viernes, 25 de julio de 2014

LA INVASIÓN ISLÁMICA


Por Alfredo M. Cepero
Director de www.lanuevanacion.com
Nota del autor: 522 años después haber sido expulsados de Europa con la caída del reino de Granada, en España, en 1492, los fundamentalistas islámicos logran de nuevo su ancestral objetivo de establecer un califato desde el cual desatar una yihad de exterminio contra todos los "infieles" que no rindan culto a su Dios. El pasado 29 de junio los terroristas del Estado Islámico de Irak y Siria anunciaron el cambio de nombre de su organización por Estado Islámico. El cambio de nombre fue acompañado por la declaración de un Califato que se extiende desde Alepo, Siria, hasta Diyala en Irak. En el mensaje se exige a "todos los musulmanes del mundo" que le juren fidelidad. Con tal motivo, les adjunto un artículo que publiqué en La Nueva Nación el 10 de mayo de 2011.
Los peregrinos que desembarcaron en 1620 en Plymouth Rock en busca de libertad de culto para sus respectivas religiones imprimieron un sello de tolerancia que ha sido piedra angular de la legislación y de la cultura política de los Estados Unidos hasta nuestros días. Y nadie en su sano juicio negaría que esa tolerancia es una virtud, un síntoma de madurez ciudadana y un sistema ideal para preservar la paz en cualquier sociedad que aspire a ser considerada como civilizada.
Por desgracia, el mundo del Siglo XXI no es el de 1620. En los últimos 25 años el mundo ha experimentado un resurgimiento de la intolerancia religiosa por parte de minorías agresivas dentro del Islam que utilizan la violencia y el terrorismo como armas de intimidación y conquista. La primera manifestación de este modo de operación tuvo lugar en 1993 durante la masacre de Mogadishu, en Somalia, donde 1000 personas—entre ellas 18 soldados norteamericanos—perdieron la vida a manos de turbas enardecidas por líderes musulmanes.
Sin ir tan lejos, el 11 de septiembre del 2001—con motivo de la voladura de las Torres Gemelas del Centro Mundial de Comercio de Nueva York—los Estados Unidos sufrieron el ataque con mayor número de bajas en toda su historia con un saldo de 2976 víctimas en los tres escenarios de Nueva York, Washington y Pensilvania. Todo el que haya presenciado a través de la televisión las celebraciones alucinantes en la Franja de Gaza—donde el 98 por ciento de los palestinos son musulmanes—y en otros países de religión islámica con motivo de la salvajada del 9/11 tiene que haberse convencido de la intensidad del odio contra nuestro sistema de vida.
Lo que resulta desconcertante es que haya tantos—comenzando por la prensa controlada por la izquierda—que se empeñen no solo en ignorar el peligro sino en ridiculizar a quienes damos la voz de alerta. Para esos apologistas, la mayoría de los musulmanes son ciudadanos pacíficos que respetan la ley y contribuyen al bienestar nacional. Y eso es cierto pero no los exonera de responsabilidad en la lucha por combatir el terrorismo dentro de su religión. Su silencio los hace culpables de complicidad en esos crímenes. Bien claro lo dijo aquel casi santo—víctima también de la intolerancia religiosa—que se llamó Gandhi: “Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena”.
Y a aquellos que subestiman el peligro afirmando que se trata solo de una minoría les sugerimos que lean un poco de historia. Sin tener que ir muy lejos, que pasen revista a la Revolución de Octubre de 1917 donde un loco llamado Lenin desató sobre el mundo un flagelo de opresión, destrucción y muerte que perduró por 74 años y ocasionó millones de muertos en todos los rincones del mundo. En 1917, el Partido Comunista Ruso contaba con 2 millones de miembros en una población de 100 millones de habitantes.
Un poco más adelante en el camino de la iniquidad, otro loco llamado Hitler se hizo con el poder al frente de un partido que, por coincidencia, contaba también con 2 millones de miembros en una Alemania cuya población ascendía a 66 millones de habitantes en 1933. Su saldo macabro no tuvo nada que envidiarle al de Lenin. El argumento de la minoría esgrimido por estos tolerantes trasnochados es derrumbado por el peso de los hechos.
