martes, 2 de septiembre de 2014

Fidel Castro y el Reino de Dios




Por Rafael Cepeda Clemente
En dos ocasiones, desde su tribuna de la televisión, el doctor Fidel Castro ha mencionado este dicho de Jesucristo: “Mi reino no es de este mundo”. En ambos casos la referencia ha estado relacionada con la defección de varios sacerdotes católico-romanos que han tomado el camino del exilio por su propia voluntad, se han declarado contrarrevolucionarios, y se han prestado a los más innobles menesteres, con el propósito indigno de rebajar la calidad moral de la Revolución cubana.
Para mí, cristiano convencido y militante, y cubano adherido fervorosamente a esta etapa de grandes reivindicaciones cívicas, unas palabras de Jesucristo en boca del líder de la Revolución cobran un significado especial, y me llevan de la mano a serias reflexiones. Por tanto, he creído conveniente compartir con otros mi pensamiento en cuanto al alcance que tiene la frase “Mi reino no es de este mundo”, y las posibles aplicaciones que podría tener en el caso cubano, y especialmente en lo que se refiere a la persona de Fidel Castro.

“Mi reino no es de este mundo”
Cuando Jesucristo habla de “mi reino”, se está refiriendo a lo que en muchas ocasiones, por medio de parábolas y discursos, denominó “el reino de Dios”. En otras palabras, a la idea sustancial y sustentadora de que Dios es soberano de la vida y de la historia, y de que ningún acontecer humano está fuera de la órbita de su poder ni de su voluntad.
En el caso específico de la frase citada por Fidel, convendría –para su mejor comprensión– enmarcarla en el contexto del incidente que provocó esta frase y algunas otras que arrojan luz sobre ella. Vamos, pues, a transcribir la narración completa, tal como se halla en el Evangelio de San Juan.
“Pilato entró entonces otra vez en el pretorio, y llamando a Jesús, le dijo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Respondió Jesús: ¿Dices esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí? Respondió Pilato: ¿Acaso soy yo judío? Tu misma nación y los jefes de los sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué hiciste? Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, entonces pelearían mis servidores para que yo no fuese entregado a los judíos: ahora empero mi reino no es de aquí. Pilato entonces le dijo: ¿Eres, pues, rey? Respondió Jesús: Tú lo dices, porque lo soy. Yo para esto nací, y a este intento vine al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad oye mi voz. Le dice Pilato: ¿Qué es la verdad?”

