PARTE 1
Prólogo
El autor del primer bosquejo
biográfico de la vida de Samuel Morris, doctor Thaddeus C. Reade, me pidió que
hiciera un relato más completo y franco de su vida y obra. Ahora, después de
setenta y nueve años de una vida muy ocupada, he encontrado el tiempo para
satisfacer el pedido del doctor Reade. En las páginas que siguen he tomado
algunos detalles menores de varios escritos posteriores al suyo. Entre estos
deseo mencionar "The Angel in Ebony" (El ángel de ébano) de Jorge O.
Masa, quien muy bondadosamente reconoció mis contribuciones de material
original que incluyó en su propio libro.
Estoy agradecido por las
valiosas sugerencias de amigos incluyendo al doctor Robert Lee Stuart, presidente
de la Universidad
de Taylor, y a la doctora Elizabeth C. Bentley, miembro del cuerpo directivo.
En forma especial me siento en deuda con la doctora Harriet Stemen McBeth,
maestra amada de Samuel Morris quien le conoció mejor que nadie.
Desde el tiempo en que el
doctor Reade me encomendó esta tarea de amor, la influencia y reputación de
Samuel Morris han crecido considerablemente; ahora tengo el privilegio de
incluir sorprendentes pruebas, hasta aquí desconocidas, del carácter
imperecedero de su liderazgo espiritual.
Prenda de guerra
El Continente Africano ha dado
al mundo muchas de las joyas más preciosas, pero estos diamantes en bruto no
brillan cuando se los descubre. Son piedras opacas que necesitan ser cortadas y
pulidas para que puedan luego resplandecer con los colores del arco iris.
Y así, África nos ha dado a
uno de los líderes cristianos más ilustres de los tiempos modernos: Samuel
Morris. La gloria de la verdadera Luz del Mundo se ve reflejada con claridad
meridiana en este diamante negro que Dios hallara en el Africa más oscura. Pero
el poder radiante que hizo de Samuel Morris un líder irresistible a los
hombres, no fue suyo de nacimiento. Primero, Dios tuvo que tratarlo para
tallarlo y pulirlo hasta que estuvo en condiciones de exhibir al mundo ese
poder glorioso.
Conociendo la vida del joven
africano, podemos afirmar que no fue lo que algunos podrían llamar un
afortunado. Durante su infancia y adolescencia vivió semidesnudo, casi al mismo
nivel de los animales inferiores. A la edad de quince años era tan sólo uno de
los miles de jóvenes nativos escondidos en las selvas del Africa Occidental. Su
tribu descendía de los Kru y habitaba en los bosques al oeste de la Costa de Marfil.
Su nombre nativo era Kaboo. Su
padre era jefe de la tribu. Pero, a pesar de que Kaboo era el hijo mayor de su
padre y así un príncipe, en todo el mundo no existía una criatura más miserable
que él. Había caído de una posición de libertad y honor a una de desgracia y
peor que la esclavitud.
En aquellas regiones era
costumbre que un jefe derrotado en una guerra debía dar a su hijo mayor en
prenda o rehén para asegurar el tributo que se imponía al vencido. Si el pago
se retrasaba, el hijo frecuentemente era sometido a torturas. Esa fue la suerte
de Kaboo.
Siendo aún pequeño su padre
fue derrotado en dos ocasiones por tribus vecinas y Kaboo debió ser entregado
en prenda al jefe victorioso. La primera vez ocurrió mientras Kaboo era
demasiado pequeño como para recordarlo. Su padre pudo pagar la indemnización
prontamente, y el hijo le fue devuelto. La segunda vez, Kaboo estuvo prisionero
durante varios años antes de que se pudiera completar su rescate. Fue esta una
experiencia tan terrible que Kaboo nunca quiso hablar de ella.
Por un tiempo muy breve pudo
permanecer en su hogar antes de que su tribu se viera envuelta nuevamente en
una guerra desastrosa. Una coalición de tribus enemigas dirigida por un salvaje
cruel y depravado derrotó a su pueblo, arruinó la cosecha y quemó la aldea. Su
padre fue obligado a mendigar la paz y a prometer una indemnización mucho mayor
de lo que su asolado territorio podría proveerle para pagar. Kaboo, que tenía
entonces quince años, fue entregado por tercera vez en prenda para asegurar el
cumplimiento del duro acuerdo.
El día fijado para el pago, el
padre de Kaboo vino con todo el marfil, caucho, nueces de cola y otros
artículos de comercio que su gente había podido juntar. El jefe victorioso tomó
todo lo que habían traído y después de ponerle precio, declaró que no era el
total de lo prometido, negándose a entregar al prisionero.
El padre de Kaboo, al borde de
la desesperación, resolvió hacer un último esfuerzo. Convenció a la tribu para
que sacrificaran sus últimas pertenencias. Al llegar en su segunda visita, su
ofrenda fue nuevamente declarada insuficiente para cubrir la deuda. Desde unos
cuantos años atrás su conquistador estaba manteniendo un comercio floreciente
con mercaderes de Sierra Leona, intercambiando su botín de guerra por sal,
chucherías y ron. Mayormente ron. Al aumentar su apetito por la bebida fuerte,
su idea del valor de la moneda nativa disminuía. No había pago de rescate
suficiente si no lo mantenía bien provisto con bebida alcohólica.
Conociendo de antemano la
injusticia de este salvaje desesperado por la bebida y, temiendo que su hijo ya
no pudiera sobrevivir a las torturas, el padre de Kaboo llevó en esta segunda
visita a una de sus atrayentes hijas para dejarla como rehén en lugar de su hijo.
Kaboo se opuso diciendo:
—Yo puedo sobrellevar el
castigo mucho mejor que mi hermana. Deja que me quede.
El padre comprendió que no
podía hacer otra cosa que regresar con su hija, dejando que Kaboo enfrentara su
destino.
Al no volver luego con lo
exigido, el jefe enfurecido dio orden de que el muchacho fuera castigado a
latigazos todos los días. El castigo era cada vez más prolongado y severo. El
látigo utilizado era una vara espinosa de cierta enredadera venenosa; cada
golpe le arrancaba la piel e implantaba una sustancia afiebrante. La víctima
agonizante sentía como si todo su cuerpo estuviera abrasado por las llamas.
Cada vez que el verdugo
atormentaba a Kaboo, un esclavo Kru, testigo del castigo, era enviado al padre
con la relación desgarradora del suplicio. A esto se añadían amenazas de cosas
peores para el futuro si no redoblaba los esfuerzos por llenar los
requerimientos de su conquistador.
Las heridas de Kaboo no tenían
tiempo de curarse. La piel y la carne de su espalda colgaban a jirones. Pronto
estuvo tan exhausto por la pérdida de sangre y por la fiebre que ya no podía
mantenerse erguido. Entonces prepararon dos vigas en forma de cruz y hasta allí
lo arrastraban para castigarle duramente en la espalda.
La
fuga milagrosa
Kaboo tenía la esperanza de
que la muerte llegaría a liberarlo antes de que experimentara el destino
horrible de un rehén no redimido. Algunos hombres de su tribu habían sido
tomados como esclavos por este jefe cruel. Varios de ellos fueron acusados de
hechiceros y Kaboo los vio literalmente ser despedazados por aquellos salvajes
y enfurecidos borrachos. Pero en esos momentos él se hallaba enfrentando una
situación aún más diabólica.
Anticipando la posibilidad de
que el padre de Kaboo no volviera, ya habían cavado una fosa. Si el castigo
final no persuadía a que se hicieran otros pagos, lo enterrarían vivo hasta el
cuello. Por la fuerza abrirían su boca, le untarían con melaza para atraer a
las hormigas de un hormiguero cercano. El tormento resultante sólo le
prepararía para el acto final cuando a otra clase de hormigas —la temida
marabunda— se le permitiría devorar su carne poco a poco. Estas hormigas han
sido el terror del África tropical; cuando una columna de ellas estaba en
marcha, solían destruir todo ser viviente que encontraran en su camino. El acto
final de la tortura era obvio. Luego, cuando las hormigas ya hubiesen limpiado
los huesos de la víctima hasta no dejar ni una partícula de carne, su esqueleto
sería colocado frente a la choza reservada para el sacrificio de las víctimas
como simple recordatorio a todo futuro deudor.
Al ser echado sobre las dos
vigas dispuestas en forma de cruz para su flagelación final, Kaboo perdió toda
esperanza de rescate y sus fuerzas lo abandonaron, anhelando sólo la ayuda que
la muerte le ofreciera.
De pronto, algo muy extraño
sucedió. Una gran luz, como la de un rayo, irrumpió sobre él. Los que estaban a
su alrededor quedaron enceguecidos por ella. Una voz audible que parecía venir
de lo alto le ordenó levantarse y huir. Todos oyeron la voz y vieron la luz
pero no vieron a ningún hombre, y no lograban entender de qué se trataba.
Al mismo tiempo tuvo lugar una
de esas sanidades instantáneas que la ciencia no puede explicar ni negar. En un
abrir y cerrar de ojos Kaboo recobró sus fuerzas. No había comido ni bebido en
todo el día; sin embargo no sintió hambre, sed o debilidad. Saltando, obedeció
a esa voz misteriosa y huyó de los consternados enemigos con la velocidad de un
ciervo.
¿Cuál era el origen de esa luz
misteriosa que le había traído nuevas fuerzas y libertad? Kaboo no lo sabía ni
podía imaginarlo. Nunca había escuchado del Dios cristiano, nada sabía de
hechos especiales de la
Divina Providencia. Nunca había escuchado acerca de un Salvador
que una vez fue puesto como prenda, en rescate por muchos. Este príncipe
terrenal que pocos momentos antes había estado colgado de dos vigas en cruz
para su tortura final, jamás soñó que un Príncipe celestial había sido también
aprisionado, burlado y golpeado padeciendo una muerte degradante, después de
una lenta tortura, sobre dos maderos en cruz.
Pero lo que Kaboo sí sabía era
que un poder invisible y misterioso había venido para rescatarlo. Unos
instantes atrás había estado malherido, enfermo, sin fuerzas siquiera para
erguirse y, ahora estaba huyendo a toda velocidad.
Era viernes el día de su huida
y Kaboo nunca lo olvidó. Lo llamó su Día de Liberación; y durante el resto de
su vida festejó aquel evento ayunando todos los viernes, sin tomar agua ni
alimento.
La
luz bondadosa
Una vez libre, Kaboo se
escondió en el hueco de un árbol hasta que cayó la noche para eludir a sus
perseguidores. Entonces se dio cuenta de que había escapado de la muerte para
precipitarse a una situación no menos grave. Estaba solo en la selva donde
nadie podía tener la esperanza de sobrevivir mucho tiempo. Sin armas, sin tener
a quién recurrir, sin saber a dónde dirigirse, su situación era desesperante.
No se atrevía a regresar a su
tribu porque de hacerlo traería sobre su pueblo la venganza del conquistador
enfurecido. Tampoco podía ser visto por miembros de otras tribus pues le
devolverían a su opresor a cambio de una fuerte suma que generalmente se pagaba
por un rehén escapado.
En tan difíciles circunstancias
ocurrió otra vez algo sobrenatural. En esas regiones la selva aun de día es
oscura, y de noche imposible de penetrar. Sin embargo la misma luz bondadosa
que había inundado el escenario destinado para su ejecución, volvió a brillar
en derredor suyo. Mucho tiempo atrás, viajando en otro tipo de desierto, una
compañía de hombres liberados también gozó de una guía similar cuando el Señor
"iba delante de ellos de día en una columna de nube para guiarlos por el
camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarles" (Éxodo
13:21). Sin poder explicar la naturaleza de aquel fenómeno, Kaboo vio su camino
iluminado.
Y él necesitaba esta luz tanto
como la necesitaron los hijos de Israel. Los incontables peligros de la selva
le acechaban. Pero más aún que a la mirada feroz de los leopardos y a la
ponzoña de las serpientes, Kaboo temía a los seres de su propia especie. En las
selvas de esta región tan vasta, vivían algunas de las razas más primitivas del
mundo, entre quienes el canibalismo era una práctica generalizada. Caer en sus
manos hubiera significado un fin horroroso.
Y a través de todos estos
obstáculos y peligros, la luz bondadosa fue guiando a Kaboo. Con su ayuda, de
noche veía lo suficiente como para juntar frutas y raíces para alimentarse y,
para cruzar lagos y ríos donde se distinguían los ojos brillantes del cocodrilo
en acecho.
Durante el día siguió
escondiéndose en los troncos de los árboles, para evitar a los vigías de las
aldeas. Después de caminar muchas noches, Kaboo llegó a una plantación en las
afueras de una ciudad, junto a un río. Hasta ese momento, no se había
encontrado con un solo ser humano. Tampoco hubo guía alguno que lo dirigiera a
través de la selva, hasta aquel lugar.
A primera vista, comprobó que
aquella no era una aldea nativa, sino una población extranjera, peculiar del
hombre blanco. Hubiera temido acercarse a los edificios si no hubiese visto a
uno de su propia tribu Kru, trabajando a cierta distancia. Kaboo se le acercó y
se enteró, para su gran alegría, que no había caído en manos de esclavizadores
sino de liberadores de esclavos. La luz misteriosa lo había guiado a una
colonia, cerca de Monrovia, la capital de Liberia.
Para poder apreciar esta
tercera manifestación del favor divino, debemos recordar que en ese tiempo casi
toda Liberia era una jungla, dominada por la ley de la selva. Cuando Kaboo
llegó a Monrovia, este era el único baluarte importante de la civilización en
el país. De esta manera Kaboo fue guiado a la comunidad que, de entre miles, podía
brindarle verdadera seguridad.
Fue también en un día viernes,
su Día de Liberación, cuando Kaboo salió de la jungla a salvo y encontró
aquella aldea semanas después de haber huido de la muerte.
Un nombre
nuevo
Kaboo buscó y encontró empleo
en la plantación de café, donde el otro muchacho Kru ya estaba trabajando. Por
su trabajo le dieron una litera en las barracas, comida y ropa sencilla, como
la que usaban los otros obreros nativos.
Su compañero Kru había estado
escuchando a los misioneros y había aprendido a orar. Kaboo lo vio arrodillado,
con los brazos y el rostro en alto. Cuando Kaboo le preguntó qué era lo que
estaba haciendo, contestó:
—Estoy hablando con Dios.
—¿Y quién es tu Dios?
