viernes, 3 de mayo de 2013

LA LEY DE LA EDUCACION

 Como maestro eficaz usted debe conocer no solo lo que intenta enseñar —es decir, el contenido— sino también a quienes desea enseñar.
Usted no está interesado simplemente en inculcar principios; usted quiere contagiarlos para que ellos estén tan emocionados con los principios como lo está usted.
Por lo tanto, la manera en que las personas aprenden determina cómo usted enseña. Esta es la ley de la educación.
El concepto detrás de esta ley es lo que John Milton Gregory, en su clásica obra The Seven Laws of Teaching [Las siete leyes de la enseñanza], llama la ley del proceso de la enseñanza. Esta comprende estimular y dirigir las autoactividades del estudiante —esta es la expresión clave.
De hecho, podríamos ampliar la definición de esta manera: El maestro debe entusiasmar y dirigir las autoactividades del estudiante y como norma (aunque más adelante daré algunas excepciones), no decirle nada  —ni hacer nada por él— que pueda aprender o hacer por sí mismo. Por lo tanto, lo que es importante no es lo que usted hace como maestro, sino lo que los estudiantes hacen como resultado de lo que usted hace.
Esta definición le asigna roles bien definidos tanto al maestro como al estudiante: El maestro primeramente es un estimulador y motivador... no el jugador, pero el entrenador que anima y dirige a los jugadores.
El estudiante es principalmente un investigador, un descubridor y un hacedor.
Así que, de nuevo, la última prueba de la enseñanza no es lo que usted hace o lo bien que lo hace, sino qué y cómo lo hace el estudiante.
Mi hija mayor, Barb, tomó clases de violín del primer violinista de la Orquesta Sinfónica de Dallas, y esto me costó una fortuna. Cuando llegó la hora del recital, ¿quién cree que tocó? No fue él. Nunca lo he oído tocar en ninguno de los recitales a los que he asistido... nunca lo he escuchado decir: «Damas y caballeros, déjenme demostrarles lo bien que domino este violín». No, yo no le pagaba para que él tocara sino para que enseñara a Barb, y lo que yo quería saber era si ella podía tocar bien como resultado de lo que él le enseñó.
Los buenos maestros no deben enfocarse en lo que ellos hacen, sino en lo que sus estudiantes están haciendo.
Platón dijo algo que usted debe saber de memoria: «Lo que en un país se honra allí se cultiva». Entonces, ¿qué considera de gran estima en quienes usted enseña? ¿Se conforma con el hecho de que le puedan dar todas las respuestas correctas y recitar todas las verdades cristianas? ¿Eso le satisface?
Algunos de mis estudiantes del seminario se molestan porque nunca me dejo impresionar por lo mucho que saben. Para impresionarme sueltan, por aquí y por allá, palabras en griego y hebreo, y luego entonces yo les digo: «¿Y qué? ¿Cómo aplican esto en sus vidas?»
Pero con frecuencia ese no es el énfasis en nuestro sistema educativo actual. En este sistema la enseñanza se reduce a decir y el examen es sencillamente un indicador de cuántos datos uno puede introducirse en el cerebro —los maestros están interesados en la cantidad de información que el estudiante puede meter en su cabeza para después vaciarla en un pedazo de papel. Una vez en un pasillo del seminario me encontré con un alumno que iba de camino a un examen. Parecía estar en trance. Me acerqué para poner mi brazo sobre su hombro y hablarle cuando me dijo bromeando: «Profe, ¡no me toque que se me va a salir todo lo que sé!»
Este no es el concepto correcto de educación. 
Muchas personas que nunca han asistido a una clase universitaria tienen una educación brillante. Son hombres y mujeres sabios que han recibido y están recibiendo una educación. Tal vez no lo sepan todo pero lo que ellos saben lo aplican —y Dios los usa como instrumentos para realizar sus propósitos.

