En conversaciones con varias personas, la mayoría profesionales e
intelectuales, unas que abrazan la ideología marxista-leninista, definidas como
ateos, y otras que, aunque no son creyentes, disienten del modelo
económico y sociopolítico cubano, critican con alevosía la actuación
social de nuestra institución eclesial, esgrimiendo, los primeros, que la
Iglesia nunca levantó su voz de manera enérgica en contra de los abusos
cometidos en épocas de la República mediatizada, plegándose a los grupos de poder
y, los segundos, ante el totalitario y antidemocrático modelo socialista
actual. La ignorancia religiosa en que están sumidas estas personas, por la
intencionada manipulación de la información y la censura religiosa que el
propio Estado le impone a nuestra Iglesia, agrava dicha ignorancia. Nuestra
intención en esta reflexión es netamente aclaratoria, a partir de citas sólo de
algunos de los muchos documentos que la Iglesia ha publicado tanto en el
período republicano, gracias a la libertad de expresión existente en esa época,
y en los primeros años del triunfo revolucionario, a pesar de la censura
impuesta.
Es significativo destacar que el 29 de agosto de 1914 en una circular sobre las necesidades de los obreros, Mons. Severiano Saínz expresó: “¿cómo, pues, podría permanecer callada esta noble matrona, cuando a sus ojos se presenta un cuadro desgarrador, cuando está viviendo en toda la República de Cuba, y en particular la capital, un crecido número de obreros que carecen de todo, que oyen las voces de sus hijitos que les piden pan porque no solo carecen de dinero sino también de trabajo?, ante esta situación la Iglesia tiene que hablar y obrar”. Otro ejemplo evidente es el relacionado con la lucha de los desposeídos por la democracia ante Constituciones que excluían la representación y participación de las clases más pobres. Al ser promulgada la nueva Constitución de 1940, a nuestro juicio la más democrática en toda nuestra historia, el 20 de junio del propio año el Dr. Manuel Arteaga, vicario capitular, señaló “todo católico puede votar libremente en cualquiera de nuestros partidos políticos, con la excepción del que mantenga un programa antirreligioso y ateo, seleccionando al candidato que más garantía ofrezca a los ideales y necesidades de la nación”. Paradójicamente hoy en día los católicos que no participan en las elecciones del único partido político existente y por demás antirreligioso y ateo son catalogados injustamente como antipatriotas y contrarrevolucionarios. ¿Acaso, para conocer la realidad y amar profundamente a la patria, así como defender los valores humanos universales y considerarse revolucionario en la verdadera acepción del término, hay que ser comunista y antirreligioso?
Cuando se produce el ataque al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953, día de la Santa Ana, el entonces Arzobispo de Santiago de Cuba, Enrique Pérez Serantes, apenas 3 días después, el 29 de julio, hace público el documento del arzobispado titulado Paz a los muertos cuyo encabezamiento expresa: “La gran familia cubana está de luto. Cuba tiene hoy el alma adolorida, porque se ha regado con sangre cubana en violento choque fratricida” y un día después, el 30 de julio del 1953 le escribe una carta al propio coronel Alberto Río Chaviano, Jefe del Regimiento No. 1 oriental, procurando salvar por todos los medios, la vida de Fidel Castro y la de sus compañeros después del asalto: “Gustoso me brindo a ir en busca de los fugitivos que atacaron el Cuartel Moncada y agradezco mucho a Ud. las facilidades que me dé para lograr el noble propósito que a Ud. y a mí nos anima en este caso…, prestar este servicio y cualquier otro por arduo que sea, que esté a mi alcance, nunca será demasiado para quien está tan obligado como lo estoy yo, a procurar el bienestar de la familia cubana, y a sacrificarse cuanto será necesario para servir a sus hermanos”.
