martes, 10 de septiembre de 2013

Sin humildad no hay valores.


Aimée Cabrera.                                         
En los últimos tiempos se reitera, por parte de dirigentes, directivos y pueblo en general, la falta de valores que aqueja al cubano sin importar edad ni grado de instrucción.
Las personas vociferan frases grotescas en las calles, exclaman palaras soeces en presencia de mujeres o niños y ay de quién salga al paso a tanta indecencia.
El mundo espiritual del cubano está resquebrajado. El respeto a Dios se ha perdido, los que dicen ser creyentes dan, en ocasiones, testimonios nada agradables al Señor. La prepotencia aflora en sus actitudes, gestos discriminatorios y concesiones y privilegios a unos pocos.
La vida a nivel de iglesia no siempre inspira la paz y el amor debidos. Unos acuden “porque es el momento de alabar a Dios” pero otros evitan tener una mayor participación en su comunidad porque rechazan estas demostraciones.
Actitudes hipócritas como por un lado dar el saludo de la paz y por otro marginar al que está mal vestido o muestra su disfuncionalidad son de las más frecuentes. Llegar a un templo y saludar es quedarse sin respuesta si la persona no conoce a quien acaba de arribar.
Otros se sientan a conversar como si estuvieran en un parque o en su casa y apenas dejan oír a los que asisten con deseos de poner en práctica su doctrina. La culpa, sin embargo no es del todo de quienes no ponen en práctica el principal Mandamiento.
Jesús contestó a quienes querían tenderle una trampa que el mandamiento más importante de la ley es “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más importante y el primero de los mandamientos. Pero hay un segundo, parecido a este; dice: “Ama  a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se basan toda la ley y los profetas”. (Mt22. 34-40)
Un pasaje hermoso por toda la pureza y honestidad que emana de las sabias palabras del Hijo de Dios, pero esta frase encierra un respeto y una abnegación que muy pocos pueden lograr. Es un mandamiento complejo y difícil de cumplir, el cual debe ser una meta a alcanzar por quienes se vanaglorian de asistir a su templo a diario.
Esos que buscan el protagonismo de destacarse por encima de los demás, que buscan reconocimientos y aplausos están muy lejos de ser pacientes y de corazón humilde; “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” dijo el sabio en Eclesiastés y parece no equivocarse al cabo de tantos siglos.

  

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