron, no sabiendo aún lo que en Galilea pasó, porque
estabas tú en aquella sazón con el rey en Berito, ni tampoco
supiste lo del combate de Jotapata, ni pudiste saber cómo me hube yo
cuando estuve cercado, porque ninguno quedó vivo que te lo pudiese
contar. Mas por ventura dirás que escribiste cumplidamente lo que
pasó en el cerco de Jerusalén; ¿y cómo lo pudiste hacer, pues que
tampoco te hallaste en aquella guerra, ni leíste los Comentarios
de Vespasiano? Y deduzco que no los
leíste, porque escribes lo contrario.
Y si confías haber tú escrito mejor que todos, ¿por qué no
sacaste a luz tu historia en vida de Vespasiano y Tito, con cuyo
favor y ayuda aquella guerra se hizo, y antes que muriese Agripa
y sus parientes, varones muy sabios en las letras griegas? Porque
veinte años antes la tenías escrita, y pudieran ser tus
testigos los que la sabían: ahora que ellos son muertos, y ves que
no hay quien te saque la mentira a la cara, te atreviste a publicar
tu libro; pero yo no lo hice así, ni tuve recelo de mis escritos,
sino di mi obra a los mismos emperadores cuando aquella guerra
estaba aún reciente en los ojos de los hombres, porque tenía
certeza que había escrito verdad en todo, de donde alcancé el
testimonio que esperaba, y aun comuniqué luego con otros muchos la
historia, de los cuales algunos se habían hallado en la guerra, como
el rey Agripa y sus deudos y el mismo emperador.
Tito tuvo tanta voluntad de que de solos aquellos libros procurasen
los hombres saber lo que en aquellas cosas había pasado, que
firmándolos de su propia mano, mandó que se pusiesen en la librería
pública, y el rey Agripa me escribió setenta y dos cartas, en que
daba testimonio de la verdad de mi historia, de las cuales pongo aquí
dos para que puedas tú de ellas saberlo:
1ª El rey Agripa a
su muy querido Josefo desea salud. Leí tu libro de muy buena
voluntad, en el cual me pareces haber escrito estas cosas con mayor
diligencia que otro alguno, por lo cual enviarme has lo demás. Dios
sea contigo, etc.
2ª El rey Agrípa a
Josefo su carísimo, desea salud. Por tus escritos me parece que no
has menester que yo te avise de nada; pero cuando nos viéremos de mí
a ti, te avisaré de algunas cosas que no sabes, etc.
De esta manera fue testigo él de la verdad de mi historia cuando
estuvo acabada, no por lisonjear, porque no era honesto para él;
ni tampoco por hacer burla, como tú por ventura dirás, porque
fue muy ajeno a este vicio, sino solamente para que por su testimonio
tuviese el lector por encomendada la verdad de lo que yo escribí.
Baste esto para en lo que fue necesario decir contra justo.
Después que di orden en las cosas de los
tiberienses, que andaban revueltas, hice juntar mis amigos para
consultar lo que se debía hacer con Juan, y pareció bien a todos
que hiciese armar toda la gente de Galilea, y le hiciese guerra,
y le castigase como autor y causa del alboroto; pero yo no tuve este
parecer por bueno, porque mi voluntad era dar fin a aquellos
alborotos sin muertes, por lo cual les mandé que pusiesen toda
diligencia en saber los nombres de los que eran del bando de Juan. Lo
cual hecho, y sabido quiénes eran estos hombres, propuse un edicto
en que daba mi palabra a todos los de aquel bando de recibirlos por
amigos, con tal que no favoreciesen más a Juan, y puse término de
veinte días para si quisiesen mirar por lo que a ellos y a sus cosas
cumplía; en otro caso, si porfiaban en querer tomar armas,
amenazábales que pondría fuego a sus casas y daría sus
haciendas a saco; ellos, con gran miedo, oídas estas cosas,
desampararon a Juan y viniéronse a mi sin armas cuatro mil por
cuenta; quedaron con él solos los de su ciudad, y mil
quinientos de Tiro que tenía a sueldo, y él, como se halló vencido
con esto, estúvose en adelante encerrado de miedo en su
tierra.
En este mismo tiempo los seforitas se atrevieron a ponerse en armas,
confiando en la fortaleza de sus muros y porque me veían ocupado en
otras cosas; así que enviaron a Cestio Galo, que era entonces
presidente de Siria, a rogarle que, o se metiese presto en la ciudad,
o a lo menos enviase allá gente de guarnición. Galo les prometió
que el vendría, pero no les señaló en qué tiempo. Yo, cuando lo
supe, di con mis gentes sobre ellos y tomé por armas la ciudad con
fuerte ánimo. Los galileos, viendo esta ocasión entre manos, y
pareciéndoles que era ahora tiempo de ejecutar a su placer los odios
que contra los seforitas tenían, parecía que habían de asolar
hasta los cimientos, así la ciudad como los ciudadanos, y como
arremetiesen, pusieron fuego en las casas vacías, porque la
gente, de miedo, se había recogido a la fortaleza; pero saqueaban
todo lo que hallaban, y ninguna templanza tenían en robar las
haciendas de los hombres de su linaje. Viendo esto, y doliéndome
mucho, les mandé que cesasen, y amoneste que no era lícito tratar
de aquella suerte a los que eran de su misma nación. Después que ni
con ruegos ni con amenazas los pude refrenar, porque pesaba más la
enemistad, mandé a ciertos amigos, de quien más me fiaba, que
echasen fama que por otra parte había entrado un grande ejército de
los romanos; hice esto para que, atajando de esta manera el
ímpetu que traían los galileos, guardase la ciudad de los
seforitas, y sucedió bien este ardid, porque, espantados con tal
nueva, dejada la presa, miraban por todas partes por dónde huirían,
mayormente porque me veían a mí, que era el capitán, hacer lo
mismo, porque para confirmar el rumor, fingía yo que también temía;
de esta manera, con mi astucia, libré a los seforitas cuando ninguna
esperanza tenían.
Y aun Tiberíades faltó muy poco que no fue saqueada por esta causa
que diré: ciertos senadores, los más principales, escribieron al
rey rogándole que viniese y tomase la ciudad; respondió él que
vendría a los pocos días, y dio a un su camarero, judío de linaje,
llamado Crispo, unas cartas para que las llevase a los tiberienses.
Conociendo a éste lee galileos en el camino, lo prendieron y me lo
trajeron; luego que se supo esto, la muchedumbre echó mano a las
armas, y otro día después, acudiendo muchos de todas partes,
vinieron a Asochim, donde yo en aquella sazón había venido, dando
voces que eran traidores los de Tiberíades y aliados del rey, y
pedíanme que los dejase ir allá, que ellos derribarían la ciudad
por los cimientos, y sin esto aborrecían tanto a los tiberienses
como a los de Séforis.
Yo entretanto no sabía qué remedio tener para librar aquella ciudad
de la ira de los Galileos, porque no podía negar cómo ellos
escribieron al rey que viniese, pues que la respuesta del rey estaba
a la clara contra ellos: asi que, después que estuve pensando entre
mí grande rato sin hablar, dije: “Yo también confieso que los
tiberienses han pecado; no os quiero ir a la mano, porque no los
metáis a saco; pero mirad que semejantes cosas débense hacer con
juicio, porque no sólo los tiberienses son traidores contra nuestra
libertad, sino también muchos de los más nobles de Galilea: hase de
esperar hasta que halle por pesquisa quiénes son los culpados, y
entonces podréis tratarlos a todos como merecen." Con esto que
dije, persuadí a la muchedumbre, y luego se fueron apaciguados:
después que eché en prisiones aquel mensajero del rey, a los pocos
días, fingiendo que tenía necesidad de hacer cierto camino, lo hice
llamar en secreto, y le avisé que emborrachase al soldado que lo
aguardaba, y que de esta manera huyese al rey. Tiberíades, que ya
otra vez había llegado a peligro de perderse, la libré con mi
astucia.
En el mismo tiempo Justo, hijo de Pisto, se fue al rey huyendo
sin que yo lo supiese, y la causa por qué huyó fue esta: al
principio, cuando se levantó la guerra de los judíos, los de
Tiberíades habían determinado obedecer al rey, y no por eso
rebelarse contra los romanos, y Justo alcanzó de ellos que tomasen
armas, porque tenía esperanza que, andando las cosas revuelta3, él
se alzaría con su tierra; pero no logró lo que deseaba, porque los
galileos, con el odio que tenían a los tiberienses por lo que les
habían hecho pasar antes de la guerra, no querían que justo tuviese
la gobernación, y como me enviasen los de Jerusalén en su lugar,
muchas veces me encendía tanto en ira, que poco faltó para que lo
matara, no pudiendo sufrir la malvada condición de Justo. El. pues,
temiendo que mi enojo al fin parase en quitarle la vida, fuése
al rey con esperanza que allí podía vivir más a su placer y más
seguro.
Los seforitas, viéndose fuera del primer peligro, lo cual no
pensaron, enviaron otra vez a Cestio Galo a rogarle que viniese
presto a tomar la ciudad, o enviase alguna compañía de soldados que
se pusiesen contra los enemigos para que no le! corriesen los campos,
y no pararon hasta que envió muchos de a caballo y de a pie, los
cuales los recibieron de noche: después, porque el ejército de los
romanos había talado los campos alrededor comarcanos, junté mi
gente, y vine a Garísima, donde asentado mi real veinte
estadios de Séforis, venida la noche, di sobre los muros, y como
subiesen con escalas sobre ellos muchos soldados, hube en mi poder
buena parte de la ciudad; mas a poco nos fue forzado irnos por no
saber la tierra, y dejamos muertos de los romanos doce hombres de a
pie y dos de a caballo, y algunos pocos de los seforitas, y de
nosotros no murió más que vino; poco después trabamos batalla
en un llano con los de a caballo, y aunque nos defendimos gran rato
fuertemente, fuimos al fin desbaratados porque me saltearon los
romanos, y los míos, atemorizados con tal caso, volvieron las
espaldas. En aquella pelea murió justo, uno de los de mí guarda,
que antes había sido de la guarda del rey; por el mismo tiempo habla
venido el ejército del rey, así de a caballo como de a Pie, y por
capitán Síla, capitán de la guarda del rey; éste, habiendo hecho
fuerte su real a cinco estadios de Juliada, repartió por los caminos
las estancias de su gente en el camino de Caná y en el que va a
Gamala, para quitar que les fuesen vituallas a los que moraban en
aquellos lugares.
Cuando yo oí esto, envié allá dos mil soldados, y a jeremías por
capitán de ellos, los cuales, puesto su real cerca del río Jordán,
un estadio de Juliada, no hicieron más que ciertas escaramuzas,
hasta que yo fuí a ellos con tres mil soldados: el día siguiente
puse primero una celada en un valle cerca del real de los enemigos, y
después los desafié a la batalla, habiendo mandado a los míos que
haciendo que huían, como fuesen los contrarios tras ellos, los
llevasen al lugar donde estaba la celada, lo cual fue así hecho,
porque Sila, pensando que los nuestros huían cuanto podían, corrió
en pos de ellos hasta que tuvo a las espaldas la gente que estaba
puesta en celada, lo cual puso mucho temor en su gente. Entonces yo,
volviendo con mucha presteza, di en los del rey, e hicelos huir, y
ganara aquel día una señalada victoria, si cierta mala dicha no
tuviera envidia de lo que yo tenla en pensamiento, porque llegando el
caballo en que yo peleaba a un cenagal, cayó conmigo en él, de la
cual caída se me molieron los artejos de la mano, y así me llevaron
a la villa de Cefarnoma; cuando los míos oyeron esto, dejaron el
alcance de los enemigos, porque les dió mucha congoja me aconteciese
algún mal. Haciendo, pues, llevar médicos, y curada la mano,
quedéme allí aquel día, porque también me dio calentura; de
allí, por parecer de los médicos, me llevaron de noche a Taricheas.
Cuando Sila y los del Rey lo supieron, tornaron a cobrar ánimo, y
porque habían oído que en la guarda del real no se ponía mucha
diligencia, poniendo de noche a del Jordán una compañía de a
caballo en celada, en amaneciendo desafiaron a los míos a que
saliesen a pelear, los cuales no lo rehusaron, y salidos a un llano,
como salieron de la celada los de a caballo, y revolvieron los
escuadrones de los míos, los hicieron huir. Muertos sólo seis de
los míos, dejaron la victoria sin llevarla al cabo, porque oyendo
que cierta gente de guerra había venido por el lago de Taricheas a
Juliada, de miedo tocaron a que se recogiesen.
No mucho después vino a Tiro Vespasiano, acompañado del rey Agripa,
donde se levantó grande grita del pueblo contra el rey, diciendo que
era enemigo suyo y de los romanos; porque Filipo, capitán de su
gente de guerra, había vendido por traición el Palacio Real de
Jerusalén y la gente de guarnición de los romanos que en él
estaba, y que esto se había hecho por mandado del mismo rey; pero
Vespasiano después de haber reprendido la desvergüenza de los de
Tiro, porque afrentaban a un rey y amigo de los romanos, aconsejó al
mismo rey que enviase a Filipo a Roma a que diese cuenta de lo que
había pasado; mas Filipo no pareció delante de Nerón, porque como
lo hallase en muy grande trabajo y en peligro de perderse por las
guerras civiles, volvióse al rey. Después que Vespasiano llegó a
Ptolemaida, los principales de Decapolis con grandes clamores
acusaban a justo que había puesto rey para que pagase lo que debía
a sus súbditos, y el rey, sin que el emperador lo supiese, lo
echó en prisiones, como ya dijimos antes. Entonces los de Séloris
salieron a recibir a Vespasiano, y lo saludaron, y él les dio gente
de guarnición, y por capitán de ella a Plácido, con los cuales
tuve que hacer hasta que el mismo, emperador vino a Galilea; de cuya
venida, y cómo después de la primera batalla que tuve junto a
Tarichea, me recogí a Jotapata, y allí al fin fui preso y llevado
cautivo después de largo combate, y cómo fui suelto, y las cosas
que hice mientras duró la guerra de los judíos, todas las trato en
los libros que de aquella guerra tengo escritos: ahora me parece
contar ciertas cosas que en aquellos libros no dije, solamente
las que tocan a mi vida.
Tomada Jotapata, y venido yo a poder de los romanos, guardábanme
con muy grande diligencia; pero hacíame buen tratamiento Vespasiano,
por cuyo mandamiento me casé con una doncella también cautiva,
natural de Cesárea; ésta no hizo mucho tiempo vida conmigo, mas
después de yo suelto, y andando yo en compañía del emperador, se
fue a Alejandría; entonces me casé con otra mujer de Alejandría, y
de allí me enviaron con Tito a Jerusalén, donde muchas veces estuve
en peligro de muerte, porque los judíos procuraban en gran manera
cogerme para matarme, y por otra parte los romanos, cada vez que les
acontecía algún desbarate, echábanlo a que yo les vendía, y nunca
cesaban de dar voces al capitán que quitase del mundo a quien les
hacía traición; pero Tito, como hombre que sabía las vueltas de la
guerra, disimulaba en silencio las importunas voces de los
soldados; después, cuando la ciudad fue tornada por fuerza de armas,
muchas veces me requirió que del saco de mi tierra tomase todo lo
que quisiese, que él me daba licencia; pero yo, ya que mi tierra era
asolada, no tuve otro mayor consuelo en mis desventuras que el pedir
las personas libres, las cuales, juntamente con los libros sagrados,
me concedió el emperador de buena voluntad.
No mucho después, por mis ruegos me hizo también merced de un
mi hermano y cincuenta amigos, y aun entrando por su consentimiento
en el templo, como hallase allí metida muchedumbre grande de mujeres
y muchachos, a cuantos hallé que eran de mis amigos y familiares, a
todos los libré, que fueron casi ciento cincuenta, a los cuales dejé
en su libertad sin que me diesen nada por su rescate.
Después me envió Tito con Cereal y mil de a caballo a una aldea que
se dice Tecoa, a mirar si el lugar era aparejado para que estuviese
el real, y vuelto de allí, como viese muchos de los cautivos puestos
en cruces, y entre ellos conociese tres que en otro tiempo fueron mis
familiares, dolióme mucho, y Regándome a Tito, con lágrimas se lo
dije, el cual mandó luego que los quitasen de allí y los curasen
con muy gran diligencia; dos de éstos murieron entre las manos de
los médicos, y el otro vivió.
Después, concertadas las cosas de dea, creyendo Tiatno que en una
heredad que yo tenía cerca de Jerusalén me habín de hacer daño
los soldados romanos que habían de quedar allí para guarda de la
religión, dióme otras posesiones en los campos, y cuando
volvió a Roma, por hacerme honra me llevó en la nao que él iba, y
como llegamos a la ciudad, hízome Vespasiano muchas mercedes, porque
después de haberme dado privilegio de ciudadano, me mandó morar en
las casas en que él, antes que fuese emperador, había morado, y me
dio rentas anuales, y nunca dejó de hacerme mercedes mientras vivió,
lo cual fue peligroso para mí por la envidia de mi gente, porque un
cierto judío, por nombre Jonatás, levantando un alboroto en
Cirene, y recogidos dos mil de los naturales, a todos les acarreó
desastrado fin, y él, preso por el gobernador de aquella provincia,
y enviado al emperador, decía que yo le había servido con armas y
dineros para ello; pero no engañó a Vespasiano con sus mentiras,
mas siendo condenado, pagó con pena de la cabeza.
Después de esto, me buscaron envidiosos otras calumnias, pero de
todas me escapé por providencia divina: demás de esto, me hizo
merced Vespasiano en Judea de una heredad muy grande, en el cual
tiempo dejé a mi mujer, porque me aborrecieron sus malas costumbres,
aunque había ya habido en ella tres hijos, de los cuales son ya
muertos los dos, y sólo Hircano me queda vivo. Después de ésta, me
casé con otra mujer de Creta, judía de linaje, nacida de padres de
los más nobles de su tierra y de muy buenas costumbres, como hallé
haciendo vida con ella; de ésta me nacieron dos hijos, justo, el
mayor, y después de él Simónides, por sobrenombre Agripa: esto es
lo que me aconteció con los de mi casa; desde aquí me tuvieron
buena voluntad todos los emperadores, porque después que Vespasiano
murió, Tito, su sucesor, me tuvo siempre en la misma honra que su
padre, y nunca jamás dio crédito a ningunas acusaciones contra mi;
Domiciano, que sucedió después de éste, me hizo muy mayores
honras, porque castigó con muerte a ciertos judíos que me acusaban,
y mandó castigar a un eunuco, mi esclavo, ayo de mi hijo, porque me
andaba calumniando, y concedióme franqueza de las posesiones
que tengo en Judea, lo cual tuve yo por la mayor honra de cuantas me
hizo, y Domicia, mujer del emperador, nunca cesó de hacerme bien.
Estas son las cosas que me pasaron en toda mi vida, por las cuales
puede juzgar quien quisiere mis costumbres; ofreciéndote, buen
Epafrodito, todo el contexto de las antigüedades, acabo con
esto aquí de escribir.
***
I
En el cual se trata de la destrucción de Jerusalén
hecha por Antíoco.
Estando discordes entre sí los príncipes de los judíos en el
tiempo que Antíoco, llamado Epifanes, contendía con Ptolomeo
el Sexto sobre el Imperio de Siria, que tanto codiciaba, cuya
discordia era sobre el señorío, porque cada cual de ellos, siendo
honrado y poderoso, tenía por cosa grave sufrir sujeción de
sus semejantes; Onías, uno de los pontífices, prevaleciendo
sobre los otros, echó de la ciudad a los hijos de Tobías. Estos
entonces vinieron a Antíoco, suplicándole muy humildes armase
ejército contra Judea, que ellos lo guiarían. Y por estar el rey de
sí muy deseoso de este negocio, fácilmente consintió con lo
que ellos suplicaban. De manera que con mucha gente de guerra salió
a seguir la empresa; y después de haber combatido la ciudad con gran
fuerza, la tomó, y mató muchedumbre de los amigos de Ptolomeo; y
dando licencia a los suyos para saquear la ciudad, él mismo robó
todo el templo, y prohibió por tiempo de tres años y seis meses la
continuación de la religión cotidiana.
El pontífice Onías se fue huyendo a Ptolomeo, y alcanzando de
él un solar en la región heliopolitana, fundó allí un pueblo muy
semejante al de Jerusalén, y edificó un templo. De las cuales
cosas, con más oportunidad haremos mención a su tiempo.
Pero no se contentó Antíoco con haber tornado la ciudad sin que tal
confiase, ni con haberla destruido, ni con tantas muertes; antes,
desenfrenado en sus vicios, acordándose de lo que había sufrido en
el cerco de Jerusalén, comenzó a constreñir a los judíos, que
desechada la costumbre de la patria, no circuncidasen sus niños, y
que sacrificasen puercos sobre el ara: a las cuales cosas todos
contradecían y los que se mostraban buenos en defender esta causa,
eran por ellos muertos. Hecho capitán Bachides de la guarnición de
la ciudad, por Antíoco, obedeciendo a todo lo que le había mandado,
según su natural crueldad, toda maldad excedió azotando uno a uno a
todos los varones dignos de honra, representándoles cada día y
poniéndoles delante de los ojos la presa de la ciudad en tanta
manera, que por la crueldad de los daños que recibían fueron todos
movidos a vengarse. Finalmente, Matatías, hijo de Asamoneo, uno
de los sacerdotes del lugar nombrado Modin, con la gente de su casa
(porque tenía cinco hijos) se puso en armas y mató a Bachides, y
temiendo a la gente que estaba en guarnición, huyóse hacia los
montes. Pero descendió con gran esperanza, habiéndosele juntado
muchos del pueblo, y peleando, venció los capitanes de Antíoco, y
los echó de todos los términos de Judea.
Hecho señor, y el más poderoso, con el próspero suceso, con
voluntad de todos los suyos, porque los había librado de los
extranjeros, murió, dejando por príncipe y señor a Judas, que era
su hijo mayor.
Este, pensando que Antíoco no había de sufrir aquello, juntó
ejército de gente suya natural, y fue el primero que hizo amistad
con los romanos, e hizo recoger con gran pérdida a Antíoco
Epifanes, el cual otra vez se entraba por Judea. Y siendo aún nueva
y reciente esta victoria, vino contra la guarnición de
Jerusalén, porque no la había aún echado ni muerto; y habiendo
peleado con ellos, los forzó a bajar de la parte alta de la ciudad,
que se llama Sagrada, a la baja; y habiéndose apoderado del templo,
limpió todo aquel lugar, cercólo de muro, y puso vasos para el
servicio y culto divinos, los cuales procuró que se hiciesen nuevos,
como que los que solían estarantes estuviesen ya profanados; edificó
otra ara y dio comienzo a su religión.
Apenas había cobrado la ciudad el rito y ceremonias suyas sagradas,
cuando Antíoco murió. Quedó por heredero de su reino, y aun del
odio contra los judíos, su hijo, llamado también Antíoco. Por
lo cual, juntando cincuenta mil hombres de a pie y casi cinco mil de
a caballo y ochenta elefantes, vínose a los montes de Judea,
acometiendo por diversas partes, y tomó un lugar llamado Betsura.
Salióle al encuentro Judas con su gente en un lugar llamado
Betzacharia, cuya entrada era difícil; y antes que los escuadrones
se trabasen, su hermano Eleazar, habiendo visto un elefante mayor que
los otros, el cual traía una gran torre muy adornada de oro,
pensando que venía allí Antíoco, salió corriendo de entre los
suyos, y rompiendo por medio de sus enemigos, llegó al elefante,
pero no pudo alcanzar aquel que pensaba él ser el rey, porque venía
muy alto, e hirió la bestia en el vientre; derribóla sobre él
mismo, y murió hecho pedazos, sin hacer otra cosa sino que,
habiendo emprendido y cometido una cosa digna de gran nombre,
tuvo en más la gloria que su propia vida. Pero el que regía el
elefante era un hombre privado y particular: y aunque en aquel caso
se hallara Antíoco, no le aprovechara a Eleazar su
atrevimiento, sino haber tenido en poco la muerte por la esperanza de
una hazaña tan memorable.
Esto fue a su hermano manifiesta señal y declaración de los sucesos
de toda la guerra, porque pelearon los judíos mucho tiempo y
muy valerosamente; pero fueron finalmente vencidos por los del rey,
siéndoles fortuna muy próspera, y excediéndolos también en el
número y muchedumbre: y muertos muchos de los judíos, Judas,
con los demás, huyó a la comarca llamada Gnofnítica. Partiendo
Antíoco de allí para Jerusalén, y habiéndose detenido algunos
días, retiróse por la falta de los mantenimientos, dejando de
guarnición la gente que le pareció que bastaba, y llevóse los
demás a alojar y pasar el invierno en Siria.
Cuando el rey partió, no reposó Judas; antes, animado con los
muchos que de su gente se le llegaban, y juntando aquellos que le
habían sobrado de la guerra pasada, fue a pelear con los capitanes
de Antíoco en un lugar llamado Adasa; y haciéndose conocer en
la batalla matando a muchos de sus enemigos, fue muerto. Dentro de
pocos dias fue también muerto su hermano Juan, preso por asechanzas
de aquellos que eran parciales de Antíoco y le favorecian.
***
Capítulo II
De los príncipes que sucedieron desde Jonatás hasta
Aristóbulo.
Habiéndole sucedido su hermano Jonatás, rigiéndose más proveída
y cuerdamente en todo lo que pertenecía a sus naturales,
trabajando por fortificar su potencia con la amistad de los romanos,
ganó también amistad con el hijo de Antíoco; pero no le
aprovecharon todas estas cosas para excusar el peligro. Porque
Trifón, tirano, tutor del hijo de Antíoco, acechándole y
trabajando por quitarlo de todas aquellas amistades, prendió
engañosamente a Jonatás, habiendo venido a Ptolemaida con poca
gente para hablar con Antíoco, y deteniéndole muy atado,
levantó su ejército contra Judea. Siendo echado de allá y vencido
por Simón, hermano de Jonatás, muy airado por esto, mató a
Jonatás.
Ocupándose Sinión en regir valerosamente todas las cosas, tomó a
Zara, a Jope y a Jamnia. Y venciendo las guarniciones, derribó y
puso por el suelo a Acarón, y socorrió a Antíoco contra Trifón,
el cual estaba en el cerco de Dora, antes que fuese contra los medos.
Pero no pudo con esto hartar la codicia del rey, aunque le hubiese
también ayudado a matar a Trifón. Porque no mucho después Antíoco
envió un capitán de los suyos, Cendebeo, por nombre, con ejército,
para que destruyese a Judea y pusiese en servidumbre y cautivase a
Simón. Pero éste, que administraba las cosas de la guerra, aunque
era viejo, con ardor de mancebo, envió delante a sus hijos con los
más valientes y esforzados; y él, acompañado con parte del pueblo,
acometió por el otro lado; y teniendo puestas muchas espías y
celadas por muchos lugares de los montes, los venció en toda parte.
Alcanzando una victoria muy excelente y muy nombrada, fue hecho y
declarado pontífice, y libertó los judíos de la sujeción y
senorío de los de Macedonia, en la cual habían estado doscientos
setenta años. Este, finalmente, murió en un convite, preso por
asechanzas de Ptolorneo, su yerno, el cual puso en guardas a su mujer
y a dos hijos suyos, y envió ciertos hombres de los suyos para
que matasen a Juan tercero, que por otro nombre fue llamado Hircano.
Entendiendo lo que se trataba y cuanto se determinaba, el mozo vino
con gran prisa a la ciudad confiado en mucha parte del pueblo,
acordándose de la virtud y memoria de su padre, y porque también la
maldad de Ptolomeo era aborrecida de todos. Ptolomeo quiso por
la otra puerta entrar en la ciudad, pero fue echado por todo el
pueblo, el cual antes había ya recibido a mejor tiempo a Hircano. Y
luego partió de allí a un castillo llamado Dagón, que estaba de la
otra parte de Jericunta.
Habiendo, pues, Hircano alcanzado la honra y dignidad de pontífice,
la cual solía poseer su padre después de haber hecho sacrificios a
Dios, salió con diligencia contra Ptolemeo, por socorrer a su madre
y a sus propios hermanos; y combatiendo el castillo, era vencedor de
todo, y vencíalo a él justamente el dolor solo. Porque Ptolomeo,
cuando era apretado, sacaba la madre de Hircano y sus hermanos en la
parte más alta del muro, porque pudiesen ser vistos por todos, y los
azotaba, amenazando que los echaría de allí abajo si en la misma
hora no se retiraba. Este caso movía a Hircano a misericordia y
temor, más que a ira ni saña. Pero su madre, no desanimada por las
llagas y muerte que le amenazaba, ni amedrentada tampoco, alzando las
manos rogaba a su hijo que, movido por las injurias que ella padecía,
no perdonase al impío Ptolomeo, porque ella tenía en más la muerte
con que Ptolomeo le amenazaba, y la preciaba mucho más que no la
vida e inmortalidad, con tal que él pagase la pena que debía
por la impía crueldad que habla hecho contra su casa, contra toda
razón y derecho. Viendo Juan a su madre tan pertinaz en esto, y
obedeciendo a lo que ella le rogaba, una vez era movido a
combatirlo, y otra perdía el ánimo, viendo los azotes que
padecía; y como la rompían en partes, sentía mucho este dolor.
Alargando en esto muchos días el cerco, vino el año de la
fiesta, la cual suelen los judíos celebrar muy solemnemente cada
siete anos, por ejemplo del séptimo día, cesando en toda obra; y
alcanzando con esto Ptolemeo reposo de su cerco, habiendo muerto a
los hermanos de Juan y a la madre, huyó a Zenán, llamado Cotilas
por sobrenombre, tirano de Filadelfia.
Enojado Antíoco por las cosas que había sufrido
de Simón, juntó ejército y vino contra Judea; y llegándose a
Jerusalén, cercó a Hircano. Este, habiendo abierto el sepulcro de
David, que habla sido el más rico de todos los reyes, y sacado de
allí más de tres mil talentos en dinero, persuadió a Antioco,
después de haberle dado trescientos talentos, que dejase el
cerco, y fue el primer judío que tuvo gente extranjera a sueldo
dentro de la ciudad a costa suya. Y alcanzado tiempo para
vengarse, dándoselo Antíoco ocupado en la guerra de los medos,
luego se levantó contra las ciudades vecinas de Siria, pensando que
no habría gente que las defendiese, lo cual fue así. Tomó a Medaba
y a Samea con los lugares de allí cercanos; a Sichima y Garizo, y
demás de éstos, también a la gente de los chuteos, que vivían en
los lugares comarcanos de allí, cerca de aquel templo que había
sido edificado a semejanza del de Jerusalén. Tomó otras muchas
ciudades de Idumea, y a Doreón y Marifa. Después pasando hasta
Samaria, donde está ahora fundada por el rey Herodes la ciudad de
Sebaste, encerróla por todas partes e hizo capitanes de la gente que
quedaba en el cerco a sus dos hijos Aristóbulo y Antígono. Los
cuales, no faltando en algo, los que estaban dentro de la ciudad
vinieron en tan grande hambre, que eran forzados a comer la carne que
nunca habían acostumbrado. Llamaron, pues, para esto que les ayudase
a Antíoco, llamado por sobrenombre Espondio, el cual, mostrándose
obedecerles con voluntad muy pronto,
fue vencido por Aristóbulo y por Antígono y huyó hasta
Escitópolis, persiguiéndole siempre los dos hermanos dichos, los
cuales, volviéndose después a Samaria, encierran otra vez la
muchedumbre de gente dentro del muro, y ganando la ciudad la
destruyeron y desolaron, llevándose presos todos los que allí
dentro moraban. Sucediéndoles las cosas de esta manera
prósperamente, no permitían ni consentían que aquella alegría
se resfriase; antes, pasando delante con el ejército hasta
Escitópolis, la tomaron y partiéronse todos los campos y tierras
que estaban dentro de Carmelo.
***
II
De los príncipes que sucedieron desde Jonatás hasta
Aristóbulo.
Habiéndole sucedido su hermano Jonatás, rigiéndose más proveída
y cuerdamente en todo lo que pertenecía a sus naturales,
trabajando por fortificar su potencia con la amistad de los romanos,
ganó también amistad con el hijo de Antíoco; pero no le
aprovecharon todas estas cosas para excusar el peligro. Porque
Trifón, tirano, tutor del hijo de Antíoco, acechándole y
trabajando por quitarlo de todas aquellas amistades, prendió
engañosamente a Jonatás, habiendo venido a Ptolemaida con poca
gente para hablar con Antíoco, y deteniéndole muy atado,
levantó su ejército contra Judea. Siendo echado de allá y vencido
por Simón, hermano de Jonatás, muy airado por esto, mató a
Jonatás.
Ocupándose Sinión en regir valerosamente todas las cosas, tomó a
Zara, a Jope y a Jamnia. Y venciendo las guarniciones, derribó y
puso por el suelo a Acarón, y socorrió a Antíoco contra Trifón,
el cual estaba en el cerco de Dora, antes que fuese contra los medos.
Pero no pudo con esto hartar la codicia del rey, aunque le hubiese
también ayudado a matar a Trifón. Porque no mucho después Antíoco
envió un capitán de los suyos, Cendebeo, por nombre, con ejército,
para que destruyese a Judea y pusiese en servidumbre y cautivase a
Simón. Pero éste, que administraba las cosas de la guerra, aunque
era viejo, con ardor de mancebo, envió delante a sus hijos con los
más valientes y esforzados; y él, acompañado con parte del pueblo,
acometió por el otro lado; y teniendo puestas muchas espías y
celadas por muchos lugares de los montes, los venció en toda parte.
Alcanzando una victoria muy excelente y muy nombrada, fue hecho y
declarado pontífice, y libertó los judíos de la sujeción y
senorío de los de Macedonia, en la cual habían estado doscientos
setenta años. Este, finalmente, murió en un convite, preso por
asechanzas de Ptolorneo, su yerno, el cual puso en guardas a su mujer
y a dos hijos suyos, y envió ciertos hombres de los suyos para
que matasen a Juan tercero, que por otro nombre fue llamado Hircano.
Entendiendo lo que se trataba y cuanto se determinaba, el mozo vino
con gran prisa a la ciudad confiado en mucha parte del pueblo,
acordándose de la virtud y memoria de su padre, y porque también la
maldad de Ptolomeo era aborrecida de todos. Ptolomeo quiso por
la otra puerta entrar en la ciudad, pero fue echado por todo el
pueblo, el cual antes había ya recibido a mejor tiempo a Hircano. Y
luego partió de allí a un castillo llamado Dagón, que estaba de la
otra parte de Jericunta.
Habiendo, pues, Hircano alcanzado la honra y dignidad de pontífice,
la cual solía poseer su padre después de haber hecho sacrificios a
Dios, salió con diligencia contra Ptolemeo, por socorrer a su madre
y a sus propios hermanos; y combatiendo el castillo, era vencedor de
todo, y vencíalo a él justamente el dolor solo. Porque Ptolomeo,
cuando era apretado, sacaba la madre de Hircano y sus hermanos en la
parte más alta del muro, porque pudiesen ser vistos por todos, y los
azotaba, amenazando que los echaría de allí abajo si en la misma
hora no se retiraba. Este caso movía a Hircano a misericordia y
temor, más que a ira ni saña. Pero su madre, no desanimada por las
llagas y muerte que le amenazaba, ni amedrentada tampoco, alzando las
manos rogaba a su hijo que, movido por las injurias que ella padecía,
no perdonase al impío Ptolomeo, porque ella tenía en más la muerte
con que Ptolomeo le amenazaba, y la preciaba mucho más que no la
vida e inmortalidad, con tal que él pagase la pena que debía
por la impía crueldad que habla hecho contra su casa, contra toda
razón y derecho. Viendo Juan a su madre tan pertinaz en esto, y
obedeciendo a lo que ella le rogaba, una vez era movido a
combatirlo, y otra perdía el ánimo, viendo los azotes que
padecía; y como la rompían en partes, sentía mucho este dolor.
Alargando en esto muchos días el cerco, vino el año de la
fiesta, la cual suelen los judíos celebrar muy solemnemente cada
siete anos, por ejemplo del séptimo día, cesando en toda obra; y
alcanzando con esto Ptolemeo reposo de su cerco, habiendo muerto a
los hermanos de Juan y a la madre, huyó a Zenán, llamado Cotilas
por sobrenombre, tirano de Filadelfia.
Enojado Antíoco por las cosas que había sufrido
de Simón, juntó ejército y vino contra Judea; y llegándose a
Jerusalén, cercó a Hircano. Este, habiendo abierto el sepulcro de
David, que habla sido el más rico de todos los reyes, y sacado de
allí más de tres mil talentos en dinero, persuadió a Antioco,
después de haberle dado trescientos talentos, que dejase el
cerco, y fue el primer judío que tuvo gente extranjera a sueldo
dentro de la ciudad a costa suya. Y alcanzado tiempo para
vengarse, dándoselo Antíoco ocupado en la guerra de los medos,
luego se levantó contra las ciudades vecinas de Siria, pensando que
no habría gente que las defendiese, lo cual fue así. Tomó a Medaba
y a Samea con los lugares de allí cercanos; a Sichima y Garizo, y
demás de éstos, también a la gente de los chuteos, que vivían en
los lugares comarcanos de allí, cerca de aquel templo que había
sido edificado a semejanza del de Jerusalén. Tomó otras muchas
ciudades de Idumea, y a Doreón y Marifa. Después pasando hasta
Samaria, donde está ahora fundada por el rey Herodes la ciudad de
Sebaste, encerróla por todas partes e hizo capitanes de la gente que
quedaba en el cerco a sus dos hijos Aristóbulo y Antígono. Los
cuales, no faltando en algo, los que estaban dentro de la ciudad
vinieron en tan grande hambre, que eran forzados a comer la carne que
nunca habían acostumbrado. Llamaron, pues, para esto que les ayudase
a Antíoco, llamado por sobrenombre Espondio, el cual, mostrándose
obedecerles con voluntad muy pronto,
fue vencido por Aristóbulo y por Antígono y huyó hasta
Escitópolis, persiguiéndole siempre los dos hermanos dichos, los
cuales, volviéndose después a Samaria, encierran otra vez la
muchedumbre de gente dentro del muro, y ganando la ciudad la
destruyeron y desolaron, llevándose presos todos los que allí
dentro moraban. Sucediéndoles las cosas de esta manera
prósperamente, no permitían ni consentían que aquella alegría
se resfriase; antes, pasando delante con el ejército hasta
Escitópolis, la tomaron y partiéronse todos los campos y tierras
que estaban dentro de Carmelo.
