La otra respuesta no se contenta con explicar el
significado de una palabra, sino que da otro paso y trata de penetrar más en la
realidad profunda de la Biblia: la Biblia es la Palabra de Dios.
En la Biblia se encuentran mensajes de los profetas,
palabras de Jesús y testimonios de los apóstoles. Los profetas,
Jesús y los apóstoles actuaron y hablaron en distintas épocas y en
circunstancias muy diversas. Pero todos anunciaron la Palabra de Dios.
Los profetas se presentaron como testigos y
mensajeros de la Palabra, y así lo expresaron muchas veces de manera
inequívoca, por ejemplo, cuando introducían sus mensajes con la frase: «Así
dice el Señor». (Cf. Jer 1.9–10a: «Entonces el Señor extendió la mano, me tocó
los labios y me dijo: ‘Yo pongo mis palabras en tus labios’».)
Después de haber comunicado su Palabra por medio de
los profetas, Dios se reveló en la persona y en la obra redentora de Jesús,
como lo expresa la Carta a los Hebreos (1.1–2): «En tiempos antiguos Dios habló
a nuestros antepasados muchas veces y de muchas maneras por medio de los
profetas. Ahora, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por su Hijo».
Jesucristo, la Palabra hecha carne (Jn 1.14), dio
testimonio de lo que había visto y oído junto al Padre (Jn 1.18; cf. Mt 11.27),
y envió a sus discípulos diciéndoles: «El que los escucha a ustedes, me escucha
a mí; y el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí; y el que me rechaza a
mí, rechaza al que me envió» (Lc 10.16).
Los apóstoles, a su vez, fueron testigos
oculares y servidores de la Palabra (Lc 1.2). Ellos fueron elegidos de antemano
por Dios (Hch 10.41–42), y a ellos se les confió la misión de anunciar la
Palabra de Dios a todo el mundo (Mc 16.15).
Este mensaje de los profetas, de Jesús y de los
apóstoles fue luego consignado por escrito, y así nació la Biblia, que es la
Palabra de Dios encarnada en un lenguaje humano. Ella, como Jesucristo, es
plenamente divina y plenamente humana, sin que lo divino ceda en detrimento de
lo humano, ni lo humano de lo divino.
Ahora bien: la palabra es la acción de una persona
que expresa algo de sí misma y se dirige a otra para establecer
una comunicación.
1. Si analizamos por partes los elementos de esta
definición, vemos que hablar es, en primer lugar, dirigirse a otro. El que
habla, por el simple hecho de dirigir la palabra a otra persona (y aunque no lo
diga expresamente), está manifestando la voluntad de ser escuchado y
comprendido, de obtener una respuesta, de lograr que su palabra no caiga en el
vacío.
Dicho de otra manera: toda palabra interpela
al destinatario del mensaje; es invitación, llamado, interpelación. El ser de
la palabra es esencialmente «para-otro», tiene un carácter interpersonal y
oblativo.
La orientación hacia el destinatario del mensaje,
generalmente sobreentendida, aflora a veces de manera explícita y se expresa en
palabras y en giros sintácticos, de un modo especial, en los vocativos y
en los imperativos.
Así, cuando el Señor dice «¡Abraham, Abraham!» (Gn
22.11) o «¡Moisés, Moisés!» (Ex 3.4), lo que hace es atraer la atención del que
va a ser su interlocutor. Todavía no le ha comunicado nada. Lo llama
simplemente para obtener de él una respuesta y establecer de ese modo el
circuito de la comunicación. Porque sin ese llamado previo, y sin la respuesta
del interlocutor, no habría diálogo posible.
De igual manera, el que pide algo, o da una orden
con un imperativo, apunta en forma directa al destinatario del mensaje: «Ve a
lavarte al estanque de Siloé», le dice Jesús al ciego de nacimiento, y esta
orden provoca en él una respuesta inmediata: «El ciego fue y se lavó» (Jn 9.7).
2. Además, toda palabra comunica algo. Los
interlocutores intercambian siempre algún tipo de información, y hasta la
conversación más trivial versa sobre algún tema. El tema de la conversación, el
significado de las palabras, la noticia que se quiere comunicar, dan un contenido
al mensaje.
3. Por su misma dinámica interna, la palabra tiende
a convertirse en diálogo entre un yo y un tú. Es verdad que muchas veces
empleamos el lenguaje por razones prácticas, de manera que la comunicación se
establece casi siempre en un contexto utilitario y más bien superficial.
Además, la comunicación fracasa muchas veces porque las personas no se abren al
diálogo sino que se encierran en su propio egoísmo, o porque la buena
disposición de una persona no encuentra en la otra una acogida o un eco
favorable.
Por lo tanto, el encuentro personal puede adquirir
distintos grados de profundidad, o puede incluso frustrarse por la falta de
receptividad y de correspondencia en alguna de las partes. Pero también hay
veces en que el encuentro se realiza plenamente, ya que la palabra y la
respuesta se convierten en un diálogo auténtico y recíproco de comunión y de
mutuo compromiso. Sólo en el encuentro amoroso puede darse esta perfecta
reciprocidad, que es fruto de una revelación y de un don, por una parte, y de
una acogida franca y abierta, por la otra.
Estos aspectos del lenguaje humano se aplican
analógicamente a la Palabra de Dios. O expresado de otra manera: este encuentro y este diálogo se vuelven
a encontrar en el plano infinitamente más elevado de la revelación de Dios y de
la fe.
La Palabra de Dios posee un contenido: Es la buena noticia por
excelencia, el evangelio de la salvación. Así puede apreciarse, por ejemplo, en
los pasajes siguientes:
«Oye,
Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor.
Ama al
Señor tu Dios
con
todo tu corazón, con toda tu alma y con todas
tus fuerzas».
tus fuerzas».
(Dt
6.4–5)
«Ama a
tu prójimo como a ti mismo».
(Lv
19.18; Ro 13.9)
«Si con
tu boca reconoces a Jesús como Señor,
y con
tu corazón crees que Dios lo resucitó,
alcanzarás
la salvación».
(Ro
10.9)
Estos tres pasajes expresan contenidos
fundamentales del mensaje bíblico, como son el mandamiento principal (cf. Mt
22.34–40) y la profesión de fe en Cristo (cf. 1 Co 15.1–7).
