martes, 7 de marzo de 2017

PALABRAS DE PROMESA


 

Palabras griegas
EPAGGELIA Y EPAGGELLESTHAI

En el NT, el nombre epaggelia significa promesa, y el verbo epaggellesthai quiere decir prometer. Debemos considerar primeramente los usos clásicos de estas palabras, ya que tienen mucha luz que arrojar sobre sus significados y matices en el NT.

(I) En el griego clásico, estos vocablos son muy frecuentes -y casi técnicos- en conexión con las proclamas. Son las palabras que se usan respecto del anuncio de los juegos públicos o los sacrificios a los dioses. Generalmente se usan respecto de algo que interesa a todos.

(II) En el griego clásico hay más de una palabra para expresar la idea de promesa, y lo más interesante de epaggelia radica en que su significado característico es promesa que se hace libre y voluntariamente, es decir, una promesa no obtenida de alguien por fuerza.
No es ni siquiera una promesa fruto de un determinado y mutuo acuerdo; eso sería hyposchesis. Epaggelia es, característicamente, una promesa hecha en el albedrío de uno. Tiene en sí mucho más de ofrecimiento libre que de promesa condicionada.

(lll) En el griego clásico, epaggelia y epaggellesthai comportan a veces una ligera idea de deshonestidad; es decir, implican una profesión que luego no se cumple en la realidad. Otras veces tienen que ver con las elecciones políticas, por lo que describen el manifiesto de un candidato con todas las promesas de lo que se propone hacer, pero que luego, si es elegido, se demuestra que las tales promesas no eran sino un cebo y que no había la menor intención de cumplirlas.

Estas palabras también se refieren a los ofrecimientos que hacían los sofistas. Los sofistas eran maestros griegos que proliferaron en el siglo V a. de J.C. y que ofrecían enseñar lo que fuera a quien fuese a cambio de dinero. Los grandes maestros, como Platón e Isócrates, los consideraban con intensa aversión. Decían que toda la obra de los sofistas consistía en capacitar a las gentes para que pudieran argüir de tal manera, que el peor razonamiento apareciera ante los demás como el mejor, pero que, en realidad, todo lo hacían principalmente por dinero.
Los sofistas profesaban (epaggellesthai) enseñar la virtud, mas era una profesión vacía. Competían entre ellos, profesando cada uno ser capaz de ofrecer un curriculum mejor y más eficaz que el de su rival.

Estos dos vocablos se usan a veces para describir las profesiones del amante. En la primera floración rosada del amor, donde todo es fascinación y excitación, el amante prometerá lo que sea. Pero, cuando hay que llevarlo a la práctica en la realidad, las profesiones quedan reducidas a un conjunto de palabras huecas. Por tanto, los vocablos pueden ser usados respecto de una promesa magníficamente hecha, pero miserablemente cumplida.

Finalmente, y siguiendo esta línea, ambas palabras pueden ser utilizadas respecto de las propiedades curativas de una determinada droga, destacándolas de tal forma, que la presentan como la panacea para todas las enfermedades. Algunas veces, pues, estas palabras pueden ser usadas en conexión con una profesión que los hechos desmienten.

En el NT, epaggelia y epaggellesthai se emplean uniforme y consistentemente respecto de las promesas de Dios. Solamente hay dos casos en los que se refieren a promesas humanas.
En Hch. 23:21, los judíos aguardan la promesa del gobernador militar de Jerusalén de enviar a Pablo a Cesarea, y así ellos poderlo asesinar en el camino. En Mr. 14:11 leemos que las autoridades judías prometieron pagar a Judas por la información que permitiera arrestar a Jesús.

Pero, fuera de estos dos casos, en el NT las palabras se usan siempre con relación a las promesas divinas, que son a las que prestaremos atención.

Las promesas de Dios no empiezan con el NT.
(I) Dios hizo su promesa especialmente al pueblo de Israel (Ro. 9:4; Ef. 2:12). Dios ofreció a Israel ocupar una posición sin par entre las naciones; en un sentido, Israel era su pueblo peculiar. La tragedia de Israel fue malentender sus funciones. Se convenció a sí mismo de habérsele prometido privilegios y honores especiales, cuando, en realidad, lo que se le había ofrecido era un deber y responsabilidad especiales. El ofrecimiento de Dios es siempre el de una tarea que hacer para él.

(II) La promesa que Dios hizo al pueblo de Israel derivaba fundamentalmente de la triple promesa que hizo a Abraham, a saber: (a) la tierra prometida (Hch. 7:5; He. 11:9, 13), (b) un hijo de Sara, cuando esto parecía imposible (Ro. 9:9; Gá. 4:23, 28) y (c) que en él serían benditas todas las naciones de la tierra (Ro. 4:13; Gá. 3:16; He. 6:13).
Abraham fue el hombre escogido a través del cual vendría bendición al mundo. Dios escogió a Abraham como el hombre mediante el cual pudiera actuar sobre los hombres. Dios está siempre procurándose hombres a través de quienes él pueda obrar.