***
III
Que trata de los hechos de Aristóbulo, Antígano,
Judas, Eseo, Alejandro, Teodoro y Demetrio.
La envidia de las hazañas y sucesos prósperos de Juan y de sus
hijos movió a los gentiles a discordia y sedición, y juntándose
muchos contra ellos no reposaron hasta que todos fueron vencidos en
guerra pública. Viviendo, pues, todo el otro tiempo Juan muy
prósperamente y habiendo administrado y regiao muy bien todo el
gobierno de las cosas por espacio de treinta y tres años, dejando
cinco hijos, murió. Varón ciertamente bienaventurado, el cual no
había dado ocasión alguna por la cual alguno se pudiese quejar de
la fortuna. Tenía tres cosas principalmente él solo, porque era
príncipe de los judíos, pontífice, y además de esto profeta, con
quien Dios hablaba de tal manera, que nunca ignoraba algo de lo que
había de acontecer.
También supo y profetizó cómo sus dos hijos mayores no habían de
quedar señores de sus cosas, los cuales qué fin hayan tenido en la
vida, pienso que no será cosa indigna de contarlo ni de oírlo, y
cuán lejos hayan estado de la prosperidad y dicha de su padre.
Porque Aristóbulo, que era el hijo mayor, luego que su padre fue
muerto, transfiriendo su señorío en reino, fue el primero que se
puso corona de rey cuatrocientos ochenta y un años y tres meses
después que el pueblo de los judíos había venido en la posesión
de aquellas tierras libradas de la servidumbre y cautividad de
Babilonia.
Honraba a su hermano Antígono, que era en la sucesión segundo,
porque mostraba amarlo con igual honra, pero puso a los otros
hermanos en cárcel muy atados y con guardas; encarceló también a
su madre por haberle resistido en algo en el señorío, porque Juan
la había dejado por señora de todo el gobierno, y fue tan cruel con
ella, que teniéndola atada y en cárcel, la dejó morir de hambre.
Pagó todos estos hechos y maldades con la muerte de su hermano
Antígono, a quien él amaba mucho y a quien había hecho partícipe
en su remo, porque también lo mató con acusaciones falsas que le
fingieron los revolvedores del reino. Al principio Aristóbulo no
creía lo que le decían, porque tenía en mucho a su hermano, y
también porque pensaba ser lo más de lo que le decían falso y
fingido por la envidia que le tenían. Pero siendo Antígono vuelto
de la guerra con muy buen nombre en los días de las fiestas que
ellos, según costumbre de la patria, celebraban a Dios puestos los
tabernáculos, sucedió en el mismo tiempo que Aristóbulo cayó
enfermo, y Antígono, al fin de las fiestas y solemnidades,
acompañado de hombres armados vino con gran deseo a hacer oración
al templo, y subió más honrado de lo que subiera por honra de su
hermano; y entonces, viniendo acusadores llenos de toda maldad
delante del rey, alegaban y reprendían la pompa de las armas, y la
arrogancia y la soberbia de Antígono, como mayor de lo que
convenía, diciendo haber venido allí con multitud de gente de armas
para matarlo: porque pudiendo él ser rey, claro estaba que no
se había de contentar con la honra que su hermano procuraba que el
reino le hiciese.
Creyó poco a poco estas cosas Aristóbulo, aunque forzado, y por no
demostrar sospecha de alguna cosa, queriendo guardarse de lo que
le era incierto, y proveerse mirándolo todo, mandó pasar la gente
de su guarda a un lugar obscuro y corno sótano; y él que estaba
enfermo en el castillo llamado antes Baro, el cual después fue
llamado Antoma, mandóles que si viniese desarmado, no le hiciesen
algo, y si Antigono viniese con armas, lo matasen. Además de esto,
envió gente que avisasen a Antígono y le mandase venir sin
armas.
Para todas estas cosas la reina tomó consejo astuto con los que
estaban en asechanza y en celada: porque persuadió a los que el rey
enviaba, que callasen lo que el rey les habla mandado, y que
dijesen a Antígono que su hermano había oído cómo se habla hecho
muy lindas armas y lindo aparejo de guerra en Galilea, las cuales no
había podido ver particularmente a su voluntad, impedido con su
enfermedad, y que ahora lo querría con toda voluntad ver armado,
principalmente sabiendo que habla de partir e irse a otra parte.
Oídas estas cosas, Antígono, no pudiendo pensar mal, por el amor y
afición que le tenía su hermano, venía aprisa armado con
todas sus armas por mostrarse. Pero cuando llegó a un paso obscuro,
que se llamaba la torre de Estratón, fue muerto por los de la
guarda: y dio cierto y manifiesto documento, que toda
benevolencia y derecho de naturaleza es vencido con las
acriminaciones y envidias calumniosas; y que ninguna buena afición
vale tanto que pueda perpetuamente resistir y refrenar la envidia.
En esto también, ¿quién no se maravillará de Judas? Era Eseo de
linaje, el cual nunca erró en profetizar ni jamás mintió. Pasando
Antígono por el templo, luego que lo vió Judas, dijo en voz alta a
los conocidos que allí estaban, porque tenía muchos discípulos y
hombres que venían a pedirle consejo: "Ahora me es a mí bueno
morir, pues la verdad murió, quedando yo en vida, y se ha
hallado alguna cosa falsa en lo que yo tenía profetizado, pues vive
este Antígono, el cual debía ser hoy muerto. Tenía ya, por suerte,
señalado lugar para su muerte en la torre de Estratón, que está a
seiscientos estadios lejos de aquí: son ya cuatro horas del día, y
el tiempo pasa, y con él mi adivinanza." Cuando el viejo hubo
hablado esto, púsose a pensar entre sí muchas cosas con mucho
cuidado y con la cara muy triste. Luego, poco después, vino nueva
como Antígono había sido muerto en un sótano, llamado por el mismo
nombre que solía ser la marítima Cesárea, la torre de Estratón, y
esto fue lo que engañó al profeta.
En la misma hora, con el pesar de tan gran maldad, se le aumentó la
enfermedad a Aristóbulo, y estando siempre con el pensamiento de
aquel hecho muy solícito, con el ánimo perturbado se
corrompía, hasta tanto que por la amargura del dolor, rotas en
partes sus entrañas, echaba toda la sangre por la boca. La cual tomó
uno de los que le servían, y por providencia y voluntad de
Dios, sin que el criado tal supiese, echó la sangre del matador
sobre las manchas que había dejado con la suya Antígono en aquel
lugar donde fue muerto. Pero levantándose un gran llanto y aullido
de los que habían visto esto, como que el muchacho hubiese adrede
echado la sangre en aquel lugar, vino a noticia del rey el clamor, y
requirió que le contasen la causa; y como no hubiese alguno que la
osase contar, más se encendía él en deseo de saberla. Al fin,
haciendo él fuerza y amenazándoles, contáronle la verdad de todo
lo que pasaba; y él, hinchiendo sus ojos de lágrimas, y gimiendo en
su corazón tanto cuanto le era posible, dijo esto: "No era, por
cierto, cosa para esperar que hubiese Dios de ignorar mis maldades
muy grandes, siéndole todo manifiesto pues luego me persigue la
justicia en venganza de la muerte de mi hermano. ¡Oh malvado cuerpo!
¿Hasta cuándo detendrás el ánima condenada por la muerte de
mi madre y de mi hermano? ¿Cuánto tiempo les sacrificaré mi propia
sangre? Tómenlo todo junto y no se burle ni escarnezca la fortuna lo
bajo de mis entrañas.` Dicho esto, luego murió, habiendo reinado
sólo un año.
Su mujer entonces sacó de la cárcel al hermano Alejandro, e hízolo
rey, el cual era mayor en la edad, y aun parecía también ser
más modesto. Pero alcanzando éste el reino, y viéndose
poderoso, mató a su otro hermano, por verlo ambicioso de reinar, y
tenía consigo al otro privadamente, habiéndole quitado todas sus
cosas.
Hizo guerra con Ptolomeo Látiro, el cual le había tomado a Asoco, y
mató muchos de sus enemigos; pero Ptolomeo fue el vencedor. Después
que él fue echado por su madre Cleopatra, vínose a Egipto, y
Alejandro tomó por fuerza a Gadara y el castillo de Amatón, que es
el mayor de todos los que hay de la otra parte del Jordán, adonde
estaban, según se tenla por cierto, los bienes y joyas de Teodoro,
hijo de Zenón. Mas sobreviniendo presto Teodoro, cobra lo que era
suyo: llévase el carruaje del rey, y mata casi diez mil judíos.
Alejandro, cobrando después de esta matanza fuerzas, entró por las
partes cercanas de la mar, las cuales llamaremos maritimas: tomó
a Rafia, a Gaza y a Antedón, la cual después fue llamada por el rey
Herodes Agripia.
Domados y sujetos todos éstos, un día de fiesta el pueblo de los
judíos se levantó contra él. Porque muchas veces se revuelven
los pueblos por los convites y comidas; y no le parecía que podía
apaciguar y deshacer aquellas asechanzas, si los Pisidas y
Cilicos, pagándolos él, no le ayudaban: no hacía caso de tener los
sirios a sueldo por la discordia que tienen naturalmente con los
judíos. Y habiendo muerto más de ocho mil de la multitud que se
había rebelado, hizo guerra contra Arabia. Vencidos allí los
galaaditas y moabitas, los hizo tributarios, y volvióse para Amatón.
Y estando Teodoro amedrentado por ver que tan
prósperamente le sucedían las cosas, derribó de raíz un
castillo que halló sin gente; y peleando después con
Oboda, rey de Arabia, el cual había
ocupado un lugar oportuno y cómodo para el en año en la región de
Galaad, preso con las asechanzas que le habían hecho, perdió todo
su ejército, forzado a recogerse a un valle muy alto, y fue
desmenuzado por la multitud de los camellos.
Librándose él de aquí y viniendo a Jerusalén,
inflamó la gente, que antiguamente le era muy enemiga, a mover
novedades con la
gran matanza que le había sido hecha. Con esto también se alzó a
mayores, y mató en muchas batallas no menos de cincuenta mil
judíos dentro de seis años; pero no se holgaba con estas
victorias, porque se gastaban y consumían en ellas todas las fuerzas
de su reino. Por lo cual, dejando las armas y la guerra, trabajaba
con buenas palabras en volver en amistad con aquellos que tenía
sujetos.
Tenían ellos tan aborrecida la inconstancia y variedad que éste
tenía en sus costumbres, que preguntando él qué manera tendría
para apaciguarlos, respondieron que con su muerte; porque aun no
sabían si muerto le perdonarían, por tantas maldades como había
cometido junto con esto tomaron el socorro de Demetrio, llamado
Acero, el cual, con esperanza de ganar y de haber mayor premio,
fácilmente les obedeció y consintió, y viniendo con ejército,
juntóse para ayudar a los judíos cerca de Sichima. Pero recibiólos
Alejandro con mil de a caballo y con seis mil soldados de sueldo,
teniendo también consigo cerca de diez mil judíos que le eran todos
muy amigos: siendo los de la parte contraria tres mil de a
caballo y cuarenta mil de a pie.
Antes que se juntasen ambos ejércitos, por medio de los mensajeros y
trompetas los reyes trabajaban cada uno por si en retirar la gente el
uno del otro. Demetrio pensaba que la gente de sueldo de Alejandro le
faltaría; y Alejandro esperaba que los judíos que seguían a
Demetrio se le habían de rebelar y seguirlo a él. Pero como los
judíos tuviesen muy firme su juramento, y los griegos su fe y
promesa, comenzaron a acercarse y pelear todos.
Venció en esta batalla Demetrio, aunque la gente de Alejandro
hubiese hecho muchas cosas fuerte y animosamente. El suceso de ella
dió parte a entrambos sin que juntamente entrambos lo
esperasen. Porque los que habían llamado a Demetrio no quisieron
seguirlo, aunque vencedor; antes, seis mil de los judíos se pasaron
a Alejandro, que había huido hacia los montes, por tener
misericordia de él, viendo que se le había mudado tanto la fortuna.
No pudo sufrir falta tan 'importante Demetrio; antes, pensando
que Alejandro, recogidas y juntadas ya sus fuerzas, sería bastante
para esperar la batalla, porque toda la gente se le pasaba, retiróse
luego de allí; pero la demás gente, por habérseles ido y apartado
aquella parte del socorro y ejército, no perdió su ira y enemistad;
antes peleaba en continuas guerras con Alejandro, hasta tanto que,
muerta gran parte de ellos, los hizo recoger en la ciudad de
Bemeselis; y habiéndola después tomado, llevóse los cautivos a
Jerusalén.
La ira inmoderada de éste, por ser desenfrenada, hizo que su
crueldad llegase a términos de toda impiedad; porque en medio de la
ciudad ahorcó ochocientos de los cautivos, y mató las mujeres de
ellos e hijos, delante de sus propias madres, y él lo estaba mirando
bebiendo y holgando junto con sus concubinas y mancebas. Tomó
todo el pueblo tan gran temor de ver esto, que aun los que a
entrambas partes estaban aficionados, luego la siguiente noche
salieron huyendo, corno desterrados, de toda Judea, cuyo
destierro tuvo fin con la muerte de Alejandro. Habiendo, pues,
buscado el reposo del reino con tales hechos, cesaron sus armas.
***
IV
De la guerra de Alejandro con Antíoco y Areta, y de
Alejandro e Hircano.
Otra vez le fue principio de revuelta Antíoco, llamado también
Dionisio, hermano de Demetrio, pero el postrero de aquellos que
tenían a Seleuco por principio y autor de su linaje. Porque temiendo
a éste, el cual había echado y vencido a los árabes en la guerra,
hizo un foso muy grande alrededor de Antipátrida en todo el espacio
que hay allí cercano a los montes, y entre las riberas de Jope; y
delante del foso edificó un muro muy alto y unas torres de madera,
para defender la entrada; pero no pudo detener con todo esto a
Antíoco. Porque quemadas las torres, y habiendo henchido los fosos,
pasó con su ejército; y menospreciando la venganza, de la cual
debía usar con aquel que le había prohibido la entrada, luego
siguió la empresa contra los árabes.
El rey de éstos apartáse a parte más cómoda para su gente; Pero
luego volvió a la pelea con hasta número de diez mil hombres, y
acometió la gente de Antíoco sin darle tiempo para pensar en ello
ni aparejarse. Y trabada una valerosa batalla, mientras Antíoco
estaba salvo, su ejército permanecía resistiendo, aunque los árabes
p9co a poco lo despedazasen y acabasen. Pero después que éste fue
muerto, porque socorriendo a los vencidos no temía los
peligros, todos huyeron, muriendo la mayor parte de ellos peleando y
huyendo. Los demás, habiendo venido a parar al lugar de Caná, todos
murieron de hambre, excepto muy pocos. De aquí los damascenos,
enojados con Ptolomeo, hijo de Mineo, júntanse con Areto, y hácenlo
rey de Siria Celes: el cual, habiendo hecho guerra con Judea, después
de haber vencido en la batalla a Alejandro, hizo partido con él y
retiróse.
Alejandro, tomada Pela, fuese otra vez para Gerasa, deseoso de las
riquezas de Teodoro; y habiendo cercado con tres cercos a los que la
querían defender, ganó el lugar. Tomó también a Gaulana y a
Seleucia, y sojuzgó aquella que se llama la Farange de Antíoco.
Además de lo dicho, habiendo también tomado el fuerte castillo de
Gamala, y preso al capitán de él, Demetrio, revuelto en muchos
crímenes y culpas, vuélvese a Judea, acabados tres años en la
guerra, y fue recibido por los suyos con grande alegría por el
próspero suceso de sus cosas.
Pero sucedióle, estando en reposo y acabada la guerra, el principio
de su dolencia; y porque le fatigaba la cuartana, pensó que echaría
de sí aquella calentura si se volvía otra vez a poner en los
negocios y ocupaba en ellos su ánimo; dióse a la guerra y trabajos
militares, Sin tener cuenta con el tiempo: y fatigando su cuerpo más
de lo que podía sufrir, en medio de las revueltas murió después de
treinta y siete años que reinaba, dejando el reino a Alejandra, su
mujer, pensando que los judíos obedecerían a cuanto ella mandase;
porque siendo muy desemejante a él en la crueldad, resistiendo a
toda maldad, enteramente había ganado la voluntad de todo el
pueblo. Y no le engañó la esperanza, porque por ser tenida por
mujer muy pía, alcanzó el reino y principado. Porque sabía muy
bien la costumbre que los de su patria tenían, y aborrecía desde el
principio al que quebrantaba las leyes sagradas.
Como ésta tuviese dos hijos habidos de Alejandro, al mayor, llamado
Hircano, parte por ser primogénito, lo declaró por pontífice, y
parte también porque era más reposado, sin que pudiese tenerse
esperanza que sería molesto a alguno, lo hizo rey; y el menor,
llamado Aristóbulo, quiso más que viviese privadamente, porque
mostraba ser más bullicioso y levantado.
Juntóse con la señoría de esta mujer una parte
de los judíos que era la de los fariseos, los cuales honraban y
acataban más la religión, al parecer, que todos los demás, y
declaraban más agudamente las leyes, y por esta causa los tenía en
más Alejandra, sirviendo a la religión divina supersticiosamente.
Estos, disimulando con la simple mujer, eran tenidos ya como
procuradores de ella, mudando a sus voluntades, quitando y poniendo,
encarcelando y librando a cuantos les parecía, de tal manera, que
parecían ser ya ellos los reyes, según gozaban de los provechos
reales: y Alejandra había de pagar las expensas y gastos, y
sufrir todos los trabajos. Pero ésta tenía un maravilloso
regimiento en saber regir y administrar las cosas mas altas y más
importantes; y puesta toda en acrecentar su gente, hizo dos
ejércitos, con no pocos socorros que hubo, por su sueldo, con los
cuales no sólo fortificó el estado de su gente, pero se hizo aún
de temer al poder de los extranjeros. Y como mandase
a todos, ella sola obedecía a los
fariseos de su buena voluntad.
Mataron finalmente a Diógenes, varón muy señalado que había sido
muy amigo de Alejandro, trayendo por causa de su muerte que aquellos
ochocientos, de los cuales hemos hablado arriba, fueron puestos
en cruz por el rey a instancia de éste; y trabajaban por inducir y
persuadir a Alejandra que matase a todos los demás, por cuya
autoridad y consejo se había movido contra ellos Alejandro. Estando
ella tan puesta en obedecer con demasiada superstición a estos
fariseos, a los cuales no quería contradecir en algo, mataban a
quien querían, hasta que todos los mejores que estaban en peligro se
vinieron huyendo a Aristóbulo; y éste persuadió a su madre que los
perdonase por la dignidad que tenían, y a los que pensaba ser
dañosos, los echase de la ciudad. Alcanzando éstos licencia,
esparciéronse por toda la tierra.
Alejandra envió ejército a Damasco, porque Ptolomeo tenía en
grande y muy continuo aprieto la ciudad, la cual ella tomó sin hacer
cosa alguna memorable. Solicitó con pactos y dones al rey de
Armenia, Tigrano, que cercaba a Cleopatra, habiendo juntado su gente
con Ptolomeo. Pero él se había retirado ya mucho antes por el
levantamiento y discordia que había entre los suyos, después de
haberse Lúculo entrado por Armenia.
Estando en esto, enfermó Alejandra; y su hijo el menor, Aristóbulo,
con todos sus criados, que solían ser muchos y muy fieles, por estar
en la flor de su edad, se apoderó de todos los castillos; y con el
dinero que en ellos halló, hizo gente de sueldo, y levantóse por
rey. Por esto la madre de Hircano, con misericordia de las quejas que
el pueblo a ella echaba, encerró la mujer de Aristóbulo en un
castillo que está edificado cerca del templo a la parte de
Septentrión: llamábase éste, como antes dijimos, Baro, y después
lo llamaron Antonia, siendo Antonio emperador, así como del nombre
de Augusto y de Agripa, fueron llamadas las otras ciudades Sebaste y
Agripia.
Pero antes murió Alejandra que tomase venganza en Aristóbulo
de las injurias a su hermano Hircano, al cual había trabajado por
echar del reino, adonde había ella reinado nueve años. Quedó por
heredero de todo Hircano, a quien ella, siendo aún viva, había
encomendado todo el reino. Pero teníale gran ventaja en esfuerzo y
autoridad Aristóbulo, y habiendo peleado entrambos cerca de Jericó
por quién sería señor de todo, muchos, dejando a Hircano, se
pasaron a Aristóbulo. De donde huyendo Hircano, Regó al castillo
llamado Antonia, adonde se recogió; y alcanzando allí rehenes para
aseguranza de su salud y vida, porque (según arriba hemos contado)
aquí estaban con guardas los hijos y mujer de Aristóbulo.
Antes que le aconteciese algo que fuese peor, volvió en concordia y
amistad con tal ley, que quedase el reino por Aristóbulo, y que él
lo dejase, contentándose, como hermano del rey, con otras honras.
Reconciliados y hechos de esta manera amigos dentro del templo,
habiendo el uno abrazado al otro delante de todo el pueblo que allí
estaba, truecan las cosas, y Aristóbulo torna posesión de la
casa real, e Hircano de la casa de Aristóbulo.
***
Capítulo III
Que
trata de los hechos de Aristóbulo, Antígano, Judas, Eseo,
Alejandro, Teodoro y Demetrio.
La envidia de las hazañas y sucesos prósperos de Juan y de sus
hijos movió a los gentiles a discordia y sedición, y juntándose
muchos contra ellos no reposaron hasta que todos fueron vencidos en
guerra pública. Viviendo, pues, todo el otro tiempo Juan muy
prósperamente y habiendo administrado y regiao muy bien todo el
gobierno de las cosas por espacio de treinta y tres años, dejando
cinco hijos, murió. Varón ciertamente bienaventurado, el cual no
había dado ocasión alguna por la cual alguno se pudiese quejar de
la fortuna. Tenía tres cosas principalmente él solo, porque era
príncipe de los judíos, pontífice, y además de esto profeta, con
quien Dios hablaba de tal manera, que nunca ignoraba algo de lo que
había de acontecer.
También supo y profetizó cómo sus dos hijos mayores no habían de
quedar señores de sus cosas, los cuales qué fin hayan tenido en la
vida, pienso que no será cosa indigna de contarlo ni de oírlo, y
cuán lejos hayan estado de la prosperidad y dicha de su padre.
Porque Aristóbulo, que era el hijo mayor, luego que su padre fue
muerto, transfiriendo su señorío en reino, fue el primero que se
puso corona de rey cuatrocientos ochenta y un años y tres meses
después que el pueblo de los judíos había venido en la posesión
de aquellas tierras libradas de la servidumbre y cautividad de
Babilonia.
Honraba a su hermano Antígono, que era en la sucesión segundo,
porque mostraba amarlo con igual honra, pero puso a los otros
hermanos en cárcel muy atados y con guardas; encarceló también a
su madre por haberle resistido en algo en el señorío, porque Juan
la había dejado por señora de todo el gobierno, y fue tan cruel con
ella, que teniéndola atada y en cárcel, la dejó morir de hambre.
Pagó todos estos hechos y maldades con la muerte de su hermano
Antígono, a quien él amaba mucho y a quien había hecho partícipe
en su remo, porque también lo mató con acusaciones falsas que le
fingieron los revolvedores del reino. Al principio Aristóbulo no
creía lo que le decían, porque tenía en mucho a su hermano, y
también porque pensaba ser lo más de lo que le decían falso y
fingido por la envidia que le tenían. Pero siendo Antígono vuelto
de la guerra con muy buen nombre en los días de las fiestas que
ellos, según costumbre de la patria, celebraban a Dios puestos los
tabernáculos, sucedió en el mismo tiempo que Aristóbulo cayó
enfermo, y Antígono, al fin de las fiestas y solemnidades,
acompañado de hombres armados vino con gran deseo a hacer oración
al templo, y subió más honrado de lo que subiera por honra de su
hermano; y entonces, viniendo acusadores llenos de toda maldad
delante del rey, alegaban y reprendían la pompa de las armas, y la
arrogancia y la soberbia de Antígono, como mayor de lo que
convenía, diciendo haber venido allí con multitud de gente de armas
para matarlo: porque pudiendo él ser rey, claro estaba que no
se había de contentar con la honra que su hermano procuraba que el
reino le hiciese.
Creyó poco a poco estas cosas Aristóbulo, aunque forzado, y por no
demostrar sospecha de alguna cosa, queriendo guardarse de lo que
le era incierto, y proveerse mirándolo todo, mandó pasar la gente
de su guarda a un lugar obscuro y corno sótano; y él que estaba
enfermo en el castillo llamado antes Baro, el cual después fue
llamado Antoma, mandóles que si viniese desarmado, no le hiciesen
algo, y si Antigono viniese con armas, lo matasen. Además de esto,
envió gente que avisasen a Antígono y le mandase venir sin
armas.
Para todas estas cosas la reina tomó consejo astuto con los que
estaban en asechanza y en celada: porque persuadió a los que el rey
enviaba, que callasen lo que el rey les habla mandado, y que
dijesen a Antígono que su hermano había oído cómo se habla hecho
muy lindas armas y lindo aparejo de guerra en Galilea, las cuales no
había podido ver particularmente a su voluntad, impedido con su
enfermedad, y que ahora lo querría con toda voluntad ver armado,
principalmente sabiendo que habla de partir e irse a otra parte.
Oídas estas cosas, Antígono, no pudiendo pensar mal, por el amor y
afición que le tenía su hermano, venía aprisa armado con
todas sus armas por mostrarse. Pero cuando llegó a un paso obscuro,
que se llamaba la torre de Estratón, fue muerto por los de la
guarda: y dio cierto y manifiesto documento, que toda
benevolencia y derecho de naturaleza es vencido con las
acriminaciones y envidias calumniosas; y que ninguna buena afición
vale tanto que pueda perpetuamente resistir y refrenar la envidia.
En esto también, ¿quién no se maravillará de Judas? Era Eseo de
linaje, el cual nunca erró en profetizar ni jamás mintió. Pasando
Antígono por el templo, luego que lo vió Judas, dijo en voz alta a
los conocidos que allí estaban, porque tenía muchos discípulos y
hombres que venían a pedirle consejo: "Ahora me es a mí bueno
morir, pues la verdad murió, quedando yo en vida, y se ha
hallado alguna cosa falsa en lo que yo tenía profetizado, pues vive
este Antígono, el cual debía ser hoy muerto. Tenía ya, por suerte,
señalado lugar para su muerte en la torre de Estratón, que está a
seiscientos estadios lejos de aquí: son ya cuatro horas del día, y
el tiempo pasa, y con él mi adivinanza." Cuando el viejo hubo
hablado esto, púsose a pensar entre sí muchas cosas con mucho
cuidado y con la cara muy triste. Luego, poco después, vino nueva
como Antígono había sido muerto en un sótano, llamado por el mismo
nombre que solía ser la marítima Cesárea, la torre de Estratón, y
esto fue lo que engañó al profeta.
En la misma hora, con el pesar de tan gran maldad, se le aumentó la
enfermedad a Aristóbulo, y estando siempre con el pensamiento de
aquel hecho muy solícito, con el ánimo perturbado se
corrompía, hasta tanto que por la amargura del dolor, rotas en
partes sus entrañas, echaba toda la sangre por la boca. La cual tomó
uno de los que le servían, y por providencia y voluntad de
Dios, sin que el criado tal supiese, echó la sangre del matador
sobre las manchas que había dejado con la suya Antígono en aquel
lugar donde fue muerto. Pero levantándose un gran llanto y aullido
de los que habían visto esto, como que el muchacho hubiese adrede
echado la sangre en aquel lugar, vino a noticia del rey el clamor, y
requirió que le contasen la causa; y como no hubiese alguno que la
osase contar, más se encendía él en deseo de saberla. Al fin,
haciendo él fuerza y amenazándoles, contáronle la verdad de todo
lo que pasaba; y él, hinchiendo sus ojos de lágrimas, y gimiendo en
su corazón tanto cuanto le era posible, dijo esto: "No era, por
cierto, cosa para esperar que hubiese Dios de ignorar mis maldades
muy grandes, siéndole todo manifiesto pues luego me persigue la
justicia en venganza de la muerte de mi hermano. ¡Oh malvado cuerpo!
¿Hasta cuándo detendrás el ánima condenada por la muerte de
mi madre y de mi hermano? ¿Cuánto tiempo les sacrificaré mi propia
sangre? Tómenlo todo junto y no se burle ni escarnezca la fortuna lo
bajo de mis entrañas.` Dicho esto, luego murió, habiendo reinado
sólo un año.
Su mujer entonces sacó de la cárcel al hermano Alejandro, e hízolo
rey, el cual era mayor en la edad, y aun parecía también ser
más modesto. Pero alcanzando éste el reino, y viéndose
poderoso, mató a su otro hermano, por verlo ambicioso de reinar, y
tenía consigo al otro privadamente, habiéndole quitado todas sus
cosas.
Hizo guerra con Ptolomeo Látiro, el cual le había tomado a Asoco, y
mató muchos de sus enemigos; pero Ptolomeo fue el vencedor. Después
que él fue echado por su madre Cleopatra, vínose a Egipto, y
Alejandro tomó por fuerza a Gadara y el castillo de Amatón, que es
el mayor de todos los que hay de la otra parte del Jordán, adonde
estaban, según se tenla por cierto, los bienes y joyas de Teodoro,
hijo de Zenón. Mas sobreviniendo presto Teodoro, cobra lo que era
suyo: llévase el carruaje del rey, y mata casi diez mil judíos.
Alejandro, cobrando después de esta matanza fuerzas, entró por las
partes cercanas de la mar, las cuales llamaremos maritimas: tomó
a Rafia, a Gaza y a Antedón, la cual después fue llamada por el rey
Herodes Agripia.
Domados y sujetos todos éstos, un día de fiesta el pueblo de los
judíos se levantó contra él. Porque muchas veces se revuelven
los pueblos por los convites y comidas; y no le parecía que podía
apaciguar y deshacer aquellas asechanzas, si los Pisidas y
Cilicos, pagándolos él, no le ayudaban: no hacía caso de tener los
sirios a sueldo por la discordia que tienen naturalmente con los
judíos. Y habiendo muerto más de ocho mil de la multitud que se
había rebelado, hizo guerra contra Arabia. Vencidos allí los
galaaditas y moabitas, los hizo tributarios, y volvióse para Amatón.
Y estando Teodoro amedrentado por ver que tan
prósperamente le sucedían las cosas, derribó de raíz un
castillo que halló sin gente; y peleando después con
Oboda, rey de Arabia, el cual había
ocupado un lugar oportuno y cómodo para el en año en la región de
Galaad, preso con las asechanzas que le habían hecho, perdió todo
su ejército, forzado a recogerse a un valle muy alto, y fue
desmenuzado por la multitud de los camellos.
Librándose él de aquí y viniendo a Jerusalén,
inflamó la gente, que antiguamente le era muy enemiga, a mover
novedades con la
gran matanza que le había sido hecha. Con esto también se alzó a
mayores, y mató en muchas batallas no menos de cincuenta mil
judíos dentro de seis años; pero no se holgaba con estas
victorias, porque se gastaban y consumían en ellas todas las fuerzas
de su reino. Por lo cual, dejando las armas y la guerra, trabajaba
con buenas palabras en volver en amistad con aquellos que tenía
sujetos.
Tenían ellos tan aborrecida la inconstancia y variedad que éste
tenía en sus costumbres, que preguntando él qué manera tendría
para apaciguarlos, respondieron que con su muerte; porque aun no
sabían si muerto le perdonarían, por tantas maldades como había
cometido junto con esto tomaron el socorro de Demetrio, llamado
Acero, el cual, con esperanza de ganar y de haber mayor premio,
fácilmente les obedeció y consintió, y viniendo con ejército,
juntóse para ayudar a los judíos cerca de Sichima. Pero recibiólos
Alejandro con mil de a caballo y con seis mil soldados de sueldo,
teniendo también consigo cerca de diez mil judíos que le eran todos
muy amigos: siendo los de la parte contraria tres mil de a
caballo y cuarenta mil de a pie.
Antes que se juntasen ambos ejércitos, por medio de los mensajeros y
trompetas los reyes trabajaban cada uno por si en retirar la gente el
uno del otro. Demetrio pensaba que la gente de sueldo de Alejandro le
faltaría; y Alejandro esperaba que los judíos que seguían a
Demetrio se le habían de rebelar y seguirlo a él. Pero como los
judíos tuviesen muy firme su juramento, y los griegos su fe y
promesa, comenzaron a acercarse y pelear todos.
Venció en esta batalla Demetrio, aunque la gente de Alejandro
hubiese hecho muchas cosas fuerte y animosamente. El suceso de ella
dió parte a entrambos sin que juntamente entrambos lo
esperasen. Porque los que habían llamado a Demetrio no quisieron
seguirlo, aunque vencedor; antes, seis mil de los judíos se pasaron
a Alejandro, que había huido hacia los montes, por tener
misericordia de él, viendo que se le había mudado tanto la fortuna.
No pudo sufrir falta tan 'importante Demetrio; antes, pensando
que Alejandro, recogidas y juntadas ya sus fuerzas, sería bastante
para esperar la batalla, porque toda la gente se le pasaba, retiróse
luego de allí; pero la demás gente, por habérseles ido y apartado
aquella parte del socorro y ejército, no perdió su ira y enemistad;
antes peleaba en continuas guerras con Alejandro, hasta tanto que,
muerta gran parte de ellos, los hizo recoger en la ciudad de
Bemeselis; y habiéndola después tomado, llevóse los cautivos a
Jerusalén.
La ira inmoderada de éste, por ser desenfrenada, hizo que su
crueldad llegase a términos de toda impiedad; porque en medio de la
ciudad ahorcó ochocientos de los cautivos, y mató las mujeres de
ellos e hijos, delante de sus propias madres, y él lo estaba mirando
bebiendo y holgando junto con sus concubinas y mancebas. Tomó
todo el pueblo tan gran temor de ver esto, que aun los que a
entrambas partes estaban aficionados, luego la siguiente noche
salieron huyendo, corno desterrados, de toda Judea, cuyo
destierro tuvo fin con la muerte de Alejandro. Habiendo, pues,
buscado el reposo del reino con tales hechos, cesaron sus armas.
***
Capítulo IV
De
la guerra de Alejandro con Antíoco y Areta, y de Alejandro e
Hircano.
Otra vez le fue principio de revuelta Antíoco, llamado también
Dionisio, hermano de Demetrio, pero el postrero de aquellos que
tenían a Seleuco por principio y autor de su linaje. Porque temiendo
a éste, el cual había echado y vencido a los árabes en la guerra,
hizo un foso muy grande alrededor de Antipátrida en todo el espacio
que hay allí cercano a los montes, y entre las riberas de Jope; y
delante del foso edificó un muro muy alto y unas torres de madera,
para defender la entrada; pero no pudo detener con todo esto a
Antíoco. Porque quemadas las torres, y habiendo henchido los fosos,
pasó con su ejército; y menospreciando la venganza, de la cual
debía usar con aquel que le había prohibido la entrada, luego
siguió la empresa contra los árabes.
El rey de éstos apartáse a parte más cómoda para su gente; Pero
luego volvió a la pelea con hasta número de diez mil hombres, y
acometió la gente de Antíoco sin darle tiempo para pensar en ello
ni aparejarse. Y trabada una valerosa batalla, mientras Antíoco
estaba salvo, su ejército permanecía resistiendo, aunque los árabes
p9co a poco lo despedazasen y acabasen. Pero después que éste fue
muerto, porque socorriendo a los vencidos no temía los
peligros, todos huyeron, muriendo la mayor parte de ellos peleando y
huyendo. Los demás, habiendo venido a parar al lugar de Caná, todos
murieron de hambre, excepto muy pocos. De aquí los damascenos,
enojados con Ptolomeo, hijo de Mineo, júntanse con Areto, y hácenlo
rey de Siria Celes: el cual, habiendo hecho guerra con Judea, después
de haber vencido en la batalla a Alejandro, hizo partido con él y
retiróse.
Alejandro, tomada Pela, fuese otra vez para Gerasa, deseoso de las
riquezas de Teodoro; y habiendo cercado con tres cercos a los que la
querían defender, ganó el lugar. Tomó también a Gaulana y a
Seleucia, y sojuzgó aquella que se llama la Farange de Antíoco.
Además de lo dicho, habiendo también tomado el fuerte castillo de
Gamala, y preso al capitán de él, Demetrio, revuelto en muchos
crímenes y culpas, vuélvese a Judea, acabados tres años en la
guerra, y fue recibido por los suyos con grande alegría por el
próspero suceso de sus cosas.
Pero sucedióle, estando en reposo y acabada la guerra, el principio
de su dolencia; y porque le fatigaba la cuartana, pensó que echaría
de sí aquella calentura si se volvía otra vez a poner en los
negocios y ocupaba en ellos su ánimo; dióse a la guerra y trabajos
militares, Sin tener cuenta con el tiempo: y fatigando su cuerpo más
de lo que podía sufrir, en medio de las revueltas murió después de
treinta y siete años que reinaba, dejando el reino a Alejandra, su
mujer, pensando que los judíos obedecerían a cuanto ella mandase;
porque siendo muy desemejante a él en la crueldad, resistiendo a
toda maldad, enteramente había ganado la voluntad de todo el
pueblo. Y no le engañó la esperanza, porque por ser tenida por
mujer muy pía, alcanzó el reino y principado. Porque sabía muy
bien la costumbre que los de su patria tenían, y aborrecía desde el
principio al que quebrantaba las leyes sagradas.
Como ésta tuviese dos hijos habidos de Alejandro, al mayor, llamado
Hircano, parte por ser primogénito, lo declaró por pontífice, y
parte también porque era más reposado, sin que pudiese tenerse
esperanza que sería molesto a alguno, lo hizo rey; y el menor,
llamado Aristóbulo, quiso más que viviese privadamente, porque
mostraba ser más bullicioso y levantado.
Juntóse con la señoría de esta mujer una parte
de los judíos que era la de los fariseos, los cuales honraban y
acataban más la religión, al parecer, que todos los demás, y
declaraban más agudamente las leyes, y por esta causa los tenía en
más Alejandra, sirviendo a la religión divina supersticiosamente.
