lunes, 20 de septiembre de 2021

LA PRIMACÍA DE LA PREDICACIÓN

Corría el año sesenta y seis. Desde la húmeda celda romana en que aguardaba su proceso final, el anciano Pablo escribía a Timoteo, su hijo en la fe. Era su última carta, y en ella vertía el alma en palabras de consejo, de estímulo, de exhortación y de advertencia. Ya para terminar, reunió la esencia de todo lo dicho en un gran encargo final: “Requiero yo pues delante de Dios, y del Señor Jesucristo, que ha de juzgar a los vivos y los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina; antes, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído, y se volverán a las fábulas. Pero tú vela en todo,soporta las aflicciones haz la obra de evangelista, cumple tu ministerio. Porque yo ya estoy para ser ofrecido, el tiempo de mi partida está cercano”. ¡El deber principal de Timoteo era el de predicar! Los motivos más solemnes lo impulsaban a ello. Pablo pronto dejaría de existir. Callada la voz de aquel que “desde Jerusalén, y por los alrededores hasta Ilírico” había “llenado todo del evangelio de Cristo” era menester que otra voz anunciara las buenas nuevas. Además, la oportunidad pasaba. Se divisaban ya los tiempos en que los hombres no prestarían atención al mensaje de vida sino que buscarían a maestros que halagaran sus oídos con palabras rebuscadas de una falsa paz. Por tanto había que aprovechar la oportunidad presente. Otro motivo era el hecho de estar actuando constantemente “delante de Dios”. El ojo divino lo vigilaba, tomando nota de su labor. Por último, la perspectiva de juicio final en que el Señor Jesús, “el Príncipe de los pastores”, premiaría con “corona incorruptible de gloria” a los que hubieran desempeñado su comisión con fidelidad, le animaba a ser constante en su ministerio de la predicación. Las palabras dirigidas a Timoteo tienen una aplicación perenne para la iglesia del Señor. Su tarea principal es la predicación. Cuando Cristo subió al monte y llamó a sí a los que quiso y estableció a los doce como cuerpo apostólico, su propósito fue “para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, y que tuviesen potestad de sanar enfermedades, y de echar fuera demonios”. La comunión con Cristo sería su preparación; los milagros, las sanidades serían credenciales para su mensaje en el tiempo transitorio de la cimentación de la causa cristiana en un mundo hostil; la obra central había de ser la de predicar. Cuando los doce fueron enviados de dos en dos a recorrer la provincia de Galilea, sus instrucciones fueron: “Y yendo, predicad...” Cuando los apóstoles pidieron una señal de la futura venida del Señor y del fin del mundo, les indicó que sería “predicado este evangelio del reino en todo el mundo, por testimonio a todos los gentiles; y entonces vendrá el fin”. Y cuando el Maestro quiso reducir a la forma más breve posible su gran comisión, la expresó en estas palabras: “Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura”. La primacía de la predicación fue bien entendida por la iglesia primitiva. Cuando Felipe descendió a la ciudad de Samaria, “les predicaba...” Cuando Pedro se presentó ante el centurión romano en Cesarea, le dijo que el Señor “nos mandó que predicásemos...” cuando los filósofos atenienses quisieron describir a Pablo, dijeron: “Parece que es predicador...” Y tuvieron mucha razón porque el mismo apóstol consideraba que la predicación era su tarea principal, como vemos en su declaración a la iglesia de Corinto, cuando dijo: “Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio”. Tan así era que Pablo conceptuaba como una imposibilidad el que las gentes creyesen “sin haber quien les predique”. “Así predicamos,” dijo, “y así habéis creído”.

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