Mensaje
de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, dado a conocer en septiembre de
1993.
(I Cor 13, 7)
Queridos sacerdotes, diáconos, religiosos,
religiosas, laicos católicos y cubanos todos:
Comenzamos nuestro mensaje invocando a la
Patrona de Cuba. No por casualidad lo dirigimos a ustedes en el día en que todo
el pueblo cubano se alegra, lleno de amor y de esperanza, celebrando la fiesta
de que con tanto afecto filial llamamos: Virgen del Cobre, Madre de los
cubanos, Virgen de la Caridad.
En esta fecha hacemos llegar este mensaje
a todos nuestros hermanos cubanos, pues a lo largo de casi cuatro siglos los
cubanos nos hemos encontrado siempre juntos, sin distinción de razas, clases u
opiniones, en un mismo camino: el camino que lleva a El Cobre, donde la amada
Virgencita, siempre la misma aunque nosotros hayamos dejado ser los mismos, nos
espera para acoger, bendecir y unir a todos los hijos de Cuba bajo su manto de
madre. A sus pies llegamos sabiendo que nadie sale de su lado igual a como
llegó. Allí se olvidan los agravios, se derrumban las divisiones artificiales
que levantamos con nuestras propias manos, se perdonan las culpas, se estrechan
los corazones.
JESUCRISTO Y LA VIRGEN
MARIA EN LA CULTURA DEL PUEBLO CUBANO
Al empezar queremos recordar aquellas
palabras que San José escuchó del ángel: «No temas recibir a María en tu casa»
(Mt. 1, 20), y en aquellas otras palabras claves que pronunció la misma María
refiriéndose a su Hijo: «Hagan lo que El les diga» (Jn. 2, 5). Si sabemos
acoger a María, ella nos llevará hasta Jesús.
A los Obispos Cubanos nos parece
providencial que los dos signos religiosos más populares de nuestro pueblo sean
la devoción a la Virgen de la Caridad y la devoción al Sagrado Corazón de
Jesús, es decir, Jesucristo definido para los cubanos por el corazón, símbolo
del amor, y María definida por su título de la Virgen de la Caridad que es lo
mismo que decir Virgen del Amor. En efecto, ¿quién no recuerda en Cuba aquel
tradicional y popular cuadro del Sagrado Corazón o aquella estampa de la Virgen
de la Caridad presidiendo en la sala la vida de la familia cubana? Esto es un
signo de nuestra cultura, una cultura marcada por el corazón hecho para el
amor, la amistad, la caridad, que ha generado un cubano proverbialmente
conocido en todo el mundo por su carácter amistoso, afable, poco rencoroso o
vengativo, que antes se saludaba muy sinceramente con la nota simpática de este
vocativo: ¡mi familia! La familia: el lugar de la fiesta, de la confianza, de
la reconciliación, del amor, donde todo el mundo se siente bien, se desarma y
baja sin miedo la guardia, porque el hogar es el puerto seguro donde se calman
todas las tempestades. Así, como una gran familia, ha sido siempre nuestro
pueblo.
Al amor de Jesús y al amor de María debe
la gran familia cubana muchas cosas bellas y buenas. Pensar en el Corazón de
Jesús, creer en El, es rendir culto al amor. Confiar, esperar en la Virgen de
la Caridad es confiar y esperar en el amor.
Por tanto, con San Pablo «pedimos de
rodillas ante el Padre, de quien toda familia toma su nombre... que nos
conceda, según la riqueza de su gloria, ser poderosamente fortalecidos en
nuestro interior por la fuerza del Espíritu Santo para que Cristo habite
mediante la fe en nuestro corazón, a fin de que el amor sea la raíz y el
fundamento de la vida y seamos capaces de comprender, con todo el pueblo de
Dios, cuál es la anchura y la largura, cuál es la altura y la profundidad del
amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento humano» (Ef. 3, 14-20).
«AMARAS A DIOS CON TODO
TU CORAZON» (Mt. 22,37)
Amar es la única manera que tiene Dios de
ser. Y ese gran amor que Dios nos tiene a todos reclama, como respuesta,
nuestro amor a El. El amor a Dios en el cristiano se entiende así como la
respuesta de un corazón agradecido que no cesa de alabar a Dios con una
gratitud sin límites. Amamos a Dios porque «El nos amó primero» (1 Jn. 4, 19),
porque «sólo El es bueno» (Lc. 18, 19), y este amor a Dios debe fundar las
exigencias del amor en muchas direcciones, desde el amor al amigo, que es el
amor más fácil, hasta el amor al enemigo, que es el amor más difícil.
«Ámense unos a otros» (Jn. 13, 34). Dios
nos manda amar y éste es un mandamiento muy exigente porque, casi siempre, lo
contrario nos resulta más accesible. Sin embargo, sólo en el amor podemos
encontrar a Dios y encontramos, a la vez, a nosotros mismos y a los demás
hombres.