Estos, disimulando con la simple mujer, eran tenidos ya como
procuradores de ella, mudando a sus voluntades, quitando y poniendo,
encarcelando y librando a cuantos les parecía, de tal manera, que
parecían ser ya ellos los reyes, según gozaban de los provechos
reales: y Alejandra había de pagar las expensas y gastos, y
sufrir todos los trabajos. Pero ésta tenía un maravilloso
regimiento en saber regir y administrar las cosas mas altas y más
importantes; y puesta toda en acrecentar su gente, hizo dos
ejércitos, con no pocos socorros que hubo, por su sueldo, con los
cuales no sólo fortificó el estado de su gente, pero se hizo aún
de temer al poder de los extranjeros. Y como mandase
a todos, ella sola obedecía a los
fariseos de su buena voluntad.
Mataron finalmente a Diógenes, varón muy señalado que había sido
muy amigo de Alejandro, trayendo por causa de su muerte que aquellos
ochocientos, de los cuales hemos hablado arriba, fueron puestos
en cruz por el rey a instancia de éste; y trabajaban por inducir y
persuadir a Alejandra que matase a todos los demás, por cuya
autoridad y consejo se había movido contra ellos Alejandro. Estando
ella tan puesta en obedecer con demasiada superstición a estos
fariseos, a los cuales no quería contradecir en algo, mataban a
quien querían, hasta que todos los mejores que estaban en peligro se
vinieron huyendo a Aristóbulo; y éste persuadió a su madre que los
perdonase por la dignidad que tenían, y a los que pensaba ser
dañosos, los echase de la ciudad. Alcanzando éstos licencia,
esparciéronse por toda la tierra.
Alejandra envió ejército a Damasco, porque Ptolomeo tenía en
grande y muy continuo aprieto la ciudad, la cual ella tomó sin hacer
cosa alguna memorable. Solicitó con pactos y dones al rey de
Armenia, Tigrano, que cercaba a Cleopatra, habiendo juntado su gente
con Ptolomeo. Pero él se había retirado ya mucho antes por el
levantamiento y discordia que había entre los suyos, después de
haberse Lúculo entrado por Armenia.
Estando en esto, enfermó Alejandra; y su hijo el menor, Aristóbulo,
con todos sus criados, que solían ser muchos y muy fieles, por estar
en la flor de su edad, se apoderó de todos los castillos; y con el
dinero que en ellos halló, hizo gente de sueldo, y levantóse por
rey. Por esto la madre de Hircano, con misericordia de las quejas que
el pueblo a ella echaba, encerró la mujer de Aristóbulo en un
castillo que está edificado cerca del templo a la parte de
Septentrión: llamábase éste, como antes dijimos, Baro, y después
lo llamaron Antonia, siendo Antonio emperador, así como del nombre
de Augusto y de Agripa, fueron llamadas las otras ciudades Sebaste y
Agripia.
Pero antes murió Alejandra que tomase venganza en Aristóbulo
de las injurias a su hermano Hircano, al cual había trabajado por
echar del reino, adonde había ella reinado nueve años. Quedó por
heredero de todo Hircano, a quien ella, siendo aún viva, había
encomendado todo el reino. Pero teníale gran ventaja en esfuerzo y
autoridad Aristóbulo, y habiendo peleado entrambos cerca de Jericó
por quién sería señor de todo, muchos, dejando a Hircano, se
pasaron a Aristóbulo. De donde huyendo Hircano, Regó al castillo
llamado Antonia, adonde se recogió; y alcanzando allí rehenes para
aseguranza de su salud y vida, porque (según arriba hemos contado)
aquí estaban con guardas los hijos y mujer de Aristóbulo.
Antes que le aconteciese algo que fuese peor, volvió en concordia y
amistad con tal ley, que quedase el reino por Aristóbulo, y que él
lo dejase, contentándose, como hermano del rey, con otras honras.
Reconciliados y hechos de esta manera amigos dentro del templo,
habiendo el uno abrazado al otro delante de todo el pueblo que allí
estaba, truecan las cosas, y Aristóbulo torna posesión de la
casa real, e Hircano de la casa de Aristóbulo.
***
Capítulo V
De la guerra que tuvo
Hircano con los árabes, y cómo fué
tomada la
ciudad de Jerusalén.
Creció a todos sus enemigos el miedo por ver que mandaba y que
había alcanzado el señorío tan contra la esperanza que
tenían, aunque principalmente a Antipatro, mal acogido por
Aristóbulo y muy aborrecido. Era éste de linaje Idumeo, principal
entre toda su gente, tanto en nobleza como en riqueza. Este, pues,
amonestaba y trabajaba por inducir a Hircano que recurriere a Areta,
rey de los árabes, y con su ayuda cobrase el reino: por otra parte
trabajaba en persuadir a Areta que recibiese en su reino a Hircano y
se lo llevase consigo, menoscabando y diciendo mal de las costumbres
de Aristóbulo, loando y levantando mucho a Hircano, y junto con esto
amonestaba que a él convenía, presidiendo a un reino tan
esclarecido, dar la mano a los que estaban oprimidos por maldad e
injusticia; y que Hircano padecía la injuria, el cual había perdido
el reino que por derecho de sucesión le pertenecía.
Instruidos, pues, y apercibidos entrambos de esta manera, una noche
salió de la ciudad juntamente con Hircano, y libróse por la gran
diligencia que puso en correr, acogiéndose a un lugar que se llama
Petra, adonde tiene su asiento el rey de Arabia. Y después que
entregó en manos del rey Areta a Hircano, acabó con él con muchas
palabras y muchos dones, que socorriese a Hircano para hacerle
recobrar su reino. Eran los árabes cincuenta mil hombres de a pie y
de a caballo, a los cuales no pudo resistir Aristóbulo; antes,
vencido en el primer encuentro, fué forzado a huir hacia Jerusalén;
y fuera ciertamente preso, si el capitán de los romanos Escauro no
so reviniera e hiciera levantar el cerco que tenía, porque éste
había sido enviado de Pompeyo Magno, que entonces tenía guerra con
Tigrano, de Armenia a Siria; pero cuando llegó a Damasco, halló que
la ciudad era nuevamente tomada por Metelo y Lolio. Habiendo, pues,
apartado y echado a aquellos de allí, y sabiendo lo que se hacía en
Judea, determinó correr a á como a negocio de ganancia y provecho.
En la hora que hubo entrado dentro de los, términos de Judea,
viénenle embajadores de los judíos por los dos hermanos,
rogándole entrambos, cada uno por sí, que viniese antes en su ayuda
que no en la del otro. Bao corrompido por trescientos talentos
que Aristóbulo le envió, menospreció la justicia, porque
después de haber recibido este dinero, Escauro envió embajadores a
Hircano y a los árabes, trayéndoles delante y amenazando con
el nombre de los romanos y de Pompeyo si no deshacían el cerco de la
villa. Por lo cual amedrentado Areta, salió de Judea, y recogiose a
Filadelfia; y Escauro, volvió a Darnasoa. Aristóbulo, pues no lo
veía preso, no pensó que le bastaba, pero recogiendo todo el
ejército que tenía, trabajaba en perseguir de todas maneras a
los enemigos, y trabando batalla cerca de un lugar que se llama
Papirona, mató de ellos más de seis mil hombres, entre los cuales
fué uno Céfalo, hermano de Antipatro.
Hircano, y Antipatro, privados ya del socorro de los árabes,
pusieron sus esperanzas en los contrarios; y como hubiese llegado
Pompeyo a Damasco, después de haber entrado en Siria, recurrieron a
él, y dándole muchos dones, comienzan a contarle todas
aquellas cosas que antes habían también dicho a Areta, rogándole
mucho que, venciendo la fuerza y violencia de Aristóbulo,
restituyese el reino a Hircano, a quien era debido, tanto por
edad, como por bondad de costumbres; pero Aristóbulo no se durmió
en esto, confiado en Escauro por el dinero que la había dado. Había
venido tan ornado y vestido tan realmente como le había sido
posible, y enojado después por la sujeción, y pensando que no era
cosa digna que un rey tuviese tanta cuenta con el provecho, volvíase
de Diospoli.
Enojado por esto Pompeyo, viene contra Aristóbulo persuadiéndoselo
Hircano y sus compañeros, con el ejército romano, y armado también
del socorro de los de Siria. Y habiendo pasado por Pela y por
Escitópolis, llegó a Coreas, adonde comienza el señorío de los
judíos y los términos de sus tierras, entrando en los lugares
mediterráneos. Entendiendo que Aristóbulo se habla recogido a
Alejandrio, que es un castillo magnificamente edificado en un alto
monte, envió gente que lo hiciese salir y descender de allí. Pero
él tenía determinado, pues era la contienda por el reino, querer
antes poner en peligro su vida, que sujetarse al imperio y mando de
otro; veía que el pueblo estaba muy amedrentado y que sus amigos le
aconsejaban que pensase en el poder y fuerza de los romanos, la cual
no había de poder sufrir. Por lo cual, obedeciendo al consejo de
todos éstos, viénese delante de Pompeyo, a quien, como hubiesen
hecho entender cuán justamente reinaba, mandóle que se volviese al
castillo; y saliendo otra vez desafiado por su hermano, habiendo
primero tratado con él de su derecho, volvióse al castillo sin que
Pompeyo se lo prohibiese. Estaba con esperanza temor y venia con
intención de suplicar a Pompeyo que re dejase hacer toda cosa y
volviese al monte, por que no pareciese derogar y afrentar la real
dignidad. Pero porque Pompeyo le mandaba salir de los castillos y
aconsejaban a los presidentes y capitanes de ellos que se saliesen, a
los cuales él habla mandado que no obedeciesen sin ver primero
cartas de su mano propia escritas, hizo lo que mandaba.
Vino a Jerusalén muy indignado, y pensaba ventilar aquello con
Pompeyo por las armas. Pero éste no tuvo por cosa buena ni de
consejo darle tiempo para que se aparejase para la guerra, antes
luego comienza a perseguirlo, porque con mucha alegría había sabido
la muerte de Mitrídates, estando ya cerca de Jericó, adonde la
tierra es muy fértil y hay muchas palmas y mucho bálsamo; de cuyo
árbol o tronco, cortado con unas piedras muy agudas, se destilan
unas gotas como lágrimas, las cuales ellos recogen. Habiéndose,
pues, detenido allí toda una noche, luego a la mañana veníase con
gran prisa a Jerusalén. Espantado Aristóbulo con esta nueva, y con
el ímpetu de éste, sálele al encuentro, suplicando y prometiendo
mucho dinero que él y la ciudad se le rendirían; y con esto amansó
la saña e Pompeyo. Pero nada de lo que había prometido cumplió;
porque siendo enviado Gabinio, para cobrar el dinero prometido, los
compañeros de Aristóbulo no quisieron ni aun recibirle en la
ciudad.
Movido con estas cosas Pompeyo, prende a Aristóbulo, y mándalo
poner en guardas, y partiendo para la ciudad, descubría y miraba por
qué parte tenía mejor y más fácil entrada, porque no veía de qué
manera pudiese combatir los muros, que estaban muy fuertes, y un foso
alrededor del muro muy espantable, y estaba allí muy cerca el templo
cercado y rodeado de tan segura defensa, que aunque tomasen la
ciudad, todavía tenían allí los enemigos muy seguro lugar para
recogerse. Estando, pues, él mucho tiempo dudando y pensando sobre
esto, levantóse una sedición y revuelta dentro de la ciudad; los
compañeros y amigos de Aristóbulo decían y eran de parecer que se
hiciese guerra, y que se debla trabajar por librar a su rey; pero los
que eran de la parcialidad de Hircano, decían que debían abrir las
puertas y dar entrada a Pompeyo. Y el miedo de los otros hacia mayor
el número de éstos, pensando y teniendo delante el valor y
constancia de los romanos.
Vencida, pues, al fin la parte de Aristóbulo, fuése huyendo al
templo, y derribando un puente, por el cual el templo se juntaba con
la ciudad, todos se aparejaban para resistirle y sufrir en ello
cuanto posible les fuese. Y como los otros que quedaban hubiesen
recibido a los romanos dentro de la ciudad, y les hubiesen entregado
la casa y palacio red, para haber estas cosas Pompeyo, envió uno de
sus capitanes llamado Pisón, con muchos soldados; y puestos por
guarnición dentro de la ciudad, no pudiendo persuadir la paz a los
que se habían recogido dentro del templo, aparejaba todo cuanto
podía y hallaba alrededor de allí, para combatirlos; pues Hircano y
sus amigos estaban muy firmes y muy prontos para seguir el acuerdo, y
aconsejar lo necesario, y obedecer a cuanto les fuese mandado. El
estaba a la parte septentrional hinchiendo el foso aquel tan hondo de
todo cuanto los soldados le podían traer, siendo esta obra de si muy
difícil por la gran hondura del foso, y también porque los judíos
trabajaban por la parte alta en resistirles de toda manera, y quedara
el trabajo imperfecto y sin acabar, si Pompeyo no tuviera gran cuenta
con los días que suelen guardar por sus fiestas los judíos, que por
su religión tienen mandado guardar el séptimo día, sin hacer algo;
en los cuales mandó que, pues los soldados de dentro no salían a
defenderlo, los suyos no peleasen, antes con gran diligencia
hinchiesen el foso. Porque los judíos no tienen licencia de hacer
21go en las fiestas, sino sólo defender su cuerpo si algo les
acontecía.
Henchido, pues, el foso, y puestas sus máquinas, las cuales había
traído de Tiro, y hechas sus torres encima de sus montecillos,
comenzaron a combatir los muros. Los de arriba fácilmente los
echaban con muchas piedras, aunque mucho tiempo resistiesen las
torres, excelentes en grandeza y gentileza, y sufriesen la fuerza de
los que contra ellos peleaban. Pero cansados entonces los romanos,
Pompeyo maravillábase por ver el trabajo grande que los judíos
sufrían con gran tolerancia, y principalmente porque estando entre
armas, no dejaban perder punto ni cosa alguna de lo que tocaba a sus
ceremonias, antes, ni más ni menos que si tuvieran muy sosegada paz,
celebraban cada día los sacrificios y ofrendas, y honraban a Dios
con una muy gran diligencia. Ni aun en el mismo momento que los
mataban cerca del ara, dejaban de hacer todo aquello que
legítimamente eran obligados para cumplir con su religión. Tres
meses después que tenía puesto el cerco, sin haber casi derribado
ni una torre, dieron el asalto, y el primero que osó subir por el
muro fué Fausto Cornelio, hijo de Sila, y después dos centuriones
con él, Furio y Fabio, con sus escuadras; y habiendo rodeado por
todas partes el templo, mataron a cuantos se retiraban a otra parte,
y a los que en algo resistían. Adonde, aunque muchos de los
sacerdotes viesen venir con las espadas sacadas los enemigos contra
ellos, no por eso dejaban de entender las cosas divinas y tocantes al
servicio de Dios, tan sin miedo corno antes solían, y en el servicio
M templo y sacrificios los mataban, teniendo en más la religión que
su salud. Los naturales y amigos de la otra parte mataban muchos de
éstos; muchos se despeñaban, otro se echaban a los enemigos como
furiosos, encendidos todos los que estaban por el muro en gran ira y
desesperación. Murieron, finalmente, en esto doce mil judíos y muy
pocos romanos, aunque hubo muchos heridos.
Pareció cosa grave y de mayor pérdida a los judíos, descubrir
aquel secreto santo e inviolado, no visto antes por ninguno, a todos
los extranjeros. Entrando, pues, Pompeyo, juntamente con sus
caballeros, dentro del templo, donde no era licito entrar, excepto al
pontífice, vio y miró los candeleros que allí habla encendidos, y
las mesas, en las cuales acostumbraban celebrar sus sacrificios y
quemar sus inciensos; vio también la multitud de perfumes y olores
que tenían, y el dinero consagrado, que era la suma de dos mil
talentos. Pero no tocó ni esto ni otra cosa alguna de las riquezas
del Sagrario; antes el siguiente día, después de la matanza, mandó
limpiar el templo a los sacristanes, Y que celebrasen sus
solemnidades sagradas. Entonces les declaró por pontífice a
Hircano, por haberse regido y mostrado con él en todo, y
principalmente en el tiempo del cerco, muy valeroso, y por haber
atraído a sí gran muchedumbre de villanos, de los que seguían la
parte de Aristóbulo, con lo cual ganó la amistad de todo el pueblo,
más por benevolencia y mansedumbre, según conviene a cualquier buen
emperador, que por temor ni amenazas.
Fué preso entre los cautivos el suegro de Aristóbulo, que le era
también tío, hermano de su padre, y descabezó a todos los que supo
que habían sido principalmente causa de aquella guerra. Dio muchos
dones a Fausto y a todos los demás que se hablan portado
valerosamente en la presa; puso tributo a Jerusalén, mandó que las
ciudades que había tomado a los judíos en Celefiria obedeciesen al
presidente romano o gobernador que entonces era, y encerrólos dentro
de sus mismos términos solamente. Renovó, también por amor de un
liberto suyo, llamado Demetrio, Gadarense, a Gadara, la cual hablan
derribado los judíos. Libró del imperio de aquellos las ciudades
mediterráneas, que no habían derribado, por ser allí alcanzados y
prevenidos antes, Hipón, Escitópolís, Pela, Samaria, Marisa y
Azoto, Iania y Aretusa, y con ellas las marítimas también, Gaza,
Jope, Dora, y aquella adonde estaba la torre de Estratón, aunque
después fueron edificados aqui en esta ciudad. muy lindos edificios
por el rey Herodes y fué llamada Cesárea. Y habiéndolas vuelto
todas a sus naturales ciudadanos, juntólas con la provincia de
Siria.
Y dejando la administración de Siria, de Judea y de todo lo demás,
hasta los términos de Egipto y el rió, Eufrates, con dos legiones o
compañías de gente, a Escauro, él se volvió con gran prisa a Roma
por Cilicia, llevándose cautivo a Aristóbulo con toda su familia.
Habla dos hijas y otros tantos hijos, de los cuales el uno, llamado
Alejandro, se le huyó en el camino, y el menor, que era Antígono,
fué llevado a Roma con sus hermanas.
***
Capítulo VI
De la guerra que
Alejandro tuvo con Hircano y Aristóbulo.
Habiendo entretanto Escauro entrado en Arabia, no podía llegar a la
que ahora se llama Petrea, por la dificultad y aspereza del
camino, pero talaba y destruía cuanto habla alrededor, aunque estaba
afligido con muchos males en estas tierras; el ejército padecía
gran hambre, a quien Hircano proveía de todo lo necesario, por medio
de Antipatro, para su mantenimiento; al cual Escauro envió por
embajador, como muy familiar y amigo de Areta, para que dejase
la guerra e hiciesen conciertos de paz. De esta manera, en fin,
persuadieron al árabe que diese trescientos talentos, y Escauro
entonces retrajo de Arabia su ejército. Pero Alejandro, hijo de
Aristóbulo, aquel que habla huido de Pompeyo, habiendo juntado mucha
gente en este tiempo, en a hacia Hircano muy enojado, y destruía y
robaba a Judea, pensando que presto la podía ganar y vencerlo a él,
porque confiaba que el muro de Jerusalén, que habla sido derribado
por Pompeyo, estaría ya renovado si Gabinio, sucesor de
Escauro, el cual había sido enviado a Siria, no se mostrara muy
fuerte y valeroso en lo demás, pero principalmente contra
Alejandro con su ejército. Por lo cual, temiendo aquél la fuerza de
este Gabinio, trabajaba en acrecentar el número de su gente, hasta
tanto que legaron a número de diez mil de a pie y mil quinientos
caballos, y fortalecía los lugares y las villas que le parecían ser
buenos para resistir a la fuerza, como Alejandrio, Hircanio y
Macherunta, que están cerca de los montes de Arabia.
Gabinio, pues, habiendo enviado delante a Marco Antonio con parte de
su ejército, él lo seguía con todo lo demás. Los compañeros
escogidos de Antipatro y la otra multitud de los judíos cuyos
príncipes eran Malico y Pitolao, habiendo juntado sus fuerzas con
Marco Antonio, salieron al encuentro a Alejandro; pero no estaba
muy lejos ni muy atrás de éste Gabinio con toda su gente.
Viendo Alejandro que no podía resistir ni sufrir tanta multitud
de enemigos, huyó. Siendo llegado ya cerca de Jerusalén, fué
forzado a pelear; y habiendo perdido seis mil hombres de los suyos,
tres mil presos y tres mil derribados, salváse con los demás.
Pero cuando Gabinio llegó al castillo de Alejandrio, habiendo
sabido que muchos habían desamparado el ejército, prometiendo a
todos general perdón, trabajaba de llegarlos a él y juntarlos
consigo antes que darles batalla; pero como ellos no humillasen su
pensamiento, ni quisiesen conceder lo que Gabinio quería, mató a
muchos y encerró a los demás en el castillo.
En esta guerra, el capitán Marco Antonio hizo muchas cosas de
nombre, y aunque siempre y en todas partes se había mostrado varón
muy fuerte y valeroso, ahora últimamente venció todo nombre y
dio de sí mucho mayor ejemplo que hasta el presente había dado.
Dejando Gabinio gente para combatir el castillo, él se vino a todas
las otras ciudades, confirmando las que no habían sido
atacadas, reparando y levantando de nuevo las que habían sido
derribadas. Finalmente, por mandamiento de éste, se comenzó a
habitar en Escitópolis, en Samaria, en Antedón, en Apolonia, en
Janinia, en Rafia, en Marisa, en Dora, en Gadara, en Azoto, y en
otras muchas, con gran alegría de los ciudadanos, porque de todas
partes venían por habitar en ellas. Ordenadas estas cosas de esta
manera, volviéndose a Alejandrio, apretaba mucho más el cerco. Por
la cual cosa Alejandro, muy espantado, le envió embajadores,
desconfiando ya de todo y rogando que le perdonase, y él le
entregaría sin alguna falta los castillos que le obedecían, los
cuales eran el de Hircano, y el otro el de Macherunta; también le
dió y dejó en su poder Alejandrio. Gabinio lo derribó todo de raíz
por consejo de la madre de Alejandro, por que no fuesen ocasión de
otra guerra, o de recogimiento para ella. Estaba ella con Gabinio por
ablandarlo con sus regalos, temiendo algún peligro a su marido y a
los demás que habían sido llevados cautivos a Roma.
Pasadas todas estas cosas, habiendo Gabinio llevado a Jerusalén
a Hircano y habiéndole encomendado el cargo del templo, puso por
presidentes de toda la otra República a los más principales de los
judíos. Dividió en cinco partes, como Congregaciones, toda la gente
de los judíos; la una de éstas puso en Jerusalén, la otra en
Doris, la tercera que estuviese en la parte de Amatunta, la cuarta en
Jericó, y la quinta fué dada a Séfora, ciudad de Galilea.
Los judíos entonces, librados del imperio y señorío de uno, eran
regidos por sus príncipes con gran contentamiento; pero no mucho
después acaeció que, habiéndose librado de Roma Aristóbulo, les
fué principio de discordias y revueltas; el cual, juntando mucha
gente de los judíos, parte por ser deseosa de mutaciones y
novedades, parte también por el amor que antiguamente le solían
tener, tomó primero a Alejandrio, y trabajaba en cercarlo de muro.
Después, sabido cómo Gabinio enviaba contra él tres
capitanes, Sisena, Antonio y Sevilio, vínose a Macherunt ; y dejando
la gente vulgar y que no era de guerra, la cual antes le era carga
que ayuda, salió, trayendo consigo, de gente muy en orden y bien
armada, no más de ocho mil, entre los cuales venía también
Pitolao, Regidor de la segunda Congregación que hemos dicho,
habiendo huido de Jerusalén con número de mil hombres.
Los romanos los seguían, y dada la batalla, Aristóbulo detuvo los
suyos peleando muy fuertemente algún tiempo, hasta tanto que fueron
vencidos por la fuerza y poder grande de los romanos, adonde murieron
cinco mil hombres, y dos mil se recogieron a una gran cueva, y los
otros mil rompieron por medio de los romanos y cerráronse en
Macherunta.
Habiendo, pues, llegado allí a prima noche o sobretarde el rey, y
puesto su campo en aquel lugar que estaba destruido, confiaba que
haría treguas, y durando éstas, juntarla otra vez gente y
fortalecería muy bien el castillo. Pero habiendo sostenido la fuerza
de los romanos por espacio de dos días más de lo que le era
posible, a la postre fué tomado y llevado delante de Gabinio, atado
junto con Antígono, su hijo, el cual habla estado en la cárcel con
él, y de allí fué llevado a orna. Pero el Senado lo mandó poner
en la cárcel, y pasó
los hijos de éste a Judea, porque Gabinio había escrito que los
había prometido a la mujer de Aristóbulo, por haberle entregado los
castillos.
Habiéndose después Gabinio aparejado para hacer guerra Con los
partos, fuéle impedimento Ptolomeo; el cual, habiendo vuelto del
Eufrates, venia a Egipto sirviéndose de Hircano y de Antipatro, como
de amigos para todo cuanto su ejército tenía necesidad; porque
Antipatro le ayudó con dineros, armas, mantenimientos y con
gente de erra. Y guardando los judíos los caminos que están hacia
la vía de Pelusio, persuadió que enviasen allá a Gabinio;
pero con la partida de Gabinio la otra parte de Siria se revolvió; y
Alejandro, hijo de Aristóbulo, movió otra vez los judíos a que se
rebelasen; y juntando gran muchedumbre de ellos, mataba y despedazaba
cuantos romanos hallaba por aquellas tierras. Gabinio, temiéndose de
esto, porque ya había vuelto de Egipto, y viendo revuelta que se
aparejaba, envió delante a Antipatro, y persuadió a algunos de los
que estaban revueltos que se concordasen con ellos e hiciesen amigos.
Habían quedado con Alejandro treinta mil hombres, por lo cual
estaba, y de sí lo era él también, muy pronto para guerra. Salió
finalmente al campo y viniéronle los judíos a encuentro; y peleando
cerca del monte Tabor, murieron diez mil de ellos, y los que quedaron
salváronse huyendo por di versas partes.
Vuelto Gabinio a Jerusalén, porque esto quiso Antipatro apaciguó Y
compuso su República; después, partiendo de aquí venció en
batalla a los nabateos, y dejó ir escondidamente a Mitridates y a
Orsanes, que habían huido de los partos, persuadiendo a los
soldados que se habían escapado.
En este medio fuéle dado por sucesor Craso, el cual tomó la parte
de Siria. Este, para el gasto de la guerra de los partos, tomó todo
el restante del tesoro del templo que estaba en Jerusalén, que eran
aquellos dos mil talentos, los cuales Pompeyo no había querido
tocar. Después, pasando el Eufrates él y todo su ejército,
perecieron; de lo cual ahora no se hablará, por no ser éste su
tiempo ni oportunidad.
Después de Craso, Casio siendo recibido en aquella provincia,
detuvo y refrenó los partos que se entraban por Siria, Y con el
favor de éste que venía a prisa grande para Judea; y prendiendo a
los tariceos, puso en servidumbre y cautiverio tres mil de ellos.
Mató también a Pitolao, persudiéndoselo Antipatro, porque
recogía todos los revolvedores y parciales de Aristóbulo.
Tuvo éste por mujer una noble de Arabia llamada Cipria, de la cual
hubo cuatro hijos, Faselo y Herodes, que fué rey, Josefo Forera, y
una hija llamada Salomé. Y como procurase ganar la amistad de
cuantos sabía que eran poderosos, recibiendo a todos con mucha
familiaridad, mostrándose con todos huésped y buen amigo,
principalmente juntó consigo al rey de Arabia por casamiento y
parentesco; y encomendando a su bondad y fe sus hijos, él se los
envió, porque había determinado y tomado a cargo de hacer guerra
contra Aristóbulo.
Casio, habiendo compelido y forzado a Alejandro que se reposase,
volvióse hacia el Eufrates por impedir que los partos pasasen, de
los cuales en otro lugar después trataremos.
***
Capítulo VII
De la muerte de Aristóbulo, y de la guerra de Antipatro contra Mitrídates.
Habiéndose César apoderado de Roma y de todas las cosas, después
de haber huido el Senado y Pompeyo de la otra parte del mar Jonio,
librando de la cárcel a Aristóbulo, enviólo con diligencia
con dos compañías a Siria, pensando que fácilmente podría sujetar
a ella y a los lugares vecinos de Judea; pero la esperanza de César
y la alegría de Aristóbulo fué anticipada con la envidia. Porque
muerto con ponzoña por los amigos de Pompeyo, estuvo sin sepultura
en su misma patria algún tiempo, y guardaban el cuerpo del muerto
embalsamado con miel, hasta tanto que Antonio proveyó que fuese
sepultado por los judíos en los sepulcros reales. Fué también
muerto su hijo Alejandro, y mandado descabezar por Escipión en
Antioquía, según letras de Pompeyo, habiéndose primero examinado
su causa públicamente sobre todo lo que había cometido contra los
romanos.
Ptolomeo, hijo de Mineo, que tenía asiento en Calcidia, bajo del
monte Líbano, prendiendo a sus propios hermanos, envió a su hijo
Filipión a Ascalona que los detuviese e hiciese recoger; y él,
sacando a Antígono del poder de la mujer de Aristóbulo, y a sus
hermanas también, lleválas a su padre. Y enamorándose de la menor
de ellas, cásase con ella; por lo cual fué después muerto por su
padre. Porque Ptolomeo, después de muerto el hijo, tomó por mujer a
Alejandra; y por causa de este parentesco y afinidad, miraba por sus
hermanos con mayor cuidado.
Muerto Pompeyo, Antipatro se pasó a la amistad de César; y porque
Mitrídates Pergameno estaba detenido con el ejército que
llevaba a Egipto, en Ascalona, prohibido que no pasase a Pelusio, no
sólo movió a los árabes, aunque fuese él extranjero y huésped en
aquellas tierras, a que le ayudasen, sino también compelió a los
judíos que le socorriesen con cerca de tres mil hombres, todos muy
bien armados. Movió también en socorro y ayuda suya los poderosos
de Siria, y a Ptolomeo, que habitaba en el monte Líbano, y a
Jamblico, y al otro Ptolomeo; y por causa de ellos, las ciudades de
aquella región emprendieron y comenzaron la guerra con ánimo pronto
todos, y muy alegre. Confiado ya de esta manera Mitrídates por verse
poderoso con la gente y ejército de Antipatro, vínose a Pelusio; y
siéndole prohibido el pasaje, puso cerco a la villa, y Antipatro se
mostró mucho en este cerco. Porque habiendo roto el muro de aquella
parte que a él cabía, fué el primero que dió asalto a la ciudad
con los suyos, y así fué tomado Pelusio; pero los judíos de
Egipto, aquellos que habitaban en las tierras que se llaman Onías,
no los dejaban pasar más adelante. Antipatro, no sólo
persuadió a los suyos que no los estorbasen ni impidiesen, sino que
les diesen lo necesario para mantenimiento. De donde sucedió que los
menfitas no fuesen combatidos; antes, voluntariamente se entregaron a
Mitrídates; y habiendo éste proseguido adelante su camino por
las tierras de Delta, peleó con los otros egipcios en un lugar que
se llama Castra de los judíos, el cual libró Antipatro por su
parte, que era la derecha, de todo mal. Yendo alrededor del rio con
buen orden, vencía el escuadrón que estaba a la parte izquierda
fácilmente, y arremetiendo contra aquellos que iban persiguiendo a
Mitrídates, mató a muchos de ellos y persiguió tanto a los que
quedaban y huían' que vino a ganar el campo y tiendas de los
enemigos, habiendo perdido no más de ochenta de los suyos. Pero
Mitrídates, huyendo, perdió de los suyos ochocientos; y saliendo él
de la batalla salvo sin que tal se confiase, vino delante de César
como testigo, sin envidia de las cosas hechas por Antipatro. Por lo
cual él movió a Antipatro entonces, con esperanza y loores
grandes, a que menospreciase todo peligro por su causa; y así
fué hallado en todo como hombre de guerra muy esforzado y valeroso,
porque habiendo sufrido muchas heridas, tenía por todo el cuerpo las
señales en probanza de su virtud.
Después, cuando habiendo apaciguado las cosas de Egipto se volvió a
Siria, hízolo ciudadano de Roma, dejándole gozar de todas las
libertades, honrándole en todas las cosas, y mostrándole en
todo mucha amistad; hizo que los otros se esforzasen mucho en
imitarlo, como a hombre muy digno; y por causa y favor suyo confirmó
el pontificado a Hircano.
***
Capítulo VIII
De cómo fué acusado Antipatro, delante de César,
del pontificado de Hircano, y cómo Herodes movió guerra.
En el mismo tiempo, Antígono, hijo de Aristóbulo, habiendo
venido a César, fué causa que Antipatro ganase gran honra y mayor
opinión de la que él pensaba alcanzar. Porque habiéndose de quejar
de la muerte de su padre, muerto con ponzoña por la enemistad de
Pompeyo, según lo que se podía juzgar, y debiendo acusar a Escipión
de la crueldad que había usado contra su hermano, sin mezclar alguna
señal de su envidia con casos tan miserables, acusaba a Hircano y a
Antipatro, porque lo echaban injustamente de su propio lugar y
patria, y hacían muchas injurias a su gente, y que no habían
ayudado ni socorrido a César estando en Egipto, por amistad, sino
por temor de la discordia antigua, y por ser perdonados por haber
favorecido a Pompeyo. A estas cosas, Antipatro, quitados sus
vestidos, mostraba las muchas llagas y heridas que había recibido, y
dijo no serle necesario mostrar con palabras el amor y la fidelidad
que había guardado con César, pues tenía por manifiesto testigo su
cuerpo, que claramente lo mostraba, y que antes se maravillaba él
mucho del grande atrevimiento de Antígono, que siendo enemigo de los
romanos e hijo de otro enemigo huido de su poder, deseando perturbar
las cosas, no menos que había hecho su padre con sediciosas
revueltas, osase parecer y acusar a otros delante del príncipe de
los romanos e intentase de alcanzar algún bien, debiéndose
contentar con ver que lo dejaban con vida. Por ue ahora no deseaba
bienes, por estar pobre, sino para judíos aquellos que se los
hubiesen dado.
Cuando César hubo oído estas cosas, juzgó por más digno del
pontificado a Hircano; pero dejó después escoger a Amtipatro
la dignidad que quisiese. Este, dejándolo todo en poder de aquel que
se lo entregaba, fué declarado procurador de toda Judea, y además
de esto impetró que le dejasen renovar y edificar otra vez los muros
de su patria, que habían sido derribados. Estas honras mandó César
que fuesen pintadas en tablas de metal, y puestas en el Capitolio,
por dejar a Antipatro y a sus descendientes memoria de su virtud.
Habiendo, pues, acompañado a César desde Siria, Antipatro se
volvió a Judea, y lo primero que hizo fué edificar otra vez los
muros que habían sido derribados por Pompeyo, visitándolo todo por
que no se levantasen algunas revueltas en todas aquellas regiones;
amonestando una vez con consejo, otras amenazando, persuadiendo a
todos que si creían y eran conformes con Hircano, vivirían en
reposo, descansados. y con abundancia de toda cosa, gozando cada uno
de su bien y estado y de la paz común de toda la República; pero si
se movían con la vana esperanza de aquellos que por hacerse ricos
estaban deseando y aun buscando novedades y revueltas, entonces no lo
habían de tener a él corno procurador del reino, sino corno a señor
de todo; que Hircano seria entonces tirano en vez de rey, y habían
de tener a César y a todos los romanos por capitales enemigos, los
cuales les solían ser a todos muy buenos amigos y regidores, porque
no habían de sufrir que se perdiese y menospreciase la potencia de
éste, al cual ellos habían elegido por rey.
Pero aunque decía esto, todavía él por sí, viendo que Hircano
era algo más negligente que se requería, ni para tanto cuanto el
reino tenía necesidad, regía el Estado de toda la provincia, y lo
tenía muy ordenado. Hizo capitán de los soldados el hijo suyo
mayor, llamado Faselo, en Jerusalén y en todo su territorio, y a
Herodes, que era menor» y demasiado mozo, enviólo por capitán de
Galilea, que tuviese el mismo cargo que el otro; y siendo por su
naturaleza muy esforzado, halló presto materia y ocasión para
mostrar y ejercitar la grandeza de su ánimo, porque habiendo preso
al príncipe de los ladrones y salteadores, Ezequías, al cual halló
robando con mucha gente en las tierras cercanas a Siria, lo mató y a
muchos otros ladrones que lo seguían. Fué esta cosa tan acepta y
contentó tanto a los sirios, que iba Herodes cantando y divulgando
por boca de todos en los barrios y lugares, como que él les hubiese
restituido y vuelto la paz y sus posesiones. Por la gloria, pues, de
esta obra fué conocido por Sexto César, pariente muy cercano del
gran César que estaba entonces en la administración de toda Siria.
Faselo trabajaba por vencer con honesta contienda la virtuosa
inclinación y el nombre que su hermano había ganado, acrecentando
el amor que todos los de Jerusalén le tenían, y poseyendo esta
ciudad, no hacía algo ni cometía cosa con la cual afrentase alguno
con soberbia del poderoso cargo que tenía. Por esto era Antipatro
obedecido y honrado con honras de rey, reconociéndolo todos como a
señor, aunque no por esto dejó de ser tan fiel y amigo a Hircano
como antes lo era.
Pero no es posible que estando uno en toda su prosperidad
carezca de envidia, porque a Hircano le pesaba ver la honra y gloria
de los mancebos, y principalmente las cosas hechas por Herodes,
viéndose fatigar con tantos mensajeros y embajadores que levantaban
y ensalzaban sus hechos; pero muchos envidiosos, que suelen ser
enojosos y aun perjudiciales a los reyes, a los cuales dañaban la
bondad de Antipatro y de sus hijos, lo movían e instigaban, diciendo
que había dejado todas las cosas a Antipatro y a sus hijos,
contentándose solamente con un pequeño lugar para pasar su
vida particularmente con tener sólo el nombre de rey, de balde y sin
provecho alguno, y que hasta cuándo había de durar tal error
de dejar alzar contra sí los otros por reyes; de manera que no se
curaban ya de ser procuradores, sino que se querían mostrar señores,
prescindiendo de él, porque sin mandarlo él y sin escribírselo,
había Herodes muerto tanta muchedumbre contra la ley de los judíos,
y que si Herodes no era ya rey, sino hombre particular, debla venir a
ser juzgado por aquello, y por dar cuenta al rey y a las leyes de su
patria, las cuales no permiten ni sufren que alguno muera sin causa y
sin ser condenado. Con estas cosas poco a poco encendían a Hircano,
y a la postre, manifestando y descubriendo su ira, mando llamar a
Herodes, que viniese a defender su causa, y él, por mandárselo su
padre, y con la confianza que las cosas que había hecho le daban,
dejando gente de guarnición en Galilea, vino a ver al rey.
