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Vamos
 a empezar por el   diccionario. La lexicóloga María Moliner ofrece una 
sencilla definición:   “mentira: cosa que se dice sabiendo que no es 
verdad, con intención de que   sea creída”. Ateniéndonos a este 
concepto, se hace evidente de que todos, de   alguna forma, en 
determinada circunstancia de la vida, hemos dicho nuestras   
“mentiritas”, las que para tranquilidad de la conciencia las hemos 
vestido de   blanco. ¿Quién no ha oído hablar de “las mentiritas 
blancas”?. 
Hace
 años, no sé cuantos,   leí un libro de ciencia-ficción cuyo autor no 
hay manera de que lo recuerde,   solamente sé que era inglés. En el 
libro se hablaba de que las personas   debieran tener un pequeño 
bombillo en la frente, el que se encendería cada vez   que se dijera una
 mentira. La mejor manera de ahorrar energía eléctrica en   horas de la 
noche hubiera sido la aplicación de esa novedad. Lo cierto, sin   
embargo, es que hay personas que no pueden mentir sin darlo a conocer.  
 Esquivan la mirada, se sonrojan, les tiembla la voz, y se enredan 
cuando   dicen algo que no es cierto. Lamentablemente son pocas las 
personas las que   exhiben estos síntomas, aunque para que no sean 
descubiertas debieran tener   en cuenta, a la hora de mentir, este 
pensamiento de Pierre Corneille: “se   necesita buena memoria después de
 haber mentido”. 
Si
 le preguntáramos a un   clérigo, o a un cristiano de perfil 
conservador, la afirmación sería   categórica: “¡la mentira es un 
pecado!”. Esto se reafirma claramente en el   Catecismo de la Iglesia 
Católica, “la mentira consiste en decir falsedad con   intención de 
engañar. El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica:   vuestro 
padre es el diablo, porque no hay verdad en él; cuando dice la   
mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de 
la   mentira” (Juan 8:44)”. (Epígrafe 2482). 
Nosotros
 creemos que no   todas las mentiras son iguales, y al decir esto 
confiamos en la comprensión   de nuestros amigos del campo pastoral. 
Desde un punto de vista estrictamente   personal hemos llegado a la 
conclusión de que hay cuatro tipos de mentiras.   Por supuesto que debe 
haber personas que piensen de manera diferente, y   disponible estoy 
para que me expongan sus opiniones. 
Existe
 la que hemos   llamado la mentira social. No creo que se vaya al 
infierno, por mentiroso, el   viejo amigo que me abrace en una sala 
funeral y me diga enfáticamente:   “¡Estás igualito!”. Quizás han pasado
 veinte años, se me haya caído el pelo y   se me haya ensanchado el 
vientre, y aunque el supuesto amigo piense a sus   adentros que luzco 
más viejo que Matusalén, el hecho de que me mienta con   compasivo 
cariño no lo descalifica como un hombre de honor.  Esa mentira   social 
es cortés, respetuosa y útil. No puede calificarse de hipócrita ni de   
nociva. Al contrario, es simpática, cordial y refrescante. Especialmente
 a   las damas de “cierta” edad les encanta ese tipo de mentiras, aunque
 cuando   consulten al espejo tengan que hacer un buen uso de la 
imaginación. 
Pero
 existe también la   mentira compulsiva, la que tiene ribetes de 
enfermedad. Hay personas que todo   lo exageran, lo inventan o lo 
deforman. Es el tipo de mentira que genera el   chisme y desencadena los
 rumores. Lo único positivo es que a este tipo de   mentiroso pronto lo 
ubicamos en nuestra lista de gente a la que no puede   hacérsele caso. 
Como dice el humorista Milton Berle: “puedes adivinar cuándo   miente, 
solo hay  que esperar a que empiece a mover los labios”. 
