Cuéntase que el rey de Prusia, al visitar una escuela rural, cuando
los niños habían dicho que toda cosa pertenece a uno de los tres reinos:
mineral, vegetal o animal, les preguntó:Y yo, ¿a cuál reino pertenezco?Los
niños no hallaban cómo contestar a esta pregunta; pero una graciosa niña
resolvió la dificultad contestando:Vos pertenecéis al reino de Dios.
El rey
quedó muy contento con la viveza de la niña y profundamente emocionado por la
verdad que ella había expresado.
Reino de Dios Reino de Dios
Es uno de los conceptos más importantes de la Revelación.
Puede describirse diciendo que es la soberanía de Dios sobre la creación
entera y de modo particular sobre un pueblo que elige de entre todas las
naciones. Esto explica el hecho de que los términos que designan el R. de D. (
«malkut hasahamayim, malkut Yahwéh; basileía tou Theou, basileía ton ouranon» )
sean de los más usados en la terminología bíblica. Esta importancia capital se
deduce también del puesto preeminente que la doctrina sobre el R. de D. tiene
en la predicación cristiana.
Efectivamente, cuando S. Juan
Bautista comienza su ministerio exhorta a la penitencia porque «el Reino de los
cielos está cerca». Decir Reino de los cielos en lugar de R. de D. no es más
que un modo de hablar propio de los judíos, que evitaban así el pronunciar el
nombre sagrado de Dios. También las primeras palabras de Jesucristo hablan de
que «se acerca el Reino de los cielos» (Mt 4,17). Más tarde, cuando envía a sus
discípulos para la primera misión, les manda que digan: «El Reino de los cielos
se acerca» (Mt 10,7). Al final, cuando deja a los suyos, los envía por todo el
mundo para que prediquen el Evangelio a todos los hombres (Mc
16,15), «el Evangelio del Reino» (Mt 9,35; 24,14); misión que llevan a cabo
los enviados de Cristo (Act 8,12; 19,8; 20,25). Bien puede afirmar el Catecismo
de S. Pío V que «el Reino de los cielos, que pedimos en la segunda petición
(del Padrenuestro), es de tal naturaleza, que a él se refiere y en él termina
toda la predicación del Evangelio» .El Señor dirá
expresamente que ha sido enviado por el Padre para anunciar el R. de D.
(Lc 4,23).
I. Antiguo Testamento. a. Soberanía
universal de Dios. La persuasión de que Dios es el Rey del universo estuvo
siempre presente en los autores inspirados. Así desde el principio se habla de
que Dios es el creador de cuanto existe, el dueño absoluto del orbe que dispone
del dominio de todas las cosas y la entrega al hombre (Gen 1,28-30; 2, 15-17).
Luego se hablará de que Yahwéh es el Rey que está por encima de todos los
dioses, y de que su poder se extiende desde lo más profundo de la tierra hasta
lo más alto de los cielos, es dueño de la tierra y el mar (Ps 95,3-5). Los.
cielos son el trono de Yahwéh, desde donde abarca toda la tierra y escudriña
hasta lo más íntimo del hombre (Ps 11,4; 139,2-12).
Como vemos los salmos cantan con frecuencia la realeza de Yahwéh, el
Altísimo, el Terrible, el gran Rey de todo el universo (Ps 10,16; 24,8.10;
47,3-9; 103,19).
En todos estos pasajes podemos
afirmar que se habla más de la soberanía de Dios que de su condición de
soberano o rey. El R. de D.
viene considerado como el ejercicio del poder divino y de su providencia
sobre los hombres, como la realización de su plan de salvación. Esta idea del
R. de D. como salvación hay que tenerla siempre en cuenta, pues pertenece a las
líneas esenciales del concepto.
b. Rey de Israel En el monte Sión
está la ciudad del gran Rey (Ps 48,3). Precisamente por ser dueño absoluto de
todo lo que existe ha escogido como su propiedad personal al pueblo de Israel
(Ex 19,5) (v.
