martes, 18 de febrero de 2014

Las Guerras de los Judíos


Flavio Josefo
Libro Tercero


Capítulo I
De la vida del capitán Vespasiano, y de dos batallas de los judíos.
 
Cuando Nerón supo no haber sucedido las cosas en Judea prósperamente, quedó muy amedrentado, pero guardólo en secreto porque era así necesario, y fingiéndose airado delante de todos voluntariamente, se indignaba, diciendo que había todo aquello sucedido, más por la negligencia de sus capitanes, que por la virtud y valor de los enemigos; pero pensaba serle muy conveniente menospreciar lo acontecido, teniendo respeto al peso del gran imperio que regía; y por parecer que tenía mayor ánimo de lo que las adversidades requerían, aunque el cuidado que tenía mostraba claramente qué turbados tuviese sus pensamientos, y cuán triste estuviese en pensar a quién pudiese seguramente encomendar el cargo de todo el Oriente, que tan revuelto estaba, el cual tomase venganza de los judíos, que se rebelaban, y prendiese todas las otras regiones s naciones cercanas a éstas, que con el mismo mal estaban ya corrompidas.
Halló, pues, para estas necesidades a Vespasiano con ánimo no menor que las cosas requerían, el cual emprendiese una guerra tan importante, porque era varón ejercitado en ella desde sus primeros años hasta la vejez, y porque había ya dado señal de su virtud manifiesta al pueblo romano, apaciguando el Occidente, que estaba muy revuelto por los germanos, y había sujetado con armas toda la Bretaña, que nunca fué combatida por los romanos hasta entonces, por lo cual fué causa de que Claudio, su padre, triunfase sin poner trabajo en alcanzarlo,
Teniendo Nerón su confianza en esto, y riendo también que Vespasiano era hombre de madura edad y diestro en las cosas de la guerra, y que sus hijos eran penda y rehenes de la fidelidad que le había de guardar, de tal manera, que la edad floreciente de los hijos le daban manos para su trabajo, porque Dios aun no había ordenado el estado de la república, enviólo a regir los ejércitos que estaban en Siria, animándole con blandas palabras y ofrecimientos, según el tiempo requería.
Luego él, desde Acaya, adonde estaba con Nerón, envió a su hijo Tito a Alejandría para sacar de allí la quinta y la décima legión de la gente; y pasando él al Helesponto, vínose por tierra a Siria y allí juntó toda la fuerza romana, y tomo socorro grande de los reyes vecinos y comarcanos.
Los judíos, ensoberbecidos con la victoria que de Cestio hubieron, no podían reposarse ni refrenarse; pero moviéndolos, según parecía, la fortuna, determinaban aún hacer guerra. Por lo cual juntaron la más gente de guerra que pudieron, y vinieron a Ascalona, que es una ciudad antigua, edificada a setecientos veinte estadios de Jerusalén, enemiga siempre de ellos, lo cual fué parte que pareciese algo más cerca que todas las otras para dar en ella el primer combate.
Tenían tres varones por capitanes de esta empresa, muy esforzados en las armas y muy prudentes; el uno era Peralta Nigro, el otro Sila Babilonia, y el tercero Juan Eseno.
Estaba Ascalona rodeada de un muro muy fuerte, mas tenía dentro muy poca guarnición, porque solamente había una compañía de gente de a pie y otra de a caballo, cuyo capitán era Antonio. Habiendo, pues, ellos, con la ira que llevaban, hecho este camino con mucha diligencia, llegaron tan presto y tan en orden como si vinieran de alguna otra parte muy cerca.
Antonio, no sabiendo el ímpetu y la fuerza que traían, había ya salido con su caballería; y sin temor de la muche­dumbre ni del atrevimiento y audacia grande con que venían, resistió valerosamente a los primeros encuentros de los ene­migos; y llegándose a combatir el muro, los hizo retirar.
Los judíos, pues, ignorantes en las cosas de la guerra en comparación de la destreza de aquéllos, la gente de a pie con la de a caballo, y los sin orden con los muy bien ordenados, y los mal armados con los bien proveídos, confiándose más en el enojo e indignación que tenían que en el consejo y provisión buena, peleaban con los que estaban bien acostumbrados, y no hacían algo sin consejo ni mandamiento de su capitán; y así fácilmente fueron rotos; porque en la hora que los escuadrones primeros fueron desbaratados por la gente de a caballo de Antonio, todos los otros huyeron; y siendo forzados a huir hacia el muro, ellos mismos se eran enemigos; hasta tanto que, vencidos todos por la gente de a caballo, fueron esparcidos por todo el campo, el cual era muy ancho y muy cómodo para la gente de a caballo.
Esto ayudó mucho a los romanos para la matanza y estrago grande que hicieron en los judíos; porque turbábamos y des­ordenábanlos como iban huyendo, y mataban a cuantos al­canzaban; los otros, viéndose todos rodeados de enemigos, por cualquier parte que se volvían eran muertos con saetas y dardos.
Parecía a los judíos que estaban solos y sin compañía alguna, aunque era grande la compañía que tenían; tan desesperados estaban de alcanzar salud o remedio. Los romanos, aunque eran pocos, con haberles sucedido todo prósperamente, pensaban ser demasiados.
Queriendo, pues, los judíos vencer el caso adverso que les había acontecido, avergonzándose de huir tan presto, con­fiaban que la fortuna se mudaría, y no fatigándose los ro­manos en proseguir la victoria, alargaron la pelea casi por todo el día, hasta tanto llegaron los judíos, que aquí murieron a número de diez mil; y dos capitanes, Juan y Sila; los demás, quedando la mayor parte herida y maltratada, huyeron con Nigro, quien sólo quedó vivo de los capitanes, a un lugar de Idumea que se llama Salís. Algunos de los romanos fueron también heridos en esta batalla.
Pero no se aplacaron los ánimos de los judíos con tan gran matanza, antes los incitó el dolor que tenían a mayor atrevi­miento; y menospreciando tantos muertos como veían delante de sus pies, movíanse a otra matanza, acordándose de los sucesos prósperos que antes les habían acaecido. Por lo cual, pasando algún tiempo en este medio, aunque no tanto cuanto fuera necesario para que los que estaban heridos pudiesen convalecer, juntando todas las fuerzas que pudieron y mucho mayor número de gente que antes vinieron, volvían a Asca­lona algo más enojados que la primera vez, acompañándolos siempre, además de la poca destreza y otras faltas que en las cosas de la guerra tenían, la misma mala fortuna.
Porque habiéndoles puesto Antonio asechanzas por donde habían de pasar, cayendo de improviso en sus manos y ro­deado de los de a caballo, antes que los judíos pudiesen orde­narse para pelear, mataron más de ocho mil de ellas; los otros todos huyeron, y con ellos el capitán Nigro, mostrando bien la grandeza de su ánimo en muchas cosas que huyendo hizo, reco­giendo a todos, porque ya los enemigos estaban muy cerca, en un castillo muy fuerte y muy seguro de un lugar que se llama Bezedel.
Viendo Antonio que la torre o castillo era inexpugnable, por no perder allí mucho tiempo en cercarlo, y por no dejar vivo al capitán más valeroso de todos sus enemigos, pusieron gran fuego al muro, y quemando la torre los romanos, se volvieron con gran alegría, pensando que Nigro sería también quemado; pero éste se supo guardar y librarse de este peligro, pasando de la torre a una gran cueva del castillo; y tres días después, buscándolo allí sus compañeros para sepultarlo, pa­reció, por lo cual los judíos recibieron placer muy grande, como por un capitán guardado por providencia divina para las cosas que habían de suceder después.
Vespasiano, llegado su ejército a Antioquía, que es la principal ciudad y cabeza de todo Siria, y tiene sin duda el tercer lugar entre todas cuantas están sujetas al Imperio de los romanos, tanto en su grandeza como en ser fértil y abundante de toda cosa, halló allí al rey Agripa que lo aguar­daba con su ejército, y así vino a Ptolemaida.
En esta ciudad le salieron al encuentro los seforitas, ciuda­danos de un lugar de Galilea, solos éstos, pacíficos por el cui­dado que de su propia salud tenían, y por saber también las fuerzas de los romanos; y antes que Vespasiano viniese, se habían juntado con Cestio Galo, y con toda amistad habían tomado socorro de su gente y guarnición, los cuales, recibiendo entonces muy benignamente al capitán enviado por el empe­rador, le prometieron ayudarle contra sus propios naturales.
Dióles por guarnición Vespasiano tanta gente de a pie y de a caballo, cuanta entendió serles necesaria para defenderse de toda fuerza que les quisieren hacer, si los judíos, por ventura, querían innovar algo; porque parecióle que no era pequeño peligro, si Séforis, que era la mayor ciudad de Galilea, les fuese quitada, porque estaba asentada en un lugar muy seguro, y había de ser para guarda y socorro de toda la gente.
***

Capítulo II
En el cual se describen Galilea, Samaria y Judea.
 
Dos Galileas hay: la una se llama Superior, y la otra In­ferior, rodeadas entrambas por los reinos de Fenicia y de Siria. Por la parte del occidente, las aparta de los fines y términos de su territorio, Ptolemais y el monte de Carmelo, que solía ser de los galileos, y está ahora sujeto a los tirios, con el cual está junta Gabaa, ciudad que se llama de los Caballeros, porque fueron enviados caballeros por el rey Herodes que la po­blasen. Hacia el Mediodía confina con los samaritas, y los de Escitópolis hasta el río Jordán; y al oriente tiene Hipena y Gadana, y acaba en los gaulanitas, que son también fines y términos del reino de Agripa. Lo largo de ella se llega por el septentrión hasta los términos de Tiro y por todas aquellas tierras.
Galilea la Inferior tiene de largo desde Tiberíada hasta Zabulón,que tiene vecindad con Ptolemaida en la parte ma­rítima; de ancho se extiende, desde el lugar llamado Xaloth, que está en el campo grande, hasta Bersabe, de adonde co­mienza la anchura de la Superior Galilea, hasta el lugar llamado Baca, que aparta la tierra de los tirios.
Lo largo de ella se extiende desde un lugar cercano al Jordán, que se llama Thela, hasta Meroth. Y siendo entrambas tan grandes y rodeadas de tantas gentes extranjeras, siempre resistieron a todas las guerras y peligros; porque por su na­turaleza son los galileos gente de guerra, y en todo tiempo suelen ser muchos, y nunca mostraron miedo ni faltaron jamás hombres. Son muy buenas y muy fértiles, llenas de todo género de árboles, en tanta manera, que mueven con su fertilidad a la labranza a los que de ello no tienen ni voluntad ni costumbre. Por esta causa no hay lugar en todas ellas sin que sea labrado por los que esté ociosa.
Hay también muchas ciudades; y por la fertilidad y hartura grande de esta tierra, están todos los lugares muy poblados, en tanto que el menor lugar de todos pasa de quince mil ve­cinos; y aunque pueden decir que es la menor de todas las regiones que están de la otra parte del río, pueden también decir que es la más fuerte y más abastecida de toda cosa, porque todo ella se ara y se ejercita; es toda muy fértil de frutos, y aquella que está del otro lado de la ribera, aunque sea mucho mayor, es por la mayor parte muy áspera, desierta e inhábil para frutos que dan mantenimiento.
La blandura y naturaleza de Perea es muy fértil; tiene los campos muy llenos de árboles y frutos, y principalmente de olivas, viñas y palmas. Es regada abundantemente por arroyos que descienden por los montañas, y con fuentes vivas que de continuo manan agua muy clara y muy limpia, cuando los arroyos, por el gran calor del estío, no dan el agua que es necesaria. Tiene ésta de largo de Macherunta hasta Pela, y de allí habitan, ni hay parte alguna de tierra que ancho desde Filadelfia hasta el Jordán; y la Pela, que hemos dicho, tiene hacia el septentrión, y por la parte occidental, el Jordán; al Mediodía tiene la región de los moabitas, y al oriente tiene la Arabia, Silbonitida, Filadelfia, y ciérrase con los ge­rasos.
La región y tierras de Samaria están entre Judea y Ga­lilea, porque comenzando de un lugar que está en un llano, el cual se llama Guinea, viene a acabar en la toparquía y señorío Acrabateno; pero no es tierra ésta diferente en su naturaleza de Judea, porque ambas regiones son muy mon­tañosas y tienen muy grandes campos despoblados, y son para arar muy buenos, muy blandos y están también llenos de árboles.
Son muy abundantes de manzanas, tanto de las silvestres como de las domésticas, porque de su natural estas tierras son secas; pero sobreviéneles el agua del cielo, de la cual tienen siempre mucha, y con ella se hacen las aguas muy dulces, y dan de sí muy gran copia y abundancia de heno y hierbas, con lo cual ellas, más que algunas otras tierras, tienen siempre el ganado muy lleno y abundante de leche. La mayor señal de la continua fertilidad y abundancia de estas tierras es ver que todas están llenas de gente.
Confina con ellas el lugar llamado Annath, que también se suele llamar Borceos, el cual es límite de Judea por la parte de septentrión.
Por la de Mediodía, si tomares lo largo, tiene por término un lugar que está en los fines de Arabia, el cual por nombre se llama Jordán; la anchura se extiende del río Jordán hasta Jope. En medio de éstas está Jerusalén, por lo cual algunos, con razón, la llamaron el ombligo de estas regiones, queriendo decir el medio. No carece Judea de los deleites del mar, porque se entiende por las partes marítimas hasta Ptolemaida; está di­vidida en once partes, ciudades principales, de las cuales la principal y la real es Jerusalén; ésta sobrepuja a todas las otras, ni más ni menos que la cabeza a los otros miembros; entre las demás están repartidos los regimientos o toparquías. La segunda es Gosna, y luego después Acrabata; siguen Thamna, Lida, Amaus, Pela, Idumea, Engada, Herodio y Jericó. Después Jamnia y Jope gobiernan y mandan a las comarcanas. Además de éstas, Gamilitica también, Gaulanitis, Bathanea y Trachonitis, que son parte del reino de Agripa.
La misma tierra, comenzando del monte Líbano y fuentes del Jordán, se extiende de ancho hasta la laguna que está cerca de Tiberíada, y tiene de largo desde un lugar que se llama Arfas, hasta Juliada, y habitan en estas tierras judíos y gentes de Siria, todos mezclados.
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Capítulo III
Del socorro que fué enviado a los se foritas, y de la disciplina y usanza de los romanos en las cosas de la guerra.
 