Como se ve claramente, el incidente ocurre en las postrimerías del ministerio de Jesucristo, en el proceso del juicio que tuvo por final la crucifixión. Es una breve polémica que se entabla entre Pilato, el todopoderoso gobernador romano, y el acusado, Jesucristo. Había un empeño especial en que el juicio rebasara los límites de una mera cuestión religiosa, dentro del campo de la ley mosaica, para que cayera en la órbita de la cuestión política, es decir, dentro de la ley romana. Sólo así se podía tener la seguridad de que al final de la jornada infamante se levantaría una cruz en el monte Calvario. Jesucristo fue llevado ante Pilato y acusado de incitar a la rebelión contra el poder imperialista de Roma, y con la intención de hacerse él mismo “rey de los judíos”. No nos debe extrañar que en aquella hora se diera a la misión de Jesucristo un sentido totalmente distinto al que tenía en verdad. Había tal ansia de superación política en el pueblo, y tanto anhelo de eliminar a los romanos de la vida cívica del país, que todos los ojos estaban atentos a la aparición de un líder que pudiera canalizar estos empeños de liberación nacional.
Hay varios incidentes en los Evangelios por los que se demuestra que en muchas ocasiones quisieron forzar al Maestro a encabezar un movimiento de rebelión contra el poder usurpador. Aún sus discípulos más allegados le propusieron la jefatura de una organización político-militar. Nada hubiera sido más fácil para Jesucristo que aceptar esta proposición, pues su capacidad de líder le hubiera asegurado el triunfo fácil y la gloria inmediata. En este sentido él les defraudó totalmente. Él sabía que su misión era la de morir en una cruz, y que esta entrega sacrificial –aparente derrota– sería el más rotundo triunfo de los planes divinos para la redención cabal del género humano.
Cuando el asunto se plantea ante la autoridad constituida en juez, Jesucristo elimina toda interpretación mal intencionada con una frase rotunda: “Mi reino no es de este mundo”. Pero conviene aclarar de inmediato –y ello es evidente en el resto del pasaje bíblico– que Jesucristo en este caso no está haciendo referencia a la ubicación del Reino, sino precisamente a su origen o procedencia. Lo que Él quiere decir es que “su” reino no es el reino de los hombres, sino el Reino de Dios, porque de Dios procede. Que todo gobierno y todo pueblo están sujetos a la autoridad suprema de un Dios creador y sustentador, y que todo gobernante no es más que un ejecutor, un instrumento de los planes divinos para el establecimiento del Reino de Dios entre los hombres. La frase, pues, se aplica tanto a gobernantes como a gobernados, y habla de la realidad última de un poder que no está sujeto a las contingencias temporales ni a los instrumentos humanos, sino que se sirve de ellos para la realización de propósitos insondables.
Su reino sí es de este mundo
Sin embargo, que nadie se llame a engaño. En modo alguno quiso Jesucristo disociar a Dios de los problemas de este mundo. El mismo hecho de la encarnación –Dios constituido en hombre, y siervo de los hombres, por amor a los hombres, en la persona de Jesucristo– nos dice de entrada que “su reino” sí es de este mundo, puesto que su interés primordial está en reinar entre los hombres, de modo que en cada ser humano se cumpla la imago Dei: el ejercicio de la capacidad para entenderse con Dios y comprender el papel que Él nos señala a cada uno en el drama de la historia.
Por otra parte, cuando Jesucristo irrumpió en la escena humana se vio envuelto de inmediato en las luchas por el poder, en las apetencias económicas y en las desigualdades sociales de su época. Su propio hogar era de los más humildes: el hogar de un carpintero, donde sólo las necesidades más elementales podían ser satisfechas. Jesucristo mismo fue un obrero que supo del rudo batallar por el pan de cada día. La tradición asegura que José murió siendo Él todavía un jovencito, y que sobre sus hombros –los del primogénito– cayó la responsabilidad del sostén de su madre y hermanos. Él supo en su propia carne de la transacción explotadora, del impuesto oneroso, de la jornada esclavizante. Jesucristo fue un hombre legítimo –todo un hombre– y estuvo sujeto a las mismas pasiones y tentaciones que los demás seres humanos.
Sobre esta realidad hay que juzgar su otra frase: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Porque muchos lo interpretan como si Él hubiera querido despreciar las cuestiones del mundo terrenal para darle validez sólo a las de las esferas celestiales. Todo lo contrario: a ambas dio pareja categoría, y señaló la responsabilidad de cada hombre en el estar a cuenta con su patria y con su Dios. También conviene recordar aquella otra expresión: “Mi Padre obra, y yo obro”. Este es otro concepto de Dios que se olvida con demasiada frecuencia: el Dios que se afana por sus hijos, que está constantemente obrando en favor de ellos, que no sólo crea, sino que también cría. El Dios cristiano, escribí en una ocasión, no es una idea filosófica, ni una disquisición teológica, sino una Persona creadora que agoniza por las personas creadas. El Dios cristiano no es un Dios de balcón, ni un Buda ventrudo que se arrellana en una cómoda poltrona para observar entretenido cuanto sucede a su alrededor. Es un Dios que interviene en los sucesos de este mundo y toma la iniciativa cuando se trata de redimir al género humano.
¿Es cristiano Fidel Castro?