Venía acompañado con alguna gente esforzada y muy en orden, por no
parecer que derogaba a Hircano si traía muchos, o por no parecer
desautorizado, y dar lugar a la envidia de éstos, si venía solo.
Pero Sexto César, temiendo aconteciese algo al mancebo, y que
sus enemigos, hallándolo, le hiciesen algún daño, envió
mensajeros a Hircano que manifiestamente le denunciasen que librase a
Herodes del crimen y culpa que le ponían y levantaban de homicida o
matador. Hircano, que de sí lo amaba y deseaba esto mucho,
absolviólo y dióle libertad.
El entonces, pensando que había salido bien contra la voluntad del
rey, vínose a Damasco, adonde estaba Sexto, con ánimo de no
obedecerle si otra vez fuese llamado. Los revolvedores y malos
hombres trabajaban por revolver otra vez y mover a Hircano contra
Herodes, diciendo que Herodes se había ido muy airado, por darse
prisa para armarse contra él. Pensando Hircano ser esto así verdad,
no sabía qué hacer, porque vela ser su enemigo más poderoso. Y
como fuese Herodes publicado por capitán en toda Siria y
Samaria por Sexto César, y no sólo fuese tenido por el favor que la
gente le hacia por muy esforzado, pero aun también por sus propias
fuerzas, vino a temerle en gran manera, pensando que luegoen la misma
hora había de mover su gente y traer el ejército contra él. Y no
lo engañó el pensamiento, porque Herodes, con la ira de cómo lo
habían acusado, traía gran número de gente consigo a Jerusalén
para quitar el reino a Hircano. Y lo hubiera ciertamente hecho así,
si saliéndole al encuentro su padre y su hermano, no detuvieran su
fuerza e ímpetu, rogando que se vengase con amenazarlos y con
haberse enojado e indignado contra ellos; que perdonase al rey, por
cuyo favor había alcanzado el poder que tenía, que si por
haber sido llamado y haber comparecido en juicio se enojaba y tomaba
indignación, que hiciese gracias por haber sido librado, y no
satisficiese sólo a la parte que le había enojado y causado
desplacer; pero también que no fuese ingrato a la otra, que le había
librado salvamente. Que si pensaba deberse tener cuenta con los
sucesos de las guerras, considerase cuán inicua cosa es la
malicia, y no se confiase del todo vencedor, habiendo de pelear con
un rey muy allegado en amistad, y a quien él con razón debía
mucho, pues no se había mostrado jamás con él cruel ni poderoso,
sino que por consejo de malos hombres, y que mal le querían, había
mostrado y tentado contra él una sola sombra de injusticia.
Herodes fué contento y obedeció a lo que le dijeron, pensando que
bastaba para lo que él confiaba, en haber mostrado a toda su nación
su poder y fuerzas.
Estando en estas cosas levantóse una discordia y revuelta entre los
romanos estando cerca de Apamia; porque Cecilio Baso, por favor de
Pompeyo, había muerto con engaños a Sexto César, y se había
apoderado de la gente de guerra que Sexto tenía. Los otros capitanes
de César perseguían con todo su poder a Baso, por vengar su muerte.
A los cuales Antipatro con sus hijos socorrió, por ser muy amigo de
entrambos; es a saber: del César muerto y del otro que vivía; y
durando esta guerra, vino Marco de Italia, sucesor de Sexto, de quien
antes hablamos.
***
Capítulo IX
De las discordias y diferencias de los romanos
después de la muerte de César, y de las asechanzas y engaños de
Malico.
En el mismo tiempo se levantó gran guerra entre los romanos por
engaños de Casio y de Bruto, muerto César después de haber tenido
aquel principado tres años y siete meses. Movido, pues, muy
gran levantamiento por la muerte de éste, y estando los principales
hombres muy discordes entre sí, cada uno se movía por su propia
esperanza a lo que veían y pensaban ser lo mejor y más cómodo. Así
vino Casio a Siria por ocupar y tomar bajo sí los soldados que
estaban en el cerco de Apamia, donde hizo amigos a Marco y a toda la
gente que estaba en discordia con Baso, y libró del cerco la ciudad.
Llevándose el ejército, ponía pecho a las ciudades que por allí
habla, sin tener medida en lo que pedía. Habiendo, pues, mandado a
los judíos que ellos también le diesen setecientos talentos,
temiendo Antipatro sus amenazas, dió cargo de llevar aquel
dinero a sus hijos y amigos, principalmente a un amigo suyo llamado
Malico; tanto le apretaba la necesidad.
Herodes, por su parte, trajo de Galilea cien talentos, con los cuales
ganó el favor de Casio, por lo cual era contado por uno de los
amigos suyos mayores. Pero reprendiendo a los demás porque tardaban,
enojábase con las ciudades, y habiendo destruido por esta causa a
Gophna y Amahunta y otras dos ciudades, las más pequeñas y que
menos valían, venía como para matar a Malico, por haber sido más
flojo y más remiso en buscar y pedir el dinero, de lo que él tenía
necesidad. Pero Antipatro socorrió a la necesidad de éste y de las
otras ciudades, amansando a Casio con cien talentos que le
envió.
Después de la partida de Casio, no se acordó Malico de los
beneficios que Antipatro le había hecho, antes buscaba peligros y
ocasiones muchas para echar a perder a Antipatro, al cual solía él
llamar defensor y protector suyo, trabajando por romper el freno de
su maldad y quitar del mundo a aquel que le impedía que ejecutase
sus malos deseos. De esta manera Antípatro, temiéndose de su
fuerza, de su poder y de su mafia, pasó el río Jordán, para
allegar ejército con el cual se pudiese vengar de las injurias.
Descubierto Malico, venció con su desvergüenza a los hijos de
Antipatro, tomándoles descuidados, porque importunó a Faselo,
que estaba por capitán en Jerusalén, y a Herodes, que tenía cargo
de las armas, con muchas excusas y sacramentos que lo reconciliasen
con Antipatro por intercesión y medio de ellos mismos. Y
vencido otra vez nuevamente Marco por los ruegos de Antipatro,
estando por capitán de la gente de guerra en Siria, fué perdonado
Malico, habiendo Marco determinado matarlo, por haber trabajado
en revolver las cosas e innovar el estado que tenían.
Guerreando el mancebo César y Antonio con Bruto y con Casio, Marco y
Casio, que habían juntado un ejército en Siria, ¡por haberlos
ayudado mucho Herodes en tiempo que tenían necesidad, hácenlo7
procurador de toda Siria, dándole parte de la gente de a caballo y
de a pie, y Casio le prometió que, si la guerra se acababa, pondría
también en su regimiento todo el reino de Judea.
Pero después aconteció que la esperanza y fortaleza del hijo fuese
causa de la muerte a su padre Antipatro. Porque Malico, por miedo de
éstos, habiendo sobornado y corrompido a un criado de los del rey,
dándole mucho dinero le persuadió que le diese ponzoña junto con
lo que había de beber. Y la muerte de éste después del convite fué
premio y paga de la gran injusticia de Malico, habiendo sido varón
esforzado y muy idóneo para el gobierno de las cosas, el cual había
cobrado y conservado el reino para Hircano.
Viendo Malico enojado y levantado al pueblo por la sospecha que
tenía de haber muerto con ponzoña al rey, trabajaba en aplacarlo
con negar el hecho, y buscaba gente de armas para poder estar más
seguro y más fuerte; porque no pensaba que Herodes había de cesar
ni reposarse, sin venir con grande ejército, por vengar la muerte de
su padre. Pero por consejo de su hermano Faselo, el cual decía que
no le debían perseguir públicamente por no revolver el pueblo, y
también porque Malico hacía diligencias para excusarse, recibiendo
con la paciencia que mejor pudo la excusa y dándole libre de
toda sospecha, celebró honradísimamente las exequias al
enterramiento de su padre.
Vuelto después a Samaria, apaciguó la ciudad, que se habla revuelto
y casi levantado, y para las fiestas volvíase a Jerusalén,
habiendo primero enviado gente de armas, y acompañado de ella
también; Hircano le prohibió llegar, persuadiéndolo Malico por el
miedo que tenía que entrase con gente extranjera entre los
ciudadanos que celebraban casta y santamente su fiesta. Pero Herodes,
menospreciando el mandamiento y aun a quien se lo mandaba también,
entróse de noche. Presentándose Malico delante, lloraba la
muerte de Antipatro. Herodes, por el contrario, padeciendo dentro de
su ánima aquel dolor, disimulaba el engaño como mejor podía. Pero
quejóse por cartas de la muerte de su padre con Casio, a quien era
Malico por esta causa muy aborrecido. Respondióle finalmente, no
sólo que se vengase de la muerte de su padre, sino también mandó
secretamente a todos los tribunos y gobernadores que tenía bajo de
su mando, que ayudasen a Herodes en aquella causa que tan justa era.
Y porque después de tomada Laodicea venían a Herodes los
principales con dones y con coronas, él tenía determinado este
tiempo para la venganza. Malico pensaba que había esto de ser
en Tiro, por lo cual determinó sacar a su hijo, que estaba entre los
tirios por rehenes, y huir él a Judea. Y por estar desesperado de su
salud, pensaba cosas grandes y más importantes; porque confió que
había de revolver la gente de los judíos contra los romanos,
estando Casio ocupado en la guerra contra Antonio, y que echando a
Hircano alcanzaría fácilmente el reino. Por lo que sus hados tenían
determinado, se burlaba de su esperanza vana; porque sospechando
Herodes fácilmente lo que había determinado éste en su ánimo y de
cuanto trataba, llamó a él y a Hircano que viniesen a cenar con él,
y luego envía uno de los criados con pretexto de que fuese a
aparejar el convite; pero mandóle que fuese a avisar a los tribunos
y gobernadores, que le saliesen como espías. Ellos entonces,
acordándose de lo que Casio les había mandado, sálenle al
encuentro, todos armados, a la ribera cercana de la ciudad, y
rodeando a Malico, diéronle tantas heridas, que lo mataron.
Espantóse Hircano y perdió el ánimo en oír esto; pero
recobrándose algún poco y volviendo apenas en su sentido,
preguntaba a Herodes que quién había muerto a Malico, y
respondió uno de los tribunos que el mandamiento de Casio.
"Ciertamente, dijo, Casio me guarda a mí y a mi reino salvo,
pues él mató a aquel que buscaba la muerte a entrambos"; pero
no se sabe si lo dijo de ánimo y de su corazón, o porque el temor
que tenía le hacía aprobar el hecho. Y de esta manera tomó Herodes
venganza de Malico.
***
Capítulo X
Cómo fué Herodes
acusado y cómo se vengó de la acusación.
Después que Casio salió de Siria, otra vez se levantó revuelta en
Jerusalén, habiendo Félix venido con ejército contra Faselo y
contra Herodes, queriendo, con la pena de su hermano, vengar la
muerte de Malico. Sucedió por caso que Herodes vivía en este tiempo
en Damasco, con el capitán de los romanos Fabio; y deseando que
Fabio le pudiese socorrer, enfermó de grave dolencia. En este medio,
Faselo, sin ayuda de alguno, venció también a Félix e injuriaba a
Hircano llamándolo ingrato, diciendo que había hecho las partes de
Félix y había permitido que su hermano ocupase y se hiciese señor
de los castillos de Malico, porque ya tenían muchos de ellos, y el
más fuerte y más seguro, que era el de Masada.
Pero no le pudo aprovechar algo contra la fuerza de Herodes, el cual,
después que convaleció, tomó todos los demás y dejóle ir de
Masada, por rogárselo mucho y por mostrarsemuy humilde; Y echó a
Marión, tirano de los tirios, de Gali lea, el cual poseía tres
castillos, y perdonó la vida a todos los tirios que había preso, y
aun a algunos dió muchos dones y libertad para que se fuesen;
ganando con esto la benevolencia y amistad de la ciudad, él por su
parte, y haciendo aborrecer el tirano a los otros.
Este Marión había ganado la tiranía por Casio, que había puesto
por capitanes en Siria muchos tiranos; pero por la enemistad de
Herodes traíase consigo a Antígono, hijo de Aristóbulo, y a
Ptolomeo, por causa de Fabio, el cual era compañero de Antígono,
corrompido por dinero para ayudar a poner en efecto lique tenía
comenzado. Ptolorneo servía y proveía con todo lo necesario a su
yerno Antígono.
Habiéndose armado contra éstos Herodes y dádoles la batalla cerca
de los términos de Judea, hubo la victoria; y habiendo hecho huir a
Antígono, vuélvese a Jerusalén y fué muy amado de todos por haber
tan prósperamente acabado todo aquello, en tanta manera, que
aquellos que antes le eran enemigos y le menospreciaban, entonces se
ofrecieron muy amigos a él, por la deuda y parentesco con Hircano.
Porque este Herodes había ya mucho tiempo antes tomado por mujer una
de las naturales de allí y noble, la cual se llamaba Doris, y había
habido en ella un hijo llamado Antipatro. Y entonces estaba casado
con la hija de Alejandro, hijo de Aristóbulo, y llamábase
Mariamina, nieta de Hircano, hija de su hija, y por esto era muy
amiga y familiar con el rey.
Pero cuando Casio fué muerto en los campos Filípicos, César se
pasó a Italia y Antonio se fué a Asia. Habiendo las otras ciudades
enviado embajadores a Antonio a Bitinia, vinieron también los
principales de los judíos a acusar a Faselo y a Herodes; porque
poseyendo ellos todo lo que había, y haciéndose señores de todos,
solamente dejaban a Hircano con el nombre honrado. A lo cual
respondió Herodes muy aparejado, y con mucho dinero supo aplacar de
tal manera a Antonio, que después no podía sufrir una palabra de
sus enemigos, y así se hubieron entonces de partir. Pero como otra
vez hubiesen ido a Antonio, que estaba en Dasnes, ciudad
113cerca de Antioquía, enamorado ya de Cleopatra, cien varones de
los más principales, elegidos por los judíos más excelentes en
elocuencia y dignidad, propusieron su acusación contra los dos
hermanos, a los cuales respondía Mesala como defensor de aquella
causa, estando presente Hircano por la afinidad y deudo.
Oídas, pues, ambas partes, Antonio preguntaba a Hircano cuáles
fuesen los mejores para regir las cosas de aquellas regiones.
Habiendo éste señalado a Herodes y sus hermanos más que a todos
los otros, y muy lleno de placer porque su padre les había sido muy
buen huésped, y recibido por Antipatro muy humanamente en el tiempo
que vino a Judea con Gabinio, él los hizo y declaró a entrambos por
tetrarcas, dejándoles el cargo y procuración de toda Judea. Tomando
esto a mal los embajadores, prendió quince de ellos y púsoles en la
cárcel, a los cuales casi también mató. A los otros todos echó
con injurias, por lo cual se levantó mayor ruido en Jerusalén.
Por esta causa otra vez enviaron mil embajadores a Tiro, a donde
estaba entonces Antonio aparejado para venir contra Jerusalén, y
estando ellos gritando a voces muy altas, el principal de los tirios
vínose contra ellos, alcanzando licencia para matar a cuantos
prendiese, pero mandado por mandamiento especial que tuviese cuidado
de confirmar el poder de aquellos que habían sido hechos tetrarcas
por consentimiento y aprobación de Antonio; antes que todo esto
pasase, Herodes fué hasta la orilla de la mar, juntamente con
Hircano, y amonestábalos con muchas razones, que no le fuesen a él
causa de la muerte y de guerra a su patria y tierra, estando en
contenciones y revueltas tan sin consideración. Pero indignándose
ellos más, cuanta más razón les daban, Antonio envió gente muy en
orden y muy bien armada, y mataron a muchos de ellos e hirieron a
muchos, e Hircano tuvo por bien de hacer curar los heridos y dar a
los muertos sepultura. Con todo, no por esto los que habían huido
reposaban; porque perturbando y revolviendo la ciudad, movían e
incitaban a Antonio para que matase también a todos los que tenía
presos.
***
Capítulo XI
De la guerra de los
partos contra los judíos, y de la huída de Herodes y de su fortuna.
Estando Barzafarnes, sátrapa de los partos, apoderado hacía dos
años de Siria, con Pacoro, hijo del rey Lisanias, sucesor de su
padre Ptolorneo, hijo de Mineo, persuadió al sátrapa, después de
haberle prometido mil talentos y quinientas mujeres, que pusiese
a Antigono dentro del reino y que sacase a Hircano de la posesión
que tenía. Movido, pues, por este Pacoro hizo su camino por los
lugares que están hacia la mar, y mandó que Barzafarnes fuese por
la tierra adentro. Pero la gente marítima de los tirios echó a
Pacoro, habiéndolo recibido los ptolemaidos y los sidonios. El mandó
a un criado que servía la copa al rey y tenía su mismo nombre,
dándole parte de su caballería, que fuera a Judea por saber lo que
determinaban los enemigos, porque cuando fuese necesario pudiese
socorrer a Antígono. Robando éstos a Carmelo y destruyéndolo,
muchos judíos se venían a Antígono muy aparejados para
hacerles guerra y echarlos de allí. El, entonces, enviólos que
tomasen el lugar llamado Drimos. Trabando allí la batalla, y
habiendo echado y hecho huir los enemigos, venían aprisa a
Jerusalén, y habiéndose aumentado mucho el número de la gente,
llegaron hasta el palacio. Pero saliéndoles al encuentro
Hircano y Faselo, pelearon valerosamente en medio de la plaza, y
siendo forzados a huir, los de la parte de Herodes les hicieron
recoger en el templo, y puso sesenta varones en las casas que había
por allí cerca, que los guardasen; pero el pueblo los quemó a
todos, por estar airado contra los dos hermanos. Herodes, enojado por
la muerte de éstos, salió contra el pueblo, mató a muchos, y
persiguiéndose cada día unos a otros con asechanzas continuas,
sucedían todos los días muchas muertes. Llegada después la
fiesta que ellos llamaban Pentecostés, toda la ciudad estuvo llena
de gente popular, y la mayor parte de ella muy armada. Faselo, en
este tiempo, guardaba los muros, y Herodes, con poca gente, el
Palacio Real; acometiendo un día a los enemigos súbitamente en
un barrio de la ciudad, mató muchos de ellos e hizo huir a los
demás, cerrando parte de ellos en la ciudad, otros en el templo y
otros en el postrer cerco o muro.
En este medio Antígono suplicó que recibiesen a Pacoro, que venía
para tratar de la paz. Habiendo impetrado esto de Faselo, recibió al
parto dentro de su ciudad y hospedaje con quinientos caballeros, el
cual venía con nombre y pretexto de querer apaciguar la gente que
estaba revuelta, pero, a la verdad, su venida no era sino por ayudar
a Antígono. Movió finalmente e incitó a Faselo engañosamente a
que enviasen un embajador a Barzafarnes para tratar la paz, aunque
Herodes era en esto muy contrario y trabajaba en disuadirlo,
diciendo que matase a aquel que le había de ser traidor, y
amonestando que no confiase en sus engaños, porque de su natural los
bárbaros no guardan ni precian la fe ni lo que prometen. Salió
también, por dar menos sospecha, Pacoro con Hircano, y dejando con
Herodes algunos caballeros, los cuales se llaman eleuteros, él, con
los demás, seguía a Faselo.
Cuando llegaron a Galilea, hallaron los naturales de allí muy
revueltos y muy armados, y hablaron con el sátrapa, que sabía
encubrir harto astutamente, y con todo cumplimiento y muestras
de amistad, los engaños que trataba. Después de haberles
finalmente dado muchos dones, púsoles muchas espías y
asechanzas para la vuelta. Llegados ellos ya a un lugar marítimo
llamado Ecdipon, entendieron el engaño; porque allí supieron lo de
los mil talentos que le habían sido prometidos, y lo de las
quinientas mujeres que Antígono habla ofrecido a los partos, entre
las cuales estaban contadas muchas de las de ellos; que los bárbaros
buscaban siempre asechanzas para matarlos, y que antes fueran presos,
a no ser porque tardaron algo más de lo que convenía, y por prender
en Jerusalén a Herodes, antes que proveído sabiendo aquello, se
pudiese guardar.
No eran ya estas cosas burlas ni palabras, porque veía que las
guardas no estaban muy lejos. y con todo, Faselo no permitió
que desamparasen a Hircano, aunque Ofilio te amonestase muchas
veces que huyese, a quien Sararnala, hombre riquísimo entre los de
Siria, había dicho cómo le estaban puestas asechanzas y tenía
armada la traición. Pero él quiso más venir a hablar con el
sátrapa y decirle las injurias que merecía en la cara, por haberle
armado aquellas traiciones y asechanzas; y principalmente porque se
mostraba ser tal por causa de] dinero, estando él aparejado para dar
más por su salud y vida, que no le había Antígono prometido por
haber el reino. Respondiendo el parto, y satisfaciendo a todo esto
engañosamente, echando con juramento de sí toda sospecha, vínose
hacia Pacoro, y luego Faselo e Hircano fueron presos por aquellos
partos que habían allí quedado mandados para aquel negocio,
maldiciendo y blasfemando de él como de hombre pérfido y perjuro.
El copero de quien hemos arriba hablado, trabajaba en prender a
Herodes, siendo enviado vara esto sólo, y tentaba de engañarlo,
haciéndolo salir fuera del muro, según le habían mandado. Herodes,
que solía tener mala sospecha de los bárbaros, no dudando que
las cartas que descubrían aquella traición y asechanzas hubiesen
venido a manos de los enemigos, no quería salir, aunque Pacoro,
fingiendo, Dretendía que tenía harto idónea y razonable causa,
diciendo que debía salir al encuentro a los que le traían cartas,
porque no habían sido presos por los enemigos, ni se trataba en
ellas algo de la traición y asechanzas, antes sólo lo que había
hecho Faselo venía escrito en ellas. Pero ya hacía tiempo que
Herodes sabía por otros cómo su hermano Faselo estaba preso, y la
hija de Hircano, Mariamma, mujer prudentísima, le rogaba y suplicaba
en gran manera que no saliese ni se fiase ya en lo que
manifiestamente mostraban que querían los bárbaros.
Estando Pacoro tratando con los suyos de qué manera pudiese
secretamente armar la traición y asechanzas, porque no era posible
que un varón tan sabio fuese salteado así a las descubiertas, una
noche Herodes, con los más allegados y más amigos, vínose a Idumea
sin que los enemigos lo supiesen. Sabiendo esto los partos,
comiénzalo a perseguir, y él había mandado a su madre y hermanos,
y a su esposa con su madre y al hermano menor, que se adelantasen por
el camino adelante, y él, con consejo muy remirado, daba en los
bárbaros; y habiendo muerto muchos de ellos en las peleas, veníase
a recoger aprisa al castillo llamado Masada, y allí experimentó que
eran más graves de sufrir, huyendo, los judíos, que no los partos.
Los cuales, aunque le fueron siempre molestos y muy enojosos, todavía
también pelearon a sesenta estadios de la ciudad algún tiempo.
Saliendo Herodes con la victoria, habiendo muerto a muchos,
honró aquel lugar con un lindo palacio que mandó edificar allí, y
una torre muy fortalecida en memoria de sus nobles y prósperos
hechos, poniéndole nombre de su propio nombre, llamándola Herodión.
Y como iba entonces huyendo así iba recogiendo gente y ganando la
amistad de muchos. Después que hubo llegado a Tresa, ciudad de
Idumea, salióle al encuentro su hermano Josefo, y persuadióle que
dejase parte de la gente que traía, porque Masada no podría recoger
tanta muchedumbre; llegaban bien a más de nueve mil hombres.
Tomando Herodes el consejo de su hermano, dió licencia a los que
menos le podían ayudar en la necesidad, que se fuesen por Idumea,
proveyéndoles de lo necesario, y detuvo con él los más amigos,
y de esta manera fué recibido dentro del castillo.
Después, dejando allí ochocientos hombres de guarnición para
defender las mujeres, y harto mantenimiento aunque los enemigos lo
cercasen, él pasó a Petra, ciudad de Arabia; pero los partos,
volviendo a dar saco a Jerusalén, entrábanse por las casas de los
que huían, y en el Palacio Real, perdonando solamente a las riquezas
y bienes de Hircano, que eran más de trescientos talentos, y
hallaron mucho menos de lo que todos de los otros esperaban, porque
Herodes, temiéndose mucho antes de la infidelidad de los bárbaros,
había pasado todo cuanto tenía entre sus riquezas que fuese
precioso, y todos sus compañeros y amigos hablan hecho lo mismo.
Después de haber ya los partos gozado del saqueo, revolvieron
toda la tierra y moviéronla a discordias y guerras; destruyeron
también la ciudad.de Marisa, y no se contentaron con hacer a
Antígono rey, sino que le entregaron a Faselo y a Hircano para que
los azotase. Este quitó las orejas a Hircano con sus propios
dientes a bocados, porque si en algún tiempo se libraba, sucediendo
las cosas de otra manera, no pudiese ser pontífice; porque conviene
que los que celebran las cosas sagradas, sean todos muy enteros de
sus miembros. Pero con la virtud de Faselo fué prevenido Antígono,
el cual, como no tuviese armas ni las manos sueltas, porque estaba
atado, quebróse con una piedra que tenía allí cerca la cabeza y
murió; probando de esta manera cómo era verdadero hermano de
Herodes, y cómo Hircano había degenerado; murió varonilmente,
alcanzando digna muerte de los hechos que había antes animosamente
hecho. Dícese también otra cosa, que cobró su sentido después de
aquella llaga, pero que Antígono envió un médico como porque
lo curase, y le llenó la llaga de muy malas ponzoñas, y de esta
manera lo mató. Sea lo que fuere, todavía el principio de este
hecho fué muy notable. Y dícese más: que antes que le saliese el
alma del cuerpo, sabiendo por una mujercilla que Herodes había
escapado libre, dijo: «Ahora partiré con buen ánimo, pues
dejo quien me vengará de mis enemigos", y de esta manera
Faselo murió.
Los partos, aunque no alcanzaron las mujeres, que eran las cosas que
más deseaban, poniendo gran reposo, y apaciguando las cosas en
Jerusalén con Antígono, lleváronse preso con ellos a Hircano a
Parthia.
Pensando Herodes que su hermano vivía aún, venía muy obstinado a
Arabia, por donde tomar dineros del rey con los cuales solos tenía
esperanzas de libertar a su hermano de la avaricia grande de los
bárbaros. Porque pensaba que si el árabe no se acordaba de la
amistad de su padre, y se quería mostrar más avaro y escaso de lo
que a un ánimo liberal y franco convenía, él le pediría aquella
suma de dinero, prestada por lo menos, para dar por el rescate de su
hermano, dejándole por prendas al hijo, el cual él después
libertaría; porque tenía consigo un hijo de su hermano, de edad de
siete años, y había determinado ya dar trescientos talentos,
poniendo por rogadores a los tirios.
Pero la fortuna y desdicha se habían adelantado antes al amor y
afición buena del hermano, y siendo ya muerto Faselo, por demás era
el amor que Herodes mostraba. Aun en los árabes no halló salva ni
entera la amistad que tener pensaba, porque Malico, rey de
ellos, enviando antes embajadores que se lo hiciesen saber, le
mandaba que luego saliese de sus términos, fingiendo que los partos
le habían enviado embajadores que mandase salir a Herodes de
toda Arabia; y la causa cierta de esto fué porque había determinado
negar la deuda que debía a Antipatro, sin volverle ni satisfacer en
algo a sus hijos por tantos beneficios como de él había recibido,
teniendo en aquel tiempo tanta necesidad de consuelo. Tenía hombres
que le persuadían esta desvergüenza, los cuales querían hacer
que negase lo que era obligado a dar Antipatro, y estaban cerca
de él los más poderosos de toda Arabia. Por esto Herodes, al hallar
que los árabes le eran enemigos por esta causa por la cual él
pensaba que le serían muy amigos., respondió a los mensajeros
aquello que su dolor le permitió. Volvióse hacia Egipto, y en
la noche primera, estando tomando la compañía de los que había
dejado, apartóse en un templo que estaba en el campo. Al otro día,
habiendo llegado a Rinocolura, fuéle contada la muerte de su
hermano, recibiendo tan gran pesar, y haciendo tan gran llanto cuanto
había ya perdido el cuidado de verlo; mas proseguía iu camino
adelante.
Pero tarde se arrepintió de su hecho el árabe, aunque envió harto
presto gente que volviese a llamar a aquel a quien él había antes
echado con afrenta. Había ya en este tiempo Herodes llegado a
Pelusio, e impidiéndole allí el paso los que eran atalayas de aquel
negocio, vínose a los regidores, los cuales, por la fama que de él
tenían, y reverenciando su dignidad, acompañáronlo hasta
Alejandría. Entrado que hubo en la ciudad, fué magníficamente
recibido por Cleopatra, pensando que seria capitán de su gente para
hacer aquello que ella pretendía y determinaba. Pero menospreciando
los ruegos que la reina le hacía, no temió la asperidad del
invierno, ni los peligros de la mar pudieron estorbarle que
navegase luego para Roma. Peligrando cerca de Panfilia, echó la
mayor parte de la carga que llevaba, y apenas llegó salvo a Rodio,
que estaba muy fatigada entonces con la guerra de Casio. Recibido
aquí por sus amigos Ptolomeo y Safinio, aunque padeciese gran falta
de dinero, mandó hacer allí una gran galeaza, y llevado con ella él
y sus amigos a Brundusio (hoy Brindis), y partiendo de allí luego
para Roma, fuése primeramente a ver con Antonio, por causa de
la antigua amistad y familiaridad de su padre; y cuéntale la pérdida
suya, y las muertes de todos los suyos, y cómo habiendo dejado a
todos cuantos amaba en un castillo, y muy rodeados de enemigos, se
había venido a él muy humilde, en medio del invierno, navegando.
Teniendo compasión y misericordia Antonio de la miseria de
Herodes, y acordándose de la amistad que había tenido con
Antipatro, movido también por la virtud del que le estaba presente,
determinó entonces hacerle rey de Judea, al cual antes había hecho
tetrarca o procurador.
No se movía Antonio a hacer esto más por amor de Herodes que por
aborrecimiento grande a Antígono. Porque pensaba y tenía muy por
cierto que éste era sedicioso, y muy gran enemigo de los romanos.
Tenía, por otra parte, a César más aparejado, que entendía en
rehacer el ejército de Antipatro, por lo que habla sufrido con
su padre estando en Egipto, y por el hospedaje y amistad que en
toda cosa había hallado en él, teniendo también, además de todo
lo dicho, cuenta con la virtud y esfuerzo de Herodes. Convocó al
Senado, donde delante de todos Mesala, y después de éste Atratino,
contaron los merecimientos que su padre había alcanzado del pueblo
romano, estando Herodes presente, y la fe y lealtad guardada por el
mismo Herodes, y esto para mostrar que Antígono les era enemigo, y
que no hacía poco tiempo que había mostrado con éste diferencias;
sino que, despreciando al pueblo romano, con la ayuda y consejo de
los partos, había procurado alzarse con el reino. Movido todo el
Senado con estas cosas, como Antonio, haciendo guerra también con
los partos, dijese que sería cosa muy útil y muy provechosa que
levantasen por rey a Herodes, todos en ello consintieron. Y acabado
el consejo y consulta sobre esto, Antonio y César salían,
llevando en medio a Herodes. Los cónsules y los otros
magistrados y oficios romanos iban delante, por hacer sus sacrificios
y poner lo que el Senado había determinado en el Capitolio, y
el primer día del reinado de Herodes todos cenaron con Antonio.
***
Capítulo XII
De la guerra de Herodes,
en el tiempo que volvía de Roma a Jerusalén, contra los ladrones.
En el mismo tiempo Antígono cercaba a los que estaban encerrados en
Masada; éstos tenían todo mantenimiento en abundancia, y faltábales
el agua, por lo cual determinaba Josefo huir de allí a los árabes
con doscientos amigos y familiares, habiendo oído y entendido
que a Malico le pesaba por lo que había cometido contra Herodes; y
hubiera sin duda desamparado el castillo, si la tarde de la misma
noche que había determinado salir, no lloviera y sobrevinieran muy
grandes aguas. Porque, pues, los pozos estaban ya llenos, no
tenían razón de huir por falta de agua; pudo esto tanto, que ya
osaban salir de grado a pelear con la gente de Antígono, y mataban a
muchos, a unos en pública pelea, y a otros con asechanzas, pero no
siempre les acontecían ni sucedían las cosas según ellos
confiaban, porque algunas veces se volvían descalabrados.
Estando en esto, fué enviado un capitán de los romanos, llamado por
nombre Ventidio, con gente que detuviese a lospartos que no entrasen
en Siria, y vino siguiéndolos hasta Judea, diciendo que iba a
socorrer a Joseío y a los que con él estaban cercados; pero a la
verdad, no era su venida sino por quitar el dinero a Antígono.
Habiéndose, pues, detenido cerca de Jerusalén, y recogido el dinero
que pudo y quiso, se fué con la mayor parte del ejército. Dejó a
Silón con algunos, por que no se conociese su hurto si se iba con
toda la gente. Pero confiado Antígono en que los partos le hablan de
ayudar, otra vez trabajaba en aplacar a Silón, dándole esperanza,
para que no moviese alguna revuelta o desasosiego.
Llegado ya Herodes por la mar a Ptolemaida desde Italia, habiendo
juntado no poco número de gente extranjera, y de la suya, venía con
gran prisa por Galilea contra Antígono, confiado en el socorro y
ayuda de Ventidio y de Silón, a los cuales Gelia, enviado por
Antonio, persuadió que acompañasen y pusiesen a Herodes dentro
del reino. Ventidio apaciguaba todas las revueltas que habían
sucedido en aquellas ciudades por los partos, y Antígono había
corrompido con dinero a Silón dentro de Judea. Pero no tenía
Herodes necesidad de su socorro ni de ayuda, porque de día en
día, cuanto más andaba, tanto más se le acrecentaba el ejército,
en tanta manera, que toda Galilea, exceptuando muy pocos, se vino a
juntar con él, y él tenía determinado venir primero a lo más
necesario, que era Masada, por librar del cerco a sus parientes y
amigos; pero Jope le fué gran impedimento, porque antes que los
enemigos se apoderasen de ella, determinó ocuparla, a fin que no
tuviesen allí recogimiento mientras él pasase a Jerusalén. Silón
junta sus escuadrones y toda la gente, contentándose mucho con haber
ocasión de resistir, porque los judíos le apretaban y perseguían.
Pero Herodes los hizo huir a todos espantados, con haber corrido un
pequeño escuadrón, y sacó de peligro a Silón, que mal sabía
resistir y defenderse.
Después de tomada Jope, iba muy aprisa por librar a su gente, que
estaba en Masada, juntando consigo muchos de los naturales: unos por
la amistad que habían tenido con su padre, otros por la gloria y
buen nombre que habla alcanzado, otros por corresponder a lo que eran
debidamente a uno y otro obligados; pero los más por la esperanza,
sabiendo que ciertamente era rey.
Había, pues, ya buscado las compañías de soldados más fuertes y
esforzados, mas Antígono le era gran impedimento en su camino,
ocupándole todos los lugares oportunos con asechanzas, con las
cuales no dañaba, o en muy poco, a sus enemigos.
Librados de Masada los parientes y prendas de Herode6 y todas sus
cosas, partió del castillo hacia Jerusalén, juntándose con la
gente de Silón y con muchos otros de la ciudad, amedrentados por ver
su gran poder y su fuerza. Asentando entonces su campo hacia la parte
occidental de la ciudad, las guardas de aquella parte trabajaban en
resistirle con muchas saetas y dardos que tiraban; algunos otros
corrían a cuadrillas, y acometían a la gente que estaba en la
vanguardia. Pero Herodes mandó primero declarar a pregón de
trompeta, alrededor de los muros, cómo había venido por bien y
salud de la ciudad, y que de ninguno, por más que le hubiese sido
enemigo, había de tomar venganza; antes había de perdonar aún a
los que le habían movido mayor discordia y le habían ofendido más.
Como, por otra parte, los que favorecían a Antígono se opusiesen a
esto con clamores y hablas, de tal manera que ni pudiesen oír los
pregones, ni hubiese alguno que pudiese mudar su voluntad, viendo
Herodes que no había remedio, mandó a su gente que derribase a los
que defendían los muros, y ellos luego con sus saetas los hiciesen
huir a todos. Y entonces fue descubierta la corrupción y engaño de
Silón. Porque sobornados muchos soldados para que diesen grita que
les faltaba lo necesario, y pidiesen dinero para proveer de
mantenimientos, movía e incitaba el ejército a que pidiese licencia
para recogerse en lugares oportunos para pasar el invierno, porque
cerca de la ciudad había unos desiertos proveídos ya mucho antes
por Antígono, y aun él mismo trabajaba por retirarse. Herodes, no
sólo a los capitanes que seguían a Silón, sino también a los
soldados, viniendo adonde veía que había muchedumbre de ellos,
rogaba a todos que no le faltasen, ni le quisieren desamparar, pues
sabían que César y Antonio le habían puesto en aquello, y ellos
por su autoridad lo habían traído, prometiendo sacarlos en un día
de toda necesidad. Después de haber impetrado esto de ellos, sálese
a correr por los campos, y dióles tanta abundancia de mantenimientos
y de toda provisión, que venció y deshizo todas las acusaciones de
Silón, y proveyendo que de allí adelante no les pudiese faltar
algo, escribía a los moradores de Samaria, porque esta ciudad se
había entregado y encomendado a su fe y amistad, que trajesen
hacia la Hiericunta toda provisión de vino, aceite y ganado.