—preguntó Kaboo.
—Él es mi Padre —contestó el
muchacho.
—Entonces estás hablando con
tu Padre —dijo Kaboo.
En lo sucesivo, siempre llamó
a la oración "hablar con mi Padre". Para su fe de niño, orar era tan
sencillo y seguro como conversar con un padre terrenal.
El domingo siguiente,
invitaron a Kaboo al culto en la iglesia. Se encontró con una multitud reunida
alrededor de una mujer, que hablaba a través de un intérprete. Estaba contando
acerca de la conversión de Saulo; cómo una luz del cielo, repentinamente, lo
alumbró y una voz misteriosa le habló desde lo alto.
Kaboo, sin poder contenerse,
se puso de pie y exclamó:
—¡Esto es justamente lo que me
pasó a mí! ¡Yo he visto esa luz! ¡Es la misma luz que me salvó y me trajo hasta
aquí!
Kaboo se había estado
preguntando por qué había sido salvado tan maravillosamente de la muerte y
guiado a través del bosque. De pronto, en un segundo, comenzó a entender.
Dios sólo manifiesta su poder
salvador cuando un alma toma conocimiento de Él y ejerce una fe consciente.
Pero en su providencia, frecuentemente protege la vida y sana el cuerpo de
aquellos que aún no le conocen; a veces en respuesta a las oraciones de los
creyentes y otras en cumplimiento de sus misericordiosos y soberanos
propósitos.
Pero Kaboo estaba ciego aún al
significado de la salvación, como lo estaba Saulo al caer en tierra, camino a
Damasco. Saulo tuvo necesidad de un creyente para instruirle.Y así como viniera
el mandamiento divino a Ananías, igualmente recayó sobre aquella misionera la
responsabilidad de orientar a Kaboo.
Se trataba de la señorita
Knolls, de Fort Wayne, Indiana, Estados Unidos. Educada en la Universidad de Taylor,
recién había llegado a Liberia. Muchos otros, después, ayudaron en la
instrucción de Kaboo, pero fue ella quien lo guió al reino de Dios y le hizo
ver su verdadera misión en la vida.
Después de aquella
intervención intempestiva en la reunión, Kaboo comenzó a participar
regularmente de los cultos religiosos y de las clases que la señorita Knolls
conducía. Ella le dio las primeras lecciones, básicas para leer y escribir el
inglés. Poco a poco, aprendió la maravillosa historia del nacimiento de Jesús,
en un pesebre; su ministerio entre los humildes, pecadores y enfermos; su
muerte expiatoria y su resurrección. Muy pronto, Kaboo aceptó a Jesús, este
"recién descubierto" Salvador de almas, el mismo "Dios
desconocido" que hacía poco tiempo le había sanado el cuerpo.
Sin embargo, Kaboo no estaba
satisfecho. Comenzó a sentir el deseo de ser como esta mujer de Dios. Anhelaba
poder predicar a su propia tribu Kru, en su idioma, las buenas nuevas del amor
de Dios, que habían traído paz a su corazón. Pero sentía su completa
incapacidad y falta de autoridad para esta misión.
Como todo creyente recién
convertido, Kaboo muy pronto fue consciente de que la redención de la culpa y
del castigo de los pecados del pasado no lo liberaba de cometer pecados futuros
por causa de la debilidad de la carne. Así como su cuerpo llevaba las marcas de
muchos latigazos recibidos, su alma estaba habituada al temor y al odio,
cultivados durante años de cruel sufrimiento. La degradación a la que había
sido sometido, le dio un irremediable sentimiento de inferioridad. Ignorante y
proscrito, no veía mucho futuro para sí mismo a menos que ocurriera otro milagro.
Kaboo no sabía que Dios había
hecho provisión sobrenatural para sus hijos mediante el Espíritu Santo.
Es decir, que la redención por
la sangre de Cristo se hace efectiva a través del poder del Consolador que
purifica el corazón de toda amargura, y que comisiona y dota al creyente para
servir eficientemente a Dios. Kaboo nunca había escuchado de este Ayudador
divino que llega en su plenitud únicamente después de la conversión cuando el
alma, consciente de sus defectos, está lista a consagrarse enteramente a Dios.
Así pues, el Espíritu Santo
vino a socorrer al pobre Kaboo, especialmente para la oración; "pues qué
hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede
por nosotros con gemidos indecibles" (Romanos 8:26).
De modo que Kaboo fue animado
a continuar "hablando con su Padre" noche tras noche. Después de
haber terminado con su tarea, luchaba en oración con voz agonizante. Esto causó
disturbio en la barraca, y sus compañeros, llegados al término de su paciencia,
le advirtieron que tendría que quedarse callado o buscar otro lugar donde
vivir. Kaboo se fue a orar al bosque.
Una noche se quedó hasta
pasada la medianoche. "Volví" —contaría después— "a mi litera,
cansado, con el corazón cargado, y me acosté a dormir. Mi lengua estaba
callada, pero mi corazón seguía orando. ¡De pronto, mi cuarto se iluminó! Al
principio pensé que estaba amaneciendo, pero todos a mi alrededor estaban
profundamente dormidos. El cuarto se iba iluminando cada vez más, hasta que se
llenó de gloria. La carga de mi corazón desapareció repentinamente y quedé con
el sentir de un gozo indecible.
"Mi cuerpo parecía tan
liviano como una pluma. Estaba lleno de un poder que me hacía sentir que hasta
podría volar. No pude contener mi gozo y grité hasta que todos en la barraca se
despertaron. ¡Esta era mi adopción! ¡Ahora yo era hijo del Rey Celestial!
Yo sabía que mi Padre me había salvado con un propósito y que haría su obra en
mí".
Fue esta unión tan completa y
armónica con Dios a través del Espíritu Santo que lo dotó con un poder
sobrenatural para el liderazgo victorioso de su vida futura.
Kaboo nunca habló de este
acontecimiento glorioso como su conversión. Siempre lo llamó su
"adopción". A pesar de que no tenía ningún conocimiento del griego,
usó esta palabra con el mismo sentido en que lo hiciera el erudito Pablo en su
carta a los Efesios —o sea, aquel que siendo un niño de Dios, menor y débil, es
por fin ubicado en el lugar de un hijo adulto, responsable, con el cual Dios tendrá
una plena comunión y cooperación.
Pero Kaboo no fue razonando
todo esto, él nada sabía de teología del Espíritu Santo. Él fue llenado por el
Espíritu de Dios, sencillamente porque estaba dispuesto a rendirse por completo
a Dios. Buscó a Dios de la misma manera que un niño hambriento busca comida; y
porque tuvo hambre de justicia, Dios envió su Espíritu transformador y de poder
en respuesta a esta fe de niño.
Kaboo fue recibido en la Iglesia Metodista
y bautizado como Samuel Morris. Este nombre fue escogido por la señorita Knolls
en honor a su benefactor, un banquero de Fort Wayne. El señor Morris había
ayudado a la señorita Knolls a prepararse para la obra de la predicación del
Evangelio. Y puesto que Kaboo era el primer fruto de las labores de esta
misionera, en gratitud ella le llamó Samuel Morris. Al hacerlo así, ella no
podía adivinar que éste iba a conferir uno de los más grandes honores a su
bienhechor.
Las
primeras señales del liderazgo
Samuel Morris vivió en Liberia
aproximadamente dos años, después de haber sido bautizado. Dejó la plantación y
trabajó en Monrovia en varios empleos. Como pintor de casas, ayudó a pintar el
Instituto Liberia. Su sueldo le alcanzaba apenas para subsistir, pero era
feliz. Estaba tan cautivado por su relación con Dios, que buscó y habló con
cada misionero de esa región.
Trabajó mucho para ellos y
también aprendió de memoria muchos de sus himnos y los solía cantar con vigor y
con maravillosos resultados, a pesar de que no sabía el significado total de
las palabras. Pronto fue conocido como el cristiano nativo más consagrado y
fervoroso de esa región de Liberia.
Poco tiempo después de su
conversión, otro joven nativo fue guiado por él para aceptar a Cristo como su
Señor y Salvador. Por una coincidencia notable, este nativo huyó de la
esclavitud del mismo jefe cruel al cual Sammy había servido como rehén. Este
esclavo estuvo presente en la última tortura de Kaboo; había visto el rayo de
luz misteriosa y escuchado la voz ordenando a Kaboo que huyera.
Un esclavo común era de poco
valor comparado con el rehén de un jefe. Por eso, a él le había sido fácil
escapar y viajar de día sin riesgo, a lo largo de una ruta convencional. Fue
bautizado con el nombre de Henry O'Neil. Confirmó el relato de Kaboo referente
a su huida milagrosa. El testimonio de ambos causó gran impresión entre los
blancos y nativos de Monrovia.
Ya para entonces, Samuel
Morris comenzó a mostrar ese poder asombroso del liderazgo espiritual que le
iba a dar renombre en años posteriores. El incidente que sigue muestra su
método singular de influenciar a otros, no por sermones o por fuerza humana,
sino sencillamente por pedir al Espíritu Santo que actuara en su favor.
Tres mujeres de Monrovia
acordaron reunirse para orar desde la medianoche hasta el amanecer. De este
modo buscaban promover un despertar espiritual en toda la comunidad. Pero les
faltaba un nativo cuyo ejemplo alentara a los otros. Una noche entró uno; oró
durante horas, postrado frente al púlpito. Las mujeres, creyendo que era un
nuevo convertido, salieron rápidamente a dar la buena noticia a los demás.
Cuando regresaron, se dieron cuenta de que este muchacho era Samuel Morris. Él
había estado orando no por él, sino por otros. Sus oraciones fueron escuchadas.
En las reuniones que siguieron, cincuenta jóvenes aceptaron a Cristo.
El reverendo C. E. Smirl,
misionero en Liberia, le dijo a Sammy que para ser un ministro eficaz en su
propio pueblo, era necesario que recibiera una educación y que ésta podía ser
obtenida en América. A pesar de que Sammy no tenía un centavo, alentaba la
esperanza de que el Señor iba a proveerle los cien dólares necesarios para
cruzar el océano. Pero su determinación final de ir a los Estados Unidos, tuvo
su motivación en algo mucho más importante que un aprendizaje intelectual.
Los sermones predicados a los
nativos como Sammy, eran bastante elementales. Enfatizaban la salvación por
medio de la fe en el Señor Jesús, pero revelaban muy poco la personalidad y la
función específica del Consolador. Un día un misionero, lleno del Espíritu
Santo, leyó a Sammy el capítulo 14 del Evangelio de San Juan, en el cual el
Salvador, por primera vez, anuncia a sus discípulos la venida de su nuevo y
poderoso Consolador. Sammy ya había experimentado la bendición del Espíritu
Divino en su corazón; pero fue esta la primera vez que llegaba a su
entendimiento el nombre y significado pleno del Espíritu Santo.
Cuando llegó a comprender que
este Espíritu obra aquí en la tierra, que es una Persona Viviente, no tuvo
palabras adecuadas para expresar su asombro y felicidad. Fácilmente atribuyó la
voz misteriosa, que le guió en su huida, al Espíritu de Dios. Con seguridad, Él
le había hablado como a Samuel, siglos atrás, sin que tampoco reconociera aquél
la voz de Dios. Sammy hizo viajes muy largos para conversar con los misioneros
acerca del Espíritu Santo. El capítulo 14 de San Juan llegó a ser su tema de
estudio constante.
Visitó con tanta frecuencia a
los misioneros e hizo tantas preguntas difíciles acerca del Espíritu que, por
fin, una de ellos se vio obligado a confesar:
—Samuel, ya te he dicho todo
lo que sé acerca del Espíritu Santo.
Él insistió: —¿Y quién le dijo
a usted todo lo que sabe acerca del Espíritu Santo?
Ella respondió que todo su
conocimiento acerca de este tema lo debía a Esteban Merritt, quien en aquel
momento era secretario del obispo Guillermo Taylor.
Samuel Morris, entonces,
preguntó:
—¿Dónde está Esteban Merritt?
La misionera contestó: —En
Nueva York.
—Pues iré a verlo —fue la
pronta respuesta de Sammy.
Sin mayor ceremonia, comenzó
su camino dirigiéndose directamente a la costa del océano. No se preocupó más
por obtener los cien dólares para su pasaje; el Espíritu Santo era más
importante que el dinero; su Padre ya iba a proveer para el camino. Cuando
llegó, vio un buque de vela anclado cerca de la costa y su corazón se llenó de
gozo. Su Padre había respondido a sus oraciones.
Desde el buque se echó un bote
al mar, llevando a varios tripulantes y al propio capitán del barco. Cuando el
capitán desembarcó para vigilar el cargamento, se vio enfrentado con un
muchacho negro, poco atractivo, que le dijo:
—Mi Padre me ha dicho que
usted me llevará a Nueva York a ver a Esteban Merritt.
El capitán, entonces, le
preguntó:
—¿Y quién es y dónde está tu
padre?
—Mi Padre está en el cielo —le
contestó el nativo.
Pero aquél, que era un hombre
áspero, blasfemando, le dijo:
—Mi buque no lleva pasajeros.
Debes estar loco.
Sin embargo, Samuel Morris
estuvo de guardia cerca del bote todo el día. Por la noche, cuando el capitán
regresó nuevamente al barco, Sammy le rogó por segunda vez que lo llevara a
Nueva York. El capitán amenazó de sacarlo a puntapiés, y el bote volvió al
buque sin él. Pero Samuel siguió creyendo en la promesa de su Padre. Durmió en
la arena, donde el pequeño bote había anclado, y oró la mayor parte de la
noche. Al día siguiente se le rechazó nuevamente, pero su fe era tal que no
quiso dejar la costa a pesar de que no había comido por dos días. El siguiente
día era domingo. El capitán y su tripulación volvieron a la costa. Al pisar
tierra esta vez, el muchacho Kru corrió hacia ellos diciendo:
—Mi Padre me ha dicho anoche
que esta vez ustedes me llevarán.
El capitán lo miró asombrado.
Dos tripulantes le habían abandonado la noche anterior, de manera que le
faltaba gente. Reconoció que Sammy era Kru y supuso que era un marino con
experiencia, como lo eran tantos de sus paisanos.
—¿Cuánto quieres ganar? —le
preguntó.
—Sólo lléveme hasta Nueva York
a ver a Esteban Merritt —respondió Sammy.