Leí hace algunos meses, en una revista religiosa, una carta escrita por uno de los lectores al director, en la cual planteaba la siguiente cuestión: “¿No ha observado usted que Fidel Castro nunca ha mencionado a Dios en sus discursos? ¿No es esta una señal de evidente ateísmo?”
Yo no sé cuál sería al cabo la respuesta del director acorralado, pero la, pregunta misma es iluminadora, pues se refiere a cierta ansiedad por una parte del pueblo en lo que toca a una cuestión vital: la ausencia o presencia de una fe religiosa en la persona de Fidel Castro. ¿Hay tal fe en el adalid de la Revolución cubana? ¿Es Fidel Castro un cristiano? Sólo él podría decirlo. Ser religioso es aceptar como supremos los valores espirituales, y andar en la búsqueda constante de “algo” que satisfaga las más hondas necesidades del alma humana. Ser cristiano es confesar que ese “algo” es Jesucristo, y tenerle por Señor de la vida y de la historia.
Pero yo no mediría la fe religiosa de Fidel Castro por las veces que él mencione a Dios. He conocido ya a muchas gentes para quienes Dios es una afirmación corriente en los labios y también una negación perenne en la conducta. Por lo tanto, para mí no es ese el factor básico. Yo aplicaría en este caso otra afirmación de Jesucristo: “Por sus frutos los conoceréis”. En última instancia, sólo Fidel Castro puede hablar con autoridad de sí hay en él un mínimo de preocupación por las cuestiones de la fe; pero yo me pregunto: ¿no es de cristianos su ansiedad por una tierra sin odios inútiles, generosa y limpia? ¿No es de cristianos su incesante afán por los explotados y oprimidos, por los que no comen ni se educan, por el niño descalzo, la mujer famélica, el hombre sin esperanza? ¿No es de cristianos su empeño moralizador, de tal manera que se elimine para siempre de la vida cubana el vicio del juego, la vergüenza de la prostitución pública, el escándalo del robo en las oficinas gubernamentales? ¿No es de cristianos procurar que todos los padres tengan un techo propio donde protegerse, y todos los hijos un campo deportivo donde jugar? ¿No es de cristianos imponerse una tarea tan gigantesca como la de la Reforma Agraria, que asegure a cada hombre del campo un lugar donde vivir, donde trabajar, dónde comer? ¿No es de cristianos eliminar (o, por lo menos, limitar en todo lo posible) los casinos, las vallas de gallos, los bares corruptos? ¿No es de cristianos resolver el problema de los aparejamientos y los concubinatos, ofreciendo amplias oportunidades para la legalización de los matrimonios civiles? ¿No es de cristianos liquidar definitivamente la era de los privilegios irritantes, con sus exclusivismos infecundos y facilitar el comienzo de una nueva era, con igualdad de oportunidades para todos? ¿No es de cristianos el reconocer los derechos inalienables del hermano negro, del hermano analfabeto, del hombre enfermo? ¿No es de cristianos asegurar escuelas para todos, hospitales para todos, playas para todos, trabajo para todos, pan para todos?
Quizá sí fue para Fidel Castro que Francisco Luis Bernárdez –proféticamente– escribió estos versos:
El más lejano, el más desconocido, / el más pequeño, el más desventurado, / el más abandonado, el más vencido, / el más desvanecido y olvidado.
El que sólo ha sufrido y ha sufrido, /el que sólo ha llorado y ha llorado, /el que ha vivido sin haber vivido, /el que ha pasado sin haber pasado.
Tiene destino en mi destino de hombre; /tiene nombre en las letras de mi nombre; /tiene palabra en mi palabra fiel; / tiene vida en el fondo de mi vida; / tiene ser en mi ser, que no lo olvida; / tiene voz en mi voz, que habla por él. / “Instrumento escogido me es este...”
  Yo tengo la convicción –que comparto aquí con toda responsabilidad– de que Fidel Castro es un instrumento en las manos de Dios para el establecimiento de su Reino entre los hombres. Esto es aparte de que tenga o no una fe religiosa. La historia bíblica está llena de ejemplos de hombres a quienes Dios utilizó en su eterna sabiduría para asegurar su efectivo dominio de los acontecimientos históricos. En la mayoría de los casos son hombres de fe, entregados por su propia voluntad para que Dios les use como instrumentos idóneos. En otros casos son los indiferentes (los que ahora llamaríamos agnósticos, librepensadores, humanistas), así como también los que se rebelaron contra Dios; ¡y aún sus más encarnizados enemigos! Para ofrecer sólo un ejemplo, el más extremo: Nabucodonosor, rey de Babilonia, enemigo de Dios y de su pueblo escogido. En la profecía de Jeremías se le llama "siervo de Dios", porque en un momento dado de la historia de Israel, el mismo Dios facilitó el triunfo de los ejércitos de Babilonia contra las huestes israelíes, para enseñar al pueblo una lección de disciplina y de obediencia que jamás olvidará. Si esto fue así con aquel enemigo del pueblo que fue Nabucodonosor, ¿cómo no será con este gran amigo del pueblo que es Fidel Castro?
Yo creo que lo que Fidel Castro está logrando en Cuba hoy –y que fecundará toda la América Latina– es precisamente aquello que Dios quiere para estos pueblos olvidados: una oportunidad nueva para vivir decentemente y con dignidad. Un Dios de amor –de un amor sin fronteras, como es el Dios de los cristianos– no puede desear menos que eso para sus hijos. Pero él requiere de “instrumentos” de “siervos”, para la realización de tan sublime tarea. Fidel Castro es uno de esos instrumentos, tenga él o no tenga una fe religiosa, reconózcalo él o no en la intimidad de su conciencia.