La tensión
El psicólogo Abraham Maslow señaló cuatro niveles de aprendizaje.
El punto de partida del estudiante —el nivel básico donde todos comienzan— es la incompetencia inconsciente: Es decir, usted carece de conocimiento y no lo sabe.
El próximo nivel es la incompetencia consciente: Ahora usted sabe que no sabe.
¿Cómo lo descubrió? Por lo general alguien se lo dice, pero de vez en cuando usted lo descubre por sí mismo.
El tercer nivel es la competencia consciente: Usted ya ha aprendido, por ejemplo cuando aprendió a conducir un auto por primera vez, pero lo hace conscientemente.
El último nivel es la competencia inconsciente: Usted es tan competente que deja de pensar en lo que está haciendo: Sube a su automóvil, gira la llave de ignición, suelta el freno, opera el cambio de las velocidades, y sigue pasando a través de una serie de actividades coordinadas sin siquiera pensar en ellas. En realidad, mientras conduce pasa la mayor parte del tiempo pensando en otras cosas menos en conducir. 
El arte de enseñar —y la dificultad de aprender— está en lograr que las personas se coloquen a sí mismas al principio de dicho ciclo de aprendizaje, que desciendan al punto más bajo del mismo a fin de iniciar el proceso del aprendizaje.
No será fácil ni para usted, ni para ellos. Pero no hay crecimiento, no hay desarrollo, no hay aprendizaje... sin tensión. La tensión es absolutamente indispensable para la eficacia del proceso.
Ahora, sin duda, demasiada tensión resulta en frustración, estrés y ansiedad. Pero, por otro lado, muy poca tensión produce apatía.
Así que Dios se mueve en nuestras vidas por diseño divino para periódicamente afectar nuestro equilibrio. Así es como Él nos desarrolla.
Oramos de esta manera: «Señor, hazme como tu Hijo», y nos levantamos y nos vamos, y todo en la vida se descontrola. Y entonces decimos: «Señor, ¿qué pasó?» Lo que pasó es que Él está contestando nuestras oraciones. Recuerde que Jesucristo, aunque era Hijo, aprendió la obediencia por medio de lo que sufrió.
¿Hace que las personas en su clase siempre se sientan cómodas? ¿O permite que se afecte su equilibrio para que así reconozcan: Tengo que estudiar más la Palabra de Dios y pensar más; y poner estas verdades en práctica en la vida real?
Una técnica que a menudo uso como maestro es la dramatización. En una ocasión Jeanne y yo enseñamos juntos una clase de casi quinientas esposas de seminaristas. Por turnos, cada uno enseñaba una breve sección. Pero llegamos a un punto cuando Jeanne comenzó a hablar que la miré y le dije severamente:
—Jeanne, habíamos decidido no hacer esta parte.
—Howie —dijo ella bruscamente—, esto es exactamente lo que decidimos hacer antes de venir aquí.
Y comenzamos a discutir.
Inmediatamente se apoderó de la audiencia un silencio tenso. Se sentía la tensión en todo el salón tanto que si se hubiera encendido un fósforo hubiéramos sido los próximos en llegar a la luna.
Cuando al fin terminamos —y todos se dieron cuenta de que era un argumento planeado— el lugar explotó en aplausos. No tuvimos miedo de ser transparentes ante ellos, asumimos el riesgo de dar a conocer que ella y yo sabíamos algo acerca de cómo discutir el uno con el otro. Así, la tensión resultante elevó el aprendizaje.
A propósito, una dramatización realmente puede motivar la participación del estudiante. Uno de mis estudiantes usó esta técnica en una iglesia bautista en la que estaba enseñando una clase sobre la comunicación en el matrimonio. Él invitó a una pareja del seminario que nadie más en la clase conocía para que participaran como si fueran visitantes. Mientras que él estaba dando su conferencia, la pareja comenzó a discutir, susurrando el uno al otro con tono airado.
—¿Para qué me trajiste aquí? —preguntó el hombre.
—¡Cállate! —respondió ella.
—Te dije que no quería oír nada de estos asuntos religiosos —contestó él.
De repente otro hombre en la clase se inclinó para decirle al esposo: «Hombre, ¡dale su merecido!», aunque realmente esto no estaba en el programa. 
¿Qué es lo que usted realmente intenta lograr?
Una vez fui a predicar a una iglesia en la costa occidental de los Estados Unidos de Norteamérica, y cuando me paré para hablar, encontré este letrero en el atril: «¿Ha pensado lo que su mensaje va a hacerles a estas personas?» Casi descarriló mi mensaje. Después del servicio hablé con el pastor de la iglesia acerca del letrero. Me dijo: «Hendricks, durante doce años prediqué sin tener un objetivo, hasta que por fin un día se me ocurrió que si yo no sabía lo que estaba haciendo, existía una buena posibilidad de que ellos no supieran lo que debían hacer. Así que ahora llego al púlpito con objetivos bien claros».
¿Y qué me dice de usted? ¿Tiene objetivos bien definidos para lo que usted enseña? ¿Sabe cómo impartir una verdadera educación?
Le voy a sugerir tres metas básicas al respecto, y aunque no quiero que usted se convenza de inmediato de su valor, lo desafío a interactuar con ellas. Si reflexiona lo suficiente en ellas y las adopta para su enseñanza, entonces en generaciones subsecuentes habrá personas que se levantarán y lo bendecirán.
Meta número uno: Enseñe a las personas cómo pensar.
Si quiere cambiar a una persona permanentemente, asegúrese de cambiar su manera de pensar y no solo su conducta. Si solo cambia su conducta, él no entenderá por qué la cambió. Resulta ser un cambio superficial, y por lo general, de corta vida.
Su meta como maestro es expandir la mente humana, la que a propósito es como una liga de goma; después de que se estira nunca más vuelve a su forma original.
Conozco a muchos estudiantes que temen que si se esfuerzan mucho van a dañar su cerebro... a desgastar ese aparato por el exceso de uso. Pero les tengo una noticia. Una vez le pregunté a un amigo patólogo en Filadelfia:
—¿Has visto muchos cerebros?
—Centenares de ellos —me dijo.
—¿Alguna vez has visto a uno desgastado?
—Nunca he visto uno que ni siquiera esté ligeramente usado —me contestó.
Así que atrévase y corra el riesgo.
Ahora, cuando hablamos de expandir la mente, no estamos hablando sencillamente de reordenar los prejuicios. Así es como la mayoría de las personas perciben lo que es pensar. Pero, estamos hablando de un proceso caracterizado por la exactitud... un proceso de sembrar semillas que germinarán —y que interesantemente— darán frutos. ¿Cuándo? Usted nunca lo sabe. Esto es lo emocionante de la enseñanza.
Algunos de mis exalumnos se me han acercado para decirme:
—Usted cambió el rumbo entero de mi vida.
—Eso sí me anima —les digo—. ¿Qué dije para cambiar el curso de tu vida? Entonces, repiten alguna afirmación profunda, y tengo que decirles:
—No recuerdo haber dicho eso, pero ¡está tremendo! Déjame anotarlo.
Si se pone a pensar, es muy probable que los maestros que usted recuerda como los mejores en su vida fueron aquellos que sembraron semillas —y hasta la fecha usted sigue recogiendo la cosecha de lo que ellos sembraron.
Nunca se intranquilice tanto por causa de una ocasión de enseñanza específica que se olvide de este hecho: La buena enseñanza —y la verdadera educación— en esencia toma lugar durante una serie de momentos oportunos. Existe una dinámica de oportunidades impredecibles de manera que cuando logramos llegar a la mente y el corazón del estudiante las condiciones favorables para el aprendizaje están presentes.
Marcos 4 es la ilustración clásica —la parábola del sembrador. Al leer esta parábola descubrirá que solo hay una variable en cada situación que describe Jesús. El sembrador es el mismo y la semilla es la misma, pero en cada caso la clase de tierra —y así la reacción del individuo— es diferente. Todo depende de cómo el individuo responde.