En otra circular que fue leída en todas las iglesias de la Archidiócesis de Santiago de Cuba, el 24 de diciembre de 1958, en el contexto de las famosas Pascuas Sangrientas holguineras, y que se extendió al resto de la nación, titulada Basta de guerra, Pérez Serantes hacía un llamado a todos nuestros compatriotas: “por último nos dirigimos a los cubanos todos, a los más alejados y a los más próximos al teatro de la guerra. No quiera nadie seguir divirtiéndose despreocupadamente, mientras millones de cubanos se retuercen y gimen en angustias de intenso dolor y de miseria”. Y en los albores del triunfo revolucionario, el 3 de enero de 1959, con la humildad y la sapiencia que lo caracterizaba, evocando el amor a la patria que siempre la Iglesia ha tratado de enseñar e inculcar a los cubanos, vaticinó: “un régimen acaba de ser derribado; ha sido demolido un edificio que se estimaba caduco e inadecuado, roído en sus entrañas…, sobre las cenizas del régimen desaparecido otro se va a levantar, pero éste no debe ser igual al primero, pues si tal cosa sucediere no hubiera habido razón para que éste fuese demolido. Para que las cosas quedasen lo mismo, a qué tanta sangre derramada, tantas lágrimas vertidas; ¡a qué tanto luto, tanta destrucción y muerte! Nuestros campos tintos de sangre, la propiedad destruida, los sepulcros repletos de cadáveres, a voz en cuello piden que los tiempos nuevos sean en realidad tiempos mejores. Tenemos, pues, derecho a demandar un orden de cosas enteramente nuevo, una República de estructura diferente y mejor”.
El curso de la historia, después de más de 50 años, ha demostrado cuánta razón tenía Mons. Pérez Serantes en sus aseveraciones. También con relación a la enseñanza privada tan criticada por la élite oficialista cubana y que por supuesto el estado socialista nacionalizó, y frente a la incipiente fiebre laicista predijo: “Que es cara la Universidad católica. No lo sería si estuviese subvencionada…, los padres, que mandan sus hijos a Villanueva, con sacrificios económicos, por algo lo harán y no será muy difícil averiguar por qué”. El mensaje, dirigido sin rodeos a los nuevos líderes, en pleno fervor popular revolucionario, fue contundente y no se necesitaba ser suspicaz para interpretar que esos falsos líderes, según ellos amantes de la libertad, se estaban metiendo en terreno que no era de su incumbencia, despojando a la Iglesia de uno de sus mejores servicios. En este sentido, el propio Pérez Serantes más adelante acota: “mientras la religión del espíritu, el sector de las almas, no sea redimido, no podrá con verdad decirse que se ha obtenido el triunfo completo de la Revolución, siendo cosa averiguada que revolución que se haga a espaldas de los derechos de Dios, lleva en sí misma el sello del fracaso; y, en verdad nos dolería que esto ocurriera, más bien deseamos que se consolide”
Una de las críticas mayores que ha recibido la Iglesia por las personas, tanta las que abrazan el materialismo dialéctico, como los disidentes no creyentes, es que defendemos excelentes preceptos, pero que en la realidad no los llevamos a vías de hecho. Precisamente el 30 de octubre de 1960 se publica en La quincena un artículo escrito por Mons. Eduardo Boza Masvidal, quien fuera Obispo Auxiliar de La Habana y Rector de la Universidad Católica de Villanueva donde aclara: “los católicos no estamos en contra de la Revolución, a la que ayudamos enormemente, y queremos las grandes transformaciones sociales que Cuba necesita, pero no podemos querer ni apoyar el comunismo materialista y totalitario que sería la negación más rotunda de los ideales por los que luchó y por los que murieron tantos cubanos. Hace días leía yo un artículo en el periódico Revolución en el que criticaba el autor la doctrina social cristiana, diciendo que tiene muy bellas teorías pero que su defecto es que no se practica. Esto no depende de la Iglesia. A la Iglesia le corresponde enseñar y lo ha hecho, y lo sigue haciendo a pesar de que cada día se le dejan menos medios para hacerlo. Pero la Iglesia no tiene el poder para realizarlas. Esto lo puede hacer el gobierno. Hágalo así e inmediatamente tendrá el apoyo más abierto de todos los católicos, y todas las medidas a favor de los humildes encontrarán su más plena y justa realización”.