Y de la Iglesia, ¿qué?
Se habrá extrañado seguramente el lector de que hasta aquí yo no haya mencionado a la Iglesia. Pues bien, lo haré, pero aclarando inmediatamente que no me referiré a la Iglesia como "institución", como organización, sino como pueblo de Dios. Al cabo, ese es el verdadero concepto de la Iglesia: el de la multitud de los creyentes que adoran a un mismo Dios y proclaman una misma fe.

Martin Luther King, el famoso pastor bautista de Atlanta, líder en la lucha por los derechos del negro sureño, y negro él mismo ha declarado recientemente: “No me causa tanto pavor el griterío de una multitud enfurecida como el silencio de una Iglesia que se mantenga al margen de estos problemas”. Y yo personalmente quisiera ver en los que se preocupan –con toda razón por “la Iglesia del silencio”, el mismo interés y la misma pasión en lo que toca al “silencio de la Iglesia”. Cuando la Iglesia no orienta, no esclarece, no comparte, no protesta, no sufre, está dejando de realizar su función profética, y se coloca ella misma bajo el juicio de Dios.
 A veces –la más de las veces– Dios habla al Estado por medio de la Iglesia, pero en ocasiones excepcionales es la Iglesia la que necesita un mensaje, y Dios usa al Estado –entiéndase gobierno, pueblo no creyente, sucesos históricos– como “instrumento” o “siervo”, como un canal de comunicación para que la Iglesia entienda cuál es su misión y cuál debe ser su actitud en un momento dado de la historia de un pueblo. Porque a veces la Iglesia-pueblo se acomoda tanto a la Iglesia-institución que se olvida de que los cristianos están aquí para servir, no para ser servidos. Y en este sentido creo también que Dios le está hablando a la Iglesia cristiana de Cuba por medio de las transformaciones históricas que aquí tienen asiento. Ahora es cuando la Iglesia está comenzando a entender su tremenda responsabilidad social. ¿Cómo es posible que hayamos estado por tanto tiempo ciegos a tanta miseria, sordos a tanto clamor, pasivos en medio de tanto abuso y tanta explotación? A veces creo que Jesucristo mismo ha estado repitiendo para la Iglesia cristiana de Cuba su amonestación de dos mil años atrás: “Apartaos de mí, malditos, porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis...  Porque no lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, ni a mí lo hicisteis”.

Pues bien, esta Iglesia –con todas las limitaciones inherentes a cualquier conglomerado humano– es la avanzada del Reino de Dios entre los hombres. Es por eso que Jesucristo afirmó en una ocasión: “El reino de Dios está en medio de vosotros”. El reino de Dios que ya está en este mundo es la Iglesia, la multitud de los creyentes para quienes “el Señor reina”. Pero también Jesucristo enseño a orar así: “Venga tu reino”. Porque el reino de Dios no será una realidad última hasta que se sometan al dominio de su voluntad todos los pueblos del orbe, “y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor”.

Tomado de: Bohemia, año 52, no. 29, La Habana, 17 de julio de 1960.
Publicado por Blogger para Religión en Revolución el 8/29/2014 07:25:00 p. m.


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