viernes, 6 de abril de 2012

A JESÚS POR MARÍA

Andrés Reynaldo | Miami
Tenía que ocurrir un milagro. Pero el Papa no produce milagros. A duras penas consigue certificarlos. Otra vez, los cubanos nos quedamos esperando. Otra vez. Ese es nuestro problema. Siempre esperamos un milagro. Fatigados de esperar, acabamos por contentamos con un simulacro de solidaridad, con alguna promesa preñada de imposibilidades.
Peter Esterházy decía que las víctimas del comunismo estaban preparadas para sobrevivir, no para vivir. De la tierra a la persona, del poeta al carcelero, del disidente al cura, Cuba ha sido reducida a un régimen de supervivencia. Sobre todo, en las ideas y los valores, que son la raíz de la identidad. Abolidos los rostros, nadie se reconoce en nadie. Los sobrevivientes, ya se sabe, suelen sostenerse por el canibalismo.
El Papa Ratzinger, el formidable intelectual que ha reinstalado a Cristo en el pensamiento moderno, tiene que haberse dado cuenta de esta insondable quiebra antes de aterrizar en la isla. El desgaste físico y metafísico se manifiesta por igual en el párvulo ballet que le da la bienvenida en La Habana y en el lenguaje corporal de los ciudadanos. En el nudo de las corbatas de los funcionarios. En las calles que muestran las cicatrices de abismales baches suturados contra el reloj. En unos obispos que conforman un cónclave de almas muertas. Para ellos, la disidencia no es un escándalo político, sino un escándalo antropológico: el impredecible segmento de una sociedad que todavía resiste ruidosamente vivo.
Cierto que el Papa hubiera podido decir y hacer mucho más por los cubanos. Pero hacer algo por los cubanos, aunque sea lo mínimo, implica agredir sin tapujos a la dictadura, lo cual debe violar más de un protocolo. La visita tendría que haberse convertido en un desaire. O sea, hubiera acarreado adversas consecuencias sobre una Iglesia embriagada de haber recuperado con la ejemplar sumisión de sus líderes las migajas de aquello que solo pudieron arrebatarle tras el fusilamiento, la prisión, el exilio y la persecución de sus mejores hijos.
El Papa tuvo que percibir esa degradada excepcionalidad. ¿Cómo responder a los cínicos discursos de Raúl, a la obsequiosidad ante el poder de los obispos y, en especial, del cardenal Jaime Ortega Alamino? Dicho sin ironía, adoptó la doctrina de la bomba de neutrones: olvídate de las personas y preserva las instalaciones. A la Iglesia Universal le sobra tiempo para esperar que en el Palacio Cardenalicio de La Habana haya un Pérez Serantes, un Boza Masvidal. Para esperar que en la misa y en la calle los obispos pongan el pecho entre el dictador y el rebaño del Señor. Con esos limones, razonaría el Papa, hay que hacer la limonada.
Esta visita marca un hito de madurez en la conciencia de la nación. Despeja toda duda de que estamos solos, abandonados a una parásita mafia revolucionaria, y ni siquiera el Papa tiene fe en nosotros. Para su ventaja, el castrismo nos ha vuelto indescifrables ante nuestros propios ojos y ante la época. ¿Cómo exigir que los otros nos comprendan? El Papa dijo lo que pensó que podíamos entender en nuestra penumbra: "El respeto y cultivo de la libertad que late en el corazón de todo hombre es imprescindible para responder adecuadamente a las exigencias fundamentales de su dignidad, y construir así una sociedad en la que cada uno se sienta protagonista indispensable del futuro de su vida, su familia y su patria". El milagro, pues, depende de nosotros.
La infame entrevista con Fidel contrastó dolorosamente con la renuencia a nombrar (no ya a recibir) a las Damas de Blanco, el más genuino y luminoso símbolo de María en la sociedad cubana. Ni Cuba ni el Papa merecían esa sórdida anécdota. Aún así, por defecto, la visita pone a la Iglesia y a la dictadura de cara a un nuevo horizonte. Cada cual acarreando sus respectivos demonios. La Iglesia ha perdido el respeto del pueblo. Más temprano que tarde la dictadura perderá el respeto de la Iglesia.
Se nos dio, sin embargo, el privilegio de una revelación. Cuando nuestra integridad parecía desvanecerse en la militarizada pompa de la misa del lunes en Santiago de Cuba, cuando los cócteles, los besamanos y un carnavalesco angelismo parecían ahogar la abominable memoria de medio siglo de dictadura, un cubano de a pie salió de la multitud y gritó: "¡Abajo el comunismo!"
A la sombra del monumento al generalísimo Antonio Maceo, héroe de mil batallas, Andrés Carrión Alvarez, de 38 años, derrotó con tres palabras a un enemigo tan fuerte en número y tan avieso en sus acciones como nunca tuvieron que enfrentarlo nuestros próceres, arrojándose solitario y rebelde sobre la cruz con que nuestra Iglesia adorna la alcoba de los hermanos Castro. Un santiaguero, que permaneció por tres días en el anonimato de los muertos, volvió a ser Cristo para lavar nuestros miedos y darnos patria en la fraternidad. ¿Qué más puede pedírsele a un hombre?
Por si fuera poco el prodigio, como si la Santísima Caridad del Cobre quisiera regalarnos una final prueba de su esperanzado amor, de la atenta y sublime mirada con que nos acompaña por este valle de lágrimas, impuso un manto de silencio sobre la turba prostituida, sobre los obispos, sobre los representantes del gobierno y de la Curia Romana, sobre los frívolos peregrinos, sobre los esbirros disfrazados de miembros de la Cruz Roja, para que no pudieran despegar sus labios, para que al pasar frente a ellos, golpeado y escupido, el sangrante Hijo de Dios, no pudieran volver a gritar: "¡Crucifícalo!".

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