El capitán se volvió a la
tripulación del bote y les dijo que llevaran al muchacho hasta el buque.
Samuel Morris
estaba gozoso. Sus oraciones habían sido contestadas. Ya estaba a bordo del
buque que le llevaría a América.
PARTE 2
VIAJE Y CONQUISTA
Un Cristóbal Colón del Espíritu
VIAJE Y CONQUISTA
Un Cristóbal Colón del Espíritu
Se puede decir con seguridad
que Samuel Morris fue el primer explorador que navegara el Atlántico en busca
de las riquezas del Espíritu Santo. El Nuevo Mundo que Colón descubrió, era
solamente una extensión del viejo, de cosas físicas perecederas. Samuel Morris
se aventuró en busca del nuevo mundo del Espíritu, que perdurará aun en el
"nuevo mundo" que ha de venir.
Su viaje iba a ser tan
peligroso y emocionante como el del navegante genovés. Tuvo que permanecer casi
medio año a bordo y pasar por muchos peligros antes de llegar a su destino. El
buque estaba dedicado al tráfico de mercadería y navegaba sin rumbo fijo. El
capitán, que era a la vez propietario de la nave, tenía el propósito de pasar
un tiempo negociando con los nativos de la costa, antes de enfilar hacia
Estados Unidos, con un cargamento completo.
Al subir a bordo, Sammy se
encontró con un muchacho tirado sobre cubierta. Era el camarero del capitán. Se
hallaba tan malherido que ni siquiera podía incorporarse. Sammy se arrodilló
junto a él y oró. El muchacho se levantó de inmediato, totalmente restablecido.
¡Dios había intervenido!
Agradecido por ello, el
camarero guió a Sammy, quien ya llevaba tres días sin comer, hasta el comedor
del barco, aunque el cocinero se negó a darle comida para un negro, y
especialmente cuando no había recibido órdenes del capitán para ello. Sin
embargo, el joven agradecido pudo conseguir algo para sí mismo, y lo compartió
generosamente con Sammy.
Cuando el capitán regresó esa
noche al buque e interrogó al nuevo tripulante, se dio cuenta de que se trataba
de un aprendiz de marinero, no acostumbrado a viajes en alta mar. Le dijo a
Sammy que no le iba a servir ya que, al marearse, no podría trabajar. El buque,
de 105 metros
de eslora y tres mástiles, se sacudía mucho al navegar. Decidió, pues, enviarlo
inmediatamente a la costa.
Sammy aseguró al capitán que
no se iba a enfermar y que trabajaría duro hasta llegar a Nueva York. El joven
que había sido sanado por medio de las oraciones de Sammy, se acercó y le rogó:
—Por favor, capitán, llévelo.
¡Mire lo que hizo por mí!
Esa noche levaron anclas y el
muchacho Kru estaba en camino al Nuevo Mundo.
La vida a bordo era una
continua rutina de crueldad. Casi cada palabra era acompañada por una
blasfemia, un puntapié o un bofetón. El capitán era un comerciante y dueño
riguroso. Tenía mucho trato con mercaderes árabes y su relación con ellos le
había endurecido hasta hacerlo despiadado. Todos vivían aterrorizados por él
porque comprendían que la vida y la muerte estaban en sus manos.
La tripulación se hallaba
compuesta por hombres de los cuatro puntos del Globo. Sammy era el único negro
a bordo y toda la tripulación rechazaba su presencia, tanto que comenzaron a
planear alguna manera de deshacerse de él. Golpes e insultos llovían sobre su
cabeza, de todas partes.
En su tercera noche mar
adentro, lo amarraron a uno de los mástiles del buque, donde debía ayudar a
ajustar o recoger las velas. Esa noche una tormenta tropical se levantó
repentinamente y sorprendió al buque con todo el velamen extendido. La carga
era liviana. No había tiempo para recoger las velas. Tenían que capear el
temporal. Sammy oró:
—Padre, no tengo temor porque
sé que tú cuidas de mí. Pero no me gusta estar en este mástil. Por favor, ¿no
quieres hacer algo de manera que yo no necesite ir aquí?
Tuvo la seguridad de que su
oración iba a ser contestada, pero su fe fue puesta a prueba con severidad.
El mástil al cual le habían
atado, con frecuencia esta bajo el agua azotado por las olas. Sammy tragó tanta
agua que se descompuso seriamente. Cuando por fin lo desataron y lo bajaron,
cayó hecho un ovillo. El capitán se le acercó y le dio un puntapié. La cubierta
aún estaba bajo el agua y el buque se balanceaba e inclinaba pesadamente.
Enfermo como se hallaba, Sammy se arrodilló y con manos levantadas, oró:
—Padre, tú sabes que he
prometido a este hombre trabajar todos los días hasta llegar a América. Yo no
puedo trabajar si estoy así enfermo. Por favor, quita esta enfermedad.
Luego se levantó y recomenzó
sus tareas. Nunca más estuvo enfermo en el barco.
Al día siguiente, cuando
estaba por ocupar su puesto en el mástil, el camarero se le acercó y le dijo:
—Sammy, yo escuché tu oración
durante la tormenta. A mí no me gusta el trabajo bajo cubierta y tú no estás
muy entrenado en los aparejos. Cambiemos de puesto.
Sammy aceptó la oferta y otra
oración fue contestada.
Luego se dirigió a cumplir su
nueva tarea. Cuando llegó, el capitán estaba completamente ebrio. Al ver a
Sammy, se precipitó sobre él enfurecido y comenzó a golpearlo con los puños
hasta dejarlo inconsciente en el suelo. Al recobrar el conocimiento, el capitán
ya estaba algo más sobrio. Sammy se levantó y siguió con sus tareas, con tanto
ánimo, como si nada hubiera pasado. Le preguntó al capitán si conocía a Jesús.
Vagos recuerdos de su madre y de su niñez se agitaron en la mente embrutecida
del marino. Sammy se arrodilló y oró con tanta sinceridad y fervor por el
capitán, que éste inclinó la cabeza, conmovido. Fue el comienzo de un período
de convicción.
Sin embargo, no había mucho
tiempo para la meditación en ese momento. La tormenta había averiado el buque.
El casco tenía varias grietas y estaba entrando agua. Una pequeña isla fue
avistada y anclaron a sotavento, para hacer las reparaciones.
Mientras los carpinteros y
calafateadores estaban ocupados, el resto de la tripulación tenía que accionar
las bombas del agua, a fin de mantener el buque a flote. A Sammy lo pusieron en
una de las bombas que tenían que ser manejadas día y noche. La tarea desde ya
era dura para un marinero acostumbrado y fuerte. Sammy, un adolescente pequeño
y frágil, se vio obligado a bombear junto con los más fuertes. Él bombeaba y
oraba; oraba y bombeaba.
Les proveyeron de ron para
mantener el ánimo y aliviar los dolores de la fatiga. Sammy lo rechazó diciendo
que su Padre Celestial le daría las fuerzas. Siguieron bombeando por dos
semanas. La fortaleza de Sammy fue probada hasta el desmayo. Sin embargo, el
Espíritu Santo le dotó de una fuerza y perseverancia sobrenaturales para
continuar.
Venciendo
a un marinero cruel
Fue un día de regocijo general
cuando levaron anclas y salieron mar adentro. El capitán concedió una ración
extra de ron para todos. El aguardiente los enervó y envalentonó. Ya al caer la
tarde, comenzó una pelea en la cubierta. Era una disputa sin sentido, debida a
prejuicios raciales. Un malayo muy corpulento se sintió insultado, tomó un
machete y corrió enceguecido hacia un grupo, con ansias de matar. De pronto,
Sammy se interpuso en su camino y comenzó a decirle, en su modo calmo:
—No mates, no mates.
Daba la casualidad de que este
mismo malayo se había jactado frente a la tripulación, diciendo que pensaba
matar a Sammy. Tenía un odio especial hacia todos los negros. Su machete había
sido fatal para muchos nativos africanos, en encuentros anteriores; era un asesino
del tipo más peligroso. Hasta el mismo capitán le temía.
Mientras Sammy avanzaba, él
levantó su arma y con ojos centelleantes miró al muchacho como si fuera a
despedazarlo. Aquí tenía la oportunidad para cumplir con su amenaza. Sammy, a
su vez, le miró a los ojos sin hacer movimiento alguno para defenderse. El
malayo se detuvo; lentamente bajó su arma y volvió a su litera. Este rufián sin
Dios, se vio enfrentado cara a cara con un poder superior al hombre.
En ese momento el capitán, que
había escuchado el alboroto, subió a la cubierta con una pistola en cada mano,
listo para matar a los agitadores. Al ver que la tripulación de pronto dejó de
pelear, porque Sammy había intervenido, no pudo sino reconocer que este
muchacho africano poseía un poder misterioso, más fuerte que las pasiones
animales de los hombres más brutos. Bajó luego al camarote con Sammy, el cual
se arrodilló y oró por toda la tripulación. Por primera vez el capitán se unió
a la oración; una oración de agradecimiento al Señor por haber enviado tal
embajador de paz entre ellos. En aquel momento se arrepintió de sus pecados y
encontró una nueva vida. Fue el primero de muchos convertidos a Cristo, por
intermedio de Sammy, a bordo del buque.
Sammy encontró que la cabina
del capitán era una cueva oscura y lúgubre, que había sido escenario de muchas
orgías. Restos de tabaco, tierra y mugre de en todos los rincones. Sammy le dio
a la cabina un bautismo de agua y jabón. Hasta las armas que colgaban de las paredes
se convirtieron en brillantes decoraciones bajo su cuidado. Uno de los dichos
de Sammy era, "El Espíritu no puede morar donde impera la mugre". El
capitán estaba contento y mostró su "nuevo alojamiento" a los
oficiales del buque.
Lentamente Sammy ganó por
completo el corazón del capitán. Éste, al principio, se sintió molesto por sus
frecuentes oraciones; pero luego permanecía de pie con la gorra en la mano
mientras oraban. Bajo esta nueva influencia, no pagó más a su gente con ron.
Las grandes peleas entre la tripulación dejaron de existir. Ahora el capitán
los llamaba al puente de popa para orar. En estas ocasiones, la voz clara y
fuerte de Sammy y las canciones que él había aprendido de memoria en Liberia,
fueron un factor importante en ganar la buena voluntad de aquellos hombres. En
sus momentos libres, pasaban horas escuchándole entonar esos himnos cristianos
que llegan al alma y que nunca pierden su poder y encanto. Al cantar Sammy, voz
tras voz se le unía en la melodía del coro, hasta que todos experimentaron la
pasión tierna de la constante búsqueda del hombre hacia Dios, y el sentido de
la maravilla de su respuesta de gracia.
El asesino malayo que había
amenazado a Samuel Morris, enfermó gravemente. Decayó tanto que se perdió toda
esperanza de que sobreviviera. Sammy no conocía su idioma y nada tenía en común
con él. Sin embargo, cuando supo de su estado, fue a su litera y oró por él. El
malayo recibió inmediata sanidad. Este salvaje corpulento, había vivido sin
Dios, solamente para los deseos de la carne. Siempre odió a los de raza negra y
nunca perdió la oportunidad de demostrarlo. Pero luego, toda su actitud cambió;
gustoso hubiera dado la vida por Sammy, aún cuando él pertenecía a esa raza.
La tripulación, habiendo sido
reclutada de todas partes del mundo, no tenía afinidades ni ideales en común.
Cada boca se expresaba en un lenguaje distinto. Cada corazón recordaba un hogar
diferente. Sin embargo, pronto todos comenzaron a orar y cantar con Samuel
Morris. Diferencias de raza, país, idioma y credo, quedaron olvidadas. El Dios
de Sammy llegó a ser su Dios. La
Luz que lo había llevado hasta ellos, irradiaba a través de
su vida, tan refulgentemente, que todos podían verla; y habiéndola visto,
encontraron una nueva unión de hermanos.
Una
batalla sangrienta
El comercio del capitán con
los nativos de la costa y las islas, resultó sumamente provechoso. El buque
tenía su capacidad de carga completa con productos nativos. Unas pocas paradas
más y estarían listos para enfilar directamente a Nueva York. Sammy comenzó a
gozar del viaje.
Una noche, ya tarde, avistaron
una gran isla o península, cuyo nombre Sammy nunca llegó a conocer. A la mañana
siguiente, el capitán decidió acercarse hasta la costa para negociar con los
nativos. Cargó el bote con bastante mercadería y llevó consigo más tripulantes
que lo habitual. Tenía el vago presentimiento de que algo no andaría bien. Dio
armas a sus hombres e instruyó al que ocupaba el puesto de vigía en el tope del
mástil, que vigilara cuidadosamente la costa y que le hiciera señales tan
pronto como observara algo anormal. El bote estaba muy cargado e iba despacio,
contra la corriente. Cuando ya había llegado a mitad de camino, el vigía vio a
cientos de nativos acercarse a la orilla y embarcarse en canoas, en las cuales
se lanzaron como flechas al mar. Hizo desesperadas señas al bote para que
volviera.
El capitán comenzó a regresar,
pero iban tan cargados, que no estaban en condiciones de competir con las
ligeras canoas de los nativos. Pronto éstas se acercaron por la popa y algunos
impedían a los tripulantes usar sus remos. Los nativos no contaban con la
posibilidad de que iba a haber lucha. Estaban empeñados en capturar el bote y
el buque sin esfuerzo, con toda su carga. El jefe de estos nativos era un
hombre blanco, de terrible aspecto. Algunas semanas atrás había dirigido con
éxito a sus seguidores en un asalto en masa contra un buque mercante, cargado
con ron y otras mercaderías. El capitán se había entregado con la esperanza de
salvar su vida y la de su tripulación. La nave había sido saqueada y pronto los
salteadores estaban todos ebrios. Con el consentimiento de su jefe, el capitán
y cada uno de los miembros de la tripulación fueron echados al mar.
Envalentonados con el éxito,
los salvajes esperaban repetir su maniobra. Pero el capitán de Sammy era lo
suficientemente astuto como para tomar ventaja de esta presunción. Al verse
rodeados, abrieron fuego a quemarropa, de modo que cada tiro tuvo su víctima.
Con esto lograron que cundiera el pánico entre los atacantes, lo que les
permitió acercarse al buque. El resto de la tripulación comenzó entonces a
hacer fuego desde cubierta. Por fin, lograron subir a bordo, aunque no pudieron
izar el bote.