ELECCIÓN DIVINA). Su liberalidad y su amor le han llevado a tal elección, y
no el valor o los méritos de los israelitas (Dt 7,6-8). A través de toda la
historia de la salvación se va viendo cómo Dios actúa con un total dominio y
soberanía, con libertad plena y nunca condicionado por nadie. Desde todos los
tiempos es el Señor quien toma la iniciativa al llamar o escoger al hombre. Así
con Noé, con Abraham, con Moisés, con Saúl, con David, con los Apóstoles, con
S. Pablo, etc.
Yahwéh será el rey de su pueblo, el
que le guíe y le proteja siempre llevado por su fidelidad y misericordia (Ps
135; 116), el que le conceda la Alianza (v.), ese pacto por el que se
compromete a cuidar de su pueblo, y éste a serle fiel en el cumplimiento de su
Ley (Ex 19, 3-6; 24,3-11).
Cuando el pueblo llegue a la tierra
prometida sentirá el influjo de los pueblos vecinos y querrá tener un rey. El
Señor considera este deseo como un rechazo de su soberanía sobre ellos. Samuel
les hace ver, de parte de Dios, los inconvenientes de la monarquía. Pero el
pueblo sigue suplicando un rey. Dios accede por fin a su petición y les concede
un rey a través de Samuel, su profeta. En toda la narración de la elección se
ve con claridad que Dios actúa con plena libertad y soberanía, escogiendo a
quien le parece. Saúl pertenece a la tribu menor de Israel, y a la familia
menor de esa pequeña tribu (1 Sam 9,21). En el caso de David se repetirá la
misma idea. Así el más olvidado y el menor de los hijos de Isaí será el elegido
para rey de su pueblo (1 Sam 16,12).
Estos reyes y los que vendrán
después reciben la unción de manos de un enviado de Yahwéh. Aunque el pueblo
aclama al rey (2 Reg 9,13; 11,2), no es quien le elige. La elección la hace Dios
a través del que le unge.
Esta idea de dominio y realeza de Yahwéh seguirá presente en todo rito de
unción (v.), que hace sagrada a la persona ungida (1 Sam 26,9-23; 19,22).
Es importante subrayar que ungido equivale a Mesías (v.). Como muestra de
esa dependencia de Dios tenemos el que el trono del rey judío se llamará
«el trono de la realeza de Yahwéh sobre Israel», o simplemente «el trono de
Yahwéh» (1 Par 28,5; 29,23). Los salmos que se cantan en la ceremonia de
entronización aluden con claridad a la realeza de Dios, de la que participa el
nuevo rey (Ps 2; 23; 72; 110).
c. Decadencia de la monarquía
israelita. Predicación profética. Las previsiones que hizo Dios cuando la
elección del primer rey se fueron cumpliendo. Aquellos reyes olvidaban a menudo
su dependencia de Yahwéh.
Eran rebeldes a sus mandatos (2 Sam 12,1-12; 24,10-17), se alejaban de Dios
(1 Reg 11,1-4; 12,32-33), rompían la Alianza.
Los profetas, impulsados por el
Espíritu de Dios, se enfrentaron decididos contra esa actitud de los reyes con
duras y enérgicas amenazas (1 Reg 17,1; 22,19-23; Is 28,1-4; Ier 8,1-7). Sus
palabras se cumplieron y los reyes de Israel y de Judá serán deportados (2 Reg
17,22-23; 25,6-12). El pueblo rechazó la realeza de Yahwéh. Ahora, en el
exilio, sufrirá las consecuencias de tan nefasta elección.
Pero la bondad de Dios sigue en pie.
Los profetas dejaron entrever siempre la luz serena de una esperanza de
salvación (Is 29,17-24; Ier 5,18; Os 11; Ez 16,59; 17,22): Al fin de los
tiempos vendrá el verdadero rey de Israel, el Hijo de David, que regirá por
siempre a su pueblo. Así
se hablará de un nuevo éxodo (Is 40,1-11), de una nueva Alianza (Ier
31,31-33; Ez 36,25-29), de una conquista, de un nuevo reinado en el monte santo
(Is 2,3-5). El tiempo transcurre y tras la breve historia de los Macabeos (v.)
viene de nuevo la depresión. Con Herodes y sus descendientes se llega al punto
álgido de la degradación, pues el trono está ocupado por idumeos, hombres que
no pertenecen al pueblo santo de Dios. Los ánimos se enardecen cada vez más:
Las sucesivas derrotas y humillaciones han llevado las esperanzas y los anhelos
de salvación hasta su punto máximo. Todos piensan ydesean la llegada «del que
ha de venir».