Al saber esto Antígono, luego envió gente que prohibiese sacar el
trigo y provisiones para sus enemigos, y que matase a cuantos hallase
por los campos. Obedeciendo, pues, a este mandamiento, habíase ya
juntado gran escuadrón de gente muy armada sobre Hiericunta. Estaban
apartados unos de otros en aquellos montes, acechando con gran
diligencia si verían algunos que trajesen alguna provisión de la
que tenían tanta necesidad. Pero en esto no estaba Herodes ocioso,
antes acompañado con diez escuadrones o compañías de gentes, cinco
de romanos Y cinco de los judíos, entre los cuales había
trescientos mezclados de los que recibían sueldo, y con algunos
caballos, llegó a Hiericunta, y halló que estaba la ciudad vacía y
sin quien habitase en ella, y que quinientos, con sus mujeres y
familia, se habían subido a lo alto de sus montes; prendiólos a
éstos y después los libró; pero los romanos echáronse a la
ciudad y saqueáronla, hallando las casas muy llenas de todo género
de riqueza, y el rey, habiendo dejado allí gente de guarnición,
volvióse y dió licencia a los soldados romanos que se pudiesen
recoger a pasar el invierno en aquellas ciudades que se le habían
dado, es a saber, en Idumea, Galilea y en Samaria.
Antígono también alcanzó, por haber sido corrompido Silón, que
los lidenses tomasen parte del ejército en su favor. Estando, pues,
los romanos sin algún cuidado de las armas, abundaban de toda cosa'
sin que les faltase algo. Pero Herodes no reposaba ni se estaba
descuidado, antes fortaleció a Idumea con dos mil hombres de a pie y
cuatrocientos caballos, enviando a ellos a su hermano Josefo, por que
no tuviesen ocasión de mover alguna novedad o revuelta con Antígono.
El, pasando su madre y todos sus parientes y amigos, los cuales había
librado de Masada, a Samaria, y puesta allí muy seguramente, partió
luego para destruir lo restante de GaIdea, y acabar de echar
todas las guarniciones y compañías de Antígono. Y habiendo llegado
a Séforis, aunque con grandes nieves, tomó fácilmente la
ciudad, puesta en huída la gente de guarda antes que él llegase y
su ejército. Porque venía, con el invierno y tempestades, algo
fatigado y habiendo allí gran abundancia de mantenimientos y
provisiones, determinó ir contra los ladrones que estaban en las
cuevas que por allí había, los cuales hacían no menos daño a los
que moraban en aquellas partes, que si sufrieran entre ellos muy gran
matanza y guerras.
Enviando delante tres compañías de a pie y una de a caballo al
lugar llamado Arbela, en cuarenta días, con lo demás del ejército
él fué con ellos. Pero los enemigos no temieron su venida, antes
muy en orden le salieron al encuentro, confiados en la destreza
de hombres de guerra y en la soberbia y ferocidad que acostumbran a
tener los ladrones. Dándose después la batalla, los de la mano
derecha de los enemigos hicieron huir a los de la mano izquierda de
Herodes. Saliendo él entonces por la mano derecha, y
rodeándolos a todos muy presto, les socorrió e hizo detener a los
suyos que huían, y dando de esta manera en ellos, refrenaba el
ímpetu y fuerza de sus enemigos, hasta tanto que los de la
vanguardia faltaron con la gran fuerza de la gente de Herodes;
pero todavía lo6 perseguía peleando siempre hasta el Jordán, y
muerta la mayor parte de ellos, los que quedaban se salvaron pasando
el río. De esta manera fué librada del miedo que tenía Galilea, y
porque se habían recogido algunos y quedado en las cuevas, se
hubieron de detener algún tiempo.
Herodes, lo primero que hacía era repartir el fruto que se ganaba
con trabajo entre todos los soldados; daba a cada uno ciento
cincuenta dracmas de plata, y a los capitanes enviábales mucha mayor
suma para pasar el invierno. Escribió a su hermano menor, Ferora,
que mirase en el mercado cómo se vendían las cosas y cercase con
muro el castillo de Alejandro, lo cual todo fué por él hecho.
En este tiempo, Antonio estaba en Atenas, y Ventidio envió a llamar
a Silón y a Herodes para la guerra contra los partos; mandóles por
sus cartas que dejasen apaciguadas las cosas de Judea y de todo aquel
reino antes que de allí saliesen. Pero Herodes, dejando ir de grado
a Silón a verse con Ventidio, hizo marchar su ejército contra
los ladrones que estaban en aquellas cuevas. Estaban estas cuevas y
retraimientos en las alturas y hendiduras de los montes, muy
dificultosas de hallar, con muy difícil y muy angosta entrada;
tenían también una pefia que de la vista de ella y delantera,
llegaba hasta lo más hondo de la cueva, y venía a dar encima de
aquellos valles; eran pasos tan dificultosos, que el rey estaba
muchas veces en gran duda de lo que se debía hacer. A la postre
quiso servirse de un instrumento harto peligroso, porque todos
los más valientes fueron puestos abajo a las puertas de las cuevas,
y de esta manera los mataban a ellos y a todas sus familias,
metiéndoles fuego si les querían resistir. Y como Herodes quisiese
librar algunos, mandólos llamar con son de trompetas, pero no hubo
alguno que se presentase de grado; antes, cuantos él había preso,
todos, o la mayor parte, quisieron mejor morir que quedar
cautivos. Allí también fué muerto un viejo, padre de siete hijos,
el cual mató a los mozos junto con su madre, porque le rogaban los
dejase salir a los conciertos prometidos, de esta manera: mandólos
salir cada uno por sí, y él estaba a la puerta, y como salía cada
uno de los hijos, lo mataba. Viendo esto Herodes de la otra cueva
adonde estaba, moríase de dolor y tendía las manos, rogándole que
perdonase a sus hijos. Pero éste, no haciendo cuenta de lo que
Herodes le decía, con no menos crueldad acabó lo que había
comenzado, y además de esto reprendía e injuriaba a Herodes por
haber tenido el ánimo tan humilde. Después de haber éste muerto a
sus hijos, mató a su mujer, y despefiando los que había muerto, él
mismo últimamente se despeñó. Habiendo Herodes, muerto ya, y
quitado todos aquellos peligros que en aquellas cuevas había,
dejando la parte de su ejército que pensó bastar para prohibir toda
rebelión en aquellas tierras, y por capitán de ella a
Ptolomeo, volviáse a Samaria con tres mil hombres muy bien armados y
seiscientos caballos para ir contra Antígono.
Viendo ocasión los que solían revolver a Galilea, con la partida de
Herodes, acometiendo a Ptolorneo, sin que él tal temiese ni pensase,
le mataron. Talaban y destruían todos los campos, recogiéndose a
las lagunas y lugares muy secretos. Sabiendo esto Herodes, socorrió
con tiempo y los castigó, matando gran muchedumbre de ellos.
Librados ya todos aquellos castillos del cerco que tenían, por causa
de esta mutación y revueltas, pidió a las ciudades que le ayudasen
con cien talentos.
Echados ya los partos y muerto Pacoro, Ventidio, amonestado por
letras de Antonio, socorrió a Herodes con mil caballos y dos
legiones de soldados; Antígono envió cartas y embajadores a Machera
ca . tan de esta gente, que le viniese a ayudar, quejándose mucho de
las injurias y sinrazón que Herodes les hacía, prometiendo darle
dinero. Pero éste, no pen and que debía dejar aquellos a los cuales
era enviado, principalmente dándole más Herodes, no quiso consentir
en su traición, aunque fingiendo amistad, vino por saber el consejo
y determinaciones de Antígono, contra el consejo de Herodes, que se
lo disuadía. Entendiendo Antígono lo que Machera había
determinado, y lo que trataba, cerróle la ciudad, y echábalo
de los muros, como a enemigo suyo, hasta tanto que el mismo Machera
se afrentó de lo que había comenzado, y partió para Amatón,
donde estaba Herodes. Y enojado porque la cosa no le había
sucedido según él confiaba, venía matando a cuantos judíos
hallaba, sin perdonar ni aun a los de Herodes, antes los trataba
corno a los mismos de Antígono.
Sintiéndose por esto Herodes, quiso tornar venganza de Machera como
de su propio enemigo; pero detuvo y disimuló su ira,, determinando
de venir a verse con Antonio, por acusar la maldad e injusticia
de Machera. Este, pensando en su delito, vino al alcance del rey, e
impetró de él su amistad con muchos ruegos.
Pero no mudó Herodes su parecer en lo de su ¡da, antes proseguía
su camino por verse con Antonio. Y como oyese que estaba con todas
sus fuerzas peleando por ganar a Samosata, ciudad muy fuerte
cerca del Eufrates, dábase mayor prisa por llegar allá, viendo que
era éste el tiempo y la oportunidad para mostrar su virtud y
valor, para acrecentar el amor y amistad de Antonio para con él.
Así, en la hora que llegó, luego dió fin al cerco, matando a
muchos de aquellos bárbaros, y tomando gran parte del saqueo y de
las cosas que habían allí robado de los enemigos, de tal manera,
que Antonio, aunque antes tenla en mucho y se maravillaba por su
esfuerzo, fué entonces nuevamente muy confirmado en su opinión,
aumentando mucho la esperanza de sus honras y de su reino. Antíoco
fué con esto forzado a entregar y rendir a Samosata.
***
Capítulo XIII
De la muerte de Josefo;
del cerco de Jerusalén puesto Por Herodes, y de la muerte de
Antígono.
Estando ocupados en esto, las cosas de
Herodes en Judea sucedieron muy mal. Porque había dejado a Josefo,
su hermano, por procurador general de todo, y habíale mandado
que no moviese algo contra Antígono antes que él volviese, porque
no tenía por firme la amistad y socorro de Machera, según lo que
antes había en sus faltas experimentado. Pero Josefo, viendo que su
hermano estaba ya lejos de allí, olvidado de lo que le había tanto
encomendado, vínose para Hiericunta con cinco compañías que había
enviado Machera con él, para que al tiempo y sazón de las mieses
robase todo el trigo. Y tomando en medio de los enemigos por aquellos
lugares montañosos y ásperos, él también murió, alcanzando en
aquella batalla nombre y gloria de varón muy fuerte y muy
esforzado, y perecieron con él todos los soldados romanos. Las
compañías que se habían recogido en Siria, eran todas de bisoños,
y no tenían algún soldado viejo entre ellas que pudiese socorrer a
los que no eran ejercitados en la guerra.
No se contentó Antígono con esta victoria; antes recibió tan
grande ira, que tornando el cuerpo muerto de Josefo, lo azotó y le
cortó la cabeza, aunque el hermano Feroras le diese por redimirlo
cincuenta talentos.
Sucedió después de la victoria de Antígono en Galilea, que las que
favorecían más a la parte de éste, sacando los mayores amigos y
favorecedores de Herodes, los ahogaban en una laguna; mudábanse
también con muchas novedades las cosas en Idumea, estando Machera
renovando los muros de un castillo llamado Gita, y Herodes no sabía
algo de todo cuanto pasaba; porque habiendo Antonio preso a los de
Samosata, y hecho capitán de Siria a Sosio, mandóle que
ayudase con su ejército a Herodes contra Antígono, y él fuese a
Egipto. Así Sosio, habiendo enviado delante dos compañías a Judea,
de las cuales Herodes se sirviese, venía él después poco a poco
siguiendo con toda la otra gente. Y estando Herodes cerca de la
ciudad de Dafnis, en Antioquía, soñó que su hermano había sido
muerto; y como se levantase turbado de la cama, los mensajeros de la
muerte del hermano entraron por su casa. Por lo cual, quejándose un
poco con la grandeza del dolor, dejando la mayor parte de su llanto
para otro tiempo, veníase con mayor prisa de lo que sus fuerzas
podían, contra los enemigos, y cuando llegó a monte Libano tomó
consigo ochocientos hombres de los que vivían por aquellos montes; y
juntando con ellos una compañía de romanos, una mañana, sin que
tal pensasen, llegó a Galilea y desbarató a los enemigos que
halló en aquel lugar, y trabajaba muy continuamente por tomar
combatiendo aquel castillo donde sus enemigos estaban. Pero antes que
lo ganase, forzado por la aspereza del invierno, hubo de apartarse y
recogerse con los suyos al primer barrio o lugar.
Pocos días después, acrecentado el número de su gente con otra
compañía más, la cual había enviado Antonio, movió a tan
gran espanto a los enemigos, que les hizo una noche desamparar el
castillo muy amedrentados. Pasaba, pues, ya por Hiericunta, con gran
prisa por poderse vengar muy presto de los matadores de su hermano,
donde también le aconteció un caso maravilloso y casi monstruoso;
mas librándose de él contra lo que él confiaba, alcanzó y
vino a creer que Dios le amaba; porque como muchos hombres de honra
hubiesen cenado con él aquella noche, después que acabado el
convite todos se fueron, seguidamente el cenáculo aquel, donde
habían cenado, se asoló.
Tomando esto por señal común y buen agüero, tanto para los
peligros que esperaba pasar, cuanto para los sucesos prósperos en
lo que tocaba a la guerra que determinaba hacer, luego a la
mañana hace marchar su gente, y descendiendo cerca de seis mil
hombres de los enemigos por aquellos montes, acometía los
primeros escuadrones. No osaban ellos trabar ni asir con los
romanos; pero de lejos con piedras y saetas los herían y
maltrataban: aquí fué también herido Herodes en un costado con
una saeta.
Y deseando Antígono mostrarse, no sólo más valiente con el
esfuerzo de los suyos, sino también aun mayor en el número, envió
a uno de sus domésticos, llamado Papo, con un escuadrón de gente a
Samaria, a los cuales Machera había de ser el premio de la
victoria.
Habiendo, pues, Herodes corrido la tierra de los enemigos, tomó
cinco lugares y mató dos mil vecinos y habitadores de ellos; y
habiendo quemado todas las casas, volvió a su ejército, que iba
hacia el barrio o lugar llamado Caná.
Acrecentábasele cada día el ejército con la muchedumbre de judíos
que se le juntaban, los cuales salían de Hiericunta y de las otras
partes de toda aquella región, moviéndose unos por aborrecer a
Antígono, y otros por los hechos memorables y gloriosos de
Herodes. Había muchos otros que sin razón ni causa, sólo por ser
amigos de novedades y de mudar señores, se juntaban con él.
Apresurándose Herodes por venir a las manos con la gente de Papo,
sin temer la muchedumbre de los enemigos y la fuerza que mostraban,
salía muy animosamente por la otra parte a la batalla; pero
trabándose los escuadrones, vinieron a detenerse algún poco
todos. Peleando Herodes con mayor peligro, acordándose de la muerte
de su hermano, sólo por vengarse de los que lo habían muerto,
fácilmente venció a la gente contraria. Viniendo después sobre
los otros nuevos que estaban aún enteros, hízolos huir a todos, y
era muy grande la carnicería y muerte que se hacían. Siendo los
otros forzados a recogerse al lugar de donde habían salido, Herodes
era el que más los perseguía; y persiguiéndolos, mataba a muchos.
A la postre, echándose por entre los enemigos que iban de
huída, entró en el lugar, y hallando todas las casas llenas de
gente muy armada y los tejados con hombres que trabajaban por
defenderse, a los que de fuera hallaba los vencía fácilmente,
y buscando en las casas, sacaba los que se habían escondido, y a
otros mataba derribándolos: de esta manera murieron muchos. Pero si
algunos se iban huyendo, la gente que estaba armada los recibía
matándolos a todos; vino a morir tanta multitud de hombres, que los
mismos vencedores no podían salir de entre los cuerpos muertos.
Tanto asustó esta matanza a los enemigos, que viendo a tantos
muertos de dentro, los que quedaban con vida quisieron huir, y
Herodes, confiado en estos sucesos, luego viniera a Jerusalén
si no fuera detenido por la aspereza grande del invierno; porque
éste le impidió que pudiese perfectamente gozar de su
victoria, y fué causa que Antígono no quedara del todo
desbaratado, vencido y muerto, estando ya con pensamiento de dejar
la ciudad. Y como venía la noche, Herodes dejó ir a sus amigos,
por dar algún poco de descanso a sus cuerpos, que estaban muy
trabajados y muy calurosos de las armas, y fué a lavarse según
la costumbre que tenían los soldados, siguiéndole un muchacho
solo. Antes de llegar al baño vínole uno de los enemigos al
encuentro muy armado, y luego otro y otro, y muchos. Estos habían
huido, todos armados, de su escuadrón al baño; pero amedrentados
al ver al rey, y escondiéndose todos temblando, dejáronle estando
él desarmado, buscando aprisa por dónde librarse. Como no hubiese
quién los pudiera prender, contentándose Herodes con no haber
recibido daño alguno de ellos, todos huyeron.
Al siguiente día mandó degollar a Papo, capitán de la gente de
Antígono, y envió su cabeza a Ferora, su hermano, capitán del
ejército, por venganza de la muerte de su hermano, porque Papo
era el que había muerto a Josefo.
Pasado después el rigor del invierno, volvióse a Jerusalén y
cercó los muros con su gente, porque ya era el tercer año que él
era declarado por rey en Roma, y puso la mayor fuerza suya hacia la
parte del templo por donde pensaba tener más fácilmente entrada, y
Pompeyo había tomado antes la ciudad. Dividido, pues, en
partes su ejército, y dado a cada parte en qué se ejercitase,
mandó levantar tres montezuelos, sobre los cuales edificó tres
torres; y dejando los más diligentes de sus amigos por que tuviesen
cargo de dar prisa en acabar aquello, él fué a Samaria por tomar
la mujer con la cual se había desposado, que era la hija de
Aristóbulo, hijo de Alejandro, para celebrar sus bodas
mientras estaban en el cerco, menospreciando ya a sus enemigos.
Hecho esto, vuélvese luego a Jerusalén con mucha más gente, y
juntáse con él Sosio con gran número de caballos y de infantería,
el cual, enviando delante su gente por tierra, se fué por Fenicia.
Juntándose después todo el ejército, que serían once legiones
de gente a pie y seis mil caballos, sin el socorro de los siros, que
no eran pocos, pusieron el campo cerca del muro, a la parte
septentrional, confiándose Herodes en la determinación del
Senado, por la cual había sido declarado por rey, y Sosio en
Antonio, que le había enviado con aquella gente que viniese en
ayuda de Herodes.
Los judíos de dentro de la ciudad estaban en este tiempo muy
perturbados, porque la gente que era para menos vínose cerca del
templo, y como furiosos todos, parecía que divinamente
adivinaban o profetizaban muchas cosas de los tiempos: los que
eran algo más atrevidos, juntados en partes, iban robando por toda
la ciudad, y principalmente en los lugares que por allí había
cerca, robando lo que les era necesario para mantenerse, sin dejar
mantenimiento ni para los hombres ni para los caballos. Y puestos
los más esforzados contra los que los cercaban, estorbaban e
impedían la obra de aquellos montezuelos, y no les faltaba
jamás algún nuevo impedimento contra la fuerza e instrumentos de
los que los cercaban. Aunque no se mostraban en algo más
diestros que en las minas que les hacían, el rey pensó cierta cosa
con la cual sus soldados prohibiesen los hurtos y robos que los
judíos les hacían, y para impedir sus correrías, hizo que fuesen
proveídos de mantenimientos traídos de partes muy lejanas. Aunque
los que resistían y peleaban vencían a todo esfuerzo, todavía
eran vencidos con la destreza de los romanos; mas no dejaban de
pelear con éstos descubiertamente aunque viesen la muerte muy
cierta. Pero saliendo ya los romanos de improviso por las minas que
habían hecho, antes que se derribase algo de los muros, guarnecían
la otra parte y no faltaban ni con sus manos ni con sus máquinas e
instrumentos en algo, porque habían determinado resistirles en
todo lo que posible les fuese.
Estando, pues, de esta manera, sufrieron el cerco de tantos millares
de hombres por espacio de cinco meses, hasta tanto que algunos de
los escogidos por Herodes, osando pasar por el muro, dieron en la
ciudad, y luego los centuriones de Sosio los siguieron. Primero,
pues, tomaron de esta manera todo lo que más cerca estaba del
templo, y entrando ya todo el ejército, hacíase gran matanza en
todas partes, pues estaban enojados los romanos por haberse
detenido tanto tiempo en el cerco; y el escuadrón de Herodes,
siendo todo de judíos, estaba muy dispuesto a que ninguno de los
enemigos escapase con la vida, y mataban a muchos al recogerse
por los barrios más estrechos de la ciudad, y a otros forzados a
esconderse en las casas; y también aunque huyesen al templo,
sin misericordia ni de viejos ni de mujeres, eran todos
universalmente muertos. Aunque el rey envíase a todas partes y
rogase que los perdonasen, no por eso había alguno que se refrenase
o detuviese en ello, antes como furiosos perseguían a toda edad y
sexo.
Antígono bajó de su casa también sin pensar en la fortuna
que en el tiempo pasado había tenido ni aun en la del presente, y
echóse a los pies de Sosio; pero éste, sin tener compasión, por
causa de tan grata mudanza en las cosas, burlóse sin vergüenza de
él, y por escarnio lo llamó como mujer, Antígona, pero no lo dejó
como a tal sin guardas: y así lo guardaban a éste muy atado.
Habiendo, pues, Herodes vencido los enemigos, proveía en hacer
detener la gente de socorro, porque todos los extranjeros tenían
muy gran deseo de ver el templo y las cosas santas que ellos tanto
guardaban. Por esta causa los detenía a unos con amenazas, a otros
con ruegos y a otros con castigo, pensando que le sería más amarga
y cruel la victoria que si fuera vencido, si por su culpa se viese
aquello que no era lícito ni razonable que fuese visto.
También prohibió el saqueo en la ciudad, diciendo con enojo muchas
cosas a Sosio, si vaciando los hombres y los bienes de la ciudad,
los romanos lo dejaban rey de las paredes solas, juzgando por
cosa vil y muy apocada el imperio de todo el universo, si con
muertes y estrago de tantas vidas y hombres y ciudadanos se había
de alcanzar. Pero respondiendo él que era cosa muy justa que
los soldados, por los trabajos que habían tenido en el cerco,
robasen y saqueasen la ciudad, prometió entonces Herodes que él
satisfaría a todos con sus propios bienes. Y redimiendo de esta
manera lo que quedaba en la tierra, satisfizo a todo lo que había
prometido, porque dió muchos dones a los soldados, según el
merecimiento de cada uno, y a los capitanes, y remuneró como rey
muy realmente a Sosio, de tal modo, que ninguno quedó descontento.
Después de esto Sosio volvió de Jerusalén, habiendo ofrecido
a Dios una corona de oro, y llevándose consigo para presentarlo a
Antonio, muy atado, a Antígono, que confiando vanamente cada
día que había. de alcanzar la vida, fué dignamente descabezado.
El rey Herodes entonces, dividiendo la gente de la ciudad,
trataba muy honradamente a los que favorecían su bando, por hacerlos
amigos, y mataba a los que favorecían a Antígono. Faltándole el
dinero, envió a Antonio y a sus compañeros tantas cuantas joyas y
ornamentos tenía; pero con esto no pudo redimirse ni librarse del
todo que no sufriese algo, porque ya estaba Antonio corrompido
con los amores de Cleopatra, y se había dado a la avaricia en toda
cosa. Cleopatra, después que hubo perseguido toda su generación
y parientes de tal manera que ya casi no le quedaba alguno, pasó la
rabiosa saña que tenía contra los extranjeros, y acusando a los
principales de Siria, persuadía a Antonio que los matase, para que
de esta manera alcanzase y viniese seguramente a gozar de cuanto
poseían. Después que hubo extendido su avaricia hasta los
judíos y árabes, trataba escondidamente que matasen a los
reyes de ambos reinos, es a saber, a Herodes y a Malico, y aunque de
palabra se lo concediese Antonio, tuvo por cosa muy injusta matar
reyes tan grandes y tan buenos hombres; pero no los tuvo ya más por
amigos, antes les quitó mucha parte de sus señoríos y de las
tierras que poseían, y dióle aquella parte de Hiericunta adonde se
cría el bálsamo, y todas las ciudades que están dentro del río
Eleutero, exceptuando solamente a Tiro y a Sidón. Hecha señora de
todo esto, vino hasta el río Eufrates siguiendo a Antonio, que hacía
guerra con los partos, y vínose por Apamia y por Damasco a
Judea.
Aunque hubiese Herodes con grandes dones y presentes aplacado el
ánimo de ésta, muy anojada contra él, todavía alcanzó de ella
que le arrendase la parte que de su tierra y posesiones le había
quitado, por doscientos talentos cada año; y aplacándola con toda
amistad y blandura de palabras, acompañóla hasta Pelusío. Antes
que pasase mucho tiempo, Antonio volvió de los partos, y traía por
presente y don a Cleopatra a Artabazano, hijo de Tigrano, el cual le
presentó con todo el dinero y saqueo que había hecho.
***
Capítulo XIV
De las asechanzas de
Cleopatra contra Herodes, y de la guerra de Herodes contra los
árabes, y un muy grande temblor de la tierra que entonces aconteció.
Movida la guerra acciaca, Herodes estaba aparejado para ir con
Antonio, librado ya de todas las revueltas de Judea y habido a
Hircano, el cual lugar poseía la hermana de Antígono; pero fué muy
astutamente detenido, por que no le cupiese parte de los peligros de
Antonio. Como dijimos arriba, acechando Cleopatra a quitar la vida a
los reyes, persuadió a Antonio que diese cargo a Herodes de la
guerra contra los árabes, para que, si los venciese, fuese hecha
señora de toda Arabia, y si era vencido, le viniese el señorío de
toda Judea, y de esta manera castigaría un poderoso con el otro.
Pero el consejo de ésta sucedió prósperamente a Herodes, porque
primero con su ejército y caballería, que era muy grande, vino
contra los siros, y enviándolo cerca de Diospoli, por más varonil y
esforzadamente que le resistiesen, los venció. Vencidos éstos,
luego los árabes movieron gran revuelta, y juntándose un ejército
casi infinito, fué a Canatam, lugar de Siria, por aguardar a los
judíos.
Como Herodes los quisiese acometer aquí, trabajaba de hacer su
guerra muy atentadamente y con consejo, y mandaba que hiciesen
muro por delante de todo su ejército y de sus guarniciones. Pero la
muchedumbre del ejército no le quiso obedecer, antes confiada en la
victoria pasada, acometió a los árabes, y a la primer corrida
venciéndolos, hiciéronlos volver atrás; pero siguiéndolos pasó
gran peligro Herodes por los que le estaban puestos en asechanzas por
Antonio, que siempre le fué, entre todos los capitanes de Cleopatra,
muy enemigo. Porque aliviados los árabes y rehechos por la corrida y
ayuda de éstos, vuelven a la batalla; y juntos los escuadrones entre
unos lugares llenos de piedras y peñascos muy apartados de buen
camino, hicieron huir la gente de Herodes, habiendo muerto a Muchos
de ellos: los que se salvaron recógense luego a un lugar
llamado Ormiza, adonde también fueron todos tomados por los árabes
con todo el bagaje y cuanto tenían.
No estaba muy lejos Herodes después de este daño con la gente que
traía de socorro, pero más tarde de lo que la necesidad requería.
La causa de esta pérdid a fué no haber los capitanes querido dar fe
ni crédito a lo que Herodes les había mandado, pues se habían
querido echar sin más miramiento ni consideración, porque y si se
dieran prisa en dar la batalla, no tuviera Antonio tiempo para hacer
sus asechanzas: pero todavía otra vez se vengó de los árabes
entrándose muchas veces y corriéndoles las tierras, Y muchas veces
se desquitó de la derrota sufrida. Persiguiendo a los enemigos le
sucedió por voluntad de Dios otra desdicha a los siete años de su
reinado, y en tiempo que hervía la guerra acciaca, porque al
principio de la primavera hubo un temblor de tierra, con el cual
murió infinito ganado y perecieron treinta mil hombres7 quedando
salvo y entero todo su ejército porque estaba en el campo. Los
árabes se ensoberbecieron mucho con aquella nueva, la cual siempre
se suele acrecentar algo más de lo que es yendo de boca en , boca;
movidos con ella, pensando que toda Judea estaría, sin que alguno
quedase, destruida y asolada, con esperanza de poseer la tierra,
juntan su ejército y viénense contra ella matando primero a los.
embajadores que los judíos les enviaban. Herodes en este tiempo,
viendo la mayor parte de su gente amedrentada con la venida de los
enemigos, tanto por ¡as grandes adversidades y desdichas que les
habían acontecido, cuanto por haber sido muchas y muy continuas,
esforzábalos a resistir y dábales ánimo con estas palabras
"No parece razonable cosa que por lo que al presente habéis
viste, que ha sucedido estéis tan amedrentados: porque no me
maravillo que os espante la llaga que por voluntad e ira de Dios
contra nosotros ha acontecido; pero tengo por cosa de afrenta y
cobardía que penséis tanto en ella teniendo los enemigos tan cerca,
habiendo antes de trabajar en deshacerlos y echarlos de vuestras
tierras: porque tan lejos estoy yo de temer los enemigos después de
este tan gran temblor de tierra, que pienso haber sido como regalo
para ellos para después castigarlos; porque sabed que no vienen tan
confiados en sus armas y esfuerzo corno en nuestras desdichas y
muertes. La esperanza, pues, que no está fundada y sustentada
en sus propias fuerzas, sino en las adversidades de su contrario,
sabed que es muy engañosa. No tenemos los hombres seguridad de
prosperidad alguna ni de adversidad, antes veréis que la fortuna se
vuelve ligeramente a todas partes, lo cual podéis comprobar con
vuestros propios ejemplos. Fuimos en la guerra pasada vencedores;
luego fuimos también vencidos por los enemigos, y ahora, según
se puede y es lícito pensar, serán ellos vencidos viniendo con
pensamiento de ser vencedores: porque el que demasiado se confía no
suele estar proveído, y el miedo es el maestro y el que enseña a
proveerse. A mí, pues, lo que vosotros teméis tanto me da muy
gran confianza, porque cuando fuisteis más feroces y atrevídos
de lo que fuera conveniente y necesario, saliendo contra mi voluntad
a pelear, Antonio tuvo tiempo y ocasión para sus asechanzas y para
hacer lo que hizo; ahora vuestra tardanza, que casi mostráis
rehusar la pelea, y vuestros ánimos entristecidos, según veo, me
prometen victoria muy ciertamente. Pero conviene antes de la
batalla estar animados y con tal pensamiento, y estando en ella,
mostrar su virtud ejercitándola y manifestar a los enemigos llenos
de maldad que ni mal alguno de los que humanamente suelen acontecer a
los hombres, ni la ira del cielo, es causa que los judíos muestren
en sus cosas algo menos de fortaleza y esfuerzo, entretanto que les
dura esta vida. ¿Sufriera alguno que los árabes sean. señores de
sus cosas, a los cuales en otro tiempo se los podía llevar por
cautivos? No os espante en algo el miedo de las cosas sin ánima y
sin sentido, ni penséis que este temblor de tierra sea señal de
alguna matanza o muertes que se deban esperar, porque naturales
vicios son también de los elementos, y no pueden hacer algún daño
sino en lo que de ellos es. Porque debéis todos pensar y saber que
viniendo alguna señal de pestilencia o hambre, o de algún
temblor de tierra, mientras el daño tarda, entonces se debe
algo temer; pero cuando ya han hecho su curso, viénense a acabar y
consumir ellas mismas en sí por ser tan grandes. ¿Qué cosa hay en
que nos pueda hacer mayor daño a nosotros ahora esta guerra, aunque
seamos vencidos, que ha sido el que habemos recibido por el temblor
de la tierra? Antes, en verdad, ha acontecido a nuestros
enemigos, en señal de su destrucción, una cosa la más
horrenda M mundo por voluntad propia de ellos, sin entender otro en
ella, en haber muerto cruelmente a nuestros embajadores contra toda
ley de hombres, y han sacrificado a Dios por el suceso de la
guerra la vida de ellos. Porque no podrán huir la lumbre divina ni
la venganza de la mano invencible de Dios: antes luego pagarán lo
que han cometido, si levantados nosotros con ánimo por nuestra
patria, nos animáremos para tomar venganza de la paz y conciertos
rotos por ellos. Así, pues, haced todos vuestro camino a ellos,
no corno que queráis pelear por vuestras mujeres ni por vuestros
hijos ni por vuestra propia patria, pero por vengar la muerte de
vuestros propios embajadores. Ellos mismos regirán mejor y guiarán
nuestro ejército, que nosotros que estamos en la vida; obedeciéndome
vosotros, pondréme yo por todos en peligro: y sabed ciertamente que
no podrán sufrir ni sostener vuestras fuerzas, si no os dañare la
osadía atrevida y temeraria."
Habiendo amonestado con tales palabras a sus soldados, viéndoles muy
alegres y muy contentos, celebró a Dios luego sus sacrificios, y
después pasó el río Jordán con todo su ejército. Y puesto
su campo en Filadelfia, no muy lejos de los enemigos, hizo muestra
que quería tomar un castillo que estaba en medio: movía la batalla
de lejos deseando juntarse muy presto, porque los enemigos habían
enviado gente que ocupase el castillo. Pero los del rey fácilmente
los vencieron y alcanzaron el collado; y él, sacando cada día su
gente muy en orden a la batalla, provocaba a los árabes y los
desafiaba.
Mas como ninguno
osase salir porque estaban amedrentados y más que todos pasmado y
temblando como medio muerto el capitán Antonio, acometiendo el valle
donde estaban, Herodes los desbarató; y forzados de esta manera
a salir de la batalla, mezclándose una gente con otra, los de a
caballo con los de a pie, salieron todos; y si los enemigos eran
muchos más, el esfuerzo y alegría era mucho menor, aunque por
estar todos sin esperanza de haber victoria, eran muy atrevidos.
Entretanto que trabajaron por resistir, no fué grande la matanza que
se hizo; pero al volver las espaldas fueron muchos muertos, unos por
los judíos que los perseguían, otros pisados por ellos mismos
huyendo: murieron finalmente en la huida cinco mil, los demás fueron
forzados a recogerse dentro del valle; pero luego Herodes, tomándolos
en medio, los cercó, y aunque la muerte no les estaba muy lejos por
fuerza de las armas de Herodes, todavía sintieron mucho la falta del
agua. Como el rey menospreciase muy soberbiamente los embajadores que
le ofrecían, porque fuesen librados, cincuenta talentos, haciéndoles
mayor fuerza ardiendo con la gran sed, salían a manadas y
dábanse a los judíos de tal manera, que dentro de cinco días
fueron presos cuatro mil de ellos; pero el sexto día, desesperando
ya de la salud y vida, salieron los que quedaban a pelear. Trabándose
la batalla con ellos, los de Herodes mataron otra vez siete mil; y
habiéndose vengado de Arabia con llaga tan grande, muerta la mayor
parte de la gente y vencida ya la fuerza de ella, pudo tanto, que
todos los de aquella tierra lo deseaban por señor.
***
Capítulo XV
Cómo Herodes fué
proclamado Por rey de toda Judea.
No le faltó luego otro nuevo cuidado, por causa de la amistad con
Antonio, después de la victoria que César hubo en Accio; pero tenía
mayor temor que debla, porque César no tenía por vencido a Antonio,
entretanto que Herodes quedase con él vivo. Por lo cual el rey quiso
prevenir a los peligros; y pasando a Rodo, adonde en este tiempo
estaba César, vino a verse con él sin corona, vestido como un
hombre particular, pero con pompa y compañía real, y sin
disimular la verdad, díjole delante estas palabras: «Sepas, oh
César, que siendo yo hecho rey por Antonio, confieso que he sido rey
provechoso para Antonio; ni quiero encubrirte ahora cuán importuno
enemigo me hallaras con él, si la guerra de los árabes no me
detuviera. Pero, en fin, yo le he socorrido según han sido mis
fuerzas, con gente y con trigo, ni en su desdicha recibida en Accio
lo desamparé, porque se lo debía. Y aunque no fué en mi socorro
tan grande cuanto entonces yo quisiera, todavía le di un buen
consejo, diciéndole que la muerte de Cleopatra sola bastaba
para corregir sus adversidades; y prometíle que si la mataba, yo le
socorrería con dinero y con muros para defenderse, y con
ejército; y prometíme yo mismo por compañero para unir toda
mi fuerza contra ti. Pero por cierto los amores de Cleopatra le
hicieron sordo a mis consejos, y Dios también, el cual te ha
concedido a ti la victoria. Vencido soy, pues, yo juntamente con
Antonio, y por tanto, me he quitado la corona de la cabeza con toda
la fortuna y prosperidad de mi reino. He venido ahora a ofrecerme
delante de tu presencia, confiando de alcanzar por tu virtud la vida,
dándome prisa por que fuese examinada la amistad que con alguno he
tenido."
A esto respondió César: «Antes ahora tente por salvo, y séate
confirmado el reino; que por cierto mereces muy debidamente regir a
muchos, pues trabajas en mostrar y defender la amistad tan fielmente.
Y experiméntame con tal que seas fiel siendo más próspero, porque
yo concibo grande esperanza en ver tu ánimo preclaro y muy
magnánimo. Pero bien hizo Antonio en dar más crédito a Cleopatra
que a tus consejos, porque por su locura te hemos ganado a ti; y a lo
que puedo juzgar, tú comenzaste a hacerle primero beneficios, según
Ventidio me escribe, pues le socorriste con socorro bastante contra
los que le perseguían. Por tanto, ahora, por mi decreto y
determinación quiero que seas confirmado en el reino: y quiero
yo también hacerte ahora algún bien, por que no tengas ocasión de
desear a Antonio." Habiendo tan benignamente amonestado
César al rey que no dudase algo en su amistad, le puso la corona
real y confirmóle el perdón de todo lo que había hasta allí
pasado, en el cual puso muchas cosas en loor de Herodes. Este,
habiendo dado algunos dones y presentes a César, rogábale que
mandase librar a Alejandro, que era uno de los amigos de
Antonio. Pero estando César muy airado, no lo quiso hacer, diciendo
que aquel por quien él rogaba había hecho muchas cosas muy graves
contra él, y por esto no quiso hacer lo que Herodes le suplicaba.
Después, yendo César a Egipto por Siria, Herodes lo recibió con
toda la riqueza del reino; y mirando entonces muy bien todo su
ejército, vínose primero a Ptolemaida, y allí le dió una cena muy
magnífica con todos sus amigos, y repartió también con su ejército
la comida muy abundantemente. Proveyó también que, pasando por
caminos muy secos hacia Pelusio y para los que de allá volviesen, no
faltase agua, ni padeció el ejército necesidad de cosa alguna.