Pero mientras los tripulantes
del buque se ocupaban en rescatar al capitán, otro grupo de nativos,
encabezados por su jefe blanco, se encaramaron por el lado opuesto. Uno de los
primeros en abordar fue su jefe quien hablaba inglés. Dirigiéndose al capitán,
le gritó demandando la rendición del buque. La tripulación, en tanto, tuvo
tiempo de hacer preparativos para la batalla. Hombres armados habían sido
puestos en lo alto del aparejo. Uno de ellos disparó y mató al jefe, quien fue
echado al mar. Algunos de sus seguidores, sin embargo, se lanzaron a la
escotilla y llegaron a la bodega del buque con la esperanza de saquearla.
Sammy permanecía al lado del
capitán y vio la matanza del hombre blanco renegado. Cuando el capitán vio que
los nativos iban hacia la bodega, ordenó a Sammy que fuera a su cabina, se
encerrara con cerrojo y cuidara de las cosas de valor del buque. Esperaba
también, de esta manera, mantener a Sammy fuera de la zona de peligro.
La tripulación echó el cerrojo
a la escotilla, de modo que los nativos que encontraran en la bodega, no
pudieran salir. Luego dirigieron su atención a los otros que, para este
momento, estaban subiendo a cubierta por todos lados. Sammy ya no podía ver la
lucha, pero sí podía escuchar el estampido de las armas, el golpe seco de los
hombres que caían, los gritos y gemidos de los heridos. Era una lucha sin
cuartel. Cerca del mediodía, una fuerte brisa se levantó y el buque comenzó a
balancearse, de manera que los nativos ya no podían abordarlo. Cesó el fuego
del cañón. Muy pronto Sammy escuchó el clic de las cadenas del ancla mientras
se enrollaban alrededor del cabrestante. El buque comenzó a moverse. Durante
horas pudo oír las pisadas fuertes de botas sobre cubierta y el chapoteo de
cuerpos que caían al mar. Ya anochecía cuando Sammy escuchó que se abría la
escotilla. La tripulación bajaba a la bodega en busca de los otros saqueadores
quienes, totalmente ebrios con ron, fueron sometidos con facilidad.
Entonces el capitán fue hasta
su cabina y dio la señal a Sammy para que abriera la puerta. Cuando Sammy lo
hizo, entró tambaleándose, más muerto que vivo, agotado por completo a causa de
la lucha larguísima, y de la pérdida de sangre. Cayó al suelo desmayado. Sammy
lo arrastró hasta la litera; lo bañó y le curó las heridas lo mejor que pudo.
Luego se arrodilló junto a la cama y derramó su alma en oración por su amigo.
El capitán recobró el
conocimiento mientras Sammy oraba. Puso su brazo, suavemente, alrededor de los
hombros del joven y lo atrajo hacia sí, diciéndole:
—¡Sammy, tus oraciones salvaron
nuestras vidas y el buque! Nuestros hombres lucharon como fieras, pero ellos
eran muchos; diez contra uno. Pocos de los nativos tenían armas de fuego, pero
sí tenían cuchillos y garrotes. Si no hubiera sido que se levantó viento, de
modo que el buque comenzó a balancearse y a arrastrar sus anclas, hubieran
caído sobre nosotros como avispas.
La mañana siguiente fue triste
para todos. Muchos de los tripulantes estaban gravemente heridos y varios
habían sido muertos. La cubierta estaba manchada de sangre. El dolor de Sammy
era profundo cuando vio los cuerpos de amigos amados ser echados al mar. Pero
muy pronto se vio demasiado atareado como para poder lamentarse. Para los que
estaban con vida, fue médico, enfermero y consolador, a través del resto del
viaje. Su alegría y completa confianza en la provisión de Dios, muy pronto
transformó el espíritu del buque. Todos volvieron dispuestos a sus tareas, sin
las acostumbradas blasfemias y brusquedades.
Nueva
York se rinde a Sammy
Sammy había pasado cinco meses
a bordo cuando por fin el barco arribó a Nueva York. Como había llegado en
chaqueta, overol y sin zapatos, la tripulación hizo una colecta de ropa y le
proveyeron un traje, boina y zapatos. De esta manera estaba en condiciones de
desembarcar vestido decentemente.
Sammy era todo entusiasmo al
avistar el puerto. Trabajos y tristezas fueron olvidados. Todos a bordo eran
sus amigos; y el antes sanguinario malayo, el más querido. Al darle la mano por
última vez y despedirse de Sammy, muchos de estos hombres endurecidos lloraron
como niños. Las discriminaciones raciales habían sido olvidadas; encontraron un
lazo de unión afectuoso mucho más profundo que el mero nacimiento. El embajador
de Dios de piel oscura había morado entre ellos. A través de él comprendieron
que hay un Dios personal, que contesta la oración y no hace acepción de raza o
color.
Nuevamente era viernes, el Día
de Liberación de Sammy, cuando el buque fue remolcado a su dique al pie de la Calle Pike sobre el Río
Este. Al bajar la planchada, Samuel Morris fue el primero en descender. Un
vagabundo pasaba por allí justamente al llegar él al dique. Sammy saludó al
extraño con la pregunta:
—¿Dónde puedo encontrar a
Esteban Merritt?
Casualmente este transeúnte
había recibido hospitalidad en la misión de Esteban Merritt y respondió en
seguida:
—Yo lo conozco, vive en la Avenida 8, del otro lado
de la ciudad. Te llevaré hasta allí por un dólar.
El buque había anclado a más
de cuatro kilómetros de Bethel; en un distrito donde el Reverendo Esteban
Merritt era desconocido. Sin la guía del Espíritu Santo y la fe de Sammy en su
misión, le hubiera sido difícil encontrarlo.
Sammy no poseía ni un solo
centavo, pero aceptó la oferta del vagabundo con la plena confianza de que ese dólar,
de alguna manera, sería encontrado. El vagabundo guió a Sammy a través de
muchas calles y entre multitudes de gente apurada. Estaba oscureciendo cuando
llegaron hasta el lugar indicado. El señor Merritt ya había cerrado su oficina
y estaba poniendo llave a la puerta cuando se le acercaron. El guía dijo:
—Allí tienes a Esteban
Merritt.
Sammy se adelantó corriendo y
exclamó:
—Yo soy Samuel Morris. Recién
llego de África para hablar con usted del Espíritu Santo.
Merritt estaba sorprendido y
divertido al mismo tiempo con este extraño saludo. Preguntó a Sammy si tenía
alguna carta de presentación.
—No, no tuve tiempo para
esperarla —respondió Sammy.
En forma amable Esteban
Merritt dijo a Sammy que tenía una cita a esa hora, que no disponía ni de un
minuto para conversar con él, pero si quería pasar a la misión y esperarle, él
arreglaría su alojamiento para esa noche.
Sammy comenzó a caminar en
dirección a la misión cuando el vagabundo que le había guiado gritó:
—¿Dónde está mi dólar?
Sammy, que en ningún momento dudó de la
providencia de su Padre Celestial, simplemente movió la mano en dirección a
Esteban Merritt diciendo:
—Él paga todas mis cuentas ahora.
Merritt sonriendo entregó el
dólar al vagabundo y entró en su carruaje.
Esteban Merritt cumplió con la
cita y luego se fue a su casa. Al bajar del carruaje, de pronto recordó al
joven africano y ordenó a su cochero que lo llevara de nueva cuenta a Bethel.
Encontró a Samuel Morris rodeado por diecisiete hombres postrados sobre sus
rostros. Les había hablado, precisamente, de Jesús y ellos estaban
regocijándose en el perdón. ¡Su primera noche en América y este negro rústico,
que apenas podía hablar algunas palabras en inglés, llevó a casi veinte almas a
Cristo!
Cuando el grupo se separó,
Esteban Merritt que estaba profundamente conmovido por este cuadro
extraordinario, llevó a Sammy a su casa. Para este africano era el primer viaje
en carruaje tirado por caballos de cabriola. Estaba entusiasmado. Un par de
caballos tan bien enjaezados y de un porte tan elegante era una vista hermosa
para cualquiera. Pero, para este muchacho Kru criado en la selva y dotado de un
instinto natural por la hermosura de las cosas vivientes, estos caballos llenos
de bríos eran un deleite inefable. Al llegar, el señor Merritt casi no pudo
alejarlo de ellos.
Esteban Merritt era un hombre
pudiente que vivía en un verdadero palacio en Hoboken Heights, un sector
aristocrático en esos días. Era la una de la mañana cuando llegaron a su residencia.
Su fiel esposa lo había estado esperando. Cuando abrió la puerta preguntó:
—Pero…¿qué traes allí,
Esteban?
—Oh, Dolly, —respondió
Merritt—esto es un ángel de ébano.
La señora Merritt todavía
asombrada, preguntó entrecortadamente:
—¿Y qué harás con él?
—Lo pondré en la cama del
obispo —respondió Merritt.
—¡Oh, no! ¡No hagas eso!
—objetó ella.
Sin embargo, él lo hizo.
Y subió a Sammy al dormitorio
designado para las visitas que el obispo Guillermo Taylor hacía a Nueva York.
Allí Merritt enseñó a Sammy, quien nunca había dormido en una cama verdadera,
cómo debía abrirla y meterse en ella; cómo encender la luz y cómo apagarla.
Hasta sacó un camisón del obispo y se lo dio. El obispo era un hombre robusto y
aquel amplio camisón hacía parecer a Sammy de lo más cómico, de modo que
Merritt no pudo evitar reírse a carcajadas.
Sin embargo, su risa pronto
fue cambiada en profunda emoción. Sammy se arremangó las largas mangas del
camisón y, extendiendo la mano a su hospedador, le pidió que se arrodillara con
él para orar. El alma de Samuel Morris estaba encendida. La Luz que le había guiado tan
lejos de su casa debía ser compartida con su hospedador aquella noche.
Este hombre que había estado
predicando el Evangelio por tantos años, recibió una nueva visitación del
Espíritu Santo. En esos pocos momentos de oración pronunciados por un negro
inculto, el hombre a quien el obispo Taylor había escogido como su secretario,
tuvo una revelación de la realidad y poder del Consolador como nunca antes
había conocido.
A la mañana siguiente, al
despertar, Sammy rápidamente hizo su cama, ordenó su cuarto y buscó el camino
hasta llegar a las caballerizas. Allí inmediatamente comenzó a trabajar
ayudando al mozo a cuidar los caballos. Esteban Merritt se levantó tarde. Fue
al cuarto del obispo, pero su "ángel de ébano" no estaba allí. Cuando
por fin lo encontró trabajando en la caballeriza, lo llevó a la casa y lo
presentó a su familia. El desayuno estaba listo.
Era la primera vez que Esteban
Merritt y los miembros de su familia se sentaban a comer con un negro. Cómo
llegaron a esto era un misterio para ellos. Esta experiencia también era nueva
para Sammy, quien nunca había comido en una mesa con gente blanca. Era su
primera comida en América. Hubo que enseñarle cómo comer aquellos alimentos
extraños para él. Bajo la amable dirección del señor Merritt hizo los honores
debidos a la buena comida. Tenía hambre, pues no había comido desde el jueves
por la noche hasta ese sábado por la mañana.
Un
entierro se transforma en un avivamiento
Esteban Merritt era un hombre
muy ocupado. Su trabajo pastoral le llevaba todo su tiempo. Ese día tenía que
dirigir el entierro de un hombre distinguido del barrio de Harlem. Llevó a
Sammy consigo en el carruaje.
Durante el trayecto se detuvo
para recoger a dos eminentes teólogos quienes iban a asistirle en la ceremonia.
Cuando el primero de estos doctores en teología miró hacia el carruaje y vio a
un muchacho negro allí sentado, retrocedió unos pasos. Esperó unos momentos,
suponiendo que este joven andrajoso se retiraría. Cuando por fin, alentados por
el señor Merritt entraron, era evidente su desazón por verse obligados a viajar
con ese tosco africano. Nada dijeron pero su mirar de soslayo hablaba claramente
de su disgusto.
Fue un momento de apuro para
el reverendo Esteban Merritt quien, a fin de desviar la situación, trató de
entretener a Sammy señalándole todos los lugares interesantes por los cuales
estaban pasando: el Parque Central, la Gran Casa de la Ópera y otros lugares destacados.
Pero Sammy estaba interesado en algo aún más importante que las maravillas de
esta gran ciudad. Poniendo su negra mano sobre la rodilla de Merritt, le dijo:
—¿Alguna vez oró mientras
viajaba en carruaje?
Merritt respondió que con
frecuencia había tenido momentos muy bendecidos mientras viajaba, pero que
nunca se había dedicado allí a la oración profunda.
Sammy dijo:
—Vamos a orar.
Y eso fue lo que hicieron. Era
la primera vez que Esteban Merritt se arrodillaba en un carruaje para orar.
Sammy comenzó:
—Padre, he viajado durante
meses para ver a Esteban Merritt y para poder hablar con él acerca del Espíritu
Santo. Ahora que estoy aquí me muestra el puerto, las iglesias, los bancos y
otros edificios, pero no me dice ni una sola palabra acerca de este Espíritu
del cual estoy tan ansioso de saber más. Llénalo de ti mismo de tal manera que
él no piense, hable, escriba o predique de ninguna otra cosa que no sea de ti y
de tu Santo Espíritu.
Lo que sucedió en el carruaje
no fue una manifestación común del favor divino. Esteban Merritt había tomado
parte en la consagración de muchos misioneros, en la ordenación de muchos
pastores y obispos, y en la imposición de manos con hombres santos. Pero nunca
había experimentado la ardiente presencia del Espíritu Santo como en ese
momento, arrodillado junto a un andrajoso miembro de una raza despreciada. Toda
la vida de Merritt sufrió en ese momento un cambio sorprendente.
Cuando comenzaron su viaje estos
reverendos caballeros se sintieron un poco avergonzados por verse junto a un
negro harapiento. Después del culto de oración de Sammy, se sintieron
avergonzados de sí mismos, de su mezquindad espiritual. Luego de esto,
consideraron que la apariencia exterior de Sammy debería estar más en armonía
con su gracia interior. De modo que, a sugerencia de Merritt pararon frente a
una tienda para comprar un traje nuevo para su invitado.
Esteban Merritt dijo al dueño
de la tienda que "nada era demasiado caro" para vestir a aquel
muchacho. Luego se alejó para enviar un mensaje, mientras el dueño, ayudado por
los dos ministros metodistas ,
comenzaba a sacar la mejor ropa del comercio.