Todos ansían su presencia salvadora.
Pero en la mayoría de los judíos
esas esperanzas mesiánicas son interpretadas con un sentido fuertemente
nacionalista y político (v.
MESIANISMo). Todos soñaban con la vuelta del esplendor de la edad de oro de
la monarquía de los tiempos de David. Todas las profecías de universalismo tendrán
su cumplimiento con el triunfo del Mesías, el Ungido de Yahwéh, el Rey de
Israel.
2. Nuevo Testamento. a. La llegada
del Rey. Un acontecimiento turbó por unos momentos la vida de Jerusalén. En el
palacio del rey Herodes el Grande se presentaron unos personajes que,
procedentes de lejanas tierras, preguntaron por el recién nacido rey de Israel,
para rendirle pleitesía. Los rabinos respondieron a la pregunta del rey, que,
receloso de perder el trono, intentó matar a ese niño. Pero el acontecimiento se
quedó sólo en un hecho esporádico que se borró con el tiempo (v.
EPIFANíA). Herodes murió antes de que ese recién nacido hiciera su
aparición por tierras de Palestina.
Muchos años después un nuevo
personaje volvió a despertar el ansia y la esperanza de los israelitas. La
austera figura de Juan Bautista (v.), su palabra recia y encendida, su mensaje
exigente, su bautismo de penitencia, todo ello atrajo a las muchedumbres. En
las orillas del Jordán la voz de Juan el hijo de Zacarías resonó con fuerza y claridad:
«
¡Arrepentíos, el Reino de los cielos está cerca! ». Es el Precursor del Rey
de Israel, el amigo del Esposo, la voz que clama en el desierto para abrir el
camino al que viene: ese que es antes que él, la Luz verdadera, el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo, el Mesías esperado, el Hijo de Dios, el Rey
de Israel. Su testimonio es valiente, decisivo (Mt
3,1-15 y par.; lo 1,19-36).
Ese hombre que vino de Nazareth, tan
sencillo, fue señalado por el Bautista. Juan y Andrés fueron los primeros
discípulos; después Pedro y Felipe. Luego será Natanael, que se resiste a
reconocer a Jesús como el Mesías, pero que acabó rindiéndose y confesándole
como «el Rey de Israel»
(lo 1,35-51).
El Rey de Israel ha llegado. Este
rumor corre de boca en boca. Las muchedumbres le siguieron esperanzadas,
aliviadas por el consuelo de sus palabras, remediadas en sus dolores y
enfermedades. Pero los fariseos recelaban de Él, le envidiaban. En unos
despertaba entusiasmo y en otros odio. Jesús no era un guerrero, un hombre
avezado a la lucha, no tenía la pretensión de escalar el poder. Pero era
persuasivo. Sus palabras llegaban al alma de sus oyentes, sus milagros
confirmaban su doctrina, su misericordia atraía poderosamente, su valentía al
hablar, su serenidad.
Había dicho que el «Reino de Dios está cerca» y esto abría los corazones a
la esperanza en las grandes promesas de los profetas.
b. La predicación del Reino de Dios.
El primero de los grandes discursos que nos transmite S. Mateo es el sermón de
la montaña (Mt 5-7).
Los exegetas han llamado a este sermón la «Carta Magna» del R. de D.
Efectivamente, en estas perícopas tenemos el núcleo central de toda la
doctrina de Jesús. Comienza con las bienaventuranzas (v.). En la primera se
habla de los pobres de espíritu que son bienaventurados precisamente porque de
ellos es el Reino de los cielos. La última bienaventuranza, dedicada a los que
padecen persecución por ser justos, habla también de que ellos son los
poseedores del Reino de los cielos. Con esta inclusión, tan del estilo semita,
se está recalcando una idea determinada, la de que el R. de D. es el premio de
los bienaventurados, la salvación divina.