En tal sentido, si tomamos en cuenta que 1,600 millones de los 6,800 habitantes del mundo militan en alguna secta de la religión islámica no tenemos que ser genios matemáticos para ver que casi uno de cada cuatro habitantes del planeta están convencidos de que “Ala es Grande” y es el único que habla con Dios. En los Estados Unidos tenemos como vecinos a 3 millones de feligreses islámicos. Y todo eso está muy bien siempre que respeten mis preferencias religiosas y no me obliguen a compartir sus creencias a base de las balas y explosivos que, en este Siglo XXI, están siendo utilizadas por los terroristas islámicos como sustitutos de las cimitarras del Siglo VIII.
Regresando a la historia, quienes se hayan preocupado por leerla, entenderla y sacar conclusiones prácticas no pueden asombrarse de esta arremetida islámica. Si se lo pudiésemos preguntar a quienes fueron víctimas de invasiones islámicas entre los siglos VIII y XV nos dirían que los guerreros musulmanes de aquellos tiempos devinieron en unos amos criminales y despiadados.
En el 711, guerreros musulmanes atravesaron el Estrecho de Gibraltar procedentes del Norte de Africa, derrotaron a los visigodos y se apoderaron de toda la Península Ibérica y buena parte de Francia en menos de 20 años. En el Siglo IX ya controlaban el sur de Italia, Sicilia, las Islas Mediterráneas y habían avanzado hasta el valle del Indo, en lo que es hoy India y Pakistán. Durante ocho siglos impusieron no solo su voluntad sino su modo anacrónico de vida en partes de Europa hasta que Fernando e Isabel (los Reyes Católicos) los derrotaron en Granada en 1492.
Porque, estemos bien claros, el Islam no es una religión o un culto sino una forma de vida total, absolutista e intolerante. Trae consigo componentes religiosos, legales, políticos, económicos, sociales y hasta militares. Por eso es la gran amenaza a nuestra civilización occidental en este Siglo XXI. Su penetración de nuestras instituciones abiertas y tolerantes pone en peligro nuestra seguridad nacional y nuestro modo de vida mucho más que el monstruo comunista del pasado Siglo XX.
Comparado con el reto comunista el reto islámico es un verdadero tsunami porque la batalla no será librada en forma ostensible con proyectiles y bombas donde podíamos contestar golpe por golpe sino en forma encubierta, sigilosa y traicionera donde no sabemos detrás de cual fachada se esconde el enemigo.
Quienes piensen que no estamos en estado de sitio pasen revista a las estadísticas. En los últimos 25 años y hasta abril del 2010 se habían producido 67 ataques terroristas contra los Estados Unidos con un saldo total de 3,098 muertos (incluidos desde luego las víctimas del 9/11). Dentro del mismo contexto, en los últimos 24 meses han sido encauzados 126 musulmanes en los Estados Unidos acusados de intentos de actos terroristas.
Y a quienes afirmen que los Estados Unidos han provocado estos ataques a causa de su política imperialista les exigimos que nos expliquen los 200 muertos de Bali, Indonesia, en el 2000, los 191 muertos de la explosión de los trenes de Madrid en el 2004 y los numerosos actos terroristas en Alemania, Francia, Suiza, Inglaterra y Austria. Y casi el otro día, el artero asesinato del Gobernador Taseer en Punjab, Pakistán, por uno de sus guardaespaldas quién lo acusó de haber profanado el Corán.
Asimismo, decidieron amargarnos las fiestas navideñas con acciones terroristas simultáneas el 24 de diciembre que produjeron un saldo de 42 muertos en Pakistán, 12 en Nigeria y 12 en Somalia. ¡Ah!, y el ataque del pasado 31 de diciembre contra fieles cristianos en Egipto con un saldo de 31 muertos.
Esto demuestra que, para los terroristas islámicos, todo el que no comparta su forma estrecha e intolerante de ver la vida es su enemigo y debe ser erradicado de la faz de la Tierra. Estos iracundos soldados de un Alá vengativo fueron envenenados desde muy pequeños por sus maestros en la teología del odio.
En una etapa de la vida en que los niños occidentales sueñan con Blanca Nieves o el Ratón Miguelito estos infelices son programados en las madrazas a odiar al Gran Satán del capitalismo. Madrazas que, dicho sea de paso, son financiadas con los dólares que pagamos por nuestras compras de petróleo a la corrupta realeza de Arabia Saudita.
Las líneas en la arena están claramente trazadas. La alternativa no deja lugar a dudas: someternos a la barbarie o despojarnos de unos escrúpulos de tolerancia que podrían resultar suicidas y enfrentarnos con determinación a esta implacable invasión del terrorismo islámico.
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