Pero no basta escuchar con los oídos, porque la
Palabra de Dios interpela, quiere ser acogida interiormente, reclama una
respuesta.
Esa respuesta es la fe. Mediante la fe, que
acoge el mensaje de la Palabra, se realiza el encuentro con el Dios
viviente. Y esta respuesta de la fe hace que la Palabra de Dios - creída,
proclamada y vivida individual y eclesialmente- llegue a ser una fuerza eficaz
en la historia.
La Palabra de Dios es también eficaz: «…tiene vida y poder. Es
más aguda que cualquier espada de dos filos, y penetra hasta lo más profundo
del alma y del espíritu, hasta lo más íntimo de la persona;…» (Heb 4.12).
«Así
como la lluvia y la nieve bajan del cielo,
y no
vuelven allá, sino que empapan la tierra,
la
fecundan y la hacen germinar,
y
producen la semilla para sembrar
y el
pan para comer,
así
también la palabra que sale de mis labios
no
vuelve a mí sin producir efecto,
sino
que hace lo que yo quiero
y
cumple la orden que le doy».
(Is
55.10–11)
Esta Palabra tiene tanta eficacia porque Dios actúa
desde el exterior y también en el interior de las personas. A diferencia de los seres humanos,
que sólo disponen de la fuerza expresiva y significativa del lenguaje, el
Espíritu de Dios penetra en el interior de las personas y allí realiza su
acción más profunda.
Para referirse a esta eficacia, la Escritura habla
de una revelación especial (Mt 11.25), de una luz que Dios hace brotar en
nuestro corazón (2 Co 4.6), y de una atracción interior (Jn 6.44).
Por la acción del Espíritu Santo, Dios puede
infundir en el espíritu humano una luz que lo incline a aceptar confiadamente
el testimonio divino. La iniciativa parte siempre de Dios. De él proceden el
mensaje de la salvación y la capacidad para dar una respuesta de fe a ese
mensaje.
La Palabra de Dios y la fe son, por lo tanto,
esencialmente interpersonales. El que acoge la Palabra y permanece en
ella, de siervo pasa a ser hijo y amigo, y se inicia en los secretos del Padre,
que el Hijo y el Espíritu son los únicos en conocer. No cabe imaginar un
encuentro humano que alcance tanta hondura de intimidad y de comunicación.
El contenido de la Biblia
La explicación anterior afirma cosas importantes,
pero también deja otras sin responder. Porque si alguien pregunta «¿Qué es la
Biblia?», aunque no lo manifieste expresamente, quiere saber algo más. Ante
todo, quiere saber algo de lo que dice la Biblia.
De ahí la necesidad de completar la respuesta
diciendo algo sobre el contenido de la Biblia.
La Palabra de Dios es, ante todo, el relato de una
historia que se extiende desde la creación del mundo hasta el fin de los
tiempos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la Biblia proclama los hechos
portentosos de Dios. A través de ellos, Dios se revela como Señor, Padre y
Salvador, a fin de liberar del pecado y de la muerte a la humanidad pecadora.
Esta historia comprende dos etapas. En la primera,
Dios forma para sí un pueblo, eligiéndolo de entre todas las naciones, para
hacer de él una nación santa, un pueblo sacerdotal y su posesión exclusiva (cf.
Ex 19.3–6). La segunda está centrada y resumida plenamente en Jesucristo muerto
y resucitado, cuyo acontecimiento pascual constituye la revelación definitiva
de los designios de Dios.
A la luz de este relato bíblico, la historia humana
se manifiesta en su verdadero sentido; es decir, no como el producto del azar o
de un destino ciego, sino como un proceso que está en las manos de un Dios
personal, de quien todo depende y que todo lo conduce según el plan que “se
había propuesto realizar en Cristo”. Y este plan consiste en «unir bajo el
mando de Cristo todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra (Ef 1.9–10
DHH3).
En esta historia se sitúa, en primer lugar, el largo
proceso de formación del Antiguo Testamento, paralelo a la vida del pueblo de
Israel. Después de la muerte y la resurrección de Cristo, y por la acción del
Espíritu santo, nace la iglesia cristiana, y en ella se va formando
progresivamente el Nuevo Testamento.
A continuación enumeramos brevemente las grandes
etapas de esta historia milenaria.
La historia de los orígenes. El primer libro de la Biblia lleva el nombre de
Génesis, palabra griega que significa «origen». El Génesis es el libro de los
comienzos: comienzos del mundo, de la humanidad y del pueblo de Dios.
En sus primeros capítulos (1–11), el Génesis
presenta un vasto panorama de la historia humana, desde la creación del mundo
hasta Abraham. Estos relatos—tan conocidos, pero casi siempre tan mal
comprendidos—ponen de manifiesto aspectos esenciales de la condición humana en
el mundo.
A los seres humanos les corresponde el honor de
haber sido creados «a imagen de Dios» (Gn 1.26–27). Pero al separarse de Dios
por el pecado, la humanidad eligió para sí un camino de muerte. En el origen de
esta rebeldía está la pretensión de «ser como Dios» (Gn 3.5), es decir, en vez
de ordenar todas sus acciones de acuerdo con la voluntad divina, el primer
hombre y la primera mujer se constituyeron a sí mismos en norma última de sus
decisiones, usurpando el lugar que le corresponde exclusivamente a Dios.
El pecado rompió los lazos de amistad con Dios, y
así entraron en el mundo el sufrimiento y la muerte. A su vez, la pérdida de la
amistad divina trajo como consecuencia la ruptura entre Dios y el hombre, entre
el hombre y la mujer, entre la especie humana y el resto de la creación.
La rebelión contra Dios está presente en todos estos
relatos del Génesis. El pecado prolifera, se diversifica y se extiende cada vez
más a medida que aumenta la humanidad. Pero el pecado y el castigo no tienen la
última palabra, porque Dios reconstruye misericordiosamente lo que la soberbia
humana había destruido: Después del diluvio, la humanidad es reconstituida a
partir del justo Noé; después de la dispersión de Babel, a través de la
elección de Abraham.
Por eso en el marco descrito por estos relatos se va
a desarrollar la «historia de la salvación», es decir, la serie de acciones
divinas destinadas a liberar a la humanidad del pecado y de la muerte. La
humanidad pecadora ya no era capaz de salvarse a sí misma. Sólo la gracia de
Dios podía traer al mundo la salvación. De ahí que la historia relatada en la
Biblia sea la historia de nuestra redención.
