miércoles, 14 de mayo de 2014

¿QUÉ ES LA MENTIRA?


Vamos a empezar por el diccionario. La lexicóloga María Moliner ofrece una sencilla definición: “mentira: cosa que se dice sabiendo que no es verdad, con intención de que sea creída”. Ateniéndonos a este concepto, se hace evidente de que todos, de alguna forma, en determinada circunstancia de la vida, hemos dicho nuestras “mentiritas”, las que para tranquilidad de la conciencia las hemos vestido de blanco. ¿Quién no ha oído hablar de “las mentiritas blancas”?.
Hace años, no sé cuantos, leí un libro de ciencia-ficción cuyo autor no hay manera de que lo recuerde, solamente sé que era inglés. En el libro se hablaba de que las personas debieran tener un pequeño bombillo en la frente, el que se encendería cada vez que se dijera una mentira. La mejor manera de ahorrar energía eléctrica en horas de la noche hubiera sido la aplicación de esa novedad. Lo cierto, sin embargo, es que hay personas que no pueden mentir sin darlo a conocer. Esquivan la mirada, se sonrojan, les tiembla la voz, y se enredan cuando dicen algo que no es cierto. Lamentablemente son pocas las personas las que exhiben estos síntomas, aunque para que no sean descubiertas debieran tener en cuenta, a la hora de mentir, este pensamiento de Pierre Corneille: “se necesita buena memoria después de haber mentido”.
Si le preguntáramos a un clérigo, o a un cristiano de perfil conservador, la afirmación sería categórica: “¡la mentira es un pecado!”. Esto se reafirma claramente en el Catecismo de la Iglesia Católica, “la mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar. El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: vuestro padre es el diablo, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Juan 8:44)”. (Epígrafe 2482).
Nosotros creemos que no todas las mentiras son iguales, y al decir esto confiamos en la comprensión de nuestros amigos del campo pastoral. Desde un punto de vista estrictamente personal hemos llegado a la conclusión de que hay cuatro tipos de mentiras. Por supuesto que debe haber personas que piensen de manera diferente, y disponible estoy para que me expongan sus opiniones.
Existe la que hemos llamado la mentira social. No creo que se vaya al infierno, por mentiroso, el viejo amigo que me abrace en una sala funeral y me diga enfáticamente: “¡Estás igualito!”. Quizás han pasado veinte años, se me haya caído el pelo y se me haya ensanchado el vientre, y aunque el supuesto amigo piense a sus adentros que luzco más viejo que Matusalén, el hecho de que me mienta con compasivo cariño no lo descalifica como un hombre de honor. Esa mentira social es cortés, respetuosa y útil. No puede calificarse de hipócrita ni de nociva. Al contrario, es simpática, cordial y refrescante. Especialmente a las damas de “cierta” edad les encanta ese tipo de mentiras, aunque cuando consulten al espejo tengan que hacer un buen uso de la imaginación.
Pero existe también la mentira compulsiva, la que tiene ribetes de enfermedad. Hay personas que todo lo exageran, lo inventan o lo deforman. Es el tipo de mentira que genera el chisme y desencadena los rumores. Lo único positivo es que a este tipo de mentiroso pronto lo ubicamos en nuestra lista de gente a la que no puede hacérsele caso. Como dice el humorista Milton Berle: “puedes adivinar cuándo miente, solo hay que esperar a que empiece a mover los labios”.
La mentira compulsiva suele ser divertida por lo exagerada e “increíble” que es. Un análisis psicológico revelaría que es producto de la fantasía en la que viven personas que están desencantadas con su realidad. A estos mentirosos hay que tratarlos con paciencia y con una apropiada dosis de comprensión. No hacen daño si ante lo que dicen se utiliza el sentido común.
Tenemos también la mentira de auto-beneficio. Esta es la que se usa en una solicitud de empleo, en una venta y hasta en una declaración amorosa. Es la mentira con la que buscamos beneficiarnos. En estos días, precisamente, cuando andamos en los molestos trajines del pago de impuestos, la mentira que nos beneficie brota rápida y gananciosa. Si Diógenes anduviera con su lámpara encendida buscando a una persona que en abril no diga mentiras, se volvería loco buscando “pilas eléctricas”. Este tipo de mentira, incidentalmente, es arma preferida de los políticos. Recordamos la pregunta de Milton Berle, “¿Si Washington nunca dijo una mentira cómo fue que llegó a ser presidente?”.
Las mentiras egoístas son peligrosas porque basadas en ellas se otorgan a veces posiciones de trabajo que resultan riesgosas para personas inocentes. Un médico sin sus créditos académicos es una amenaza pública, como lo es cualquier profesional en cualquier otro campo. Estas mentiras suelen descubrirse y la persona que las utilizó sufre la vergüenza de un despido y a veces hasta tiene que enfrentarse a las Cortes de Justicia.
Ahora bien, la mentira insidiosa, la que se dice con el propósito de desacreditar a una determinada persona, es la que puede justamente catalogarse en la ubicación de pecado. Mentir para hundir a alguien de quien quisiéramos vengarnos o que simplemente no queremos, es una forma de acción criminal. Aquello de que “no me lo crean, pero dicen que ....” es cobardía y delito. La mentira insidiosa ha destruido matrimonios, ha fragmentado instituciones y hasta ha creado guerra y conflictos familiares. Los que las dicen son gente sin un solo hálito de dignidad.
En efecto, la mentira es un componente social que ha echado raíces. Para bregar con su existencia debemos tener la habilidad de determinar las intenciones de los que las dicen. Si es una mentira cortés, aunque no la creamos, debemos recibirla con resignación. Si se trata de un mentiroso compulsivo, debemos mirarlo con incredulidad que se le haga evidente, pero con la virtud de no hacerle caso. Si se trata del mentiroso mal intencionado que busca beneficiarse de sus estratagemas y embustes, debemos ser firmes en nuestra reacción, haciéndole saber que está actuando impropiamente y que no estamos dispuestos a convertirnos en cómplices de sus manipulaciones.
Ahora bien, el mentiroso mal intencionado y cargado de perversidad debe ser considerado como alguien a quien no podemos otorgarle ni confianza ni respeto. Hay un viejo proverbio español que reza así: “nadie es más fácil que engañar que a un hombre honrado”. No debemos jamás abrirle espacio al que denigra a una persona ausente, al que lanza acusaciones improvisadas y sin comprobar y al que por inconfesables razones arrastra al fango la moral ajena.
Lo ideal sería no decir mentiras jamás; pero ¿quién le dice a una dama setentona lo que realmente parece?, ¿o quién deja saber todos los detalles de su vida en una solicitud de trabajo?. Hay mentiras soportables y las hay insoportables. El secreto está en conocer la diferencia. Y saberla de veras que puede determinar nuestra propia tran quilidad.

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