Sea lo que sea que haga, prepárese para explotar estos momentos favorables para la enseñanza; úselos para enseñar a los individuos sensibles a la instrucción a aprender a pensar. Y por favor, dese cuenta de esto: Si les va a enseñar cómo pensar, eso presupone que usted ya sabe hacerlo.
Yo fui cambiado para siempre por causa de algunos de los profesores que tuve en la universidad y en el seminario, y en muchos casos no tuvo nada que ver con la asignatura que enseñaban. Pero todo sí tenía que ver con el hecho de que yo estaba expuesto a un ser humano que sabía cómo pensar y que tenía la increíble idea de que él podía enseñarme a hacer lo mismo.
El cristianismo —y en particular el evangélico— ha sido censurado en la esfera intelectual. Nada está más lejos de la verdad, pero muchos ven al cristianismo como el filtro de la persona que no piensa. Piensan que hacerse cristiano quiere decir meter la cabeza en un cubo y volarse los sesos con un revolver calibre 45. (En particular es este el punto de vista en cuanto a las mujeres. En la comunidad evangélica actual hay lugares en los cuales creo que gritaría si fuera una mujer —porque sé que si fuera a la iglesia y preguntara: «¿Qué puedo hacer por Jesucristo?», me dirían: «Hornear galletitas».)
Pero Jesús nos recuerda que debemos amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, y con toda nuestra alma, y con todas nuestras fuerzas, y con toda nuestra mente. Así que, ningún cristiano puede seguir a Cristo y a la vez dejar de usar su mente.
Una segunda meta: Enseñe a las personas cómo aprender. Es decir, desarrolle estudiantes que sepan perpetuar el proceso de aprendizaje por el resto de sus vidas.
Piense por un momento qué involucra el aprendizaje. Aprender es siempre un proceso. Se está realizando todo el tiempo. Cada momento que usted vive, aprende y mientras aprende, vive. Deje de aprender hoy, y dejará de vivir mañana.
Es por eso que le felicito por leer este libro. Es el mejor elogio que me puede dar acerca de usted mismo. Con mucha frecuencia, las personas en nuestras iglesias que más necesitan aprender son las que raras veces intentan hacerlo. Es interesante, ¿no? Pero usted ha elegido otro camino. ¡Le felicito! Se ha involucrado en el proceso de aprender, y es muy emocionante. Lo mantendrá vivo.
No solo es un proceso emocionante sino también es lógico. Idealmente se compone de tres pasos: Va del todo, a la parte, y vuelve al todo. Esto es lo que llamamos síntesis. Pasa del gran cuadro a un análisis de las partes —desmenuzándolas, viendo el significado de las mismas a la luz del todo, para volverlas a unir de manera que todos salgan por la puerta pensando: «Ahora lo entiendo y puedo usarlo».
Así que para involucrar a las personas en el proceso de aprendizaje, primero deles la vista panorámica. Algunas personas —listas, con habilidad para expresarse, capaces— han estado en nuestras iglesias durante todas sus vidas y todavía no han captado el hilo del asunto, porque tendemos a especializarnos en el análisis de las partes.
Una vez cuando fui invitado a predicar a una iglesia, los ancianos dijeron:
—Hendricks, ¿nos podría hacer un favor? Prométanos no predicar sobre Efesios.
Decidí bromear un poco.
—¿Saben algo? —les dije—, nunca voy a una iglesia en la cual me digan lo que debo o no predicar.
—Oh, no, no, usted no entiende —dijeron—. Lo que sucede es que nos hemos pasado tres años en Efesios, y apenas estamos comenzando el segundo capítulo.
Esto es de esperarse ... y es por eso que la mayoría de las personas en nuestras iglesias terminan con nada más que doce cestas llenas de fragmentos. Carecen del gran cuadro. 
El proceso del aprendizaje no solo es emocionante y lógico, sino que también es un proceso de descubrimiento. La verdad es siempre más provechosa y más productiva cuando uno la ve por sí mismo. 
Durante más de tres décadas he estado enseñando en el Seminario Teológico de Dallas una asignatura acerca de cómo estudiar la Biblia por sí mismo. De las asignaturas que he tenido el privilegio de enseñar, esta es la que más he disfrutado. Después de que los alumnos estudian el pasaje de las Escrituras que les he asignado, regresan a la clase y nunca hay suficiente tiempo para que ellos compartan todo lo que descubrieron.
A menudo algún estudiante me desafía en forma amigable:
—Dr. Hendricks le apuesto que jamás ha visto esto —él está pensando que tampoco ni Juan Calvino ni Martín Lutero tuvieron la más mínima idea al respecto.
Y después de que relata una preciosa verdad extraída del texto, usted nunca ha visto a un profesor de seminario que se emocione como yo. 
Pero, ¿qué hacemos algunos de nosotros con una persona como esta? Le decimos:
—Sí, Guillermo, está bien. De hecho, cincuenta y tres año atrás, cuando primero conocí a Jesús, yo también aprendí esa verdad.
Como resultado, la verdad no entusiasma al oyente promedio en las iglesias evangélicas más bien lo entumece. El programa educativo en las iglesias es a menudo un insulto a la inteligencia de las personas. En lugar de enseñarlas a crecer por medio de la Palabra de Dios que realmente es viva, les estamos dando flores recortadas y marchitas. Nunca han tenido la experiencia de aprender la Palabra de Dios con el método de aprendizaje por descubrimiento... de afirmar por sí mismos: «Esto es lo que Dios ha dicho. Esto es lo que Él quiere que yo haga. ¡Tengo que contárselo a alguien para que también experimente cambios en su vida como los que yo estoy teniendo!» 
El tercer objetivo: Enseñe a las personas cómo trabajar.
Este concepto nos regresa al principio de nunca hacer por el estudiante lo que él puede realizar por sí mismo. Si lo hace, hará de él o de ella un incapacitado... un parapléjico pedagógico.
Si alguna vez visitó el Yellowstone National Park [el Parque Nacional Yellowstone], es probable que un guardabosque le diera un pedazo de papel a la entrada del parque. En este papel está escrita con letras grandes la advertencia: «No alimente a los osos». No obstante, apenas entra en el corazón del parque, ya ve a las personas dándole de comer a los osos. La primera vez que vi esto le pregunté al guardabosque al respecto.
—Señor —me contestó—, y eso que usted solo ha visto una pequeña parte del panorama. Describió cómo el personal del parque, durante el otoño y en el invierno, tiene que sacar los cuerpos de osos muertos, osos que perdieron la habilidad de buscar comida por sí mismos.
Y eso mismo es lo que nos está pasando.
Quiero hacerle una pregunta. Puede ser que usted mismo se reconozca como culpable, así que amárrese el cinturón.
¿Es usted uno de los culpables? ¿Es usted parte del problema, o está trabajando en la solución?
Nunca olvide que su tarea es desarrollar personas que sean autodirigidas, que sean disciplinadas, que hagan lo que hacen porque ellos deciden hacerlo. Por eso es que yo sugiero que emplee más tiempo cuestionando respuestas que contestando preguntas. Nuestra tarea no es dar respuestas rápidas y fáciles, soluciones medicinales que nunca funcionan en la vida real. Es muchísimo mejor tener estudiantes que salgan de la clase rascándose la cabeza con preguntas en las cuales pensar y de las cuales hablar, y ansiosos por solucionar en la semana entrante los desafíos que surgieron durante la lección. 
Entonces usted sabrá que se está realizando la enseñanza, en lugar de ver bostezos disimulados. 
Y antes de dejar este tema, le aseguro que requiere esfuerzo lograr que las personas trabajen.

