viernes, 12 de mayo de 2017

ALMA Y CUERPO


Adoptando una perspectiva más descriptiva y práctica que metafísica, la Biblia no conoce una división cuerpo-alma del hombre: las dos dimensiones, espiritual y corporal, están en una simbiosis total.

La distinción entre alma, espíritu y carne va dirigida a acentuar tal o cual aspecto del único ser que es el hombre. Como poseedor de la nefesh (alma), el hombre es un ser vivo que debe su existencia a Dios y que es capaz de relaciones personales y de sentimientos debido a la ruah (espíñtu), el hombre es el testimonio vivo del poder de Dios, la expresión más elevada de la fuerza creadora de Dios.

Nefesh y ruah atestiguan más claramente la «proximidad» que existe entre Dios y el hombre al contrario, en cuanto basar (carne), el hombre es el ser vivo que como otras criaturas, tiene un cuerpo, una dimensión material que, aunque le confiere cierta caducidad, no por ello carece de dignidad ni deja de ser buena a los ojos de Dios.

En virtud de su constitución real o condición singular el hombre trasciende al mundo, aunque pertenece a él es pariente del cielo y de la tierra y en cuanto tal es muy bueno (Génesis 1:31), destinado a la resurrección final.

La Biblia, aunque excluye una visión dualista del hombre, se refiere indiscutiblemente a la copresencia de dos dimensiones del ser humano: la corporal y la espiritual, afirmando que, en virtud de esta última, el hombre es «imagen y semejanza» de Dios.

El encuentro entre el cristianismo y la cultura helenista tuvo un doble efecto. Por un lado. la visión unitaria bíblica fue siendo sustituida por una perspectiva eminentemente dualista: el cuerpo y el alma son las dos substancias que componen al hombre: por otro, se acentuará la superioridad del alma humana.

Pero los Padres rechazarán la concepción del alma como parte o emanación de la divinidad y la de la unión alma-cuerpo como resultado de una especie de castigo: para ellos, todo el hombre, alma y cuerpo, está destinado a vivir la gloria futura.

A partir del s. XII se verificó un notable cambio de perspectiva, gracias a la acogida del pensamiento aristotélico que condujo a una nueva visión antropológica. Tomás de Aquino, el representante más lúcido de la nueva orientación filosófica y teológica, afirmará que la unión entre el alma y el cuerpo es parecida a la que existe entre la materia y la forma substancial; a pesar de ser ontológicamente diferentes, el alma y el cuerpo del hombre no poseen una autonomía propia antes de la unión; en el momento de la unión. el alma se hace forma, es decir, actúa, vivifica a la materia, que a su vez recibe de ella la existencia, la perfección y las determinaciones esenciales.

De aquí se deriva la profunda compenetración del alma y del cuerpo en el hombre: su unión no es accidental sino substancial, profunda: todas las acciones del hombre, en esta perspectiva, son el fruto del concurso de ambas dimensiones.

La unidad cuerpo-alma lleva a concebir la muerte como disolución provisional y casi innatural de la unidad misma, mientras que permite dar un sentido profundo a la promesa bíblica de la resurrección de la carne.
Además, se justifica así profundamente la dimensión social e histórica del hombre. «El cuerpo es al mismo tiempo el lugar de la comunión y de la apertura al encuentro.
El Magisterio de la Iglesia, además de rechazar algunas propuestas teológicas que tendían a convertir en algo diabólico la corporeidad (concilio de Braga), o a hacer del alma una parte de Dios, negando la resurrección corporal (Ier concilio de Toledo), o a considerar las almas humanas como espíritus preexistentes y desterrados a los cuerpos (sínodo de Constantinopla), tras afirmar la unicidad del alma (V concilio de Constantinopla), utilizó las fórmulas y la perspectiva antropológica de santo Tomás para condenar la opinión según la cual el alma no se une directamente al cuerpo (concilio de Viena), y la de que el alma es mortal o única para todos los hombres (Concilio de Letrán).

Entre las intervenciones del Magisterio sobre la relación alma-cuerpo hay que señalar finalmente la Gaudium et spes del concilio Vaticano II, donde, según la perspectiva típicamente bíblica, se habla del hombre como unidad de alma y cuerpo que, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material y recuerda que el hombre no debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día.

Pero, al lado de esto, se remacha la convicción de que el hombre trasciende el mundo material, debido a su propia espiritualidad y a la posesión de un alma inmortal.


Bibliografía:
F P. Fiorenza - J B. Metz, El hombre como unidad de alma y cuerpo, en MS, IIiZ, 661-715; J Seifert, Das Leib-Seele Problenz in der gegenwartigen Diskussion. Darmstadt 1979.


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