Los patriarcas. Los once primeros capítulos del Génesis nos revelan algo del origen
y del misterio de la condición humana; la historia de los patriarcas, que viene
a continuación, presenta la primera etapa en la formación del pueblo de Dios.
Dios vuelve a intervenir en la historia de este
mundo, pero lo hace de un modo nuevo. Ya no actúa para condenar a los culpables
o para dispersar a los seres humanos, sino para dar cumplimiento a su plan
divino de salvación.
Abraham, el «padre de
los creyentes», escucha la palabra de Dios y emprende un camino que lo arranca
del pasado y lo proyecta hacia el futuro:
«Deja
tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre,
para ir
a la tierra que yo te voy a mostrar.
Con tus
descendientes voy a formar una gran nación;
voy a
bendecirte…»
(Gn
12.1–2)
El designio divino de salvación comienza humildemente, con un solo
hombre Abraham y su familia. Pero desde el comienzo tiene una destinación
universal, porque la elección de Abraham redundará al fin en beneficio de todas
las naciones:
«Con
tus descendientes voy a formar una gran nación…
Por
medio de ti bendeciré a todas las familias del mundo».
(Gn
12.2–3; cf. 13.14–17; 15.5; 22.17–18)
Al leer a continuación los otros relatos del Génesis,
donde el designio divino parece limitarse a algunas personas escogidas, es
preciso no perder de vista el contenido de esta promesa.
Isaac
primero, y Jacob después, fueron los herederos de la promesa divina (Gn
26.4; 28.13–15). José fue vendido por sus hermanos, pero gracias a él la
familia de Jacob llegó a Egipto y se salvó de la hambruna. Así quedó preparado
el escenario para la gran liberación que relata a continuación el libro del
Éxodo.
El éxodo. El éxodo de Egipto constituye uno de los momentos más decisivos en
la historia de la salvación. Dios se reveló a Moisés como el Dios de los padres
y el Dios salvador, que oyó el clamor de su pueblo y decidió acudir en su
ayuda. Le dio a conocer su nombre de Yavé y lo envió a presentarse ante
el Faraón, rey de Egipto.
Luego de muchos contratiempos, los israelitas
salieron de Egipto, y «con ellos se fue muchísima gente de toda clase» (Ex
12.38). Esta breve referencia es importante, porque nos da a entender que la
unidad del pueblo de Dios no depende, ante todo, de un común origen racial.
Después de la liberación viene la alianza. Al
llegar al monte Sinaí, el Señor sale al encuentro de su pueblo y establece con
él un pacto o alianza. Esta alianza no es un contrato bilateral, es decir, un
convenio ordinario entre dos partes que han discutido sus términos antes de
concluirlo y firmarlo. Es una disposición divina, que el Señor concede
gratuitamente, por una libre iniciativa de su gracia.
Esta alianza hace del pueblo elegido un pueblo santo,
puesto aparte por Dios y consagrado al servicio de Dios entre todos los pueblos
de la tierra (Ex 19.3–8).
La historia de esta liberación quedó grabada como un
sello indeleble en la memoria del pueblo de Israel. A partir de aquel momento,
Dios nunca dejó de presentarse con estas palabras: «Yo soy el Señor [Yavé]
tu Dios, que te sacó de Egipto, donde eras esclavo» (Ex 20.1).
A continuación, el libro del Levítico dicta
un conjunto de normas para el ejercicio del culto en Israel, el pueblo
sacerdotal, consagrado al servicio del Señor.
La marcha por el desierto (narrada especialmente en el libro de Números).
En medio de las asperezas del desierto, en su marcha hacia la Tierra prometida,
el pueblo padeció hambre y sed. Estas penurias le hicieron añorar el pescado y
las legumbres que comían en Egipto (Nm 11.5), y más de una vez se rebeló contra
el Señor y contra Moisés: «¿Para qué nos trajo el Señor a este país? ¿Para
morir en la guerra, y que nuestras mujeres y nuestros hijos caigan en poder del
enemigo? ¡Más nos valdría regresar a Egipto!» (Nm 14.3).
La libertad se les hacía una carga demasiado pesada
y sentían nostalgia de la esclavitud. Entonces el Señor hizo brotar agua de la
roca y los alimentó con el maná.
Al término de esta marcha, antes de pasar el Jordán,
Moisés instruye por última vez a Israel, como lo recuerda el libro del Deuteronomio.
Josué. El
libro que lleva el nombre de Josué, el sucesor de Moisés, celebra el
asentamiento de las tribus hebreas en la Tierra prometida. Un simple vistazo al
conjunto del libro nos hace ver que consta de tres partes: la conquista de
Canaán (caps. 1–12), la distribución de los territorios conquistados (caps.
13–21) y la unidad de Israel fundada en la fe (caps. 22–24).
Después de cruzar el Jordán, los israelitas llegados
del desierto encontraron a su paso ciudades fortificadas y carros de guerra. Y
si lograron infiltrarse en el país, fue más por la astucia que por el empleo de
las armas.
En realidad, la conquista no fue una hazaña de los
hombres sino una victoria del Señor. Por eso el relato adquiere por momentos
los contornos de epopeya maravillosa: los muros de Jericó se derrumban, el sol
se detiene, los cananeos son presa del pánico, porque es el Señor el que se
pone al frente del pueblo y combate a favor de él. En estas «guerras de Yavé»,
el arca de la alianza era el símbolo de la presencia del Señor en medio de su
pueblo.
De ahí un tema fundamental en el libro de Josué:
Israel tiene que dar gracias a Yavé, su Dios, que ha dado como herencia a su
pueblo la tierra de Canaán.
El libro concluye con el relato de la alianza de
Siquem. Josué rememora, ante la asamblea de los israelitas, las acciones que
realizó el Dios de Israel en favor de su pueblo. Luego les propone una alianza,
y esta queda sellada sobre una doble base: la fe común en Yavé y el
reconocimiento de una misma ley (cap. 24).
El libro de los Jueces, que viene a continuación,
nos dará una imagen un poco más matizada de este período histórico.
Los jueces. Después de la muerte de Josué sobrevino para las tribus de Israel
una etapa difícil: es la así llamada «época de los jueces».