Contado hemos arriba, lo más brevemente que nos ha sido posible, el sitio y cerco de Judea. El socorro que Vespasiano había enviado a los seforitas, que era mil caballos y seis mil infantes, asentó su campo en un gran llano que allí había, siendo regidor y capitán Plácido, tribuno, y le dividió en dos partes. La infantería estaba dentro de la ciudad por guardarla, y la otra gente de a caballo estaba en el campo; pero saliendo muchas veces de ambas partes a correr todos aquellos lugares cercanos de allí, hacían gran daño a Josefo y a sus compañeros, aunque ellos se estaban reposados; robaban además de esto las ciudades por defuera, y resistían a la fuerza y empresa de los ciudadanos, si alguna vez salían con confianza a correr alguna tierra.
Quiso, con todo, Josefo venir contra la ciudad, pensando y aun confiando que la podría tomar, aunque él le había hecho un muro antes que se rebelase contra los galileos, que cierta­mente era inexpugnable, no a ellos solos, pero aun también a los romanos. En esto su esperanza fué burlada, no pudiendo traer a lo que quería ni persuadir a los seforitas aquello, y movió más la guerra en Judea, indignándose los romanos con enojo, por ver las asechanzas que les armaban, por lo cual ni de día ni de noche dejaban de destruir y talar todas 'las tierras, robando todo cuanto hallaban, y matando a los que eran experimentados en las cosas de la guerra y valientes; prendían a los que no lo eran, y teníamos en servidumbre.
Toda Galilea estaba llena de fuego y de sangre, sin que hubiese alguno exceptuado de esta destrucción y mortandad; los que huían solamente tenían esperanza de salvarse en las ciudades, las cuales Josefo había antes cercado de muy buenos muros.
Enviado Tito de Acaya, en Alejandría, más presto de lo que por el invierno se esperaba, tomó a su cargo los soldados por los cuales había venido; y habiendo así con diligencia proseguido su camino, vínose temprano a Ptolemaida. Ha­llando allí a su padre con las dos legiones que consigo tenía, que eran por cierto las mejores y más nobles, es a saber, la quinta y la décima, juntó con ellas también la décimaquinta que consigo Tito trajo. Después de éstas seguían dieciocho compañías, con las cuales se juntaron otras cinco que estaban en Cesárea, un escuadrón de caballos y cinco de gente de a caballo de Siria. Cada una de las diez compañías tenía mil hombres de a pie, y cada una de las otras trece, seiscientos hombres de a pie, y ciento veinte de a caballo.
Juntóse también harto grande socorro con los que los reyes comarcanos enviaron, porque Antíoco, Agripa y Sohemo enviaron dos mil hombres de a pie y mil flecheros de a ca­ballo. Envióle también Malco, rey de Arabia, además de cinco mil infantes, mil caballos, cuya mayor parte eran también flecheros, de manera que, contando junto todo este ejército, llegó casi a sesenta mil hombres entre los de a pie y los de a caballo, además de otros muchos que seguían el campo, los cuales, por estar ya muy experimentados en las cosas de la guerra, no diferían de la gente de guerra, porque en tiempo de paz habían estado en los ejercicios de sus señores y experi­mentando con ellos los peligros de la guerra, y si no era por sus señores, no podían ser vencidos por algún otro, tanto en sus fuerzas, como en la destreza y maña en las cosas de la guerra.
En esto, por cierto, pensará alguno ser digna de muy gran admiración la providencia de los romanos, que se saben servir de los que les son sujetos en las necesidades de la guerra, además de todas las otras cosas en que se suelen servir de ellos; y los que consideran la otra disciplina y arte que tienen en las cosas de la guerra, conocerán claramente haber ellos alcanzado tan grande imperio, no por bien ni prosperidad de la fortuna, sino por propia virtud y esfuerzo.
  No comienzan a ejercitar primeramente las armas en la guerra, y no sólo hacen cuando les es necesario sus ejercicios de guerra, antes, estando muy en paz, jamás dejan de ejerci­tarse en las armas, ni más ni menos que si les fuesen naturales, ni quieren tener algún tiempo treguas con ellas, pues ni aun con el tiempo tienen cuenta, y sus pruebas en los ejercicios de la guerra no son desemejantes a la verdadera pelea, porque cada día todos los soldados salen armados a ejercitarse, como si saliesen a la batalla, y de aquí es que sufren tan animosamente toda guerra.
No se desbaratan menospreciando el orden que deben guar­dar; no los espanta el miedo, ni los consume el cansancio, por lo cual siempre les sigue la victoria, y siempre vencen a los que no hallan tan ejercitados ni tan diestros como ellos; ni errará el que dijere sus pruebas y ejercicios de armas ser ba­tallas sin sangre; al contrario, sus verdaderas batallas son pruebas y ejercicios con derramamiento de sangre.
No pueden ser vencidos por súbita arremetida de enemigos, antes en cualquier tierra que entran no comienzan la guerra antes de poner en orden y asentar muy diestramente su campo, el cual no fortifican con alguna cosa ligera, o en algún lugar que no sea muy cómodo, ni ordénanlo sin mucha cordura; mas si la tierra es desigual, primero allánanla toda y señálanla con cuatro cantones, y suelen siempre hacer cuatro partes el ejér­cito, rodeándose los unos con los otros. Sigue siempre al ejér­cito gran muchedumbre de herreros y copia grande de instrumentos para las armas, según la necesidad y uso que de ellos requieren.
La parte del campo que está por de dentro, está dividida por sus tiendas y alojamientos, y el cerco por defuera está como un muro; ordenan también con igual distancia sus trincheras: en el espacio que hay entre una y otra, suelen echar abundancia de máquinas, instrumentos y ballestas, con las cuales tiran las piedras, de tal manera, que no les falte jamás todo género de armas; y edifican cuatro puertas altas, y tan buenas para recogerse y entrar así ellos como todos sus jumentos y ca­ballos, a fin que si fuere necesario puedan recogerse y tengan todos lugar de dentro. Las calles por dentro apartan los reales con igual espacio y lugar; en medio de todo asientan las tiendas de los regidores, y allí ponen también un como templo, de tal manera, que cierto parece una ciudad edificada y alzada de presto; tienen también su mercado adonde las cosas se venden, y los oficiales todos tienen su recogimiento. Los regidores y capitanes de los soldados tienen lugar para dar sus sentencias, adonde se suele juzgar si sucede algo que tenga necesidad de ello, y si algo acontece dudoso.
Este cerco, y todo lo que dentro de él se contiene, es tan presto puesto en orden con la diligencia y destreza de los oficiales, que no se puede pensar; y cuando la necesidad lo requiere, sóbenlo cercar de foso por todo el rededor, haciéndolo cuatro brazas de hondo y otras tantas de ancho; y rodeados todos de armas, estánse en sus alojamientos y tiendas gentil­mente reposados, y de tienda en tienda se trata todo cuanto hacen con gran silencio y provisión, comunicándose unos a otros aquello que falta, si por ventura carecen de leña, o de agua o trigo.
No tienen libertad de comer ni cenar cuando quieren; todos se acuestan a una misma hora; las horas de guarda hó­cenlas saber con son de trompeta, y no se hace jamás algo sin que se sepa por pregón y mandamiento público.
En las mañanas los soldados van a dar los buenos días a sus centuriones, y éstos danlos a los tribunos, con los cuales se juntan, y vienen a los capitanes con toda la otra gente, y así se presentan todos al general y maestro de todo el campo. Este, entonces, da a cada uno de los capitanes y a todos los otros la señal que quiere, según el cargo que cada uno tiene, para que ellos y cada uno por sí la haga saber a los que están en su regimiento.
Con estas cosas, cuando están en el campo y en la pelea, fácilmente son llevados adonde los capitanes quieren, y arre­meten todos juntamente, y también todos juntamente se recogen. Cuando han de salir del campo, dan de ello señal con una trompeta, y ninguno se detiene ni se está ocioso; antes, al señalarles la hora, deshacen y recogen sus tiendas, y ordé­nanlo todo para partir. Luego, la trompeta les vuelve a se­ñalar que estén aparejados, y ellos, cargando todo el bagaje que tienen, están esperando la señal, no menos que si hubiesen de dar la batalla; suelen quemar todo cuanto dejan, porque no les es difícil volverlo hacer cuando les es necesario, y tam­bién por que los enemigos no se puedan servir ni aprovechar de ello; a la tercera vez que la trompeta toca es señal de partir, y se dan gran prisa, porque ninguno quede ni pierda su orden y lugar.
Está una trompeta a la mano derecha del capitán, y pre­gunta a todos en su lengua tres veces, con la voz muy alta, si están aparejados para marchar; ellos suelen responder con mucha alegría y esfuerzo otras tres veces, y decir que sí, aun se suelen adelantar algunas veces en decirlo primero que les sea preguntado, y levantan a las voces con gran ánimo que da cada uno y esfuerzo, el brazo derecho. Después hacen poco a poco su camino, marchan con orden y con la honra que a cada uno conviene; no menos que si estuviesen en la batalla, van con las mismas armas; la gente de a pie lleva sus coseletes y cascos, y una espada en cada lado: la de la mano izquierda es mucho más larga, porque la de la mano derecha no suele ser mayor de un palmo, que es lo que ahora llama­mos puñal o daga.
La guarda del general suele ser de la gente muy escogida de a pie, y llevan escudos y lanzas; la otra gente toda lleva dardos y paveses largos; traen también una sierra, una canastilla con un destral y muchas otras cosas, y en ella llevan también de comer para tres días, de suerte que hay poca diferencia entre ellos y un jumento cargado.
Los de a caballo tienen a la mano derecha una espada más larga, y en la mano un palo y un broquel atravesado al lado del caballo; en la aljaba suelen llevar tres dardillos o flechas largas, o pocas más, con los hierros algo anchos, poco diferen­tes en la grandeza de los dardos: llevan también unos capace­tes y coseletes semejantes a los de a pie, y los de la guarda del general no suelen ir en algo diferentes de los otros; va delante siempre aquel a quien le viene por suerte.
Tales, pues, son las maneras que los romanos guardan en sus caminos y en asentar un campo, y tal es la variedad que guardan en las armas: no hacen algo sin determinar y tomar consejo primero sobre ello en las cosas de la guerra, y lo que determinan es conforme a lo que hacen, y lo que hacen con­forme a lo que han determinado; y antes de poner en efecto algo, primero lo proponen en consejo: por esto suelen, o errar en muy pocas cosas, o si por ventura les acontece algún yerro, es fácil cosa enmendarlo.
Las cosas que suceden con consejo, suélenlas tener, por contrarias y adversas que les sean, por mucho mejores que los sucesos y acontecimientos de la fortuna, por próspera y favorable que sea, por no mostrarse tener en más los bienes y esperanzas de la fortuna, que los de su consejo; pero las cosas que son antes de ejecutarlas bien pensadas, aunque no sucedan prósperamente, las tienen por muy buenas, guardán­dose y proveyéndose que otra vez no les acontezca lo mismo, porque los bienes que por fortuna acaecen, no suele ser causa ni autor de ellos aquel a quien acontecen, y de lo que ocurre por desdicha, consuélanse con pensar a lo menos no haberles acontecido por falta de consejo y miramiento. Con el ejercicio que hacen de las armas, no sólo se ejercitan las fuerzas del cuerpo, sino también fortalecen sus ánimos: del temor que tienen les nace mayor diligencia, porque tienen leyes, las cuales quieren la muerte y condenación, no sólo de los que grandemente faltan, pero aun también por pequeña falta que tengan, incurren en pena de muerte.
Los capitantes suelen ser más justicieros que las mismas leyes, y dando galardón a los que lo merecen, hacen que no parezcan crueles en castigar a los que cometen faltas, ni en corregirlos.
Suelen ser todos tan obedientes a sus regidores, que en la paz les suele ser muy gran honra, y en la guerra o batalla todo el ejército no parece más de un cuerpo: con tanto orden están juntos todos los escuadrones, con tanta presteza se mue­ven, tan atentos están a escuchar lo que les será mandado, tan abiertos tienen los ojos en mirar las señales que les serán hechas, tan prontas tienen las manos en las obras, por lo cual suelen ser todos muy valerosos en dañar a sus enemigos, y son muy pocos dañados por ellos.
Los que pelean no saben jamás la muchedumbre ni el número de los enemigos, ni lo que los capitanes determinan entre sí, ni las dificultades de las tierras; pero ni aun quieren sujetarse a la fortuna, aunque piensen serles más cierta por esta parte la victoria. Pues ¿qué maravilla es, si éstos, cuyos hechos siempre están fundados con consejo, y cuyo ejército sabe ejecutar tan bien lo que los capitanes han determinado, han ensanchado y alargado su imperio desde el Eufrates al Oriente, y del Océano al Occidente, y desde las regiones fér­tiles de Africa, hacia el Mediodía, hasta las del Danubio y Rhin por el Septentrión, de los cuales se podría muy bien decir que es mucho menos lo que poseen, de lo que los que lo poseen merecen?
He querido tratar todo esto, no por loar a los romanos, sino por consolación de los vencidos, y para espantar a los que desean novedades y revueltas; porque podrá ser aprove­che, por ventura, a los que desean bien ejercitarse en estas artes buenas, saber la manera y ejercicios de los romanos en las armas; pero ahora vuelvo a lo que había antes dejado.
***

Capítulo IV
Cómo Plácido vino contra Jotapata.
 
Deteníase en este tiempo, en Ptolemaida, Vespasiano y su lijo Tito, ordenando su ejército; pero Plácido ya había entrado por Galilea, donde mató muy gran muchedumbre de los que prendía, y fué ésta de la gente de Galilea, ignorante en las cosas de la guerra y falta de ánimo; y viendo que los de guerra se recogían en las ciudades fuertes que Josefo había .abastecido, pasó su fuerza contra Jotapata, que era la más fuerte y más segura ciudad de todas, pensando tomarla fácil­mente con acometerla de súbito, y que con esto alcanzaría ,gran nombre y gloria de todos los regidores, y haría camino más fácil para acabar lo demás cómodamente y presto, pensando que tomada la principal y más fuerte ciudad, las otras todas se rendirían fácilmente.
Pero mucho le engañó su opinión, porque los de Jotapata, sabiendo su fuerza y cómo vería ya cerca de la ciudad, reci­biéronlo, y saliendo a combatir con él muchos muy bien ar­mados y muy alegres, porque peleaban por la salud propia de ellos, de sus mueres, hijos y de su patria, hiciéronlos huir, hirieron a muchos, matando sólo siete hombres, porque no retirándose de la pelea sin orden, y rodeados por todas partes, habían sido ligeramente heridos; teniéndose los judíos por más seguros en pelear de lejos, que juntarse a las manos es­tando los unos armados y los otros no.
Cayeron en esta pelea tres judíos; quedaron algunos pocos más heridos: Plácido, pues, echado de la ciudad, huyó.
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Capítulo V
Cómo Vespasiano vino contra las ciudades de Galilea.
 
Teniendo Vespasiano deseo y determinación de venir con­tra Galilea, partió de Ptolemaida con las jornadas ordenadas a su gente, según tienen por costumbre los romanos. Mandó que la gente de socorro, que venía algo menos armada que la otra, y todos los ballesteros, se adelantasen por refrenar y de­tener a los enemigos que salían a correr, y para que mirasen muy bien los lugares buenos y cómodos para poner sus ase­chanzas y celadas.
Seguíalos luego parte de la gente de a pie romana y parte de la caballería; luego sucedían diez hombres de cada com­pañía, los cuales traían sus armas y la medida que habían de tomar para asentar su campo; seguían después los que allanan las calles, los malos pasos y asperidades de los caminos, cortan las selvas cuando les impiden, por que no se canse el ejército con la dificultad del camino; después vienen sus cargas y las de los regidores que a él están sujetos, y por guarda de éstos ordenó con ellos muchos de a caballo. Después de todo esto venía él; traía consigo la gente más escogida, así de a pie como de a caballo, y además acompañábale también el escuadrón de su gente: de cada compañía tenía escogidos para su servicio ciento veinte caballeros; tras éstos venían los que traían los otros instrumentos para combatir las ciudades, las máquinas y cosas necesarias para ello; luego seguían los regi­dores y los tribunos señalados a cada compañía, rodeados de soldados muy escogidos. Venía también la bandera del Águila, y con ella juntas otras muchas, la cual manda a todas las otras porque es reina de todas las aves, y es la más esforzada; piensan en verla que es una señal y buen agüero de la victoria y de su potencia contra cuantos salen a pelear.
Seguían a las sagradas imágenes de las banderas ciertos tañedores de cornetas, y después el escuadrón dé soldados, de seis en seis, y venía con ellos un capitán o centurión, el cual procuraba hacer que se guardase el orden y disciplina militar; los criados de cada compañía estaban todos con la gente de a pie, y traían los mulos y cargas de la gente; en el escuadrón postrero, donde venían los que ganaban sueldo, venía también mucha gente de a pie armada y mucha de a caballo.
Habiendo pasado su camino Vespasiano, llegó a los tér­minos de Galilea, y habiendo puesto allí su campo, aunque tenía toda su gente muy pronta para la guerra, todavía la detenía, y mostraba a los enemigos por amedrentarlos, y tam­bién por darles tiempo para rendirse, si antes de darles asalto o la batalla alguno se quisiese pasar a su parte; pero con todo esto él hacía su muro para defenderse: así, sola la vista del capitán fué causa de que muchos de los que se habían re­belado huyeran, y todos generalmente fueron muy amedren­tados.
Los compañeros de Josefo, que habían puesto su campo cerca de Séforis, cuando entendieron que la guerra se acercaba y que ya los romanos estaban para dar contra ellos, no sólo huyeron antes de llegar a tal, pero aun antes de ver a los enemigos. Quedó solo Josefo con muy pocos, mas él, viendo que no tenía gente para esperar a los enemigos, que eran tantos, y que a los judíos les había faltado el ánimo, y que si confiaba en aquéllos, los más se habían de pasar a los ene­migos, determinó entonces dejar del todo la guerra y apar­tarse muy lejos de todo peligro; y llevando consigo los que con él quedaron, retiróse a Tiberíada.
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Capítulo VI

Cómo fué combatida Gadara.
 