«AMARAS A TU PROJIMO
COMO A TI MISMO» (Mt. 22,39)
La razón de la relación estrecha que
aparece en todo el Evangelio entre el amor a Dios y el amor al
prójimo, está plasmada en dos mandamientos
distintos, que Jesús declara iguales: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, éste es el mandamiento más
importante y el primero de todos; pero hay un segundo mandamiento igual que
éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo.
En estos dos mandamientos se resume toda
la ley y los profetas» (Mt. 22, 37-40). «Este mandamiento de El tenemos: que
quien ama a Dios ame también a su prójimo» (1 Jn. 4, 21). «Si alguno dice que
ama a Dios pero odia a su prójimo es mentiroso» (1 Jn 4, 20). Es decir, el amor
a Dios se verifica en nosotros por el amor al prójimo. Este amor cristiano no
se reduce sólo a actos, sino que implica una actitud fundamental ante la vida.
Es muy significativo que el querer de Dios
en el primer día de la creación haya sido éste: «No es bueno que el hombre esté
solo» (Gén. 2, 18), y que la pregunta de Dios al hombre recién creado haya sido
ésta: «¿Dónde está tu hermano?» (Gén. 4, 9), con lo cual el Señor funda la
sociedad doméstica y toda la sociedad humana sobre una relación de amor y
establece que dicha relación es anterior a toda otra, sea económica, política o
ideológica. Por eso San Pablo nos dice que si trasladamos montañas, si lo
sabemos todo, si lo damos todo a los pobres, pero no tenemos amor, de nada nos
sirve (1 Cor. 13).
La columna, pues, que sostiene firme el
desarrollo de la familia y de la sociedad es el amor Una sociedad más justa,
más humana, más próspera, no se construye solamente trasladando montañas o
repartiendo equitativamente los bienes materiales, porque entonces aquellas
personas que reciben una misma cuota de alimentos serían los más fraternos y la
experiencia nos confirma, lamentablemente, que a veces no es así.
Los problemas del hambre, la guerra, el
desempleo, son grandes en el mundo, pero la falta de amor fraterno, y más aún
el egoísmo y el odio, son más graves y, en el fondo, la causa de los demás
problemas. Porque el hombre necesita del pan para vivir, pero «no sólo de pan
vive el hombre» (Lc. 4, 4).
Cuando pensamos en el amor nos viene casi
siempre a la mente el amor de una persona a otra, pero la palabra que usa mucho
la Sagrada Escritura para expresar el amor es «ágape», que significa
fraternidad, comunión, solidaridad con una multitud de hermanos. La fraternidad
entendida sólo dentro de un grupo selecto es una forma extraña de egoísmo, es
la manera de unirnos más para separarnos mejor. Por lo tanto, nosotros
cristianos, no podemos aceptar las situaciones de enemistad como algo
definitivo, porque toda enemistad puede evolucionar hacia una situación de
amistad si dejamos que triunfe el amor.
LA JUSTICIA Y LA CARIDAD
En la historia de los pueblos no han
faltado voces que han lanzado el grito de: «¡Caridad, no; justicia!» Pero Jesús
dijo: «si la justicia de ustedes no es mayor que la de los escribas y fariseos,
no entrarán en el reino de los cielos» (Mt. 5, 20), y nos advirtió que si no
tenernos misericordia nos espera un juicio sin misericordia (Mt. 5, 7). San
Pablo nos recuerda que «si reparto todo lo que tengo a los pobres, pero no
tengo amor, soy sólo una campana que repica» (1 Cor. 13, l ).
La lucha por la justicia no es una lucha
ante la cual uno pueda quedarse neutral, porque esto equivaldría a ponerse a
favor de la injusticia y Jesús, refiriéndose al hombre que quiere cumplir la
voluntad de Dios, declaró bienaventurados a los que «tienen hambre y sed de
justicia» (Mt. 5, 6) y a «los que son perseguidos por procurar la justicia»
(Mt.5, 10). Pero donde termina la justicia empieza la caridad o, mejor aún la
caridad precede e integra la justicia, porque la justicia queda incompleta sin
el amor. A nadie le gusta sentirse tratado sólo con justicia y, ante una
justicia sin amor, que puede ser la del «ojo por ojo y diente por diente» (Mt.
5, 38), es posible que el hombre experimente aún una mayor opresión. La
justicia corta en seco, el amor crea; la justicia ve con los ojos, el amor sabe
ver también con el corazón; la justicia puede estar vacía de amor, pero el amor
no puede estar vacío de justicia, porque un fruto del amor es la paz y «la
justicia y la paz se besan» (Sal. 85, 1 l ).
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