Es importante notar que estos «jueces» no eran
simples magistrados que administraban justicia, sino «caudillos» (o, como suele
decirse, «líderes carismáticos») que el Señor fue suscitando en los momentos de
crisis para liberar a su pueblo de la opresión. Cuando una o varias tribus
israelitas se veían amenazadas por un ataque enemigo, estos caudillos—llenos
del «espíritu del Señor»—se levantaron para combatir a los enemigos de su
pueblo (cf. Jue 3.10; 11.29).
Las amenazas provenían de los pueblos vecinos de
Israel. Poco después de la entrada de los israelitas en Canaán, tuvo lugar, a
su vez, el asentamiento de los filisteos en la costa sur de Palestina (hacia el
año 1175 a.C.). Estos se organizaron en cinco ciudades—la famosa Pentápolis
filistea—, y por su poderío militar y su monopolio del hierro constituyeron un
peligro constante para los israelitas. La hostilidad de los filisteos, sumada a
la que provenía de los nativos del país (los cananeos) y de los pueblos vecinos
(madianitas, moabitas, amonitas, etcétera), llegó algunas veces a poner en
peligro la existencia misma de las tribus hebreas.
Cuando se producía una de estas crisis, el Señor
suscitaba un «juez» o caudillo, que obtenía para su pueblo una victoria más o
menos resonante. Estos héroes actuaron en distintos lugares y en distintas
épocas, y cada uno a su manera. Gedeón, por ejemplo, reunió varias tribus para
ir al combate; Sansón, en cambio, fue un héroe de fuerza extraordinaria, que
más de una vez puso en grave aprieto a los filisteos. Además, la misión de los
jueces era personal y temporal: una vez pasado al peligro, ellos solían volver
a sus ocupaciones ordinarias.
El «Cántico de Débora» (Jue 5) muestra muy bien cómo
se encontraba el pueblo de Israel durante el período de los jueces. El poema
celebra la victoria de una coalición de tribus hebreas contra los cananeos, en
la llanura de Jezreel. Según Jueces 5.14–17, seis de las tribus respondieron a
la convocatoria hecha por Débora: Efraín, Benjamín, Maquir (Manasés), Zabulón,
Isacar y Neftalí. En cambio, otras cuatro tribus—Rubén, Galaad (Gad), Dan y
Aser—son recriminadas severamente por no haber socorrido a sus hermanos. Las
tribus del sur—Judá, Simeón y Leví—ni siquiera se mencionan, sin duda porque
una especie de barrera las separaba de las otras tribus. Uno de los principales
enclaves que se interponían entre el norte y el sur era la fortaleza de
Jerusalén, que aún estaba en poder de los jebuseos (Jos 15.63; Jue 19.10–12).
El libro de los Jueces pronuncia un juicio severo
sobre la situación religiosa de Israel en aquel período. Los israelitas pasaban
por un proceso de sedentarización y de cambio a nuevas formas de vida. Y la
asimilación de algunas costumbres cananeas (relacionadas, sobre todo, con el
ejercicio de la agricultura) introdujo prácticas religiosas contrarias al
auténtico culto de Yavé. Estas prácticas estaban relacionadas con Baal,
el dios cananeo de la fecundidad. De este dios se esperaba que diera fertilidad
a la tierra, buenas cosechas de granos y abundancia de vino y aceite.
También es severo el juicio que se pronuncia sobre
la falta de unidad y de organización política entre los grupos hebreos: «Como
en aquella época aún no había rey en Israel, cada cual hacía lo que le daba la
gana» (Jue 17.6; cf. 18.1; 19.1; 21.25).
En la etapa siguiente, la institución de la realeza
vino a atemperar de algún modo aquel estado de anarquía.
Samuel y Saúl. Los libros de Samuel, que vienen a continuación, se refieren a este
proceso de consolidación; uno de los momentos más importantes en la historia
bíblica. Es la época en que Israel se constituyó como unidad política, al mando
de un rey.
El primer libro de Samuel consta de tres secciones.
Cada una de ellas gira en torno a uno o dos personajes centrales: Samuel (caps.
1–7), Samuel y Saúl (8–15), Saúl y David (16–31).
La primera de estas figuras centrales es la de
Samuel, el niño consagrado al Señor que llegó a ser profeta. Como sucede con
frecuencia en la Biblia, el hijo concedido a la mujer estéril tiene un destino
especial. El relato de la vocación de Samuel presenta tres elementos que
aparecen en todos los relatos de llamamiento al profetismo: la iniciativa de Yavé,
la comunicación del mensaje que debe transmitir, y la respuesta del que ha sido
llamado (1 S 3; cf. Ex 3.1–12; Is 6; Jer 1.4–10; Ez 13).
Más tarde, el intento de organizar a las tribus
israelitas bajo la forma de un estado monárquico comienza con Saúl. Él, como
los antiguos jueces de Israel, fue el libertador elegido por Dios (1 S 10.1).
El espíritu del Señor vino sobre él, y lo impulsó a emprender una guerra de
liberación contra los amonitas (1 S 11.1–13). Y cuando regresó victorioso de su
campaña libertadora, Saúl fue proclamado rey.
Con esta proclamación, la realeza quedó instituida
en Israel.
Muerte de Saúl y reinado de David. Después de narrar las primeras victorias de Saúl,
la Biblia presenta dos trayectorias que siguen un curso contrario. El joven
David, que se había puesto al servicio del rey Saúl, se fue ganando cada vez
más el amor y la simpatía del pueblo (1 S 18.6–7). Este hecho despertó la
envidia y el odio del rey, que comenzó a perseguirlo despiadadamente. Así
comenzaron a contraponerse la carrera ascendente de David, que culminó con su
elevación al trono, y la curva descendente de Saúl, que terminó en la derrota y
en la muerte.
La muerte de Saúl dejó libre el camino a David, que
primero fue proclamado rey de Judá (2 S 2.4), y luego, cuando las tribus del
norte fracasaron en su intento de organizarse por sí mismas, también fue
reconocido como rey de Israel (2 S 5.1–3).
Un momento decisivo en la trayectoria histórica de
David fue la conquista de Jerusalén. El rey convirtió esa ciudad jebusea en
capital de su reino (2 S 5.9–16) y también en centro religioso de todo Israel, ya
que allí instaló el arca de la alianza (6.1–23).