Por tantos merecimientos, no sólo César, pero todo su ejército
también, tuvieron en poco el reino que le había sido dado; y por
tanto, cuando vino a Egipto, muerto ya Antonio y Cleopatra, no sólo
le acrecentó todas las honras que antes le había dado, pero también
le añadió a su reino parte de aquello que Cleopatra le había antes
quitado. Dióle también a Gadara, Hipón. y Samaria; y de las
ciudades marítimas a Gaza, Antedón, Jope y el Pirgo o Torre de
Estratón. Dióle demás de todo esto cuatrocientos galos para su
guarda, los cuales tenía antes Cleopatra; y ninguna cosa incitaba
tanto el ánimo y liberalidad de César a hacerle beneficios, cuanto
era por verlo tan animoso y magnánimo.
Además de lo que primero le había dado, le dió después también
toda la región llamada Tracón y Batanea, que le está muy cerca, y
Auranitis, todas por la misma causa.
Zenodoro entonces, que tenía en su gobierno la casa y hacienda de
Lisania, no cesaba, desde la región aquella llamada Tracón, de
enviar ladrones a los damascenos para que los robasen. Ellos, viendo
esto, acudieron a Varrón, el cual era entonces regidor de Siria, y
le rogaron que hiciese saber a César las miserias que sufrían.
Sabidas por César estas cosas, en la misma hora le envió a decir
que tuviese cuidado en procurar matar aquellos ladrones: y así
Varrón vino con mucha gente a todos los lugares de los cuales
sospechaba, limpió toda la tierra de aquellos ladrones, y quitóla
del regimiento de Zenodoro: César la dió a Herodes, por que no
se hiciese otra vez recogimiento y cueva de ladrones contra Damasco:
y además de todo esto hizolo también procurador de toda Siria.
Volviéndose después el décimo año a su provincia, mandó a
todos los procuradores que había puesto, que ninguno osase
determinar algo sin hacérselo saber y darle de todo razón.
Aun después de muerto Zenodoro, César le dió toda aquella parte de
tierra que está entre Tracón y Galilea: y lo que Herodes tenla en
más que todo esto, era ver que, después de Agripa, era el más
amado de César; y después de César, el más amado de Agripa.
Levantado, pues, de esta manera al más alto grado de prosperidad y
hecho más aniMoro, la mayor parte de su trabajo y providencia
lo puso en las cosas de la religión.
***
Capítulo XVI
De la ciudades y edificios renovados y
nuevamente edificados por Herodes, y de la magnificencia Y
liberalidad que usaba con las gentes extranjeras, y de toda m
prosperidad.
A los quince años de su reino renovó el templo e hizo cercar de
muro muy fuerte doblado espacio de tierra alrededor del templo, de lo
que antes solía tener, con gastos muy grandes y con magnificencia
muy singular, de la cual daban señal los claustros grandes que hizo
labrar, y el castillo que mandó edificar junto con ellas hacia la
parte de Septentrión: aquéllas las levantó él de principio y de
sus fundamentos, y renovó el castillo con grandes gastos, como
asiento de aquella ciudad y de todo el reino, y púsole por
nombre Antonia, por honra de Antonio. Y habiendo también edificado
para sí un palacio real en la parte más alta de la ciudad, edificó
en él dos aposentos de mucha grandeza y gentileza, y a ambos
puso los nombres de sus amigos, llamando el uno Cesáreo y el otro
Agripio. Por memoria de ellos, no sólo escribió y mandó pintar
estos nombres en los techos, sino también mostró en todas las otras
ciudades su gran liberalidad: porque en la región de Samaria,
habiendo cerrado de muro una ciudad muy hermosa que tenía más de
veinte estadios de cerco, llamóla Sebaste y llevó allá seis mil
vecinos, y dióles tierras muy fértiles, adonde edificó también un
templo muy grande entre aquellos edificios, y cerca de él una plaza
de tres estadios y medio, lo cual todo dedicó a César, y concedió
a los vecinos de esta ciudad leyes muy favorables.
Habiéndole dado César por estas cosas la posesión de otra tierra.
edificóle otro templo cerca de la fuente del río Jordán, todo de
mármol muy blanco y muy reluciente, en un lugar que se llamó Panio,
adonde la sumidad y altura de un monte levantado muy alto, descubre
una cueva muy umbrosa por causa de un valle que le está al lado, y
de unos peñas muy altas se recoge el agua que de allí mana, la cual
es tanta, que no tiene ni se puede tomar ni hallar hondo en ella. Por
la parte de fuera de la raíz de la cueva nacen unas fuentes, las
cuales, según algunos piensan, son el Drincipio y manantial del
río Jordán; pero después, al fin, mostraremos lo que se debe creer
como muy verdadero.
Además de las casas y palacios reales que había en Hiericunta
entre el castillo de Cipro y las primeras, edificó otras mejores que
fuesen más cómodas para los que viniesen, y púsoles los nombres
arriba dichos de sus amigos. No había lugar en todo el reino que
fuese bueno, el cual no honrase con el nombre de César. Después de
haber llenado todo el reino de Judea de templos, quiso ensanchar
también su honra en la provincia, y en muchas ciudades edificó
templos, los cuales llamó Cesáreos.
Y como entre las ciudades que estaban hacia la mar hubiese visto una
muy antigua y muy vieja, que se llamaba la Torre o Pirgo de Estratón,
y que, según era el lugar, podía emplear en ella su magnificencia,
habiéndola reparado toda de piedra blanca y muy luciente, edificó
en ella un palacio muy lindo, y mostró en él la grandeza que
naturalmente su ánimo tenía. Porque entre Doras y Jope, en medio de
los cuales esta ciudad está edificada, no hay parte alguna en toda
aquella mar adonde se pudiese tomar puerto, de tal manera, que
cuantos pasaban de Fenicia a Egipto eran forzados a correr a aquella
mar con gran miedo del viento africano, cuya fuerza, por moderada que
sea, levanta tan grandes ondas, que al retraerse es necesario
que la mar se revuelva algún espacio de tiempo. Pero venciendo el
rey con liberalidad y gastos muy grandes a la naturaleza, hizo allí
un puerto mayor que el de Pireo, y más adentro hizo lugar apto y muy
grande, adonde se pudiesen recoger todas las naves que viniesen.
Aunque el lugar le era manifiestamente contrario, quiso él todavía
contender con él de tal manera, que la firmeza de sus edificios no
pudiese ser quebrada por los ímpetus de la mar, ni por el poder de
la fortuna: y era la gentileza de ellos tanta, que parecía no haber
sido jamás contraria la dificultad del lugar a la obra y ornamento;
porque habiendo medido el espacio conveniente, según dijimos arriba,
echó veinte varas en el hondo muchas piedras, de las cuales había
muchas que tenían cincuenta pies de largo, nueve de alto y diez de
ancho, y aun hubo algunas que fueron mayores. Habiendo levantado este
lugar, que solía ser antes cubierto con las ondas, ensanchó
doscientos pies el muro, de los cuales quiso que fuesen los ciento
para resistir a las bravas ondas que venían y echarlas, por lo
cual también se llamaron con nombre que lo significase, Procimia.
Los otros ciento tienen el muro que rodea y ciñe el puerto, puestas
grandes torres entre ellos, de las cuales, la mayor y la más gentil
llamaron Drusio, por el nombre del sobrino de César.
Había también edificadas muchas bóvedas y lugares para recoger
todo lo que se trajese al puerto, y cerca de ellos una como lonja de
piedra muy ancha, para pasear, y adonde se recibían las naos que
salían: la entrada de esta parte estaba hacia el Septentrión,
porque, según el asiento de aquel lugar, era el más próspero
viento el de Boreas. A la puerta había tres estatuas, las cuales,
por ambas partes, afirmaban sobre unas columnas, y éstas sustentaban
una torre a la entrada a mano izquierda: a la derecha dos piedras de
extraña grandeza y altura, más altas aun que la torre que
estaba en el otro lado edificada. Las casas que estaban juntas con el
puerto, de piedra muy blanca y muy clara, con igual medida de
los espacios, llegaban hasta el puerto. En el collado que está antes
de la entrada del puerto edificó un templo a César muy grande y muy
hermoso, y puso en él una estatua de César no menor que es la de
Júpiter en Olimpia, a cuyo ejemplo y manera fué hecha, igual a la
que está en Roma, y a la de Juno que está en Argos. Dedicó la
ciudad a toda aquella provincia, y el puerto a las mercaderías que
viniesen, y a César la honra del que lo edificó, por lo cual quiso
que la ciudad se llamase Cesárea.
Todas las otras obras y edificios, la plaza, el teatro, el
anfiteatro, hizo que fuesen dignas del nombre que les ponía; y
habiendo ordenado unos juegos y luchas que se hiciesen cada cinco
años, púsoles también el nombre de César.
Fué el primero que en la Olimpíada centésima nonagésima
segunda propuso grandes premios, para que no sólo los vencedores,
sino también sus descendientes segundos y terceros, pudiesen
gozar de la libertad y riqueza real.
Habiendo también renovado la ciudad de Antedón, llamóla
Agripia, y por su sobrado amor escribió también el nombre de su
amigo en la puerta que hizo en el templo.
No ha habido, cierto, quien tanto amase a sus padres, porque adonde
estaba el monumento y sepultura de su padre, en la parte mejor de
todo el reino, fundó allí una ciudad muy rica con la ribera y
arboleda que tenía cerca, la cual llamó, en memoria de su padre,
Antipatria. Y cercó de muro un castillo que está sobre Hiericunta
en un lugar por sí muy fuerte, pero en gentileza el principal, y por
honra de su madre lo llamó Cipre. Edificó también a su hermano
Faselo una torre en Jerusalén, la cual llamó Faselida, cuya
liberalidad en la grandeza y cerco después se declarará. Puso
también el nombre de Faselo a otra ciudad que está después de
Hiericunta hacia el Norte.
Habiéndose, pues, acordado de la gloria y honra de sus parientes y
amigos, no quiso olvidarse de sí mismo, antes quiso que un castillo
que está delante de un monte, por el costado de Arabia, muy fuerte y
muy guarnecido, se llamase Herodio, según su nombre. Y un edificio
que estaba sesenta estadios de Jerusalén, a manera de una teta,
poniéndole su mismo nombre, mandó que fuese renovado más
magníficamente, porque rodeó la altura de éste con unas
torres redondas, Y en el circuito mandó edificar las casas reales,
gastando mucho tesoro en ellas, y haciendo que no sólo tuviesen
extraña gentileza por de dentro, pero que demostrasen también la
riqueza por defuera, las techumbres y paredes y todo lo más que
verse podía. Dispuso también que fuese abundante de agua, la cual
hizo venir con muchos gastos, y mandó edificar de mármol muy claro
doscientas gradas por donde viniese, porque todo aquel edificio era
como collado hecho con artificio y de muy gran altura. Edificó a los
pies a raíz de este collado, otros edificios muy grandes y muy
suntuosos, para que fuesen recogimiento a muchos amigos y a las
cargas y caballos; de tal manera estaba esto, que, según era la
abundancia de todas las cosas, parecía más ser una ciudad que un
castillo, y en el cerco y vista por defuera, mostraba muy claramente
que era un palacio real. Edificados ya tantos y tan extraños
edificios, mostró también su liberalidad y la grandeza de su ánimo
en muchas ciudades, las cuales no le eran propias, porque en Trípodi,
en Damasco y en Ptolomeida edificó baños públicos; cercó de muro
la ciudad de Biblio; hizo cátedras, lonjas, plazas y templos en
Bitro y en Tiro; también en Sidonia y en Damasco edificó teatros.
Hizo también aparejo y lugar para llevar agua a los laodicenses, que
están hacia la parte de la mar, y en Ascalona hizo lagunas muy
hermosas y muy hondas, muchos baños, muchos patios muy labrados, con
adnárable grandeza y obra, cerrados todos de columnas; en
varios hizo puerto; dió campos a muchas ciudades que estaban cerca
de su reino y le eran muy amigas. Para los baños hizo rentas
públicas y perpetuólas, como en Cois, por que no pudiere faltar
jamás por sus beneficios. Proveyó de trigo a cuantos tenían
necesidad. Dió muchos dineros a los rodios para armar sus flotas y
reparó a Pitio, que había sido abrasada, todo con su gasto.
¿Para qué me alargaré en contar su liberalidad con los licios y
samios? ¿Quién contará los dones que dió en toda Jonia, dando a
cada uno según lo que deseaba? Los atenienses, los lacedemonios, los
nicopolitanos y el Pérgamo de Misia, ¿no está todo esto lleno de
los dones de Herodes? ¿Por ventura, no adornó la plaza de los
antioquenses de Siria, y la allanó por veinte estadios de largo,
toda de mármol muy excelente, para que por allí pasasen y se
escurriesen las aguas y lluvias del cielo, porque antes estaba muy
llena de cieno y de mucha suciedad?
Pero alguno dirá que estas cosas fueron propias de aquellos pueblos
a los cuales fueron dadas; pues lo que hizo por los elidenses no
parece ser común al pueblo de Acaya solamente, sino a todo el
universo, por el cual se esparce la gloria de los juegos y luchas
olímpicas. Porque viendo que esto faltaba por pobreza, y por no
haber quien gastase en ello, y que sólo faltaba lo ue se esperaba de
la Grecia antigua, lo cual no era cosa bastante, no sólo quiso
aquellos cinco años ser él el capitán, cuando hubo de pasar por
allí para ir a Roma, sino que ordenó rentas perpetuas, para que
mientras de él hubiese memoria, no dejase jamás el oficio ni el
nombre de buen capitán.
Cosa sería para ¡amas acabar, ponerse a contar los tributos y
deudas que perdonó y no quiso cobrar, quitando toda la sujeción a
los faselitas y balneotas, y a muchos otros lugares cerca de
Cilicia, los cuales estaban obligados a muchos pechos, aunque el
miedo que tuvo tenía las riendas a la grandeza de su ánimo,
por no mover las gentes a que le envidiasen y le moviesen revueltas,
como a hombre que quería levantarse más de lo que debía, si hacía
y procuraba mayor bien a las ciudades que a los regidores de ellas.
Aprovechábase de su cuerpo en todo cuanto convenía para su ánimo,
y siendo como era gran cazador, se había hecho tan diestro en
cabalgar, que alcanzaba en un caballo todo cuanto quería. Un día,
finalmente, le aconteció matar cuarenta fieras (aquella región
tiene muchos puercos monteses, pero muchos más ciervos y cebras o
asnos salvajes). Era tan fuerte de sí, que ninguno le podía sufrir,
con lo cual espantaba a muchos, aun ejercitándolos, pareciendo a
todos muy excelente tirador de dardos y de saetas. Y además de la
virtud de su ánimo grande y fuerza de su cuerpo, fuéle también
fortuna muy próspera, porque muy raramente en las cosas de la guerra
le sucedió contra su voluntad; y si alguna vez le aconteció alguna
desdicha, fué, no por causa suya, sino por traición de algunos o
por atrevimiento y poca consideración de sus soldados.
***
Capítulo XVII
De la discordia de Herodes con sus hijos Alejandro
y Aristóbulo.
Las tristezas y fatigas domésticas tuvieron envidia de la dicha y
prosperidad pública de Herodes, y sus adversarios comenzaron por su
mujer, a la cual él mucho amaba. Porque después que alcanzó las
honras y poder de rey, dejando la mujer que había antes tomado,
natural de Jerusalén, y por nombre llamada Doris, juntóse con
Mariamma, hija de Alejandro, hijo de Aristóbulo, por lo cual vino en
discordia su casa principalmente, aunque antes también, pero más
claramente después de su venida de Roma. Porque por causa de
los hijos que había habido de Marianuna, echó de la ciudad a su
hijo Antipatro, habido de Doris, dándole licencia de entrar en ella
solamente los días de fiesta. Después, por sospechar del abuelo de
su mujer, Hircano, que había vuelto ya de los partos, lo mató.
Habíaselo llevado preso Barzafarnes después que ocupó la Siria.
Por haber tenido misericordia de él, lo habían librado los gentiles
que vivían de la otra parte del río Eufrates. Y si los hubiera él
creído cuando le decían que no pasase a tierras de Herodes, no
fuera muerto; pero atrájole el deseo del matrimonio de Herodes
con su nieta, porque confiándose en él, y con mayor deseo de ver a
su propia patria, vino. Movióse Herodes a esto, no porque Hircano
desease ni procurase haber el reino, sino por saber y conocer
ciertamente que le era debido por ley y por razón.
De cinco que tuvo Herodes de Marianuna, tres eran hijos y las otras
dos hijas. Habiendo muerto el menor de éstos en los estudios en
Roma, los otros dos, por la nobleza de la madre, y porque habían
nacido siendo él ya rey, criábalos también muy realmente y con
gran fausto. Ayudábales a éstos el grande amor que tenía con
Mariamina, el cual, acrecentándose cada día, encendía a Herodes en
tanta manera, que no podía sentir alge de lo que le dolía, por
causa de aquella a quien tanto amaba.
Tan grande era el odio y aborrecimiento de Mariamina para Herodes,
cuanto el amor que Herodes tenía a Mariamina. Teniendo, pues, causas
probables de la enemistad por las cosas que había visto, y confianza
en el amor, solíale cada día zaherir lo que había hecho con su
abuelo Hircano y con su hermano Aristóbulo, porque ni a éste
perdonaba, aunque era muchacho, al cual, después de haberle dado la
honra pontifical a los diecisiete años de su edad, lo mató,
porque como él, vistiéndose con las vestiduras sagradas para aquel
oficio, se llegó al altar un día de gran fiesta; todo el pueblo
entonces lloró, y enviándolo a Hiericunta aquella noche, fué
ahogado por los galos, según Herodes había mandado, en una laguna.
Todas estas cosas le decía Mariamina a Herodes por injuria, y
deshonraba a su hermana y a su madre con palabras muy pesadas y muy
deshonestas, aunque él a todo esto callaba por el grande amor que
tenía. Pero las mujeres estaban muy ensañadas contra Mariamma;
y para mover a Herodes contra ella, la acusaban de adulterio. Además
de muchas otras cosas que la levantaban aparentes y como verdaderas,
acusábanla también que había enviado a Egipto un retrato suyo a
Antonio; y así, por el desordenado deseo y lujuria suya, había
procurado mostrarse en ausencia a un hombre que estaba loco por las
mujeres, y que las podía forzar.
Esto perturbó a Herodes no menos que si le cayera un rayo del cielo
encima, y principalmente porque estaba encendido en celos por el
grande amor que la tenía, y pensando por otra parte en la crueldad
de Cleopatra, por cuya causa habían sido muertos el rey Lisanias y
Malico el árabe, no tenía ya cuenta con perder a su mujer, sino con
el peligro que podía acontecer si él perdía la vida.
Habiendo, pues, de partir de allí para Roma, encomendó su mujer a
Josefo, marido de su hermana Salomé, al cual tenía por fiel; y
según era el deudo, teníalo por amigo, mandándole
secretamente que la matase si Antonio le mataba a él. Pero Josefo,
no por malicia, mas deseando mostrar a la mujer la voluntad y amor de
su marido, el cual no podía sufrir ser apartado de ella, aunque
fuese muerto, descubrióle todo lo que Herodes le había secretamente
encomendado. Siendo después vuelto ya Herodes, y hablando y
jurando de su amor y voluntad, como nunca había tenido amores con
otra mujer en el mundo, respondió ella: "Muy comprobado está
tu amor conmigo, con el mandamiento que hiciste a Josefo, cuando de
aquí partiste, ordenándole que me matase." Habiendo
Herodes oído estas cosas, las cuales él pensaba que estaban
secretas entre él y Josefo, desatinaba; y pensando que Josefo no
pudo descubrirle lo que entre ellos había pasado, sino juntándose
deshonestamente con ella, recibió de esto gran dolor, que casi
enloquecía; levantándose de la cama comenzóse a pasear por el
palacio; y tomando ocasión entonces su hermana Salorné para acusar
a Josefo, confirmóle la sospecha.
Furioso Herodes con el grande amor y celos que tenía, mandó que a
entrambos los matasen a la hora, y después que fué esta locura
hecha, le pesaba y se arrepentía por ella; pero pasado el enojo,
encendíase poco a poco en amor. Y era tanta la fuerza de este amor y
deseo que de ella tenía, que no pensaba que estaba muerta; antes,
con la tristeza grande que tenía, le hablaba en su cámara como si
allí estuviera con él viva; hasta tanto que con el tiempo, sabiendo
su muerte y enterramiento, igualó bien sus llantos y su tristeza con
el grande amor que siendo viva le tenía.
Sus hijos, tomando la muerte de la madre por propia, pensando
muy bien en la maldad tan grande y tan cruel, teníaD a su propio
padre como enemigo; y esto fué cuando estaban en Roma estudiando, y
después de volver a Judea, mucho más; porque como crecían y se les
aumentaba la edad, así también la afición y amor matemal tomaba
fuerzas.
Llegados ya a tiempo de casarse, el uno tomó por mujer a la hija de
su tía Salorné que había acusado la madre de entrambos, y el
otro la hija de Arquelao, rey de Capadocia. De aquí alcanzó el odio
la libertad que quería; y de la confianza que en ello tenían,
tomaron ocasión los malsines hablando más claramente con el rey y
diciéndole cómo ambos hijos le acechaban por matarlo; y que el uno
daba gente a su hermano para que vengase la muerte de la madre, y el
otro, es a saber, el yerno de Arquelao, confiado en su suegro, se
aparejaba para huir y acusarlo delante del César.
Lleno, pues, Herodes de estas acusaciones, trajo a su hijo Antipatro
para que fuese en su ayuda contra sus hijos, el cual era también
hijo suyo de Doris, y comenzó adelantándole y teniéndole en más
en todo cuanto emprendía, que a todos los otros; los cuales, no
teniendo por cosa digna sufrir esta mutación tan grande, y viendo
que se adelantaba el hermano nacido de tan baja madre, no podían
refrenar su enojo ellos con su nobleza, antes en todo cuanto podían
trabajaban por ofenderle y mostrar su ira e indignación.
Menospreciábalos Herodes cada día más, y Antipatro por causa de
ellos era muy favorecido, porque sabía lisonjear astutamente a su
padre, y decíale muchas cosas contra sus hermanos; algunas veces él
mismo, otras ponía amigos suyos que dijesen otras cosas, hasta tanto
que sus hermanos perdieron toda la esperanza que del refino tenían,
porque en el testamento estaba también declarado por sucesor.
Fué finalmente enviado a César como rey, y con
aparato y compañía real servido de todo lo que a rey pertenecía,
excepto que no llevaba corona. Y con el tiempo pudo hacer que su
madre se juntase con Herodes y viniese a la cámara donde Mariamma
solía dormir; y usando de dos géneros de armas contra sus hermanos,
de las cuales las unas eran lisonjas y las otras eran
invenciones y calumnias nuevas, pudo con Herodes tanto, que le hacía
pensar cómo matase a sus hijos; por lo cual acusó delante de César
a Alejandro, al cual se había llevado con él a Roma, de que le
había dado ponzoña; pero alcanzando licencia para defenderse
Alejandro, aunque el juez era muy imprudente, era todavia más
prudente que no Herodes y Antipatro; calló con vergüenza los
delitos del padre, y disculpóse muy elegantemente de lo que le
habían levantado; y después que hubo mostrado ser también sin
culpa su hermano, dió quejas de la malicia e injurias de Antipatro,
ayudándole para ello, además de su inocencia, la grande elocuencia
que tenía, porque tenla gran vehemencia en el hablar, dando por fin
de su habla que de buena voluntad el padre los mataría si pudiese;
acusóle de este crimen e hizo llorar a todos los que estaban
presentes; pero pudo tanto con César,
que fueron todas las acusaciones menospreciadas, e hízolos a todos
muy amigos de Herodes.
Fué la amistad hecha con tal ley, que los mancebos hubiesen de ser
en todo muy obedientes al padre, y que el padre pudiese hacer
heredero del reino a quien quisiese. Habiéndose después vuelto de
Roma el rey, aunque parecía haber perdonado y excusado de las culpas
a sus hijos, no estaba libre de toda sospecha; porque Antipatro
proseguía su enemistad, aunque por vergüenza de César, que los
había hecho amigos, no osaba claramente manifestarla.
Y como navegando pasase por Cilicia y llegase a Eleusa recibiólo
allí con mucha amistad Arquelao, haciéndole muchas gracias por
haber defendido la causa de su yerno con mucha alegría y amistad,
Porque había escrito a Roma a todos sus amigos que favoreciesen la
causa de Alejandro; y así lo acompañó hasta Zefirio, haciéndole
un presente de treinta talentos.
Después que hubo llegado a Jerusalén, Herodes convocó todo el
pueblo; estando delante también sus tres hijos, dió a todos razón
de su partida; hizo muchas gracias primero a Dios, muchas a César
porque había quitado toda la discordia que en su casa había y entre
los suyos; y lo que era principal y de tener en más que no el reino,
porque había puesto amistad entre sus hijos, la cual dijo que él
trabajaría en juntarla mas estrechamente, "porque César me ha
hecho señor de todo y juez de los que me han de suceder. Yo, pues,
ahora, delante de todos, le hago con todo mi provecho muchas gracias
por ello, y dejo por reyes a mis tres hijos; y de este parecer y
sentencia mía quiero y ruego a Dios que el primero sea el
comprobador, y vosotros todos después. Al uno manda la edad que sea
alzado por rey después de mí, y a los otros la nobleza, aunque su
grandeza basta para mucho más. Pues tened reverencia a lo que César
os manda y el padre os ordena, honrándolos a todos igualmente y con
la honra que todos merecen, porque no puede darse tanta alegría
en obedecer a uno, cuanto pesar le dará el que lo menospreciare. Yo
señalaré los parientes que han de estar con cada uno, y los amigos
también, por que puedan conservarlos en concordia y unanimidad,
entendiendo y sabiendo como cosa muy cierta, que toda la discordia y
contienda que en las repúblicas suelen nacer, proceden de los
amigos, consejeros y domésticos; y si éstos fueren buenos, suelen
conservar el amor y benevolencia. Una cosa ruego, y es que no sólo
éstos, sino los principales de mi ejército, tengan al presente
esperanza en mí solo, porque no doy a mis hijos el reino aunque les
dé la honra de él, y que se gocen con placer como que ellos lo
rigiesen; el peso de las cosas y el cuidado de todo, a mi toca, y yo
lo he de proveer todo, aunque querría verme libre de ello. Considere
cada uno de vosotros mi edad y la orden con que yo vivo, y juntamente
la piedad y religión que tengo; porque no soy tan viejo que se deba
tan presto desesperar de mí, ni estoy tan acostumbrado a placeres ni
a deleites, los cuales suelen acabar más presto de lo que acabarían
las vidas de los mancebos, hemos tenido tanta observancia y honra a
Dios eterno, que creemos haber de vivir mucho tiempo y muy largos
años. Y si alguno, por menosprecio mío, quisiere complacer a mis
hijos, ese me lo pagará por él y por ellos; porque yo no quiero
dejar de honrar a los que he engendrado, porque les tenga envidia,
sino por saber que estas cosas suelen hacer más atrevidos a los
mancebos y ensoberbecerlos. Si pensaren, pues, los que los siguen
y se dan a ellos, que los que fueren buenos tienen aparejado el
galardón y premio en mi poder, y los malos han de hallar en aquellos
mismos a quienes favorecen castigo de sus maldades, todos por cierto
serán conformes conmigo, es a saber, con mis hijos; porque a ellos
conviene que yo reine, y a ellos les será muy gran provecho tenerme
a mí por amigo, y finalmente por padre con gran concordia.
"Y vosotros, mis buenos y amados hijos, poned delante de
vosotros primero a Dios, que es poderoso, para mandar a todo fiero
animal; dadle la honra que debéis: después de El, a César, que nos
ha recibido con todo favor y nos ha en él conservado y a mí
terceramente, que os ruego lo que me es muy lícito mandaros,
que permanezcáis siempre como verdaderos hermanos y muy concordes.
De ahora en adelante yo os quiero dar vestidos y honras reales;
quiero que, como tales, todos os obedezcan, y ruego a Dios que
conserve mi juicio, si vosotros quedáis concordes."
Acabado su razonamiento, saludólos a todos, y despidió al pueblo:
unos se iban deseando que fuese así, según había Herodes dicho; y
los que deseaban revueltas y mutaciones en los Estados, fingían no
haber oído algo.
Pero no faltó contienda a los hermanos; antes, sospechando algo
peor, apartáronse unos de otros, porque Alejandro y Aristóbulo no
sufrían bien ver que su hermano Antipatro fuese confirmado en el
reino; y Antipatro se enojaba porque sus hermanos fuesen tenidos por
segundos; mas éste, según la variedad de sus costumbres, sabia
callar los secretos y encubrir el odio que les tenía muy
secretamente. Ellos, por verse de noble sangre, osaban decir cuanto
les parecía. Habla también muchos que les movían e incitaban,
otros muchos había que se les mostraban muy amigos por saber la
voluntad de ellos. De tal manera pasaba esto, que cuanto se trataba
delante de Alejandro, luego a la hora estaba delante de Antipatro;
y lo mismo, añadiéndole siempre algo, luego también Herodes lo
sabía; y por más que el mancebo dijese algo, sin pensarlo, luego le
era atribuído a culpa, y trocábanle las palabras en graves ofensas;
y cuando se alargaba en hablar en algo, luego le levantaban, por poco
que fuese lo que decía, alguna cosa muy mayor.
Antipatro sobornaba siempre algunos que lo indujesen a hablar, porque
sus mentiras tuviesen alguna buena ocasión y mejor entrada; y de
esta manera, habiendo divulgado muchas cosas falsamente, bastase
para dar crédito a todas, hallar que una fuese verdadera. Pero los
amigos de este mancebo, o eran de su natural muy callados, o con
dádivas los hacían callar porque no descubriesen alguna cosa, ni
errasen en algo si descubrían algún secreto a la malicia de
Antipatro. Habían corrompido los amigos de Alejandro a unos con
dineros, a otros con halagos y buenas palabras, tentando toda cosa y
ganando la voluntad de tal manera, que los que contra él hablasen o
hiciesen algo, fuesen tenidos por ladrones secretos y por traidores.
Rigiéndose con gran consejo y astucia en todo, trabajaba por venir
delante de Herodes y dar sus acusaciones muy astutamente; y
haciendo la persona y partes de su hermano, servíase de otros
malsines sobornados para el mismo negocio. Si se decía algo contra
Alejandro, con disimulación de quererlo favorecer, volvía por
él; luego lo sabía astutamente urdir y traer a tal punto, que movía
y ensañaba al rey contra Alejandro; y mostrando al padre cómo su
hijo Alejandro le buscaba la muerte con asechanzas, no había cosa
que tanto lo hiciese creer, ni que tanta fe diese a sus engaños,
como era ver que Antipatro, trabajaba en defenderlo.
Movido con estas cosas Herodes, cuanto menos amaba a los otros, tanto
más se le acrecentaba la voluntad con Antipatro. El pueblo
también se inclinó a la misma parte, los unos de grado y los otros
por ser forzados a ello, como fueron Ptolomeo, el mejor de sus
amigos, los hermanos de¡ rey y toda su generación y parientes.
Porque todos estaban puestos en Antipatro, y todo parecía
pender de su voluntad; y lo peor y más amargo para la destrucción
de Alejandro, era la madre de Antipatro, por cuyo consejo se trataba
entonces todo.
Era ésta peor que madrastra, y aborrecíales más que si fueran
entenados aquellos que eran hijos de la que antes había sido reina.
Pero aunque la esperanza era mayor para mover a todos que obedeciesen
a Antipatro, todavía los consejos de Herodes, que era rey,
apartaban los corazones y voluntades de todos que no se
aficionasen a los mancebos, porque había mandado a los más
cercanos y más amigos que ninguno fuese con Aristóbulo ni con su
hermano, y que ninguno les descubriese su ánimo. No sólo se temían
de hacer esto los amigos y domésticos suyos, pero aun también los
extraños que de fuera vivían; porque no había César
concedido tanto poder a ningún rey, que le fuese lícito sacar de
todas las ciudades, aunque no le fuesen sujetas, a todos cuantos
mereciesen castigo o huyesen de él.
Los mancebos no sabían algo de todo aquello que les habían
levantado, y por esta causa los prendían menos proveídos.
Ninguno era acusado ni reprendido por su padre públicamente;
pero templando su ira, hacía que poco a poco todos lo entendiesen, y
también ellos se movían más ásperamente con el dolor y pena
de aquellas cosas que les levantaban.
De la misma manera movió a su tío Feroras y a su tía Salomé
contra ellos Antipatro, hablando con ellos muchas veces muy
familiarmente, como con su mujer propia, por levantarlos contra sus
hermanos. Acrecentaba esta enemistad Glafira, mujer de Alejandro,
levantando mucho su nobleza, y diciendo que ella era señora de todo
aquel reino Y de cuanto en él había, y que descendía, por parte de
padre, de Temeno, y, por parte de madre, de Darío, hijo de Histaspe,
menospreciaba mucho la bajeza M linaje de la hermana y mujeres
de Herodes, las cuales él había tomado y escogido por la gentileza
que tenían, y no por la nobleza.
Arriba dijimos ya que Herodes había tenido muchas mujeres,
porque a los judíos les era cosa lícita, según costumbres de su
tierra, tener muchas, también porque el rey se pudiese deleitar con
muchas. Por las injurias y soberbia de Glafira, era aborrecido
Alejandro de todos, y Aristóbulo hizo su enemiga a Salomé,
aunque le fuese suegra, por las malas palabras de Glafira, porque
muchas veces le solía echar en la cara la bajeza del linaje a la
mujer; después también porque él había tomado una mujer privada y
plebeya, y su hermano Alejandro una de sangre real. La hija de Salomé
contaba todo esto a su madre derramando muchas lágrimas. Añadía
también, que el mismo Alejandro y Aristóbulo la habían amenazado
que si alcanzaban el reino, habían de poner las madres de los otros
hermanos con las criadas, a tejer en un telar con las mozas; y a
ellos por escribanos de las aldeas y lugares, burlándose de ellos
porque estudiaban.
Movida Salomé con estas cosas, no pudiendo refrenar su ira,
descubrióselo todo a Herodes, y parecía harto bastante para hablar
contra su yerno.
Además de estas cosas, divulgóse también otra nueva acusación,
la cual movió mucho al rey. Había oído que Alejandro y
Aristóbulo rogaban y suplicaban muchas veces a su madre, y lloraban
gimiendo su desdicha, y a veces la maldecían, porque dividiendo
el rey los vestidos de Mariamma con las otras mujeres, le amenazaban
que presto las harían venir de luto por los vestidos reales y
deleites que entonces tenían. Con esto, aunque Herodes temiese algo
viendo el ánimo constante de los mancebos, no quiso desesperar
de la corrección de ellos; antes los llamó a todos, porque él
había de partir para Roma, y habiéndoles, como rey, hecho algunas
amenazas, aconsejóles, amonestando como padre, muchas cosas, y
rogóles que se amasen como hermanos, prometiendo perdón de lo
cometido hasta entonces, si de allí adelante se corregían y se
enmendaban. Ellos decían que eran acusaciones falsas y fingidas, que
por las obras podía conocer cuán poca ocasión y causa tuviese para
darles culpa, y que él no debía creer tan ligeramente, antes debía
cerrar sus oídos y no dar entrada a los que decían mal de ellos,
porque no faltarían jamás malsines, mientras tuviesen cabida
en su presencia. Habiendo amansado la ira del padre con
semejantes palabras, dejando el miedo que por la presente causa
tenían, comenzaron a entristecerse y llorar por lo que esperaban que
había de ser. Entendieron que Salomé estaba enojada con ellos, y el
tío Feroras. Ambos eran personas graves y muy fieras, pero más
Feroras, el cual era compañero del rey en todas las cosas que al rey
no pertenecían, sino sólo en la corona; y era hombre de cien
talentos de renta propia, y tomaba todos los frutos de las tierras
que había de esa otra parte del Jordán, las cuales le bahía dado
graciosamente su hermano, y Herodes había alcanzado de César que
pudiese ser tetrarca o procurador, y lo habla honrado dándole
en matrimonio la hermana de su propia mujer, después de cuya muerte
le había prometido la mayor de sus hijas, y le había dado por dote
trescientos talentos. Pero Feroras había desechado el matrimonio
real porque tenía amores con una criada, por lo cual Herodes,
enojado, dió su hija en casamiento al hijo de su hermano, aquel que
fué después muerto por los partos.
Después, no mucho, perdonando Herodes el error de Feroras,
volvieron en amistad; y teníase de éste una vieja opinión,
que en vida de la reina había querido matar a Herodes con ponzoña.
Pero en este tiempo todos los malsines tenían cabida, de manera que,
aunque Herodes quisiese estar en amistad con su hermano, todavía,
por dar algún crédito a las cosas que había oído, no lo osaba
hacer, antes estaba amedrentado. Haciendo, pues, examen de
muchos, de los cuales se tenla entonces sospecha, vinieron también
al fin a los amigos de Feroras, los cuales no confesaron algo
manifiestamente, pero solamente dijeron que había pensado huir con
la amiga a los partos, y que Aristóbulo, marido de Salomé, a quien
el rey se la había dado por mujer después de muerto el primero por
causa del adulterio, era partícipe en esta ¡da, y que él la sabía.
No quedó libre Salomé de acusación, porque su hermano Feroras
la acusaba que había prometido casarse con Sileo, procurador de
Oboda, rey de Arabia, el cual era muy enemigo de Herodes; y siendo
vencida en esto y en cuanto más la acusaba Feroras, alcanzó perdón,
y el rey perdonó y libró de todas las acusaciones a Feroras, con
las cuales hubía sido acusado.
