lunes, 30 de agosto de 2010

“ La idolatría” Respuesta al Sr Santiago (drsc@bellsouth.net )

Bendiciones:
Sr Santiago, creo que si Ud. lee detenidamente el artículo, el mismo le responderá sobre su equivocada interpretación del texto, pues conozco categóricamente que hay muchos católicos romanos que no son idólatras a los cuales encarezco y no dirijo este artículo, como también si lo dirijo a muchos católicos no romanos que si se gozan en la idolatría..
Yo se muy bien lo que no soy por tanto no me tomo el atributo de querer convencer a nadie, sino a predicar la Palabra de DIOS lo más escrituralmente posible, pues solamente el Señor Jesucristo es quien convence a través del Espíritu Santo y por medio de la Biblia.
Este artículo si está dirigido a todos quienes con plenitud de conocimiento están desviando la fe de aquellos que con limpio corazón quieren ser verdaderos adoradores de nuestro Gran DIOS y Salvador Jesucristo, para que se pongan a cuenta con DIOS y no tengan que sufrir el furor y la ira del Señor que se derramará sobre todos los idólatras.
Le agradezco que me exhorte a estudiar un poco de teología pues eso no es malo, pero aquí es cuestión de soteriología básica (SALVACIÖN), por ello estén sus oídos atentos a l que dice nuestro Señor y Salvador Jesucristo:
Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda. (Apocalipsis 88)
También le envío algo de teología:
IDOLATRÍA
La historia de la religión del AT puede narrarse, en su mayor parte, en función de la tensión provocada por el conflicto entre un concepto espiritual de Dios y el culto, la marca distintiva de la fe genuina de Israel, y diversas presiones, tales como la idolatría, que trataban de rebajar y materializar la conciencia y la práctica religiosas nacionales. En el AT no encontramos un ascenso desde la idolatría a la adoración pura de Dios, sino más bien un pueblo con un culto puro y una teología espiritual, luchando continuamente, por medio de líderes espirituales levantados por Dios, contra las seducciones religiosas que, a pesar de todo, a menudo atraían a la masa del pueblo. La idolatría es una degradación de la norma, y no una etapa primitiva superada gradualmente y con dificultad.
Si consideramos la totalidad de los elementos probatorios que ofrece la religión de los patriarcas, encontraremos que era una religión de altar y de oración, no de ídolos. Ciertos acontecimientos, todos asociados con Jacob, podrían aparecer como idolatría patriarcal. Por ejemplo, Raquel robó los *terafines (“ídolos”, °VRV2) de su padre (Gn. 31.19). En sí mismo lo único que esto podría probar es que la esposa de Jacob no había podido liberarse completamente de su ambiente religioso mesopotámico (cf. Jos. 24.15). Si estos objetos tenían significación legal además de religiosa, el que los poseía tenía el derecho de sucesión sobre la propiedad familiar (* TERAFINES). Esto explica la ansiedad de Labán por recuperarlos, a pesar de no destacarse como hombre religioso, y el cuidado con que excluye a Jacob de la Mesopotamia por medio de un tratado en términos muy bien pensados, cuando no puede encontrarlos (Gn. 31.45ss). Se sostiene que las piedras (“pilares”, °VM) de Jacob (Gn. 28.18; 31.13, 45; 35.14, 20) son las mismas piedras idolátricas con las que estaba familiarizado Canaán. La interpretación no es ineludible. La piedra de Bet-el está relacionada con el voto de Jacob (véase Gn. 31.13), y es más fácil interpretar que pertenece a la categoría de los monumentos conmemorativos (p. ej. Gn. 35.20; 24.27; 1 S. 7.12; 2 S. 18.18). Finalmente, la prueba de Gn. 35.4, a menudo empleada como indicación de la idolatría patriarcal, en realidad se refiere a la reconocida incompatibilidad entre los ídolos y el Dios de Bet-el Jacob debe desprenderse de los objetos inaceptables antes de presentarse ante este Dios. El hecho de que Jacob los haya “escondido” no debe interpretarse como que tuvo miedo de destruirlos debido a razones de reverencia supersticiosa. Sería permitir que las sospechas gobernaran la exégesis, si hacemos más que suponer que esta era la manera más simple, así como la más efectiva, de deshacerse de objetos no combustibles.