Habiendo acometido Vespasiano la ciudad de los gadaren­ses, al primer asalto la tomó, porque estaba vacía de toda la gente de guerra.
Pasando luego de aquí más adentro, mató a todos, y aun hasta a los muchachos, sin que tuviesen los romanos compa­sión ni misericordia de alguno, acordándose de las muertes que habían sido cometidas contra Cestio, y también por el odio y aborrecimiento grande que contra los judíos tenían; y dió fuego no sólo a la ciudad, pero también quemó todos los lugares que alrededor había, y los lugarejos que estaban casi desolados, tomando toda la gente que en ellos hallaba.
Josefo llenó de miedo la ciudad que había deseado para defenderse; porque los tiberienses no creían que había de huir jamás, sino perdidas todas las esperanzas de poder sal­varse, y en esto no les engañaba la opinión de lo que Josefo quisiera. Veía éste en qué habían de parar las cosas de los judíos, y que sólo tenían un camino para salvarse y alcanzar salud, el cual era mudar su propósito y voluntad; él, por su parte, aunque confiase en que los romanos no lo habían de matar, todavía quisiera muchas veces más morir que vivir y tener prosperidad entre aquéllos, con afrenta del cargo que le había sido encomendado, y haciendo traición a su propia patria, contra los cuales había sido antes enviado.
Por tanto, determinó escribir a los principales de Jerusalén, y hacerles saber fielmente en qué estado estuviesen las cosas, porque levantando demasiado las fuerzas de los enemigos, no lo tuviesen por temeroso, o disminuyéndolas algo más de lo que a la verdad eran, no los moviese a soberbia y ferocidad, sin darles lugar de arrepentirse de lo hecho hasta allí, y que si les placía el concierto, luego se lo hiciesen saber, y si de­terminaban que prosiguiese la guerra, le enviasen ejército bas­tante para resistir a los romanos. Escritas estas cartas, enviólas con diligencia a Jerusalén.
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Capítulo VII

Del cerco de Jotapata.
 
Deseoso Vespasiano de destruir a Jotapata, por haber en­tendido que gran parte de los enemigos se habían allí recogido, y por saber que era el más fuerte recogimiento de Galilea, envió delante la infantería y caballería, por que allanasen el camino, que era montañoso, muy áspero con las peñas, difícil a la gente de a pie, e imposible a la de a caballo. Estos, pues, en cuatro días tuvieron acabado lo que les había sido man­dado, e hicieron muy ancho camino por donde el ejército pasase: al quinto día, que era a 21 de mayo, primero vino Josefo de Tiberíada a Jotapata, y esforzó a todos los judíos, que tenían perdido el ánimo.
Habiendo un hombre de allá huido, y contado esto a Vespasiano, y movido a que se diese muy gran prisa en venir contra aquella ciudad, porque le había de ser muy fácil cosa tomar toda Judea, si tomaba aquella ciudad y cautivaba a Josefo. Sabiendo esta nueva, como cosa muy buena y muy próspera, Vespasiano pensó que por divina providencia había sucedido que el que más prudente parecía de todos los ene­migos se pasase de grado a su parte; envió luego a Plácido con mil de a caballo, y juntamente con él al capitán principal Ebucio, varón no menos prudente que esforzado, mandó hacer un foso alrededor de la ciudad, porque Josefo, que allí estaba, no pudiese escaparse escondidamente.
Luego al otro día Vespasiano fue con ellos, acompañado con todo el ejército, y después de mediodía llegó a Jotapata, y puso su campo a la parte de Septentrión en una montañuela a siete estadios de la ciudad. Trabajaba mucho en que sus enemigos lo pudiesen ver, por que viéndolo se amedrentasen, y sucedió así; porque en la hora que lo vieron, con el gran miedo no hubo alguno que osase salir fuera de los muros. No quisieron los romanos acometer luego la ciudad, porque ve­nían cansados del camino; por esta causa, habiéndola cercado a doble cerco, pusieron también de fuera el escuadrón de la gente de a caballo, procurando con diligencia que no tuvie­sen los judíos lugar para huir ni escaparse.
Pero esto hizo a los judíos más atrevidos, y los esforzó más verse sin esperanzas de poder librarse; que en la guerra no hay cosa alguna que tanto esfuerce como es la necesidad y fuerza.
Luego, al siguiente día, acometieron el muro: al principio, estando los judíos en su lugar, resistían a los romanos, que tenían el campo delante de los muros; después cuando Ves­pasiano permitió, poniendo toda la gente de su campo que les pudiesen tirar, y haciendo él con la gente de pie la fuerza que podía, por aquella parte del montecillo por la cual era cosa más fácil combatir el muro, entonces Josefo con todo el otro pueblo, temiendo tomasen la ciudad, salieron contra los romanos; y echándose todos juntos contra ellos, hiciéron­los recoger lejos de los muros, haciendo muchas hazañas, no menos con sus fuerzas que con su audacia y atrevimiento.
Pero no padecían menos de los enemigos, que los enemigos de ellos: porque cuando los judíos se encendían por tener perdidas las esperanzas de poderse salvar y librar, tanto más los romanos se encendían de vergüenza; y éstos estaban ar­mados de saber y destreza en las cosas de la guerra; aquéllos teniendo por capitán la ira grande, armábales la ferocidad. Habiendo, finalmente, peleado todo el día, la noche los se­paró; halláronse muchos romanos heridos y trece de ellos muertos; fueron también heridos seiscientos judíos, y muer­tos diecisiete.
Al día siguiente, viniendo los romanos a dar en ellos, sa­liéronles al encuentro los judíos, y resistiéronles más fuertemente, tomando esperanza nueva por ver que el día antes les habían resistido sin que tal confiasen; pero también expe­rimentaron más fuertes esta vez a los romanos; porque la ver­güenza que tenían, les había movido y encendido la ira y la saña, pensando que si no vencían presto habían de ser venci­dos. No cesaron, pues, los romanos de combatirlos cinco días seguidos. Los de Jotapata también hacían sus corridas, y prin­cipalmente hacían fuerza en combatir los muros. Los judíos no temían las fuerzas de los enemigos, ni los romanos se fati­gaban con la dificultad que tenían en tomar la ciudad.
  Jotapata casi toda era fundada sobre rocas y peñas muy grandes: tiene por todas las partes valles muy grandes, y más altos de lo que es posible alcanzar con la vista; pero por una sola parte, que es hacia el Septentrión, tiene entrada adonde está edificada en una ladera de un monte que viene allí a acabarse; y esta parte la había cerrado Josefo con el muro que había hecho a la ciudad, por que no tuviesen los enemigos entrada por las alturas de aquella parte. Y cubierta con los otros montes que están alrededor, no puede ser vista ni des­cubierta antes de llegar a ella; ésta, pues, era la fuerza de Jotapata.
Pensando Vespasiano que había también de pelear con las dificultades de aquella tierra, y con la audacia y atrevimiento de los judíos, determinó cercarla muy de hecho; y llamando los regidores de su ejército, tomó consejo sobre ello. Y como hubiese mandado hacer un monte en la parte por donde se podía fácilmente entrar, envió todo su ejército que trajese recado para ello; y cortando los montes que estaban cerca de la ciudad, juntando gran copia de leños y piedras, puso am­paros para evitar las saetas y dardos que les echasen por todos los fosos: cubiertos con ellos hacían poco a poco su monte, sin que les dañasen en algo, o en muy poco, los dardos y saetas que les tiraban de los muros. Los otros les traían tierra de los montes que deshacían sin impedírselo alguno; y de esta manera divididos todos en tres partes, ninguno estaba ocioso.
Los judíos trabajaban en echarles piedras muy grandes encima de aquellas mantas o amparos que habían puesto, y echábanles también dardos y muchas saetas, los cuales aunque no pasasen a los que estaban por dentro, hacían todavía gran ruido, y eran gran impedimento a los que estaban debajo trabajando.
Entonces Vespasiano hizo poner alrededor las máquinas e ingenios que tenía para combatirlos, los cuales llegaban a número de ciento sesenta, y mandó tirar contra los que esta­ban encima del muro: corrían muchas lanzas y tiraban muy grandes piedras con aquellos ingenios y máquinas; procura­ban tirar todo género de armas dañosas, mucho fuego, mu­chas saetas y dardos, con lo cual hicieron que no sólo no lle­gasen al muro los judíos, pero que se retrajesen hasta donde las saetas y los otros ingenios no llegaban. El escuadrón de los árabes, los que tiraban saetas y con hondas, y todas las má­quinas que tenían puestas, hacían cada una su oficio.
No dejaban, con todo, los judíos de defenderse y desviar la fuerza de los romanos; pues salían como por unas minas, como suelen los ladrones, y destruían las mantas de los que obraban; y destruidas, heríamos muy gravemente. Por lo cual, habiéndose los romanos recogido, deshacían lo que sus enemi­gos habían hecho, y echaban fuego a todas cuantas fuerzas los romanos habían trabajado por hacer, hasta tanto que, en­tendiendo Vespasiano proceder aquel daño por causa de haber mal repartido las obras, y haber dejado entre unos y otros para que los judíos saliesen, juntó las mantas; y de esta manera, teniendo sus fuerzas juntas, fueron desbaratadas las salidas y corridas de los enemigos.
Levantado ya el monte tanto casi como los torreones y fuertes, tuvo Josefo por cosa indigna no hacer algo contra esto en defensa y amparo de la ciudad, por lo cual mandó llamar oficiales y que alzasen el muro. Y respondiendo éstos que no podían edificar por causa de tantas saetas y dardos como les tiraban, pensó hacerles este amparo: puso en tierra unos palos altos, y mandó extender por ellos cueros de buey frescos, que pudiesen recibir los golpes de las piedras que aquellas máquinas echaban y diesen en vacío las otras armas, y el fuego pudiese matarse con el agua. Puestas, pues, estas cosas en orden delante de los que alzaban el muro, trabajando los días y las noches, alzaron el muro veinte codos más, y edificaron muchas torres en él muy fuertes.
Cuando los romanos, que pensaban tener ya ganada la ciudad, vieron esto, recibieron por ello muy gran pesar, es­pantados mucho por ver la diligencia que Josefo había hecho en fortalecerse, y por ver a los que dentro estaban tan obs­tinados.
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Capítulo VIII
Del cerco de los de Jotapata por Vespasiano, y de la diligencia de Josefo, y de lo que los judíos hacían contra los romanos.
 
Movíase con mayor enojo Vespasiano, por ver el astuto consejo y el atrevimiento grande de sus enemigos, porque recibida ya alguna esperanza de haberse fortalecido, osaban salir contra los romanos a correrles el campo; salían cada día compañías a pelear; hacíanse mil engaños, mil latrocinios y rapiñas de todo lo que se ofrecía; y quemaban lo que no podían haber, hasta tanto que Vespasiano, haciendo que los soldados no peleasen, se quiso poner a cercar la ciudad por tomarla por hambre: porque pensaba que, forzados por po­breza y hambre, se habían de rendir, o si querían ser pertina­ces y porfiados, que habían todos de perecer de hambre; y que sería mucho más fácil tomarlos y combatirlos, si los dejaba reposar un poco, haciendo que ellos mismos enflaque­ciesen y se disminuyese la fuerza de ellos con el hambre. Mandó poner guarda en todas las partes por donde salían y podían salir.
Estaban de dentro muy bien proveídos, así de trigo como de toda otra cosa, excepto de sal: la falta de agua los fatigaba mucho, porque no tenían de dentro la ciudad alguna fuente, contentos los que dentro vivían del agua del cielo; en el verano suele llover en aquellas partes muy poco; daba esto alos cercados mucha mayor pena que todo lo otro, ver que les era ya quitado lo que ellos habían pensado para defenderse y matar la sed: parecíales que les faltaba ya toda el agua, y por ello estaban todos con tristeza.
Viendo Josefo que la ciudad abundaba de todas las otras cosas, y viendo los hombres animosos y esforzados por alargar el cerco de los romanos más de lo que éstos pensaban, deter­minó darles el agua para beber con medida. Cuando los judíos vieron que les era dada de esta manera el agua, parecíales esto cosa más grave que no era la falta misma de ella, y mo­víales mayor deseo y sed, por ver que no tenían libertad de beber cuando querían, y no trabajaban ya en algo más que si estuvieran muertos con la sed grande que padecían.
Estando, pues, de esta manera, no podían dejar de saberlo los romanos, porque por el collado que estaba en aquella parte los veían venir con medida, y aun mataban a muchos.
No mucho después, consumida ya y acabada toda el agua de los pozos, Vespasiano pensaba que por la necesidad había de rendirse y entregarse la ciudad; pero por quitarle estas esperanzas y pensamientos, mandó Josefo que colgasen por los muros mucha ropa mojada, tanto, que e1 agua corriese de ella. Los romanos, cuando vieron esto, tuvieron gran tristeza y temor, por entender que en cosa que no aprovechaba gas­taban tanta agua, pensando ellos que para mantenerse tenían muy gran necesidad y falta de ella.
      Determinó al fin el mismo Vespasiano, desesperando de poder tomar por hambre ni por sed la ciudad, llevarlo por fuerza y batirles: los judíos también deseaban esto mucho, porque creían que ni ellos ni la ciudad se podía salvar, y antes deseaban morir peleando y en la guerra, que morir de hambre o de sed. Inventó Josefo otra cosa para proveer su ciudad por un valle muy apartado del camino, y por tanto menos visto por los enemigos. Enviando, pues, cartas a los judíos que quería, los ; males moraban fuera de la ciudad hacia el Occi­dente, recibía de ellos todo lo que le era necesario y faltaba a todos a un lugar y tomar el agua cada uno allí llegaban los tiros de las ballestas y en la ciudad; mandábalos venir por las noches, cubiertas sus espaldas con unos pellejos, por que si algunos los veían y des­cubrían, pensasen que eran canes o perros; y esto se hizo de esta manera, hasta tanto que las guardas que estaban de noche por centinelas, lo pudieron descubrir y cerraron el valle.
Viendo entonces Josefo que no podía ya defender mucho tiempo la ciudad, y desesperado de alcanzar salud si quería porfiar en defenderse, trataba con la gente principal de huir todos; pero llegó esto a oídos del pueblo, y todos acudieron a él suplicándole no los desamparase, pues en él sólo confiaban, porque no veían otra salud ni amparo para la ciudad, sino su presencia, como que todos habían de pelear con ánimo pronto y valeroso por su causa, viéndolo presente; que si eran presos, les consolaría verle con ellos, y que le convenía no huir de los enemigos, ni desamparar a sus amigos, ni saltar como de una nao que estaba en medio de la tempestad, habiendo venido a ella con próspero tiempo; porque de esta manera echaría más al fondo y en destrucción la ciudad, sin que osase ya alguno de ellos repugnar ni hacer fuerza contra los enemigos, si él, en quien todos confiaban, partía.
Josefo, encubriendo que quería él librarse, decíales que por provecho de ellos quería salir, porque no había de hacer algo con quedar dentro de la ciudad, ni aprovecharles mu­cho aunque se defendiesen; y que había de morir si era preso con ellos; mas si podía librarse y salir del cerco, podíales traer grande ayuda y socorro, porque juntaría los vecinos de Gali­lea y traeríalos contra los romanos, con lo cual los haría reco­ger y alzar el cerco que tenían puesto; y quedando, no veía qué provecho les causaba, si no era incitar más y mover a los romanos a que estuviesen firme en el cerco, viendo que tenían en mucho prenderle a él, y si entendían que había huido, aflojaría ciertamente y perdería gran parte del ánimo que contra ellos tenían.
No pudo con estas palabras Josefo vencer el pueblo; antes los movió a que más lo guardasen; venían los mozos, los viejos, los niños y mujeres, y echábanse llorando a los pies de Josefo, y teníanlo abrazándose con él, suplicándole con muchas lágrimas y gemidos que quedase y quisiese ser compa­ñero y parte de la dicha o desdicha de todos: no porque, según pienso, tuviesen envidia de su salud y vida, sino por la esperanza que en él todos tenían, confiando que no les había de acontecer algún mal quedando Josefo con ellos.
Viendo él que si de grado consentía con ellos era rogado, y si quería salirse, había de ser detenido y guardado por fuerza, aunque mucho había mudado su parecer, movido a misericordia por ver tantas lágrimas como derramaban por él, determinó quedar, armado con la desesperación que toda la ciudad tenía, y diciendo que era aquel el tiempo para comen­zar a pelear cuando no había esperanza alguna de salud: viendo que era linda cosa perder la vida por alcanzar loor y honra para sus descendientes, muriendo al hacer alguna hazaña fuerte y valerosa, determinó ponerse en ello.
Saliendo, pues, con la más gente de guerra que pudo, echando las guardas, corría hasta el campo de los romanos, y una vez les quitaba las pieles que tenían puestas en sus guar­niciones y defensas, debajo de las cuales los romanos estaban; otra vez ponía fuego en cuanto ellos trabajaban, y el día siguiente y aun el tercero no cesaba de pelear siempre, sin mostrar alguna manera de cansancio.
Pero viendo Vespasiano maltratados a los romanos con estas corridas que sus enemigos hacían, porque tenían ver­güenza de huir y no podían perseguirlos, aunque huyesen, por el peso de las armas, y los judíos cuando hacían algo luego se recogían a la ciudad antes de padecer daño, mandó a su gente que se recogiese y no se trabase a pelear con hombres que tanto deseaban la muerte, porque no hay cosa más fuerte que los hombres desesperados; y la fuerza que traían se dis­minuiría si no tenía en quien pelear, no menos que la llama del fuego no hallando materia. Además de esto, también por­que convenía que los romanos hubiesen la victoria más sal­vamente, porque peleaban, no por necesidad como aquéllos, pero por engrandecer su señorío.
Por la parte que estaban los flecheros de Arabia y la gente de Siria, y con las piedras que con sus máquinas echaban muchas veces, hacía gran daño a los judíos, y los hacía recoger, porque usaban de todos sus ingenios de armas y de todas las máquinas que tenían. Los judíos, viendo el daño que con esto recibían, recogíanse, pero de lejos hacían daño a los romanos, tanto cuanto podían alcanzarlos, sin tener cuenta con sus vidas ni con sus almas: peleaban de cada parte valerosamente, y socorrían a los que tenían necesidad y estaban en aprieto.
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Capítulo IX