No son pocos los estudiosos de la filosofía marxista que ven analogía en los preceptos axiológicos del marxismo con los del evangelio de Jesús. ¿Por qué entonces en vez de admitir, aprobado por el Estado desde hace poco tiempo, como una subordinación, que los católicos pertenezcan al Partido Comunista de Cuba, no se permitió desde el triunfo revolucionario, que la Iglesia, como una institución civil más, siguiese con su actuación plena y legal en la vida social de Cuba, con todos sus derechos y deberes? Este conflicto también fue explicado con vehemencia y total claridad y osadía por la Iglesia, para los pobres, el comunismo es una puerta abierta a la esperanza, derivado de un tipo de capitalismo infecundo, anónimo y egoísta, de mucha gente desarraigada de Dios, que no saben a dónde mirar y se sienten amargamente desamparados. La gran consigna de atracción a la pobreza y la miseria que fomenta el descontento sería «si todos no comen bien, entonces que todos coman mal». Ante este diferendo, la Iglesia alzó también su voz reflexiva y dialogante, esperanzadora y clarificante. En la fiesta del Cristo rey, en 1960, salió a la luz pública un artículo del arzobispo de Santiago de Cuba Roma o Moscú en el cual, entre otras advertencias, nos dice “nadie se llame a engaño: las cartas están sobre la mesa. La lucha no está entablada precisamente entre Washington y Moscú, esta está empeñada en realidad entre Roma y Moscú; y solo podría perderla Roma, si los cristianos dejasen de ser fermento vigoroso de la masa…, esto vale la pena de que se medite muy serenamente, no sea que, por no hacerlo, esté alguien ayudando al triunfo de su enemigo. Sepan y no lo olviden que los católicos a medias, nunca han servido, y menos ahora. Tampoco sirven los que son católicos a su manera, o por la libre. Los católicos de estas dos clases son los mejores auxiliares del comunismo”.
El reto quedó bien claro desde entonces para nosotros los católicos “Con Cristo o contra Cristo”. Sépase que no escribimos por el placer de combatir, confrontar o molestar, sino con el ánimo de defender nuestra verdad y la justicia, con amor, que es nuestro distintivo. Estamos convencidos que en el mundo solo hay dos frentes: los que están dispuestos a dar su vida a Dios y los que tratan de eliminarlo y borrarlo de la vida humana: estos últimos son los que se creen superhombres, dioses terrenales que se bastan a sí mismos. Nuestra iglesia, contrariamente, sigue enarbolando la bandera de Cristo desde hace ya más de 2000 años, mientras que los ateos enarbolan su bandera con mucha menos experiencia. La Iglesia enarbola la bandera de Cristo; los comunistas, la de Marx, los disidentes no creyentes en la de los proyectos terrenales. Como se puede apreciar, no es la Iglesia la que ha ido a buscar a sus enemigos.
Es significativo destacar que el 29 de agosto de 1914 en una circular sobre las necesidades de los obreros, Mons. Severiano Saínz expresó: “¿cómo, pues, podría permanecer callada esta noble matrona, cuando a sus ojos se presenta un cuadro desgarrador, cuando está viviendo en toda la República de Cuba, y en particular la capital, un crecido número de obreros que carecen de todo, que oyen las voces de sus hijitos que les piden pan porque no solo carecen de dinero sino también de trabajo?, ante esta situación la Iglesia tiene que hablar y obrar”. Otro ejemplo evidente es el relacionado con la lucha de los desposeídos por la democracia ante Constituciones que excluían la representación y participación de las clases más pobres. Al ser promulgada la nueva Constitución de 1940, a nuestro juicio la más democrática en toda nuestra historia, el 20 de junio del propio año el Dr. Manuel Arteaga, vicario capitular, señaló “todo católico puede votar libremente en cualquiera de nuestros partidos políticos, con la excepción del que mantenga un programa antirreligioso y ateo, seleccionando al candidato que más garantía ofrezca a los ideales y necesidades de la nación”. Paradójicamente hoy en día los católicos que no participan en las elecciones del único partido político existente y por demás antirreligioso y ateo son catalogados injustamente como antipatriotas y contrarrevolucionarios. ¿Acaso, para conocer la realidad y amar profundamente a la patria, así como defender los valores humanos universales y considerarse revolucionario en la verdadera acepción del término, hay que ser comunista y antirreligioso?