(III) Dios prometió un Mesías descendiente de David (Hch. 13:23, 32). Mesías y Cristo significan lo mismo. Tanto Mesías, palabra hebrea, como Cristo, palabra griega, se traducen ungido. Dios prometió un Rey a través del cual los reinos del mundo llegarían a ser el reino del Señor.

(IV) Todas las promesas del AT se cumplen en Jesucristo (Ro. 15:8; 2 Co. 1:20; Gá. 3:19, 29). Cuando Jesús vino, era como si Dios hubiera dicho a los hombres: "He aquí uno en quien todas mis promesas se cumplen." En Jesús se encuentran el sueño de Dios y el sueño de los hombres.

(V) En Jesús no sólo viene al hombre el cumplimiento de las viejas promesas, sino también una mejor promesa (He. 8:6; 9:15). Jesús no es únicamente el cumplimiento de las promesas y sueños del pasado; es el que además trae a los hombres los más preciosos y formidables dones que jamás hubiesen podido imaginar.
Esto es importante porque significa que Jesús no cumple únicamente las profecías y los ideales del AT, sino que los supera; que no sólo trae a la vida algo que se gestó en el pasado, sino algo completamente nuevo.

Cuando vemos hasta dónde se remonta la promesa de Dios, descubrimos el sentido de la historia. Podemos prometer algún regalo o privilegio a un niño, y dárselo cuando sepa comprenderlo y disfrutar de él. Por ejemplo, un padre puede planear y ahorrar para que su hijo reciba educación universitaria cuando tenga la edad requerida; pero, entre tanto, el padre hará todo lo posible porque el niño adquiera la preparación necesaria para disfrutar de la promesa. Esto es lo que Dios hizo con los hombres.

Dios escogió un hombre; y escogió un pueblo; y de ese pueblo, en su día, vendría su Hijo. Pero, aunque Dios escogió ese pueblo, no dejó abandonado el resto del mundo. Para Clemente de Alejandría la filosofía pagana fue lo que preparó al gentil para aceptar a Cristo, como la ley fue la que preparó a los judíos. Y, pensando así, descubrimos que el objeto de la historia es preparar a los hombres para que acepten las promesas y el ofrecimiento de Dios.
Ahora veamos lo que Dios prometió a su pueblo en Jesucristo.

(I) Dios prometió a los hombres el don del Espíritu Santo (Lc. 24:29; Hch. 1:14; 2:23; Ef. 1:15). El Espíritu Santo puede ser considerado como la actividad de Dios en la mente y el corazón de los hombres. El Espíritu Santo es el poder, la presencia y persona que conduce a los hombres por el camino recto de la vida y del pensamiento potente y limpio, de la lucidez y persuasión del discurso. De las promesas de Dios, la del Espíritu Santo es la que nos hace vivir y pensar con su propio poder.

(II) Con el don del Espíritu Santo, Dios prometió el don del perdón (Hch. 2:39). El perdón es bastante más que la remisión de un castigo que teníamos impuesto. Esencialmente, el perdón es la restauración de una relación perdida. No es que Dios se hubiera desentendido de los hombres. Es que los hombres se habían desentendido de Dios. A través de lo que Jesucristo ha hecho, podemos ser amigos de Dios.

(Ill) Dios promete al hombre vida eterna, vida en el tiempo y vida en la eternidad (1 Ti. 4:8; 2 Ti. 1:1; Tit. 1:2; Stg. 1:12; 1 Jn. 2:25). Vida eterna no es simplemente vida que dura para siempre. Es cierto que el NT nunca olvida que Dios prometió a los hombres la resurrección de los muertos (Hch. 26:6). Pero lo esencial de la vida eterna no es duración; sino calidad.
Se dice que, en cierta ocasión, un soldado fue a Julio César con el ruego de que le permitiera suicidarse para acabar así con su vida de amarguras. El soldado se mostraba profundamente deprimido. César, ante esa imagen tan expresiva de la melancolía, dijo: "Hombre, ¿has estado realmente vivo alguna vez?"

La vida eterna empieza aquí y ahora. Vida eterna es la inyección en los dominios del tiempo de algo que está bajo el dominio de la eternidad; es algo propio de Dios irrumpiendo en la vida humana. Es la promesa de Dios de que si un hombre escoge vivir con Jesucristo, los cielos empiezan en la tierra. Es la venida de la paz y del poder de Dios al hombre turbado y frustrado.

(IV) Dios promete el reino a aquellos que le aman (Stg. 2:5). Se da el caso demasiado frecuente de que los hombres piensan que Dios los llama a una vida malcarada, de inflexible disciplina, en la cual tienen que renunciar a todo lo que desean tener, y aceptar todo lo que es duro y austero. Es cierto que hay sumisión y disciplina en la vida cristiana, pero el fin de ambas cosas es un reino, un poder regio en la vida.