Todas estas revueltas y tempestades se pasaron a casa de Alejandro, y
todo colgó y vino a caer sobre su cabeza. Tenía el rey tres eunucos
mucho más amados que todos los otros, sin que hubiese alguno que lo
ignorase; uno tenía a cargo de servirle de copa, otro de poner la
cena, y el tercero de la cama, y éste solía dormir con él. A éstos
había Alejandro sobornado con grandes dones, y habíales ganado la
voluntad. Después que el rey supo todo esto, dióles tormento y
confesaron la verdad de todo lo que pasaba, y mostraron
claramente, por cuyo soborno y ruegos hablan sido movidos, cómo
los había engañado Alejandro, diciendo que no debían tener
esperanza alguna en Herodes, vicio malo, aunque él sabía teñirse
los cabellos por que los que le viesen pensasen y lo tuviesen por
mancebo, y que a él debían honrar, pues que a pesar y a fuerza de
Herodes había de ser sucesor en el reino, y habla de dar castigo a
sus enemigos, y hacer bienaventurados y muy dichosos a sus
amigos, y entre todos más a ellos tres. Dijeron también que todos
los poderosos de Judea obedecían secretamente a Alejandro, y
los capitanes de la gente de guerra y los príncipes de todas las
órdenes. Amedrentóse Herodes tanto de estas cosas, que no osaba
manifestar públicamente lo que éstos habían confesado; pero
poniendo hombres que de día y de noche tuviesen cargo de mirar
en ello, trabajaba de escudriñar de esta manera todo cuanto se decía
y cuanto se trataba, y luego daba la muerte a cuantos le causaban
alguna sospecha.
De esta manera, en fin, fué lleno su reino de toda maldad y
alevosía; porque cada uno fingía según el odio y enemistad que
tenía, y muchos usaban mal de la ira del rey, el cual deseaba la
muerte a todos sus alevoso3. Todas las mentiras eran presto creídas,
y el castigo era más presto hecho que las acusaciones
publicadas. Y al que poco antes había acusado, no faltaba quien
luego le acusase, y era castigado junto con aquel a quien antes él
había acusado, porque la menor pena que se daba en los negocios que
tocaban al rey, era la muerte; vino a ser tan cruel, que no miraba
más humanamente a los que no eran acusados, antes con los amigos se
mostraba no menos airado que con los enemigos. Desterró de esta
manera a muchos, y a los que no llegaba ni podía llegar su
poder, a éstos llegaban sus injurias.
Añadióse después a todos estos malos, Antipatro con muchos de
sus parientes y allegados, y no dejó género alguno de acusación,
del cual no fuesen sus hermanos acusados. Tomó tanto miedo el rey
con la bellaqueria de éste y con las mentiras de lo sacusadores
y malsines, que le parecía que veía delante de sí a Alejandro
como con una espada desnuda venir contra él, por lo cual también lo
mandó prender a la hora, y mandó dar tormento a todos sus amigos.
Muchos morían pacientemente callando, sin decir algo de cuanto
sabían; otros, los que no podían sufrir los dolores, mentían
diciendo que él había entendido en poner asechanzas para matar a su
padre, y que contaba muy bien su tiempo para que, habiéndolo muerto
cazando, huyesen presto a Roma. Y aunque estas cosas no fuesen ni
verdaderas ni a verdad semejantes, porque forzados por los tormentos
las fingían prontamente sin pensar más en ellas, todavía el rey
las creía con buen ánimo, tomándolo para consolación y
respuesta de lo que le podían decir, y de haber puesto en cárceles
a su hijo injustamente.
Pero no pensando Alejandro que había de poder acabar de hacer que su
padre perdiese la sospecha que de él tenía, determinó confesar
cuanto le habían levantado; y habiendo puesto todas sus acusaciones
en cuatro libros, confesó ser verdad que había acechado por dar
muerte a su padre, escribiendo cómo no era él solo en aquello,
sino que tenía muchos compañeros, de los cuales los principales
eran Feroras y Salomé, y que ésta una vez se había juntado
con él, forzándolo una noche contra su voluntad. Tenía, pues, ya
Herodes estos libros o informaciones en sus manos, en los cuales
había muchas cosas y muy graves contra los principales del reino,
cuando Arquelao vino a buen tiempo a Judea temiendo sucediese a
su yerno y a su hija algún peligro, a los cuales socorrió con muy
buen consejo, y deshizo las amenazas del rey, amansando su ira
muy artificiosamente. Porque en la hora que él entró a ver al rey,
dijo gritando a voces altas: "¿Dónde está aquel yerno mío
malvado, o dónde podré yo ver ahora la cabeza del que quería matar
a su padre?, al cual yo mismo con mis propias manos romperé en
partes, y daré mi hija a buen marido; porque aunque no es partícipe
de tal consejo, todavía está ensuciada por haber sido mujer de tan
mal varón. Maravíllome mucho de tu paciencia, Herodes, cuya vida y
cuyo peligro aquí se trata, que viva aún Alejandro, porque yo venía
con tan gran prisa de Capadocia, pensando que habría ya mucho tiempo
que fuera él castigado y sentenciado por su culpa, para tratar
contigo de mi hija, la cual le había dado a él por mujer, teniendo
a ti sólo respeto y considerando tu real dignidad. Pero ahora
debemos tomar consejo sobre entrambos, aunque tú te muestras
demasiado serle padre, y muestras menos fortaleza en castigar al hijo
que te ha querido matar. Troquemos, pues, yo y tú las manos, y el
uno tome venganza del otro: castiga tú a mi hija, y yo castigaré a
tu hijo."
De esta manera, aunque Herodes estaba muy indignado, todavía fué
engañado. Presentóle que leyese los libros que Alejandro le había
enviado; y deteniéndose en pensar sobre cada capítulo, determinaban
ambos juntos sobre ello. Tomando ocasión con aquello de
ejecutar lo que traía Arquelao pensado, pasó poco a poco la
causa a los demás que en la acusación estaban escritos, y también
contra Feroras; y viendo que el rey daba crédito a cuanto él decía,
dijo: "Aquí se debe ahora considerar que el pobre mozo no sea
acusado con asechanzas de tantos malos, o si por ventura las ha él
armado contra ti; porque no hay causa para pensar del mancebo tan
grande maldad como sea así, que él gozase ahora del reino, y
esperase también la sucesión haber de ser en él muy ciertamente,
si ya por ventura no tuvo algunos que lo han movido a ello y le han
persuadido tal cosa, los cuales le han pervertido y aconsejado; y
como su edad, por ser poca, es mudable, hanle hecho escoger la peor
parte; y de tales hombres no sólo suelen ser los mancebos engañados,
sino aun también los viejos y las casas grandes y de gran nombre,
los señoríos y reinos suelen ser por tales hombres revuelto¡ y
destruídos."
Consentía Herodes en cuanto le decía, y poco a poco iba perdiendo y
amansando su ira contra Alejandro, enojándose contra Feroras, porque
en él se fundaban aquellos cuatro libros o acusaciones que había
Herodes recibido de Alejandro.
Cuando aquél entendió que el rey estaba tan enojado contra él,
y que prevalecía con el rey la amistad de Arquelao, buscó salvarse
y darse cobro desvergonzadamente, pues veía que honestamente no le
era posible; y dejando a Alejandro, acudió a Arquelao: éste díjole
que no veía ocasión para salvarse de tantas acusaciones como
él estaba envuelto, con las cuales manifiestamente era convencido a
confesar haber querido con tantas asechanzas engañar al rey, y
que él era causa de tantos males y trabajos como al presente el
mancebo tenía, si ya no quería, dejando todas sus astucias y su
pertinacia en negarlo, confesar todo aquello de lo cual era acusado,
y pedir perdón de su hermano principalmente, pues sabía que él lo
amaba, y que, si esto hacía, él le ayudaría de todas las maneras
que le fuesen posibles.
Obedeció Feroras a Arquelao en todo, y tornando unos vestidos
negros, vino llorando por mostrarse más miserable y moverlo a mayor
compasión, y echóse a los pies de Herodes pidiendo perdón, el cual
alcanzó confesándose por malo y muy lleno de toda maldad. porque
todo cuanto le acusaba él lo había hecho, y que la causa de ello
había sido falta de entendimiento y locura, la cual tenía por los
amores de su mujer. Después que Feroras se hubo acusado y fué
testigo contra si, entonces tomó la mano Arquelao por excusarlo, y
amansaba la ira de Herodes, usando en excusarlo de propios ejemplos;
porque él mismo había sufrido de su hez ano peores cosas y más
graves. y que había tenido en más el derecho natural que la
venganza. Porque en los reinos acontece lo que vernos en los cuerpos
grandes, que con el grave peso siempre se suele hinchar alguna
parte, la cual no conviene que sea cortada, pero que sea poco a poco
con mucho miramiento curada.
Habiendo hablado Arquelao y dicho muchas cosas de esta manera, puso
amistad entre Herodes y Feroras, y él todavía mostraba gran
ira contra Alejandro, y decía que se había de llevar a su hija
consigo. Pudo esto tanto con Herodes, que le movió a rogar él mismo
por la vida de su propio hijo y que le dejase su hija; y Arquelao
mostraba hacerlo esto muy contra su voluntad, porque no la hubiera él
dejado a ninguno del reino, si no fuera a Alejandro, pues convenía
mirar mucho en que quedase salvo el derecho del parentesco y deudo
entre ellos, habiéndole dado a él el rey su hijo si no deshacía el
matrimonio, lo que no era ya posible, porque tenían ya hijos y el
mancebo amaba mucho a su mujer, la cual, si se la dejaba, sería
causa que todo lo cometido hasta allí fue se olvidado; y si se
iba, seria causa para desesperar de todo, y el atrevimiento se suele
castigar con distraerlo en cuidados y amor de su casa.
Fué, en fin, contento, y acabó cuanto quiso; volvió en gracia y
amistad con el mancebo, y reconciliólo, también en la amistad de su
padre; pero díjole que sin duda lo debía enviar a Roma, para que
hablase con César, porque él le había dado razón de todo lo que
pasaba con sus cartas.
Acabado, pues, ya todo lo que Arquelao había determinado, y
hecho todo a su voluntad, habiendo con su consejo librado a su yerno,
y puestos todos en muy gran concordia, vivían, comían y conversaban
todos juntamente. Pero al tiempo de su partida, Herodes le dió
setenta talentos y una silla y dosel real con mucha perlería
labrado; dióle también muchos eunucos y una concubina llamada
por nombre Panichis, y dió muchos dones a todos sus amigos, a cada
uno según el merecimiento. Los parientes también del rey, todos
dieron muchos dones a Arquelao, y él y los principales señores
acompañáronlo hasta Antioquía.
No mucho después vino un otro a Judea mucho más poderoso que
los consejeros de Arquelao, el cual no sólo hizo que la amistad de
Alejandro con Herodes fuese quebrantada, sino también fué causa de
la muerte del mancebo. Era étsie de linaje lacón, y llamábase
Euricles; estaba corrompido con deseo de reinar, por amor grande que
tenía del dinero y por avaricia, porque ya la Casa Real no
podía sufrir sus gastos y superfluidades. Habiendo éste dado y
presentado muchos dones a Herodes, como cebo para cazar lo que tanto
deseaba, habiéndoselos Herodes vuelto todos muy multiplicados, no
preciaba la liberalidad sin engaño alguno, sino la mezclaba y la
alcanzaba con la sangre real. Salteó, pues, éste al rey con
lisonjas muchas y con muchas astucias. Entendiendo la condición
de Herodes muy a su placer, obedecíale, tanto en palabras
cuanto en las obras, en todo, por lo cual vino a ganar con el rey muy
grande amistad; porque el rey y todos los principales que con él
estaban, preciaban y tenían en gran estima al ciudadano de Esparta.
Pero cuando él vió la flaqueza de la Casa Real y las enemistades de
los hermanos, y conoció también qué tal ánimo tuviese el padre
con cada uno de los hijos, posaba en casa de Antipatro y engañaba a
Alejandro con amistad muy fingida, fingiendo que en otro tiempo había
sido muy anúgo de Arquelao y muy compañeros; y así también
se entró por esta parte algo más presto, porque luego fué muy
encomendado a Aristóbulo por su hermano Alejandro. Y habiendo
experimentado a todos, tomaba a unos de una manera y a otros cebaba
con otra.
Así, primero quiso recibir sueldo de Antipatro y vender a Alejandro;
reprendía a Antipatro, porque siendo el mayor de sus hermanos,
menospreciase a tantos como andaban acechando por quitarle la
esperanza que tenía; reprendía por otra parte a Alejandro, porque,
siendo hijo de una reina y marido de otra, sufriese que un hijo de
una mujer privada y de poco, sucediese en el reino, mayormente
teniendo tan grande ocasión con Arquelao, que parecía mostrarle
todo favor y persuadirle lo que para él era mejor y más
conveniente. Esto lo creía fácilmente el mancebo, por ver que le
hablaba de la amistad de Arquelao. Por lo cual, no temiendo algo
Alejandro, quejábase con él de Antipatro, y contábase las causas
que a ello le movían, y que no era de maravillar que Herodes les
privase del reino, pues había muerto a la madre de ellos.
Fingiendo Euricles con esto que se dolía y tenía compasión de
ellos, movió e incitó a Aristóbulo a que dijese lo mismo, y
habiéndolos forzado a quejarse de su padre, vínose a Antipatro,
y contóselo todo, haciéndole saber las quejas de sus hermanos.
Fingiendo más aun, que sus hermanos le habían buscado
asechanzas por matarle, y que estaban muy aparejados para quitarle la
vida siempre que pudiesen. Habiéndole dado por estas cosas
Antipatro mucho dinero, loábalo delante de su padre.
Vino finalmente a comprar la muerte de sus hermanos Alejandro y
Aristóbulo, haciendo él mismo las partes de acusador; y
llegando delante de Herodes, díjole que confesaba deberle la vida
por beneficios que le había hecho, en pago de los cuales estaba muy
pronto por perderla; que Alejandro había poco antes pensado matarlo
y se lo había a él prometido con juramento, mas había sido
impedido poner por obra tan gran maldad por causa de la compañía;
que Alejandro decía que Herodes no lo hacía bien con él, que
hubiese venido a reinar en un reino extraño, y después de matar a
su madre, les hubiese quitado el debido ser de principes, y con esto
aun no contento, había hecho heredero un hombre bajo y sin nobleza,
y quería dar a Antipatro, hijo no legítimo, el reino a ellos debido
por sus antepasados y primeros abuelos; que, por tanto, quería él
venir para vengar las almas de Hircano y de Mariamma; porque no
convenía recibir de tal padre la sucesión del reino sin darle la
muerte, y que cada día era movido a hacerlo por muchas ocasiones que
le daba, pues no tenía licencia de hablar algo sin ser engañado y
acusado; porque si se trataba de la nobleza de los otros, era él
injuriado sin razón, diciendo el padre por burla que sólo Alejandro
era noble y generoso, a quien su padre le es afrenta por falta de
nobleza, y que si, yendo a caza, callaba, ofendía, y si hablaba algo
en sus loores, le decían luego que era engañador; que en todo
hallaba cruel a su padre, el cual a Antipatro sólo regalaba, por lo
cual no quería dejar de morir si no le sucedían sus asechanzas y
engaños como querían, y que si lo mataba, el primer socorro que
había de tener sería el de Arquelao, su suegro, a quien fácilmente
podía acudir, y después a César, que hasta este tiempo ignoraba
las costumbres de Herodes; que no le había ahora de favorecer como
antes había hecho, temiendo la presencia de su padre, y que no sólo
había de hablar de sus culpas, pero que primero había de contar las
desdichas de la gente, y había de divulgar que los hacía pechar y
pagar tributos hasta la muerte; que después había de decir en qué
placeres y en qué hechos se gastaban los dineros que con tantas
vidas de hombres y derramando tanta sangre se han alcanzado; qué
hombres y cuáles han con ellos enriquecido; qué haya sido la
causa de la aflicción de la ciudad, y que en esto había de llorar y
lamentar la muerte de su abuelo y de su madre, descubriendo todas las
maldades del rey, para que los que las supiesen no pudiesen juzgar ni
tenerlo por matador de su padre.
Habiendo Euricles dicho todas estas cosas contra
Alejandro falsamente, loaba mucho a Antipatro, diciendo y
afirmando que él era sólo el que amaba a su padre y el que
impedía que las asechanzas puestas no alcanzasen su fin. Habiendo el
rey oído esto, no teniendo sosegado su corazón aun de la sospecha
pasada, ni pasado aún el dolor, fué con ésta de nuevo
en gran manera perturbado.
Alcanzando Antipatro esta ocasión, movió otros
acusadores que acusasen
a sus hermanos y dijesen que los habían visto tratar secretamente
con Jucundo y con Tiranio, principales hombres de la caballería
del rey en otro tiempo, y que por algunas ofensas hechas ahora, eran
desechados de su orden.
Movido, pues, y muy enojado Herodes con esto, mandólos luego poner a
tormento; pero ellos solamente confesaron que no sabían algo en todo
aquello de lo cual les habían acusado. Fué presentada en este
tiempo una carta escrita como de Alejandro al capitán del castillo
de Alejandría, en la cual le rogaba que se recogiese con su hermano
Aristóbulo en el castillo, si mataban al padre, y los dejase servir
tanto de armas como de todo lo demás que necesidad tuviesen.
Respondió a esto Alejandro que era maldad y mentira muy grande
de Diofanto, el cual era notario y escribano del rey, hombre muy
atrevido, astuto y muy diestro en imitar y contrahacer la letra de
cuantas manos quisiese. Este, a la postre, habiendo escrito muchas
cosas falsamente, murió por esta causa. Habiendo después
atormentado al capitán del castillo, que arriba dijimos, no
pudo Herodes entender ni alcanzar de éste algo conforme a las
acusaciones; pero aunque ninguna certidumbre se pudiese alcanzar de
todo cuanto pedía, todavía mandó que sus hijos fuesen muy
bien guardados, y dió a Euricles, que era la pestilencia de su casa
y el autor de aquella maldad, cincuenta talentos, diciendo que le
debía mucho y que era el que le había dado la salud y la vida.
Antes que la cosa se divulgase más, vínose Euricles corriendo
a Arquelao, y dióle a entender cómo había reconciliado a Herodes
con Alejandro, por lo cual recibió también aquí mucho dinero.
Pasando luego de aquí a Acaya, usó de las mismas maldades y
traiciones, pensando alcanzar más de lo mal ganado, pero a la postre
todo lo perdió; porque fué acusado delante de César de que había
revuelto toda Acaya y robado las ciudades, por lo cual le
desterraron, y de esta manera le persiguieron ¡as penas que había
hecho padecer a Aristóbulo y Alejandro.
Digna cosa me parece hacer comparación de Coo Evarato con este
Esparciata, del cual hemos hasta aquí tratado; porque siendo a u'
muy amigo de Alejandro, y habiendo venido en el el mismo tiempo que
estaba Eurieles allí, pidiéndole el rey que le dijese si sabía
algo en todas aquellas cosas de las cuales eran los mancebos
acusados, respondió y juró que nunca tal había oído. Pero no
aprovechó esto a los desdichados con Herodes, quien solamente daba
oído a los acusadores y maldicientes, y juzgaba por muy amigo suyo
el que creyese lo mismo que él creía, y se moviese con las mismas
cosas.
Incitaba y movía también Salomé su crueldad contra los hijos,
porque Aristóbulo, por ponerla en peligro y en revueltas, había
enviado a decir a ésta, que era su tía y suegra, que se proveyese y
mirase por sí; que el rey la quería matar por haberle otra vez
hecho enojo y acechado; porque deseando casarse con el árabe Sileo,
el cual sabía ella que era enemigo de Herodes, le descubría
secretamente los enemigos del rey. Esto fué lo postrero y lo mayor,
con lo cual fueron los mancebos atormentados, ni más ni menos que si
fueran arrebatados por un torbellino. Luego Salomé vino al rey y
descubrióle lo que Aristóbulo le aconsejaba. No pudiendo sufrir el
rey esto, antes encendióse con muy gran ira, mandó atarlos cada uno
por SÍ, y ponerlos apartados el uno del otro, que fuesen muy bien
guardados.
Después mandó a Volumnio, maestro y capitán de la gente de guerra,
y a un amigo suyo muy privado, llamado Olimpo, con todas las
acusaciones que partiesen para donde César estaba, y llegado
que hubieron a Roma, presentaron las letras del rey.
A César le pesó mucho por los mancebos, pero no tuvo bien quitar el
derecho y poder que el padre tiene en los hijos y escribiále que
fuese él de aquella causa justo juez como señor de su libre
albedrío; pero que sería mejor si se quejaba de ellos y proponía
su causa delante de todos sus parientes cercanos y regidores,
quejándose de lo que contra él habían cometido, y que si los
hallaba culpados dignamente en aquello de lo cual eran acusados, en
la hora misma los hiciese morir; pero si hallaba que solamente habían
pensado huir, que se contentase con pena y castigo mesurado.
Herodes obedeció a lo que César le había escrito, y habiendo
llegado a Berito, adonde César le mandaba, juntó su consejo. Fueron
presidentes aquellos a los cuales César había escrito; Saturnino y
Pedanio fueron legados o embajadores, y con ellos el procurador
Volumnio y los amigos y allegados del rey. También fué con ellos
Salomé y Feroras. Después de éstos, los principales de Siria,
excepto el rey Arquelao, porque Herodes, o tenía por
sospechoso, por ser suegro de Alejandro.
Pero fue muy cuerdo en no sacar a sus hijos al juicio, porque sabía
que si los vieran, fácilmente se movieran a misericordia todos
los que habían de juzgarlos, y que si alcanzaban licencia para
responder, Alejandro sólo bastaba para deshacer todas las
acusaciones y cuanto les era levantado. Estaban, pues, guardados
en un lugar llamado Platane, el cual era de los sidonios.
Comenzando, pues, el rey sus acusaciones, hablaba como si los tuviera
delante, y proponíales las asechanzas que le habían buscado,
algo temeroso, porque las pruebas para esto faltaban; pero decía
muchas malas palabras, muchas injurias y afrentas, y muchas cosas que
habían hecho contra él, y mostraba á los jueces cómo eran cosas
aquellas más graves que la muerte. Al fin, como ninguno le
contradijese, comenzóse a quejar de sí mismo, diciendo que
alcanzaba una victoria muy amarga, pero rogóles a todos que cada uno
dijese su parecer contra sus hijos. El primero fué Saturnino, que
dijo merecer los mancebos pena, pero no la muerte: porque no es cosa
lícita, ni le era permitido, teniendo allí presentes tres hijos,
condenar a muerte los hijos de otro. Lo mismo pareció al otro
legado, y a éstos siguieron algunos de los otros. Volumnio fué el
primero que pronunció la sentencia triste, los demás luego
tras él, unos por envidia, otros por enemistad, y ninguno dijo que
los hijos debían ser sentenciados, por enojo ni por indignación.
Estaba entonces toda Judea y toda Siria suspensa, aguardando el
fin de esta tragedia, pero ninguno pensaba que Herodes había de
ser tan cruel que matase sus propios hijos.
Herodes trajo consigo a sus hijos a Tiro, y de allí los llevó
luego, poniéndose en una nao hasta Cesárea, y comenzó a pensar a
qué género de muerte los sentenciaría. Estando en esto, había un
soldado viejo M rey, llamado por nombre Tirón, el cual tenía un
hijo muy amigo y aliado con Alejandro; amaba él también mucho a
estos mancebos, y con grande enojo rodeaba la ciudad, y gritaba con
la voz muy alta, que la justicia era Pisada y que iba por bajo los
pies, la verdad habla perecido, naturaleza estaba confusa, la vida de
los hombres estaba ya muy llena de maldades, y más todo aquello que
podía decir con enojo, menospreciando su vida. Después osando
parecer delante del rey, dijo estas palabras: «Paréceme ser el más
desdichado del mundo, pues das fe contra tus propios y amados hijos a
los malos hombres del mundo; porque Feroras y Salomé tienen crédito
contigo en todo cuanto contra tus hijos dicen, los cuales tú mismo
has muchas veces juzgado por muy dignos de la muerte. ¿Y no ves que
no entienden ni tratan otra cosa, sino que, hecho huérfano de tus
justos herederos, quedes con solo Antipatro, deseando alzarse con el
reino y prender al rey? Y piensa si será aborrecido de todos los
soldados Antipatro por la muerte de sus hermanos. Ninguno hay que no
tenga gran compasión de estos mancebos, y sepas que muchos príncipes
están por ello muy enojados, y trabajan ya en mostrarte el enojo que
por ello tienen." Diciendo estas cosas, nombraba por sus nombres
todos aquellos a los cuales pesaba por ello y parecía cosa muy
indigna y muy injusta.
Entonces un barbero del rey, llamado por nombre Trifón, no sé por
qué locura movido, salió delante de Herodes mostrándose en medio
de todos, y dijo: «A mí me persuadió este Tirón que cuando te
afeitase, te degollase con mi navaja, y me prometía que si lo
hiciese, Alejandro me daría muy grandes dones." Habiendo
Herodes oído estas cosas, mandó prender a Tirón, a su hijo y al
barbero, y mandóles dar tormento. Como Tirón y su hijo negasen, y
el barbero no dijese ya algo, mandó atormentar más reciamente a
Tirón; y el hijo, movido por tener gran lástima y piedad de su
padre, prometió al rey descubrirle la verdad de todo cuanto pasaba,
si mandaba perdonar a su padre y que cesasen los tormentos.
Habiéndolo hecho Herodes, después de mandado librar de ello, dijo
el hijo que su padre había tenido voluntad de matarle, movido para
ello por Alejandro.
Bien conocían muchos que esto era fingido por el hijo, por librar a
su padre de la pena y tormentos, aunque otros lo tenían por gran
verdad. Pero Herodes, acusando a los príncipes de sus soldados y a
Tirón, movió al pueblo contra ellos, de tal manera, que todos y el
barbero también murieron a palos y a pedradas, y enviando sus hijos
ambos a Sebaste, ciudad no muy lejos de Cesárea, mandólos ahogar, y
puesta diligencia en este negocio, mandólos traer al castillo
Alejandro, después de muertos, para que fuesen sepultados con
Alejandro, abuelo de ellos de parte de la madre. Este, pues, fué el
fin de la vida de Alejandro y Aristóbulo.
***
Capítulo XVIII
De la conjuración de Antipatro
contra su padre.
Como Antipatro tuviese ya muy cierta esperanza del reino sin
contradicción alguna, fué muy aborrecido por todo el pueblo,
sabiendo todos que él había buscado asechanzas a sus hermanos por
hacerlos morir, y no estaba él también sin temor muy grande, viendo
que los hijos de los hermanos muertos crecían. Había dos hijos
de Alejandro nacidos de Glafira; el uno se llamaba Tigranes, y
el otro Alejandro. Había también de Arístóbulo y de Berenice,
hija de Salomé, tres, el uno llamado Herodes, el otro Agripa, y
el otro Aristóbulo, y dos hijas también que tuvo, la una llamada
Herodia, y la otra Mariamma. Herodes había dejado a Glafira que
se fuese con todo su dote a Capadocia después de haber muerto a
Alejandro, y dio la mujer de Aristóbulo, Berenice, a un tío de
Antipatro por mujer; porque Antipatro inventó este casamiento por
reconciliarle y trabar amistad con Salorné, que antes solía
estar muy enojada contra él.
También andaba por tomar amistad con Feroras, dándole muchos
dones y haciéndole muchos servicios; lo mismo hacía con todos los
que sabía que eran amigos de César, enviando a Roma mucho
dinero. Había dado muchos dones a Saturnino, con todos los otros que
estaban en Siria; y cuanto él más daba, tanto más era aborrecido
por todos, porque parecía no dar tanta riqueza por parecer
liberal, cuanto por gastar todo esto por causa del gran miedo que
tenla. De aquí procedía que no aprovechaba en la voluntad de
aquellos que recibían sus dones, antes le eran mayores enemigos que
aquellos que no hablan recibido de él algo.
Mostrábase cada día más liberal en repartir las cosas y en hacer
grandes dádivas, viendo cuán, contra la esperanza que él tenía,
Herodes mostraba cuidado de los niños huérfanos, y entendía, por
la lástima que le veía tener de los hijos, cuánto le pesase por
los muertos. Y habiendo un día juntado todos sus deudos cercanos y
amigos, estando delante los niños huérfanos, hinchó sus ojos
de lágrimas, y llorando dijo: "Una desventura muy triste
me ha quitado los padres de éstos; pero la naturaleza y la
misericordia que unos a otros debemos, me encomienda a mí los mozos.
Quiero, pues, experimentar y probarme que, pues he sido padre
desdichado y muy desventurado, sea para éstos bien proveído
abuelo, y dejarles he los amigo míos mayores para que después de yo
muerto los puedan regir. Para esto, pues, prometo, oh Feroras,
tu hija al hijo mayor de Alejandro por mujer, por que le seas curador
y pariente, y a tu hijo, olí Antipatro, la hija de Aristóbulo,
porque de esta manera serás padre de la huérfana. A su hermana
tomará mi Herodes, descendido de mi abuelo de parte de madre, que
fué pontífice. Y de estas cosas esta es mi voluntad, y esto dejo
ordenado, a lo cual ninguno de los que me aman contradiga ni repugne.
Y ruego a Dios, por bien de mi reino y de mis nietos, que los junte
como yo tengo señalado en casamientos, y que pueda ver a estos hijos
mejormente, y lograr de ellos con mejores ojos que no he hecho de sus
padres."
Después de haber hablado estas palabras, lloró algún poco e hizo
que se diesen las manos derechas los muchachos, y saludando a
cada uno de los demás que allí estaban, despidió todo el consejo y
ajuntamiento. Luego Antipatro se apartó, y no hubo alguno de los
mozuelos que ignorase cuánto pesar hubiese recibido Antipatro por
aquello; porque pensaba que su padre le había quitado parte de su
honra, y que en todo había peligro, si los hijos de Alejandro,
además de tener a su abuelo Arquelao, tenían también al tetrarca
Feroras por curador y ayuda.
Pensaba también y veía cuán aborrecido era de todo el pueblo, por
ver que había quitado la vida a los padres de aquellos muchachos:
con esto todo el pueblo se movía a gran compasión. Veía cuán
amados eran los muchachos de todos, y cuán gran memoria quedaba a
todos los judíos de los que por su maldad habían sido muertos. Por
tanto, determinó en todas maneras desbaratar aquellos desposorios y
ajuntamientos. Temió comenzar por su padre, viendo que estaba
muy vigilante y con gran cuidado en cuanto se hacia; pero atrevióse
a venir públicamente muy humilde, y pedirle en su presencia que
no lo privase de la honra, que pensaba y juzgaba ser él digno, y no
le dejase el sólo nombre de rey, dejando a los otros el señorío; y
no podía él alcanzar el señorío del reino, si aun además del
abuelo Arquelao, era juntado por su suegro con los hijos de
Alejandro, Feroras; y rogaba muy ahincadamente y con gran
instancia que, por ser muchos los de la generación real, mudase
aquellos casamientos. El rey tuvo nueve mujeres: de siete tenía
hijos; de Doris, a Antipatro; de la hija del Pontífice, llamada
Mariamma, tenía a Herodes, y de Maltaca de Samaria, a Antipatro y
Arquelao; y una hija llamada Olimpíada que había sido mujer de su
hermano Josefo; y de Cleopatra, natural de Jerusalén, a Herodes
y a Filipo y a Faselo; de Palada tenía también otras hijas más,
Rojana y Salomé, la una de Fedra, y la otra habida de Elpide; y dos
mujeres sin hijos, la una era su sobrina, y la otra hija de su
hermano: hubo también de Marianima dos hijas, hermanas de Alejandro
y de Aristóbulo.
Como hubiese, pues, tanta abundancia de hijos e hijas, deseaba
Antipatro que se hiciesen otros casamientos, y que se juntasen de
otra manera. Entendiendo el rey el ánimo de Antipatro y lo que tenía
en el pensamiento contra los muchachos, hubo muy gran enojo, y
fué muy airado, porque pensando en la muerte que había hecho
padecer a sus hijos, temía que ellos en algún tiempo quisiesen
pagarse de las acusaciones que Antipatro había hecho contra sus
padres; pero quísolo encubrir, mostrándose enojado con Antipatro, y
diciéndole malas palabras.
Después, movido y persuadido Herodes con las lisonjas y buenas
palabras de Antipatro, mudó lo que antes había ordenado. Dió
primeramente a Antipatro por mujer la hija de Aristóbulo, y su hijo
a la hija de Feroras. De aquí se puede sacar muy fácilmente cuánto
pudieron las lisonjas de Antipatro, no habiendo podido Salomé
antes alcanzar lo mismo en la misma causa, porque aunque ésta le era
hermana y muches veces se lo había suplicado, poniendo por
medio a Julia, mujer de César, no había querido permitir que se
casase con Sileo el árabe, antes dijo que la tendría muy enemiga si
no dejaba tal pensamiento y deseo. Después la dió forzada y contra
su voluntad por mujer a Alejo, amigo suyo; y de dos hijas suyas dió
la una al hijo de Alejandro, y la otra al tío de Antipatro; y de las
hijas de Mariamma, la una tenía el hijo de su hermana, Antipatro, y
la otra Faselo, hijo de su hermano. Cortada, pues, la esperanza de
sus pupilos, y juntados los parientes a placer y provecho de
Antipatro, tenía ya muy cierta confianza; y juntándola con su
maldad, no había quién lo pudiese sufrir, porque no pudiendo quitar
el odio y aborrecimiento que cada uno te tenía, ásegurábase con el
miedo que se hacía tener, obedeciéndole también Feroras como a
propio rey.
Movían también nuevos ruidos y revueltas las mujeres en palacio,
porque la mujer de Feroras, con su madre y hermana y con la
madre de Antipatro, hacían todas éstas muchas cosas atrevidamente y
más de lo que acostumbraban, osando también injuriar con muchos de
nuestros a dos hijas del rey, por lo cual era principalmente tenida
en poco por Antipatro. Corno, pues, fuesen muy enojosas y muy
aborrecidas estas mujeres, había otras que le obedecían en
todo y seguían su voluntad: sola era Salomé la que trabajaba
de ponerlas en discordia, y decía al rey que no se venían a
juntar allí por su bien. Sabiendo las mujeres cómo eran acusadas
por ello y que Herodes había recibido enojo, guardáronse de allí
adelante de juntarse manifiestamente, y no se mostraban tan
familiares unas con otras como antes; fingían delante del rey que
estaban discordes, y andaba de tal manera este negocio que delante de
todos no dejaba de ofender Antipatro a Feroras; pero en secreto
se juntaban y se habían grandes convite y tenían sus consejos de
noche. Por ver esto tan secreto, se confirmó mucho la sospecha,
sabiéndolo todo Salomé y contándoselo a Herodes. Y anojado
por esto en gran manera, principalmente contra la mujer de
Feroras, porque a ésta acusaba Salomé más que a las otras, y
juntando todos sus amigos y parientes en consejo, dióles en la cara
con las afrentas que había hecho a sus hijas, además de muchas
otras cosas que dijo, y que había dado dádivas y muchos dones a los
fariseos, por que se levantasen contra él; y habiendo dado ponzoñas
a su hermano, y hechizos, lo había puesto en grande enemistad
con él Después, ya a la postre, tornando su habla a Feroras,
preguntóle que a quien quería él más, a su hermano o a
mujer, respondiéndole Feroras que primero carecería de la vida que
de su mujer. Estando incierto de lo que debía hacer púsose a hablar
con Antipatro, y mandóle que no tuviese que hacer con Feroras ni con
su mujer, ni con algo que a ellos tocase. Obedecíale públicamente a
lo que mostraba; mas secretamente, de noche estábase con ellos;
y temiendo que Salomé lo hallase, hizo con los amigos que tenía en
Italia que hubiese de partir para Roma, enviando ellos cartas de
esto, en las cuales también mandó escribir que poco tiempo después
partiese tras él Antipatro, porque convenía que hablase con
César. Por lo cual Herodes, luego en la hora, lo envió muy en orden
y muy proveído de todo lo necesario, dándole mucho dinero. Y
dióle también que llevase consigo su testamento en el cual
Antipatro estaba constituido rey, y heredero del reino, por sucesor
de Antipatro, Herodes, nacido de Mariamma, hija del Pontífice.
El árabe Sileo también vino a Roma menospreciando el mandamiento de
César, por averiguar con Antipatro todo aquello que antes había
tratado con Nicolao.
Tenía éste con Areta, su rey, una grave
contienda, cuyos amigos él habla muerto; y a Soemo, en la ciudad
llamada Petra, el cual era hombre muy poderoso; y habiendo dado
dinero a Fabato, procurador de César, teníale por que lo
favoreciese; pero dando Herodes mayor cantidad de dineros a
Fabato, lo desvió de Sileo, y por vía de éste pedía lo que
César mandaba. Como aquél le hubiese dado muy poco o
casi nada, acusaba a Fabato delante de
César diciendo que era dispensador, no de lo que a él
convenía, pero de lo que fuese en provecho de Herodes. Movido a saña
Fabato con estas cosas, siendo tenido aún por muy honrado por
Herodes, manifestó los secretos de Sileo, y descubrióselos al rey
diciendo que Sileo había corrompido con dinero a Corinto, su guarda,
y que convenía mucho mirar por sí y tomar a éste preso. No dudó
Herodes en hacerlo, porque este Corinto, aunque hubiese sido criado
siempre en la Corte del rey, todavía era árabe de su natural. Poco
después mandó no a éste solo, sino prendió también con él
a otros dos árabes, el uno llamado Filarco, y el otro grande amigo
de Sileo. Puesta la causa de éstos en juicio, confesaron que habían
acabado con Corinto, dándole mucha cantidad de dineros, que matase a
Herodes; disputada también esta causa por Saturnino, regidor
entonces de Siria, fueron enviados a Roma.
***
Capítulo XIX
De la ponzoña que
quisieron dar a Herodes, y cómo fué hallada.
Herodes en este tiempo apretaba mucho a Feroras que dejase a su
mujer, y no podía hallar manera para castigarla, teniendo muchas
causas para ello; hasta tanto que, enojado en gran manera contra ella
y contra el hermano, los echó a entrambos. Habiendo recibido Feroras
esta injuria y sufriéndola con buen ánimo, vínose a su
tetrarquía, jurando que sólo la muerte de Herodes había de ser fin
de su destierro, y que no le había de ver más mientras viviese. Por
esto no quiso venir a ver a su hermano, aunque fuese muy rogado,
estando enfermo, queriéndole aconsejar algunas cosas, por pensar ya
que su muerte era llegada; pero convaleció, sin que de ello se
tuviese esperanza.
Cayendo Feroras en enfermedad, mostró Herodes con él su paciencia;
porque vínole a ver y quiso que fuese muy bien curado; pero no pudo
vencer ni resistir a la dolencia, con la cual dentro de pocos días
murió. Y aunque Herodes amó a éste hasta el postrer día de su
vida, todavía fué divulgado que él había muerto con ponzoña.