Los libros de Samuel presentan a David con todos los
atractivos de un héroe: bien parecido, fiel en la amistad, músico, poeta,
guerrero valeroso y líder extraordinario. La historia de su ascensión es al mismo
tiempo la historia de la caída de Saúl. Pero el relato bíblico no oculta sus
pecados: el adulterio con Betsabé y el asesinato de Urías.
El largo reinado de David no logró eliminar por
completo el antagonismo entre el norte y el sur, de manera que la unidad de las
tribus fue siempre precaria. Una prueba de ello fueron las rebeliones que debió
afrontar David, en particular el levantamiento dirigido por su hijo Absalón (2
S 15.1–6; 19.42–20.2).
A la muerte de David, en medio de las intrigas de la
corte real, lo sucedió su hijo Salomón (1 R 1–2).
Los reyes de Israel y Judá después de David. Salomón llevó a cabo el proyecto que su padre no
había podido realizar (1 R 8.17–21) y erigió un lugar de culto que tendría en
el futuro una enorme importancia en la vida religiosa y cultural de Israel. La
importancia de dicho templo se pone de manifiesto, sobre todo, en la plegaria
pronunciada por el rey durante la fiesta de la dedicación (1 R 8.23–53).
Pero no todo fue gloria y magnificencia en el reino
de Salomón. La Biblia también deja entrever los aspectos negativos de su
reinado, como fueron las concesiones hechas a la idolatría y las excesivas
cargas impuestas al pueblo. Las construcciones llevadas a cabo por el rey
exigían pesados tributos y una considerable cantidad de mano de obra. Para
muchos israelitas, estos excesos traicionaban los ideales que habían dado su
identidad y su razón de ser al pueblo de Dios (cf. 1 S 8), y un profundo
descontento se extendió por el país, en especial, entre las tribus del norte. Como
consecuencia de este malestar resurgieron los viejos antagonismos entre el
norte y el sur (cf. 2 S 20.1–2), y así terminó por quebrantarse el intento de
unificación llevado a cabo por David (cf. 2 S 2.4; 5.3).
Después de la muerte de Salomón, el reino davídico
se dividió en dos estados independientes: Israel al norte y Judá al sur; este
último con Jerusalén como capital. El texto bíblico narra en qué circunstancias
se produjo la separación y cómo el cisma político trajo consigo el cisma
religioso (1 R 12). Luego presenta en forma paralela la historia de los dos
reinos, que en muy pocas ocasiones lograron superar su antigua rivalidad.
Según los libros de los Reyes, la historia de Israel
y de Judá, a lo largo de todo el período monárquico, fue una cadena ininterrumpida
de pecados e infidelidades, y los principales responsables de esta situación
fueron los reyes mismos. A ellos les correspondía gobernar al pueblo de Dios
con sabiduría (cf. 1 R 3.9); pero en realidad hicieron todo lo contrario. Por
eso no fue un hecho casual que Israel y Judá terminaran por caer derrotados y
dejaran de existir como naciones independientes (2 R 17.6; 25.1–21).
Los profetas. En este contexto proclamaron su mensaje los más grandes profetas de
Israel. Ellos vieron con extraordinaria lucidez el desorden que reinaba en la
sociedad. El pueblo de Israel no era lo que Dios quería y esperaba de él. El
Señor había formado y cuidado a su pueblo, como el labrador planta y cultiva su
viña, y esperaba de él buenos frutos. Pero sus esperanzas quedaron frustradas
porque la viña del Señor, en vez de dar buenos frutos, había producido uvas
agrias (Is 5.1–7). El pecado de Israel estaba grabado «con punta de diamante» y
con «cincel de hierro» en la piedra de su corazón (Jer 17.1). Pero como el
Señor no quiere la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva (Ez
18.23), envió a sus servidores, los profetas, para llamarlo a la conversión.
Los profetas nunca dejaron de reconocer que el Señor había elegido a
Israel. Pero esta elección divina, mucho más que un privilegio, era para ellos
una responsabilidad. Ni el culto, ni el templo, ni la dinastía davídica ni el
recuerdo de las acciones pasadas de Yavé ofrecían ya una garantía
incondicional y automática, porque el Señor ha dado a conocer…
»…en
qué consiste lo bueno
y qué
él espera de ti:
que
hagas justicia, que seas fiel y leal
y que
obedezcas humildemente a tu Dios».
(Miq
6.8)
También el profeta Amós ha expresado esta idea con toda claridad y
precisión:
«Sólo a
ustedes he escogido
de
entre todos los pueblos de la tierra.
Por eso
habré de pedirles cuentas
de
todas las maldades que han cometido».
(Am
3.2)
Otro tema central de la predicación profética es la
fidelidad al culto de Yavé. Ese tema se encuentra, sobre todo, en Oseas,
Jeremías y Ezequiel. Ellos denunciaron la idolatría en todas sus formas (cf.,
por ejemplo, Os 4.1–14; Jer 2.23–28) y, con tal finalidad, utilizaron
ampliamente el simbolismo conyugal: Yavé era el esposo de Israel, pero
los israelitas se comportaban como una esposa infiel, que engaña a su marido y
se prostituye con el primero que pasa (cf., entre muchos otros textos, Os 2; Ez
16; 20). Era preciso, por lo tanto, volver a la fidelidad perdida (Jer 2.1–3),
antes que fuera demasiado tarde (Jer 4.1–4).
Los profetas condenaron también el orgullo y la
ambición de las clases dirigentes, que no mostraban la menor preocupación por
el destino de su pueblo. La gente humilde era víctima de jefes sin escrúpulos,
que creían que todo les estaba permitido (cf. Am 2.6–8). Ante el espectáculo
generalizado de la venalidad y la corrupción, ellos manifestaron decididamente
su solidaridad con las víctimas de la injusticia y denunciaron sin reserva a
los opresores. Según sus enseñanzas, la fidelidad al Señor debía manifestarse
no sólo en la observancia de ciertas prácticas cultuales y religiosas, sino
también, y sobre todo, en el ámbito de las relaciones sociales. Sin la práctica
de la justicia, el culto puramente exterior era abominable para el Señor (Is
1.10–20; Am 5.21–24).