Habilidades básicas
Si va a enseñar a los estudiantes a pensar, aprender y trabajar, entonces ayúdelos a dominar cuatro habilidades básicas: leer, escribir, escuchar y hablar.
Las iglesias evangélicas de hoy necesitan con desesperación personas que lean. Quiero hacer una profecía: Dentro de pocos años, cada vez más iglesias se verán forzadas a enseñar a sus congregaciones ya sea a leer, o a hacerlo mejor. 
Un día le dije a una de mis clases en el seminario: «El problema con la persona promedio que sale de la universidad es que no sabe leer, no puede escribir ni puede pensar. Y si usted no puede leer, escribir o pensar, ¿qué puede hacer?»
«Ver televisión», dijo alguien.
Exactamente. Y la televisión está usurpando la educación. Como educador cristiano, y en especial si usted es padre o madre, debe alarmarse ante la realidad de que nuestro pueblo se ha hecho adicto a una droga que se enchufa, y una de las mejores cosas que usted puede hacer es ayudarle a desconectarse. Este triste aparato puede diezmar la habilidad de leer y también las de pensar y crear —las habilidades más esenciales que usted como maestro quiere desarrollar en ellos.
Desde luego, hay mucho en la práctica educacional común que tampoco contribuye al desarrollo de estas habilidades. Mi hijo mayor, Bob, estaba muy ansioso por empezar su primer grado.
—Papá —dijo él—, ¡voy a aprender a leer!
El primer día volvió a la casa y dijo tristemente:
—Papá, no puedo leer.
—Hijo, eso te va a llevar un poco de tiempo— le aseguré—, sé paciente, hijito.
Pero me preocupé al ver que los meses seguían pasando y él seguía sin leer. Fui a hablar con la maestra, una joven adorable, recién graduada de una escuela de educación.
—Oh, Sr. Hendricks, usted no entiende —dijo ella—. Lo importante no es que él aprenda a leer, sino que esté feliz.
¡Ay, no! —pensé—, estamos frente a un culto a la felicidad.