Trajeron su cuerpo a Jerusalén, con el cual la gente hizo gran
llanto e hizo que fuese muy noblemente sepultado; y así este matador
de Alejandro y Aristóbulo feneció su vida.
Pasóse la pena y castigo de esta maldad en Antipatro, autor de ella,
tomando principio en la muerte de Feroras: porque como algunos de sus
libertos se hubiesen presentado muy tristes al rey, decían que su
hermano Feroras había sido muerto con ponzoña, porque su mujer le
había dado cierta cosa a comer, después de la cual luego había
caído enfermo; que dos días antes había venido de Arabia una mujer
hechicera, llamada por su madre y su hermana, para que diese a
Feroras un hechizo amatorio, y que en lugar de aquél le había dado
ponzoñoso, por consejo de Sileo, como muy conocida suya.
Estando el rey muy sospechoso por estas cosas, mandó prender algunas
de las libertas y atormentarlas; y una de ellas, impaciente por el
gran dolor, dijo con alta voz: "Dios, Regidor del cielo y
de la tierra, tome venganza en la madre de Antipatro, que es causa de
todas estas cosas." Pero sabido por principio esto, trabajaba
por alcanzar la verdad y descubrir todo el negocio. Descubriále
la mujer la amistad de la madre de Antipatro con Feroras y con sus
mujeres, y los secretos ayuntamientos que hacían; y que Feroras y
Antipatro, viniendo de hablar con él, acostumbraban estarse toda la
noche bebiendo juntamente ellos solos, echando todos los criados
y criadas fuera. Una de las libertas presas descubrió todo esto: y
siendo atormentadas todas las otras, mostróse cómo unas con otras
enteramente concordaban, por la cual cosa adrede habla Antipatro
puesto diligencia en venirse a Roma, y Feroras de la otra parte del
río: porque muchas veces habían ellos dicho, que después de la
muerte de Alejandro y Aristóbulo, había Herodes de pasar a
hacer justicia de ellos y de sus mujeres; pues era imposible que
quien no había perdonado ni dejado de matar a Mariamma y a sus
hijos, pudiese perdonar a la sangre de los otros, y que, por tanto,
era mucho mejor huir y apartarse muy lejos de bestia tan fiera.
Muchas veces había dicho Antipatro a su madre, quejándose de
que él estaba ya viejo y blanco, y su padre de día en día se
volvía más mancebo, que por ventura moriría primero que
comenzase a reinar, o que si moría después poco tiempo le podía
durar el gozo de sucederle por rey. Además, que as cabezas de
aquella hidra se levantaban ya, es a saber: los hijos de Alejandro y
de Aristóbulo, y que por causa también de su padre, había
perdido él la esperanza de tener hijos que fuesen algo, pues no
había querido dejar la sucesión del reino, sino al hijo de
Mariamma. Que en esto ciertamente él no atinaba, antes era muy gran
locura, por lo cual no se debía creer su testamento; y que él
trabajarla que no quedase raza de toda su generación. Y como fuese
mayor el odio que tenía contra sus hijos, que tuvieron jamás
cuantos padres fueron, tenía aún mayor odio, y mucho más aborrecía
a sus hermanos propios. Que ahora postreramente le había dado cien
talentos, por que no hablase con Feroras: y como Feroras dijese:
"¿Qué daño le hacemos nosotros?" Antipatro habla
respondido: "Pluguiese a Dios que nos lo quitase todo, y
nos dejase a lo menos vivir."' Pero no era posible que alguno
huyese de las manos de bestia tan mortífera y tan Ponzoñosa, con la
cual aun los muy amigos no podían vivir. Ahora, pues, nos habemos
juntado aquí secretamente, licito nos será y posible mostrarnos a
todos si somos hombres y si tenemos espíritu y manos.
Estas cosas manifestaron y descubrieron aquellas criadas estando en
el tormento, y que Feroras habla determinado huir con ellas a Petra.
Por lo que dijeron de los cien talentos, Herodes las creyó: porque a
solo Antipatro había él hablado de ellos. La primera en quien
mostró Herodes su furor y saña, fué la madre de Antipatro; y
desnudándola de todos cuantos ornamentos le había dado, comprados
con mucho tesoro, la echó de sí y abandonóla. Amansándose después
de su ira, consolaba las mujeres de Feroras de los tormentos que
habían padecido; pero tenía siempre gran temor y estábase muy
amedrentado: movíase fácilmente con toda sospecha, y daba
tormento a muchos que estaban sin culpa alguna, por miedo de
dejar entre ellos alguno de los que estaban culpados. Después vuelve
su enojo contra el samaritano Antipatro, el cual era procurador de
Antipatro; y por los tormentos que le dio, descubrió que Antipatro
se habla hecho traer de Egipto, para matarlo, cierto veneno y ponzoña
muy pestilencial por medio de un amigo de Antifilo; y que Theudion,
tío de Antipatro, lo habla recibido y dado a Feroras, a quien
Antipatro había encomendado y dado cargo de matar a Herodes,
entretanto que él estaba fuera de allí, por evitar toda sospecha, y
que Feroras había dado la ponzoña a su mujer para que la guardase.
Mandando el rey llevarla delante de sí, mandóle que trajese lo
que le había sido encomendado. Ella entonces, saliendo como para
traer aquello que le había sido pedido, dejóse caer del techo abajo
por excusar todas las pruebas y librarse de todos los tormentos. Pero
la providencia de Dios, según fácilmente se puede juzgar,
quiso, por que Antipatro lo pagase todo, salvarla, y hacer que
cayendo no diese de cabeza, pero de lado solamente, con lo cual se
libró de la muerte.
Traída delante del rey cuando había ya cobrado salud, porque aquel
caso la había turbado mucho, preguntándola por qué se había así
echado, prometiéndola el rey que la perdonaría si le contaba toda
la verdad del negocio y que si preciaba más decirle falsedades,
había de quitarle la vida y despedazar su cuerpo con tormentos, sin
dejar algo para la sepultura, calló ella un poco, y después dijo:
"¿Para qué guardo yo los secretos, siendo muerto Feroras y
habiendo de servir a Antipatro que nos ha echado a perder a
todos? Oye, rey, lo que ¡quiero decirte, y quiero que Dios me sea
testigo de lo que diré, el que no es posible sea engañado. Estando
sentada cabe de Feroras a la hora de su muerte, llamóme en secreto
que me llegase a él, y díjome: «Sepas, mujer, que me he engañado
en gran manera con el amor de mi hermano, porque he aborrecido
un hombre que tanto me amaba y había pensado » matarle, doliéndose
él tanto de mí, aunque no soy aun muerto y teniendo tan gran dolor;
pero yo me llevo el premio de tan grande crueldad como he usado con
él: tráeme presto la ponzoña que tú guardas, aquella que
Antipatro nos dejó, y derrámala delante de mi, por que no
lleve mi conciencia ensuciada de tal maldad, la cual tome de mí
venganza en los infiernos." Hice lo que me mandaba; trájesela
y eché gran parte de ella en el fuego delante de él mismo; guardéme
algo de ella, para casos que suelen acontecer y por temor que tenía
de ti."
Habiendo puesto fin a sus palabras, mostró una bujeta adonde lo
tenía reservado: y el rey entonces pasó aquella contienda a la
madre y hermano de Antifilo. Estos confesaban también que
Antifilo había traído aquella bujeta consigo de Egipto, y que habla
habido aquella ponzoña de un hermano suyo, que era médico en
Alejandría.
Las almas de Alejandro y de Aristóbulo buscaban todo el reino por
descubrir las cosas que estaban muy encubiertas, y hacían venir a
probar su causa a los que de ellos estaban muy apartados y eran más
ajenos, de toda sospecha. Pensó, finalmente, que también sabía
su parte en estos consejos y tratos la hija del Pontífice Ramada
Marianima: porque esto fué descubierto después que sus
hermanos fueron atormentados. Y el rey castigó el atrevimiento de la
madre con la pena que dió al hijo, quitando de su testamento a su
hijo Herodes, el cual había quedado por heredero del reino.
***
Capítulo XX
De cómo fueron halladas
y vengadas las traiciones y maldades de Antipatro contra Herodes.
No hubo tampoco de faltar en la prueba de estas cosas, por resolución
y fe de todo lo probado contra Antipatro, Batilo, su liberto, el cual
trajo consigo otra ponzoña, es a saber, veneno de serpientes muy
ponzoñosas, para que si el primero no aprovechase, pudiese Feroras y
su mujer armarse con este otro. Este mismo, además del atrevimiento
que había emprendido contra su padre, tenía como obra consiguiente
a su empresa las cartas compuestas por Antipatro con sus hermanos.
Estaban en este tiempo en Roma estudiando Arquelao y Filipo, mozuelos
ya de grande ánimo y nietos del rey, deseando Antipatro
quitarles de allí, porque le estorbaban la esperanza que tenía,
fingió ciertas cartas contra ellos él mismo, en nombre de los
amigos que vivían en Roma, y habiendo corrompido algunos de ellos,
les persuadió a escribir que estos mozos decían mucho mal de su
abuelo y se quejaban públicamente de la muerte de sus padres
Alejandro y Aristóbulo, y sentían mucho que Herodes tan presto los
llamase, porque había mandado ya que se volviesen, por lo cual
Antipatro tenía gran pesar. Antes que partiesen, estando Antipatro
aun en Judea, enviaba mucho dinero a Roma por que escribiesen tales
cartas: y viniendo a su padre por evitar toda sospecha, fingía
razones para excusarlos, diciendo que algunas cosas se habían
escrito falsamente, y las otras se les debían perdonar como a mozos,
porque eran liviandades de mancebos.
En este mismo tiempo trabajaba por encubrir las señales y apariencia
que manifiestamente se mostraban, de los gastos que hacía en dar
tanto dinero a los que tales cartas escribían: traía muy ricos
vestidos, muchos atavíos muy galanos; compraba muchos vasos de oro y
de plata para su vajilla, porque con estos gastos disimulase y
encubriese los dones que había dado a los falsarios de aquellas
cartas. Hallóse que había gastados en estas cosas doscientos
talentos, y la causa y ocasión de todo esto había sido Sileo.
Pero todos los males estaban cubiertos con el mayor; y aunque los
tormentos que habían dado a tantos gritasen y publicasen cómo había
querido matar a su padre, y las cartas mostraban claramente que habla
hecho matar a sus hermanos, no hubo algunos de cuantos venían de
Judea que le avisase, ni le hiciese saber en qué estado estaban las
cosas de su casa, aunque en probar esta maldad y en su vuelta de
Roma, habían pasado siete meses, tan aborrecido era por todos; y
acaso los que tenían voluntad de descubrirlo, se lo callaban por
instigación de las almas de los hermanos muertos.
Envió cartas de Roma que luego vendría, haciendo saber con cuánta
honra le había César dado licencia para que se volviese; pero
deseando el rey tener en sus manos a este acechador, temiendo
que se guardase si por ventura lo sabía, él también fingió gran
amor y benevolencia en sus cartas, escribiéndole muchas cosas;
y la que principalmente le encargaba, era que trabajase en que su
vuelta fuese muy presto: porque si daba prisa en su venida, podría
apaciguar la riña que tenía con su madre, la cual sabía bien
Antipatro que había sido desechada.
Había recibido, estando en Trento, una carta en la cual le hacían
saber la muerte de Feroras, y había llorado mucho por él y esto
parecía bien a algunos que se doliese del tío, hermano de su padre;
pero, según lo que se podía entender, la causa de aquel dolor era
porque sus asechanzas y tratos no le habían sucedido a su voluntad;
y no lloraba tanto la muerte de Feroras por serie tío, como por ser
hombre que había entendido en aquellos maleficios, y era bueno
para hacer otros tales.
Estaba también amedrentado por las cosas que había hecho,
temiendo fuese hallado o sabido por ventura lo que había tratado de
la ponzoña. Y como estando en Cilicia le fuese dada aquella carta de
su padre, de la cual hemos hablado arriba, apresuraba con gran prisa
su camino; pero después que hubo llegado a Celenderis, vínole
cierto pensamiento d su madre, adivinando su alma ya por sí misma
todo lo que d verdad pasaba. Los amigos más allegados y más
prudentes le aconsejaban que no se juntase con su padre antes de
saber ciertamente la causa por la cual había sido echada su madre
porque temían que se añadiese algo más a los pecados de si madre.
Los menos prudentes y más deseosos de ver a su tierra que de mirar y
considerar el provecho de Antipatro, aconsejábanle que se diese
prisa, por no dar ocasión de sospechar alzo viendo que se tardaba, y
por que los malsines no tuviesen lugar para calumniarlo. Que si hasta
allí se había hecho o movido algo, era por estar él ausente,
porque en su presencia no había alguno que tal osara hacer; y que
parecía cosa muy fea carecer de bien cierto por sospecha incierta, y
no presentarse a su padre, y recibir el reino de sus manos, el cual
pendía de él solo.
Siguió este parecer Antipatro, y la fortuna lo echó a Sebaste,
puerto de Cesárea, donde vióse en mucha soledad, porque todos huían
de él y ninguno osaba llegársele. Porque aunque siempre fué
igualmente aborrecido, sólo entonces tenían libertad para mostrarle
la voluntad y el odio.
Muchos no osaban venir delante U rey por el miedo que tenían, y
todas las ciudades estaban ya llenas de la venida de Antipatro y de
sus cosas. Sólo Antipatro ignoraba lo que se trataba de él.
No había sido hombre más noblemente acompañado hasta allí, que él
en su partida pira Roma, ni menos bien recibido a su vuelta. Sabiendo
él las muertes que habían pasado en los de su casa, encubríalas
astutamente; y muerto casi de temor dentro el corazón, mostraba a
todos gran contentamiento en la cara. No tenla esperanza de poder
huir, ni podía salir de tantos males de que cercado estaba. No había
hombre que le dijese algo de cierto de todo cuanto en su casa se
trataba, porque el rey lo había prohibido bajo muy gran pena. Así,
estaba una vez con esperanza muy alegre, haciendo creer que no se
había hallado algo, y que si por dicha se había algo descubierto,
con su atrevida desvergüenza lo excusaría, y con sus engaños, los
cuales le eran como instrumentos para alcanzar salud.
Armados, pues, con ellos, vínose al palacio con algunos amigos, los
cuales fueron echados con afrenta de la puerta primera.
Quiso la fortuna que Varrón, regidor de Siria, estuviera allí
dentro; y entrando a ver a su padre, con atrevimiento grande, muy
osado, llegábase cerca como por saludarlo. Echándole Herodes,
inclinando su cabeza a una parte un poco, dijo en voz alta: "Cosa
es ésta de hombre que quiere matar a su padre, quererme ahora
abrazar estando acusado de tantos maleficios y maldades.
Perezcas, mal hombre impío, y no me toques antes de mostrarte sin
culpa y excusarte de tantas maldades como eres acusado. Yo te
daré juicio y por juez a Varrón, el cual se halló aquí a buen
tiempo. Vete, pues, de aquí presto, y piensa cómo te excusarás
para mañana; porque según tus maldades y astucias, pésame darte
tanto tiempo."
Amedrentado mucho Antipatro con estas cosas, no pudiendo
responderle palabra, volvió el rostro y fuése. Como su madre y
mujer le viniesen delante, contáronle todas las pruebas que
había hechas contra él: y él, volviendo entonces en sí, pensaba
de qué manera se defendería.
Al otro día, juntando el rey consejo de todos sus amigos y
allegados, llamó también los amigos de Antipatro; y estando él
sentado junto a Varrón, mandó traer todas las pruebas y testigos
contra Antipatro, entre los cuales había también unos que estaban
ya presos de mucho tiempo, esclavos de la madre de Antipatro, los
cuales habían traído de ésta ciertas cartas al hijo, escritas de
esta manera:
"Porque tu padre entiende todas aquellas cosas, guárdate de
venirte cerca, si no hubieres socorro de César."
Traídas, pues, estas cosas y muchas otras, entró Antipatro, y
arrodillándose a los pies de su padre, dijo: «Suplícote, padre
mío, no quieras juzgar de mí algo antes de dar oído y escuchar
primero mi satisfacción enteramente; porque si tú quieres, yo
mostraré y probaré mi disculpa."
Entonces, mandándole con alta voz que callase, habló con Varrón lo
siguiente:
"Ciertamente sé que tú, Varrón, y cualquier otro juez
juzgará a Antipatro por digno de la muerte. Terno mucho que tú
mismo aborrezcas mucho mi fortuna, y me tengas por digno de toda
desdicha, porque he engendrado tales hijos: pues por esta causa has
de tener mayor compasión de mí por haber sido tan misericordioso
contra tan malos hombres: porque siendo aún aquellos dos
primeros muy mozos, yo les había hecho donación de mi reino: y
habiéndoles hecho criar en Roma, habíalos puesto en gran amistad
con César; pero aquellos que había puesto para que imitasen a otros
reyes, los he hallado enemigos de mi salud y de mi vida, cuyas
muertes han aprovechado mucho a Antipatro: a éste buscaba
seguridad, principalmente por haber de serme sucesor en el reino
y por ser mancebo. Pero esta bestia, habiendo experimentado en mí
más paciencia de la que debía yo mostrarle, quiso echar en mí su
hartura; y parecíale vivir yo más de lo que le convenía, no
pudiendo sufrir mi vejez, por lo cual no quiso ser hecho rey sin que
primero matase a su padre. Muy bien entiendo de qué manera vino
a pensar esto, porque le saqué ¿el puesto donde estaba,
menospreciando y echando los hijos que me habían nacido de la reina,
y le había declarado por Vicario mío en mi reino, y después
de mí por rey. Confiésote, pues, a ti, Varrón, en esto, el error
grande que tenía asentado en mi entendimiento. Yo he movido estos
hijos contra mí, pues por hacer favor a Antipatro, les corté todas
las esperanzas. ¿Qué me debían los otros, que no me debiese
éste mucho más? Habiéndole concedido casi todo mi poder y mando,
aun viviendo yo dejándole por heredero de todo mi reino, y además
de haberle dado renta ordenada de cincuenta talentos cada año, cada
día le hacía todos sus gastos con mis dineros, y habiéndose de ir
para Roma, ahora le di trescientos talentos; y encomendélo a él
sólo, como guarda de su padre, a César. ¡Oh! ¿Qué hicieron
aquellos que fuese tan gran maldad, como las de Antipatro? ¿Qué
indicios o pruebas tuve yo de aquellos, así corno tengo de las cosas
de éste? Y aun de éste puedo probar que ha osado hacer algo el
matador de su padre y perverso parricida, para que tú, Varrón, te
guardes, pues aun piensa encubrir la verdad con sus engaños. Mira
que yo conozco bien esta bestia, y veo ya de lejos que ha de
defenderse con razones semejantes a verdad, y que te ha de mover con
sus lágrimas. Este es el que en otro tiempo me solía amonestar que
me guardase de Alejandro entretanto que vivía, y que no fiase mi
cuerpo de todos; éste es el que solía entrarse hasta mi cámara, y
mirar que alguno no me tuviese puestas asechanzas: éste era el
que me guardaba mientras yo dormía: éste me aseguraba: éste me
consolaba en el llanto y dolor de los muertos: éste era el juez de
la voluntad de los hermanos que quedaban en vida: éste era mi
defensa y mi guarda. Cuando me acuerdo, y me viene al pensamiento,
Varrón, su astucia, y cómo disimulaba cada cosa, apenas puedo creer
que estoy en la vida y me maravillo mucho de qué manera he podido
quitar y huir un hombre que tantas asechanzas me ha puesto por
matarme. Pero pues mi desdicha levanta y revuelve mi propia sangre
contra mí, y los más allegados me son siempre contrarios y muy
enemigos, lloraré mi mala dicha y geniiré mi soledad conmigo mismo.
Pero ninguno que tuviere ser de mi sangre me escapará, aunque haya
de pasar la venganza por toda mi generación."
Diciendo estas cosas, hubo que cortar su habla y callar por el gran
dolor que le confundía; pero mandó a uno de sus amigos, llamado
Nicolao, declarar todas las pruebas que se habían hallado contra
Antipatro. Estando en esto, levantó Antipatro la cabeza, y quedando
arrodillado delante de su padre, dijo con alta voz: "Tú, padre
mío, has defendido mi causa, porque, ¿de qué manera había yo de
buscarte asechanzas para darte la muerte, diciendo tú mismo que
siempre te he guardado y defendido? Y si el amor y la piedad mía
para ti, mi padre, dices que ha sido fingida y cautelosa, ¿cómo he
sido en todas las cosas tan astuto, y en esta sola tan simple y sin
sentido, que no entendiese que si los hombres no alcanzaban tan
gran maldad, no podía serle escondida al juez celestial, el cual
está en todo lugar, y de allá arriba lo ve y mira todo? Por
ventura, ¿ignoraba yo lo que mis hermanos debían hacer, de los
cuales Dios ha tomado venganza manifiestamente, porque pensaban
mal contra ti? ¿Pues qué cosa ha habido por la cual hubiese de
ofenderme tu salud? ¿La esperanza de reinar? No, porque ya yo
reinaba. ¿La sospecha de ser aborrecido? Menos, porque antes era muy
amado. Por ventura, ¿algún miedo que yo tuviese de ti? Antes
por guardarte, los otros huyen de mí, y me temían. Por ventura,
¿fué causa la pobreza? Mucho menos, porque, ¿quién hubo que tanto
despendiese, y quién más a su voluntad?
"Si yo fuera el más perdido hombre del mundo, y tuviese, no
ánimo de hombre, sino de bestia y muy cruel, debía ciertamente
ser vencido con los beneficios tantos y tan grandes que de ti he
recibido como de padre verdadero, habiéndome, según tú has dicho'
puesto en tu gracia y tenido en más que a todos los otros hijos,
habiéndome declarado en vida tuya por rey, y con muchos otros bienes
muy grandes que me has concedido, has hecho que todos me tuviesen
envidia. ¡Oh, desdichado yo y amarga partida y peregrinaje mío!
¡Cuánto tiempo y cuánto lugar he dado a mis enemigos para ejecutar
su mala voluntad y envidia contra rní! Pero, padre mío, por ti y
por tus cosas me había ya ido, por que no menospreciase Sileo tu
vejez honrada; Roma es testigo del amor y piedad mía de verdadero
hijo, y el príncipe y señor del universo, César, el cual me
llamaba muchas veces amador de mi padre
"Toma, padre, estas cartas suyas. Estas son más verdaderas que
no las acusaciones fingidas contra mí; con ellas me defiendo.
Estos son argumentos y señal muy cierta de mi amor y afición de
hijo. Acuérdate cuán forzado y cuán a mi pesar haya partido de
aquí, sabiendo claramente las enemistades que muchos tienen
con migo. Tú, oh padre, me has echado a perder imprudentemente
y sin pensarlo. Tú has sido causa que diese yo tiempo y ocasión a
todas las acusaciones contra mí; pero quiero venir a las señales
que de ello tengo; todos me ven aquí presente, sin haber sufrido ni
en la tierra ni en la mar algo que sea digno de un hijo que quiere
matar a su padre; pero no me excuses aún ni me ames por esto, porque
yo sé que soy delante de Dios y delante de ti, mi padre, condenado.
Y corno tal te ruego que no des fe a lo que los otros han confesado
en sus tormentos; venga el fuego contra mí, abráseme las entrañas
y desháganlas a pedazos los instrumentos que suelen dar pena;
no perdones a cuerpo tan malo, porque si yo soy matador de mi padre,
no debo escapar sin gran pena y sin gran tormento."
Diciendo con gritos y voces altas lo presente, derramando muchas
lágrimas y dando gemidos, movió a todos, y a Varrón también, a
misericordia; sólo Herodes, con la gran ira que tenía, no lloraba,
estando tan bien visto en la verdad de aquel negocio y en las
pruebas.
Nicolao dijo allí muchas cosas, por mandado del rey, de las astucias
y maldades de Antipatro, con las cuales quitó la esperanza de tener
de él misericordia, y comenzó una grave acusación, imputándole
todos los maleficios y maldades que se habían hecho en el reino,
pero principalmente las muertes de sus hermanos, las cuales mostraba
haber acontecido por calumnias de él, y que, no contento con ellas,
aun acechaba a los que vivían, como que le hubiesen de quitar la
herencia y sucesión en el reino. Porque aquel que da ponzoña a su
padre, mucho más fácilmente y con menos miedo la daría a sus
hermanos. Viniendo después a probar la verdad de la ponzoña,
mostraba las confesiones por su orden, aumentando también la maldad
de Feroras, como que Antipatro le hubiera hecho matador de su
hermano; y habiendo corrompido los mayores amigos del rey, había
henchido de maldad toda la Casa Real. Habiendo dicho, pues, estas y
muchas cosas tales, y habiéndolas todas probado, acabó.
Mandó Varrón a Antipatro que respondiese, al cual no :respondió ni
dijo otra cosa sino "Dios es testigo de mi inocencia y
disculpa". Y estando echado en tierra, humilde y callado, pidió
Varrón la ponzoña, y dióla a beber a uno de los condenados a
morir; y siendo en la misma hora muerto, habiendo hablado algo en
secreto con Herodes, escribió todo lo que se había
tratado en el Consejo, y al otro día después se partió de allí.
Pero el rey, con todo esto, dejando a Antipatro muy auen recaudo,
envió embajadores a César, haciéndole saber lo que se había
tratado de su muerte.
También era acusado Antipatro de que había acechado a Salomé Por
matarla. Había venido un criado o esclavo de Antifilo, de Roma, con
cartas de una cierta criada de Julia, llamada Acmes, con las cuales
le hacía saber al rey cómo entre las cartas de Julia se hablan
hallado ciertas cartas de Salomé, escritas por mostrarle la buena
voluntad que le tenía. En las cartas de Salomé había muchas cosas
dichas malamente contra el rey, y muy grandes acusaciones; pero todo
esto era fingido por Antipatro, el cual, habiendo dado mucho dinero a
Acmes, la había persuadido que las escribiese y enviase a Herodes,
porque la carta escrita por esta mujercilla lo manifestó, cuyas
palabras eran éstas: "Yo he escrito a tu padre, según tu
voluntad, y le he enviado otras cartas, con las cuales
ciertamente sé que el rey no te podrá perdonar si las viere y le
fueren leídas. Harás muy bien si después de hecho todo, te tienes
a lo prometido y te acordares de ello." Hallada esta carta y
todo lo que fué fingido contra Salomé, vínole al rey el
pensamiento de que fuese por ventura muerto Alejandro por falsas
informaciones y cartas fingidas; y fatigábase pensando que casi
hubiera muerto a su hermana por causa de Antipatro. No quiso, pues,
esperar más ni tardar en tomar venganza y castigo de todo en
Antipatro; pero sucedióle una dolencia muy grave, la cual fué causa
de no poder poner por obra ni ejecutar lo que había determinado.
Envió, con todo, letras a César, haciéndole saber lo de la criada
Acrnes, y de lo que habían levantado a Salomé; y por esto mudó su
testamento, quitando el nombre de Antipatro.
Hizo heredero del reino a Antipa, después de Arquelao y de Filipo,
hijos mayores, porque también a éstos habla acechado Antipatro y
acusado falsamente. Envió a César, además de muchos otros dones y
presentes, mil talentos, y a sus amigos libertos, mujer e hijos, casi
cincuenta; dió a todos los otros muchos dineros y muchas tierras y
posesiones; honró a su hermana Salomé con dones también muy ricos,
y corrigió lo que hemos dicho en su testamento.
***
Capítulo XXI
Del águila de oro y de
la muerte de Antipatro y Herodes.
Acrecentábasele la enfermedad cada día, fatigándole mucho su vejez
y tristeza que tenía siendo ya de setenta años; tenía su ánimo
tan afligido por la muerte de sus hijos, que cuando estaba sano no
podía recibir placer alguno. Pero ver en vida a Antipatro, le
doblaba su enfermedad, a quien quería dar la muerte muy de pensado
en recobrando la salud.
Además de todas estas desdichas, no faltó tampoco cierto ruido que
se levantó entre el pueblo. Había dos sofistas en la ciudad que
fingían ser sabios, a los cuales parecía que ellos sabían todas
las leyes, muy perfectamente, de la patria, por lo cual eran de todos
muy alabados y muy honrados. El uno era judas, hijo de Seforeo, y el
otro era Matías, hijo de Margalo. Seguíalos la mayor parte de la
juventud mientras declaraban las leyes, y poco a poco cada día
juntaban ejército de los más mozos; habiendo éstos oído que el
rey estaba muy al cabo, parte por su tristeza y parte por su
enfermedad, hablaban con sus amigos y conocidos, diciendo que ya
era venido el tiempo para que Dios fuese vengado, y las obras que se
habían hecho contra las leyes de la patria, fuesen destruidas;
porque no era lícito, antes era cosa muy abominable, tener en el
templo imágenes ni figuras de animales, cualesquiera que fuesen.
Decían esto, por que encima de la puerta mayor del templo había
puesta un águila de oro. Y aquellos sofistas amonestaban entonces a
todos que la quitasen, diciendo que sería cosa muy gentil que,
aunque se pudiese de allí seguir algún peligro, mos trasen su
esfuerzo en querer morir por las leyes de su patria; porque los que
por esto perdían la vida, llevaban su ánima inmortal, y la fama
quedaba siempre, si por buenas cosas era ganada; pero que los que no
tenían esta fortaleza en su ánimo, amaban su alma neciamente, y
preciaban más de morir por dolencia que usar de virtud.
Estando ellos en estas cosas, hubo fama entre todos que el rey se
moría; Con esta nueva tomaron mayor ánimo todos los mozos, y
pusieron en efecto su empresa más osadamente; y luego, después de
mediodía, estando multitud de gente en el templo, deslizándose por
unas maromas, cortaron con hachas el águila de oro que estaba en
aquel techo. Sabido esto por el capitán del rey, vino aprisa,
acompañado de mucha gente; prendió casi cuarenta mancebos, y
presentóselos al rey, los cuales, siendo interrogados primero si
ellos habían sido los destructores del águila, confesaron que si;
preguntáronles más, que quién se lo había mandado. Dijeron que
las leyes de su patria. Preguntados después por qué causa estaban
tan contentos estando tan cercanos de la muerte, respondieron
que porque después de ella tenían esperanza de que habían de gozar
de muchos bienes.
Movido el rey con estas cosas, pudo más su ira que su enfermedad,
por lo cual salió a hablarles; y después de haberles dicho muchas
cosas como sacrilegos, y que con excusa de guardar la ley de la
patria habían tentado de hacer otras cosas, Juzgólos por dignos de
muerte como hombres impíos. El pueblo, cuando vió esto, temiendo
que se derramase aquella pena entre muchos más, suplicaba que tomase
castigo en los que hablan persuadido tal mal, y en los que habían
preso en la obra, y que mandase perdonar a todos los demás;
alcanzando al fin esto del rey, mandó que los sofistas y los que
habían sido hallados en la obra, fuesen quemados vivos, y los otros
que fueron presos también con aquellos, fueron dados a los verdugos,
para que ejecutasen en ellos sentencia y los hiciesen cuartos.
. Estaba Herodes atormentado con muchos dolores, tenía calentura muy
grande, y una comezón muy importuna por todo su cuerpo, y muy
intolerable. Atormentábanle dolores del cuello muy continuos; los
pies se le hincharon como entre cuero y carne; hinchósele también
el vientre, y pudríase su miembro viril con muchos gusanos; tenía
gran pena con un aliento tras otro; fatigábanle mucho tantos
suspiros y un encogimiento de todos sus miembros; y los que
consideraban esto según Dios, decían que era venganza de los
sofistas; y aunque él se veía trabajado con tantos tormentos y
enfermedades como tenía, todavía deseaba aún la vida y pensaba
cobrar salud pensando remedios; quiso pasarse de la otra parte del
Jordán y que le bañasen en las aguas calientes, las cuales entran
en aquel lago fértil de betún, llamado Asfalte, dulces para beber.
Echado allí su cuerpo, el cual querían los médicos que fuese
consolado y untado con aceite, se paró de tal manera, que torcía
sus ojos como si muerto estuviera; y perturbados los que tenían
cargo de curarle allí, pareció que con los clamores que movían, él
los miró.
Desconfiando ya de su salud, mandó dar a sus soldados cincuenta
dracmas, y mandó repartir mucho dinero entre los regidores y amigos
que tenía; y como volviendo hubiese llegado a Hiericunta
corrompida su sangre, parecía casi amenazar él a la muerte.
Entonces pensó una cosa muy mala y muy nefanda, porque mandando
juntar los nobles de todos los lugares y ciudades de Judea en un
lugar llamado Hipódromo, mandólos cerrar allí. Después,
llamando a su hermana Salomé y al marido de ésta, Alejo, dijo: "Muy
bien sé que los judíos han de celebrar fiestas y regocijos por mi
muerte, pero podré ser llorado por otra ocasión, y alcanzar gran
honra en mi sepultura, si hiciereis lo que yo os mandare; matad todos
estos varones que he hecho poner en guarda, en la hora que yo fuere
muerto, porque toda Judea y todas las casas me hayan de llorar a
pesar y a mal grado de ellas."
Habiendo mandado estas cosas, luego al mismo tiempo se tuvieron
cartas de Roma, de los embajadores que había enviado, los
cuales le hacían saber cómo Acmes, criada de Julia, había sido por
mandamiento de César degollada, y que Antipatro venía
condenado a muerte. También le permitía César que si quisiese más
desterrarlo que darle muerte, lo hiciese muy francamente.
Húbose con esta embajada alegrado y recreado algún poco Herodes;
pero vencido otra vez por los grandes dolores que padecía, porque la
falta de comer y la tos grande le atormentaba en tanta manera
que él mismo trabajó de adelantarse a la muerte antes de su tiempo,
y pidió una manzana y un cuchillo también, porque así la
acostumbraba de comer; después, mirando bien no hubiese alrededor
alguno que le pudiese ser impedimento, alzó la mano como si él
mismo se quisiese matar, pero corriéndole al encuentro Archiabo, su
sobrino, y habiéndole tenido la mano, levantóse muy gran llanto y
gritos de dolor en el palacio, como si el rey fuera muerto.
Oyéndolo Antipatro, tomó confianza, y muy alegre con esto, rogaba a
sus guardas que le desatasen y dejasen ir, y prometíales mucho
dinero, a lo cual no sólo no quiso el principal de ellos consentir,
y lo hizo luego saber al rey.
El rey entonces, levantando una voz más alta de lo que con su
enfermedad podía, envió luego gente para que matasen a
Antipatro, y después de muerto lo mandó sepultar en Hircanio.
Corrigió otra vez su testamento y dejó por sucesor suyo a Arquelao,
hijo mayor, hermano de Antipa, e hizo a Antipa tetrarca o procurador
del reino.
Pasados después cinco días de la muerte del hijo, murió Herodes,
habiendo reinado treinta y cuatro años después que mató a
Antígono, y treinta y siete después que fué declarado rey por los
romanos. En todo lo demás le fué fortuna muy próspera, tanto como
a cualquier otro; porque un reino que había alcanzado por su
diligencia, siendo antes un hombre bajo y habiéndolo conservado
tanto tiempo, lo dejó después a sus hijos.
Pero fué muy desdichado en las cosas de su casa y muy infeliz.
Salomé, juntamente con su marido, antes que supiese el ejército la
muerte del rey, había salido para dar libertad a los presos que
Herodes mandó matar, diciendo que él había mudado de parecer y
mandado que cada uno se fuese a su casa. Después que éstos fueron
ya libres y se hubieron partido, fuéles descubierta la muerte de
Herodes a todos los soldados.
Mandados después juntar en el Anfiteatro en Hiericunta, Ptolomeo,
guarda del sello del rey, con el cual solía sellar las cosas del
reino, comenzó a loar al rey y consolar a toda aquella muchedumbre
de gente. Leyóles públicamente la carta que Herodes le había
dejado, en la cual rogaba a todos ahincadamente que recibiesen
con buen ánimo a su sucesor; y después de haberles leído sus
cartas, mostróles claramente su testamento, en el cual habla
dejado por heredero de Trachón y de aquellas regiones de allí
cercanas, procurador a Antipa, y por rey a Arquelao; y le había
mandado llevar su sello a César, y una información de todo lo que
había administrado en el remo, porque quiso que César confirmase
todo cuanto él había ordenado, como señor de todo; pero que lo
demás fuese cumplido y guardado según voluntad de sutestamento.
Leído el testamento, levantaron todos grandes voces, dando el
parabién a Arquelao, y ellos y el pueblo todo, discurriendo por
todas partes, rogaban a Dios que les diese paz, y ellos de su parte
también la prometían. De aquí partieron a poner diligencia en la
sepultura del rey; celebróla Arquelao tan honradamente como le
fué posible; mostró toda su pompa en honrar el enterramiento, y
toda su riqueza; porque habíanlo puesto en una cama de oro toda
labrada con perlas y piedras preciosas; el estrado guarnecido de
púrpura; el cuerpo venía también vestido de púrpura o grana;
traía una corona en la cabeza, un cetro real en la mano derecha;
alrededor de la cama estaban los hijos y los parientes; después
todos los de su guarda; un escuadrón de gente de Tracia, de alemanes
y francos, todos armados y en orden de guerra, iban delante; todos
los otros soldados seguían a sus capitanes después muy
convenientemente. Quinientos esclavos y libertos traían olores;
y así fué llevado el cuerpo camino de doscientos estadios al
castillo llamado Herodión, y allí fué sepultado, según él mismo
había mandado. Este fué el fin de la vida y hechos del rey Herodes.
Fin del Primer Libro
i
¿No es esto lo que
ocurre hoy día con los pastores modernistas? Cuán cierto es lo que
dice Salomón en Eclesiastés 1:9, es decir, que la Historia se
repite.
iv
Ciudadanos de Séforis.
vi
Quiero decir uno de los cuatro Príncipes entre los cuales está
repartida una provincia.
vii
Quiere decir que en Séforis estaban las escrituras originales, la
cobranza del dinero perteneciente al Rey.
1 comentario:
ESTIMADOS HERMANOS:
Solicito mi sumo sacerdocio superior al del arcángel San Miguel.
Atentamente:
Jorge Vinicio Santos Gonzalez,
Documento de identificacion personal:
1999-01058-0101 Guatemala,
Cédula de Vecindad:
ORDEN: A-1, REGISTRO: 825,466,
Ciudadano de Guatemala de la América Central.
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