Palabras
griegas
EPAGGELIA
Y EPAGGELLESTHAI
En el NT, el nombre
epaggelia
significa promesa,
y el verbo epaggellesthai
quiere decir prometer.
Debemos considerar primeramente los usos clásicos de estas palabras,
ya que tienen mucha luz que arrojar sobre sus significados y matices
en el NT.
(I) En el griego
clásico, estos vocablos son muy frecuentes -y casi técnicos- en
conexión con las proclamas.
Son las palabras que se usan respecto del anuncio de los juegos
públicos o los sacrificios a los dioses. Generalmente se usan
respecto de algo que interesa a todos.
(II) En el griego
clásico hay más de una palabra para expresar la idea de promesa,
y lo
más interesante de epaggelia
radica en que su significado característico es promesa
que se hace libre y voluntariamente,
es decir, una promesa no obtenida de alguien por fuerza.
No es ni siquiera una
promesa fruto de un determinado y mutuo acuerdo; eso sería
hyposchesis.
Epaggelia
es, característicamente, una promesa hecha en el albedrío de uno.
Tiene en sí mucho más de ofrecimiento libre que de promesa
condicionada.
(lll) En el griego
clásico, epaggelia
y epaggellesthai
comportan a veces una ligera idea de deshonestidad; es decir,
implican una profesión que luego no se cumple en la realidad. Otras
veces tienen que ver con las elecciones políticas, por lo que
describen el manifiesto de un candidato con todas las promesas de lo
que se propone hacer, pero que luego, si es elegido, se demuestra que
las tales promesas no eran sino un cebo y que no había la menor
intención de cumplirlas.
Estas palabras también
se refieren a los ofrecimientos que hacían los sofistas. Los
sofistas eran maestros griegos que proliferaron en el siglo V a. de
J.C. y que ofrecían enseñar lo que fuera a quien fuese a cambio de
dinero. Los grandes maestros, como Platón e Isócrates, los
consideraban con intensa aversión. Decían que toda la obra de los
sofistas consistía en capacitar a las gentes para que pudieran
argüir de tal manera, que el peor razonamiento apareciera ante los
demás como el mejor, pero que, en realidad, todo lo hacían
principalmente por dinero.
Los sofistas
profesaban
(epaggellesthai)
enseñar la virtud, mas era una profesión vacía. Competían entre
ellos, profesando
cada uno ser capaz de ofrecer un curriculum
mejor y más eficaz que el de su rival.
Estos dos vocablos se
usan a veces para describir las profesiones
del amante. En la primera floración rosada del amor, donde todo es
fascinación y excitación, el amante prometerá lo que sea. Pero,
cuando hay que llevarlo a la práctica en la realidad, las
profesiones quedan reducidas a un conjunto de palabras huecas. Por
tanto, los vocablos pueden ser usados respecto de una promesa
magníficamente hecha, pero miserablemente cumplida.
Finalmente, y
siguiendo esta línea, ambas palabras pueden ser utilizadas respecto
de las propiedades curativas de una determinada droga, destacándolas
de tal forma, que la presentan como la panacea para todas las
enfermedades. Algunas veces, pues, estas palabras pueden ser usadas
en conexión con una profesión que los hechos desmienten.
En el NT, epaggelia
y epaggellesthai
se emplean uniforme y consistentemente respecto de las promesas de
Dios. Solamente hay dos casos en los que se refieren a promesas
humanas.
En Hch. 23:21, los
judíos aguardan la promesa
del gobernador militar de Jerusalén de enviar a Pablo a Cesarea, y
así ellos poderlo asesinar en el camino. En Mr. 14:11 leemos que las
autoridades judías prometieron
pagar a Judas por la información que permitiera arrestar a Jesús.
Pero, fuera de estos
dos casos, en el NT las palabras se usan siempre con relación a las
promesas divinas, que son a las que prestaremos atención.
Las promesas de Dios
no empiezan con el NT.