Soportamos esto hasta terminar el curso, cuando finalmente le pregunté a la maestra:
—Señorita, ¿alguna vez se le ocurrió pensar que él estaría más feliz si supiera leer? Tal parece que no.   
Pagué seiscientos dólares por un curso correctivo de lectura para mi hijo —los mejores seiscientos que haya invertido porque en la actualidad lee más rápido que yo (lo cual es muy rápido). Y cuando estamos juntos tenemos conversaciones muy estimulantes acerca de lo que estamos leyendo.
De la habilidad de leer proviene la de escribir. Dé a los estudiantes oportunidades creativas de expresarse en papel. Se quedará fascinado con lo que algunos de ellos pueden producir.
De las otras dos habilidades —escuchar y hablar—, escuchar es la más difícil, el arte mayor y la habilidad más crucial. No obstante, pocas veces enseñamos a las personas cómo escuchar, y peor aún, tampoco les damos el ejemplo.
El ejecutivo promedio emplea setenta por ciento de su tiempo escuchando, para lo cual obtiene poca o ninguna preparación. Vaya a casi cualquier universidad, y no podrá graduarse sin aprobar una asignatura acerca de cómo preparar un discurso. Pero casi ninguna de ellas les requiere llevar una asignatura acerca de cómo escuchar.
Durante años he enseñado cómo hacer discursos, y le digo que es relativamente sencillo enseñar oratoria a una persona —¡pero trate de enseñarle a escuchar!
En el seminario enseñamos homilética —la ciencia de la preparación y predicación de sermones— y el resultado es la predicación. Ahora, la predicación, por supuesto, es un concepto completamente bíblico. No podemos dejar de hacerla. No es una opción. Pero, ¿de qué vale predicar si nadie escucha?
Además, un buen maestro es un buen oyente. No son muchos los que le dirán eso, así que sencillamente créalo.