La caída de Jerusalén. Los
profetas anunciaron repetidamente que Jerusalén sería destruida y que sus
habitantes caerían bajo la espada de sus enemigos, o serían llevados al exilio,
si no se volvían al Señor de corazón. Pero ni el pueblo ni sus gobernantes
hicieron caso a la palabra del Señor, y aquellos anuncios se cumplieron. El
ejército de Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitió la ciudad santa, y esta no
pudo resistir al asedio. Los invasores entraron en Jerusalén, la saquearon,
incendiaron el templo, se llevaron sus tesoros y vasos sagrados, y deportaron
al sector más representativo de la población (2 R 25.1–21). El Salmo 74.4–9
describe con hondo dramatismo aquella catástrofe:
«Tus
enemigos cantan victoria en tu santuario;
¡han
puesto sus banderas extranjeras
sobre
el portal de la entrada!
Cual si
fueran leñadores
en
medio de un bosque espeso,
a golpe
de hacha y martillo,
destrozaron
los ornamentos de madera.
Prendieron
fuego a tu santuario;
¡deshonraron
tu propio templo
derrumbándolo
hasta el suelo!
Decidieron
destruirnos del todo;
¡quemaron
todos los lugares del país
donde
nos reuníamos para adorarte!
Ya no
vemos nuestros símbolos sagrados;
ya no
hay ningún profeta,
y ni siquiera sabemos lo que esto durará».
El exilio. Comparado con la historia de Israel en su conjunto, el período del
exilio fue relativamente breve: unos sesenta años desde la primera deportación
(2 R 25.18–21) hasta el edicto de Ciro (2 Cr 36.22–23). Sin embargo, fue uno de
los más ricos y fecundos en la historia de la salvación. Los israelitas
meditaron sobre la catástrofe que les había acontecido, y esperaron con
impaciencia que el Señor volviera a intervenir una vez más en favor de su
pueblo (cf. Sal 137).
Una vez que se cumplió el término fijado por Dios
(cf. Jer 29.10), los exiliados escucharon la voz de los profetas que les
anunciaban el fin del cautiverio y una pronta liberación (cf. Is 40–55).
Cuando cayó Jerusalén, el rey Nabucodonosor estaba
en el apogeo de su gloria. Pero a su país debía llegarle «el momento de estar
también sometido a grandes naciones y reyes poderosos» (Jer 27.7). Los primeros
indicios de la declinación de Babilonia se sintieron hacia el 546 a.C., cuando
apareció en el escenario del Próximo Oriente Antiguo un nuevo protagonista:
Ciro, el rey de los persas. Entonces los exiliados pudieron esperar su
liberación y el fin de la catástrofe (cf. Is 40–55). Esta se realizó en el año
539 a.C., con la caída de Babilonia.
La vuelta del exilio. El edicto de Ciro—del que la Biblia conserva dos versiones (Esd
1.2–4; 6.3–5)—autorizó a los deportados el regreso a Palestina. Este retorno
fue paulatino. La primera caravana de repatriados llegó a Judá al mando de
Sesbasar (Esd 1.5–11), que era una especie de alto comisario del imperio persa.
Pero Sesbasar desapareció pronto de la escena y en lugar de él apareció
Zorobabel. La reedificación del templo, que había empezado Zorobabel con mucho
entusiasmo, se vio obstaculizada por las hostilidades de los samaritanos; pero
estimulado por los profetas Hageo y Zacarías, Zorobabel puso de nuevo manos a
la obra y en el año 515 a.C. el templo quedó terminado.
A partir del edicto de Ciro fueron llegando a
Jerusalén sucesivas caravanas de repatriados. Muchos otros judíos, en cambio,
prefirieron quedarse en la diáspora, donde habían prosperado económicamente,
llegando a desempeñar, algunas veces, cargos de importancia como funcionarios
del imperio persa (cf. Neh 2.1).
Con el paso del tiempo, la situación política,
social y religiosa de Judea se fue deteriorando cada vez más. Entre los
factores que contribuyeron a ese proceso hay que mencionar las dificultades
económicas, las divisiones en el interior de la comunidad y, muy
particularmente, la hostilidad de los samaritanos.
Nehemías, que a pesar de ser judío era un alto
dignatario en la corte del rey Artajerjes I, se enteró de que la ciudad de
Jerusalén aún se encontraba casi en ruinas y con sus puertas quemadas. Entonces
solicitó y obtuvo ser nombrado gobernador de Judá para acudir en ayuda del
pueblo. Su valentía y firmeza superaron todas las dificultades, y en muy poco
tiempo se restauraron los muros de la ciudad. Luego se dedicó a repoblar la
ciudad santa, que estaba casi desierta, y tomó severas medidas para defender a
los más desvalidos y para reprimir algunos abusos (Neh 5.1–12), siendo él mismo
el primero en dar el ejemplo (Neh 5.14–19). Un tiempo después volvió por
segunda vez a Jerusalén y completó la reforma que había iniciado (Neh 10).
Esdras, sacerdote y escriba que también había estado
en Babilonia, desempeñó un papel igualmente importante en esta acción
reformadora.
La diáspora. Como ya lo hemos recordado, muchos deportados a Babilonia, siguiendo
los consejos de Jeremías (29.4–7), se dedicaron al cultivo de la tierra y a
otras actividades rentables, y así lograron constituir en el exilio colonias
muy florecientes. Por eso, cuando Ciro autorizó el regreso, renunciaron a
volver a Palestina.
Más tarde a estas colonias judías en territorio
extranjero, se fueron sumando muchas otras, formadas por las olas sucesivas de
judíos que emigraban de Palestina para probar fortuna en el exterior. De este
modo, en el siglo I a.C., muchos emigrados judíos o los descendientes de ellos
estaban diseminados por todas las regiones del mar Mediterráneo. Al conjunto de
estas comunidades judías se le da el nombre de «diáspora», palabra de origen
griego que significa «dispersión» (cf. Stg 1.1; 1 P 1.1).
Por la influencia de estas comunidades de la
diáspora, numerosos paganos se convirtieron al monoteísmo judío. Algunos aceptaban
solo algunos preceptos, y estos convertidos se llamaban «temerosos de Dios».
