Por Alfredo M. Cepero
Nota
del autor: 522 años después haber sido
expulsados de Europa con la caída del reino de Granada, en España, en
1492, los fundamentalistas islámicos logran de nuevo su
ancestral objetivo de establecer un califato desde el cual desatar una
yihad de exterminio contra todos los "infieles" que no rindan culto a su
Dios.
El pasado 29 de junio los terroristas del Estado Islámico de Irak y
Siria anunciaron el cambio de nombre de su organización por Estado
Islámico. El cambio de nombre fue acompañado por la declaración de un
Califato que se extiende desde Alepo, Siria, hasta Diyala
en Irak. En el mensaje se exige a "todos los musulmanes del mundo" que
le juren fidelidad. Con tal motivo, les adjunto un artículo que
publiqué en La Nueva Nación el 10 de mayo de 2011.
Los
peregrinos que desembarcaron en 1620 en Plymouth Rock en busca de
libertad de culto para sus respectivas religiones imprimieron un sello
de tolerancia que ha sido piedra angular de la legislación y de la
cultura política de los Estados Unidos hasta nuestros días. Y nadie en
su sano juicio negaría que esa tolerancia es una virtud,
un síntoma de madurez ciudadana y un sistema ideal para preservar la paz
en cualquier sociedad que aspire a ser considerada como
civilizada.
Por
desgracia, el mundo del Siglo XXI no es el de 1620. En los
últimos 25 años el mundo ha experimentado un resurgimiento de la
intolerancia religiosa por parte de minorías agresivas dentro
del Islam que utilizan la violencia y el terrorismo como armas de
intimidación y conquista. La primera manifestación de este modo de
operación tuvo lugar en 1993 durante la masacre de Mogadishu, en
Somalia, donde 1000 personas—entre ellas 18 soldados
norteamericanos—perdieron la vida a manos de turbas enardecidas por
líderes musulmanes.
Sin
ir tan lejos, el 11 de septiembre del 2001—con motivo de la
voladura de las Torres Gemelas del Centro Mundial de Comercio de Nueva
York—los Estados Unidos sufrieron el ataque con mayor número de
bajas en toda su historia con un saldo de 2976 víctimas en los tres
escenarios de Nueva York, Washington y Pensilvania. Todo el que haya
presenciado a través de la televisión las celebraciones alucinantes en
la Franja de Gaza—donde el 98 por ciento de los palestinos
son musulmanes—y en otros países de religión islámica con motivo de la
salvajada del 9/11 tiene que haberse convencido de
la intensidad del odio contra nuestro sistema de vida.
Lo
que resulta desconcertante es que haya tantos—comenzando por la
prensa controlada por la izquierda—que se empeñen no solo en ignorar el
peligro sino en ridiculizar a quienes damos la voz de alerta.
Para esos apologistas, la mayoría de los musulmanes son ciudadanos
pacíficos que respetan la ley y contribuyen al bienestar nacional. Y
eso es cierto pero no los exonera de responsabilidad en la lucha por
combatir el terrorismo dentro de su religión. Su silencio los hace
culpables de complicidad en esos crímenes. Bien claro lo dijo aquel casi
santo—víctima también de la intolerancia
religiosa—que se llamó Gandhi: “Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es
el silencio de la gente buena”.
Y
a aquellos que subestiman el peligro afirmando que se trata solo de una
minoría les sugerimos que lean un poco de historia. Sin tener que ir muy
lejos, que pasen revista a la Revolución de Octubre de 1917
donde un loco llamado Lenin desató sobre el mundo un flagelo de
opresión, destrucción y muerte que perduró por 74
años y ocasionó millones de muertos en todos los rincones del mundo. En
1917, el Partido Comunista Ruso contaba con 2 millones de
miembros en una población de 100 millones de habitantes.
Un poco más adelante en el camino de la iniquidad, otro loco
llamado Hitler se hizo con el poder al frente de un partido que, por coincidencia, contaba
también con
2 millones de miembros en una Alemania cuya población ascendía a 66
millones de habitantes en 1933. Su saldo macabro no tuvo nada que
envidiarle al de Lenin. El argumento de la minoría esgrimido por estos
tolerantes trasnochados es derrumbado por el peso de los
hechos.