Y en cuanto a dar un discurso, está es un área de entrenamiento en la cual idealmente los padres deberían comenzar a enseñar desde temprano en el hogar. Sugiero que empiecen por enseñar a sus hijos a ponerse de pie y hablar cuando solo tengan tres, cuatro o cinco años. Más adelante, llévelo a los hospitales o a la cárcel local o a otros lugares donde tengan la oportunidad de articular su fe. Uno aprende a hablar en público haciéndolo.

El fundamento llamado fracaso
El fracaso es una parte necesaria en el proceso del aprendizaje.
Tengo cuatro hijos. ¿Sabe cómo aprendieron a caminar? Un día, cuando todavía estaban en el corral, detrás de las barras, ellos observaron atentamente cómo alguien cruzaba la habitación. Se dijeron a sí mismos: «¡Oye, mira esa acción maravillosamente peripatética!» Así que cada uno se paró y dijo: «Ahora debo proceder a caminar». Y desde entonces lo han estado haciendo.
Por supuesto, usted no cree esto. Usted ha visto a un pequeñito ponerse de pie, soltar las manos, dar unos pocos pasos tambaleándose y entonces caerse. De nuevo se levanta y del otro lado de la habitación usted extiende sus brazos y le dice: «¡Ven, Guillermito!» Comienza a venir, pero pronto sus piernas van más rápido que el cuerpo, y se cae al piso.
¿Entonces acaso dice: «¡Qué pena! Yo creo que nunca fui llamado a caminar»? No. Se levanta y camina, y se cae y camina, y mientras más aprende a caminar, menos se cae —aunque nunca llegará el momento en el cual la posibilidad de caerse no este presente.
Imagine esta situación: Los discípulos han sido enviados de dos en dos y lo están pasando muy bien. Vuelven a donde está Jesús y le dicen:
—Señor, aun los demonios se nos sujetan.
Pero un día se enfrentan a un caso difícil. No les ha sido posible sacarle un demonio a un niño. El padre del niño, desesperado, va a Jesús y le dice:
—Fui a tus discípulos, pero no pudieron.
Así que Jesús saca el demonio.
De seguro, los discípulos llamaron a Jesús a un lado y le dijeron:
—Señor, ¿qué pasó?
—Les explicaré  —les contesta—. Este tipo de demonio solo sale mediante oración y ayuno.
Como sucede tan a menudo, el fracaso le proporcionó a los discípulos una de sus mayores experiencias de aprendizaje.
Uno de los estudiantes más brillantes que he tenido es ahora profesor de una universidad prominente, y con rapidez se está convirtiendo en la principal autoridad en su campo a nivel mundial. Él tomó una asignatura conmigo en la cual fracasó por completo. Y hasta el día de hoy él dice que fue la mejor experiencia de aprendizaje de su vida.