En todo ese sermón está presente de
algún modo la Ley del antiguo reino de Yahwéh. Esa Ley es como el punto de
arranque para llegar a la nueva situación en la que el orden antiguo se
renueva, lo anunciado se cumple, lo prefigurado se culmina y perfecciona.
Aquella soberanía de Dios que se identificaba con su voluntad salvífica viene
expresada con un lenguaje nuevo que pone el acento en la Providencia de Dios,
ese Padre que cuida de los hombres con más esmero que cuida de los lirios del
campo o de los pajarillos de poco precio (Mt 6,25-32). Soberanía de Dios que
vela por las necesidades de los suyos, de tal forma que no es admisible la
inquietud por el mañana, la preocupación por el alimento o el vestido.
Sólo es necesaria una cosa: buscar el R. de D. y su justicia y lo demás se
nos dará por añadidura (Mt 6,34).
A lo largo de su predicación Jesús
va proclamando la salvación, la llegada del R. de D. con sus exigencias y con
las grandes promesas que lleva consigo. De nuevo será Mateo, justamente llamado
el evangelista del Reino, quien agrupe las parábolas relacionadas con nuestro
tema, y que los demás evangelistas las colocan en un contexto diverso, o las
omiten.
Jesús aclarará a los suyos el misterio del Reino de los cielos (Mt 13,11)
que a los demás les está oculto. Les explica cómo la semilla del sembrador
de la parábola es la palabra del Reino, que unos aceptan y otros rechazan, que
en unos fructifica y en otros se seca. Hablará de la acción del enemigo que
nunca duerme, de la cizaña que nace junto a la buena hierba. Del grano de
mostaza que simboliza el humilde comienzo del Reino que un día será un frondoso
árbol, cuyas ramas alcancen los confines de la tierra y cobijen a todos los
hombres del universo. La levadura, el tesoro escondido, la perla maravillosa,
la red barredera.
Fuerza expansiva del R. de D. que irá penetrando con su poder fermentador
en todos los entresijos del tiempo y del espacio. Bien único por el que vale la
pena el sacrificio total. R. D. que ha de pasar por una fase terrena, en la que
buenos y malos vivan mezclados, hasta el momento definitivo en el que Cristo
venga como Rey con gran poder y majestad, sobre las nubes, para juzgar a vivos
y muertos (Mt 25,31-46), para dar el Reino a los que fueron fieles y para
rechazar eternamente a los que no lo fueron.
c. Un Rey inesperado. Jesús continuó
hablando a los hombres del R.
de D., recordándoles su proximidad, su presencia ya actual en medio de
ellos (Lc 17,21). Sus palabras iban acompañadas de grandes signos, obras
extraordinarias que sólo quien tiene a Dios consigo, o el que es el mismo Dios,
podía realizar. Pero por otra parte la actitud de Jesús desconcierta al pueblo.
Su modo de entender el R. de D. difiere totalmente del modo de pensar de los
judíos de su época. Así ante el dominio de los romanos bajo el imperio del
César, Jesús no toma una postura de repulsa, ni tampoco de aceptación. Él se
niega a tomar parte en la vida política de su tiempo. Cuando, para tentarle, le
preguntan sobre la licitud de pagar el tributo, Jesús les da la célebre
respuesta que entraña todo un programa de vida: «Dad al César lo que es del
César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 15-22). En otra ocasión también
intentan mezclarle en una cuestión meramente temporal. A esos herederos que no
llegan a un acuerdo en el reparto de la herencia y que acudieron a Jesús para
que resolviera la cuestión, Jesús les contestó que no había venido a resolver
semejantes litigios (Lc 12,13).
Es más, hay una etapa en su vida en
la que rehúye que se le conozca como Mesías, como el Hijo de David. Y así
recomendaba con insistencia a los que le siguen que nopropaguen sus milagros.