Cuando se produce el ataque al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953, día de la Santa Ana, el entonces Arzobispo de Santiago de Cuba, Enrique Pérez Serantes, apenas 3 días después, el 29 de julio, hace público el documento del arzobispado titulado Paz a los muertos cuyo encabezamiento expresa: “La gran familia cubana está de luto. Cuba tiene hoy el alma adolorida, porque se ha regado con sangre cubana en violento choque fratricida” y un día después, el 30 de julio del 1953 le escribe una carta al propio coronel Alberto Río Chaviano, Jefe del Regimiento No. 1 oriental, procurando salvar por todos los medios, la vida de Fidel Castro y la de sus compañeros después del asalto: “Gustoso me brindo a ir en busca de los fugitivos que atacaron el Cuartel Moncada y agradezco mucho a Ud. las facilidades que me dé para lograr el noble propósito que a Ud. y a mí nos anima en este caso…, prestar este servicio y cualquier otro por arduo que sea, que esté a mi alcance, nunca será demasiado para quien está tan obligado como lo estoy yo, a procurar el bienestar de la familia cubana, y a sacrificarse cuanto será necesario para servir a sus hermanos”.
En otra circular que fue leída en todas las iglesias de la Archidiócesis de Santiago de Cuba, el 24 de diciembre de 1958, en el contexto de las famosas Pascuas Sangrientas holguineras, y que se extendió al resto de la nación, titulada Basta de guerra, Pérez Serantes hacía un llamado a todos nuestros compatriotas: “por último nos dirigimos a los cubanos todos, a los más alejados y a los más próximos al teatro de la guerra. No quiera nadie seguir divirtiéndose despreocupadamente, mientras millones de cubanos se retuercen y gimen en angustias de intenso dolor y de miseria”. Y en los albores del triunfo revolucionario, el 3 de enero de 1959, con la humildad y la sapiencia que lo caracterizaba, evocando el amor a la patria que siempre la Iglesia ha tratado de enseñar e inculcar a los cubanos, vaticinó: “un régimen acaba de ser derribado; ha sido demolido un edificio que se estimaba caduco e inadecuado, roído en sus entrañas…, sobre las cenizas del régimen desaparecido otro se va a levantar, pero éste no debe ser igual al primero, pues si tal cosa sucediere no hubiera habido razón para que éste fuese demolido. Para que las cosas quedasen lo mismo, a qué tanta sangre derramada, tantas lágrimas vertidas; ¡a qué tanto luto, tanta destrucción y muerte! Nuestros campos tintos de sangre, la propiedad destruida, los sepulcros repletos de cadáveres, a voz en cuello piden que los tiempos nuevos sean en realidad tiempos mejores. Tenemos, pues, derecho a demandar un orden de cosas enteramente nuevo, una República de estructura diferente y mejor”.
El curso de la historia, después de más de 50 años, ha demostrado cuánta razón tenía Mons. Pérez Serantes en sus aseveraciones. También con relación a la enseñanza privada tan criticada por la élite oficialista cubana y que por supuesto el estado socialista nacionalizó, y frente a la incipiente fiebre laicista predijo: “Que es cara la Universidad católica. No lo sería si estuviese subvencionada…, los padres, que mandan sus hijos a Villanueva, con sacrificios económicos, por algo lo harán y no será muy difícil averiguar por qué”. El mensaje, dirigido sin rodeos a los nuevos líderes, en pleno fervor popular revolucionario, fue contundente y no se necesitaba ser suspicaz para interpretar que esos falsos líderes, según ellos amantes de la libertad, se estaban metiendo en terreno que no era de su incumbencia, despojando a la Iglesia de uno de sus mejores servicios. En este sentido, el propio Pérez Serantes más adelante acota: “mientras la religión del espíritu, el sector de las almas, no sea redimido, no podrá con verdad decirse que se ha obtenido el triunfo completo de la Revolución, siendo cosa averiguada que revolución que se haga a espaldas de los derechos de Dios, lleva en sí misma el sello del fracaso; y, en verdad nos dolería que esto ocurriera, más bien deseamos que se consolide”