Cómo Vespasiano combatió a Jotapata: de los ingenios y otros instrumentos de guerra que para ello tenía.
 
Pareciendo, pues, a Vespasiano, por lo que pasaba del tiem­po y muchas salidas de los enemigos, que él mismo era el cercado; llegando ya sus bastiones a la altura de los muro . determinó servirse entonces de aquel ingenio que llamaban el ariete. Este ariete era un madero grueso como un mástil de nao; el un cabo está guarnecido con un hierro muy grande y muy fuerte, hecho a manera de un carnero, de donde le vino el nombre. Cuelga de unas cuerdas fuertes, con las cuales está atado por media con dos grandes vigas, de las cuales cuelga come una balanza de peso, y muchos hombres juntos por la parte de atrás, lo echan con fuerza hacia delante; y con la ca­beza de carnero, que es de hierro, da can gran fuerza en los muros, y no hay fuerza tan fuerte, ni muro, ni torre que no sea finalmente con él derribada, aunque a los primeros golpes resista. Quiso el capitán rom4nu venir a esto, por el deseo yprisa grande que ponía en tomar la ciudad, pareciéndole que le era dañoso estar en el cerco tanto tiempo, no reposándose los judíos en algo.
Tiraban, pues, los romanos sus ballestas, y todas las otras cosas que para pelear tenían, por herir más fácilmente a los que quisiesen resistirles desde el muro: los ballesteros y los que tiraban piedras no estaban lejos de allí, por lo cual, no pudiendo ni osando alguno subir al muro, allegaban ellos el ariete; cercáronlo de pieles, tanto por que no lo destruyesen, cuanto por defenderse los que lo movían. Al primer ímpetu rompieron el muro, y levantóse de dentro tan gran ruido y grita, como si ya fuesen presos.
Viendo Josefo que daban continuamente en un mismo lugar, y que no podían dejar de derribar todo el muro, pensó algo con que impidiese y estorbase la fuerza de aquel ingenio que tanto daño hacía: mandó llenar unas sacas grandes de paja, y ponerlas delante de la parte adonde daba el ímpetu y fuerza del ariete, para que, o no acertasen los golpes, o cuando acertasen, no hiciesen mal ni daño alguno con la flojedad de la paja. Esta cosa detuvo mucho a los romanos, porque donde aquellos que estaban y poníamos delante en la parte adonde él había de dar; y de esta manera no podían hacer alguna señalen el muro con su ingenio, ni con sus golpes; hasta tanto que los romanos inventaron también otra cosa contra esto; porque aparejaron unos palos largos, y ataron en ellos unas hoces para cortar las cuerdas en las cuales estaban atadas aquellas sacas. Como, pues, hecho esto, los golpes que el ariete daba aprovechasen, y el muro que estaba nuevamente edificado fuese derribado, Josefo y sus compa­ñeros acudieron al fuego, que era el remedio postrero que tenían, y quemaron todo lo que pudieron, poniendo fuego por tren partes en lo que se podía quemar, y quemaron con él las máquinas y reparos de los romanos; deshiciéronles los montes que tenían hechos: no podían impedir esto los roma­nos sin gran daño suyo, espantándose mucho y aun amedren­tándose al ver el grande atrevimiento de los judíos; las llamas  quiera que asentasen su máquina o ariete, encima del muro, mudaban allá los sacos y fuego, por otra parte, les estorbaba y era gran impedimento, el cual, como llegó a las cuerdas, que estaban secas, y a toda la otra materia, que era betún, pez y piedra azufre, todo lo quemaba y hacía volar por el aire. De esta manera lo que los romanos habían trabajado con tanto trabajo e industria, fué todo en espacio de una hora destruido.
Un varón judío hubo aquí, digno de loor y memoria; hijo fué de Sameo, y llamábase Eleazar, el cual era natural de Saab, lugar de Galilea: éste, pues, levantó una piedra muy grande muy en alto, y dejóla caer con tanta fuerza encima de la cabeza del ariete, que rompió la cabeza de aquella máquina; y saltando en medio de sus enemigos, la sacó de entre ellos, y sin miedo alguno se la trajo consigo al muro. Saliendo después para dar señal que peleasen a sus enemigos, desnudo en carnes, fué pasado con cinco saetas, y sin tener miramiento a los golpes ni a las heridas que tenía, subióse encima de los muros, en parte que pudiese ser visto por todos, y estúvose allí un rato con grande atrevimiento; y forzado con el gran dolor de sus llagas, cayó con el ariete.
Además de éste fueron también muy valerosos dos her­manos, Netira y Filipo, galileos ambos, de un lugar llamado Roma, los cuales, saltando en medio de los soldados de la décima legión, entraron por ellos con tan gran ímpetu y con tanta fuerza, que rompieron el escuadrón de los romanos e hicieron huir a todos aquellos contra los cuales habían ido.
Demás de esto Josefo y todos los otros pusieron fuego a todas las máquinas e ingenios, y a todas las obras de la quinta legión, y de la décima, que había huido. Los otros que des­pués de éstos siguieron, echaron a perder y destruyeron sus ingenios y fortalezas que tenían los romanos hechas. Llegan­do la noche, los romanos volvieron a poner su ariete en aquella parte del muro que había sido poco antes roto; y aquí uno de los que defendían el muro hirió con una saeta a Vespasiano en el pie; pero fué pequeña la herida, porque la fuerza que traía le faltó con venir de tan lejos. Perturbó mucho a los romanos esto, porque los que cerca estaban, espantados al ver la sangre, divulgáronlo, hicieron correr la fama por todo el tenían, como si fuera la luz a los enemigos, ejército, y muchos dejaban el lugar que tenían en el cerco, y corrían a ver al capitán Vespasiano: fué Tito el primero que a él vino, temiendo por la vida de su padre. De aquí sucedió que el amor que tenían a su capitán y el temor del hijo, des­barató el ejército y lo confundió todo; pero el padre libró fácilmente al hijo del temor grande que tenía, y puso en orden su ejército; pues venciendo el dolor que la llaga o herida le daba, y deseando que todos los que por su causa habían temido, lo viesen, movió más cruel guerra contra los judíos; porque cada uno parecía querer ser el vengador de la injuria que había sido hecha a su capitán, e incitando con gritos y amonestaciones unos a otros, venían todos contra el muro.
Josefo y su gente, aunque muchos de ellos eran derribados con las muchas saetas que tiraban, y con las otras armas, no por esto se espantaban ni se movían del muro; antes les re­sistían con. fuego, armas y con muchas piedras, y principal­mente a los que movían el ariete, aunque estaban cubiertos con aquellos cueros que arriba dijimos. Pero ya no aprove­chaban algo, o muy poco, porque morían sin cuenta puestos delante de sus enemigos, a los cuales ellos, por el contrario, no podían ver, porque estaba tan claro con el fuego que al mediodía, y daban señal cierta con adonde habían de acertar sus tiros; y no pudiendo ver de lejos las máquinas que contra sí tenían puestas, no podían guardarse de las armas de los romanos. Así eran heridos con las saetas y dardos que tiraban, y mu­chos derribados. Las piedras grandes que echaban con sus máquinas, aseguraban a los romanos, porque no había judío que osase pararse delante: derribaban también las torres, y no había hombres tan bien armados ni tan fortalecidos, que no fuesen derribados todos.
Podrá cualquiera entender la fuerza de esta máquina lla­mada ,ariete por nombre, por lo que aquella noche se hizo. Uno de los que estaban junto a Josefo perdió la vida de una pedrada en la cabeza, quitándosela de los hombros y echán­dola a tres estadios lejos de allí, como si la hubieran echado con una honda; otra dió en el vientre de una mujer preñada, y echó el infante que tenía dentro medio estadio lejos; tanta fué la fuerza de esta máquina; pues aun era mayor la fuerza de la gente romana, la muchedumbre de saetas y tiros que tiraban, que no la de las máquinas. Derribando, pues, tantos por los muros, hacían gran ruido y levantaban muy grandes gritos las mujeres que dentro estaban; y por de fuera se oían también llantos y gemidos de los que morían, y estaba todo el cerco del muro adonde peleaban lleno de sangre, y podían ya subir al muro por encima de los cuerpos que había muer­tos. A las voces resonaban los montes de tal manera, que aumentaban el temor de todos, sin que faltase algo en toda aquella noche, que dejara de dar espanto muy grande a los ojos y oídos de los hombres.
Muchos, peleando valerosamente, murieron por defender su ciudad: muchos fueron heridos; y con todo esto apenas pudieron hacer señal con los golpes de sus máquinas en el muro hasta la mañana. Entonces ellos, con los cuerpos muer­tos y sus armas guarnecieron aquella parte del muro que había sido derribada, antes que los romanos pusiesen sus puentes para entrar por allí en la ciudad.
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Capítulo X
De otro combate que los romanos dieron a los de Jotapata.
 