Hablaba de sí y de su misión en un tono un tanto misterioso bajo el título de
Hijo del Hombre, poco conocido para sus oyentes. Es cierto que habló de un
triunfo y de una glorificación, de una exaltación; pero ese acontecimiento
futuro lo relaciona con una cruz, con un padecer y morir. Ante la incredulidad
de los judíos, Jesús llega a decir que cuando sea levantado en alto entonces le
conocerán (lo 8,28). El mismo evangelista S. Juan refiere cómo ante la
inminencia de la terrible hora de la pasión Jesús se turba hondamente.
Pero en seguida se repone tras la voz del Padre que habla de su
glorificación. Entonces Jesús afirma que cuando sea levantado sobre la tierra
atraerá a todos los hombres hacia sí (lo 12,32). Pero hasta que llegue ese
momento Jesús huyó del entusiasmo de las muchedumbres que se empeñaban en
hacerlo rey. Ante este impulso de la multitud Jesús se marcha solo al monte (lo
6,15). Pero antes obliga a los discípulos a que suban a la barca y se alejen de
allí (Mc 6,45), como temeroso de que también ellos se sumen al entusiasmo
enardecido del pueblo.
Jesús no habla de lucha violenta
contra los opresores de Israel, como solían hacer los falsos mesías que surgían
de cuando en cuando (Act
5,35-37); Jesús no habla de odio. Él habla de amor a todos los hombres,
incluidos los mismos enemigos (Mt 5,43-48); enseña la renuncia de uno mismo, la
necesidad de coger la cruz y de caminar tras sus pasos si se quiere ser
discípulo suyo (Lc 9,23).
d. Un Reino que no es de este mundo.
Una vez que Cristo ha dejado bien claro en qué consiste su reinado y de cuáles
son las condiciones para entrar en él, entonces reconoce su condición de Rey.
Entonces los suyos habrán comprendido, aunque sólo sea en parte, que su Reino
está
lejos de lo que pensaban los dirigentes de Israel, habrán olvidado en algún
modo sus ansias de poder y dominio. En esa etapa de la vida de Cristo, ya la
última, Jesús no duda en entrar triunfalmente en Jerusalén, aclamado por la
gente, vitoreado por los niños, acompañado con palmas y ramos de olivo. La
profecía de Zac 9,9 se cumple en ese momento en el que el Rey avanza, sereno y
sencillo, montado sobre una humilde bestia de carga (Mt 21,4-11). Y luego,
cuando le tengan maniatado, cuando la multitud le desprecie a grandes gritos,
no dudará en reconocer su propia realeza.
En la pasión el Maestro hace ejemplo
vivo esa doctrina de renuncia que había predicado, de fidelidad heroica a los
planes de Dios. Así, cuando el pueblo grita que no tiene otro rey que el César,
el Señor dirá
ante Pilato que Él es Rey. En lo 18,36 Cristo afirma categóricamente: «Mi
reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros
habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es
de aquí». Con una construcción literaria de inclusión y de concatenación se
subraya con fuerza la idea de que ese reino no es de este mundo. Su reino es el
reino de la Verdad, y sólo los que son de la Verdad escucharán su voz,
pertenecerán a su Reino (lo 18,33-37).
La pasión de Cristo relatada por S.
Juan viene a ser como un recorrido triunfal del gran Rey que camina majestuoso
hasta el elevado trono de la cruz, dando así el primer paso de su camino
ascensional hacia la cumbre de su gloria. Levantado como la serpiente de bronce
en el desierto es el signo de salvación para todos los que lo miren con ojos de
fe (lo 3,14; Num 21,8 ss.), será el centro de atracción para los dispersos que
constituyen el resto de Israel (Ier 31,3-8; lo 12,32).