El peso de las pruebas relacionadas con el período mosaico resulta igual. El relato del becerro de oro (Ex. 32) revela hasta dónde llegaba el contraste entre la religión emanada del monte Sinaí y la forma de religión aceptable para el corazón no regenerado. Vemos que estas religiones son incompatibles. La religión del Sinaí es decididamente enemiga de las imágenes. Moisés advirtió al pueblo (Dt. 4.12) que la revelación de Dios que se les otorgó allí no tenía “figuras”, a fin de que no se corrompiera con imágenes. Esta es la posición mosaica esencial, como podemos ver en el Decálogo (Ex. 20.4; cf. Ex. 34.17). Debemos notar que la prohibición de Dt. 4.12 pertenece a la esfera de la religión, y no a la de la teología. Es correcto hablar de una “figura” del Señor, y Dt. 4.12 y Nm. 12.8 tienen el término  (“figura”) en común. Pero haberla llevado a la práctica religiosa habría significado para Israel corromper la verdad y la vida. Este es un notable testimonio del carácter no icónico del culto de Israel. El segundo mandamiento era único en el mundo en aquellos días, y el hecho de que la arqueología no haya podido encontrar una representación de Yahveh (en épocas en las que los ídolos abundaban en todas las demás religiones) indica el lugar fundamental que dicho mandamiento ocupó en la religión de Israel desde los días de Moisés.
El registro histórico de Jueces, Samuel, y Reyes narra la misma historia del abandono por la nación de las formas espirituales propias de su religión. El libro de los Jueces, por lo menos a partir del cap(s). 17, se propone deliberadamente poner de manifiesto una época de rebeldía y desorden generales (cf. 17.6; 18.1; 19.1; 21.25) No deberíamos pretender ver en los acontecimientos del cap(s). 19 la norma de la moralidad israelita. Se trata, sencillamente, de la historia de una sociedad degradada; del mismo modo no nos asisten razones para ver en la historia de Micaía (Jue. 17–18) una etapa fiel pero primitiva de la religión de Israel. El mismo comentario por parte del autor de Jueces hace ver, a su vez, la corrupción religiosa (17.1–13; véase vv. 6), la inquietud social y el desorden (18.1–31; véase v.1), como también la declinación moral (19.1ss) de la época.
No se detalla la forma que tenían las imágenes de Micaía. Se ha sugerido que, dado que posteriormente llegaron a ocupar un lugar en el santuario danita en el N, tenían forma o figura de becerro o toro. Es muy posible, porque es sumamente significativo que cuando Israel se inclinó a la idolatría, siempre tuvieron que imitar las formas exteriores del paganismo existente en la región, lo cual indica que había algo en la naturaleza misma del culto a Yahvéh que evitaba el desarrollo de formas o figuras idolátricas autóctonas. Los becerros de oro hechos pog Jeroboam (1 R. 12.28) eran símbolos cananeos muy conocidos, e igualmente, cada vez que los reyes de Judá e Israel cayeron en la idolatría lo hicieron copiando de otros pueblos y elaborando sincretismos. H. H. Rowley (Faith of Israel, pp. 77s) afirma que los indicios de idolatría que existieron después de Moisés, se explican ya sea por la tendencia al sincretismo o por la tendencia que tienen las costumbres extirpadas en una generación a aflorar nuevamente en la generación siguiente (cf. Jer. 44). A estas podríamos añadir la tendencia a corromper el empleo de algo que en sí era permisible: el uso supersticioso del efod (Jue. 8.27), y el culto a la serpiente (2 R. 18.4).
Las principales formas de idolatría en las que cayó Israel fueron el uso de *imágenes grabadas y fundidas, las columnas, el culto a *Asera, y los *Terafines. La , o imagen de fundición, se hacía colando metal en un molde y dándole la forma con una herramienta (Ex. 32.4, 24). Hay alguna duda sobre si esta figura y los becerros que posteriormente fabricó Jeroboam estaban destinados a representar a Yahvéh, o si estaban concebidos como pedestales sobre los cuales se lo entronizaba. La analogía de los querubines (cf. 2 S. 6.2) sugiere esto último, opinión que también recibe el apoyo de la arqueología (cf. G. E. Wright, Biblical Archaelogy, pp. 148 [trad. cast. Arqueología bíblica, 1975], para una ilustración del dios Hadad cabalgando sobre un toro). Sin embargo, los querubines no eran visibles, y decididamente eran “de otro mundo” en lo que se refiere a su aspecto. No podían indicar ninguna asociación inaceptable entre el Dios soberano y paralelos terrenales. Los toros, por el contrario, no estaban ocultos (por lo menos en cuanto a lo que sugiere la narración), y no podían dejar de relacionar a Yahvéh con la religión y la teología de la fertilidad.
Tanto los pilares como las imágenes de Asera estaban prohibidos en Israel (cf. Dt. 12.3; 16.21–22). En los santuarios de Baal las imágenes de este dios (cf. 2 R. 10.27) y el poste de Asera estaban al lado del altar. Se consideraba al pilar como una representación estilizada de la presencia del dios en el santuario. Era objeto de gran veneración; a veces tenía partes ahuecadas para recibir la sangre de los sacrificios, y a veces, como puede verse por su superficie pulida, sus devotos lo besaban. La imagen de Asera era de madera, según se demuestra por su forma usual de destrucción, que era por fuego (Dt. 12.3; 2 R. 23.6), y probablemente su origen fue una planta perenne sagrada, símbolo de la vida. Su relación con los ritos cananeos de la fertilidad bastaban para hacerlos abominables ante Yahvéh.
