martes, 3 de diciembre de 2013

III. LA SED QUE EL HOMBRE TIENE DE DIOS


Hay algo en el hombre que no se satisfará con lo visible y lo temporal. Algo en
él clama por lo espiritual y por lo eterno. El hombre tiene sed de Dios. En
medio de lo visible y lo transitorio, él alcanza lo invisible y lo que permanece. El
Salmista expresa este grito universal del corazón humano cuando nos dice:
“Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh
Dios, el alma mía” (<194201>Salmo 42:1). Dondequiera que se encuentren los
hombres han tenido siempre alguna forma de religión. Si hay algunas
excepciones a esta afirmación, ellas son tan insignificantes que podemos
descuidarnos de ellas. Todos los hombres de todas las razas y climas han
clamado por Dios.
Otro hecho digno de mencionarse es que este anhelo del espíritu humano se
satisface en Cristo. El es la luz del mundo (<430905>Juan 9:5). Es el pan de vida
(<430635>Juan 6:35). Es el camino, la verdad y la vida (<431406>Juan 14:6). Es al alma lo
que la luz es al mundo material. Es al espíritu del hombre lo que el pan es al
cuerpo. El satisface los anhelos más profundos del espíritu humano.
Así vemos que el hombre fue hecho para el evangelio, y el evangelio fue hecho
para el hombre. Se ajustan el uno al otro como el guante se acomoda en la
mano. Cada uno fue designado para el otro. La naturaleza del hombre fue
hecha para Dios, y aparte de Dios el hombre falla en su destino verdadero.


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