Jesús clavado en la cruz es el Cordero degollado que con su sangre redime
al mundo entero (Apc 5,6; lo 1,35), el Rey de reyes (Apc 17,14), el signo
definitivo que muestra a los hombres el infinito amor del Padre por el mundo
(lo 3,16; 1 lo 4,9-10). Creer en ese Rey crucificado es participar en el R. de
D. En el Calvario hubo un hombre que supo descubrir a través de la desastrosa
apariencia de un ajusticiado la realeza grandiosa del Rey de Israel. «Acuérdate
de mí cuando estés en tu Reino», le dijo. y ese Rey extraño pero imponente le
responde con majestad: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el
paraíso» (Lc 23,42).
e. Los ciudadanos del Reino. Un
hombre entra en el Reino, un ladrón que se arrepiente de sus pecados y que
suplica con humildad. El hecho está en perfecta consonancia con la doctrina de
Jesús, con las frecuentes situaciones que vivió en su vida pública.
Efectivamente, él era amigo de publicanos y de pecadores, se reunía con ellos
ante el escándalo manifiesto de los fariseos. A éstos, los orgullosos, los
engreídos, les llega a decir que los publicanos y las rameras les precederán en
el Reino de los cielos (Mt 21,36). Con estas palabras indica Jesús la necesidad
de la contrición, de la penitencia, de la compunción del corazón para entrar en
el R. de D. En otras ocasiones también apuntará a lo mismo, aunque desde un
punto de vista distinto. Así pone a un niño en medio de los apóstoles que
discuten acerca de quién será el primero en el Reino. Ante esas ambiciones, el
Maestro les asegura que sólo el que se hace como un niño entrará en el R. de D.
y añade que el que quiera ser el primero que sea el último, el servidor de
todos (Mt 20,27). Los pobres de espíritu, los que no ponen su confianza en las
riquezas, los que sólo se apoyan en Dios, los que sufren y lloran, los que
saben perdonar, los que se esfuerzan hasta violentarse a sí mismos (Mt 11,12),
los que sepan descubrir a Cristo tras el hombre necesitado (Mt 25,31-46), esos
serán los que entren en el Reino de Dios.
Los otros no entrarán: los que no
perdonaron (Mt 18, 21-35), los que despreciaron a los demás (Lc 18,9-14), los
ricos que se olvidaron de los pobres (Lc 16,19-31), los que no cumplieron los
mandamientos. «No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los
adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros,
ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el Reino de Dios»
(1
Cor 6,16). En el mismo sentido se pronuncia el Apóstol en Gal 5,21 y Eph
5,5.
f. Reino de Dios e Iglesia. El R. de
D, está proclamado. Una nueva etapa de la soberanía de Dios se vislumbra, la
etapa de la restauración auténtica del verdadero Israel. Un nuevo término
aparece en el evangelio de S. Mateo: Iglesia, ekklesía en griego. Término por
otra parte que se va a ir imponiendo, sobre todo a partir de los escritos
paulinos. Y así
del silencio casi absoluto de los evangelios, se pasa a la abundancia de
referencias, especialmente en las epístolas paulinas de la cautividad.
El vocablo ekklesía ya fue utilizado
por la versión griega de los Setenta, que traducían así el término hebreo
qahal. Por tanto, en esta dimensión del qehal Yahwéh del A. T. hay que ver el
uso del vocablo ekklesía en S. Mateo. Así se nos presenta a la Iglesia de
Cristo como el nuevo pueblo de Dios, el anunciado por )os profetas, el que
nacería del «resto de Israel» que había permanecido fiel a la Alianza (v.).
Respecto a la relación que existe
entre el R. de D. y la Iglesia los autores se dividen. Unos se inclinan por la
identificación total o parcial, mientras que otros hablan de una diferencia
absoluta o parcial.
Para solucionar la cuestión es necesario ver antes la relación que se daba
en el A. T. entre el antiguo pueblo de Dios y el R. de D., para de este modo
ver la relación entre el nuevo pueblo de Dios y ese mismo Reino.
Al estudiar el R. de D. en el A. T.
vimos que Dios venía presentado como el dueño absoluto de cuanto existe, con
una potestad soberana sobre todas las criaturas. Veíamos también como esa
soberanía se ejercía de forma particular sobre el pueblo escogido, sobre
Israel, que viene a ser el R. de D. Según los profetas ese Reino extendería sus
fronteras hasta los confines más remotos del universo. Así llegaría un momento
en que el R. de D., entendido como reinado de Dios o aceptación rendida de ese
dominio, sería universal.