Venida la mañana, llegábase ya Vespasiano a tomar la ciudad con todo su ejército, después de haber descansado algún tanto del trabajo que habían pasado aquella noche. Y deseando echar a los que defendían el muro por la parte que de él había derribado, ordenó la gente más fuerte de a caballo de tres en tres, dejados atrás los caballos, haciendo que cercasen aquella parte que habían derribado, por todas partes, para que, comenzando a poner los puentes, entrasen ellos primero; y luego ordenó tras ellos la gente de a pie más esforzada y fuerte: extendió toda la otra caballería que tenía por el cerco del muro, en aquellos lugares montañosos, para que no pudiese alguno huir de la matanza pública. Puso después, para que los siguiesen, los flecheros, mandando a todos que estuviesen con las saetas aparejadas, y los que tira­ban con honda también, y puso a éstos cerca de las máquinas e ingenios que para combatir tenía. Mandó llegar muchas es­calas a los muros, para que acudiendo los judíos a defender éstos, desamparasen la parte que estaba derribada, y los demás fuesen forzados a recogerse con la fuerza de la' gente que entrase.
Entendiendo este consejo Josefo, puso por la parte del muro que estaba entera, los más viejos y más cansados del trabajo, como casi seguros de no ser dañados; pero en la parte que estaba derribada, puso la gente más esforzada y poderosa, y eligió de todos principalmente a seis varones, entre los cuales se puso él mismo en la parte más peligrosa, y man­dóles que se tapasen las orejas, porque no fuesen amedrenta­dos con la vocería y gritos de los escuadrones, se armasen con fuertes escudos contra los tiros de las saetas, y se fuesen recogiendo atrás hasta tanto que a los enemigos les faltasen las saetas; y que si los romanos querían ponerles puentes, les saliesen al encuentro para impedirlo, persuadiéndoles a resistir a los enemigos con sus mismos instrumentos de ellos, diciendo a todos que habían de pelear, no como por conservar la pa­tria, pero como por cobrarla y sacarla de manos de los ene­migos: díjoles también que debían ponerse delante de los ojos, ver matar los viejos, padres, hijos y mujeres, y ser todos presos por los enemigos; y habían de mostrar sus fuerzas contra la fuerza de los enemigos, y contra las muertes hechas en los suyos; y de esta manera proveyó a entrambas partes.
El vulgo y gente del pueblo de la ciudad, los que no eran para las armas, las mujeres y muchachos, cuando vieron la ciudad cercada con tres escuadrones, sin ver alguno de los que estaban de guardia mudado de su lugar, y vieron los enemigos con los espadas desenvainadas, que hacían gran fuerza en aquella parte del muro que estaba derribada, cuando vieron también todos los montes que estaban cerca relucir con la gente armada, y a un árabe con diligencia proveer de saetas a todos los ballesteros, dieron todos muy grandes gritos, no menores que si fuera tomada la ciudad, de tal ma­nera, que parecía estar ya todo el mal con ellos no cerca, pero dentro. Cuando Josefo sintió esto, encerró todas las mujeres dentro de las casas amenazándolas mucho, y mandán­dolas callar: porque siendo oídas por los suyos, no se movie­sen a misericordia, y faltasen a lo que la razón les obligaba con los grandes clamores y gritos que todos daban, y él se pasó a la parte del muro que por suerte le cupo: no quiso ocuparse en resistir y rechazar a los que trabajaban en poner las escalas a los muros; tenía sólo cuenta de la muchedumbre de saetas que les tiraban.
Entonces comenzaron a tañer todas las trompetas de todas las legiones y escuadrones del campo: comienzan también a dar gran grita todos, y haciendo señal para dar el asalto a la villa, comenzaron a disparar las ballestas de tal manera por ambas partes, que obscurecían la luz; tantas echaban.
Acordábanse los compañeros de Josefo de lo que él les había aconsejado: y con los oídos tapados por no oír los cla­mores grandes que todos daban, y armados muy bien contra los golpes y heridas de las saetas, al llegar las máquinas que los romanos acercaban para hacer sus puentes, saltáronles ellos delante, y antes que los enemigos pusiesen los pies en ellas, ocupáronlas los judíos, y trabajando los romanos por subir, eran fácilmente echados con sus armas: mostraron estos judíos gran fuerza, así en sus brazos como fortaleza en sus ánimos, con muchas hazañas que hicieron, y trabaja­ban en no parecer menos valerosos en tan gran necesidad y aprieto como ellos estaban, que eran fuertes y esforzados sus enemigos, no estando en algún peligro, y no podían ser antes apartados de los romanos, que, o muriesen o los matasen a todos.
Peleaban, pues, continuamente los judíos, sin tener otra gente que pudiesen poner en su lugar, como hacían los roma­nos, que siempre quitaban la gente cansada y ponían luego otra; y a los que la fuerza de los judíos derribaba, luego les sucedían otros en su lugar, los cuales, esforzándose unos a otros, juntábanse todos, y cubiertos por encima con unos escudos algo largos, hízose como un montón de ellos; y ha­ciéndose todo el escuadrón un cuerpo, venían contra los judíos, y ya casi ponían los pies en el muro. Entonces, viéndose tan apretado Josefo, puso consejo y trabajó en remediar aquella necesidad tan grande: dióse prisa en inventar algunas má­quinas, desesperando ya de la vida: mandó tomar mucho aceite hirviendo, y echarlo por encima de todos los soldados, aunque estaban defendidos contra el aceite con los duros escudos con que tenían sus cuerpos muy bien armados. Mu­chos de los judíos, que tenían gran abundancia de aceite y muy aparejado, hicieron presto lo que Josefo mandaba, y echaron encima de los romanos las calderas del aceite hir­viendo. Esto arredró y dispersó todo el escuadrón de los roma­nos, y con muy cruel dolor los echó del muro. Porque pasaba el aceite desde la cabeza por todo el cuerpo, y quemábales las carnes no menos que si fueran llamas de fuego: porque de su natural se calentaba fácilmente y se enfriaba tarde, según la gordura que de sí tiene. No podían huir el fuego, porque tenían las armas y cascos muy apretados, y saltando unas veces y otras encorvándose con el dolor que sentían, caían del puente. No podían, además de lo dicho, recogerse segura­mente a los suyos que peleaban, porque los judíos, persi­guiendo, los maltrataban.
Pero no faltó virtud ni esfuerzo a los romanos en sus adversidades, ni tampoco faltó prudencia a los judíos: por­que aunque parecían y mostraban sufrir muy gran dolor los romanos con el aceite que les echaban encima, todavía mo­víanse con furor contra los que lo echaban, corrían contra los que les iban delante, como que aquellos detuviesen sus fuerzas.
Los judíos los engañaron con otro engaño que de nuevo hicieron, porque cubrieron los tablados de los puentes de heno griego muy cocido, y queriendo subir los enemigos, deslizaban resbalando, de manera que no había alguno, ni de los que venían de nuevo, ni de los que querían huir, que no cayese: unos morían pisados debajo de los pies encima de las mismas tablas de los puentes, y muchos eran derribados y echados encima de los montes que los romanos habían hecho; y los que allí caían eran heridos por los judíos, los cuales, viéndose ya libres de la batalla por huir los romanos y caer de los puentes, fácilmente les podían tirar y herirlos con sus armas.
Viendo el capitán Vespasiano que su gente padecía mu­cho mal en este asalto, mandóles recogerse a la tarde, de los cuales fueron no pocos los muertos, pero muchos más los heridos y maltratados.
De los vecinos de Jotapata fueron seis muertos y más de trescientos los heridos. Esta fué, pues, la pelea que tuvieron el 20 de junio.
Consoló a todo el ejército Vespasiano, excusando lo que había acontecido; y viendo la ira grande y furor que todos tenían, conociendo también que buscaban más pelear que no reposarse, levantó sus montes más de lo que ya estaban, y mandó alzar también tres torres, cada una de cincuenta pies, cubiertas de hierro por todas partes, por que estuviesen firmes, y fuesen de esta manera defendidas del fuego, y púsolas enci­ma de los montes que había levantado, llenas de flecheros y ballesteros, y de todas las otras armas que ellos solían tirar. Como, pues, no pudiesen ser vistos los que dentro de ellas estaban, por ser tan altas y tan bien cubiertas estas torres, herían fácilmente y muy a su salvo a los que veían a estar encima de los muros con sus saetas.
No pudiendo los judíos guardarse, ni aun ver fácilmente por dónde les venían tantas saetas; y no pudiendo vengarse de los que no podían ver, ni descubrir la altura de ellas, les hacía dar en vano todo cuanto ellos les tiraban y la guar­nición que tenían de hierro las defendía y resistía del fuego que les ponían, por lo cual hubieron de desamparar la defensa del muro; y vinieron a pelear contra los que trabajaban por entrar dentro de la ciudad.
De esta manera trabajaban por resistir los de Jotapata, aunque muchos morían cada día sin que hiciesen algún daño a sus  enemigos; porque no podían combatir sin peligro muy grande.
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Capítulo XI

Cómo Trajano y Tito ganaron combatiendo a Jafa, y la matanza que allí hicieron.

  En estos mismos días fué llamado Vespasiano a combatir una ciudad muy cerca de Jotapata, la cual se llamaba Jafa por nombre, porque trabajaba en innovar las cosas, y prin­cipalmente por haber oído que los de Jotapata resistían, sin que de ellos tal confiase, se ensoberbecían y levantaban. Envió allá a Trajano, capitán de la legión décima, dándolo dos mil hombres de a pie y mil de a caballo. Hallando éste muy fuerte la ciudad, y viendo que era muy difícil tomarla, porque además de ser naturalmente fuerte, estaba cerrada con doble muro, y que los que en ella habitaban habían salido muy en orden contra él, dióles batalla; y resistiéndole al principio un poco, a la postre volvieron las espaldas y huyeron. Persiguién­dolos los romanos, entraron tras ellos en el cerco del primer muro; pero viéndolos venir más adelante, los ciudadanos les cerraron las puertas del otro, temiendo que con ellos entrasen también los enemigos. Y por cierto Dios daba tantas muertes de los galileos a los romanos de su grado, el cual dió a los enemigos todo aquel pueblo echado fuera de los muros de su propia ciudad, para que todos pereciesen: porque muchos, echándose juntos a las puertas y dando voces a los que las guardaban que les abriesen, mientras estaban rogando que les abriesen, los romanos los mataban, teniéndoles ellos cerrado el un muro, y el otro los mismos ciudadanos que dentro esta­ban, por lo cual tomados entre el un muro y el otro por las mismas armas de sus amigos, unos a otros se mataban; pero muchos más caían por las armas de los romanos, sin que tu­viesen esperanza de vengar tantas muertes en algún tiempo;
porque además del miedo y temor de los enemigos, les había hecho perder el ánimo a todos ver la traición que los mismos naturales les hacían. Finalmente, morían maldiciendo, no a los romanos, sino a los judíos, hasta que todos murieron, y fué el número de los muertos hasta doce mil judíos: por lo cual, pensando Trajano que la ciudad estaba vacía de gente de guerra, y que aunque hubiese dentro algunos no habían de osar hacer algo contra él, con el gran temor que le tenían, quiso guardar la conquista de la ciudad para el mismo capitán y emperador Vespasiano.
Así le envió embajadores que le rogasen quisiese enviarle a su hijo Tito, para que diese fin a la victoria que él había alcanzado. Pensó Vespasiano que había aún algún trabajo, y por esto envióle su hijo con gente, que fueron mil hombres de a pie y quinientos caballos.
Llegando, pues, a buen tiempo a la ciudad, ordenó su ejército de esta manera. Puso a la mano izquierda a Trajano, yél púsose a la mano derecha en el cerco. Allegando, pues, los soldados las escalas a los muros, habiéndoles resistido algún tanto por arriba los galileos, luego desampararon el muro; y saltando Tito y toda su gente con diligencia dentro, toma­ron fácilmente la ciudad, y aquí se trabó con los que dentro estaban juntados una fiera batalla, echándose unas veces por las estrechuras de las calles los más esforzados y valerosos sol­dados, otras veces echando las mujeres por los tejados las armas que hallar podían. De esta manera alargaron la pelea hasta las seis horas de la tarde; pero derribada ya toda la gente de guerra que había, todo el otro pueblo que estaba por las calles y dentro de las casas, mancebos y viejos, todos los pasaban por las espadas y eran muertos.
De los hombres no quedó alguno con vida, excepto los niños y las mujeres que fueron cautivadas: el número de los que en esto murieron, así dentro de la ciudad como entre los muros, al primer combate llegó a quince mil hombres, y fueron los cautivos dos mil ciento treinta.
Toda esta matanza fué hecha en Galilea, a los veinticinco días del mes de junio.
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Capítulo XII

Cómo Cercalo venció a los de Samaria.
 
Pero tampoco quedaron los samaritas sin ser destruídos, porque juntados éstos en el monte llamado Garizis, el cual tienen ellos por muy santo, estaban esperando lo que había de ser: este ayuntamiento bien pretendía y aun amenazaba guerra a los romanos, sin quererse corregir, por los males y daños que sus vecinos habían recibido; antes sin considerar las pocas fuerzas que tenían, espantados porque todo les sucedía tan prósperamente a los romanos, todavía estaban con voluntad pronta para pelear con ellos.
Holgábase Vespasiano con excusar estas revueltas y ga­narlos antes que experimentasen los judíos sus fuerzas; por­que aunque toda la región de Samaria era muy fuerte y abas­tecida de todo, temíase más de la muchedumbre que se había juntado, y temía también algún levantamiento.
Por esta causa envió a Cercalo, tribuno y gobernador de la legión quinta, con seiscientos caballos y tres mil infantes. Cuando éste llegó, no tuvo por cosa cuerda ni‑ segura lle­garse al monte y pelear con los enemigos, viendo que era tan grande el número de ellos. Pero los soldados pusieron su campo a las raíces del monte, e impedíanles descendiesen.
Aconteció que no teniendo los samaritas agua, los aque­jaba gran sed, porque era en medio del verano, y el pueblo no se había provisto de las cosas necesarias; y fué tan grande, que hubo algunos que de ella murieron: había muchos que querían más ser puestos en servidumbre y cautivados, que no morir: éstos se pasaban húyendo a los romanos, por los cuales supo Cercalo cómo los que arriba quedaban tenían ánimo de resistirle, sin estar aún con tantos males vencidos y quebrantados: subió al monte, y puesto su campo alrededor de sus enemigos, al principio quísose concertar con ellos y tomarlos con paz: rogábales que preciasen y tuviesen en más la vida y salud propia que no sus muertes: asegurábales tam­bién la vida y bienes si dejaban las armas; pero viendo que no podía persuadirles aquello, dió en ellos y matólos a todos.
Fueron los muertos once mil seiscientos; la matanza fué hecha a veintisiete días del mes de junio: con estas muertes y destrucciones fueron los samaritas vencidos.
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Capítulo XIII

De la destrucción de Jotapata.
 
Permaneciendo los de Jotapata y sufriendo las adversi­dades contra toda esperanza, pasados cuarenta y siete días, los montes que los romanos hacían fueron más altos que los muros de la ciudad.
Este mismo día vino uno huyendo a Vespasiano, el cual le contó la poca gente y menos fuerza que dentro había, y cómo fatigados y consumidos ya con las vigilias y batallas que habían tenido, no podían resistirles más; pero que podían todavía ser presos todos con cierto engaño, si querían eje­cutarlo; porque a la última vigilia de guarda, cuando a ellos les parecía tener algún reposo de sus males, los que están de guarda se vienen a dormir, y decía que ésta era la hora en que debía dar el asalto.
Vespasiano, que sabía cuán fieles son los judíos entre sí, y cuán en poco tenían todos sus tormentos, sospechaba del huido, porque poco antes, siendo preso uno de Jotapata, había sufrido con gran esfuerzo todo género de tormentos; y no queriendo decir a los enemigos lo que se hacía dentro, por más que el fuego y las llanas le forzasen, burlándose de la muerte, fué ahorcado. Pero las conjeturas que de ello tenían daban crédito a lo que el traidor decía, y hacían creer que por ventura decía verdad. No temiendo que le sucediese algo de sus engaños, mandó que le fuese aquel hombre muy bien guardado, y ordenaba su ejército para dar asalto a la ciudad. A la hora, pues, que le fué dicha, llegábase con silen­cio a los muros: iba primero, delante de todos, Tito con un tribuno llamado Domicio Sabino, con compañía de algunos pocos de la quincena legión, y matando a los que estaban de guarda, entraron en la ciudad; siguióles luego Sexto Cercalo, tribuno, y Plácido con toda su gente.
Ganada la torre, estando los enemigos en medio de la ciudad, siendo ya venido el día, los mismos que estaban pre­sos no sentían aún algo, ni sabían su destrucción; tan trabaja­dos y tan dormidos estaban; y si alguno se despertara, la nie­bla grande que acaso entonces hacía, le quitara la vista hasta tanto que todo el ejército estuvo dentro, despertándolos sola­mente el peligro y daño grande en el cual estaban, no viendo sus muertes hasta que estaban en ellas.
Acordándose los romanos de todo lo que habían sufrido en aquel cerco, no tenían cuidado ni de perdonar a alguno ni de usar de misericordia; antes, haciendo bajar y salir de la torre al pueblo por aquellos recuestos, los mataban a todos, en partes a donde la dificultad y asperidad del lugar negaban la ocasión de defenderse a cuantos eran, por muy esforzados que fuesen, porque apretados por las estrechuras de las calles, y cayendo por aquellos altos y bajos que había, eran despeda­zados y muertos todos.
Esto, pues, movió a que muchos de los principales que estaban cerca de Josefo se matasen, por librarse ellos mismos de toda sujeción, con sus propias manos: porque viendo que no podían matar alguno de los romanos, por no venir en las manos de éstos, prevenían ellos y adelantábanse en darse la muerte, y así, juntándose al cabo de la ciudad, ellos mis­mos se mataron.
Los que primero estaban de guarda y entendieron ser ya la ciudad tomada, recogiéndose huyendo en una torre que estaba hacia el Septentrión, resistiéronles algún tanto; pero rodeados después por los muchos enemigos, rendíanse y fue tarde, pues hubieron de padecer muerte por los enemigos, que a todos los mataron.
Pudieran honrarse los romanos de haber tomado aquella ciudad sin derramar sangre y haber puesto fin al cerco, si un centurión de ellos no fuera a traición muerto, el cual se lla­maba Antonio, porque uno de aquellos que se habían recogido a las cuevas (eran éstos muchos) rogaba a Antonio que le diese la mano para que pudiese subir seguramente, prometién­dole su fe de guardarlo y defenderlo. Como, pues, éste, sin más mirar ni proveerse, lo creyese y le diese la mano, el otro lo hirió con la lanza en la ingle, y lo derribó y mató.
Aquel día gastaron los romanos en matar todos los judíos que públicamente se hallaban; los días siguientes buscaban y escudriñaban los rincones, las cuevas y lugares escondidos, y usaron de su crueldad contra cuantos hallaban, sin tener respeto a la edad, excepto solamente los niños y mujeres. Fueron aquí cautivados mil doscientos, y llegaron a número de cuarenta mil los que murieron estando la ciudad cercada y en el asalto.
Mandó Vespasiano derribar la ciudad y quemar todos los castillos: de tal manera, pues, fué vencida la fuerte ciudad de Jotapata a los trece años del imperio de Nerón, a las calen­das de julio, que es el primer día del mes.
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Capítulo XIV

De qué manera se libró Josefo de la muerte.
 