Otros, más fervorosos, se sometían por completo a la ley mosaica y franqueaban
la última etapa, sometiéndose a la circuncisión. Estos formaban el grupo de los
«prosélitos». Según Hechos de los Apóstoles, los primeros misioneros cristianos
encontraron por todas partes «prosélitos» y «temerosos de Dios» (cf. Hch 2.11;
10.2; 13.16,43).
El período intertestamentario. Entre el último de los libros del Antiguo
Testamento y los escritos más antiguos del Nuevo, transcurre un período llamado
«intertestamentario». Para comprender mejor esta etapa es necesario recordar
que en ella Israel vivió más que nunca de una promesa. La promesa hecha
a Abraham, renovada a Moisés bajo la forma de alianza, luego a David, y
recordada constantemente por los profetas, era el aliciente que mantenía viva
la esperanza del pueblo.
Esta esperanza persistió bajo distintas formas a
través de las vicisitudes de su historia, renaciendo cada vez renovada y
tendida siempre hacia el futuro. A partir de las pruebas del exilio y de la
desaparición de la realeza, ella estuvo centrada, sobre todo, en la figura del Mesías,
el nuevo David.
Los que esperaban al Mesías tendían a representarse
su reinado bajo aspectos puramente terrestres, como la conquista y la
dominación de los pueblos paganos que tantas veces habían oprimido a Israel.
En este sentido se reinterpretaban los antiguos anuncios proféticos,
como este de Amós:
«‘El día viene en que levantaré la caída choza de
David. Taparé sus brechas, levantaré sus ruinas y la reconstruiré tal como fue
en los tiempos pasados, para que lo que quede de Edom y de toda nación que me
ha pertenecido vuelva a ser posesión de Israel’. El Señor ha dado su palabra, y
la cumplirá».
(Am 9.11–12
DHH3)
Esta perspectiva era la más corriente, aunque no
exclusiva, en tiempos de Jesús.
Al lado de ella encontramos la llamada «corriente
apocalíptica». El adjetivo «apocalíptico» viene de apokaŒlypsis, palabra
griega que significa «revelación». Todo apocalipsis, en efecto, es una
revelación sobre el sentido profundo de la historia humana. Porque en la
historia se realiza un misterioso designio de Dios, que solo puede darlo a
conocer la revelación divina. Según este plan, al fin de los tiempos Dios va a
triunfar sobre el mal y a enjugar las lágrimas de sus fieles (cf. Ap 21.4).
Pero mientras llega el fin, el mal despliega todo su poder y persigue al pueblo
de Dios, hasta el punto de infligir una muerte violenta a muchos creyentes. En
este contexto, el apocalipsis quiere dar una palabra de consuelo, de aliento y
de esperanza al pueblo de Dios perseguido.
La lectura de estos escritos es apasionante pero
difícil. En parte, por las constantes alusiones históricas que se encuentran en
ellos, y que requieren un buen conocimiento de las circunstancias en que se
redactaron esos escritos. Y aún más, por el empleo del «género apocalíptico»,
es decir, de una forma literaria que se caracteriza, sobre todo, por el
constante recurso al lenguaje simbólico.
El Nuevo Testamento. Después de haber hablado a nuestros padres por medio de los
profetas, Dios envió a su Hijo Jesucristo—su Palabra eterna, que ilumina a
todos los seres humanos—«para que todo aquel que cree en él no muera, sino que
tenga vida eterna» (Jn 3.16).
Una vez bautizado por Juan (Mc 1.9–11), Jesús volvió
a Galilea y comenzó a anunciar la buena noticia de Dios (Mc 1.14–15). Reunió a
su alrededor un grupo de discípulos, «para que lo acompañaran y para mandarlos
a anunciar el mensaje» (Mc 3.14). Los evangelios, sin embargo, nos muestran que
los discípulos estuvieron muy lejos de entender, desde el comienzo, quién era
en realidad aquel con quien convivían tan íntimamente (Mc 8.14–21). Pero Jesús
les anunció que el Paracleto—el «Espíritu de la verdad»—les haría conocer toda
la verdad (Jn 14.26; 15.26; 16.13). Este anuncio se cumplió el día de
Pentecostés, cuando la comunidad reunida en oración recibió la luz y la fuerza
del Espíritu Santo (Hch 2.1–4).
Estos primeros discípulos, que fueron desde el
comienzo «testigos presenciales» de lo que Jesús hizo y enseñó, recibieron de
él «el encargo de anunciar el mensaje» (Lc 1.2), y con el poder del Espíritu
Santo (Hch 1.8) dieron testimonio de lo que habían visto y experimentado:
«Porque lo hemos visto y lo hemos tocado con nuestras manos» (1 Jn 1.1).
Los que creyeron en la buena noticia, a su vez,
formaron comunidades cuyos miembros «seguían firmes en lo que los apóstoles les
enseñaban, y compartían lo que tenían, y oraban y se reunían para partir el
pan» (Hch 2.42). Y en la vida de estas comunidades fueron surgiendo los
escritos del Nuevo Testamento.
Aquí es importante tener en cuenta que el orden de
los libros en el canon del Nuevo Testamento no corresponde al orden cronológico
en que se redactaron los libros.
Entre los escritos más antiguos están las cartas
paulinas. El apóstol, en efecto, anunciaba el evangelio de viva voz (cf. Hch
13.16; 14.1; 17.22). Pero a veces, estando lejos de alguna de las iglesias
fundadas por él, se vio en la necesidad de comunicarse con ella, para
instruirla más en la fe, para animarla a perseverar en el buen camino, o para
corregir alguna desviación (cf., por ejemplo, Gl 1.6–9). Así nacieron sus
cartas, escritas para hacer frente a los problemas de índole diversa que
surgían, sobre todo, de la rapidez y amplitud con que se difundía la fe
cristiana.
Aunque los materiales utilizados por los
evangelistas han sido transmitidos por los que «desde el comienzo fueron
testigos presenciales» (Lc 1.1), la redacción de los Evangelios, tal
como han llegado hasta nosotros, es posterior a las cartas paulinas.
Cada uno de estos cuatro evangelios quiere responder
a la pregunta que se hace todo el que se encuentra con Cristo. Esta pregunta ya
se la había hecho Pablo en el camino de Damasco, cuando dijo: «¿Quién eres,
Señor?» (Hch 9.5). Y también se la hicieron los apóstoles, dominados por el
miedo, cuando vieron la tempestad calmada a una sola orden de Jesús: «¿Quién
será este, que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4.41).