Pues análoga relación se da entre el
R. de D. y la Iglesia (v.). El nuevo Rey de Israel ha fundado su Iglesia, su
pueblo, a través de la cual el reinado de Dios se irá extendiendo a todos los
hombres, para que así
se salven. Por tanto, llegará un momento en que todo quedará sometido a
Cristo (1 Cor 15,24; Apc 12,10). Entonces toda la creación será partícipe de
esa salvación y surgirán «los cielos nuevos y la tierra nueva en que tiene su
morada la justicia, según la promesa» (2 Pet 3,13; cfr. Rom
8,22).
g. Fase escatológica del Reino de Dios. En la predicación del R. de D. se
apunta a veces a su fase definitiva. Pero también está muy claro que el triunfo
de Cristo, la llegada del R. de D., es ya una realidad actual que los justos
que mueren en el Señor están ahora gozando (Apc
14,13; 18,20). Ya vimos cómo Jesús en la cruz promete al buen ladrón la
entrada inmediata en su Reino (Lc 23, 43). No podemos olvidar que junto a la
Iglesia peregrinante ya la purgante, está la Iglesia triunfante, es decir , la
porción del pueblo de Dios que ya ha llegado a la tierra prometida y que
disfrutan actualmente los bienes definitivos del Reino.
Así, pues, se habla de que los
tiempos se han cumplido (Mc 1,15) y de que el R. de D. está cerca (Mc 13,29; Lc
10,9; 12,54), incluso de que ya está presente (Lc 17,21). En algunos momentos
se tiene la impresión de que la Parusía (v.) es algo inminente (Lc 21,32 y
par.). Pero por otra parte Jesús habla de que esa hora sólo es conocida por el
Padre (Mc 13,32
y par.; Act 1,8). Se da, pues, una aparente contradicción. Para resolverla
unos dicen que son expresiones correspondientes a distintos estados de ánimo de
Jesús. Otros opinan que los pasajes referentes a la inminencia son del Señor,
mientras los que hablan de un futuro lejano e incierto son interpolaciones de
la comunidad. Ninguna de esas soluciones es convincente. Más bien hay que
pensar en la intención de poner en sobreaviso a los cristianos de la llegada
del R. de D. Por una parte insistiendo en su inminencia, incluso en su
presencia actual como fase intermedia, y por otra parte hablando de la
Incertidumbre del último momento. Con todo esto se da una poderosa razón para
vivir en actitud vigilante, con el anhelo de quien espera la llegada del
esposo, con la pronta disposición del criado bueno y fiel (Mt 24,42-51 ;
25,1-12). Ese deseo se concreta en la segunda petición del Padrenuestro, que
implora la llegada del R. de D. (Mt 6,10).
Con esa esperanza ha de vivir el
creyente, en un continuo adviento que le recuerde siempre la promesa de la
venida del Reino. Los primeros cristianos expresan esa actitud de espera
vigilante en esta breve jaculatoria: Marana tha, ven Señor (1 Cor 16,22). Así
en medio de las persecuciones viven serenos, confían oír al séptimo ángel que
anuncie la llegada del R. de D., la soberanía universal de Cristo (Apc 11,15;
12,10).
V. t.: PUEBLO DE DIOS; CUERPO MÍSTICO; EVANGELIOS I, 4; IGLESIA I, 1.4) y
1.8); RESTO DE ISRAEL.
A. GARCÍA-MORENO.
BoNSIRVEN, Le regne de Dieu, París 1957; M. BUBER, Konigtum Gottes,
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israélite, Roma 1954; I. M. CASCIARO; Iglesia y pueblo de Dios en el
Evangelio de S. Mateo, en XIX Semana bíblica española, Madrid 1962; O.
KARRER, El Reino de Dios hoy, Madrid 1963; W. PANNENBERG, La teologia e il
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política, Madrid 1972; M. MEINERTZ, Teología del )Nuevo Testamento, Madrid
1963, 25-66.
Gran Enciclopedia Rialp, Ediciones Rialp S.A., 1991
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