(I) Dios hizo su
promesa especialmente al pueblo
de Israel
(Ro. 9:4; Ef. 2:12). Dios ofreció a Israel ocupar una posición sin
par entre las naciones; en un sentido, Israel era su pueblo peculiar.
La tragedia de Israel fue malentender sus funciones. Se convenció a
sí mismo de habérsele prometido privilegios y honores especiales,
cuando, en realidad, lo que se le había ofrecido era un deber y
responsabilidad especiales. El ofrecimiento de Dios es siempre el de
una tarea que hacer para él.
(II) La promesa que
Dios hizo al pueblo de Israel derivaba fundamentalmente de la triple
promesa que hizo a Abraham, a saber: (a) la tierra prometida (Hch.
7:5; He. 11:9, 13), (b) un hijo de Sara, cuando esto parecía
imposible (Ro. 9:9; Gá. 4:23, 28) y (c) que en él serían benditas
todas las naciones de la tierra (Ro. 4:13; Gá. 3:16; He. 6:13).
Abraham fue el hombre
escogido a través del cual vendría bendición al mundo. Dios
escogió a Abraham como el hombre mediante el cual pudiera actuar
sobre los hombres. Dios está siempre procurándose hombres a través
de quienes él pueda obrar.
(III) Dios prometió
un Mesías
descendiente de David (Hch. 13:23, 32). Mesías
y Cristo
significan lo mismo. Tanto Mesías,
palabra hebrea, como Cristo,
palabra griega, se traducen ungido.
Dios prometió un Rey a través del cual los reinos del mundo
llegarían a ser el reino del Señor.
(IV) Todas las
promesas del AT se cumplen
en Jesucristo
(Ro. 15:8; 2 Co. 1:20; Gá. 3:19, 29). Cuando Jesús vino, era como
si Dios hubiera dicho a los hombres: "He aquí uno en quien
todas mis promesas se cumplen." En Jesús se encuentran el sueño
de Dios y el sueño de los hombres.
(V) En Jesús no sólo
viene al hombre el cumplimiento de las viejas promesas, sino también
una mejor
promesa
(He. 8:6; 9:15). Jesús no es únicamente el cumplimiento de las
promesas y sueños del pasado; es el que además trae a los hombres
los más preciosos y formidables dones que jamás hubiesen podido
imaginar.
Esto es importante
porque significa que Jesús no cumple únicamente las profecías y
los ideales del AT, sino que los supera; que no sólo trae a la vida
algo que se gestó en el pasado, sino algo completamente nuevo.
Cuando vemos hasta
dónde se remonta la promesa de Dios, descubrimos el sentido de la
historia. Podemos prometer algún regalo o privilegio a un niño, y
dárselo cuando sepa comprenderlo y disfrutar de él. Por ejemplo, un
padre puede planear y ahorrar para que su hijo reciba educación
universitaria cuando tenga la edad requerida; pero, entre tanto, el
padre hará todo lo posible porque el niño adquiera la preparación
necesaria para disfrutar de la promesa. Esto es lo que Dios hizo con
los hombres.
Dios escogió un
hombre; y escogió un pueblo; y de ese pueblo, en su día, vendría
su Hijo. Pero, aunque Dios escogió ese pueblo, no dejó abandonado
el resto del mundo. Para Clemente de Alejandría la filosofía pagana
fue lo que preparó al gentil para aceptar a Cristo, como la ley fue
la que preparó a los judíos. Y, pensando así, descubrimos que el
objeto de la historia es preparar a los hombres para que acepten las
promesas y el ofrecimiento de Dios.
Ahora veamos lo que
Dios prometió a su pueblo en Jesucristo.
(I) Dios prometió a
los hombres el
don del Espíritu Santo
(Lc. 24:29; Hch. 1:14; 2:23; Ef. 1:15). El Espíritu Santo puede ser
considerado como la actividad de Dios en la mente y el corazón de
los hombres. El Espíritu Santo es el poder, la presencia y persona
que conduce a los hombres por el camino recto de la vida y del
pensamiento potente y limpio, de la lucidez y persuasión del
discurso. De las promesas de Dios, la del Espíritu Santo es la que
nos hace vivir y pensar con su propio poder.