La
 mentira compulsiva   suele ser divertida por lo exagerada e “increíble”
 que es. Un análisis   psicológico revelaría que es producto de la 
fantasía en la que viven personas   que están desencantadas con su 
realidad. A estos mentirosos hay que tratarlos   con paciencia y con una
 apropiada dosis de comprensión. No hacen daño si ante   lo que dicen se
 utiliza el sentido común. 
Tenemos
 también la mentira   de auto-beneficio. Esta es la que se usa en una 
solicitud de empleo, en una   venta y hasta en una declaración amorosa. 
Es la mentira con la que buscamos   beneficiarnos. En estos días, 
precisamente, cuando andamos en los molestos   trajines del pago de 
impuestos, la mentira que nos beneficie brota rápida   y  gananciosa. Si
 Diógenes anduviera con su lámpara encendida buscando a   una persona 
que en abril no diga mentiras, se volvería loco buscando “pilas   
eléctricas”. Este tipo de mentira, incidentalmente, es arma preferida de
 los   políticos. Recordamos la pregunta de Milton Berle, “¿Si 
Washington nunca dijo   una mentira cómo fue que llegó a ser 
presidente?”. 
Las
 mentiras egoístas son   peligrosas porque basadas en ellas se otorgan a
 veces posiciones de trabajo que   resultan riesgosas para personas 
inocentes. Un médico sin sus créditos   académicos es una amenaza 
pública, como lo es cualquier profesional en   cualquier otro campo. 
Estas mentiras suelen descubrirse y la persona que las   utilizó sufre 
la vergüenza de un despido y a veces hasta tiene que   enfrentarse a las
 Cortes de Justicia. 
Ahora
 bien, la mentira   insidiosa, la que se dice con el propósito de 
desacreditar a una determinada   persona, es la que puede justamente 
catalogarse en la ubicación de pecado.   Mentir para hundir a alguien de
 quien quisiéramos vengarnos o que simplemente   no queremos, es una 
forma de acción criminal. Aquello de que “no me lo crean,   pero dicen 
que ....” es cobardía y delito. La mentira insidiosa ha destruido   
matrimonios, ha fragmentado instituciones y hasta ha creado guerra y   
conflictos familiares. Los que las dicen son gente sin un solo hálito de
   dignidad. 
En
 efecto, la mentira es   un componente social que ha echado raíces. Para
 bregar con su existencia   debemos tener la habilidad de determinar las
 intenciones de los que las   dicen. Si es una mentira cortés, aunque no
 la creamos, debemos recibirla con   resignación. Si se trata de un 
mentiroso compulsivo, debemos mirarlo con   incredulidad que se le haga 
evidente, pero con la virtud de no hacerle caso.   Si se trata del 
mentiroso mal intencionado que busca beneficiarse de sus   estratagemas y
 embustes, debemos ser firmes en nuestra reacción, haciéndole   saber 
que está actuando impropiamente y que no estamos dispuestos a   
convertirnos en cómplices de sus manipulaciones. 
Ahora
 bien, el mentiroso   mal intencionado y cargado de perversidad debe ser
 considerado como alguien a   quien no podemos otorgarle ni confianza ni
 respeto. Hay un viejo proverbio   español que reza así: “nadie es más 
fácil que engañar que a un hombre   honrado”. No debemos jamás abrirle 
espacio al que denigra a una persona   ausente, al que lanza acusaciones
 improvisadas y sin comprobar y al que por   inconfesables razones 
arrastra al fango la moral ajena. 
Lo
 ideal sería no decir   mentiras jamás; pero ¿quién le dice a una dama 
setentona lo que realmente   parece?, ¿o quién deja saber todos los 
detalles de su vida en una solicitud   de trabajo?.  Hay mentiras 
soportables y las hay insoportables. El   secreto está en conocer la 
diferencia. Y saberla de veras que puede   determinar nuestra propia 
tran quilidad. 
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“La Palabra de Dios es Independiente y es Luz, para todo aquel que esté perdido en las tinieblas torcidas y oscuras de la vida”.
miércoles, 14 de mayo de 2014
¿QUÉ ES LA MENTIRA?
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