Cuando volvió, se encontró con
un Sammy tratando de reconocerse en el espejo que reflejaba al África más
oscura trajeada a la moda de la Quinta Avenida. Merritt pagó con todo gusto la
considerable cuenta. La vieja y estrafalaria ropa descartada por Samuel pareció
preciosa a sus ojos y la guardó en su oficina, exhibiéndola allí durante muchos
años.
Una vez que terminaron en la
tienda se dirigieron directamente al sepelio. Mucha gente había llegado a
honrar por última vez al extinto. Esteban Merritt anticipando una reunión
numerosa había preparado su sermón con sumo cuidado. Pero la oración hecha en
el carruaje le había dado una nueva unción y su mensaje tocó hondamente el
corazón de la concurrencia.
Los mismos cielos parecían
abrirse cuando, dejando de lado su pulida alocución, comenzó a hablar lleno de
tierna simpatía inspirado por el Espíritu Santo. Los otros dos ministros
sintieron la misma inspiración divina. En sus exposiciones, más breves,
hablaron con un poder tal (así lo señalaron luego) que ellos mismos se
sorprendieron.
La gente escuchaba embelesada.
Ni siquiera soñaron que Dios estaba usando estos predicadores tan dotados como
canales para difundir entre los asistentes la fe y el gozo de un pobre muchacho
negro, cambiando así un evento de tristeza por uno de gozo. A pesar de que
había sido la fe de Samuel la que trajo la unción de lo alto, él nada dijo
durante el culto. Sin embargo, sentado simplemente allí tan lleno del Espíritu,
pudo contemplar en visión todo el camino hasta el mismo umbral del cielo y
sentir el toque de alas angélicas.
Sintió la belleza de esta
ceremonia cristiana solemne a diferencia de las antiguas escenas de brutalidad
salvaje. Había visto a su propio pueblo ser matado como ganado, y dejado allí
sin sepultar. Recordó los ritos depravados de los adoradores del leopardo.
Había visto a otros peones y esclavos torturados y asesinados sin siquiera una
palabra de consuelo a los parientes cuando enterraban a sus muertos. Había
visto a marineros morir con violencia, y ser echados por la borda como si
fueran piedras. ¡Cuán diferente era este funeral cristiano! En su alma, exclamó
que en este país cristiano aun la muerte era el cielo.
Sucedió entonces una de esas
manifestaciones poco comunes que con tanta frecuencia probaban que Samuel
Morris tenía un poder conferido por el Espíritu de Dios. Mientras el culto
continuaba, y sin que se hubiera hecho invitación alguna, uno tras otro pasaban
al frente y se arrodillaban al lado del ataúd. No se acercaron como afligidos
por el muerto sino como penitentes, atraídos por la Luz divina que irradiaba del
alma de aquel muchacho negro.
Sammy
va al Instituto Bíblico
Después del sepelio Merritt se
llevó a Sammy en su diligencia hasta su oficina. Durante el trayecto Sammy hizo
tantas preguntas penetrantes acerca del Espíritu Santo que Merritt muy pronto
descubrió que él no era el maestro, sino el alumno y que la experiencia
religiosa de Samuel Morris excedía a su propio conocimiento sobre el tema.
En su oficina Merritt dictó
una carta para el presidente de la Universidad de Taylor, que en ese entonces se
encontraba ubicada en Fort Wayne, Indiana. En la misma, expresaba que les
mandaba un diamante en bruto para que lo pulieran y lo enviaran al mundo para
iluminarlo.
El día siguiente era domingo.
Merritt dijo a Sammy:
—Quisiera que hoy me acompañaras
a la escuela dominical. Soy superintendente y me gustaría pedirte que hables
allí.
Sammy respondió:
—Nunca estuve en una escuela
dominical, pero no importa.
Con una sonrisa Merritt lo
presentó diciendo que aquel muchacho había venido desde África para hablar con
él acerca del Espíritu Santo. La congregación prorrumpió en una carcajada.
Después de esta presentación, Merritt fue llamado para atender otro asunto.
Cuando volvió unos momentos después, el altar estaba lleno de jóvenes clamando
y llorando. Sammy, parado junto a la barandilla, oraba.
Él estaba perfectamente
calmado. Por naturaleza era muy callado. Cuando oraba usaba siempre el tono que
uno utilizaría para hablar con un amigo cualquiera; simplemente "hablaba
con su Padre"; con mucho fervor, pero reposadamente. Su auditorio no era
influenciado por los artificios de la oratoria de algún evangelista
profesional. No impactaba tanto su modo de hablar, ni aún lo que decía, sino la
extraña presencia de algo sobrenatural: el poder del Espíritu Santo era tan
sentido que todo se llenaba de su gloria.
Espontáneamente, los jóvenes
de la escuela dominical organizaron la "Sociedad Misionera Samuel
Morris". Esta sociedad con rapidez consiguió una pequeña suma de dinero
para pasaje, ropa adicional y todo lo necesario para enviar a Samuel Morris al
instituto bíblico. Llenaron tres baúles con libros, ropa y otros regalos.
Después del culto de la
escuela dominical, Sammy volvió a la residencia de los Merritt. Antes de comer,
la señora Merritt pidió a Sammy, por cortesía, que diera gracias por los
alimentos. Sus expresiones de agradecimiento a su Padre Celestial conmovieron
hondamente a todos. Hasta la señora Merritt, muy educada y poco emotiva, no
pudo evitar el llanto. Dijo a Sammy:
—Haz de éste tu hogar. Todo lo
que tenemos lo compartiremos contigo.
Su breve visita eliminó toda
huella de prejuicios raciales en aquel hogar.
Sin embargo, se decidió que
Sammy debía recibir una educación formal. A mediados de semana estaba listo
para tomar el tren a Fort Wayne. Partió y llegó a esa ciudad el día viernes, su
Día de Liberación; su día de ayuno y oración. Al momento de llegar no estaba en
mejor situación que cuando había bajado del barco como extranjero en un país
desconocido. Tenía algunos libros que no podía leer, algo de ropa, y unos pocos
regalos de escaso valor. La impresión que causó allí tampoco fue favorable: un
muchacho negro, pobre, feo, cuya preparación elemental había sido tristemente
descuidada.
No obstante, este negro de
aspecto ordinario pronto manifestó un espíritu poco común entre los cristianos.
Cuando el presidente Thaddeus C. Reade le preguntó qué cuarto quería tener,
Sammy respondió:
—Si hay un cuarto que nadie
quiere, démelo a mí.
De este incidente tiempo más
tarde el doctor Reade escribió: "Me di vuelta pues mis ojos estaban llenos
de lágrimas. Me pregunté si yo estaba dispuesto a aceptar lo que ningún otro
quería. En mi experiencia como maestro, he tenido la ocasión de asignar cuartos
a centenares de estudiantes, la mayoría de ellos jóvenes creyentes espléndidos,
pero Sammy Morris fue el único que alguna vez dijera algo semejante".
Sin embargo, cuando el
presidente Reade lo matriculó, no lo hizo sin cierto pesar. No veía capacidad
alguna en este muchacho negro sin atractivo; más bien consideraba la carga que
se agregaría a las maltrechas finanzas de la institución.
En efecto, por aquel tiempo, la Universidad de Taylor
estaba por cerrar sus puertas por falta de recursos y aun de alimentos. El
ayuno forzoso era bastante frecuente para los estudiantes. El doctor Reade,
hombre diligente, luchaba a diario para alejar de la puerta al lobo de la
indigencia. El sábado se ocupó con asuntos, y el siguiente día, el domingo,
tenía un compromiso para predicar en la Iglesia Metodista
en Churubusco, un templo pequeño con una congregación pobre.
El doctor Reade hizo una
fuerte apelación pidiendo ayuda. Les habló de ese extraño joven negro que había
llegado el viernes desde África sin poseer un dólar; de cómo le habían aceptado
en la confianza de que algunos colaborarían para mantenerlo y educarlo. La
respuesta a la apelación del doctor Reade fue descorazonadora en extremo. Casi
un fracaso total. Un tal señor Thomas le entregó cincuenta centavos. Eso fue todo.
Al salir al día siguiente, un carnicero llamado
Josías Kichler, un hombre pobre y que no era miembro de la iglesia, lo llamó.
El señor Kichler le dijo:
—Doctor, escuché su apelación pidiendo ayuda para
ese pobre joven negro del África. El Espíritu me dice que le dé esto para su
Fondo de Fe.
Entregó al doctor Reade un
billete de cinco dólares.
En ese momento el doctor Reade
recibió algo de mayor valor. Ese billete de cinco dólares le inspiró para
comenzar el "Fondo de Fe Samuel Morris". Pronto otros donantes
comenzaron a contribuir. Cuando informaron a Sammy de las crecientes sumas que
estaban viniendo para él, dijo al doctor Reade:
—No, este dinero no es mío. Este dinero es de Dios. Quiero que lo use para
otros más merecedores que yo.
Samuel Morris jamás usó un
centavo de ese Fondo para sí mismo. Sus escasas necesidades fueron suplidas por
el doctor Reade y todo lo demás fue destinado al fondo común de la Institución.
En una ocasión fue al doctor Reade y le preguntó
si podía dejar el Instituto por un tiempo para salir y ganar dinero suficiente
como para traer a Henry O'Neill para que estudiara allí, diciendo:
—Es un muchacho mucho mejor que yo. Trabajó
conmigo en Liberia para Jesús.
El doctor Reade dijo a Sammy
que orara por esto y que Dios abriría un camino para que Henry O'Neill tuviera
su oportunidad. A la mañana siguiente un Sammy muy sonriente se acercó al
Doctor Reade diciendo:
—Henry O'Neil viene muy
pronto. Mi Padre me lo acaba de decir.
El doctor Reade escribió esto
a Esteban Merritt y descubrió que uno de los misioneros que había estado en
Liberia en el tiempo de Sammy y Henry, había regresado a San Luis, Missouri y
estaba haciendo los arreglos para que Henry también pudiera viajar desde África
a estudiar en América. Fue el primer fruto del ministerio de Samuel Morris.
PARTE 3
UN SENDERO DE GLORIA
Un pastor ordenado por el cielo
UN SENDERO DE GLORIA
Un pastor ordenado por el cielo
El apóstol Pablo, con frecuencia
afirmó, que a diferencia de los otros apóstoles, su licencia para predicar no
venía de los hombres, sino directamente del cielo. Esto también fue cierto en
Samuel Morris.
Al domingo siguiente de su
llegada a Fort Wayne, Sammy preguntó si había una iglesia de gente de color en
esa ciudad y le dijeron que sí. Salió a buscarla, pero estaba tan lejos del
edificio educacional que llegó tarde. Los preliminares del culto ya habían concluido.
El pastor estaba en el púlpito; ya había anunciado su texto y estaba listo para
predicar. Sammy caminó directamente hasta la plataforma y subió un par de
escalones.
El pastor era un hombre muy
estricto, amante de la disciplina y muy reacio a cualquier cambio. La osadía de
aquel joven le desconcertó.
—Yo soy Samuel Morris —dijo
Sammy—. Recién he llegado de África y tengo un mensaje para su congregación.
El primer impulso del pastor
fue el de negarse a este pedido, pero cuando miró al rostro radiante y a los
ojos brillantes de Sammy, sintió que de veras podría haber algo para ellos.
Creyendo que Sammy era pastor ordenado, le preguntó si tenía un sermón preparado.
Sammy dijo:
—No, pero tengo un mensaje.
El pastor accedió y a poco de
sentarse en la plataforma cerca de Sammy, fue testigo de una verdadera
visitación del cielo. De pronto todos comenzaron a caer sobre sus rodillas,
llorando, orando o gritando de alegría. Sammy estaba en el púlpito, no
predicando sino orando, "hablando con su Padre". Después, contando lo
que ocurrió en ese momento, el pastor dijo:
—Yo no presté atención para
escuchar lo que Sammy decía, sentí un irresistible deseo de orar. Qué fue lo
que dijo, no recuerdo pero sí sé que mi alma ardía como nunca antes. La Luz que sacó a Samuel Morris
de la esclavitud de África estaba ciertamente brillando en nuestros corazones
aquí en Fort Wayne. Nunca la congregación había sido testigo de una visitación
del Espíritu Santo como esa.
El culto duró mucho más allá
del tiempo asignado. Cuando la gente por fin se retiró para sus casas, llevaban
consigo una revelación viva del Espíritu Santo. Sammy habló con palabras que
llegaron hasta lo íntimo. Apeló al Padre Celestial desde lo profundo de su
propia alma. Su intercesión fue hecha "con plena certidumbre de fe" y
el Espíritu estuvo allí para responder a esa fe. Todos volvieron a sus hogares
regocijándose.
En un solo día, el desconocido
Sammy Morris llegó a ser un personaje reconocido en Fort Wayne. Los periódicos
locales escribieron sus editoriales sobre ese culto dominical en la Iglesia Africana
M. E. ubicada en la calle Wayne. Las revistas religiosas por todas partes
repitieron el relato e hicieron sus observaciones sobre esa maravillosa
manifestación espiritual. Todos en Fort Wayne supieron del nuevo alumno
africano de la Universidad
de Taylor antes de que pasara una semana.
En tanto, la educación del
joven africano presentó un serio problema. Él no podía asistir a las clases
regulares. Eran necesarios varios años de entrenamiento continuo antes de que
pudiese ser inscrito como alumno regular. Tenía casi dieciocho años, pero en su
aprendizaje académico era como una criatura de siete u ocho años. La única
solución era hacer arreglos para un largo período de instrucción privada a
través de preceptores.
En la reunión de la capilla,
el doctor Reade explicó el problema de Sammy y pidió voluntarios para enseñar a
este muchacho negro. No sería tarea fácil. La señorita Harriet Stemen, hija del
doctor Christian Stemen, un médico creyente, y la propia hija del doctor Reade
se ofrecieron voluntariamente para enseñarle. Otros también ayudaron a Sammy en
varias ocasiones con sus lecciones. Pero fue la señorita Stemen quien asumió la
responsabilidad principal de su progreso educativo.