(II) Con el don del
Espíritu Santo, Dios prometió el don del perdón (Hch. 2:39). El
perdón es bastante más que la remisión de un castigo que teníamos
impuesto. Esencialmente, el perdón es la
restauración de una relación perdida.
No es que Dios se hubiera desentendido de los hombres. Es que los
hombres se habían desentendido de Dios. A través de lo que
Jesucristo ha hecho, podemos ser amigos de Dios.
(Ill) Dios promete al
hombre vida
eterna,
vida en el tiempo y vida en la eternidad (1 Ti. 4:8; 2 Ti. 1:1; Tit.
1:2; Stg. 1:12; 1 Jn. 2:25). Vida eterna no es simplemente vida que
dura para siempre. Es cierto que el NT nunca olvida que Dios prometió
a los hombres la resurrección de los muertos (Hch. 26:6). Pero lo
esencial de la vida eterna no es duración; sino calidad.
Se dice que, en cierta
ocasión, un soldado fue a Julio César con el ruego de que le
permitiera suicidarse para acabar así con su vida de amarguras. El
soldado se mostraba profundamente deprimido. César, ante esa imagen
tan expresiva de la melancolía, dijo: "Hombre, ¿has estado
realmente vivo alguna vez?"
La vida eterna empieza
aquí y ahora. Vida eterna es la inyección en los dominios del
tiempo de algo que está bajo el dominio de la eternidad; es algo
propio de Dios irrumpiendo en la vida humana. Es la promesa de Dios
de que si un hombre escoge vivir con Jesucristo, los cielos empiezan
en la tierra. Es la venida de la paz y del poder de Dios al hombre
turbado y frustrado.
(IV) Dios promete el
reino
a
aquellos que le aman (Stg. 2:5). Se da el caso demasiado frecuente de
que los hombres piensan que Dios los llama a una vida malcarada, de
inflexible disciplina, en la cual tienen que renunciar a todo lo que
desean tener, y aceptar todo lo que es duro y austero. Es cierto que
hay sumisión y disciplina en la vida cristiana, pero el fin de ambas
cosas es un reino, un poder regio en la vida.
(V) Dios promete a los
hombres la
segunda venida de su Hijo (2 P.
3:4, 9). Esto significa que Dios garantiza la consumación de la
historia. Los estoicos, que, en tiempos del NT, eran los más grandes
pensadores, concebían la historia como circular. Decían que, cada
determinado número de millares de años, había una conflagración
que engolfaba y destruía todo; después, a empezar de nuevo. La
historia no era una marcha hacia una meta, sino un viejo proceso que
se repetía, una noria.
Cuando a la idea de la
segunda venida la despojamos de todo el aparato puramente judío y de
las imágenes temporales, nos quedamos con esta única y
significativa verdad: la consumación de la historia es el triunfo de
Cristo.
(VI) Dios promete
descanso
para su pueblo
(He. 4:1). No hace mucho preguntaron a un hombre cuál creía él que
era la característica del mundo moderno. Su respuesta fue:
"agotamiento".
La vida es, en
cualquier aspecto, una lucha; la vida cristiana toma todo cuanto un
hombre pueda dar de sí. El NT la describe como una batalla, una
campaña, una carrera, una prueba de fondo en el soportar; pero,
cuando haya terminado, viene el descanso de Dios; descanso que nadie
puede disfrutar a menos que haya hecho todo lo que podía hacer.
Todavía debemos
considerar la
naturaleza de la promesa
hecha al cristiano.
(I) Es una promesa
de Dios
(Lc. 24:29; Hch. 1:4). Aquí encontramos algo que se relaciona con
uno de los usos clásicos de estas palabras. En este caso, el de una
profesión incumplida.