Hacían diligencia los romanos en buscar a Josefo por estar muy enojados contra él, y por parecer digna cosa a Vespasiano, porque siendo éste preso, la mayor parte de la guerra era acabada; trabajaban en buscarle entre los muertos y entre los que se habían escondido, pero él en aquella des­trucción de la ciudad, sirvióse de lo que la fortuna le ayudó; huyóse del medio de sus enemigos y escondióse saltando en un hondo pozo, que está junto con una grande selva por un lado, a donde no lo pudiesen ver por más que trabajasen en buscarlo, y aquí halló cuarenta varones de los más señalados escondidos, con aparejo de las cosas necesarias para hartos días. Pero habiéndolo todo rodeado los enemigos, estábase de día muy escondido, y saliendo cuando la noche llegaba, estaba aguardando tiempo cómodo para huir. Y como por su causa todas las partes estuviesen muy bien guardadas y no hubiese ni aun esperanzas de engañarlos, descendióse otra vez a 1a cueva y estúvose allí escondido dos días enteros. A1 tercer día, prendiendo una mujer que con ellos había estado, lo descubrió.
Luego Vespasiano envió dos tribunos con diligencia: el uno fue Paulino, y el otro Galicano, los cuales prometiesen paz a Josefo, y le persuadiesen que viniese a Vespasiano, a los cuales no quiso él creer ni obedecer por mucho que se lo rogaron, y le prometieron dejarle sin hacerle daño alguno. Temíase el mucho más por lo que veía ser razón, que aquel más padeciese que más había errado y cometido, que no se confiaba en la clemencia y mansedumbre natural de los que le rogaban, y pensaba que iban tras él por castigarle y darle la muerte, hasta tanto que Vespasiano envió el tercer tri­buno, llamado Nicanor, amigo de Josefo, y que solía tener con él antes mucha familiaridad. Este, pues, le hizo saber cuán mansos eran los romanos contra los que habían vencido y sojuzgado, diciéndole cómo era Josefo más buscado por su admirable virtud y esfuerzo, que aborrecido, y tenía el Em­perador voluntad no de hacerlo matar, porque esto fácil­mente lo podía hacer sin que se rindiese, si quería; pero que quería guardar la vida a un varón esforzado y valeroso. Aña­día más: que si Vespasiano quería hacerle alguna traición, no había de enviarle para ello a un amigo, es a saber, una cosa buena, para poner por obra y ejecutar otra mala, dando a la buena amistad nombre de quebrantamiento de fe y traición; mas ni aun él mismo le había de obedecer por dar lugar que engañase un amigo suyo.
Habiendo dicho esto Nicanor, Josefo aun dudaba, por lo cual enojados los soldados querían poner fuego a la cueva, pero deteníalos el capitán, que preciaba mucho prender vivo a Josefo. Dándole tanta prisa Nicanor, en la hora que Josefo supo lo que los enemigos le amenazaban, acordáronsele los sueños que había de noche soñado, en los cuales le había Dios hecho saber las muertes que habían de padecer los judíos, y lo que había de acontecer a los príncipes romanos. Era también muy hábil en declarar un sueño, y sabía acertar lo que Dios dudosamente proponía, porque sabía muy bien los libros de los profetas, porque también era sacerdote, hijo de padres sacerdotes. Así, pues, aquella hora, como hombre alumbrado por Dios, tomando las imaginaciones espantables que se le habían representado, comienza a hacer oraciones a Dios secretamente diciendo: "Pues te pareció a ti, criador de todas las cosas, echar a tierra y deshacer el estado y cosas de los judíos, pasándose la fortuna del todo y por todo a los romanos, y has elegido a mí para que diga lo que ha de acontecer, yo me sujeto de voluntad propia a los romanos, y quiero vivir y póngote, Señor, por testigo, que quiero parecer delante de ellos, no como traidor, sino como ministro tuyo."
Dichas estas palabras, concedió a lo que Nicanor le pedía; pero los judíos, que habían huido junto con Josefo, cuando supieron cómo Josefo había consentido con los que le roga­ban, daban todos alrededor grandes gritos, y lloraban en gran manera las leyes de sus patrias. "¿A dónde están las promesas, dijeron todús, que Dios hace a los judíos, prometiendo dar eterna vida a los que despreciaren sus muertes? ¿Ahora, Jo­sefo, tienes deseo de vivir, y quieres gozar de la luz del mundo puesto en servidumbre y cautiverio? ¿Cómo te has olvidado tan presto de ti mismo? ¿A cuántos persuadiste la muerte por conservar la libertad? Falsa semejanza y apariencia de fortaleza tenías, por cierto, y prudencia era la tuya muy falsa, si confías o esperas alcanzar salud entre aquellos con quienes has peleado de tal manera; o por ventura, aunque esto sea verdad y sea muy cierto, ¿deseas que ellos te den la vida? Pero aunque la fortuna y prosperidad de los romanos te haga olvidar de ti mismo, aquí estamos nosotros que te daremos manos y cuchillo con que pierdas la vida por la honra y gloria de tu patria. Tú, si murieres de tu voluntad, morirás como capitán valeroso de los judíos, y si forzado, morirás como traidor."
Apenas hubieron hablado estas cosas, cuando desenvai­nando todos sus espadas, hicieron muestras de quererlo matar si obedecía a los romanos. Temiendo, pues, el ímpetu y furor de éstos Josefo, y pensando que sería traidor a lo que Dios le había mandado, si no lo denunciaba, viéndose tan cercano de la muerte, comenzó a traerles argumentos filosóficos para quitarles tal del pensamiento. "¿Por qué causa, dijo, oh com­pañeros, deseamos tanto cada uno su propia muerte? ¿O por qué ponemos discordia entre dos cosas tan aliadas, como son el cuerpo y el alma? ¿Dirá, por ventura, alguno de vosotros, que me haya yo mudado o que no sea aquel que antes ser solía? Mas los romanos saben esto. ¿Es linda cosa morir en la guerra? Sí, mas por ley de guerra, es a saber, morir peleando por manos de aquel que fuere vencedor; por tanto, si yo pido misericordia a los romanos y les ruego que me perdonen, con­fieso que soy digno de darme yo mismo con mi propia espada la muerte; mas si ellos tienen por cosa muy justa y digna per­donar a su enemigo, cuánto más justamente debemos nosotros perdonarnos los unos a los otros. Locura es por cierto, y muy grande, cometer nosotros mismos contra nosotros aquello por lo cual estamos con ellos discordes, es a saber, quitarnos nos­otros mismos la vida, la cual ellos querían quitarnos. Morir por la libertad, no niego yo que no sea cosa muy de hombre, pero peleando, y en las manos de aquellos que trabajan por quitárnosla; ahora todos vemos que la guerra y batalla ya pasó, y ellos no nos quieren matar. Por hombre temeroso y cobarde tengo yo al que no quiere morir cuando conviene, y tengo también por hombre sin cordura al que quiere morir cuando no le es necesario. Además de esto, ¿qué causa hay para temer de venir delante de los romanos? ¿Por ventura el temor de la muerte? Pues lo que tenemos miedo nos den los enemigos y no dudamos de ello, ¿por qué no lo buscaremos nosotros mismos? Dirá alguno que por temor‑ de venir en ser­vidumbre, muy libres estamos ahora ciertamente. Diréis que es cosa de varón animoso y fuerte matarse; antes digo yo ser cosa de hombre muy cobarde, según lo que yo alcanzo: por mal diestro y por muy temeroso tengo yo al gobernador de la nao, que temiéndose de alguna gran tempestad, antes de verse en ella echa la nao al hondo.
"También matarse hombre a sí mismo, ya sabéis que es cosa muy ajena de la naturaleza de todos los animales, ade­más de ser maldad muy grande contra Dios, creador nuestro; ningún animal hay que se dé él mismo la muerte, o que quiera morir por su voluntad. La ley natural de todos es desear la vida; por tanto, tenemos por enemigos a los que nos la quie­ren quitar, y perseguimos con mucha pena a los que tal nos van acechando. ¿No tenéis por cierto que Dios se enoja mu­cho cuando ve que el hombre menosprecia su casa y edificio? De su mano tenemos el ser y la vida; debemos, pues, también dejar en su mano quitárnosla y darnos la muerte. Todos, según la parte inferior que es nuestro cuerpo, somos mortales y de materia caduca y corruptible; pero el alma, que es la parte superior, es siempre inmortal, y una partecilla divina puesta y encerrada en nuestros cuerpos. Quienquiera, pues, que maltratare o quitare lo que ha sido encomendado al hom­bre, luego es tenido por malo y por quebrantador de la fe. Pues si alguno quiere echar de su cuerpo lo que le ha sido encomendado por Dios, ¿pensará, por ventura, que aquel a quien se hace la ofensa lo ha de ignorar o serle escondido?
" Por justa cosa se tiene castigar un esclavo cuando huye, aunque huya de un señor que es malo; pues huyendo nosotros de Dios, y de tan buen Dios, ¿no seremos tenidos por muy malos y por muy impíos? ¿Por dicha ignoráis que aquellos que acaban su vida naturalmente y pagan la deuda que a Dios deben, cuando aquel a quien es debido quiere ser pagado, alcanzan perpetuo loor, y tanto su casa como toda su familia gozan y permanecen? Las almas limpias que puramente invo­can al Señor, alcanzan un lugar en el cielo muy santo; y des­pués de muchos tiempos, andando los siglos, volverán a tomar sus cuerpos. Pero aquellos cuyas manos se levantaron contra sí mismos, los tales alcanzan un lugar de tinieblas infernales, y Dios, padre común de todos, toma venganza de ellas por toda la generación; por tanto, es cosa la cual Dios aborrece mucho, y la prohíbe el muy sabio fundador de nuestras leyes.
" Si acaso algunos se mataren, determinado está entre nosotros que no sean sepultados hasta que las tinieblas y no­che vengan, siéndonos lícito enterrar aún a nuestros enemi­gos; y entre otros, les mandan cortar las manos derechas a los que de esta manera mueren, por haberse contra ellas mis­mas levantado, pensando no ser menos ajena la mano dere­cha que tal comete, de todo el cuerpo, que es el alma del propio cuerpo. Cosa es, pues, linda, compañeros míos, juzgar bien de este negocio, y no añadir, además de las muertes de los hombres, ofensa contra Dios nuestro criador con tanta impiedad.
" Si queremos ser salvos y sin daño, seámoslo; porque no será mengua vivir entre aquellos a quienes hemos dado a conocer nuestra virtud con tantas obras. Y si nos place mo­rir, cosa será muy honrosa para todos morir en las manos de aquellos que nos prendieren. No me pasaré a mis ene­migos, por ser yo traidor a mí mismo, porque mucho más loco y sin seso sería, que son los que de grado se pasan a sus enemigos, porque estos tales hácenlo por guardar sus vidas, y yo haríalo por ganar mi propia muerte. Es verdad que busco y deseo que los romanos me quiten la vida; y si ellos me mataren, habiéndome asegurado la vida, y después de habernos dado las manos por amistad, moriré muy apare­jado y esforzadamente, llevándome por victoria y consola­ción mía la traición y perfidia que conmigo usaron."
Muchas cosas tales decía Josefo, por apartarles de delante a sus compañeros la voluntad que de matarse tenían; pero teniendo ellos ya cerrados los oídos a todo con la desesperación que habían tomado, determinados muchos a darse a sí mis­mos la muerte, movíanse a ello y reprendíanse, corriendo los unos a los otros con las espadas como cobardes; acometíanse unos a otros como hombres que se habían sin duda de matar.
Llamando Josefo al uno por su nombre, al otro mirando como capitán severo y grave, a otro tomando por la mano, a otro trabajando en rogarle y persuadirle, turbado su entendimien­to, como en tal necesidad acontece, detenía las armas de todos que no le diesen la muerte, no de otra manera que suele una fiera rodeada volverse contra aquel que a ella más se allega, por hacerle daño. Las manos de aquellos que pensaban deberse guardar reverencia al capitán, en aquel postrer trance eran debilitadas, y caíanseles las espadas de ellas, y llegándose mu­chos para sacudirle, venían a dejar de grado las armas.
Con tanta desesperación, no faltó a Josefo buen consejo; antes, confiado en la divina mano y providencia de Dios, puso su vida en peligro. "Pues estáis, dijo, determinados a mata‑os, acabemos ya, echemos suertes quién matará a quién, y aquel a quien cayere, que muera por el que le sigue, y pasará de esta manera por todos la misma sentencia, porque no conviene que uno se mate a sí mismo, y sería cosa muy injusta que, muertos todos los otros, quede alguno en vida, pesándole de matarse." Parecióles que decía verdad, y pu­siéronlo por obra; según la suerte a cada uno caía, así recibía la muerte del otro que le sucedía, como que, en fin, había luego de morir también con ellos su capitán; porque parecíales más dulce cosa morir con su capitán Josefo, que vivir. Vino a quedar él y un otro, no sé si por fortuna o por divina pro­videncia, y proveyendo que no se pudiese quejar de su suerte, o que si quedaba libre no hubiese de ser muerto por manos de un gentil, dióle la palabra y concertóse con él que entram­bos quedasen vivos.
Librado, pues, de esta manera de la guerra de los romanos y de la de los suyos, llevábalo Nicanor a Vespasiano. Salíanle todos los romanos al encuentro por solo verle, y como saliese tanta muchedumbre de gente, llevábanlo en gran aprieto, y había muy gran ruido entre todos. Unos se gozaban por verle preso; otros le amenazaban; otros se querían llegar y verle de más cerca; los que estaban lejos daban grandes voces, di­ciendo que debían matar al enemigo; los que estaban cerca, teniendo cuenta con lo que Josefo había hecho, maravillábanse de ver tan gran mudanza. De los regidores, ninguno hubo que viéndolo no se amansase, por más que antes estu­viesen contra él airados.
Tito, además de todos los otros, se maravillaba y movía a misericordia por ver el gran ánimo que en tantas adversi­dades había tenido, y por verlo también ya de mucha edad, acordándose de lo que antes había hecho en las guerras, y qué tal se mostraba a quien lo veía en manos de sus enemigos puesto; demás de esto, veníale también al pensamiento el gran poder de la fortuna y cuán mudables sean los sucesos de las guerras. Pensaba también que no había en el mundo cosa alguna sujeta al hombre que fuese firme y estable, antes todo corruptible y mudable. Con esto movió a muchos que tuviesen compasión de él, y la mayor parte de su vida y salud fué Tito ciertamente delante de su 'padre; pero Vespasiano mandó que fuese muy bien guardado, como que querían en­viarlo a César. Oyendo esto Josefo, díjole que quería hablar algo a él solo.
Haciendo, pues, apartar de cerca de todos a todos, excepto Tito y otros dos amigos; dijo:
"Tú no piensas, Vespasiano, tener cautivo a Josefo; sepas, pues, que te soy embajador enviado por Dios, y por tal vengo de cosas mucho mayores y más altas, porque de otra manera muy bien sabía yo lo que la ley de los judíos manda, y de qué manera conviene que un capitán de un ejército muera. ¿Envíasme a Nerón? ¿Por qué causa? ¿Cómo que haya de haber otro entre los sucesores de Nerón, sino tú solo? Tú eres Vespasiano, César y Emperador, y este hijo tuyo, Tito; guárdame, pues, tú muy atado, porque hágote saber que eres, oh César, señor no de mí solo, pero también de la tierra y de la mar y de todos los hombres. Conviene que sea yo guar­dado para mayor castigo si miento en lo que digo o si lo finjo súbitamente por verme apretado y en peligro."
Cuando hubo dicho esto, Vespasiano luego no le quiso creer, y pensaba que Josefo fingía aquello por librarse; pero poco a poco se movía a darle crédito, por ver que Dios lo levantaba ya mucho había al imperio, mostrándole con muchas señales haber de ser suyo el cetro y el Imperio, y había hallado ser verdad lo que Josefo había dicho en todas las otras cosas.
Decía uno de los amigos que allí estaban en aquel se­creto, que se maravillaba mucho de qué manera, si no era burla lo que decía, o por qué causa no había avisado a los de Jotapata de las muertes y destrucción que les estaba apa­rejada, y cómo no se había él provisto por no ser cautivo, adivinándolo antes. Respondió Josefo que dícholes había que después de cuarenta y siete días habían de ser muertos y des­truidos, y que él había de quedar vivo, cautivo en poder de ellos.
Hizo diligencia Vespasiano por saber esto de los que es­taban cautivos, y sabiendo ser verdad lo que decía, tuvo tam­bién por cosa creíble lo que de él había dicho; pero no por eso mandó que librasen a Josefo, antes lo tenía muy bien guardado, no dejando con todo de hacerle todo buen tratamiento y darle vestidos y otros dones muy benignamente, ayudando Tito mucho por que fuese honrado.
A los cuatro días del mes de julio, habiéndose vuelto Ves­pasiano a Ptolemaidá, partió luego por los lugares hacia el mar, y vino a parar a Cesárea, que es la mayor ciudad de Judea, cuya gente es la mayor parte de ella griegos. Recibie­ron, pues, los naturales de allí con voluntad buena y con mucha amistad a él y a su ejército; parte, porque querían bien a los romanos, y mucho más por el odio grande y aborre­cimiento que tenían a aquellos que habían sido muertos, por lo cual había muchos que rogaban y pedían a grandes voces que diesen la muerte al capitán de ellos, Josefo.
Satisfizo a esta petición y demanda Vespasiano callando, por ver que le pedía el pueblo una cosa mal considerada; dejó dos legiones que invernasen en Cesárea, por ser bueno el alo­jamiento;' y envió a Escitópolis la décima y la quinta, por no dar trabajo a los de Cesárea con todo su ejército. No era menos recogida esta ciudad en el invierno, que caliente en el verano, por estar en llano y cerca de la mar.
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Capítulo XV

Cómo Jope fué tomada otra vez y destruida.
 