Sammy
salva una Universidad
Samuel Morris fue un estudiante diligente. Cada palabra, cada pensamiento, cada
principio que se le enseñaba se fijó indeleblemente en su mente. Las
expresiones refinadas y el acento musical de la voz de las maestras se
transmitieron a su propia conversación. A pesar de eso, siguió siendo original
en su modo de pensar. Su manera de expresarse asombró a todos. Sus frases eran
cortas, pero cada palabra tenía profundo significado. Las conversaciones vanas
le eran totalmente desconocidas. Ideales altos y propósitos nobles eran su
misma existencia. Las señoritas Stemen y Reade pronto se dieron cuenta de que
la carga que se habían ofrecido a llevar voluntariamente, llegó a ser una obra
de amor bien compensada. Cada día traía nuevas bendiciones a sus consagradas
maestras.
Pero Samuel siguió
considerando al Espíritu Divino de Verdad como su instructor principal. Con
frecuencia, al resolver problemas aritméticos difíciles, decía en voz baja pero
audible:
—Señor, ayúdame.
Pasaba más tiempo
"hablando con su Padre" que el que pasaba con cualquiera de sus
maestros humanos. El Espíritu Santo le acercó tanto a Dios, que un maestro
terrenal no podía estar más cerca, ni ser más real.
Muchos corrieron largas
distancias para ver y conversar con Sammy, pero él no tenía tiempo para mera
charla. Después de los saludos acostumbrados, le entregaba al visitante la Biblia abierta en el
capítulo que deseaba estudiar, pidiéndole que leyera en voz alta. De este modo,
Sammy se encargó de que toda la
Biblia le fuera leída.
En la universidad había un
joven a quien se consideraba un ateo del tipo agresivo. No se conformaba con
dejar a los demás con sus propias convicciones religiosas. Bien adiestrado en
todos los argumentos básicos en pro del ateísmo, no perdía oportunidad de
entrar en controversia con estudiantes creyentes. No siempre era fácil de
obtener una oportunidad de conversar con Sammy. No daba entrada a nadie cuando
estaba ocupado en la oración. Sin embargo, este ateo consiguió que algunos
estudiantes lo llevaran a su cuarto y se lo presentaran. Estaba listo para un
buen debate y esperaba una victoria fácil sobre aquel negro inculto. Como de
costumbre, Sammy le entregó la
Biblia abierta y le pidió que leyera un capítulo. El ateo
tiró la Biblia
sobre la mesa, y dijo:
—Yo ya no leo más ese libro.
Está lleno de romances, guerras y de un montón de patrañas. No creo una sola
palabra.
Sammy nunca había hablado con
un ateo; aun los africanos más salvajes creen en un dios. Escuchó en silencio y
miró atentamente al ateo hasta que éste hubo terminado. Luego Sammy se pudo de
pie y dijo:
—Mi querido hermano, tu Padre
te habla, ¿y tú no le crees? Tu Hermano te habla, ¿y tú no le crees? El Sol
brilla, ¿y tú no lo crees? Dios es tu Padre; Cristo, tu Hermano y el Espíritu
Santo, tu Sol.
Luego, poniéndole la mano
sobre su hombro le dijo:
—Arrodíllate y yo oraré por
ti.
Había un alma en peligro y el
Espíritu divino le enseñó a hablar al corazón de su hermano de tal modo, que
sus palabras tocaron las fibras más sensibles. El ateo resistió hasta salir del
cuarto, pero en ese preciso momento sintió el dardo de convicción del Espíritu
atravesando su corazón. Al fin del trimestre se fue de la universidad
convertido en un creyente que oraba y obraba. Más tarde, ¡este ex burlador
llegó a ser obispo!
La influencia de Samuel Morris
se hizo sentir entre estudiantes creyentes tanto como entre escépticos. Aunque
la mayoría de ellos eran creyentes sinceros, los tiempos eran difíciles para la
fe, con la tendencia en las iglesias y las universidades cristianas, de
comportarse cada vez más como los del mundo. La teoría de la evolución en ese
entonces parecía conmover los fundamentos de la autoridad bíblica. El aumento
de las riquezas a través de los inventos científicos fomentaba el materialismo.
muchos años estaban acumuladas
No podían prever lo que
vendría como resultado de tal dirección: depresiones económicas, guerras mundiales,
y la pérdida de la libertad bajo un gobierno totalitario, demostrando que la
ciencia impersonal resulta ser insuficiente como para sustituir la creencia en
Dios.
La Universidad de Taylor
en esa época estaba dirigida por una asociación ministerial de la Iglesia Metodista
Episcopal y mantenía un nivel de educación espiritual muy elevado. No obstante,
una vasta mayoría de laicos y pastores de esa denominación, sólo tenían una fe
nominal en la obra del Espíritu Santo.
Juan Wesley, el fundador del
metodismo, enseñó que un estado de amor puro y santidad, ordenado tan
frecuentemente en las Escrituras, se podía en efecto, mantener a través del
poder purificador del Espíritu Santo. Una vida santa no estaba libre de la
tentación ni de la habilidad de pecar, pero tenía poder para no pecar porque su
voluntad había sido librada del poder del pecado original con sus tentaciones
sojuzgadoras.
A pesar de todas las
controversias que despertara esta doctrina de la santificación, es cierto que
la clave del ministerio y la vida de Wesley radicaba en su fe temeraria en el
poder milagroso del Espíritu Santo. De hecho, la procedencia de todo
evangelismo exitoso es el poder de una vida llena del Espíritu Santo. Pero esta
clase de fe y poder había comenzado a decaer tanto en Taylor como en otras
partes.
Samuel Morris avivó el ánimo
de toda la Universidad,
desde el presidente hasta el último estudiante, al demostrar la simplicidad y
el poder con los cuales el Espíritu Santo puede otorgar al ser humano más humilde
todos los dones de un líder espiritual. Todo el Instituto fue elevado a un
plano de vida superior. Los estudiantes dejaron su posición de meramente
"salvados", para ser llenos del Espíritu Santo y ser capaces,
espiritualmente, para alcanzar a otros.
El Espíritu de Dios ha
prometido las bendiciones tanto materiales como espirituales. La influencia
espiritual de Samuel Morris, quien buscó en primer lugar el Reino de Dios, no
dejó de traer a la
Universidad "todas estas cosas" consiguientes de
las que se habla en Mateo 6:33 como bendiciones adicionales. Fue durante sus
años de estudios cuando la
Universidad, llegando al término de sus recursos, mantuvo lo
que parecía ser la última reunión del Consejo Directivo. Sin embargo, la
inspiración del joven negro los rescató.
El Fondo de Fe Samuel Morris
llevó al autor de este libro a la Universidad en el momento en que los directores
estaban por cerrarla. Parecía imposible que un Instituto con un alumno como
Sammy, tuviera que cerrar sus
puertas. Yo estaba convencido de que este Fondo traería suficiente dinero como
para ayudar a superar la situación, y así lo expresé. El Coronel D. N. Foster,
presidente del Directorio, dijo:
—¿Pero qué es lo que podemos
hacer ahora? ¿A dónde podemos ir? Pronto tendremos que salir de aquí.
—Vengan a Upland, —respondí—.
Les recibiremos con los brazos abiertos.
Consultaron entre ellos y
luego dijeron:
—Vamos a necesitar diez mil
dólares y cuatro hectáreas de terreno.
Contagiado con la fe de Sammy,
les dije:
—Señores, vengan a Upland.
Mañana viajo para allá y, aunque no tengo autorización para hacerles un
contrato, les enviaré un telegrama con la orden para recoger los diez mil
dólares y para que puedan elegir las cuatro hectáreas de terreno.
Samuel Morris me ayudó a poner
el abrigo esa mañana mientras me alistaba para tomar el tren. Para mí, él era
el Moisés que iba a guiar la
Universidad de Taylor, del desierto a la tierra prometida.
Llegué a Upland alrededor de
las diez de la mañana. Para las dos de la tarde los diez mil dólares habían
sido reunidos y aún más como para comprar los diez acres de terreno. Samuel
Morris y la Universidad
de Taylor eran el comentario de todos en Upland. En seguida se nombró un comité
para ir a Fort Wayne y negociar un contrato con los directivos. El comité
visitó a Sammy y estuvo tan impresionado con él, como lo estuvimos todos al
conocerle. El contrato fue firmado y se escogió el hermoso lugar donde
actualmente se encuentra la
Universidad.
La
última etapa
No había nada anormal en el misticismo de Samuel Morris. Hijo de la selva,
siguió amando a la naturaleza. Encontró a Dios no sólo en lo íntimo de su ser,
sino también en la belleza exterior que reflejaba la obra del Creador.
Con frecuencia comparó la belleza
de América con la de su tierra natal. En África tenían hermosas flores, pero
sin perfume. Le gustaba hacer largos paseos por los bosques, aspirando el aroma
de las flores silvestres y escuchando el canto de los petirrojos, de las
alondras y los sinsontes. Cuando el otoño comenzó a teñir las hojas de los
árboles con variados matices y colores, Sammy, que sólo estaba acostumbrado al
verde de los trópicos, extasiado de gozo contemplaba el paisaje. Casi gritaba
su gratitud al Padre Celestial por permitirle contemplar tales maravillas.
A menudo decía:
—Ciertamente Dios es bueno con
ustedes aquí en América.
En la noche del día de Acción
de Gracias, después de la abundante comida de costumbre, el doctor Reade
preguntó a Sammy respecto a qué país le gustaba más, África o América. Sammy
rió y replicó:
—¿Qué es mejor, el pavo asado
o el mono crudo?
—¡Pero, Sammy! ¡Tú no comiste
monos! —dijo el doctor Reade.
—Ah, sí, señor —contestó—,
comí muchos monos, ¡y los comí crudos!
Sin embargo, anhelaba regresar
a su propio país para compartir con sus iguales las bendiciones que acababa de
encontrar.
Una vez cuando se hirió el
dorso de su mano hasta remover la piel exterior, puso tinta negra sobre la
cicatriz que le quedó, explicando a su maestra que tenía temor de que se
pusiera totalmente blanca, y que eso así lo desacreditara y le fuera obstáculo
cuando regresara a África para predicar. Porque era hijo de Dios, nunca se
avergonzaba de su color.
La primera nevada que cayó
después de la llegada de Sammy a Fort Wayne, fue con copos de nieve muy grandes. Empezó por la noche y, al
despertar Sammy por la mañana, todavía seguía cayendo. Cuando miró por la
ventana y vio todo cubierto por un manto blanco brillante, su sorpresa y
asombro no tenían límites. No había palabra en su idioma para la nieve, pues
era desconocida en su región nativa. Nunca había visto o escuchado de ella.
Salió corriendo y tomó un puñado, diciendo:
—¡Estos deben ser mensajes del
cielo para nosotros! Si tan sólo pudiéramos leerlos, ¡qué hermosa historia nos
dirían! En la tierra no hay nada tan hermoso. Solamente Dios tiene un molde
así.
Mientras hablaba, el calor de
su mano derritió la nieve. Sorprendido le dijo al doctor Reade:
—¿A dónde se ha ido? ¡Sólo
dejó unas gotas de agua!
Su rostro oscuro era un cuadro
de adoración, sus ojos estaban impregnados de lágrimas. Entonces alzó la mano y
oró a su Padre pidiendo que, tanto a él como a los que lo rodeaban, les
enseñara a leer estos hermosos mensajes del cielo. Al terminar su oración dijo:
—Un año aquí vale tanto como
toda una vida en África.
Durante aquel invierno, un
evangelista tuvo reuniones de predicación en la vieja pista de patinaje de la
calle West Main. Una gran multitud concurría todas las noches. Samuel Morris
especialmente se gozaba cantando. Su misma alma parecía estar entonada con la
música. Cuando la congregación cantaba, se podía escuchar su voz en cada rincón
del gran edificio.
Siempre se le dio un lugar en
la plataforma. Si los consejeros encontraban una respuesta obstinada, una señal
bastaba para que Sammy se acercara. Al poco tiempo, había dos personas
arrodilladas, o Sammy regresaba trayendo un penitente al altar. Nadie dudó o se
negó a su invitación a arrodillarse y orar. Sombreros de copa o vestidos de
seda no eran barrera. Su raza y color no ofendían, pues todos reconocían su
gracia y poder espiritual. Exhortó muy poco ese invierno, pero cantó y oró
mucho.
Las torturas que Sammy tuvo
que soportar en África, mientras servía de rehén, y las fuertes privaciones
sufridas a bordo del carguero debilitaron mucho su frágil constitución. El
clima riguroso del norte, con sus inviernos largos y fríos, era contrario a la
naturaleza de alguien criado en el trópico. A pesar de todo, siguió
concurriendo con regularidad a las reuniones durante el invierno
excepcionalmente crudo de 1892-93.
En el mes de enero, mientras
concurría a la
Iglesia Metodista de la calle Berry, se resfrió gravemente.
No dijo nada y llevó su enfermedad como si nada ocurriera. No le importó que la
noche fuera oscura y tormentosa, con una temperatura de 20° centígrados bajo
cero. Consideraba que era su deber, como así también su placer, el estar allí.
Su rostro honesto, su fe sencilla y firme eran una inspiración al pastor para
dar lo mejor a su congregación.
Sacrificó su salud al servicio
de Dios. No faltó ni a la última reunión de la iglesia. Algunos todavía
recuerdan cómo se adelantó antes de la bendición final y dirigió a la
congregación en uno de los himnos más tiernos y amados del pueblo de Dios:
"Cantaré antigua historia…de Cristo y de su amor".
A pesar de que Sammy no
contaba con suficientes reservas físicas como para superar el resfrío que había
contraído, continuó concurriendo a sus clases como de costumbre. Pero fue
debilitándose paulatinamente. Comenzaron a notarse síntomas de hidropesía y no
pudo ocultar por más tiempo el hecho de que estaba gravemente enfermo. Cuando
el doctor Stemen vio su condición, lo llevó al Hospital San José. De haber sido
el mismísimo hijo del presidente no habría recibido mejor cuidado. Muchos que
aprendieron a amarle y cuyas almas habían sido bendecidas, vinieron a
visitarlo. Le trajeron muestras de su aprecio y cariño. Él dio amor y recibió
amor sin medida.
Al principio Sammy no podía
comprender el por qué de su enfermedad. Dijo:
—Cuando mis orejas se helaron
el invierno pasado, me dolían mucho. Yo le hablé a mi Padre de esto y en
seguida no me dolieron más. Y ahora, no me mejoro. No lo entiendo.