Sobre eso, el NT
también advierte. 1 Ti. 2:10 insta a las mujeres cristianas a vivir
una vida que se ajuste a la fe que profesan. 2 Pedro 2:19 se refiere
a los que hacen un ofrecimiento ilusorio de libertad mientras ellos
mismos son esclavos de corrupción. Más de una vez el NT hace cosas
así para reforzar el hecho de que las promesas y profesiones de Dios
son verdaderas y dignas de confianza. Y
esto es así por dos razones:
(a) Porque Dios es
fiel.
"Fiel es el que prometió" (He. 10:23). Dios no puede
mentir (•Tit. 1:2). Dios garantizó sus promesas mediante juramento
(He. 6:17). Las promesas de Dios están garantizadas por su verdad.
(b) Porque Dios es
poderoso.
Dios puede cumplir lo que ha prometido (Ro. 4:21). Las promesas de
Dios están garantizadas, por tanto, por el poder de Dios. Las
promesas de los hombres pueden ser profesiones falsas, pero las de
Dios, no. Con la verdad de Dios podemos contar porque mentir va
contra su naturaleza y porque su poder no puede fracasar.
(II) Las promesas de
Dios están fundadas
en la gracia y no en la ley.
Ya vimos que, en el griego clásico, epaggelia
es una promesa y un ofrecimiento hechos libre y voluntariamente. Las
promesas de Dios no dependen de los méritos del hombre ni de la obra
de la vida del hombre, sino solamente de la pura generosidad de Dios.
Las promesas de Dios no fueron hechas a causa de la virtud del
hombre, sino de la
misericordia de Dios.
Tras ellas no está el mérito de los hombres, sino el amor de Dios.
(Ill) Las promesas de
Dios son, por tanto, para apropiárselas
por medio de la fe
(Ro. 4:14, 20; Gá. 3:24). No pueden ser ganadas, deben ser
aceptadas. El hombre debe desprenderse del orgullo que le hace creer
que por sus obras puede aspirar a alcanzar las promesas de Dios; debe
tener la humildad de reconocer que siempre estará en deuda con Dios
por mucho que haga, y aceptar las promesas del Señor por medio de la
fe.
(IV) Las promesas de
Dios son el
motivo de la enmienda del hombre.
Precisamente porque tienen esas promesas, los hombres deben limpiarse
(2 Co. 7:1). Ningún hombre que se enamora, y que su amor es
correspondido, creyó ser digno de tal amor. Cualquier hombre, que es
amado, bien sabe que debe pasar toda su vida procurando ser digno de
ese amor inmerecido. Algo así ocurre entre nosotros y Dios; no
podíamos ganar las promesas que Dios nos hace por la generosidad de
su amor, pero, no obstante, tenemos la obligación de estar toda una
vida esforzándonos
por merecer ese amor.
Finalmente, todo lo
dicho nos conduce a lo que debemos aportar plenamente para gozar las
promesas de Dios.
(I) Debemos aportar
paciencia.
Jesús mismo ganó la promesa a través de la paciencia, y nosotros
no somos una excepción (He. 6:12, 15). Tenemos que correr, y no ser
perezosos; tenemos que soportar hasta el fin; tenemos que aprender a
esperar. Con paciencia -o habilidad para conllevar lo que nos
sobrevenga como fruto del vivr- al final heredaremos y obtendremos lo
prometido.
(II) Debemos aportar
lealtad.
Los mártires alcanzaron promesas por su extrema fidelidad e
inamovible lealtad (He. 11:33). El hombre fiel hasta la muerte es el
que recibe la corona.
(III) Debemos aportar
obediencia.
Recibimos la promesa cuando hemos hecho la voluntad de Dios (He.
10:36). Aquí, como en tantas ocasiones, recibimos los dones de Dios
bajo la condición y precio de nuestro interés en poseerlos. Dios
ofrece sus promesas libre y generosamente, y, si ejercitamos la
paciencia, la lealtad y la obediencia, podremos entrar más
plenamente en ellas.
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