En tal sentido, si tomamos en cuenta que 1,600 millones de los 6,800
habitantes del mundo militan en alguna secta de la religión islámica no tenemos que ser genios matemáticos para ver que casi uno de cada cuatro habitantes
del planeta están convencidos de que “Ala es Grande” y es
el único que habla con Dios. En los Estados Unidos tenemos como vecinos a
3 millones de feligreses islámicos. Y todo eso está muy
bien siempre que respeten mis preferencias religiosas y no me obliguen a
compartir sus creencias a base de las balas y explosivos que, en este
Siglo
XXI, están siendo utilizadas por los terroristas islámicos como
sustitutos de las cimitarras del Siglo VIII.
Regresando a la historia, quienes se hayan preocupado por leerla,
entenderla y sacar conclusiones prácticas no pueden asombrarse de esta arremetida islámica. Si se lo pudiésemos preguntar a
quienes fueron víctimas de invasiones islámicas entre los siglos VIII y XV nos dirían que los guerreros musulmanes de aquellos
tiempos devinieron en unos amos criminales y despiadados.
En
el 711, guerreros musulmanes atravesaron el Estrecho de Gibraltar
procedentes del Norte de Africa, derrotaron a los visigodos y se
apoderaron de toda la Península Ibérica y buena parte de Francia en
menos de 20 años. En el Siglo IX ya controlaban el sur de Italia,
Sicilia, las Islas
Mediterráneas y habían avanzado hasta el valle del Indo, en lo que es
hoy India y Pakistán. Durante ocho siglos impusieron no
solo su voluntad sino su modo anacrónico de vida en partes de Europa
hasta que Fernando e Isabel (los Reyes Católicos) los derrotaron en
Granada en 1492.
Porque,
estemos bien claros, el Islam no es una religión o un culto
sino una forma de vida total, absolutista e intolerante. Trae consigo
componentes religiosos, legales, políticos, económicos, sociales y
hasta militares. Por eso es la gran amenaza a nuestra civilización
occidental en este Siglo XXI. Su penetración de nuestras
instituciones abiertas y tolerantes pone en peligro nuestra seguridad
nacional y nuestro modo de vida mucho más que el monstruo comunista del
pasado Siglo XX.
Comparado
con el reto comunista el reto islámico es un verdadero
tsunami porque la batalla no será librada en forma ostensible con
proyectiles y bombas donde podíamos contestar golpe por golpe sino en
forma encubierta, sigilosa y traicionera donde no sabemos detrás de cual
fachada se esconde el enemigo.
Quienes
piensen que no estamos en estado de sitio pasen revista a las
estadísticas. En los últimos 25 años y hasta abril del 2010 se habían
producido 67 ataques terroristas contra los Estados
Unidos con un saldo total de 3,098 muertos (incluidos desde luego las
víctimas del 9/11). Dentro del mismo contexto, en los últimos 24
meses han sido encauzados 126 musulmanes en los Estados Unidos acusados
de intentos de actos terroristas.
Y a quienes afirmen que los Estados Unidos han provocado estos ataques a
causa de su política imperialista les exigimos que nos
expliquen los 200 muertos de Bali,
Indonesia, en el 2000, los 191 muertos de la explosión de los trenes de
Madrid en el 2004 y los numerosos actos terroristas en Alemania,
Francia, Suiza, Inglaterra y Austria. Y casi el otro día, el artero
asesinato del Gobernador Taseer en Punjab, Pakistán, por uno de sus
guardaespaldas quién lo acusó de haber profanado el Corán.
Asimismo,
decidieron amargarnos las fiestas navideñas con acciones
terroristas simultáneas el 24 de diciembre que produjeron un saldo de 42
muertos en Pakistán, 12 en Nigeria y 12 en Somalia. ¡Ah!,
y el ataque del pasado 31 de diciembre contra fieles cristianos en
Egipto con un saldo de 31 muertos.
Esto
demuestra que, para los terroristas islámicos, todo el que no
comparta su forma estrecha e intolerante de ver la vida es su enemigo y
debe ser erradicado de la faz de la Tierra. Estos iracundos soldados de
un
Alá vengativo fueron envenenados desde muy pequeños por sus maestros en
la teología del odio.
En
una etapa de la vida en que los niños occidentales sueñan
con Blanca Nieves o el Ratón Miguelito estos infelices son programados
en las madrazas a odiar al Gran Satán del capitalismo. Madrazas
que, dicho sea de paso, son financiadas con los dólares que pagamos por
nuestras compras de petróleo a la corrupta realeza de Arabia
Saudita.
Las
líneas en la arena están claramente trazadas. La
alternativa no deja lugar a dudas: someternos a la barbarie o
despojarnos de unos escrúpulos de tolerancia que podrían resultar
suicidas
y enfrentarnos con determinación a esta implacable invasión del
terrorismo islámico.
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