Una de las críticas mayores que ha recibido la Iglesia por las personas, tanta las que abrazan el materialismo dialéctico, como los disidentes no creyentes, es que defendemos excelentes preceptos, pero que en la realidad no los llevamos a vías de hecho. Precisamente el 30 de octubre de 1960 se publica en La quincena un artículo escrito por Mons. Eduardo Boza Masvidal, quien fuera Obispo Auxiliar de La Habana y Rector de la Universidad Católica de Villanueva donde aclara: “los católicos no estamos en contra de la Revolución, a la que ayudamos enormemente, y queremos las grandes transformaciones sociales que Cuba necesita, pero no podemos querer ni apoyar el comunismo materialista y totalitario que sería la negación más rotunda de los ideales por los que luchó y por los que murieron tantos cubanos. Hace días leía yo un artículo en el periódico Revolución en el que criticaba el autor la doctrina social cristiana, diciendo que tiene muy bellas teorías pero que su defecto es que no se practica. Esto no depende de la Iglesia. A la Iglesia le corresponde enseñar y lo ha hecho, y lo sigue haciendo a pesar de que cada día se le dejan menos medios para hacerlo. Pero la Iglesia no tiene el poder para realizarlas. Esto lo puede hacer el gobierno. Hágalo así e inmediatamente tendrá el apoyo más abierto de todos los católicos, y todas las medidas a favor de los humildes encontrarán su más plena y justa realización”.
No son pocos los estudiosos de la filosofía marxista que ven analogía en los preceptos axiológicos del marxismo con los del evangelio de Jesús. ¿Por qué entonces en vez de admitir, aprobado por el Estado desde hace poco tiempo, como una subordinación, que los católicos pertenezcan al Partido Comunista de Cuba, no se permitió desde el triunfo revolucionario, que la Iglesia, como una institución civil más, siguiese con su actuación plena y legal en la vida social de Cuba, con todos sus derechos y deberes? Este conflicto también fue explicado con vehemencia y total claridad y osadía por la Iglesia, para los pobres, el comunismo es una puerta abierta a la esperanza, derivado de un tipo de capitalismo infecundo, anónimo y egoísta, de mucha gente desarraigada de Dios, que no saben a dónde mirar y se sienten amargamente desamparados. La gran consigna de atracción a la pobreza y la miseria que fomenta el descontento sería «si todos no comen bien, entonces que todos coman mal». Ante este diferendo, la Iglesia alzó también su voz reflexiva y dialogante, esperanzadora y clarificante. En la fiesta del Cristo rey, en 1960, salió a la luz pública un artículo del arzobispo de Santiago de Cuba Roma o Moscú en el cual, entre otras advertencias, nos dice “nadie se llame a engaño: las cartas están sobre la mesa. La lucha no está entablada precisamente entre Washington y Moscú, esta está empeñada en realidad entre Roma y Moscú; y solo podría perderla Roma, si los cristianos dejasen de ser fermento vigoroso de la masa…, esto vale la pena de que se medite muy serenamente, no sea que, por no hacerlo, esté alguien ayudando al triunfo de su enemigo. Sepan y no lo olviden que los católicos a medias, nunca han servido, y menos ahora. Tampoco sirven los que son católicos a su manera, o por la libre. Los católicos de estas dos clases son los mejores auxiliares del comunismo”.
El reto quedó bien claro desde entonces para nosotros los católicos “Con Cristo o contra Cristo”. Sépase que no escribimos por el placer de combatir, confrontar o molestar, sino con el ánimo de defender nuestra verdad y la justicia, con amor, que es nuestro distintivo. Estamos convencidos que en el mundo solo hay dos frentes: los que están dispuestos a dar su vida a Dios y los que tratan de eliminarlo y borrarlo de la vida humana: estos últimos son los que se creen superhombres, dioses terrenales que se bastan a sí mismos. Nuestra iglesia, contrariamente, sigue enarbolando la bandera de Cristo desde hace ya más de 2000 años, mientras que los ateos enarbolan su bandera con mucha menos experiencia. La Iglesia enarbola la bandera de Cristo; los comunistas, la de Marx, los disidentes no creyentes en la de los proyectos terrenales. Como se puede apreciar, no es la Iglesia la que ha ido a buscar a sus enemigos.
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