Marcos pone de relieve la realidad humana de Jesús, pero destaca al mismo
tiempo su misteriosa trascendencia. Llevándonos de pregunta en pregunta, de
respuesta en respuesta, de revelación en revelación, nos conduce en forma
progresiva de la humanidad de Cristo a su divinidad, haciéndonos descubrir en
«el carpintero, hijo de María» (6.3), primero al Mesías Hijo de David (8.29) y
luego al Hijo de Dios (15.39).
En un relato más extenso que el de Marcos, Mateo
presenta a Jesús—hijo de Abraham e hijo de David (1.1)—como el Mesías que lleva
a su cumplimiento todas las esperanzas de Israel y las sobrepasa a todas.
Apoyándose constantemente en las profecías del Antiguo Testamento, muestra cómo
Jesús las realiza plenamente, pero de una manera que el pueblo judío de su tiempo
ni siquiera alcanzó a sospechar: «Todo esto sucedió para que se cumpliera lo
que el Señor había dicho por medio del profeta» (1.22; cf. 2.17; 4.14; 8.17;
26.56).
Lucas
destaca, sobre todo, la misión de Jesucristo como Salvador universal (cf.
2.29–32). Es el evangelio proclamado por el ángel de Belén: «Les traigo una
buena noticia, que será motivo de gran alegría para todos: Hoy les ha nacido en
el pueblo de David un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (2.10–11). En las
parábolas de la misericordia divina, Lucas anota que la alegría de la salvación
no sólo resuena en la tierra, sino que regocija también al cielo y a los
ángeles (15.7,10); la vuelta del hijo pródigo a la casa de su padre se festeja
con júbilo (15.22–24), y el gozo del perdón y de la salvación llega también a
la casa de Zaqueo, que recibió a Jesús con alegría (19.6).
Se le ha llamado al Evangelio de Juan
“evangelio espiritual”, debido a la profundidad con que ha sabido penetrar en
el misterio de Cristo. Jesús es la Luz del mundo, el Pan de vida, el Camino, la
Verdad y la Vida, la Resurrección y la Vid verdadera. Él es la Palabra eterna
del Padre, que existía desde el principio y que se hizo «carne»—es decir,
hombre en el pleno sentido de la palabra—y «acampó entre nosotros» (Jn 1.14,
NBE). Él es la manifestación suprema del amor de Dios, que no vino a condenar
sino a salvar. Pero también exige de sus seguidores una opción fundamental:
«¿También ustedes quieren irse?» «Señor, ¿a quién podemos ir? Tus palabras son
palabras de vida eterna» (6.67,68).
Además de las cartas paulinas, el Nuevo Testamento
incluye otras cartas apostólicas, que llevan los nombres de Santiago,
Pedro, Juan y Judas, el hermano de Santiago. En su mayor parte, estas cartas no
se dirigen a personas o a comunidades particulares, sino a grupos más amplios
(cf., por ejemplo, 1 P 1.1). En ellas se reflejan las dificultades que debieron
afrontar los primeros cristianos en medio de la hostilidad de los paganos.
Debemos agregar aquí la Epístola a los Hebreos, considerada más como un sermón
de exhortación que invita a los cristianos a permanecer fieles en la fe de
Jesucristo, en medio de una situación adversa.
Por último, el libro del Apocalipsis—palabra griega que
significa Revelación—anuncia el triunfo final del Señor. Se designa el día
de este triunfo final de Cristo como el de las «Bodas del Cordero»:
«Alegrémonos,
llenémonos de gozo y démosle gloria,
porque
ha llegado el momento
de las
bodas del Cordero».
(Ap
19.7)
Por eso, el
Apocalipsis proclama con júbilo:
«Felices
los que han sido invitados
a la
fiesta de bodas del Cordero».
(Ap
19.9)
Con esta bienaventuranza llega a su término el libro
del Apocalipsis, cuyas palabras finales son un canto nupcial: «¡Ven!», dice la
esposa del Cordero, y ella escucha una voz que le responde: «Sí, vengo pronto»
(Ap 22.17, 20 DHH3).
Conclusión
El Dios que se revela en la Biblia ha intervenido en la historia
humana para hacer de ella una historia santa. Los acontecimientos del Antiguo
Testamento anunciaban, prefiguraban y realizaban parcialmente lo que en el
Nuevo Testamento llegaría a su pleno cumplimiento. Si la Pascua de Cristo trae
al mundo la plenitud de la salvación, la pascua de Moisés fue la aurora de
nuestra salvación. La liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de
Egipto preanunciaba asimismo la liberación de toda la humanidad de la
esclavitud del pecado y de la muerte. Este mismo movimiento de la historia
continúa, se prolonga y se expande en la vida de la Iglesia, que escucha, vive
y anuncia la Palabra hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1.8).
Libros recomendados
Para profundizar en la lectura
Dietrich, Susana de. Los designios de Dios. Trad. del francés
por F. Rived. México: Publicaciones El Faro, S. A. y CUPSA, 1952.
Rhodes, Arnold
B. Los actos portentosos de Dios. Trad. del inglés por Jorge Lara-Braud
y Miriam D. de Lloreda. Richmond: C. L. C. Press, 1964.
Obras afines
Barclay, William. Introducción a la Biblia. Trad. del inglés
por Juanleandro Garza. México: CUPSA, 1987.
Charpentier, Etienne. Para leer el Antiguo Testamento. Trad.
del francés por Nicolás Darrical. Estella: Editorial Verbo Divino, 1984.
Charpentier, Etienne. Para leer la Biblia. Cuadernos Bíblicos
1. Trad. del francés por Nicolás Darrical. Estella: Editorial Verbo Divino,
1985.
Equipo «Cahiers Evangile». Primeros pasos por la Biblia.
Cuadernos Bíblicos 35. Trad. del francés por Nicolás Darrical. Estella:
Editorial Verbo Divino, 1984.
Pietrantonio, Ricardo. Itinerario Bíblico. 1 Antiguo
Testamento. Buenos Aires: Ediciones La Aurora, 1985.
Sauer, Erich. La aurora de la redención del mundo. Trad. del
inglés por Ernesto Trenchard. Madrid: Literatura Bíblica, 1967.
LA POESÍA BÍBLICA
Armando J. Levoratti
Continuará
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