Estando en este estado las cosas, juntóse mucha gente de los que habían huído de las ciudades destruídas, y de los que habían también huído de los romanos, por discordias y sedi­ciones; renovaron a Jope, destruída antes por Cestio, y pusie­ron allí dentro de su asiento. Por estar apretados en aquella tie­rra que había sido antes tan destruida, determinaron entrar por la mar; y haciendo naos y galeras de corsarios, pasaban a Siria, Fenicia y a Egipto, y hacían allí grandes latrocinios; de tal manera iba esto, que no había ya quien osase salir contra ellos, ni aun navegar por la mar de aquellas partes.
Pero sabiendo Vespasiano lo que habían éstos determi­nado hacer, envió gente de a caballo y de a pie, y entraron de noche en la ciudad, la cual estaba sin guarda alguna.
Sintiendo esto los que dentro vivían, espantados con temor grande, recogiéronse huyendo a las naos, por no hacer fuerza a los romanos; y estuviéronse dentro de ellas toda la noche mar adentro un tiro de saeta. Mas como de su natural no tu­viese puerto Jope, porque viene a dar en una áspera orilla, corvada algún tanto por ambas partes, y extendiéndose a lo ancho, se mueve gran tempestad en este mar, adonde también se muestran aún las señales de las cadenas de Andrómeda, por fe de la fábula antigua, y el viento Aquilonal llamado Nordes­te da en aquella marina y levanta las ondas, dando en las peñas que allí hay muy altas, y la soledad es causa de que el lugar sea menos seguro.
Estando los jopenos ondeando en aquel mar, a la mañana algo más fuertemente, por sobrevenir a estas horas un viento que llaman los que por allá navegan Melamborea, dieron las unas con las otras, y otras en aquellos peñascos que por allí había; y entrándose otras por fuerza, contra el viento, mar adentro, porque temían la orilla, que estaba llena de peñas y piedras, y temían también a los enemigos que allí estaban; levantadas en alta mar se hundían y no tenían lugar para huir, ni esperanza de salud si quedaban, siendo echados de una parte por violencia de los vientos, y de la ciudad por la fuerza de los romanos.
Oíanse muchos gemidos de los que estaban dentro las naos, que se encontraban unas con otras; y oíase también el ruido que quebrándose hacían. Muerta, pues, parte de ellos en las ondas del mar de Jope, y otros ocupados en salvarse, morían; algunos se mataban con sus espadas adelantándose en darse la muerte, teniendo por mejor aquélla que no morir ahogados; y muchos, levantados con la braveza de las ondas, daban en aquellos peñascos; iba esto de tal manera, que la mar estaba llena de sangre, y todas las orillas de la mar estaban también llenas de cuerpos muertos; porque los romanos ayudaban en ello y quitaban la vida a cuantos llegaban a las orillas; ha­lláronse echados cuatro mil doscientos cuerpos muertos.
Tomando, pues, sin guerra y sin resistencia alguna los romanos aquella ciudad, la derribaron toda, y de esta manera en breve tiempo fué presa y destruida dos veces la ciudad de Jope por los romanos.
Dejó allí Vespasiano, por que no viniesen otra vez ladro­nes y corsarios a recogerse, gente de a caballo con alguna de a pie en un fuerte, para que la gente de a pie estuviese allí sin moverse y defendiese el fuerte; y los de a caballo buscasen todas aquellas tierras de Jope, y quemasen todos los lugares y aldeas que por allí hallasen. Obedecióle la caballería, y co­rriendo, todos los días talaban y destruían todas aquellas tierras.
Cuando los de Jerusalén supieron el caso adverso que había acontecido a los de Jotapata, al principio ninguno lo creía, por ser la desdicha tan grande como habían oído; y también por no ver alguno que se hubiese hallado en ella, ni hubiese visto lo que entonces se decía, porque no había que­dado alguno que pudiese ser embajador de lo que había su­cedido; pero la fama sola divulgaba la gran destrucción que había sido hecha, la cual suele ser mensajera diligente de las cosas tristes y adversas. Mostrábase ya la verdad entre todos los lugares allí vecinos y en todas las ciudades cercanas, y era. ya entre todos más cierto que dudoso.
Añadíanse a lo hecho y sucedido muchas cosas, ni hechas jamás, ni sucedidas; y decíase que Josefo había sido muerto en la destrucción de la ciudad, por lo cual hubo grandes llan­tos dentro de Jerusalén. Cada casa lloraba su pérdida; pero el llanto por el capitán era común a todos: unos lloraban a sus huéspedes, otros a sus deudos, otros a sus amigos, algunos otros a sus hermanos, y todos en general a Josefo; en tanta manera, que duraron los llantos treinta días continuamente, uno tras otro, y para cantar sus lamentaciones pagaban gran dinero a los tañedores.
Pero sabiéndose la verdad con el tiempo, y sabiendo cómo pasaba en verdad lo de Jotapata, y que lo divulgado de la muerte de Josefo era mentira, hallándose claramente que vivía y estaba con los romanos, y cómo éstos le hacían mayor honra de la que a un cautivo debían, tomaron tanta ira contra él, cuanta era la voluntad y benevolencia que le tuvieron antes, pensando que era muerto. Unos lo llamaban cobarde, y otros lo llamaban traidor; la ciudad toda estaba muy indignada contra él, y decíanle muchas injurias. Con estas adversidades se movían voluntariamente, y eran más encendidos con ver tan grandes llagas, y la ofensa que suele dar ocasión a los pru­dentes de guardarse, por no sufrir otro tanto, los movía y era como aguijón para mayor ruina y destrucción, comenzando nuevos males al terminar otros. Por tanto, era mayor la saña que contra los romanos tomaban, como que juntamente se hubiesen de vengar de ellos, y principalmente de Josefo; éstas, pues, eran las revueltas que había en Jerusalén.
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Capítulo XVI

Cómo se rindió Tiberíada.
 
Movido Vespasiano con deseo de ver el reino de Agripa, porque el mismo rey le convidaba y mostraba querer recibir al regidor, capitán de los romanos, con todas las riquezas que posibles le fuesen y en su casa tenía, y apaciguar allí lo que demás quedaba del reino, hizo marchar su ejército de donde lo había dejado, que era de Cesárea, junto al mar, y pasó a la otra Cesárea que dicen de Filipo; y habiendo rehecho y re­frescado su ejército por espacio de veinte días, él mismo quiso hacer gracias a Dios por lo que hasta allí le había sucedido, y darse a banquetes y convites.
Pero después que entendió cómo Tiberíada andaba tras innovar el estado de las cosas, y sabiendo que Tarichea se había rebelado, ambas ciudades eran sujetas al reino de Agripa, de­terminando de quitar la vida a cuantos judíos hallase y des­truirlos, pensó que sería cosa oportuna y buena mover contra ellos su campo, por satisfacer a la buena acogida que Agripa le había hecho, entregando las ciudades en sus manos y poder.
Para hacer esto envió a su hijo a Cesárea, que pasase la gente que allí estaba a Escitópolis: ésta es una ciudad la mayor de las diez, y vecina de Tiberíada. Cuando él aquí llegó, aguar­daba en esta ciudad a su hijo; y pasando después con tres le­giones de gente más adelante, asentó su campo treinta estadios de Tiberíada, en un muy buen lugar, y que podía ser muy bien visto por los que son amigos de novedades, el cual se llama Enabro; de aquí envió su capitán Valeriano con cin­cuenta caballeros, por que hablase pacíficamente a los de la ciudad y les mostrase toda amistad.
Había ya antes oído que el pueblo no pedía sino paz; mas era forzado y estaba en discordia por algunos que los revolvían con guerras y discordias. Cuando Valeriano llegó al muro, saltó del caballo y mandó a sus compañeros que hi­ciesen lo mismo, por no mostrar ni dar a entender que había venido por moverles a la guerra. Antes que hablase una sola palabra, los amigos de sediciones y revueltas corrieron hacia él, siendo por cierto más poderosos, trayendo por capitán uno llamado jesús, hijo de Tobías, príncipe y capitán de los ladrones.
No osó Valeriano pelear con ellos por no traer para ello licencia de su capitán, aunque fuese muy cierto que había de ser vencedor, viendo ser peligroso el pelear, siendo pocos y sus enemigos muchos, y estando los enemigos muy armados, y los suyos no; espantado también mucho por el atrevimiento de los judíos, recogióse a pie como estaba, y otros cinco con él, dejando todos sus caballos, los cuales trajo Jesús y sus compa­ñeros con alegría grande, como que fueran presos en ba­talla, y no por traición, dentro de la ciudad.
Temiendo por esto los más viejos y más principales de la ciudad y de todo el pueblo, vinieron corriendo al campo de los romanos, y juntos con el rey llegaron humildes de rodillas a Vespasiano, suplicándole no los despreciase ni pensase haber consentido toda la ciudad en la locura que algunos pocos habían cometido, sino que perdonase y quisiese amistad con el pueblo que había sido siempre amigo de los romanos y procurado su amistad, y que quisiesen más vengarse de los que eran causa de aquel levantamiento, que los habían detenido, mucho tiem­po había, a todos para que no viniesen a tratar amistad y concierto con ellos.
Consintió Vespasiano con lo que éstos le rogaban, aunque por haberle sido robados los caballos, estaba contra toda la ciudad muy enojado; y veía también que Agripa temblaba por causa de esta ciudad; prometiendo, pues, a éstos no hacer daño alguno a todo el pueblo. Jesús y sus compañeros no se tu­vieron por seguros quedando en Tiberíada, antes determinaron ir a Tarichea. Al día siguiente, Vespasiano envió con gente de a caballo a Trajano a la torre y fuerte, por saber del pueblo si querían todos paz; y sabiendo cómo el pueblo era del mismo parecer que aquellos que por él habían rogado, traía su ejér­cito a la ciudad.
Abriéronle todas las puertas y saliéronle al encuentro con grandes alegrías y señales de bienvenido, llamándole todos autor de la salud y vida de ellos, reconociendo las mercedes que en ello les hacía. Y como los soldados se hubiesen de detener, por ser estrecha la entrada, mucho tiempo, mandó de­rribar una parte del muro hacia la parte del Mediodía, y de esta manera ensanchó la entrada, y por causa del rey, y por hacerle favor, mandó a su gente, so pena de gran pena, que no robasen ni injuriasen al pueblo, y por causa de él mismo no quiso derribar los muros, porque prometía hacer que los ciu­dadanos de esta villa serían de allí en adelante muy concordes con todos, y así reparó de otras maneras la ciudad, que había sido muy afligida con infinitos males.
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Capítulo XVII

De cómo fué cercada Tarichea.
 