La polémica del AT contra la idolatría, llevada a cabo principalmente por profetas y salmistas, reconoce las dos verdades que posteriormente iba a afirmar Pablo: la de que el ídolo no era nada, pero que, sin embargo, había una fuerza demoníaca que era necesario tener en cuenta y que, por lo tanto, el ídolo constituía una verdadera amenaza espiritual (Is. 44.6–20; 1 Co. 8.4; 10.19–20). En consecuencia, el ídolo no es nada: es obra del hombre (Is. 2.8) ; su misma composición y construcción proclaman su futilidad (Is. 40.18–20; 41.6–7; 44.9–20); su masa inerte provoca el escarnio (Is. 46.1–2); no tiene más que una apariencia de vida (Sal. 115.4–7). Burlonamente los profetas los llamaban  (Ez. 6.4, y por lo menos otras 38 veces en Ezequiel), o “bolitas de estiércol” (Koehler, Lexicon), y , ‘diosillos’.
Pero aunque se esté enteramente sujeto a Yahvéh (p. ej. Sal. 95.3), existen fuerzas espirituales malignas, y la práctica de la idolatría lleva a los hombres a un contacto mortal con estos “dioses”. Isaías, del que generalmente se dice que llevó a su punto máximo la burla irónica contra los ídolos, estaba muy al tanto de este mal espiritual. Sabe que hay un solo Dios (44.8), pero aun así, nadie puede tocar un ídolo, aunque no sea “nada”, y salir libre de consecuencias. El contacto del hombre con el falso dios lo infecta con una mortal ceguera espiritual, que afecta su corazón y su mente (44.18). Aunque lo que adora no es más que “cenizas”, está, de todos modos, lleno del veneno del engaño espiritual (44.20). Aquellos que adoran ídolos se vuelven igual que ellos (Sal. 115.8; Jer. 2.5; Os. 9.10). A causa de la realidad del espíritu de maldad detrás del ídolo, el ir en pos de ellos es *abominación () a Yahvéh (Dt. 7.25), abominación y suciedad () (Dt. 29.17, °SBA), y el más grave de los pecados, el adulterio espiritual (Dt. 31.16; Jue. 2.17; Os. 1.2). No obstante ello, hay un solo Dios, y el contraste entre Yahvéh y los ídolos debe trazarse en función de vida, actividad, y gobierno. El ídolo no puede predecir ni provocar acontecimientos, Yahvéh sí puede (Is. 41.26–27; 44.7); el ídolo es una impotente pieza a la deriva en el río de la historia, sabio solamente después del hecho, e incapaz de hacer nada ante el mismo (Is. 41.5–7; 46.1–2), mientras que Yahvéh es el Señor de la historia, y el que la rige (Is. 40.22–25; 41.1–2, 25; 43.14–15, etc.).
El NT refuerza y amplía la enseñanza del AT. Ya hemos hecho notar su reconocimiento de que los ídolos no son nada pero que, al mismo tiempo, son potencias espirituales peligrosas. Además, Ro. 1 expresa el argumento del AT de que la idolatría representa una declinación de la verdadera espiritualidad, y no una etapa en el camino hacia el conocimiento puro de Dios. El NT reconoce, sin embargo, que el peligro de la idolatría existe, aun cuando no se fabriquen ídolos materiales; la asociación de la idolatría con los pecados sexuales en Gá. 5.19–20 debería ligarse con la equiparación de la codicia con la idolatría (1 Co. 5.11; Ef. 5.5; Col. 3.5), porque en la codicia Pablo incluye y destaca la lascivia (cf. Ef. 4.19; 5.3; 1 Ts. 4.6, gr.; 1 Co. 10.7, 14). Después de haber recalcado el carácter definitivo y pleno de la revelación en Cristo, Juan advierte que toda desviación es idolatría (1 Jn. 5.19–21). Idolo es todo lo que exige una lealtad que solamente pertenece a Dios (Is. 42.8).
La relación entre la enseñanza bíblica referente a los ídolos y su doctrina monoteísta de Dios no puede pasar inadvertida. Al reconocer el magnetismo de la religión idolátrica para Israel, como así también en su aparente aceptación de la existencia de otros dioses, como es el caso, p. ej., en Sal. 95.3, el AT no acepta la existencia real de los “dioses”, sino la existencia real de la amenaza que suponen para Israel, la amenaza de cultos y lealtades alternativos. Es así como mantiene constantemente su monoteísmo (como también lo hace el NT) en el marco de la religión y la atmósfera religiosa del pueblo de Dios.
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