Pero un día cuando los
estudiantes vinieron a hacerle su visita diaria, Sammy les dijo con tranquila
alegría que ahora entendía la razón de su enfermedad. Les dijo:
—Estoy muy contento, he visto
a los ángeles. Vienen por mí pronto. La luz que mi Padre del cielo envió para
salvarme, mientras estaba colgado impotente en una cruz en África, tuvo su
propósito. Fui salvado con un propósito. Ahora he cumplido con este propósito.
Mi obra aquí en la tierra se ha terminado.
El doctor Reade le preguntó
acerca de la gran obra que había pensado hacer entre su propia gente en África.
Sammy contestó:
—Esta no es "mi
obra". Es la obra de Cristo. Él tiene que escoger a sus propios obreros.
Otros pueden hacerlo mejor.
El doctor Stemen vivía justo
frente al hospital. A media mañana del 12 de mayo se hallaba cortando el césped
de su jardín. Escuchó una voz que llamándole decía:
—No trabaje demasiado, doctor
Stemen.
Alzó la vista y vio a Sammy
mirando desde la ventana de su cuarto del hospital. Se saludaron. Sammy se
alejó de la ventana y se reclinó una vez más en su silla. El doctor Stemen
volvió a su tarea.
Momentos más tarde, la
enfermera del hospital bajó corriendo y le informó que Sammy parecía sin
fuerzas. Cuando llegó hasta él, el joven africano estaba sentado con una
expresión de profunda paz. Había muerto.
Su rostro revelaba una santa
alegría como la que tenía frecuentemente cuando entonaba su himno favorito:
"Palidezca el gozo terrenal,
Jesús es mío.
Me aparto de lo mundanal,
Jesús es mío.
Aquí no puedo descansar;
en el desierto no he de hallar lo que Jesús me puede dar,
Jesús es mío".
Se fue al encuentro de su
Padre Celestial, a quien amaba tanto. El "ángel de ébano" se unió a
los ángeles y a los redimidos de todas las edades y de todas las razas.
Una
nube pasajera de dudas
En tanto, la Universidad
estaba haciendo los preparativos en Upland para la colocación de la piedra
fundamental de su nuevo edificio. El ferrocarril había dispuesto trenes
especiales para este evento. Samuel Morris iba a hablar y a cantar. Él habría
de ser la figura más importante, a pesar de que un obispo y otras
personalidades iban a participar. El deceso de Sammy sumergió a toda la
comunidad en un profundo dolor. Parecía que Dios mismo se había alejado. En
cada corazón había una pregunta silenciosa frente al misterio de la Voluntad Divina al
llevarse a una vida tan joven y que tanto prometía.
El cuerpo de Samuel Morris
permaneció en la capilla del colegio hasta el tiempo del funeral. Luego, los
estudiantes llevaron el féretro varias cuadras hasta la Iglesia Metodista
de la calle Berry de la cual él había sido miembro. Cientos de personas
estuvieron paradas en la calle con las cabezas descubiertas y otros cientos no
pudieron entrar al templo.
Luego del servicio religioso,
sus restos fueron llevados al Cementerio Lindenwood. Acompañó al féretro una
multitud como nunca antes se había visto allí. La señorita Stemen, su maestra,
contribuyó para la primera lápida sepulcral.
La clase superior de 1928 de la Universidad de Taylor,
patrocinó la erección del actual monumento sobre una colina, que tanto en
primavera como en verano, sonríe con las flores más hermosas de la naturaleza.
La piedra lleva la siguiente inscripción:
"SAMUEL MORRIS, 1872-1893
Príncipe Kaboo
Nativo del África Occidental
Famoso místico cristiano
Apóstol de la fe sencilla
Exponente cabal de una vida
llena del Espíritu Santo"
Nativo del África Occidental
Famoso místico cristiano
Apóstol de la fe sencilla
Exponente cabal de una vida
llena del Espíritu Santo"
Después de aquel primer
momento de dolor y consternación, los maestros, estudiantes y amigos de Samuel
Morris, comenzaron a comprender el verdadero significado de su vida y misión.
El propósito y plan de Dios para Sammy había sido más sabio y mayor que el de
ellos.
El doctor Reade expresó esta
verdad, cuando escribió: "Samuel Morris fue un mensajero de Dios, divinamente
enviado a la Universidad
de Taylor. Él pensó que venía para prepararse para la misión entre su gente,
pero su venida fue para preparar a la Universidad de Taylor para su misión a todo el
mundo. Taylor recibió por medio de él, una visión de la necesidad del mundo
entero. Ya no pensaba sólo en lo local, sino en lo mundial".
La
fe encuentra un camino mejor
La nube de dudas se disipó en
poco tiempo cuando se descubrió que la fe de Sammy había encontrado un camino
mejor. Fue ¡realmente un camino de fe recién comenzado! Su deseo, por encima de
cualquier otro, había sido llevar el mensaje de salvación y del poder del
Espíritu Santo a su propio pueblo en África. Pero si él mismo hubiera vivido
para regresar a África, su influencia personal hubiese sido limitada a una
región pequeña de ese vasto continente; mientras que su partida de esta vida
promovió un tremendo incremento del esfuerzo misionero.
En la primera reunión de
oración, después de su fallecimiento, un joven se puso de pie y dijo:
—Yo siento en este momento que
debo ir al África en lugar de Sammy; y ruego que así como su obra ha recaído
sobre mí, también el manto de su fe pueda cubrirme.
Al momento le siguieron otros
dos voluntarios para ir al campo africano. Y estos fueron la vanguardia de
muchos más que siguieron.
Además, la muerte sólo sirvió
para extender la influencia de Samuel Morris en otra manera. Si Sammy hubiera
regresado al África, se habría identificado completamente con la raza negra. Es
natural y adecuado que su propia raza encontrara inspiración en su vida y
ejemplo. Pero su muerte prematura cuando vivía como estudiante en una escuela
donde él era la única persona negra le ha identificado, tanto con la raza
blanca como con la negra. Por consiguiente, el mensaje de su fe potente se ha
tornado en bendición para los hombres de cualquier raza y color.
Más aún, ha creado un vínculo
de entendimiento entre las dos razas. Su mismo entierro en el cementerio,
tipifica este vínculo único de hermandad cristiana entre las dos razas. Su
sepultura se ha movido hacia un terreno hermoso entre las dos secciones
reservadas para las dos razas. Y muchísimas personas, tanto blancas como
negras, vienen para visitar el sepulcro de Samuel Morris, más que los que
visitan cualquier otra tumba, aunque miles de individuos buenos y nobles están
enterrados allí. De esta manera, él sirve a su propia raza más eficazmente al
vencer el prejuicio racial.
PARTE 4
LA CLAVE PARA SER UN BUEN LÍDER
LA CLAVE PARA SER UN BUEN LÍDER
Existen otros beneficios
morales en la muerte prematura de Samuel Morris. Sin haber alcanzado la
madurez, él llegó a ser como el joven moreno sobre la urna griega de Keat:
"Siempre joven, siempre bueno".
Siempre será ejemplo de la
vida de preparación del estudiante universitario, más que la del mundo maduro.
Por lo tanto, él atrae con más fuerza a los estudiantes de hoy en día que a
cualquier adulto. Para los estudiantes actuales, su vida y, aun más, su muerte
indican el camino hacia un liderazgo más exitoso.
Nunca llegó a la edad de
veintiún años; y vivió sólo cinco años después de huir de la selva. No obstante
en ese breve tiempo, equivalente aproximado a las escuelas secundaria y
preparatoria, se dio a conocer alrededor del mundo. La historia de su vida se
ha traducido a cinco idiomas. Y pocos líderes religiosos, si es que los hay,
han tenido más influencia con los misioneros de las más variadas
denominaciones.
Pero todo esto es sólo una
mínima parte en lo tocante a la grandeza esencial de su influencia como líder.
Los mejores líderes no son aquellos que tienen mayor número de seguidores. De
hecho, tales líderes muchas veces son una amenaza a las instituciones
democráticas. Tienen tendencia de hacerse dictadores o líderes de turbas. El
mejor líder es el que produce a otros líderes.
El verdadero líder tiene la
humildad y la fraternidad que anima a otros a afirmar sus potenciales, y a
esforzarse y tomar su lugar cuando él se haya ido. Necesitamos más líderes así,
de la clase de la cual era Sammy. Un solo acontecimiento ilustrará la manera en
la que la influencia de Sammy produjo los mismos potenciales del liderazgo en
otros. Ya hemos escrito de la conversión del ateo agresivo al cristianismo bajo
el ministerio de Sammy, y he aquí la continuación:
Tiempo después de que este
mismo ateo se convirtió en predicador, se encontró con uno de sus viejos
amigos, tan ateo y agresivo como él lo había sido. De inmediato se planteó una
discusión que fue subiendo de tono. El predicador dijo algo que enfureció a su
amigo y recibió como respuesta un golpe en el rostro que lo derribó al suelo
inconsciente. Al recuperarse se llenó de ira.
Su antagonista jubiloso, de
pie, se burlaba de él. En ese instante, el ministro pensó en Samuel Morris
tirado en el piso de la cabina del buque, golpeado por el puño del capitán.
Se dijo a sí mismo: "Si
Samuel Morris pudo perdonar a aquel capitán tan cruel y llevarlo a la
salvación, ¿por qué no puedo hacer yo lo mismo con este hombre?"
Su ira se disipó; se puso de
rodillas y comenzó a orar por su enemigo. Mientras oraba, el ateo se arrodilló
a su lado, puso el brazo alrededor de sus hombros, limpió la sangre que aún
corría por su rostro y rogó que le perdonara. Pronto él también comenzó a rogar
al Señor por el perdón de sus pecados. Su entrega fue completa. El obispo le
bautizó, y llegó a ser un líder activo en la obra de la iglesia.
Así, Samuel Morris fue
responsable de otro líder, dotado de la misma caridad y poder espiritual; y
ése, por turno, había comunicado el mismo espíritu cristiano a otra persona,
quien también se hizo líder. Necesitamos más líderes desinteresados que puedan
literalmente multiplicar su propia eficacia de esta manera, y que también
puedan proyectar fijamente sus planes aun más allá de su propia vida.
El
remedio para el complejo de inferioridad
Samuel Morris imparte el ánimo
más fuerte a cada joven de hoy, para desarrollar su potencial de liderazgo, sin
importar las desventajas de raza, color, pobreza. Más que cualquier otra
persona en estos días, la vida de Morris prueba que el Espíritu invisible de
Dios puede transformar a la persona más inverosímil, en un dirigente con poder
y carisma. Esto es verdad para cada joven y señorita, a pesar de su complejo de
inferioridad.
Tratemos de encontrar un
atributo meramente humano de Samuel Morris, que pudiera explicar su pronta y
profunda influencia sobre las almas de otros de cada clase y posición.
--Pertenecía a la raza negra,
la cual es objeto de muchos prejuicios negativos.
--Era de estatura baja y de
aspecto poco atractivo.
--No tuvo ni un centavo de
riqueza.
--Fue inculto e ignorante.
Aunque podía pronunciar bien las palabras, no tuvo el dominio oratorio de la
lengua inglesa para mover a una audiencia con la magia de las palabras.
--En una era de propaganda
literaria, no escribió nada para esparcir y perpetuar sus ideas.
--Ninguna organización le
patrocinaba. Ni siquiera tuvo el apoyo de su familia, siendo fugitivo de su
propia casa y país.
Sin duda,
no hay nada en este inventario de cualidades humanas para hacer un gran
dirigente de almas. No obstante, este vagabundo desamparado y pobre, podía
hacer que todos se inclinaran ante él, ya fueran marineros brutales u obispos
de la iglesia, nativos de la selva o profesores de la universidad. ¡Sólo Dios podía
realizar tal milagro!
Pero con
todo, no es sólo el privilegio sino también el deber de cada joven cristiano el
poseer y ejercitar esa misma dinámica divina. En esa verdad descansa el
"ábrete sésamo" de la dirigencia eficaz para cada joven que tienda la
mano de fe para aceptar este don del Espíritu Santo.
Prueba
científica de la divinidad
Por último, el ejemplo de
Samuel Morris no sólo anima a cada joven a anhelar ser un líder dinámico, sino
también facilita la fe necesaria en Dios para aducir una prueba científica de
la divinidad. En esta época científica, los estudiantes tienen razón al
demandar la evidencia de los hechos en apoyo de sus creencias. La verdadera
religión no descansa sobre una fe ciega, sino sobre una fe razonada apoyada por
las evidencias tan tangibles, lógicas, históricas y experimentales como las que
apoyan cualquier ciencia moderna.
Mientras Samuel Morris aún
vivía, hubiera resultado muy difícil organizar lógicamente los hechos conocidos
de su dirigencia bajo cualquier otra teoría que no fuera la de la dotación
divina, puesto que su personalidad era de otra manera tan poco atractiva e
inferior. Pero es su muerte prematura la que ha hecho "hermético" el
experimento científico.
Mientras vivía, el escéptico
casi persuadido pudiera abrigar siempre la idea alucinante, de que alguna clase
de "magnetismo animal", o alguna fuerza de emociones meramente
humanas de su personalidad, dieron razón de las reacciones de los que eran
influenciados por el "ángel de ébano". Si vamos a eso, los
científicos han abandonado la idea de la prueba absoluta cuando se trata de un
objeto físico. Una probeta en el laboratorio químico puede siempre contener
algún elemento desconocido o microscópico, causando dudas en cuanto a los
resultados de la prueba.
Pero ese otro ángel negro, la
muerte, ha terminado toda posibilidad de error a causa de la influencia del
magnetismo físico, el contagio emocional o cualquier otra causa mortal. La
entera personalidad humana termina con la muerte y el entierro.
Sin embargo, el liderazgo de
Samuel Morris no cambió su carácter ni perdió fuerza con su muerte. El elemento
divino en su personalidad llena del Espíritu Santo siempre vivo, ha seguido
llevando a cabo su obra y ministerio con plena fuerza. He aquí la prueba
concluyente de la divinidad que animaba su espíritu en vida, una prueba aún más
concluyente que la del laboratorio químico, no obstante sus muchas
comprobaciones de pruebas físicas.
Napoleón confesó que
Jesucristo era un dirigente mejor que él, porque podía demandar la lealtad de
su ejército sólo mientras estaba vivo y presente; pero el ejército de los
seguidores de Cristo sigue leal y creciendo, siglos después de la muerte de su
Capitán. Sólo un Salvador divino puede sobrevivir una cruz; y sólo un seguidor
de Cristo guiado por Dios, puede seguir llevando fruto cada vez más, mucho
tiempo después de que su presencia física y sus poderes humanos ya no existen.