(V) Dios promete a los hombres la segunda venida de su Hijo (2 P. 3:4, 9). Esto significa que Dios garantiza la consumación de la historia. Los estoicos, que, en tiempos del NT, eran los más grandes pensadores, concebían la historia como circular. Decían que, cada determinado número de millares de años, había una conflagración que engolfaba y destruía todo; después, a empezar de nuevo. La historia no era una marcha hacia una meta, sino un viejo proceso que se repetía, una noria.
Cuando a la idea de la segunda venida la despojamos de todo el aparato puramente judío y de las imágenes temporales, nos quedamos con esta única y significativa verdad: la consumación de la historia es el triunfo de Cristo.

(VI) Dios promete descanso para su pueblo (He. 4:1). No hace mucho preguntaron a un hombre cuál creía él que era la característica del mundo moderno. Su respuesta fue: "agotamiento".
La vida es, en cualquier aspecto, una lucha; la vida cristiana toma todo cuanto un hombre pueda dar de sí. El NT la describe como una batalla, una campaña, una carrera, una prueba de fondo en el soportar; pero, cuando haya terminado, viene el descanso de Dios; descanso que nadie puede disfrutar a menos que haya hecho todo lo que podía hacer.
Todavía debemos considerar la naturaleza de la promesa hecha al cristiano.

(I) Es una promesa de Dios (Lc. 24:29; Hch. 1:4). Aquí encontramos algo que se relaciona con uno de los usos clásicos de estas palabras. En este caso, el de una profesión incumplida.
Sobre eso, el NT también advierte. 1 Ti. 2:10 insta a las mujeres cristianas a vivir una vida que se ajuste a la fe que profesan. 2 Pedro 2:19 se refiere a los que hacen un ofrecimiento ilusorio de libertad mientras ellos mismos son esclavos de corrupción. Más de una vez el NT hace cosas así para reforzar el hecho de que las promesas y profesiones de Dios son verdaderas y dignas de confianza. Y esto es así por dos razones:

(a) Porque Dios es fiel. "Fiel es el que prometió" (He. 10:23). Dios no puede mentir (•Tit. 1:2). Dios garantizó sus promesas mediante juramento (He. 6:17). Las promesas de Dios están garantizadas por su verdad.

(b) Porque Dios es poderoso. Dios puede cumplir lo que ha prometido (Ro. 4:21). Las promesas de Dios están garantizadas, por tanto, por el poder de Dios. Las promesas de los hombres pueden ser profesiones falsas, pero las de Dios, no. Con la verdad de Dios podemos contar porque mentir va contra su naturaleza y porque su poder no puede fracasar.

(II) Las promesas de Dios están fundadas en la gracia y no en la ley. Ya vimos que, en el griego clásico, epaggelia es una promesa y un ofrecimiento hechos libre y voluntariamente. Las promesas de Dios no dependen de los méritos del hombre ni de la obra de la vida del hombre, sino solamente de la pura generosidad de Dios. Las promesas de Dios no fueron hechas a causa de la virtud del hombre, sino de la
misericordia de Dios. Tras ellas no está el mérito de los hombres, sino el amor de Dios.

(Ill) Las promesas de Dios son, por tanto, para apropiárselas por medio de la fe (Ro. 4:14, 20; Gá. 3:24). No pueden ser ganadas, deben ser aceptadas. El hombre debe desprenderse del orgullo que le hace creer que por sus obras puede aspirar a alcanzar las promesas de Dios; debe tener la humildad de reconocer que siempre estará en deuda con Dios por mucho que haga, y aceptar las promesas del Señor por medio de la fe.

(IV) Las promesas de Dios son el motivo de la enmienda del hombre. Precisamente porque tienen esas promesas, los hombres deben limpiarse (2 Co. 7:1). Ningún hombre que se enamora, y que su amor es correspondido, creyó ser digno de tal amor. Cualquier hombre, que es amado, bien sabe que debe pasar toda su vida procurando ser digno de ese amor inmerecido. Algo así ocurre entre nosotros y Dios; no podíamos ganar las promesas que Dios nos hace por la generosidad de su amor, pero, no obstante, tenemos la obligación de estar toda una vida esforzándonos por merecer ese amor.
Finalmente, todo lo dicho nos conduce a lo que debemos aportar plenamente para gozar las promesas de Dios.

(I) Debemos aportar paciencia. Jesús mismo ganó la promesa a través de la paciencia, y nosotros no somos una excepción (He. 6:12, 15). Tenemos que correr, y no ser perezosos; tenemos que soportar hasta el fin; tenemos que aprender a esperar. Con paciencia -o habilidad para conllevar lo que nos sobrevenga como fruto del vivr- al final heredaremos y obtendremos lo prometido.

(II) Debemos aportar lealtad. Los mártires alcanzaron promesas por su extrema fidelidad e inamovible lealtad (He. 11:33). El hombre fiel hasta la muerte es el que recibe la corona.

(III) Debemos aportar obediencia. Recibimos la promesa cuando hemos hecho la voluntad de Dios (He. 10:36). Aquí, como en tantas ocasiones, recibimos los dones de Dios bajo la condición y precio de nuestro interés en poseerlos. Dios ofrece sus promesas libre y generosamente, y, si ejercitamos la paciencia, la lealtad y la obediencia, podremos entrar más plenamente en ellas.



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