Partiendo de Tiberíada Vespasiano, puso su campo entre esta ciudad y Tarichea, y fortaleciólo con un muro que mandó hacer con diligencia, viendo que se había de detener en esta guerra, porque veía que todo el pueblo que buscaba revueltas se recogía en esta ciudad, confiando en su fuerza y en su guarnición, y en un lago que se llama, entre los naturales de allí, Genasar.
La ciudad tiene el mismo asiento de Tiberíada, a la falda (le un monte; y por la parte que no la cercaba aquel lago de Genasar, Josefo la había cercado de un muro muy fuerte, pero menor que era el de Tiberíada, y habíala provisto al principio que se comenzaron a rebelar, de mucho dinero y de todo lo necesario para defenderse, y habían las sobras también apro­vechado a Tarichea. Tenían muchas barcas aparejadas en ellago, para que, si eran vencidos por tierra, se pudiesen recoger en ellas y salvarse; y también estaban provistas de armas, para que, si fuese necesario, pudiesen pelear en el agua. Estando los romanos ocupados en asentar y guarnecer su campo, Jesús y sus compañeros, sin considerar la muchedumbre de enemigos, ni las fuerzas y uso de sus armas, vinieron contra ellos, y en la primer arremetida desbarataron los que edificaban el muro, y derribaron alguna parte de lo que estaba edificado; pero viendo que la gente de armas que dentro estaba se comenzaba a juntar antes de sufrir y padecer algún mal o daño, recogiéron­se a los suyos, y persiguiéndoles los romanos, les fué forzado recogerse a sus barcas o navíos dentro del agua. Y recogidos hacia dentro del lago, tanto que no pudiesen ser heridos con sus saetas, echaron áncoras, y juntando muchas naos entre sí, no menos que suelen hacer los escuadrones, peleaban con sus enemigos.
Sabiendo Vespasiano cómo gran parte de ellos se había juntado en un llano cerca de la ciudad, envió allá a su hijo con seiscientos caballos escogidos; hallando éste infinito nú­mero de enemigos, envió luego a la hora mensajeros a su padre para hacerle saber que tenía necesidad de más gente y de mayor socorro. Y antes que éste viniese, viendo muchos de sus caballeros muy alegres y muy animosos, y viendo que algunos estaban amedrentados por ver tan gran muchedum­bre de judíos junta, púsose en un lugar del cual pudiese ser oído por todos, y dijo: "Romanos, por cosa tengo muy buena amonestaros al principio de mi habla que os queráis acordar de vuestra virtud y linaje, y sepáis quiénes sois, y quiénes son aquellos con los cuales hemos de pelear; ningún enemigo nuestro ha podido escapar de nuestras manos en todo el uni­verso. Los judíos, a fin de que de ellos digamos también algo, hasta ahora han sido siempre vencidos, v jamás se han can­sado; conviene, pues que siéndoles a ellos la fortuna v sucesos tan contrarios, pelean todavía tan constantemente y esforza­damente, que nosotros peleemos y trabajemos con mayor per­severancia, siéndonos la fortuna en todo muy próspera. Mucho ‑me huelgo por ver y conocer claramente la alegría grande que todos tenéis, pero témome que alguno de vosotros tenga temor por ver tanta muchedumbre de enemigos; piense, pues, cada uno de vosotros otra vez quién ha de pelear y con quién, y por qué los judíos, aunque sean harto atrevidos y menos­precien la muerte, sabemos todos que son gente sin arden y poco experimentados en las cosas de la guerra, y merecen más nombre de pueblo desordenado que de ejército; pues de vuestro orden, saber y destreza en las cosas de la guerra, ¿qué necesidad hay que yo me alargue ahora en hablar de ello? Por esta causa nos ejercitamos ciertamente en el tiempo de paz nosotros solos en las armas, por no tener cuenta en la guerra del número de nuestros enemigos. Porque, ¿qué pro­vecho, o qué bien nos viene de ejercitar siempre la milicia y las armas, si salimos con igual número de gente que los que no están en esto ejercitados? Antes pensad que salimos armados con gente de a pie, y seguros con consejo y regimiento de capitán entendido, contra hombres sin regidor y sin regimien­to; y que estas virtudes engrandecen nuestro número, y los vicios dichos quitan gran parte y gran fuerza del número de los enemigos. Sabed también que en la guerra no vence la sola muchedumbre de los hombres, sino la fortaleza, aunque sea de pocos, porque éstos se pueden ordenar fácilmente y ayudarse unos a otros; los grandes ejércitos, más daño reciben de sí mismos que de sus propios enemigos. Los judíos se mueven por audacia, por ferocidad y desesperación o crueldad de sus propios entendimientos y dureza de corazón; estas cosas, cuando todo es muy próspero, suelen aprovechar algo; pero por poco que sea esto ofendido, y por poca resistencia que sienta luego, está todo muy marchitado y muerto; a nosotros nos rige la virtud, la voluntad conforme a razón, y muy obediente la fortaleza, y esto suele florecer cuando la fortuna es próspe­ra, y no suele ser quebrantado por la adversa y contraria. Nos­otros tenemos mayor causa de pelear que los judíos, porque si ellos sufren por su libertad y patria tantos peligros, ¿qué tenemos nosotros más excelente o de más estima que la ínclita fama y nombre? ¿Y que después de haber alcanzado el im­perio de todo el orbe, no parezcamos tener por enemigos y contrarios a los judíos solamente? Considerada además de todo esto dicho, que no tenemos miedo de sufrir cosa que sea intolerable, porque tenemos muchos que nos ayudarán, y están muy cerca de nosotros. Podemos alzarnos con la victoria, y conviene ade­lantarse antes que venga la ayuda y socorro que esperamos de mi padre, a fin que sea nuestra mayor virtud, y no tenga su efecto más compañeros en quienes repartirse; pienso yo que vosotros hacéis de mí y de mi padre un mismo juicio, y que si él es digno de nombre y de gloria por las cosas hechas hasta aquí gloriosamente, sabed que yo le soy hijo y vosotros sois soldados míos; él tiene costumbre de vencer, ¿y yo Po­dré llegarme a él vencido? ¿De qué manera, pues, vosotros no os avergonzaréis en no vencer, viendo a vuestro capitán ponerse en medio de los enemigos, y correr delante a todo peligro? Creed que yo mismo buscaré el peligro, y romperé primero con los enemigos. Ninguno de vosotros se aparte de mí, te­niendo por muy cierto que mi fuerza será guiada y sustentada con la ayuda y socorro de Dios, y tened por muy cierto que haremos mucho más mezclados con nuestros enemigos, que si peleásemos de lejos."
Habiendo Tito tratado esto con su gente, los soldados re­cibieron alegría casi divina, y pesábales mucho que Trajano viniese con cuatrocientos de a caballo antes de darles la ba­talla,'como si la victoria se disminuyese con la compañía que venía.
Envió también Vespasiano a Antonio Silón con dos mil flecheros, para que, ocupada la montaña que estaba delante de la ciudad, echasen de allí los que quisiesen defender los muros, y cercaron a sus enemigos como les fué mandado, los cuales estaban procurando socorrer a sus fuerzas.
Partió primero de todos con su caballo corriendo contra los enemigos, Tito; siguiéronle luego los que con él estaban, con tan gran grita, tan desparramados como era necesario para tomar a los enemigos en medio, y esto fué causa de que pa­reciesen muchos más.
Los judíos, aunque espantados con la arremetida de los romanos y con la manera que tenían de pelear, todavía resintieron al principio algún poco; heridos con lanzas, y desorde­nados con la fuerza de los caballos, fueron desbaratados, y matando a muchos de ellos entre los pies de los caballos, hu­yeron a la ciudad según cada‑uno más podía.
Tito perseguía a unos que huían, a otros mataba de pasada, y corriéndoles delante a muchos, dábales por delante, y mataba a muchos, echando los unos sobre los otros, y saltándoles de­lante, cuando todos se recogían a los muros, los echaba al campo, hasta tanto que, cargando tanta muchedumbre tuvieron lugar para recogerse; e intervino allí gran discordia entre todos, por­que a los naturales les pesaba en gran manera la guerra hecha del principio, parte por causa de sus bienes, y parte también por causa de la ciudad, y principalmente viendo que no les había sucedido bien, sino malamente, y que el pueblo de los extranjeros y advenedizos, que eran muchos, hacían fuerza en ello; y así había entre todos clamores, como que ya tomasen rudos armas y se aparejasen para pelear.
Tito, que no estaba lejos de los muros, cuando les oyó comenzó a gritar: "Este es el tiempo, compañeros míos, ¿por qué nos detenemos? Recibid la victoria que Dios os envía, dando en vuestras manos los judíos: ¿no oís los grandes gritos? Discordes están los que han escapado de nuestras manos. La ciudad es nuestra si nos damos prisa; pero es necesario tener Viran ánimo juntamente con ser diligentes, porque debéis saber no poderse hacer cosa señalada, en la cual no haya pe­ligro; y no sólo debemos trabajar por prevenirlos y adelan­tarnos antes que los enemigos se concordes, los cuales, viéndose en necesidad, no podrán dejar de concordar todos y venir en amistad; mas también debemos procurar dar en ellos antes que nuestro socorro venga, para que además de la victoria, en la cual vencemos tan pocos a tan gran muchedumbre, poda­mos también gozar solos de la ciudad."
Dicho esto, sube en su caballo, y corre hasta la laguna, éntrase por allí dentro de la ciudad siguiéndole toda la otra gente suya.
La osadía grande que tuvo puso miedo en los que estaban por guardas del muro, de tal manera, que no hubo alguno que pudiese pelear ni impedir que entrase.
Jesús y sus compañeros, dejando la defensa de la ciudad, huyeron a los campos, y otros corrieron a recogerse a la laguna; daban en las manos de sus enemigos que les salían por delante; unos eran muertos, queriendo subir en sus naves, y otros trabajando por alcanzarlas nadando.
Mataban también los romanos dentro de la ciudad mucha gente de los advenedizos que no habían huido, antes traba­jaban por resistirles, y los de allí naturales morían sin pelear, porque las esperanzas de concertarse y saber que no habían sido aconsejados en aquella guerra, los detenía sin que peleasen, hasta tanto que Tito, muertos los que resistían, teniendo com­pasión y misericordia de los naturales, hizo cesar la matanza; los que habían huido al lago, cuando vieron que era tomada la ciudad, alejáronse mucho de los enemigos. .
Tito envió caballeros por embajadores que contasen a su padre todo lo que había hecho. Cuando el padre lo supo, pro­veyó de lo que era necesario, alegre en gran manera por la virtud que de su hijo había entendido, y por la grandeza de aquella hazaña, porque le parecía haberle quitado gran parte de la guerra.
Mandó luego rodear de gente de guarda la ciudad, por que ninguno pudiese huir escondidamente y librarse de la muerte; y luego, es otro día, habiendo bajado a la laguna, mandó hacer naves para perseguir los que habían huido, las cuales, con la materia que tenían abundante, y oficiales muchos y diestros, fueron presto hechas y puestas en orden.
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Capítulo XVIII

De la laguna de Genasar, y las fuentes del Jordán.
 
Esta laguna se llama Genasar, tomando el nombre de la tierra que contiene; tiene de ancho cuarenta estadios, y ciento de largo; el agua es dulce y buena de beber, porque con ser gruesa la de la laguna, ésta es algo más delgada de lo que en las otras suele ser. Viene a hacer orilla arenosa por todas partes, suele ser muy limpia y muy templada para beber; es más delgada que las aguas del río o de las fuentes, y está siempre más fría de lo que la anchura de la laguna permite. En las noches que hace gran calor dejan entrar el agua, y de esta manera se refrescan, lo cual tienen por costumbre, y lo suelen así hacer los que son de allí naturales.
Hay aquí muchas maneras de peces, diferentes de los peces de otras partes, tanto en sabor como en su género, y pártese por medio con el río Jordán.
Parece ser del Jordán la fuente Panio, pero a la verdad viene por debajo de tierra de aquel lugar que se llama Fiala, y éste está por aquella parte que suben a Traconitida, a ciento veinte estadios lejos de Cesárea, hacia la mano derecha, no muy apartado del camino. Y de la redondez se llama el lago de Fiala, por ser redondo como una rueda; detiénese siempre dentro de sí el agua, de tal manera, que ni falta, ni en algún tiempo crece; y como antes no se supiese ser esto el principio del río Jordán, Filipo, tetrarca que solía ser, o procurador de Traconitida, lo descubrió, porque echando éste mucha paja en Fiala, la vino a hallar después en Panio, de donde pensaban antes que manaba y nacía este río.
Panio, de su natural solía ser muy linda fuente, y fué embellecida con las riquezas y poder de Agripa.
Comenzando, pues, en esta cueva el río Jordán, pasa por medio de las lagunas de Semechonitis, y de aquí ciento veinte estadios más adelante, después de la villa llamada Juliada, pasa por el medio del lago Genasar, de donde viene a salir al lago de Asfalte por muchos desiertos y soledades; alárgase la tierra con el mismo nombre del lago Genasar, muy lindo y admirable, tanto de su natural, como por su gentileza. Ningún árbol deja de crecer con la fertilidad que de sí da, y los labradores la tenían muy llena de todas suertes de plantas y árboles, y la templanza del cielo es muy cómoda para diversidad de ár­boles: las nueces, que es fruta que desea mucho el frío, aquí abundan y florecen; las palmas también, que requieren calor y verano; las higueras y olivos que quieren el tiempo más blando; de manera que dirá alguno haber mostrado aquí la Natu­raleza su magnificencia y fertilidad, haciendo fuerza en que convengan entre sí, y concorden las cosas que de sí son muy repugnantes y discordes, favoreciendo a la tierra en la con­trariedad de los tiempos del año con particular favor.
No sólo produce diversas pomas o manzanas en mayor diversidad que es posible pensar, sino aun también las conserva que parezcan ser en su propio tiempo siempre; hállanse en esta tierra uvas los diez meses del año, y muchos higos y pasas, y todos los otros frutos duran todo el año; porque además de la serenidad del viento, que es muy manso, riégase también con una fuente muy abundante, la cual llaman los naturales de allí Capernao. Piensan algunos que es alguna vena del Nilo, porque produce y engendra peces semejantes a las corvinas de Ale­jandría: esta región se alarga treinta estadios por la parte que se llama Laguna, y se ensancha veinte, cuya naturaleza es la que hemos dicho.
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Capítulo XIX
De la destrucción de Tarichea.
 
Acabados los barcos y puestos en orden, Vespasiano puso dentro la gente que le pareció necesaria, y juntamente con ella él mismo también partió en persecución de los que por la laguna habían huido. Estos, ni podían salir a tierra salvamen­te, siéndoles todo contrario, ni podían pelear en el agua con igual condición, porque sus barcas eran pequeñas, y lo que estaba aparejado para los corsarios era muy débil contra los barcos que los romanos habían hecho, y habiendo poca gente en cada una, temían llegarse a los romanos, que eran muchos y estaban muy juntos. Pero andándoles alrededor, y algunas otras acercándose algo más, de lejos tiraban muchas piedras los romanos, y heríamos a las veces de cerca; más daño reci­bían de ambas maneras ellos mismos, porque con las piedras que ellos tiraban no hacían otra cosa sino sólo gran ruido, estando los romanos contra quien ellos tiraban, muy bien armados; los que algo se acercaban, luego eran heridos con sus saetas, y los que osaban llegar más cerca, antes que ellos da­ñasen ni hiciesen algo, eran heridos y derribados, y eran echados al fondo con sus mismas barcas: muchos de los que tentaban herir a los romanos, a los cuales podían alcanzar éstos con sus dardos, derribaban con sus armas a los unos en sus mismas barcas, a otros prendían con ellas, cogiéndoles en medio con sus barcos.
Los que caían en el agua, y levantaban la cabeza, o eran muertos con saetas, o eran presos y puestos dentro de los barcos, y si desesperados tentaban librarse nadando, quitábanles las cabezas, o cortábanles las manos, y de esta manera morían muchos de ellos, hasta tanto que, siendo forzados a huir, los que quedaron en vida llegaron a tierra, dejando rodeados sus navichuelos de los enemigos. De los que se echaban en el agua, muchos hubo muertos con las saetas y dardos de los romanos, y muchos saliendo a tierra fueron también muertos; así que estaba toda aquella laguna llena de sangre y de cuerpos muertos, porque ninguno se escapó con la vida.
Pasados algunos días, se levantó en estas tierras un hedor muy malo, y una vista muy cruel y muy amarga de ver: es­taban las orillas llenas de barcas quebradas, de hombres ahoga­dos y de cuerpos hinchados. Calentándose después y pudrién­dose los muertos, corrompían toda aquella región, en tanta manera, que no sólo parecía este caso miserable a los judíos solos, pero también los que lo habían hecho lo aborrecían y les era muy dañoso.
Este fué, pues, el suceso y fin de la guerra naval hecha por los taricheos. Murieron, entre éstos y los que fueron muer­tos antes en la ciudad, seis mil quinientos.
Acabada esta pelea, Vespasiano quiso parecer en el tri­bunal de Tarichea, y apartaba los extranjeros de los naturales de la ciudad, porque aquéllos parecían haber sido causa de aquella guerra, y tomaba consejo de los regidores y capitanes suyos, si debía perdonarles; respondiéndole que si los libraba le podrían hacer daño, y que dejándolos vivos no reposarían, por ser hombres sin patria y sin lugar cierto, y estaban prontos todos, y eran bastantes para hacer guerra contra cualesquiera que huyesen y se recogiesen. Vespasiano bien conocía que eran indignos de quedar con vida, y veía bien que se habían de levantar y revolver contra los mismos que les diesen la vida; todavía estaba dudando cómo los mataría; porque si los ma­taba allí mismo, sospechábase que los naturales no sufrían que fuesen muertos aquellos que les pedían perdón y suplicaban por la vida, y avergonzábase de hacer fuerza a los que se habían rendido por medio de su fe y promesa; pero vencíanlo sus amigos, diciendo ser toda cosa lícita contra los judíos, y que lo que era más útil, debía ser tenido también en más que lo que era honesto, cuando no podían hacerse entrambas cosas.
Concedióles, pues, licencia para salir por el camino de Tiberíada solamente, y creyendo ellos fácilmente aquello que tanto deseaban, se iban acompañados, sin temer algo contra sí, ni sus riquezas; los romanos ocuparon todo el camino para que ninguno pudiese salir ni escaparse, y encerrados en la ciudad, luego Vespasiano fué con ellos, y púsolos todos en un lugar público, y mandó matar los viejos y los que no podían pelear, que eran hasta mil doscientos, y envió a Isthmon, donde Nerón entonces estaba, seis mil hombres, los más mancebos y más escogidos; vendiendo toda la otra muchedumbre, que eran treinta mil cuatrocientos, además de otros muchos que había dado a Agripa; porque permitió a los que eran de su reino hacer lo que quisiese Agripa, y el rey también los vendió.
Todo el pueblo era de los de Trachonitide, Gaulanitida, hípenos y muchos gadaritas sediciosos, revolvedores y gente huidiza, hombres que no pueden ver la paz, antes todo lo hacen y convierten en guerra: éstos fueron presos a 8 de septiembre.
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