Casos especiales
Enseñar es tanto una ciencia como un arte. Como una ciencia, incluye leyes básicas. Como un arte, incluye conocer las excepciones a las leyes.
Existen excepciones para el principio de nunca decirle a los estudiantes —o hacer por ellos— lo que pueden aprender o hacer por sí mismos. Si las conoce evitará algunas frustraciones.
Una excepción trata del asunto sencillo de ahorrar tiempo. No hay necesidad de desperdiciar horas para reinvertir la rueda. Y si el edificio en donde estamos se empieza a quemar, no es el momento oportuno para una sesión de intercambio de ideas sobre qué hacer. Es el momento para que alguien diga: «¡Aquí está la salida!» Esto mismo se aplica a la buena enseñanza.
Una segunda excepción se da cuando hay estudiantes con necesidades especiales de aliento y ayuda. Por varias razones, a medida que participan en el desafiante proceso del aprendizaje —que necesariamente incluye el fracaso— estos estudiantes son más propensos a darse por vencidos. En el proceso del fracaso es fácil que ellos digan: «Yo sé que no puedo hacerlo».
Una vez, en una entrevista por televisión, me preguntaron qué había aprendido en treinta y cinco años de enseñar en el seminario. Dije que había aprendido que mi tarea principal es decirle convincentemente a los estudiantes: «¡Creo en ti! ¡Lo vas a lograr!» Los estudiantes de seminario —hombres y mujeres que representan lo que se podría considerar la crema y nata de la comunidad evangélica— a menudo son hoy muy afectados con sentimientos de inferioridad.
Así que, al enseñar, sea sensible al hombre o mujer que diga: «No creo que Dios me pueda usar», o al niño que dice: «Me gustaría ser un abogado o un misionero, pero no creo tener lo que eso requiere». Es muy fácil destruir el espíritu de una persona como esa.
Una tercera excepción es cuando sus estudiantes están tan motivados que reciben todo lo que usted les da y todavía quieren más. Están tan entusiasmados, y su interés es tan intenso, que difícilmente se pueden contener.
Una vez le regalé un Nuevo Testamento a un exjugador profesional de fútbol que conoció a Cristo y cuya vida había cambiado radicalmente. Una semana después de habérselo dado, nos volvimos a encontrar y me dijo:
—Lo leí.
—Magnífico —le dije—, ahora querrás continuar hasta que lo hayas leído todo.
—No —me contestó—, ya lo leí por completo, hasta los Salmos que están atrás.
Agregó:
—Entiendo que hay otra mitad —Así que le di una Biblia completa, y cuatro semanas después se había leído todo el Antiguo Testamento. (¡Conozco ancianos de iglesias evangélicas que en toda su vida nunca leyeron la Biblia completa!)
Por lo tanto, cuando el estudiante esté tan hambriento, dígale todo lo que pueda.

Sin volver atrás
Por último, una palabra de advertencia: Aunque lleve tiempo, una vez que usted logre que las personas crucen la barrera y encuentren el verdadero gozo de descubrir y aprender, nunca más se conformarán con una educación que sea menos emocionante. Nunca quedarán satisfechos con algo menos que una profunda participación en el proceso del aprendizaje.

Para reflexionar
(Preguntas para su evaluación personal y para discusión con otros maestros).

1.         ¿De que clase de maestros disfruta más al aprender y por qué?

2.  Mentalmente seleccione tres estudiantes a quienes usted enseña, y analice sus diferencias individuales. ¿Que diferencias hay en la manera en que ellos piensan y aprenden? ¿Cómo difieren en su entendimiento de la Biblia y su nivel de experiencia como cristianos? ¿Cuáles son las diferencias principales de sus trasfondos de las que usted está consciente —familia, geografía, cultura, educación, nivel económico, etc? ¿Qué diferencias principales se manifiestan en su estilo de vida? (Estas son buenas preguntas para hacérselas de todos sus alumnos). 
3. ¿Cuáles son sus metas más importantes como maestro?

4.  ¿Cómo ha sido el fracaso parte de su crecimiento personal?

El conocimiento no se puede pasar de una mente a otra como si fuese una sustancia material, porque los pensamientos no son objetos que se sostienen en las manos y se palpan... Las ideas deben volverse a pensar, la experiencia debe volverse a experimentar.

—John Milton Gregory

Capítulo 3
  
La ley de la actividad

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