Samuel Morris ha aprobado esta prueba. La muerte del cuerpo físico de Samuel
Morris ha servido sólo para perpetuar y magnificar la obra del Espíritu Santo
con quien andaba tan íntimamente.
"Y muerto aún habla"
No es en ocasiones aisladas
donde encontramos la evidencia científica del liderazgo continuo de Samuel
Morris por medio de la operación del Espíritu Santo. En todas partes sus
contactos con otras personas han resultado fructíferos muchos años después de
su muerte.
Después de la muerte
imprevista de Sammy, se recuerda, que sólo tres estudiantes de la Universidad de Taylor
se ofrecieron a tomar su lugar como misioneros en África. El escéptico puede
decir que es una mera reacción emotiva a su muerte. Pero su influencia ha
estado produciendo los mismísimos resultados en volumen creciente ya por
decenios. Siete estudiantes —más del doble— salieron al África recientemente de
esa misma universidad en sólo un año. Estos siete fueron el resultado del
liderazgo espiritual de Sammy, tanto como lo fueron los otros tres, porque
antes de su llegada, la
Universidad de Taylor era un colegio mayor ordinario, sin una
visión y un propósito misioneros.
Y estos siete frutos más
recientes de su liderazgo, son meramente una muestra de los resultados
incesantes de ese liderazgo inspirado y autorizado por Dios. Muchos, en años
posteriores, fueron inspirados por su influencia para salir al África como
maestros y predicadores. Varios misioneros destacados hicieron el sacrificio
supremo y ahora ya están sepultados en ese continente: Oliver Moody, Susan
Talbot Wengatz y John C. Ovenshire. Hay una Escuela Bíblica de la Universidad de Taylor
en África.
Y esto es solamente un pequeño
sector de su influencia ¡que siempre se está ensanchando y profundizando por
más de una generación después de su muerte! La Universidad de Taylor
se ha convertido en un lugar de entrenamiento para misioneros y maestros
cristianos, preparándolos para ir por todas partes del mundo —una obra de
evangelización mayor de lo que Sammy imaginó durante su vida.
Pero hay una prueba aun más
concluyente del elemento divino en su vida. Mucho de su liderazgo continuado se
ha puesto de manifiesto enteramente sin el apoyo o la intervención de alguna
agencia humana o de literatura. Por ejemplo, el nuevo espíritu que Sammy
infundió a la tripulación de marineros bruscos del barco durante su viaje a
Norteamérica, no fue un cambio transitorio. Varios años después de la llegada
de Sammy a Nueva York en el buque de carga, el viejo capitán regresó a esa
ciudad y buscó a Esteban Merritt. Cuando Esteban Merritt le comunicó que Samuel
Morris había fallecido antes de cumplir los veintiún años, el viejo marino no
pudo evitar las lágrimas.
Le contó que la mayoría de la
antigua tripulación aún estaba con él y esperaba ansiosamente su regreso para
saber de su guía y pastor. Dijo que Sammy había hecho la primera oración que se
escuchara a bordo de su barco. Testificó de la influencia maravillosa que
ejerció sobre una tripulación tan variada y endurecida, y de cómo esa
tripulación había llegado a ser, con los años, una verdadera familia. Las
enseñanzas de Sammy habían efectuado un fruto permanente.
Sobre el propio reverendo
Esteban Merritt, la influencia del muchacho negro que apenas pudo hablar el
inglés, se sintió durante toda su vida. La semana que Sammy pasó en Nueva York
fue decisiva para el ministerio de Esteban Merritt; la fe del "ángel de
ébano" continuó obrando milagros durante toda su vida. Después de que
Sammy falleciera, Merritt comenzó a frecuentar manicomios y hospitales orando
por los enfermos, muchos de los cuales eran sanados. Antes de que su pastorado
concluyera, diez mil personas fueron llevadas a la Cruz por su intermedio.
El grupo misionero formado
espontáneamente en la
Escuela Dominical de la calle Jane, en ocasión de su breve
visita, continuó funcionando eficazmente por muchos años. Durante el invierno
siguiente, más de mil nuevos miembros fueron agregados. Además, a través de
esta Sociedad, la influencia benéfica de Samuel Morris se hizo extensiva a una
legión de almas necesitadas.
La Iglesia Africana
Metodista Episcopal, la cual Sammy visitó en Fort Wayne, no había experimentado
una mera ráfaga de emoción cuando él oró en su púlpito. La fuerza espiritual
otorgada en ese entonces, obró un cambio permanente. Más miembros que antes
fueron agregados a la iglesia durante el invierno siguiente. Con el tiempo,
pudo construirse un nuevo templo de ladrillos.
El Fondo de Fe Samuel Morris
siguió sus operaciones para servir desinteresadamente mucho tiempo después del
fallecimiento de Sammy. En tres años, ayudó con los gastos de cien estudiantes
necesitados que se preparaban para la obra misionera. Al principio, los
donativos llegaron de varias partes del país, luego del extranjero. Más de
veinte mil dólares llegaron en poco tiempo. Hoy, después de más de
cuarentaicinco años, se reciben contribuciones no solicitadas en ese fondo.
Es difícil imaginar que una
universidad norteamericana para estudiantes blancos, nombrara uno de sus
edificios permanentes en honor de un muchacho negro sin ningún recurso. No
obstante, lo hicieron en la
Universidad de Taylor. Tal ha sido la influencia permanente
de Samuel Morris, que uno acepta hoy el Paraninfo Conmemorativo de la Fe de Samuel Morris como un
rasgo distintivo natural e inevitable del recinto.
Este honor perdurable, no era
sólo una manifestación del espíritu del recinto universitario, sino que la
ciudad entera de Fort Wayne, hablando por medio de su Liga Cívica, ha acabado
de recomendar que un nuevo proyecto de habitaciones de aquella ciudad, bajo la
autoridad general del Proyecto Estadounidense de Habitaciones, sea llamado la Aldea Samuel Morris.
Así que la influencia benigna de Sammy seguirá siendo una inspiración y una
bendición para los desamparados en los años venideros.
Hasta el sitio de su tumba,
aunque sea un símbolo de la muerte, es hoy un santuario donde el Espíritu Santo
activamente continúa la obra de Samuel Morris. El sepulcro ahora es escenario
de reuniones religiosas, grandes y pequeñas, y de conversiones extraordinarias.
Por ejemplo, una señora que había perdido su salud, su esposo y sus ahorros,
estaba desempleada. A punto de volverse loca pensando en qué hacer, había
recogido flores silvestres para la tumba de su esposo, y se dejó caer en el
suelo, en un estado de colapso total, anhelando solamente la muerte.
Entonces, algo la influyó para
seguir a un grupo que visitaba la cercana sepultura de Samuel Morris. Ella
pensó:
—Si el Señor pudo salvarle a
él cuando no tenía nada, puede salvarme a mí.
Ella oró, y le pareció que oía
la voz de Sammy, diciendo: "Ora a mi Padre; Él te salvará. Él te enviará
al Espíritu Santo para guiarte". Y sintiendo la presencia del Espíritu
Santo, supo que sus oraciones fueron contestadas.
Ella se hizo miembro del
Ejército de Salvación. Desde aquel tiempo, cuando tiene a una persona muy
inflexible y cínica con la cual tratar, la lleva a ese mismo lugar para orar. Y
cada vez, la gracia del Señor está allí para salvar. La misma bendición de Dios
se ha sentido al lado de la sepultura de Sammy, en millares de personas quienes
han sido convertidas allí o han sido dotadas de una medida fresca de visión y
fuerza espirituales.
Hoy, gracias a la influencia
duradera de su vida impulsada por el Espíritu, millones de legos han sentido, y
millones más sentirán el desafío vivificante de esta fe que no muere. Esa vida
exitosa, además de la que está por venir, anticipa esa inmortalidad proclamada
por Jesús: "…Todo el que pierda su vida por causa de mí, la
hallará" (Mateo 16:25). Podemos sólo concluir con el firme pensamiento
del doctor Reade en toda su sencillez: "Él no está muerto". Como el
alma de Juan Brown, el espiritu inconquistable y vencedor de Samuel Morris,
sigue marchando hacia adelante.
Las iglesias pueden cerrar sus
puertas; los credos pueden pasar; la ética se puede cambiar; pero la fe
sencilla de este espíritu emprendedor no descansaba en ninguno de éstos. Él
enfrentaba a los hombres una vez más con el Cristo viviente, el cual siendo
conocido, también es amado y seguido. Éste es el secreto del liderazgo que no
termina. En esta fuerza secreta, podemos seguir adelante en nuestra Marcha de la Fe.
EPÍLOGO
"Obras…aun
mayores"
Una
coincidencia maravillosa ha provisto recientemente la prueba del milagro más
extraordinario de todos los milagros inscritos en las páginas anteriores.
Muchos lectores, incluso cristianos, erróneamente suponen que la era de
milagros ya ha terminado. No entienden que el Mensajero divino, el Espíritu
Santo, no está muy lejos, sino que a diario obra aquí en la tierra, guiando los
destinos de los hombres y de las naciones.
Sin duda, el milagro más
difícil de creer en la vida de Samuel Morris, es el de la luz misteriosa que
deslumbró a los captores de Kaboo, y luego le guió en la noche por en medio de
la selva hasta un lugar seguro. Todos los biógrafos previos han suprimido esta
maravilla de la gracia divina, temiendo la incredulidad de sus lectores, o la
falta de una explicación ortodoxo.
Pero ya está registrado un
caso exactamente paralelo, y atestiguado por un testigo intachable, F. R.
Burroughs, misionero en China. Un joven chino que se llamaba Ging-Hua, como
Kaboo, fue el hijo mayor de su padre, e igualmente se le llevó fuera de su
casa, pidiendo rescate. Esta pandilla de hombres tenía el hábito de torturar a
sus cautivos para sacar de sus familias el precio del rescate. Ging-Hua estaba
tumbado, atado con cuerdas y rodeado por sus captores cuando, súbitamente, una
luz dorada brilló de todas partes alrededor de él, y supo que fue de origen
celestial. Por esta iluminación, él pudo desatar sus cuerdas y escapar del
campo.
Pero, ¿dónde estaba? No sabía
en qué dirección irse. Estaba oscuro, y sus captores le había llevado lejos de
su casa, por caminos poco frecuentados. Luego la luz benévola se transformó en
un rayo largo, apuntando desde el cielo directamente sobre el camino por
delante. La luz le guió, paso por paso, directo hacia su familia y a la
seguridad. Así, el rescate milagroso de Kaboo ha sido duplicado en cada rasgo
esencial.
Al escéptico le sugiero que la
misma razón por la cual los milagros, tanto físicos como espirituales, parecen
estar fuera de propósito en estos días, es que nuestra generación carece de la
fe absoluta y ciega de un Samuel Morris, la cual era la condición necesaria de
la promesa divina de "obras… aun mayores", que seguirían al
advenimiento del Espíritu Santo. "La mayoría de nosotros", escribió
el doctor Reade, "nos hemos desviado demasiado lejos de la fe sencilla de
la niñez, y Dios no puede hacer muchas obras poderosas en nosotros por causa de
nuestra incredulidad".
Afortunadamente, siempre hay
algunos creyentes valientes para rechazar la idea de que Dios ya no obra
milagros en la tierra. De hecho, Dios obró un milagro cuando yo escribía este
libro. La primera versión del manuscrito le fue leído a la doctora Harriet
Stemen MacBeth, maestra de Sammy, hace algún tiempo; y esa lectura resultó en
uno de esos milagros de gracia sin fin, la que todavía acompaña los pasos de
Samuel Morris. Aunque había estado postrada en cama por varios años y estaba
casi ciega, ella pronto se levantó, restaurada su salud y su fuerza.
A los dirigentes del mañana
Sea lo que sea que se piense en
cuanto a los demás milagros en este libro, el milagro central en la vida de
Samuel Morris es uno que se puede reproducir en la vida de cada lector. No es
necesario estar colgado sobre un árbol en África para que la luz del cielo te
pueda infundir el alma, dándote el poder de servir a Dios. Sólo necesitas
confrontar tu propia impotencia sin Dios, y darle las gracias por su gracia y
su poder.
Nunca antes fue más fácil
confesar que el hombre necesita a Dios, que en este tiempo, cuando el poder del
maligno triunfa sobre naciones enteras; el fracaso de todos los remedios hechos
por hombre para curar las dolencias del mundo, no nos deja otra alternativa
sino la de un cambio transformador en la naturaleza del hombre mismo.
El liderazgo triunfante de
Samuel Morris puede ser un ejemplo inspirador tanto para los jóvenes como para
los ancianos. Sin embargo, su juventud, su fe valiente y sus obras incesantes,
califican esta biografía especialmente como una guía para los jóvenes que se
preparan para desempeñar un papel importante en la vida nacional.
Por supuesto, no todos los
jóvenes se transformarán en ministros y misioneros especializándose en obras
religiosas. Pero uno de los rasgos más distintivos de la vida de Samuel Morris
es que toda su destacada influencia espiritual se ejercitaba como un incidente
más dentro de las ocupaciones seculares comunes. Él halló el tiempo y la
oportunidad de traer las bendiciones más ricas de Dios a sus allegados,
mientras trabajaba largas horas como obrero en la plantación, como pintor, como
camarero y por último, como estudiante, tratando de alcanzar a compañeros de
estudios más aventajados que él. Cualquier joven tiene la misma oportunidad de
servir a Dios en sus relaciones diarias.
Además, ejercitó el mismo celo
religioso en sus quehaceres diarios, como cuando limpió el camarote del
capitán, que en sus palabras de consejo. ¡Ojalá que tuviéramos más de tales
cristianos prácticos!
Estos tiempos tempestuosos no
son más que un "horno" en el cual el "oro" del liderazgo
verdadero será probado y purificado, emergiendo triunfante. El evangelismo y la
paz del Mundo esperan a los nuevos dirigentes, quienes estarán equipados con
toda la plenitud del poder de Dios morando adentro, por medio de la entera
consagración y la fe completa de un Samuel Morris.
¿Dónde están los Samuel Morris de hoy día? ¡Es el
tiempo para los nuevos hombres de los milagros!